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jueves, 16 de mayo de 2013

El caso de la esposa de mediana edad - Agatha Christie



El caso de la esposa de mediana edad




Agatha Christie





Cuatro gruñidos, una voz que preguntaba con tono de indignación por qué nadie podía dejar en paz su sombrero, un portazo y mister Packington salió para coger el tren de las ocho cuarenta y cinco con destino a la ciudad. Mrs. Packington se sentó a la mesa del desayuno. Su rostro estaba encendido y sus labios apretados, y la única razón de que no llorase era que, en el último momento, la ira había ocupado el lugar del dolor.
—No lo soportaré —dijo Mrs. Packington—. ¡No lo soportaré! —y permaneció por algunos momentos con gesto pensativo, para murmurar después—: ¡Mala pécora! ¡Gata hipócrita! ¡Cómo puede ser George tan loco!
La ira cedió, volvió el dolor. En los ojos de Mrs. Packington asomaron las lágrimas, que fueron deslizándose lentamente por sus mejillas de mediana edad.
—Es muy fácil decir que no lo soportaré. Pero ¿qué puedo hacer?
De pronto tuvo la sensación de encontrarse sola, desamparada, abandonada por completo. Tomó lentamente el diario de la mañana y leyó, no por primera vez, un anuncio inserto en la primera página:


—¡Absurdo! —se dijo Mrs. Packington—. Completamente absurdo —y luego añadió—. Después de todo, podría acercarme a ver...



