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sábado, 24 de mayo de 2008

CALABERAS EN LAS ESTRELLAS -- ROBERTE.HORWARD

CALAVERAS EN LAS
ESTRELLAS
Robert E. Howard


("Weird Tales", enero de 1929)

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El contó cómo caminan sobre la tierra asesinos
bajo la maldición de Caín, con nubes rojas velando sus ojos
y llamas alrededor de su cerebro: porque la sangre ha dejado sobre sus almas
su estigma eterno.
HOOD
Dos caminos conducen a Yorkertown. Uno, la ruta más corta y más directa, atraviesa un
páramo elevado y árido, y el otro, que es mucho más largo, sigue las vueltas de su sinuoso
curso entre las colinas y los cenagales de los pantanos, bordeando las colinas bajas por el
este. Era un sendero peligroso y solitario; por eso Solomon Kane se detuvo' asombrado
cuando un joven casi sin aliento, procedente de la aldea que acababa de dejar, lo alcanzó y
le imploró por el amor de Dios que tomara el camino del pantano.
— ¡El camino del pantano! —Kane miró fijamente al muchacho.
Era un hombre alto y delgado, era Solomon Kane, con su rostro sombríamente pálido y
sus profundos ojos taciturnos ensombrecidos aún más por el traje puritano que vestía, de
color marrón oscuro.
—Sí, señor, es más seguro —respondió el jovencito a su sorprendida exclamación.
—Entonces el camino del páramo debe ser frecuentado por el mismo Satanás, porque los
de tu aldea me advirtieron que no atravesara el otro.
—Es por los cenagales, señor, que usted no podría ver en la oscuridad. Más vale que
vuelva a la aldea y continúe su viaje por la mañana, señor.
—¿Tomando el camino del pantano?
—Sí, señor.
Kane se encogió de hombros y meneó la cabeza: —La luna sale casi al mismo tiempo
que termina el crepúsculo. Con su luz puedo llegar a Yorkertown en pocas horas, cruzando
el páramo.
—Señor, es mejor que no lo haga. Nunca va nadie por ese camino. No hay ninguna casa
en el páramo, mientras que en el pantano está la casa del viejo Ezra que vire allí
completamente solo desde que su primo loco, Gideon, se perdió y murió en el pantano y
nunca fue encontrado; y el viejo Ezra, aunque es un avaro, no le negaría hospedaje si usted
decidiera detenerse hasta la mañana. Ya que usted tiene que ir, más vale que vaya por el
camino del pantano.
Kane clavó una mirada penetrante en el muchacho. Este se movió, molesto, y restregó
los pies.
—Puesto que este camino del páramo es tan difícil para los viajeros —dijo el puritano—
¿por qué los aldeanos no me contaron toda la historia, en vez de tanto vano palabrerío?
—Los hombres no quieren hablar de eso, señor. Esperábamos que usted tomara el
camino del pantano después que los hombres se lo aconsejaron; pero cuando lo
observamos y vimos que usted no doblaba en la encrucijada, me mandaron que corriera tras
de usted y le suplicara que lo piense de nuevo.
— ¡En nombre del Demonio! —exclamó vivamente Kane, mostrando su irritación con el
desacostumbrado juramento—; el camino del pantano y el camino del páramo, ¿qué es lo
que me amenaza y por qué debo apartarme varias millas de mí camino y exponerme a los
pantanos y cenagales?
—Señor —dijo el muchacho, bajando la voz y acercándose—, somos unos simples
aldeanos que no queremos hablar de esas cosas para que no nos alcance la desgracia;
pero el camino del páramo es un sendero maldito y no ha sido atravesado por ningún
hombre de la región desde hace un año o más. Andar por esos páramos de noche equivale
a morir, como lo comprobaron una cantidad de infortunados. Algún horror maligno frecuenta
el camino y reclama hombres como víctimas.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo es eso?
—Nadie lo sabe. Nadie que lo haya visto ha vivido para contarlo, pero viajeros retrasados
han oído una terrible risa muy lejos sobre el pantano y hay quienes han escuchado los
horribles gritos de sus víctimas. Señor, en nombre de Dios, vuelva a la aldea, pase allí la
noche, y tome mañana el sendero del pantano para Yorkertown.
Muy adentro de los sombríos ojos de Kane había comenzado a brillar una luz centellante,
como los reflejos de la antorcha de una bruja bajo varias brazas de hielo gris. Su sangre se
aceleró. ¡La aventura! ¡La tentación de exponer la vida y luchar! ¡La emoción del drama
excitante y peligroso! No es que Kane comprendiera así sus sensaciones. Creía
sinceramente que expresaba sus reales sentimientos cuando dijo: —Estos hechos son obra
de alguna fuerza del mal. Los señores de las tinieblas han lanzado una maldición sobre la
región. Hace falta un hombre fuerte para combatir a Satanás y a su poder. Por eso voy yo,
que lo he desafiado muchas veces.
—Señor —comenzó el muchacho, cerrando luego la boca cuando vio la inutilidad de sus
argumentos. Solo agregó: —Los cadáveres de las víctimas están golpeados y
despedazados, señor.
Y se quedó quieto en la encrucijada, suspirando con pena mientras contemplaba la figura
alta y de largos miembros que se internaba en las curvas del camino que llevaba hacia los
páramos.
El sol se ponía cuando Kane cruzó la cima de la cuesta baja que desembocaba en el
marjal de las tierras altas.
Inmenso y de color rojo sangre, se hundía detrás del sombrío horizonte de los páramos,
como si tocara la espesa hierba con fuego; de modo que por un momento el observador
parecía estar contemplando un mar de sangre. Luego las sombras tenebrosas se fueron
deslizando desde el este, el resplandor del oeste se apagó, y Solomon Kane penetró
audazmente en las tinieblas crecientes.
La senda era borrosa por falta de uso, pero estaba claramente definida. Kane iba
rápidamente pero con cautela, con la espada y las pistolas a mano. Las estrellas titilaban y
el viento nocturno soplaba entre la hierba como lamentos de espectros. La luna empezó a
salir, enjuta y macilenta, como una calavera entre las estrellas.
Entonces, de repente, Kane se detuvo bruscamente. Desde alguna parte delante de él
resonó un extraño y pavoroso eco, o algo parecido a un eco. Y de nuevo, esta vez más
fuerte. Kane reanudó la marcha nuevamente. ¿Lo estaban engañando sus sentidos? ¡No!
Muy lejos, resonó el rumor de una espantosa risa. Y de nuevo, esta vez más cerca.
Ningún ser humano rió jamás de ese modo; no había allí alegría, solo odio y horror, y un
terror que partía el alma. Kane se detuvo. No tenía miedo, pero durante un segundo estuvo
casi acobardado. Entonces, abriéndose paso entre esa espantosa risa, llegó el sonido de un
alarido que era indudablemente humano. Kane reanudó la marcha, apurando el paso.
Maldijo las luces engañosas y las sombras fluctuantes que cubrían el páramo a la luna
naciente, y que volvían imposible la vista exacta. La risa continuaba, haciéndose más fuerte,
lo mismo que los alaridos. Entonces sonó débilmente el redoble de unos frenéticos pies
humanos. Kane se lanzó a correr.
Algún ser humano estaba siendo cazado a muerte allá en el marjal, y solo Dios sabía en
qué horrible forma. El ruido de los veloces pies se detuvo abruptamente y los alaridos
aumentaron en forma insoportable, mezclados con otros sonidos innominables y
espantosos. Evidentemente el hombre había sido atrapado, y Kane, sintiendo un hormigueo
en su carne, pudo observar un horrible demonio de las tinieblas agazapado sobre la espalda
de su víctima, agazapado y furioso.
Entonces se oyó claramente el ruido de una terrible y corta lucha a través del abismal
silencio del marjal y los pasos recomenzaron, ahora torpes e irregulares. Los alaridos
continuaban, pero con un gorgoteo entrecortado. Un sudor frío cubrió la frente y el cuerpo de
Kane. Esto era una acumulación de horror sobre horror de una manera intolerable.
¡Dios, un momento de claridad! El espantoso drama se estaba desarrollando a muy corta
distancia de él, a juzgar por la facilidad con que le llegaban los sonidos. Pero esa infernal
penumbra velaba todo con sombras cambiantes, de modo que los páramos parecían una
bruma de espejismos borrosos, y los árboles y arbustos achaparrados parecían gigantes.
Kane gritó, haciendo lo posible por aumentar la velocidad de su marcha. Los gritos del
desconocido se convirtieron en un espantoso chillido agudo; hubo nuevamente ruido de
lucha, y entonces de las sombras de las altas hierbas una cosa emergió tambaleándose —
una cosa que alguna vez había sido un hombre— una cosa espantosa, cubierta de sangre,
que cayó a los pies de Kane, se retorció, se arrastró y levantó su terrible rostro a la luna
naciente, farfulló, gimió, y cayó nuevamente, y murió ahogado en su propia sangre.
La luna estaba alta ahora, y la luz era mejor. Kane se inclinó sobre el cuerpo, que yacía
rígido en su mutilación, y se estremeció, cosa extraña en él, que había visto los
procedimientos de la Inquisición española y de los cazadores de brujas.
Algún caminante, supuso. Entonces, como una mano de hielo sobre su espina dorsal: se
dio cuenta de que no estaba solo. Alzó la vista, penetrando con sus fríos ojos las sombras
de las cuales había salido tambaleando el muerto. No vio nada, pero supo —sintió— que
otros ojos le devolvían la mirada, unos ojos terribles que no eran de este mundo. Se
enderezó y sacó una pistola, esperando. La luz de la luna se extendió como un lago de
pálida sangre sobre el páramo, y los árboles y las hierbas adquirieron su tamaño propio.
