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miércoles, 7 de mayo de 2008

Ambrose Bierce - El golpe de gracia

Ambrose Bierce - El golpe de gracia

Los Horrores de la Guerra

La batalla había sido violenta y continuada; todos los sentidos lo
confirmaban. El sabor mismo del combate estaba en el aire. Ahora todo
había acabado; sólo quedaba socorrer a los heridos y enterrar a los
muertos; «asearlo un poco», como dijo el bromista de un pelotón de
enterramiento. Hacía falta una buena cantidad de «aseo». Hasta donde
alcanzaba la vista, entre los bosques y bajo los árboles astillados, se
extendían restos de hombres y caballos. Por entre ellos se movían los
camilleros recogiendo y llevándose a los pocos que mostraban señales de
vida. La mayoría de los heridos habían muerto por abandono mientras se
discutía su derecho a ser asistidos. Las reglas del ejército establecen
que los heridos deben esperar: la mejor manera de atenderlos es ganar la
batalla. Hay que reconocer que la victoria es una importante ventaja para
un hombre que necesita cuidados, pero muchos no viven lo bastante para
sacarle provecho.
Los muertos se recogieron en grupos de doce a veinte y se situaron uno
junto a otro en hileras, mientras se cavaban las fosas que iban a
recibirlos. Algunos, encontrados a demasiada distancia de los puntos de
recogida, se enterraban allí donde yacían. No se hacían muchos intentos de
identificarlos, pero en la mayoría de los casos, como los pelotones de
enterramiento estaban destacados para rasurar el mismo terreno que habían
ayudado a sembrar, los nombres de los victoriosos muertos se conocían y se
relacionaban en la lista. Los caídos enemigos tenían que contentarse con
cifras. Pero de estos tuvieron bastantes: muchos fueron contados varias
veces y el recuento total, como se señaló más adelante en el informe
oficial del comandante victorioso, semejaba más una esperanza que un
resultado.
A poca distancia del lugar donde uno de los pelotones de enterramiento
había establecido su «vivaque de la muerte», un hombre con el uniforme de
oficial del ejército federal se apoyaba, de pie, contra un árbol. De los
pies a la barbilla, su actitud revelaba un cansancio agotador; pero volvía
la cabeza de un lado a otro con inquietud; al parecer, su mente no
descansaba. Quizá dudaba sobre qué dirección tomar; seguramente no
permanecería mucho más donde se encontraba, pues ya los rayos horizontales
del sol poniente se esparcían, rojizos, por las aberturas del bosque y los
fatigados soldados empezaban a abandonar sus tareas del día. Por supuesto,
no iba a hacer noche allí, solo, entre los muertos. Nueve de cada diez
hombres que uno se encuentra tras una batalla preguntan por el camino que
ha tomado determinada fracción del ejército; como si todos lo supieran.
Sin duda, aquel oficial se encontraba perdido. Después de darse un momento
de reposo, seguiría presumiblemente a alguno de los pelotones de
enterramiento en retirada.
Sin embargo, cuando todos se marcharon, se dirigió directamente al
interior del bosque, hacia el oeste purpúreo, cuya luz le coloreaba el
rostro como sangre. Andaba a zancadas, con un aire de seguridad que
indicaba que se hallaba en un terreno familiar; había recuperado la
orientación. No miraba a los muertos que encontraba a su paso, a derecha e
izquierda. Tampoco prestaba atención a los gemidos sordos de algún herido
grave a quien no habían llegado los camilleros y que pasaría una noche
penosa bajo las estrellas, acompañado sólo por su sed. ¿Qué podía hacer,
en realidad, el oficial, que no era médico y tampoco llevaba agua?
En el extremo de un barranco poco profundo, una mera depresión del suelo,
yacían unos cadáveres agrupados. Los vio, se desvió súbitamente de su
trayecto y caminó rápidamente hacia ellos. Los examinó con atención, a
medida que pasaba, y se detuvo por último junto a uno que yacía a cierta
distancia de los otros, cerca de un grupo de árboles bajos. Lo observó
atentamente. Parecía moverse. Se agachó y le puso la mano en la cara. El
hombre gritó.