Lo que explica por qué, a las once, Mrs. Packington, un poco nerviosa, era introducida en el despacho particular de mister Parker Pyne.
Como acabamos de decir, Mrs. Packington estaba nerviosa, pero, como quiera que fuera, una ojeada al aspecto de mister Parker Pyne bastó para darle una sensación de seguridad. Era un hombre corpulento, por no decir gordo. Tenía una cabeza calva de nobles proporciones, llevaba gafas de alta graduación y ojillos que parpadeaban.
—Tenga la bondad de sentarse —le dijo, y añadió para facilitarle la entrada en materia—. ¿Ha venido usted en respuesta a mi anuncio?
—Sí —contestó Mrs. Packington, y se calló.
—Y no es usted feliz —dijo mister Parker Pyne con un tono alegre en la voz—. Muy pocas personas son felices. Realmente, se quedaría usted sorprendida si supiera qué pocas personas lo son.
—¿De veras? —exclamó Mrs. Packington sin creer, no obstante, que importase gran cosa el hecho de que fuesen pocas o muchas aquellas personas.
—A usted esto no le interesa, ya lo sé —dijo mister Parker Pyne—, pero me interesa mucho a mí. Ya lo ve usted, he pasado treinta y cinco años de mi vida ocupado en la compilación de estadísticas en un despacho del gobierno. Ahora estoy retirado y se me ha ocurrido utilizar de un modo nuevo la experiencia adquirida. Es todo muy sencillo. La infelicidad puede ser clasificada en cinco grupos principales... ni uno más, se lo aseguro. Una vez conocida la causa de la enfermedad, el remedio no ha de ser imposible.
»Yo ocupo el lugar del médico. El médico empieza por diagnosticar la enfermedad del paciente y luego procede a recomendar el tratamiento. En algunos casos, no hay tratamiento posible. Si es así, digo francamente que no puedo hacer nada. Pero le aseguro a usted, Mrs. Packington, que si me encargo de un caso, la curación está prácticamente garantizada.
¿Sería posible? ¿Era todo aquello una sarta de tonterías o podía tener un fondo de verdad? Mrs. Packington le dirigió una mirada de esperanza.
—Vamos a diagnosticar su caso —dijo mister Parker Pyne sonriendo. Y recostándose en su sillón, unió las puntas de los dedos de una y otra mano—. El problema se refiere a su esposo. En términos generales, su vida de casados ha sido feliz. Su marido, por lo que veo, ha prosperado. Creo que el caso incluye a una señorita... quizás una señorita que trabaja en el despacho de su marido.
—Una secretaria —dijo Mrs. Packington—. Una detestable intrigante con los labios pintados y medias de seda y rizos —Las palabras habían salido de ella precipitadamente.
Mister Parker Pyne hizo una seña afirmativa con gesto apaciguador.
—No hay en realidad ningún mal en ello... ésa es la frase que emplea siempre su propio esposo, no lo dudo.
—Esas son sus propias palabras.
—¿Por qué, entonces, no ha de disfrutar de una pura amistad con esa señorita y proporcionar un poco de alegría, un poco de placer a su triste existencia? La pobre muchacha se divierte tan poco... Imagino que éstos son los sentimientos de su esposo.
Mrs. Packington hizo un vigoroso gesto afirmativo.
—¡Una farsa...! ¡Todo es una farsa! Se la lleva al río... A mí me gusta también ir al río, pero hace cinco o seis años que esto le estorbaba para jugar al golf. Pero por ella puede dejar el golf. A mí me gusta el teatro... George ha dicho siempre que está demasiado cansado para salir de noche. Ahora se la lleva a ella a bailar... ¡a bailar! Y vuelve a las tres de la madrugada. Yo... yo...
—¿Y sin duda, deplora el hecho de que las mujeres sean tan celosas, tan intensamente celosas, cuando no hay absolutamente causa alguna, en realidad, para los celos?
Mrs. Packington hizo otro gesto afirmativo.
—Ni más ni menos —y preguntó con viveza—: ¿Cómo sabe usted todo esto?
—Las estadísticas —contestó mister Parker Pyne sencillamente.
—Esto me hace tan desgraciada... —dijo Mrs. Packington—. Siempre he sido una buena esposa para George. He trabajado hasta desollarme los dedos desde los primeros tiempos. Le he ayudado a salir adelante. Nunca he mirado a ningún hombre. Su ropa está siempre zurcida. Come bien y la casa está bien administrada económicamente. Y ahora que hemos prosperado socialmente y podríamos disfrutar y salir un poco, y hacer todas las cosas que yo había esperado hacer algún día... ¡Bueno, me encuentro con esto! —y tragó saliva con dificultad.
Mister Parker Pyne afirmó con grave expresión:
—Le aseguro que comprendo su caso perfectamente.
—Y... ¿puede usted hacer algo? —preguntó ella casi en un murmullo.
—Ciertamente, mi querida señora. Hay una cura. Oh, sí, hay una cura.
—¿Y en qué consiste? —y esperó la contestación con los ojos muy abiertos.
Mister Parker Pyne habló con calma y firmeza.
—Se pondrá usted en mis manos y los honorarios serán doscientas guineas.
—¡Doscientas guineas!
—Exactamente. Usted puede pagarlas, Mrs. Packington. Las pagaría por una operación. La felicidad es tan importante corno la salud del cuerpo.
—¿Se las abono después, supongo?
—Al contrario —dijo mister Parker Pyne—. Me las abona por adelantado.
—Me parece que no veo el modo... —repuso ella levantándose.
—¿De cerrar un trato a ciegas? —dijo mister Parker Pyne animadamente—. Bien, quizás tiene usted razón. Es mucho dinero para arriesgarlo. Tiene que confiar en mí, ya comprende. Tiene que pagar y correr el riesgo. Éstas son mis condiciones.
—¡Doscientas guineas!
—Exactamente: doscientas guineas. Es una suma considerable. Bueno días, Mrs. Packington. Avíseme si cambia de opinión —y le estrechó la mano con una sonrisa imperturbable.
Cuando ella se hubo retirado, oprimió un botón que había sobre la mesa. Respondiendo a la llamada, entró una joven con gafas de aspecto antipático.
—Hágame el favor de traer una carpeta, miss Lemon. Y puede decirle a Claude que probablemente lo necesitaré pronto.
—¿Una nueva clienta?
—Una nueva clienta. De momento, ha retrocedido, pero volverá. Probablemente esta tarde, hacia las cuatro. Anótela.
—¿Modelo A?
—Modelo A, por supuesto. Es interesante ver como cada uno cree que su propio caso es único. Bien, bien, avise a Claude. Dígale que no se ponga demasiado exótico. Nada de perfumes y mejor que se haga cortar el pelo bien corto.