Las sombras se disiparon, y Kane ¡vio! Al principio creyó que era solo una sombra de
bruma, un fuego fatuo de la niebla del páramo que ondulaba en las altas hierbas, delante de
él. Miró fijamente. Otro espejismo, pensó. Entonces la cosa empezó a tomar forma, vaga y
confusa. Dos horribles ojos brillaban en ella, ojos que contenían todo el horror que es la
herencia del hombre desde las terribles épocas primordiales, ojos horribles e insanos, con
una insanidad que trascendía la insanidad terrenal. La forma de la cosa era brumosa y vaga,
una espeluznante imitación de la forma humana, semejante a ella, pero horriblemente
distinta. A través de ella se distinguían claramente la hierba y los matorrales situados más
allá.
Kane sintió el fuerte latido de la sangre en sus sienes, a pesar de estar frío como el hielo.
Cómo un ser tan inestable como ese que ondulaba ante él podía dañar físicamente a un
hombre era algo que no llegaba a comprender, aunque el sangriento horror que yacía a sus
pies pudiera dar mudo testimonio de que el demonio podía actuar con un terrible efecto
material.
De una cosa estaba seguro Kane: no sería cazado a través de los sombríos páramos, ni
gritaría y huiría para ser derribado una y otra vez. Si tenía que morir, moriría donde estaba,
recibiendo los golpes de frente. En ese momento se abrió una indefinida y espantosa boca y
estalló nuevamente la risa demoníaca, estremeciendo el alma por su proximidad. Y en
medio de esa amenaza de muerte, Kane apuntó cautelosamente su larga pistola e hizo
fuego. Un furioso aullido de rabia y de burla respondió al estampido, y la cosa lo atacó como
una sábana de humo flotante, con largos e indefinidos brazos extendidos para derribarlo.
Kane, moviéndose con la dinámica velocidad de un lobo famélico, disparó su segunda
pistola con idéntico resultado, sacó su largo estoque de la vaina y tiró una estocada al
centro del brumoso atacante. La hoja zumbó cuando lo atravesó limpiamente, sin encontrar
resistencia sólida, y Kane sintió que dedos helados agarraban con fuerza sus miembros, y
garras bestiales rasguñaban sus ropas, y debajo de ellas su piel.
Soltó la espada inservible y trató de forcejear con su enemigo. Era como luchar contra
una bruma fluctuante, o una sombra flotante provista de garras como puñales. Sus
enfurecidos golpes chocaban con el aire vacío, sus brazos inútilmente poderosos, en cuyo
abrazo habían muerto hombres fuertes, barrían la nada y apretaban el vacío. Nada era
sólido ni real, excepto los dedos simiescos y desollantes, con sus garras curvas, y los
enloquecidos ojos que ardían en las estremecidas profundidades de su alma.
Kane se dio cuenta de que estaba realmente en una situación desesperada. Sus ropas ya
caían en jirones y sangraba de una veintena de heridas profundas. Pero no se acobardó, y
la idea de huir no pasó por su mente. Nunca había huido de un enemigo solo, y si se le
hubiera ocurrido la idea se habría sonrojado de vergüenza. Vio que su situación no tenía
otra salida que dejar su esqueleto yaciendo allí junto a los restos de la otra víctima; pero la
idea no lo aterrorizaba. Su único deseo era pelear lo mejor que pudiera antes que llegara el
fin, y, si podía, infligir algún daño a su sobrenatural enemigo.
Sobre el cuerpo despedazado del muerto, el hombre luchaba contra el demonio bajo la
pálida luz de la luna nacieron todas las ventajas de la parte del demonio, excedo una. Y ésta
bastaba para superar a todas las demás. Ya que si el odio abstracto puede convertir en
substancia material a una cosa fantasmal, ¿no puede acaso el valor, igualmente abstracto,
constituir una arma concreta para combatir a ese fantasma?
Kane peleó con sus brazos, sus pies y sus manos, y finalmente se dio cuenta de que el
fantasma comenzaba a ceder ante él, y que la espantosa risa se trasformaba en alaridos de
furia contrariada. Porque la única arma del hombre es el valor que no retrocede ante las
puertas del mismo infierno, y al que ni siquiera las legiones del infierno pueden hacer frente.
Kane no sabía nada de esto; solo sabía que las garras que lo rasguñaban y laceraban
parecían volverse cada vez más débiles y vacilantes, y que una feroz luminosidad crecía
cada vez más en los horribles ojos. Bamboleándose y jadeando, se lanzó sobre la cosa, la
aferró al fin y la arrojó, y mientras rodaban por el páramo y la cosa se retorcía y replegaba
sus miembros como una serpiente de humo, su carne hormigueó y sus cabellos se erizaron,
porque comenzó a comprender lo que aquélla farfullaba.
No oyó y comprendió como un hombre oye y comprende el habla de un hombre, sino que
los terribles secretos que le comunicó entre susurros, gemidos, y silencios que eran gritos,
deslizaron dedos de hielo en su alma, y entonces él supo.
*
La cabaña del viejo Ezra, el avaro, se alzaba junto al camino en el centro del pantano,
medio oculta por los sombríos árboles que crecían a su alrededor. Las paredes se pudrían,
el techo se desmoronaba, y unos hongos gigantes, grandes, pálidos y verdes, se adherían a
ella y se retorcían alrededor de las puertas y ventanas, como si trataran de espiar el interior.
Los árboles se encorvaban sobre la cabaña y sus grises ramas se entrelazaban de tal modo
que parecía estar agazapada en la penumbra como un monstruo enano, por encima de
cuyos hombros miraran maliciosamente ogros.
El camino que se enroscaba en el pantano, entre tocones podridos, colinas cubiertas de
espesa vegetación, y estanques y ciénagas espumosos, infestado de reptiles, serpenteaba
frente a la cabaña. Muchos pasaban en aquellos días por ese camino; pero pocos veían al
viejo Ezra, excepto la vislumbre de un rostro amarillento, que aparecía en las ventanas
cubiertas de hongos, como un repugnante hongo él mismo.
El viejo Ezra, el avaro, compartía gran parte de las características del pantano, porque
era gruñón, encorvado y hosco; sus dedos eran como garras de plantas parásitas y sus
cabellos caían como musgo parduzco sobre ojos acostumbrados a la lobreguez de las
tierras pantanosas. Los ojos eran como los de un muerto; y, sin embargo, sugerían
profundidades abismales y repugnantes como los lagos muertos de la zonas pantanosas.
Estos ojos observaron al hombre detenido frente a su cabaña. El hombre era alto,
delgado y enigmático; su rostro, macilento; tenía marcas de garras; y los brazos y piernas,
vendados. Un poco atrás de este hombre se encontraba una cantidad de aldeanos.
—¿Tú eres Ezra, el del camino del pantano?
—Sí. ¿Qué quieres tú de mí?
—¿Dónde está tu primo Gideon, el joven demente que habitaba contigo?
—¿Gideon?
—Sí.
—Se internó en el pantano y nunca regresó. Sin duda se extravió y fue atacado por los
lobos o murió en un cenagal o fue picado por una víbora.
—¿Hace cuánto tiempo?
—Más de un año.
—Así es. Escucha, Ezra el avaro. Poco después de la desaparición de tu primo, un
campesino, al volver a su casa atravesando los páramos, fue atacado por un demonio
desconocido y despedazado, y a partir de entonces cruzar esos páramos significó la muerte.
Primero, gente de la región; luego, extranjeros que recorrían el pantano, cayeron en las
garras de la cosa. Muchos hombres han muerto, desde el primero. Anoche crucé los
páramos, y escuché la huida y persecución de otra víctima, un extranjero que no conocía el
mal de los páramos. Ezra, el avaro, era una cosa espantosa, porque el desventurado logró
zafarse dos veces del demonio, terriblemente herido, y las dos veces el demonio lo atrapó y
lo derribó nuevamente. Y finalmente cayó muerto a mis propios pies, ultimado en una forma
que helaría la estatua de un santo.
Los aldeanos se movieron con inquietud, y murmuraron con temor unos a otros, y los ojos
del viejo Ezra miraron furtivamente. Sin embargo, la sombría expresión de Solomon Kane no
se alteró, y su mirada de cóndor pareció atravesar al avaro.
— ¡Sí! ¡Sí! —murmuró el viejo Ezra apresuradamente—. ¡Una cosa mala, una cosa mala!
Pero, ¿por qué me cuentas esto a mí?
—Sí, es una cosa triste. Escucha aún más, Ezra. El demonio surgió de entre las sombras,
y yo luché con él, sobre el cuerpo de su víctima. Sí, cómo lo vencí, no sé, porque el combate
fue difícil y largo; pero las potencias del bien y de la luz estaban de mi parte, y son más
poderosas que las potencias del infierno.
"Finalmente fui el más fuerte, y eso se separó de mí y escapó, y yo lo perseguí sin
resultado. Sin embargo, antes de escapar murmuró una monstruosa verdad.
El viejo Ezra miró con asombro, desatinadamente, pareció encogerse dentro de sí mismo.
—No, ¿por qué me cuentas eso? —murmuró.
—Volví a la aldea y conté mi relato —dijo Kane— porque supe que tenía entonces el
poder de librar los páramos de su maldición para siempre. Ezra, ven con nosotros.
—¿Adonde? —jadeó entrecortadamente el avaro.
—Al roble podrido que hay en los páramos.