El oficial era el capitán Downing Madwell, del Regimiento de Infantería de
Massachusetts, un valeroso e inteligente soldado y un hombre honorable. Al
regimiento pertenecían también dos hermanos apellidados Halcrow: Caffal y
Creede Halcrow. Caffal Halcrow era sargento de la compañía del capitán
Madwell y los dos hombres, el sargento y el capitán, eran incondicionales
amigos. En la medida en que la desigualdad de rango y la diferencia en los
deberes y consideraciones de la disciplina militar lo permitían,
procuraban estar siempre juntos. En realidad se habían criado juntos desde
la primera infancia, y una costumbre de cariño no se rompe fácilmente.
Caffal Halcrow no experimentaba ningún gusto ni disposición hacia lo
militar, pero la idea de la separación de su amigo le resultaba
extremadamente penosa y se alistó en la compañía en la que Madwell servía
como subteniente. Ambos ascendieron dos veces de rango, pero entre el
subalterno de más alta graduación y el oficial más bajo media un abismo
profundo y amplio, y la antigua relación se mantuvo con dificultades y de
un modo diferente.
Creede Halcrow, el hermano de Caffal, era el mayor del regimiento, un
hombre cínico y taciturno. Entre el capitán Madwell y él existía una
natural antipatía que las circunstancias habían alimentado y aumentado
hasta una franca animosidad. De no ser por la influencia disuasoria que su
mutua relación con Caffal les imponía, cada uno de estos dos patriotas
habría, sin duda, puesto todo su empeño en privar a su país de los
servicios del otro.
Al inicio del combate de aquella mañana, el regimiento cumplía su función
en un puesto de avanzada, a un kilómetro de distancia del grueso del
ejército. El grupo fue atacado y prácticamente sitiado en el bosque, pero
se mantuvo tenazmente en sus posiciones. Durante una tregua de la lucha,
el mayor Halcrow se acercó al capitán Madwell. Tras intercambiar el saludo
reglamentario, el mayor dijo:
-Capitán, el coronel ordena que conduzca usted a su compañía hasta la
cabeza de ese barranco y mantenga allí su posición hasta nueva orden. No
hace falta que le informe del peligro que implica esta maniobra, pero si
lo desea, supongo que puede usted delegar el mando de su compañía en su
teniente. No he recibido ninguna orden que autorice esa sustitución; es
una mera sugerencia mía de carácter no oficial.
Ante este mortal insulto, el capitán Madwell replicó con frialdad:
-Señor, lo invito a acompañarnos en la maniobra. Un oficial a caballo
constituiría un excelente blanco, y desde hace largo tiempo mantengo la
opinión de que sería una gran ventaja que se hallara usted muerto.
El arte de la réplica se cultivaba en los círculos militares ya en la
temprana fecha de 1862.
Media hora más tarde, la compañía del capitán Madwell fue expulsada de su
posición en la cabeza del barranco, tras haber perdido a un tercio de sus
hombres. Entre los caídos figuraba el sargento Halcrow. El regimiento fue
poco después obligado a retroceder hasta la primera línea de batalla, y al
final del combate, se encontraba a kilómetros de distancia. Ahora, de pie,
el capitán estaba al lado de su subordinado y amigo.
El sargento Halcrow había sido herido mortalmente. Su uniforme
desarreglado parecía haber sido rasgado violentamente y dejaba ver el
vientre al aire. Algunos botones de su chaqueta habían sido arrancados y
estaban en el suelo, a su lado, junto a otros jirones de sus ropas,
desparramados por todas partes. El cinturón de cuero estaba roto y parecía
haber sido arrastrado por debajo del cuerpo, una vez caído. No había mucha
efusión de sangre. La única herida visible era un agujero ancho e
irregular en el vientre. Estaba sucio de tierra y hojas secas. De él
sobresalía un pedazo del intestino delgado. El capitán Madwell no había
visto una herida así en toda su experiencia de la guerra. No conseguía
imaginar cómo se la habían hecho, ni explicar las otras circunstancias
concurrentes: el extraño desgarro del uniforme, el cinturón partido, la
piel blanca manchada con la tierra. Se arrodilló y lo examinó más
cuidadosamente. Cuando se incorporó, volvió los ojos en diferentes
direcciones como si buscara un enemigo. A cincuenta metros, en la cima de
una colina baja cubierta por unos pocos árboles, observó varias formas
oscuras moviéndose entre los cadáveres; era una piara de cerdos salvajes.
Uno estaba de espaldas, con el lomo muy alzado. Tenía las patas delanteras
sobre un cuerpo humano y la cabeza, inclinada, era invisible. El borde
cerdoso del espinazo se recortaba negro sobre el poniente rojo. El capitán
Madwell apartó los ojos y los fijó nuevamente sobre la cosa que antes
había sido su amigo.
El hombre que había padecido aquellas monstruosas mutilaciones se
encontraba vivo. A intervalos movía las piernas; gemía en cada
respiración. Miraba fijamente, sin expresión, el rostro de su amigo, y
gritaba si este lo tocaba. En su tremenda agonía había arañado el suelo
sobre el que yacía y entre los puños apretados tenía hojas, ramas y
tierra. No podía articular el habla, y resultaba imposible saber si era
sensible a otra cosa excepto su dolor. La expresión de su rostro era una
súplica. La de sus ojos, un profundo ruego. ¿De qué?