Eran las cuatro y cuarto cuando Mrs. Packington volvió a entrar en el despacho de mister Parker Pyne. Sacó un talonario, extendió un cheque y se lo entregó contra recibo.
—¿Y ahora? —dijo Mrs. Packington dirigiéndole una mirada de esperanza.
—Ahora —contestó mister Parker Pyne sonriendo—, volverá usted a su casa. Mañana, con el primer correo, recibirá determinadas instrucciones y me complacerá si las cumple puntualmente.
Mrs. Packington volvió a su casa en un estado de agradable expectación.



Mister Packington volvió a la defensiva, presto a defender su posición si se reanudaba la escena del desayuno. Pero vio con satisfacción que su esposa no parecía dispuesta a argumentar. La encontró raramente pensativa.
Mientras escuchaba la radio, George se preguntaba si esa querida niña, Nancy, le permitiría que le regalase un abrigo de pieles. Él sabía que era muy orgullosa y no quería ofenderla. No obstante, ella se había quejado del frío. Ese abrigo de mezclilla que llevaba era bien poca cosa: no bastaba para protegerla. Podría, quizás, proponérselo de un modo que ella no le diera importancia...
Tenían que salir pronto otra noche. Era un placer llevar a un restaurante de moda a una muchacha como aquella. Podía ver las miradas de envidia de los jóvenes. Era una chica extraordinariamente bonita. Y le gustaba a ella. Le había dicho que no le parecía apenas viejo.
Levantando la vista, tropezó con la mirada de su esposa. Repentinamente se sintió culpable, cosa que le molestaba. ¡Qué corta de alcances y qué suspicaz era María! ¡Cómo le regateaba las más ligeras satisfacciones!
Giró el interruptor de la radio y se fue a descansar.
A la mañana siguiente, Mrs Packington recibió dos cartas inesperadas. Una de ellas era un impreso en el que se confirmaba la hora dada para asistir a un célebre instituto de belleza. La segunda era una cita con un modisto. En una tercera carta, mister Parker Pyne solicitaba el placer de su compañía para almorzar aquel día en el Ritz.
Mister Packington mencionó la posibilidad de no venir a cenar a casa aquel día, pues tenía que ver a un individuo para tratar de negocios. Mrs. Packington se limitó a inclinar la cabeza con aire distraído y mister Packington salió felicitándose de haber sabido evitar la tormenta.