Ezra tambaleó como si lo hubieran golpeado; gritó incoherentemente y se dio a la fuga.
Al instante, y a la severa orden de Kane, dos fuertes aldeanos se abalanzaron sobre el
avaro y se apoderaron de él. Arrancaron la daga de su débil mano, 'y le ataron los brazos,
estremeciéndose al tocar con los dedos su viscosa carne.
Kane les hizo señas para que lo siguieran, y volviéndose inició la marcha, seguido por los
aldeanos, que tuvieron que emplear toda su fuerza para llevar consigo al prisionero. Fueron
atravesando el pantano, tomando una senda poco usada que iba por sobre las colinas bajas
y salía a los páramos. :
El sol se ponía en el horizonte y el viejo Ezra fijó la vista en él con ojos salientes: fijó la
vista como si no pudiera ver lo suficiente. A lo lejos, en los páramos, se alzaba el gran roble
como una horca, ahora solo una cáscara podrida. Allí se detuvo Solomon Kane.
El viejo Ezra se retorció en el puño de su aprehensor y emitió unos ruidos inarticulados.
—Hace más de un año —dijo Solomon Kane—, tú, temiendo que tu insano primo Gideon
contara a la gente tus crueldades con él, lo trajiste desde el pantano por la misma senda por
la que vinimos, y lo asesinaste aquí de noche.
Ezra se encogió y gruñó: — ¡Tú no puedes probar esa mentira!
Kane dijo unas pocas palabras a un ágil aldeano. El joven trepó por el tronco podrido del
árbol, y de una hendidura situada muy arriba extrajo algo que cayó ruidosamente a los pies
del avaro. Ezra perdió la firmeza, profiriendo un terrible alarido.
El objeto era el esqueleto de un hombre, con el cráneo partido.
—Tú, ¿cómo supiste de esto? ¡Tú eres Satanás!— farfulló el viejo Ezra.
Kane se cruzó de brazos. —La cosa con la que peleé anoche me dijo esto mientras
combatíamos, y yo lo seguí hasta este árbol. ¡Porque el demonio es el fantasma de Gideon!
Ezra gritó de nuevo y luchó fieramente.
—Sabías —dijo Kane sombríamente—, sabías qué cosa era el autor de estos hechos.
Temías al fantasma del loco, y por eso optaste por dejar su cuerpo en el fangal en vez de
esconderlo en el pantano. Porque sabías que el fantasma rondaría el lugar de su muerte.
Era loco mientras vivía, y al morir no supo dónde encontrar a su matador; de otro modo,
hubiera ido por ti a tu cabaña. El no odia a nadie más que a ti; pero su espíritu confundido
no puede distinguir a un hombre de otro, y mata a todos, para no dejar escapar a su
asesino. Sin embargo te conocerá y descansará en paz para siempre, a partir de ese
momento. El odio ha convertido a ese fantasma en una cosa sólida que puede desgarrar y
matar, y aunque él te temía terriblemente cuando estaba vivo, en la muerte él no te teme.
Kane cesó de hablar. Miró de soslayo al sol.
—Todo esto lo supe por el fantasma de Gideon, en sus gemidos, sus susurros y sus
silencios que eran gritos. Solo tu muerte apaciguará a ese espíritu.
Ezra escuchó en un silencio expectante y Kane pronunció las palabras de su sentencia.
—Es una cosa difícil —dijo Kane sombríamente— que un hombre sea condenado a
muerte a sangre fría y en una forma como aquella en que estoy pensando; pero tú debes
morir para que otros vivan, y Dios sabe que mereces la muerte.
"No morirás por la horca, la bala o la espada, sino en las garras de aquél a quien
asesinaste: porque nada más lo podrá saciar".
Ante estas palabras el cerebro de Ezra estalló, sus rodillas cedieron y cayó arrastrándose
y pidiendo a gritos la muerte, suplicándoles que lo quemaran en la hoguera, que lo
desollaran vivo. El rostro de Kane estaba rígido como la muerte, y los aldeanos, despertada
su crueldad por el miedo, ataron al ululante infeliz al roble, y uno de ellos lo invitó a
reconciliarse con Dios. Pero Ezra no dio respuesta, gritando agudamente con insoportable
monotonía. Entonces el aldeano quiso golpear al avaro en la cara, pero Kane lo detuvo.
—Déjalo que haga las paces con Satanás, con quien es más probable que vaya a
encontrarse —dijo torvamente el puritano—. Está por ponerse el sol. Aflojad las cuerdas
para que pueda moverse libremente en la oscuridad, ya que es mejor encontrar la muerte
libre y sin trabas que atado como un sacrificado.
Al volverse para dejarlo, el viejo Ezra gimió y farfulló sonidos no humanos, y luego quedó
en silencio, con la vista fija en el sol con terrible intensidad.
Se marcharon cruzando el marjal, y Kane echó una última mirada a la grotesca forma
atada al roble, que parecía a causa de la incierta luz un gran hongo crecido en el tronco. Y
repentinamente el avaro gritó espantosamente: — ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Hay calaveras en las
estrellas!
—La vida fue buena para él, aunque era gruñón, avaro y maligno —suspiró Kane—; quizá
Dios tenga para esas almas un lugar donde el fuego y el sacrificio las purifiquen de sus
impurezas, así como el fuego limpia de hongos el bosque. Sin embargo mi corazón está
triste dentro de mí.
—No, señor —habló uno de los aldeanos—, usted no ha hecho más que la voluntad de
Dios, y lo que va a ocurrir esta noche solo producirá bien.
—No —respondió tristemente Kane—. No lo sé. No lo sé.
El sol se había ocultado y la noche se extendía con pasmosa rapidez, como si grandes
sombras fueran descendiendo desde vacíos desconocidos para cubrir el mundo con
precipitada oscuridad. A través de la oscura noche llegó un eco horripilante, y los hombres
se detuvieron y se volvieron para mirar el camino que habían recorrido.
No se podía ver nada. El páramo era un océano de sombras y las altas hierbas se
inclinaban alrededor de ellos en largas ondulaciones ante el débil viento, rompiendo la
mortal quietud con intensos susurros.
Entonces en lontananza el disco rojo de la luna apareció sobre el marjal, y por un instante
una horrenda silueta se recortó tétricamente sobre él. Una forma huía cruzando la cara de la
luna, una cosa grotesca y encorvada cuyos pies apenas parecían tocar el suelo; y detrás,
muy cerca, corría una cosa como una sombra flotante, un horror sin nombré, sin forma.
Durante un instante los dos corredores se destacaron claramente contra la luna; luego se
confundieron en una masa informe e innominable, y desaparecieron en las sombras.
Por todo el marjal resonó el estallido de una sola y terrible carcajada.

miércoles, 21 de mayo de 2008

ALGUNAS CASAS ENCANTADAS -- AMBROSE BIERCE - VARIOS RELATOS

AMBROSE BIERCE

ALGUNAS CASAS ENCANTADAS




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La Isla de los Pinos
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Durante muchos años, cerca de la ciudad de Gallipolis, Ohio, vivió un anciano llamado Herman Deluse. Poco se sabía de su vida, porque él no quería ni hablar de ella ni aguantar a los demás. Era creencia extendida entre sus vecinos que había sido pirata, aunque nadie sabía si ello se debía a que no existían más pruebas que su colección de garfios de abordaje, sus alfanjes y sus viejas pistolas de serpentín. Vivía completamente solo en una pequeña casa de cuatro habitaciones que se desmoronaba a pasos agigantados y en la que no se realizaba más reparación que la que exigían las condiciones meteorológicas. Se elevaba en medio de un gran pedregal cubierto de zarzamoras, con unas, cuantas parcelas cultivadas del modo más primitivo. Ésas eran sus únicas propiedades visibles, suficientes para vivir, pues sus necesidades eran pocas y elementales. Siempre disponía de dinero contante y sonante, y todas las compras que hacía en las tiendas de la plaza del pueblo las pagaba en efectivo, sin comprar más de dos o tres veces en el mismo sitio hasta que había pasado un lapso considerable de tiempo. Sin embargo, esta distribución tan equitativa de su patrimonio no recibía ningún elogio; la gente la consideraba un intento ineficaz de ocultar su riqueza. Que el anciano guardaba enterrada en algún lugar de su destartalada vivienda una enorme cantidad de oro adquirido de forma deshonrosa, era algo que ninguna persona sincera, al tanto de los hechos de la tradición local y con un sentido de la proporción de las cosas, podía poner en duda sensatamente.
El 9 de noviembre de 1867, el anciano murió; al menos su cadáver fue descubierto al día siguiente, y los médicos testificaron que la muerte había ocurrido en las veinticuatro horas precedentes. Cómo, es algo que no supieron decir, pues la autopsia mostraba que todos los órganos estaban sanos, sin ningún indicio de anomalía o violencia. En su opinión, la muerte debía haber tenido lugar al mediodía, ya que el cuerpo estaba en la cama. El veredicto judicial fue que aquel hombre «había encontrado la muerte por un castigo de Dios». El cuerpo fue enterrado y el administrador público se hizo cargo de la herencia.
Una investigación rigurosa no reveló nada nuevo acerca de aquel hombre muerto, y gran parte de las excavaciones llevadas a cabo en sus propiedades, aquí y allá, por sus solícitos y ahorradores vecinos, no dieron ningún fruto. El administrador cerró la casa hasta el momento en que los bienes, raíces y personales, fueran a ser vendidos de acuerdo con la ley, con vistas a sufragar en parte los gastos de tal venta.