No había posible mala interpretación de aquella mirada. El capitán la
había visto demasiado a menudo en los ojos de aquellos cuyos labios
conservaban todavía la fuerza necesaria para formular la súplica de la
muerte. Consciente o inconscientemente, aquel retorcido resto de
humanidad, aquella representación suprema del más agudo dolor, aquel
híbrido de hombre y animal, aquel humilde, antiheroico Prometeo, imploraba
cualquier cosa, todo, el absoluto no ser, para el regalo del abandono, del
olvido. Aquella encarnación del sufrimiento dirigía su silente plegaria a
la tierra y al cielo, a los árboles, al hombre, a todo lo que alguna vez
tuvo forma en los sentidos o la consciencia.
¿Qué imploraba, entonces? Lo que concedemos incluso a la criatura más
miserable sin conciencia suficiente para pedirlo, y negamos sólo a los
desgraciados de nuestra propia raza: la bendición de la liberación, el
rito de la suprema compasión, el coup de grâce.
El capitán Madwell pronunció el nombre de su amigo. Lo repitió una y otra
vez, sin ningún efecto, hasta que la emoción le bloqueó el habla. Las
lágrimas le cegaron y salpicaron el lívido rostro situado bajo el suyo. No
veía nada más que una silueta desdibujada y móvil, pero los gemidos eran
cada vez más nítidos y a intervalos más breves los interrumpían agudos
gritos.
Se dio la vuelta, se golpeó la frente con el puño y se alejó a grandes
pasos. Los cerdos lo vieron, alzaron sus hocicos enrojecidos, lo miraron
un instante con desconfianza y con un malhumorado gruñido colectivo
echaron a correr y desaparecieron. Un caballo con una pata delantera
astillada por un obús levantó la cabeza del suelo y relinchó
lastimosamente. Madwell avanzó unos pasos, sacó su revólver y disparó
entre los dos ojos al pobre animal. Observó con interés su lucha con la
muerte, que contrariamente a lo que había supuesto, fue violenta y
prolongada; pero al final cayó inmóvil. Los tensos músculos de los belfos,
que habían descubierto los dientes en un horrible rictus, se relajaron; el
definido y nítido perfil adquirió una expresión de profunda paz y reposo.
Hacia el oeste, sobre la distante colina de escasa arboleda, la franja de
fuego del crepúsculo se consumía ya casi a sí misma. La luz palidecía
sobre los troncos de los árboles, tomando un gris débil; las sombras
cubrían sus copas como grandes pájaros oscuros allí posados. La noche se
acercaba y entre el capitán Madwell y el campamento se extendían
kilómetros y kilómetros de bosque hechizado. Sin embargo, todavía
permanecía allí, de pie junto al animal muerto, en apariencia fuera del
sentido de todo lo que le rodeaba. Tenía los ojos fijos en el suelo, a sus
pies; la mano izquierda le colgaba al costado y con la derecha todavía
sujetaba la pistola. Bruscamente levantó la cabeza, la volvió hacia su
amigo moribundo y se acercó rápidamente a él. Puso una rodilla en el
suelo, armó el revólver, colocó la boca del cañón sobre la frente del
hombre, apretó el gatillo. No hubo estampido. Había gastado su último
cartucho con el caballo.
El moribundo gimió y sus labios se movieron convulsivamente. De ellos
brotó una espuma con un tinte de sangre.
El capitán Madwell se puso en pie y sacó su espada de la vaina. Repasó su
filo con los dedos de la mano izquierda desde la empuñadura hasta la
punta. Luego la sustuvo en línea recta delante de él, como para probar sus
nervios. No hubo ningún temblor en la hoja de la espada; reflejaba un rayo
de luz desolada, firme y certero. Se inclinó y arrancó con la mano
izquierda la camisa del agonizante. Se levantó y colocó la punta de la
espada exactamente sobre su corazón. Esta vez no apartó los ojos. Agarró
la empuñadura de la espada con las dos manos y la empujó hacia dentro con
toda su fuerza y todo su peso. La hoja se hundió en el cuerpo del hombre y
después en la tierra a través de su cuerpo. El capitán Madwell estuvo a
punto de caer hacia delante, sobre el propio trabajo que acababa de hacer.
El moribundo alzó las rodillas, se llevó el brazo al pecho y aferró el
acero tan fuertemente que le blanquearon los nudillos de la mano. La
herida se ensanchó por el violento pero inútil esfuerzo de arrancar la
espada y un riachuelo de sangre brotó y corrió sinuosamente, deslizándose
sobre las ropas desordenadas. En aquel momento, tres hombres avanzaron en
silencio desde detrás del grupo de árboles bajos que habían ocultado su
llegada. Dos eran enfermeros y llevaban una camilla.
El tercero era el mayor Creede Halcrow.

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