El especialista en belleza se mostró tajante. ¡Menuda negligencia! Pero, ¿por qué, madame? Debería haberse aplicado un tratamiento desde hacía algunos años. Sin embargo, no era demasiado tarde.
Le hicieron varias cosas en el rostro, que fue prensado y sometido al masaje y al vapor. Le aplicaron primero barro, luego varias cremas y finalmente polvos con otros tantos retoques.
Por último, le entregaron un espejo. «Creo que, efectivamente, parezco más joven», se dijo a sí misma.
La sesión con el modisto fue también emocionante. Salió de allí sintiéndose distinguida, elegante y a la última moda.
A la una y media, Mrs. Packington compareció en el Ritz. La esperaba mister Parker Pyne, impecablemente vestido y envuelto en una atmósfera apaciblemente tranquilizadora.
—Encantadora —le dijo, paseando una mirada experta por su figura, de pies a cabeza—. Me he aventurado a pedir para usted un White Lady.
Mrs. Packington, que no había contraído el hábito de tomar cócteles, no opuso resistencia. Mientras sorbía el excitante líquido con cautela, escuchó a su benévolo instructor.
—Su marido, Mrs. Packington, debe acostumbrarse a esperarla. ¿Entiende usted? A esperarla. Para ayudarla en este detalle, voy a presentarle a un joven amigo mío. Almorzará usted hoy con él.
En aquel momento se acercaba un joven que miraba a un lado y otro. Al descubrir a Mrs. Parker Pyne, fue hacia ellos con movimientos airosos.
—Mister Claude Lutrell. Mrs. Packington.
Mister Claude Lutrell no había cumplido, quizás, los treinta años. Era un joven de aspecto agradable y simpático, vestido a la perfección y sumamente guapo.
—Encantado de conocerla —murmuró.
Al cabo de tres minutos, Mrs. Packington se hallaba frente a su nuevo mentor en una mesa para dos.
Ella se mostró al principio algo vergonzosa, pero mister Lutrell no tardó en devolverle la serenidad. Conocía bien París y había pasado mucho tiempo en la Riviera. Le preguntó a Mrs. Packington si le gustaba bailar. Ella contestó que sí, pero que ahora rara vez bailaba pues a mister Packington no le gustaba salir por las noches.
—Pero no puede ser tan poco complaciente que la retenga a usted en casa —dijo Claude Lutrell, enseñando al sonreír una deslumbrante dentadura—. En estos tiempos, las mujeres no tienen porqué tolerar los celos masculinos.
Mrs. Packington estuvo a punto de decir que no se trataba de celos, pero no lo dijo. Después de todo, era una agradable idea.
Claude Lutrell habló alegremente de los clubes nocturnos. Quedó convenido que la noche siguiente asistirían al popular «Lesser Archangel». A Mrs. Packington le ponía un poco nerviosa la idea de anunciárselo a su esposo. Le parecía que George lo encontraría extraordinario y, posiblemente, ridículo. Pero quedó liberada de toda dificultad por esta causa. Había estado demasiado nerviosa para hablar de ello a la hora del desayuno y a las dos llegó por teléfono el mensaje de que mister Packington cenaría fuera de la ciudad.
La velada constituyó un gran éxito. Mrs. Packington había bailado muy bien cuando era una muchacha y, bajo la hábil dirección de Claude Lutrell, no tardó en coger el ritmo de los bailes modernos. Él la felicitó por su vestido y, asimismo, por su peinado. (Aquella mañana se le había preparado una sesión en una peluquería de moda.) Al despedirse de ella, le besó la mano del modo más expresivo. Hacía años que Mrs. Packington no había disfrutado de una velada como aquella.
Siguieron diez días desconcertantes. Mrs. Packington los pasó entre almuerzos, tés, tangos, comidas, bailes y cenas. Conoció todos los detalles de la triste niñez de Claude Lutrell. Se enteró de las lamentables circunstancias en que su padre había perdido todo su dinero. Oyó el relato de su trágica historia y de sus sentimientos de amargura hacia las mujeres en general.
Al undécimo día, asistieron a un baile del Red Admiral. Mrs. Packington vio allí a su marido antes de que éste se percatase de su presencia. George acompañaba a la señorita de su despacho. Ambas parejas estaban bailando.
—Hola, George —dijo Mrs. Packington con ligereza cuando el curso del baile los acercó.
Y se sintió muy divertida al ver cómo el rostro de su esposo se ponía rojo y luego púrpura de asombro. Con el asombro se mezclaba una expresión de culpa descubierta.
A Mrs. Packington le divertía sentirse dueña de la situación. ¡Pobre George! Sentada de nuevo a su mesa, los observó. ¡Qué gordo estaba, qué calvo, qué mal bailaba! Lo hacía a la manera de veinte años atrás. ¡Pobre George! ¡Quería ser joven a toda costa! Y esa pobre muchacha con la que bailaba tenía que fingir que lo hacía muy a gusto. Parecía estar muy aburrida, ahora que tenía la cara sobre su hombro y él no podía verla.
¡Cuánto más envidiable, pensó Mrs. Packington, era su propia situación! Miró al perfecto Claude, que tenía el tacto de guardar silencio. Qué bien la entendía. Nunca se ponía pesado... como inevitablemente lo hacen los maridos al cabo de unos cuantos años.
Volvió a mirarlo. Y sus miradas se encontraron. Él sonrió. Sus hermosos ojos oscuros, tan melancólicos, tan románticos, se fijaron tiernamente en los suyos.
Bailaron de nuevo. Fue un rato glorioso.
—¿Volvemos a bailar? —murmuró.
Ella se daba cuenta de que los seguía la mirada apoplética de George. Recordaba que la idea había sido poner celoso a George. ¡Cuánto tiempo hacía de eso! En realidad, no deseaba ahora que George sintiese celos. Esto podía trastornarlo. ¡Por qué habría de trastornar al pobre infeliz? Estaba todo el mundo tan contento...