La noche del 20 de noviembre fue borrascosa. Un tremendo vendaval sacudió los campos, azotándolos con una desoladora ventisca de nieve. Enormes árboles fueron arrancados de raíz y arrojados sobre los caminos. Nunca se había conocido en toda aquella región una noche tan tormentosa, aunque a la mañana siguiente el vendaval había amainado y amaneció un día claro y soleado. Hacia las ocho de la mañana, el reverendo Henry Galbraith, un conocido y muy estimado pastor luterano, llegó andando a su casa, que estaba a milla y media de la casa de Deluse. Mr. Galbraith venía de pasar un mes en Cincinnati. Había subido por el río en un vapor y, después de desembarcar en Gallipolis la tarde anterior, había conseguido una calesa y se había puesto en camino hacia su casa. La violencia de la tormenta le había retrasado toda la noche y por la mañana los árboles caídos le habían obligado a abandonar su medio de transporte y continuar el viaje a pie.
-Pero ¿dónde has pasado la noche? -le preguntó su esposa, una vez que había relatado su aventura brevemente.
-Con el viejo Deluse en la «Isla de los Pinos»* -fue su alegre respuesta-, y resultó bastante triste. No puso ninguna objeción a que me quedara, pero no conseguí que dijera una palabra en toda la noche.
Afortunadamente, y en interés de la verdad, estaba presente en la conversación Mr. Robert Mosely Maten, abogado y littérateur de Columbus, que era el autor de los deliciosos Mellowcraft Papers. Advirtiendo, aunque sin compartirlo, el asombro causado por la respuesta de Mr. Galbraith, este individuo ingenioso refrenó con un gesto las exclamaciones que naturalmente se habrían producido, y con voz tranquila preguntó:
-¿Cómo consiguió entrar allí?
Ésta es la versión que Mr. Maren dio de la respuesta de Mr. Galbraith:
-Vi una luz que se movía en el interior de la casa, y como no podía ver casi nada a causa de la nieve y, además, estaba medio congelado, me dirigí hacia la entrada y dejé mi caballo en el viejo establo, donde permanece todavía. Entonces llamé a la puerta. Al no recibir respuesta, entré. La habitación estaba a oscuras, pero tenía cerillas; encontré una vela y la encendí. Intenté entrar en la habitación de al lado, pero la puerta estaba atascada. El viejo no respondía a mis llamadas, aunque yo oía sus fuertes pisadas en el interior. No había fuego en la chimenea, de modo que hice uno, me eché en el suelo (sic) delante de él, apoyé la cabeza sobre el abrigo y me dispuse a dormir. Unos instantes después, la puerta que había intentado abrir cedió lentamente y el viejo entró con una vela en la mano. Me dirigí a él en tono amable, pidiéndole excusas por mi intromisión, pero no me prestó atención alguna. Parecía buscar algo, aunque sus ojos estaban inmóviles en sus órbitas. Tal vez andaba en sueños. Hizo un recorrido alrededor de la habitación y se fue de la misma manera que había entrado. Regresó a la habitación dos veces más antes de que me durmiera, actuando exactamente del mismo modo, y marchándose de nuevo como la primera vez. En los intervalos le oí deambular por la casa, pues sus pisadas resultaban claramente perceptibles cuando la tormenta aflojaba. Al despertar por la mañana ya se había ido.
Mr. Maren intentó hacer unas cuantas preguntas más, pero fue imposible contener las lenguas de los familiares por más tiempo. La historia de la muerte de Deluse y su posterior entierro salieron a la luz, con gran asombro por parte del buen pastor.
-La explicación de su aventura es muy sencilla -dijo Mr. Maren-. No creo que el viejo Deluse ande en sueños, al menos no en el actual; evidentemente, quien soñó fue usted.
Mr. Galbraith, considerado así el asunto, se vio obligado a asentir a regañadientes.
A pesar de todo, a última hora del día siguiente estos dos caballeros se encontraban, en compañía de un hijo del pastor, en el camino que hay delante de la casa del viejo Deluse. Allí dentro había luz; aparecía ora en una ventana, ora en otra. Los tres hombres avanzaron hacia la puerta. Al llegar a ella, del interior surgió una barahúnda de ruidos aterradores: un rechinar de espadas, de acero contra acero, acompañado de fuertes explosiones, como las de las armas de fuego, de gritos de mujeres, de maldiciones y gemidos lanzados por hombres en combate. Los investigadores se quedaron inmóviles por un momento, indecisos, asustados. Después, Mr. Galbraith probó a abrir la puerta. Estaba atrancada. Pero el pastor era un hombre valiente, un hombre, además, con una fuerza hercúlea. Retrocedió uno o dos pasos, se lanzó contra la puerta y, asestándole un golpe con el hombro derecho, la arrancó de su marco con un sonoro zambombazo. En un instante los tres hombres estaban en el interior. ¡Todo era oscuridad y silencio! No se oía más que el latido de sus corazones.
Mr. Maren se había provisto de fósforos y de una vela. Con cierta dificultad, causada por la emoción, consiguió alumbrar una luz con la que procedieron a explorar el lugar, recorriendo habitación por habitación. Todo se encontraba en perfecto orden, tal y como había sido dejado por el sheriff; nada había sido alterado. Una ligera capa de polvo cubría los objetos. La puerta trasera aparecía entreabierta, como por descuido, por lo que su primera idea fue que los autores de aquel terrible tumulto habían conseguido escapar. Abrieron la puerta del todo y la luz de la vela iluminó la superficie del exterior. El resultado ya concluido de la tormenta de la noche anterior había sido una somera capa de nieve. No había huella alguna. La blanca superficie estaba intacta. Entonces cerraron la puerta y se dirigieron hacia la última habitación de las cuatro que había en la casa, la más alejada, situada en una esquina del edificio. Al entrar en ella, la vela que Mr. Maten sostenía en la mano se apagó de repente, como por una corriente de aire.
Inmediatamente se oyó un fuerte impacto contra el suelo. Una vez que la vela fue encendida de nuevo a toda prisa, se pudo ver al joven Mr. Galbraith postrado en el suelo, no muy lejos de donde se encontraban los otros. Estaba muerto. Con una mano, el cuerpo agarraba un pesado saco de monedas que, tras un posterior examen, resultaron proceder de la vieja ceca española. Sobre el cuerpo yacente descansaba un tablero que había sido arrancado de sus sujeciones a la pared, y resultaba evidente que el saco había salido del hueco que allí quedaba.
Se llevó a cabo otra investigación judicial: la nueva autopsia tampoco consiguió revelar en esta ocasión las causas de la muerte. Una vez más, el veredicto de «castigo de Dios» dejó a todos la libertad de sacar sus propias conclusiones. Mr. Maten sostuvo que el joven Galbraith murió a causa de la emoción.
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Una tarea infructuosa
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Henry Saylor, que resultó muerto en Covington durante una discusión con Antonio Finch, fue un reportero del Commercial de Cincinnati. En 1859, una vivienda deshabitada de la calle Vine, en Cincinnati, se convirtió en centro de la inquietud local a causa de las extrañas visiones y sonidos que, según decían, podían observarse en ella por las noches. De acuerdo con el testimonio de muchos vecinos respetables, dichos fenómenos no concordaban más que con la hipótesis de que la casa estaba encantada. La multitud podía ver desde la acera cómo unas extrañas figuras entraban y salían del local. Nadie sabía decir exactamente en qué lugar del césped, desde el que se dirigían hacia la puerta principal, aparecían, ni por qué punto desaparecían al salir. Y, lo que es más, aunque cada espectador por separado estaba completamente seguro de esos acontecimientos, no había dos que coincidieran. Todos variaban en sus descripciones de las figuras. Algunos de los más osados elementos de aquella muchedumbre curiosa se aventuraron varias tardes a situarse en los escalones de entrada para impedirles el paso o, si no lo conseguían, para verles mejor. Estos valerosos individuos, según se decía, eran incapaces de derribar la puerta uniendo sus fuerzas y siempre resultaban arrojados de los escalones por un impulso invisible, gravemente heridos. Inmediatamente después, la puerta se abría, al parecer por sí sola, dejando entrar o salir a algún invitado fantasmal. Aquel local era conocido como la casa Roscoe, en la que durante algunos años había vivido una familia de tal nombre, cuyos miembros habían desaparecido uno tras otro, siendo una anciana la última en abandonar la casa. Las historias sobre acontecimientos horribles y asesinatos sucesivos habían abundado siempre, pero nunca se había comprobado su autenticidad.
En uno de aquellos días en que la agitación predominaba, Saylor se presentó en la redacción del Commercial para recibir instrucciones. Se le entregó una nota del directo; que decía lo siguiente: «Vaya a pasar la noche solo en la casa encantada de la calle Vine y si ocurre algo interesante redacte dos columnas.» Saylor obedeció a su superior: no podía permitirse el lujo de perder su puesto en el periódico.
Después de informar a la policía de sus intenciones, se introdujo en la casa por una ventana trasera antes del anochecer, recorrió las habitaciones desiertas, sin muebles, cubiertas de polvo y desoladas y, sentado en el salón sobre un viejo sofá que había llevado arrastrando desde otra habitación, observó cómo la oscuridad se imponía a medida que avanzaba la noche. Antes de que todo estuviera a oscuras, en la calle se congregó, como siempre, una multitud curiosa, silenciosa y expectante, en la que algún que otro bromista hacía gala de su incredulidad y valentía profiriendo comentarios desdeñosos o gritos obscenos. Nadie tenía conocimiento del ambicioso observador del interior. No se atrevía ni a encender un fósforo; las ventanas sin cortinas habrían revelado su presencia, sometiéndole al insulto y posiblemente a los golpes. Además, era demasiado concienzudo para hacer algo que pudiera debilitar sus impresiones o alterar cualquiera de las condiciones acostumbradas en las que se decía que se producían los hechos.