Hacía una hora que mister Packington estaba en casa cuando llegó su esposa. Parecía desconcertado y poco seguro de sí mismo.
—Hum —observó—. O sea que ya estás de vuelta.
Mrs. Packington se quitó el abrigo de soirée que le había costado cuarenta guineas aquella misma mañana.
—Sí —contestó sonriendo—, estoy de vuelta.
George tosió y luego dijo:
—Ha sido curioso... que nos hayamos encontrado.
—¿Verdad que sí? —dijo Mrs. Packington.
—Yo... bueno, pensé que sería una obra de caridad llevar a esa chica a alguna parte. Ha tenido muchos disgustos en su casa. Pensé... bueno, ha sido por pura bondad, ya comprendes.
Mrs. Packington hizo un gesto afirmativo. Pobre George... trabándose y acalorándose y quedándose tan satisfecho de sí mismo.
—¿Quién era ese mono que te acompañaba? Yo no lo conozco, ¿verdad?
—Se llama Lutrell, Claude Lutrell.
—¿Cómo te has encontrado con él?
—Oh, alguien me lo presentó —dijo ella vagamente.
—Es un poco extraño, que salgas a bailar... a tu edad. No debes llamar la atención, querida.
Mrs. Packington sonrió. Se sentía demasiado bien dispuesta hacia el universo en general para darle la réplica adecuada.
—Un cambio es siempre bueno —dijo amablemente.
—Tienes que andarte con cuidado, ya comprendes. Van por ahí muchos holgazanes de ese género. Las mujeres de mediana edad se ponen a veces en situaciones espantosamente ridículas. Yo sólo te lo advierto, querida. No me gustaría algo que fuera impropio de ti.
—El ejercicio me parece muy beneficioso —dijo Mrs. Packington.
—Hum... desde luego.
—Y espero que tú también —dijo Mrs. Packington con tono bondadoso—. Lo que importa es estar contento, ¿no es verdad? Recuerdo que lo dijiste tú mismo una mañana a la hora del desayuno, hace unos diez días.
Su esposo le dirigió una viva mirada, pero sin sarcasmo en la expresión. Ella bostezó.
—Tengo que irme a la cama. A propósito, George, me he vuelto muy caprichosa últimamente. Van a llegar algunas facturas terribles. ¿Verdad que no te importa?
—¿Facturas?
—Sí. Dos modistos, y el masajista y el peluquero. He sido perversamente caprichosa... pero ya sé que a ti no te importa.
Y subió la escalera. Mister Packington se había quedado con la boca abierta. María se había mostrado maravillosamente amable en lo referente a su propia aventura nocturna, no había parecido darle la menor importancia. Pero era una lástima que se hubiese puesto de pronto a gastar dinero. María... ¡ese modelo de esposa ahorradora!
¡Las mujeres! Y George Packington movió la cabeza. Menudos enredos en que se habían metido últimamente los hermanos de esa muchacha. Bueno, a él le había complacido sacarlos del apuro. De todos modos, ¡maldita sea!, las cosas no iban tan bien en la City.
Con un suspiro, mister Packington empezó a subir también la escalera lentamente.