Había caído la noche, aunque la luz de la calle iluminaba parte de la habitación en la que se encontraba. Saylor había abierto todas las puertas del interior, las de arriba y las de abajo, pero las de fuera estaban cerradas y atrancadas. Unas repentinas exclamaciones de la muchedumbre le impulsaron a acercarse a una ventana y asomarse. Entonces vio la figura de un hombre que atravesaba el césped a toda prisa y se dirigía hacia el edificio. Le vio subir los escalones. Después quedó oculto por un saliente de la pared. Hubo un ruido, como si abrieran y cerraran la puerta del recibidor; oyó unas pisadas firmes y rápidas en el pasillo, por las escaleras y, finalmente, en la habitación sin alfombras que había inmediatamente encima de su cabeza.
Saylor sacó decididamente su pistola y, tras subir a tientas por las escaleras, entró en aquella habitación, débilmente iluminada desde la calle. Allí no había nadie. Entonces oyó pisadas en la habitación de al lado y entró en ella. Todo estaba oscuro y en silencio. Con el pie golpeó un objeto que había en el suelo; se arrodilló y lo tocó con la mano. Era una cabeza humana, de mujer. Tras agarrarla por los cabellos, aquel tipo de nervios de acero regresó a la habitación de abajo y acercó la cabeza a la ventana para examinarla atentamente. Mientras se dedicaba a ello, fue consciente del rápido abrir y cerrar de la puerta de entrada y de las pisadas que se oían a su alrededor. Al apartar la vista de aquel objeto fantasmal, se encontró rodeado por una multitud de hombres y mujeres a los que apenas podía ver; la habitación estaba inundada de ellos. Entonces creyó que la gente había entrado.
-Señoras y caballeros -dijo con serenidad-: ustedes me están viendo en unas circunstancias sospechosas, pero...
En ese momento su voz fue ahogada por unas carcajadas: unas carcajadas como las que se oyen en los manicomios. Las personas que se encontraban a su alrededor señalaban al objeto que tenía en la mano y su alborozo aumentó cuando Saylor lo dejó caer y fue rodando por entre sus pies. Entonces comenzaron a bailar alrededor de aquella cabeza con gestos grotescos y actitudes obscenas e indescriptibles. Le dieron patadas enviándola de un lado a otro de la habitación, y en su afán de golpearla, se empujaban y derribaban los unos a los otros. Maldecían, gritaban y cantaban fragmentos de canciones indecentes, mientras la maltratada cabeza iba dando saltos de acá para allá como si estuviera aterrorizada y quisiera escapar. Finalmente salió disparada por la puerta hacia el recibidor, seguida por todos los demás, dando lugar a una precipitación tumultuosa. En aquel momento la puerta se cerró con un fuerte golpe y Saylor se quedó solo en medio de un silencio sepulcral.
Guardó con cuidado la pistola, que había estado en sus manos todo el rato, y se dirigió a la ventana para asomarse. La calle estaba desierta y en silencio. Las luces se habían apagado. Los tejados y las chimeneas de las casas se recortaban nítidamente en el Este a la luz del amanecer. Salió de la casa (la puerta cedió con facilidad a su empuje) y se encaminó hacia la redacción del Comercial. El director estaba todavía en su despacho, dormido. Saylor le despertó y dijo:
-Vengo de la casa encantada.
El director le miró sin comprender, como si aún estuviera dormido.
-¡Dios mío! -exclamó-, pero ¿eres tú, Saylor?
-Claro, ¿por qué no?
El director no respondió, pero siguió mirándole.
-Pasé la noche allí..., según parece -añadió Saylor.
-Dicen que las cosas estuvieron extraordinariamente tranquilas ahí fuera -señaló el director jugueteando con un pisapapeles sobre el que había posado la vista-, ¿ocurrió algo?
-Nada en absoluto.
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Una parra sobre una casa
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A unas tres millas de la pequeña ciudad de Norton, en Missouri, en el camino que lleva a Maysville, se levanta una vieja casa que fue habitada por última vez por una familia llamada Harding. Desde 1886 no ha vivido nadie allí, y no es probable que nadie vuelva a hacerlo. El tiempo y la condena de los que por allí habitan la están convirtiendo en una ruina bastante pintoresca. Un observador no familiarizado con su historia ni siquiera la incluiría en la categoría de «casas encantadas»; y sin embargo ésa es la reputación de que goza en la región que la rodea. Las ventanas no tienen cristales, y no hay puertas en las entradas. Hay grandes grietas en el tejado de madera y los tablones son de un color gris pardo por falta de pintura. Pero estos indefectibles signos de lo sobrenatural están ocultos en parte y bastante suavizados por el abundante follaje de una enorme parra que recorre toda la estructura. Esta parra, de una especie que ningún botánico ha conseguido nombrar, desempeña un papel importante en la historia de la casa.
La familia Harding estaba formada por Robert Harding, su esposa Matilda, Miss Julia Went, hermana de aquélla, y dos niños. Robert Harding era un hombre callado, de costumbres reservadas, sin amigos en la vecindad y, al parecer, sin intención de hacerlos. Tenía unos cuarenta años, era comedido y diligente, y se ganaba la vida con una pequeña granja, actualmente cubierta de maleza y de zarzamoras. Él y su cuñada eran bastante criticados por sus vecinos, a quienes les parecía que andaban demasiado tiempo juntos. El vecindario no era culpable del todo, porque en aquellos momentos ninguno de los dos refutaba tal observación. El código moral de los campos de Missouri es rígido y severo.
Mrs. Harding era una mujer amable y de aspecto triste, a la que le faltaba el pie izquierdo.
Un cierto día de 1884 se supo que había ido a Iowa a visitar a su madre. Esto era lo que su marido contestaba cuando se le preguntaba, y su forma de decirlo no suponía ningún estímulo para seguir preguntando. Mrs. Harding nunca regresó, y dos años más tarde, sin vender la granja o alguna de sus posesiones, ni nombrar un agente que se encargara de sus intereses o se llevara sus enseres domésticos, Harding abandonó la casa con el resto de la familia. Nadie supo dónde había ido; ni a nadie le preocupaba en aquella época. Naturalmente, todos los objetos móviles de la casa desaparecieron enseguida y la casa abandonada se convirtió en «encantada» a su manera.
Una tarde estival, cuatro o cinco años después, el reverendo J. Gruber, de Norton, y un abogado llamado Hyatt se encontraron a caballo delante de la casa de Harding. Como tenían negocios que discutir ataron los animales y se dirigieron hacia la casa, en cuyo porche se sentaron a charlar. Hicieron algún comentario jocoso sobre la misteriosa reputación de la casa, pero la olvidaron enseguida y se pusieron a hablar de sus asuntos hasta que se hizo casi de noche. Hacía un calor agobiante y no se movía una mota de aire.
En ese momento los dos hombres, sorprendidos, se pusieron en pie de un salto: una larga parra, que cubría la mitad de la fachada de la casa y cuyas ramas colgaban del borde superior del porche, se agitaba de un modo que resultaba visible y audible, sacudiendo violentamente el tallo y todas las hojas.
-Vamos a tener tormenta -comentó Hyatt.
Gruber, sin decir nada, dirigió la atención de Hyatt hacia el follaje de los árboles cercanos, que no se movían; hasta los débiles extremos de las ramas que destacaban sobre el cielo claro estaban inmóviles. Rápidamente, bajaron los escalones que llevaban a lo que había sido una pequeña pradera de césped y dirigieron la vista hacia arriba, hacia la parra, cuya total longitud era ahora visible. Seguía agitándose violentamente, pero no podían comprender la causa de tal trastorno.
-Marchémonos -dijo el pastor.
Y eso hicieron. Olvidaron que habían venido en direcciones opuestas y se marcharon juntos. Llegaron a Norton, donde contaron su extraña experiencia a varios amigos discretos. Al día siguiente por la tarde, más o menos a la misma hora, acompañados por otras dos personas cuyos nombres no se recuerda, se encontraban de nuevo en el porche de la casa Harding y el fenómeno se produjo una vez más: la parra se agitaba violentamente, como demostró un cuidadoso examen, desde la raíz hasta la punta, y ni siquiera uniendo sus fuerzas sobre el tronco consiguieron calmarla. Después de estar observándola durante una hora, se retiraron, no menos inteligentes, según se cree, que cuando habían llegado.
No hizo falta mucho tiempo para que estos hechos singulares provocaran la curiosidad de toda la vecindad. De día y de noche, multitud de personas se congregaban en la casa Harding «buscando alguna señal». No parece probable que alguien la encontrara, aunque los testimonios mencionados resultaban tan creíbles que nadie puso en duda la realidad de las «manifestaciones» de las que ellos daban fe.
Ya fuera por una feliz inspiración o por un afán destructivo, un día se propuso (nadie parecía saber de quién partió la idea) arrancar la parra y, tras un caluroso debate, así se hizo. Sólo se encontró la raíz y, sin embargo, nada podría haber resultado más extraño.