A veces, las palabras dejan de producir un efecto en el primer momento y se recuerdan más tarde. Así pues, hasta la mañana siguiente, algunas frases pronunciadas por mister Packington no penetraron verdaderamente en la conciencia de su esposa.
Tipos holgazanes, mujeres de mediana edad, situaciones espantosamente ridículas.
En el fondo, Mrs. Packington era valiente. Se sentó y miró las cosas cara a cara. Un gigoló. Ella había leído cosas sobre los gigolós en los diarios. Y también había leído cosas sobre las necedades de las mujeres de mediana edad.
¿Era Claude un gigoló? Así lo imaginaba. Pero a los gigolós se les paga y Claude pagaba siempre por ella. Cierto, aunque quien realmente pagaba era mister Parker Pyne, no Claude... O mejor dicho, todo salía de las doscientas guineas que ella le había entregado.
¿Sería ella acaso una tonta de mediana edad? ¿Estaría Claude Lutrell riéndose de ella a sus espaldas? Se le encendió el rostro al pensarlo.
Bueno, ¡qué importaba eso! Claude era un gigoló y ella era una tonta de mediana edad. Pensó que tendría que hacerle algún regalo, una pitillera de oro o algo por el estilo.
Un extraño impulso la obligó a salir y a visitar el establecimiento de Asprey. Allí eligió y pagó una pitillera. Tenía que almorzar con Claude en el Claridge.
Cuando estaban tomando el café, la sacó del bolso.
—Un pequeño presente —murmuró.
Él levantó la vista con el ceño fruncido.
—¿Para mí?
—Sí. Espero... espero que le guste.
Él cubrió la pitillera con la mano y la rechazó violentamente por encima de la mesa.
—¿Por qué me da esto? No lo aceptaré. Cójalo. ¡Cójalo, le digo! —Estaba enfadado. Sus ojos oscuros centelleaban.
—Lo siento —murmuró ella. Y se la guardó de nuevo en el bolso.
Aquel día el trato fue forzado.



A la mañana siguiente, él le dijo por teléfono:
—Necesito verla. ¿Puedo ir a su casa esta tarde?
Ella le dijo que fuese a las tres.
Él llegó muy pálido, muy tenso. De pronto, se puso de pie y se la quedó mirando.
—¿Qué es lo que se cree usted que soy? Esto es lo que he venido a preguntarle. Hemos sido amigos... ¿no es verdad? Pero, a pesar de ello, usted cree que soy... bueno, un gigoló, un individuo que vive a costa de las mujeres. Esto es lo que cree usted, ¿no es verdad?
—No, no.
Pero él rechazó esa protesta. Su rostro estaba ahora muy pálido.
—¡Esto es lo que realmente cree usted! Pues bien: es la verdad. Esto es lo que quería decirle. ¡Es la verdad! Tenía órdenes de pasearla a usted por ahí, de entretenerla, de cortejarla, de hacerle olvidar a su esposo... Éste es mi oficio. Un oficio despreciable, ¿no es verdad?
—¿Por qué me cuenta todo esto? —preguntó ella.
—Porque he terminado con este trabajo. No puedo continuarlo. Por lo menos, no con usted. Usted es diferente. Usted es la clase de mujer que podía inspirarme fe, confianza, adoración. Usted piensa que lo que estoy diciendo forma parte de mi papel —y se acercó más a ella—. Voy a demostrarle que no es así. Voy a retirarme... a causa de usted. Voy a convertirme en un hombre y a dejar de ser una criatura odiosa. Y voy a hacerlo a causa de usted.
Repentinamente, la tomó en sus brazos. Sus labios se cerraron sobre los de ella. Luego la soltó y se mantuvo apartado.
—Adiós. He sido una persona inútil... siempre. Pero prometo que ahora seré diferente. ¿Recuerda usted que una vez dijo que le gustaba leer los anuncios que ponían en los periódicos las personas en apuros? Cada aniversario de este día encontrará allí un mensaje mío diciéndole que la recuerdo y que me porto bien. Entonces sabrá usted todo lo que ha significado para mí. Y otra cosa: no he aceptado nada de usted. Pero deseo que usted acepte algo de mí —y se quitó del dedo un sencillo anillo de oro, un sello—. Era de mi madre. Quisiera que lo tuviese usted. Y ahora, adiós.
Y la dejó de pie, aturdida, con el anillo en la mano.



George Packington regresó a casa temprano. Encontró a su esposa de cara al fuego y con la mirada perdida. Ella le habló bondadosamente, pero con distracción.
—Escucha, María —le dijo de repente con voz insegura—. A propósito de esa muchacha...
—Di, querido.
—Yo... nunca quise trastornarte, ya comprendes. Con ella... nada de nada.
—Ya lo sé. Fue una tontería por mi parte. Sal con ella tanto como quieras, si eso te alegra.
Seguramente, esas palabras hubieran debido animar a George Packington. Lo extraño es que le disgustaron. ¿Cómo puede uno disfrutar de la compañía de una muchacha cuando la propia esposa le invita complaciente a que lo haga? ¡Al diablo con esa historia!, no sería decente. Aquella sensación de ser un pícaro, un hombre duro que juega con fuego, se esfumaba y moría ignominiosamente. George Packington se sintió de pronto fatigado y con la cartera mucho más ligera. Aquella muchacha sí que era una buena picara.
—Podríamos irnos los dos a alguna parte una temporadita si te apetece, María —le propuso tímidamente.
—Oh, no te preocupes por mí. Estoy perfectamente.
—Pero a mí me gustaría sacarte de aquí. Podríamos ir a la Riviera.
Mrs. Packington le sonrió a distancia.
Pobre George. Sentía afecto por él. Su situación era tan patética... En su vida no había el secreto esplendor que tenía la de ella. Le sonrió aún con mayor ternura.
—Eso sería delicioso, querido —le dijo.


Mister Parker Pyne estaba diciéndole a miss Lemon:
—¿A cuánto ascienden los gastos?
—A ciento dos libras, catorce chelines y seis peniques.
Alguien empujó la puerta y entró Claude Lutrell. Parecía algo melancólico.
—Buenos días, Claude —dijo mister Parker Pyne—. ¿Ha acabado todo satisfactoriamente?
—Eso creo.
—¿Y el anillo? ¿Qué nombre has puesto en él?
—Matilda —contestó Claude sombríamente—, 1899.
—Excelente. ¿Qué texto para el anuncio?
—«Me porto bien. Sigo recordando. Claude.»
—Haga el favor de tomar nota de esto, miss Lemon. La columna de los que están en apuros. Tres de noviembre, durante... Déjeme ver: gastos ciento dos libras, con catorce y seis. Sí, durante diez años, supongo. Esto nos deja un beneficio de noventa y dos libras, dos chelines y cuatro peniques. Está bien. Está perfectamente bien.
Miss Lemon se retiró.
—Oiga —exclamó Claude estallando—: Esto no me gusta. Es un juego sucio.
—¡Mi querido muchacho!
—Un juego sucio. Ésta es una mujer decente... una buena persona. Contarle todas estas mentiras... llenarla de esa literatura lacrimosa, ¡al diablo con todo! ¡Me da asco!
Mister Parker Pyne se ajustó las gafas y miró a Claude con una especie de interés científico.
—¡Pobre de mí! —dijo secamente—. No creo recordar que su conciencia le atormentase durante su... ¡ejem! notoria carrera. Sus casos en la Riviera fueron particularmente descarados y su explotación de Mrs. Hattie West, la esposa del rey californiano del cohombro, fue especialmente notable por el endurecido instinto mercenario de que hizo usted gala.
—Bien, empiezo a pensar de otra manera —refunfuñó Claude—. Este juego no es... limpio.
Mister Parker Pyne habló con el tono de un director de escuela que amonesta a su alumno favorito.
—Ha realizado usted, mi querido Claude, una acción meritoria. Ha dado a una mujer desgraciada lo que necesitan todas las mujeres: un sueño. Una mujer rompe una pasión a pedazos y no saca nada bueno de ella, pero un sueño puede guardarse en un armario, con espliego, y ser contemplado durante muchos años. Yo conozco la naturaleza humana, hijo mío, y puedo decirle que una mujer puede vivir mucho tiempo de un incidente de este tipo —y terminó, tras toser—: Hemos cumplido nuestro compromiso con Mrs. Packington de un modo muy satisfactorio.
—Bueno —murmuró Claude—, pero no me gusta —y abandonó la habitación.
Mister Parker Pyne tomó de un cajón una carpeta nueva y escribió: «Interesantes vestigios de conciencia visibles en un gigoló endurecido. Nota: Estudiar su desarrollo.»


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