Desde el tronco, que tenía en la superficie un diámetro de varias pulgadas, la raíz se hundía, sencilla y recta, unos cinco o seis pies en un terreno suelto y friable; después se dividía y subdividía en raicillas, fibras y filamentos, entrelazados de un modo extraño. Una vez que se les hubo sacado cuidadosamente del suelo, mostraron una disposición singular. Sus ramificaciones y plegamientos sobre sí mismas formaban una red compacta, que recordaba sorprendentemente en su forma y tamaño a una figura humana. Allí estaban la cabeza, el tronco y las extremidades; hasta los dedos de los pies y manos aparecían claramente definidos. Muchos afirmaban ver en la distribución y disposición de las fibras de la masa globular que formaba la cabeza la insinuación grotesca de un rostro. La figura era horizontal; las raíces más pequeñas habían comenzado a unirse a la altura del pecho.
En su parecido con una forma humana, la imagen era sin embargo imperfecta. A unas diez pulgadas de una de las rodillas, los cilia que formaban aquella pierna se doblaban bruscamente hacia atrás y hacia dentro sobre la línea de crecimiento. A la figura le faltaba el pie izquierdo.
No había más que una conclusión, la única posible. Pero, debido a la emoción subsiguiente, se propusieron tantas formas de proceder como número de consejeros incapaces había. El asunto fue resuelto por el sheriff del condado que, en su condición de custodio legal de la hacienda abandonada, ordenó que se volviera a colocar la raíz en su sitio y se la cubriera con la tierra que había sido extraída.
Una posterior investigación sacó a la luz un único hecho importante y significativo: Mrs. Harding nunca había visitado a sus parientes de Iowa, ni ellos tenían noticia de que fuera a hacer tal cosa.
De Robert Harding y del resto de la familia no se ha vuelto a saber nada. La casa conserva su reputación funesta, aunque la parra que se volvió a plantar sea un vegetal metódico y formal, debajo del cual le gustaría sentarse a una persona nerviosa en una noche tranquila, cuando las chicharras hacen rechinar su revelación inmemorial y el lejano chotacabras expresa su idea de lo que debería hacerse con ella.
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En casa del viejo Eckert
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Philip Eckert vivió durante muchos años en una vieja casa de madera ennegrecida por las inclemencias del tiempo, que se encontraba a unas tres millas de la pequeña ciudad de Marion, en Vermont. Aún deben de quedar vivas algunas personas que le recuerden (confío en que no de un modo desagradable) y sepan algo de la historia que voy a contar.
«El viejo Eckert», como todos le llamaban, no tenía un temperamento muy sociable y vivía solo. Al no haberle oído hablar nunca de sus propios asuntos, nadie en los contornos sabía nada acerca de su pasado ni de sus parientes, si es que los tenía. Sin resultar especialmente grosero ni desdeñoso en sus maneras o en sus palabras, conseguía ser inmune a una curiosidad impertinente, aunque libre de la mala fama con la que normalmente aquélla suele vengarse cuando se la desconcierta; por lo que yo sé, el renombre de Mr. Eckert como asesino reformado o como pirata retirado del Caribe no había llegado a oídos de nadie en Marion. Su medio de vida era el cultivo de una pequeña granja, no muy productiva.
-Un día desapareció, y la búsqueda prolongada de sus vecinos no consiguió encontrarle ni arrojó luz alguna sobre su paradero o las razones de su desaparición. Nada indicaba que hubiera hecho preparativos para la marcha: todo estaba como podría haberlo dejado para ir a la fuente a llenar un cubo de agua. Durante algunas semanas poco más se habló de ello en la región; después, «el viejo Eckert» se convirtió en un relato local para los oídos de los forasteros. Desconozco lo que se hizo con sus propiedades; sin duda, lo correcto, lo que la ley mandara. La casa seguía allí, todavía vacía y en condiciones muy deterioradas, cuando oí hablar de ella por última vez, unos veinte años más tarde.
Desde luego, llegó a considerarse que estaba «encantada», y se contaban las acostumbradas historias de luces que se movían, sonidos lastimeros y apariciones asombrosas. En cierto momento, unos cinco años después de la desaparición, estos relatos de tinte sobrenatural llegaron a ser tan abundantes, o por algunas circunstancias que los confirmaban parecieron tan importantes, que algunos de los ciudadanos más serios de Marion creyeron conveniente investigar y organizaron a tal fin una reunión nocturna en el local. Los interesados en esta empresa eran: John Holcomb, boticario; Wilson Merle, abogado; y Andrus C. Palmer, maestro de la escuela pública. Todos ellos hombres de importancia y reputación. Su intención era reunirse en casa de Holcomb a las ocho de la tarde del día fijado y dirigirse juntos al escenario de su vigilia, donde se habían hecho algunos preparativos para su comodidad, como un abastecimiento de leña y similares, pues era invierno.
Palmer faltó a la cita, y tras media hora de espera los otros dos se marcharon a la casa de Eckert sin él. Se acomodaron en la habitación principal, donde encendieron un fuego vivo y, sin más luz que la que él producía, se dispusieron a esperar los acontecimientos. Se había acordado hablar lo menos posible: ni siquiera volvieron a intercambiar opiniones sobre la deserción de Palmer, tema que había ocupado sus mentes en el camino.
Debía de haber pasado una hora sin que se produjera incidente alguno, cuando escucharon (no sin emoción, desde luego) el ruido de una puerta que se abría en la parte posterior de la casa, seguido por el de unas pisadas en la habitación contigua a aquélla en la que se encontraban. Los investigadores se pusieron en pie y se prepararon para lo que pudiera ocurrir sin hacer movimiento alguno. Hubo un largo silencio, aunque ninguno de los dos supo luego definir lo que duró. Entonces la puerta que conectaba las dos habitaciones se abrió y entró un hombre.
Era Palmer. Estaba pálido, como asustado; tan pálido como se habían quedado los otros dos. Su actitud era también singularmente distraída: no respondió a sus saludos ni les dirigió la mirada, sino que cruzó despacio la habitación a la luz del fuego agonizante y, tras abrir la puerta principal, se perdió en la oscuridad.
Parece que la primera explicación que se les ocurrió a ambos era que Palmer había sufrido un fuerte susto por algo que había visto, oído o imaginado en la habitación trasera, que le había privado de los sentidos. Impulsados por el mismo sentimiento de amistad echaron a correr tras él. ¡Pero ni ellos ni ninguna otra persona volvió a ver o a saber de Andrus Palmer!
Esto fue lo que se descubrió a la mañana siguiente. Durante la reunión de los señores Holcomb y Merle en la «casa encantada» había caído una capa de nieve limpia de varias pulgadas de espesor sobre la antigua, ya sucia. Se podían apreciar en ella las huellas de Palmer desde su casa en el pueblo hasta la puerta trasera de la casa de Eckert. Pero allí terminaban: a partir de la puerta principal no había más marcas que las dejadas por los dos hombres que juraban ir detrás de Palmer. La desaparición de Palmer fue tan completa como la del propio «viejo Eckert», a quien, como era de esperar, el director de un periódico acusó muy gráficamente de haber «alargado la mano y habérselo llevado».
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La casa espectral
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En la carretera que va desde Manchester, al Este de Kentucky, hacia el Norte, a Booneville, que se encuentra a veinte millas, había en 1862 una plantación con una casa de madera, en cierto modo de mejor calidad que la mayoría de las viviendas de la región. Al año siguiente la casa fue destruida por el fuego causado probablemente por unos rezagados de las columnas del General George W. Morgan, que se retiraban hacia el río Ohio después de ser expulsados del desfiladero de Cumberland por el General Kirby Smith. En el momento de su destrucción llevaba deshabitada cuatro o cinco años. Los campos de alrededor estaban plagados de zarzamoras, sin vallas, y hasta las pocas viviendas de los negros, y el resto de los cobertizos en general, aparecían en parte en ruinas a causa del abandono y del pillaje. Porque los negros y los blancos pobres de la vecindad encontraban en el edificio y en las vallas un abundante suministro de combustible, del que se aprovechaban sin dudarlo, abiertamente y a la luz del día. Y sólo de día; después de anochecer ningún ser humano, salvo los forasteros que por allí pasaban, se acercaba al lugar.
Se la conocía como la «Casa Espectral». Que en ella moraban espíritus malignos, visibles, audibles y activos, no era puesto en duda por nadie en aquella región, no más que lo que el predicador ambulante decía los domingos. La opinión del propietario a este respecto era desconocida; él y su familia habían desaparecido una noche y nunca se había encontrado rastro de ellos. Dejaron todo: los enseres domésticos, la ropa, las provisiones, los caballos en el establo, las vacas en el campo, los negros en sus viviendas; todo tal y como estaba. No faltaba nada, excepto un hombre, una mujer, tres niñas, un chico y un bebé. No era sorprendente en absoluto que una plantación en la que siete seres humanos podían desaparecer al mismo tiempo, y nadie se diera cuenta, resultara sospechosa.
Una noche de junio, en 1859, dos ciudadanos de Frankfort, el coronel J.C. McArdle, abogado, y el juez Myron Veigh, de la Milicia Estatal, se trasladaban de Booneville a Manchester. Sus asuntos eran tan importantes que decidieron continuar el viaje a pesar de la oscuridad y del retumbar de una tormenta que se aproximaba, y que finalmente estalló sobre ellos cuando pasaban por delante de la «Casa Espectral». El relampagueo era tan incesante que encontraron sin dificultad el camino de entrada que llevaba a un cobertizo, donde ataron los caballos y les quitaron los arreos. Después, bajo la lluvia, se dirigieron hacia la casa y llamaron a todas las puertas sin recibir respuesta alguna. Atribuyéndolo al continuo tronar de la tormenta, decidieron empujar una puerta; ésta cedió. Entraron sin más ceremonia y la cerraron. En aquel momento se encontraron a oscuras y en silencio. Por las ventanas y grietas no se veía ni un destello del resplandor de los incesantes rayos; ni un murmullo del horrible tumulto exterior llegaba hasta ellos. Era como si se hubieran quedado ciegos y sordos de repente, y McArdle dijo más tarde que por un momento creyó haber sido alcanzado por un rayo cuando traspasaba el umbral. El resto de la aventura quedó relatado en sus propias palabras, en el Advocate de Frankfort del 6 de agosto de 1876:
«Cuando conseguí recuperarme del aturdimiento de la transición del tumulto al silencio, mi primer impulso fue volver a abrir la puerta que había cerrado, de cuyo pomo no era consciente de haber retirado la mano. Podía sentirlo claramente todavía entre los dedos. Mi idea era averiguar al salir de nuevo bajo la tormenta si había perdido la vista y el oído. Giré el pomo y abrí la puerta de un tirón. ¡Pero daba a otra habitación!
» Esta estancia estaba inundada por una tenue luz verdosa, cuya fuente no pude determinar, que hacía que todo se viera con claridad, aunque no de un modo definido. Digo todo, aunque en realidad los únicos objetos que había dentro de las desnudas paredes de piedra de aquella habitación eran cadáveres humanos. Eran unos ocho o diez (se podrá comprender fácilmente que no los contara.) Sus edades y tamaños eran diversos, desde niños para arriba, y de ambos sexos. Todos estaban postrados en el suelo, salvo uno, el de una mujer joven sentada con la espalda apoyada en una esquina de la pared. Había otra mujer mayor que agarraba a un niño en sus brazos. Un mozo de mediana edad yacía boca abajo entre las piernas de un hombre barbudo. Uno o dos estaban prácticamente desnudos, y en la mano de una muchacha había un trozo de camisón que debía de haberse arrancado del pecho ella misma. Los cuerpos presentaban distintos grados de putrefacción, y todos ellos tenían la cara y la figura muy apergaminadas. Algunos eran poco más que esqueletos.
» Mientras observaba horrorizado el espantoso espectáculo, con el tirador de la puerta aún en la mano, por alguna perversión inexplicable mi atención se desvió de aquella horrible escena y pasó a ocuparse de detalles y pequeñeces. Tal vez mi mente, por un instinto de conservación, buscó alivio en asuntos que pudieran relajar su peligrosa tensión. Entre otras cosas, observé que la puerta que mantenía abierta estaba hecha de pesadas planchas de hierro, con remaches. Equidistantes unos de otros y de arriba abajo, tres fuertes cerrojos sobresalían del canto biselado. Di media vuelta al pomo y se retiraron hasta quedar al nivel del borde; lo solté y salieron disparados. Tenía un sistema de muelles. Por dentro no había agarrador, ni ningún tipo de saliente, sólo una lisa superficie de hierro.
» Mientras advertía estas cosas con un interés y atención que ahora me asombra recordar, me sentí apartado bruscamente, y el juez Veigh, del que me había olvidado por completo debido a la intensidad y las vicisitudes de mis impresiones, me empujó hacia el interior de la habitación.
» -¡Por Dios! -exclamé-. ¡No entre ahí! ¡Marchémonos de este horroroso lugar!
» Pero no hizo caso de mis ruegos, y (tan intrépido como cualquier caballero del Sur) se dirigió con rapidez hacia el centro de la habitación, se arrodilló junto a uno de los cuerpos para examinarlo con detenimiento y levantó suavemente la arrugada y ennegrecida cabeza entre sus manos. Un olor fuerte y desagradable llegó hasta la puerta, apoderándose completamente de mí. Mis sentidos se trastornaron; noté que me derrumbaba y, al agarrarme al borde de la puerta para no caerme, se cerró con un chasquido.
» No recuerdo nada más. Seis semanas después recuperé la razón en un hotel de Manchester al que había sido llevado al día siguiente por unos extraños. Durante todo aquel tiempo había sufrido una fiebre nerviosa acompañada de un constante delirio. Me habían encontrado tirado en la carretera a varias millas de la casa; cómo había escapado de allí hasta llegar al camino es algo que nunca supe. Una vez repuesto, o tan pronto como los médicos me permitieron hablar, pregunté por el destino del juez Veigh, de quien (para tranquilizarme, según sé ahora) me decían que se encontraba bien y en casa.
» Nadie creyó una palabra de mi relato, pero ¿quién puede asombrarse? ¿Y quién podría imaginar mi tristeza cuando me enteré, al llegar a mi casa en Frankfort dos meses más tarde, de que no se sabía nada del juez Veigh desde aquella noche? Entonces lamenté amargamente el orgullo que me había impedido repetir mi increíble historia e insistir en su realidad, ya desde los primeros días que sucedieron a mi recuperación.
» Los lectores del Advocate ya están familiarizados con todo lo que ocurrió después: el examen de la casa, el fracaso en encontrar una habitación que correspondiera a la que yo había descrito, el intento de declararme loco, y mi triunfo sobre mis acusadores. Después de todos estos años todavía considero que las excavaciones que no tengo derecho legal de iniciar, ni la riqueza suficiente para llevar a cabo, revelarían el secreto de la desaparición de mi infeliz amigo, y posiblemente de los anteriores ocupantes y propietarios de la abandonada y hoy destruida casa. No desespero sin embargo de realizar tal búsqueda, y es una fuente de profunda tristeza para mí el que haya sido retrasada por la hostilidad inmerecida y la incredulidad imprudente de los familiares y amigos del fallecido juez Veigh.
El coronel McArdle murió en Frankfort el trece de diciembre de 1879.
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Los otros huéspedes
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-Para coger ese tren -dijo el coronel Levering, sentado en el hotel Waldorf-Astoria- tendrá que pasar casi toda la noche en Atlanta. Es una ciudad bonita, pero le aconsejo que no se aloje en el Breathitt House, uno de los hoteles más importantes. Es un viejo edificio de madera que tiene una urgente necesidad de reparación. Hay grietas en las paredes por las que cabe un gato. Las habitaciones no tienen cerrojos en las puertas, ni más muebles que una simple silla y un somier sin ropa de cama, y sólo un colchón. Ni siquiera puedes estar seguro de disfrutar de estas escasas comodidades en exclusiva. Amigo, es un hotel de lo más abominable.
» La noche que pasé allí fue muy incómoda. Llegué tarde y fui conducido a una habitación del piso bajo por un portero de noche lleno de disculpas que, con gran consideración, me dejó la vela de sebo que llevaba. Dos días y una noche de duro viaje por ferrocarril me habían agotado y todavía no me había recuperado totalmente de una herida de bala en la cabeza recibida en un altercado. En vez de buscar un alojamiento mejor, me eché en el colchón sin quitarme la ropa y me dormí.
» Me desperté de madrugada. La luna había salido y brillaba a través de una ventana sin cortinas, iluminando la habitación con una suave luz azulada que producía un cierto efecto misterioso, aunque he de decir que su apariencia no era inusual; la luz de la luna siempre es así si te fijas. ¡Imagina mi sorpresa e indignación cuando vi el suelo ocupado por al menos una docena más de huéspedes! Me incorporé maldiciendo con la mayor seriedad a la administración de aquel hotel increíble, y cuando estaba a punto de ponerme en pie para ir a montarle un lío al portero, el de las disculpas y la vela, hubo algo en aquella situación que me hizo sentir una extraña indisposición a moverme. Supongo que, como diría un escritor, me había quedado «helado por el terror». ¡Porque obviamente todos aquellos hombres estaban muertos!
» Yacían de espaldas, dispuestos ordenadamente en tres lados de la habitación, con los pies mirando a la pared; en el otro lado, el que quedaba, estaba mi cama y una silla. Tenían las caras cubiertas, pero debajo de aquellos paños blancos las características de los dos cuerpos que reposaban cerca de la ventana, sobre la mancha cuadrada de la luz de la luna, presentaban un perfil de nariz y barbilla afilado.
» Creía que se trataba de una pesadilla e intenté gritar, como se hace cuando uno tiene un mal sueño, pero no podía emitir sonido alguno. Por fin, haciendo un esfuerzo desesperado, me puse en pie, pasé entre las dos filas de rostros tapados y los dos cuerpos que había unto a la puerta y huí de aquel lugar infernal con dirección a la oficina. El portero estaba allí sentado, detrás de un escritorio, a la luz de otra vela de sebo: sentado y mirando. Ni se levantó: mi brusca irrupción no pareció producirle efecto alguno, aunque supongo que yo debía tener el aspecto de un verdadero cadáver. Entonces me di cuenta de que realmente antes no me había fijado bien en aquel tipo. Era pequeño, con una cara descolorida y los ojos más blancos e inexpresivos que nunca he visto. No había en él más expresión que en el dorso de mi mano. Llevaba un traje de un sucio color gris.
» -¡Maldición! -exclamé- ¿Qué es lo que pretende?
» Pero daba lo mismo, estaba temblando como una hoja agitada por el viento y no reconocí mi propia voz.
» El portero se puso en pie, se inclinó (con aire de pedir perdón) y, bueno... desapareció; en aquel momento sentí por detrás que alguien apoyaba su mano sobre mi hombro. ¡Imagínatelo si puedes! Con un miedo cerval, di media vuelta y me encontré con un caballero gordo, de cara agradable, que me preguntó:
» -¿Qué le sucede, amigo?
» No tardé mucho en decírselo, pero, antes de que terminara, él también se puso pálido.
» -Míreme -dijo-, ¿está usted diciendo la verdad?
» En ese momento yo ya había conseguido sobreponerme, y el terror había dejado paso a la indignacion.
» -¡Si se atreve a dudarlo -le espeté- le machaco a golpes!
» -No -contestó-, no lo haga; siéntese y yo le contaré. Esto no es un hotel. Lo fue, y después un hospital. Ahora está deshabitado, a la espera de alguien que lo quiera alquilar. La habitación a la que usted se refiere era la habitación de los muertos; allí siempre había muchos muertos. El tipo al que usted llama portero solía serlo, pero más tarde se encargaba de registrar a los pacientes que llegaban. No comprendo qué hace ahora aquí. Hace unas cuantas semanas que murió.
» -¿Y usted quién es? -le pregunté.
» -Oh, yo me encargo de cuidar el local. Pasaba por aquí, vi luz y entré a investigar. Vamos, echemos un vistazo a esa habitación -añadió levantado del escritorio aquella vela que chisporroteaba.
» -¡Antes vería al mismísimo demonio! -exclamé saliendo rápidamente a la calle.
» Amigo, ese Breathitt House de Atlanta es un lugar maldito. No se aloje allí.
-¡No quiera Dios! La visión que usted ha dado de él no sugiere comodidad, desde luego. A propósito, coronel, ¿cuándo ocurrió todo eso?
-En septiembre de 1864, poco después del estado de sitio.
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Una cosa en Nolan
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Al Sur de donde se cruzan la carretera que va de Leesville a Hardy, en el estado de Missouri, y el brazo Este del río May, existe una casa abandonada. Nadie ha vivido en ella desde el verano de 1879, por lo que se está desmoronando a pasos agigantados. Durante los tres años anteriores a la fecha mencionada estuvo ocupada por la familia de Charles May, uno de cuyos antepasados dio nombre al río junto al cual se encuentra. La familia de Mr. May estaba formada por la esposa, un hijo mayor y dos chicas. El hijo se llamaba John; los nombres de las hijas son desconocidos para el autor de estos apuntes.
John May era de carácter taciturno y malhumorado, poco propenso a la ira, y con un don inusual: un odio resentido, implacable. Su padre era todo lo contrario. De temperamento alegre y jovial, aunque con un gran genio que se incendiaba como una llama en una brizna de paja. No abrigaba resentimientos y buscaba rápidamente la reconciliación una vez aplacada su ira. Tenía un hermano, que vivía cerca de allí, y que poseía un carácter muy distinto al suyo; toda la vecindad decía que John había heredado la forma de ser de su tío.
Un día se produjo un malentendido entre padre e hijo; hubo duras palabras, y el padre dio un puñetazo al hijo en la cara. John se secó con lentitud la sangre que le había causado el golpe, clavó los ojos en el agresor ya arrepentido y dijo con frialdad: «Morirás por esto.»
Estas palabras fueron oídas por los hermanos Jackson, que se acercaban a ellos en aquel momento; pero, al verles enzarzados en una discusión pasaron de largo y, al parecer, inadvertidos. Charles May relató después el desgraciado acontecimiento a su esposa y le explicó que le había pedido excusas a su hijo por el precipitado golpe, pero había sido inútil. El joven no sólo rechazaba las disculpas, sino que se negaba a retirar su terrible amenaza. A pesar de todo no hubo una ruptura abierta de relaciones: John siguió viviendo con la familia y las cosas continuaron como siempre.
Un domingo por la mañana, en junio de 1879, unas dos semanas después de que ocurrieran estos hechos, Charles May salió de la casa inmediatamente después del desayuno, con una pala. Dijo que iba a abrir un agujero en una fuente que se encontraba a una milla de distancia, en el bosque, para que el ganado tuviera agua. John se quedó en la casa durante unas horas, ocupado en afeitarse, escribir cartas y leer el periódico. Su disposición era la usual, quizás parecía un poco más malhumorado y hosco.
Se marchó a las dos. Regresó a las cinco. Por alguna razón no relacionada con un interés especial en sus movimientos, la hora de salida y de llegada fue advertida por su madre y sus hermanas, tal y como quedó atestiguado en su proceso por asesinato. Les llamó la atención que su ropa estuviera húmeda en algunas zonas, como si (así lo señaló la acusación) hubiera intentado borrar manchas de sangre. Su actitud era extraña, su aspecto salvaje. Aduciendo que se encontraba enfermo, se fue a su cuarto y se acostó.
Charles May no regresó. Los vecinos más cercanos fueron alertados a la caída de la tarde, y durante aquella noche y el día siguiente se llevó a cabo su búsqueda por el bosque donde se encontraba la fuente. No se produjo otro resultado que el descubrimiento de las huellas de los dos hombres en la arcilla que había alrededor de la fuente. John May, mientras tanto, había empeorado de lo que el médico local denominó fiebre cerebral, y en su delirio hablaba de asesinato, pero sin decir quién creía que había sido asesinado, ni a quién culpaba del hecho. Pero los hermanos Jackson sacaron a relucir aquella amenaza; fue arrestado como sospechoso y un sheriff se encargó de vigilarle en su casa. La opinión pública se puso rápidamente en contra de John y, de no haber sido por la enfermedad, habría sido colgado por la muchedumbre. Estando así las cosas, el martes se convocó una reunión de los vecinos y se nombró un comité para que se encargara del caso y tomara las medidas que fueran oportunas.
Para el miércoles todo había cambiado. De la ciudad de Nolan, que está a unas ocho millas, llegó una historia que arrojó una luz completamente diferente sobre el asunto. Nolan constaba de una escuela, una herrería, una tienda y media docena de viviendas. La tienda era dirigida por un tal Henry Odell, primo de Charles May. La tarde del domingo en que desapareció May, Mr. Odell y cuatro vecinos suyos, hombres de confianza, estaban sentados en la tienda, fumando y charlando. El día era caluroso, y las dos puertas, la de delante y la de atrás, estaban abiertas. A eso de las tres, Charles May, a quien tres de ellos conocían, entró por la puerta principal y pasó hacia el fondo. Iba sin abrigo ni sombrero. No les miró, y tampoco les devolvió el saludo, circunstancia que no les sorprendió porque estaba gravemente herido. Sobre la ceja izquierda tenía una herida, un profundo corte del que brotaba sangre que le cubría toda la parte izquierda de la cara y del cuello y empapaba su camisa gris. Aunque parezca mentira, la idea predominante en las mentes de los presentes era que había mantenido una pelea y se dirigía al arroyo que había detrás de la casa para lavarse.
Tal vez se produjo un sentimiento de delicadeza, un detalle característico de la etiqueta de las regiones apartadas, que les contuvo a la hora de seguirle y ofrecerle ayuda; las actas del juicio, de donde está extraído principalmente este relato, tan solo mencionan el hecho. Esperaron a que volviera, pero no lo hizo.
Limitando el arroyo, detrás de la tienda, un bosque se extiende unas seis millas hasta las colinas de Medicine Lodge. Tan pronto como se supo en los contornos de la casa del desaparecido que había sido visto en Nolan, se produjo un cambio repentino en el estado de ánimo y en la disposición de la gente. El comité de vigilancia dejó de existir sin cumplir la formalidad de llegar a una resolución. La búsqueda por las tierras boscosas en torno al río May se interrumpió y casi toda la población masculina de la región se trasladó a la zona de Nolan y de las colinas de Medicine Lodge. Pero no se encontró rastro alguno de aquel hombre.
Una de las extrañas circunstancias de este extraño caso es el procesamiento formal y posterior juicio por el asesinato de un hombre cuyo cuerpo nadie afirmaba haber visto, ni nadie sabía que hubiera muerto. Conocemos más o menos los caprichos y extravagancias de la ley fronteriza, pero este ejemplo, según se cree, es único. Sea como fuere, está constatado que al recobrarse de su enfermedad John May fue procesado por el asesinato de su padre. El abogado de la defensa, al parecer, no tuvo nada que objetar y el caso fue considerado en relación con sus circunstancias. El fiscal se mostró apocado y superficial; la defensa estableció fácilmente una coartada en lo referente al occiso. Si en el momento en que John May debía de haber asesinado a Charles May, si es que lo hizo, Charles May se encontraba a varias millas de distancia de donde John May debía de haber estado, es evidente que el occiso debió de encontrar la muerte a manos de algún otro.
John May fue absuelto, abandonó el país enseguida y no se ha vuelto a saber nada de él desde aquel día. Poco después, su madre y hermanas dejaron St. Louis. Al pasar la granja a manos de un individuo, que es dueño también de las tierras colindantes, en las que tiene su propia vivienda, la casa May quedó vacía y desde entonces tiene la misteriosa reputación de estar encantada.
Un día, después de que la familia May hubiera dejado aquella tierra, unos niños que jugaban en los bosques que hay en torno al río May, encontraron oculta bajo una capa de hojas secas, aunque parcialmente a la vista por el hozar de los cerdos, una pala.
Estaba casi nueva y limpia, a no ser por una mancha de sangre y orín que tenía en el borde. Las iniciales «C.M.» aparecían grabadas en el mango de la herramienta.
Este descubrimiento reavivó en cierto grado la emoción pública suscitada en los meses anteriores. Se examinó cuidadosamente la tierra del lugar en que había sido encontrada la pala, y el resultado fue el descubrimiento del cadáver de un hombre. Había sido enterrado a unos dos o tres pies de profundidad y el lugar había sido cubierto con una capa de hojas secas y ramas. No parecía muy descompuesto, hecho que se atribuyó a alguna propiedad conservadora de aquel terreno, rico en mineral.
Encima de la ceja izquierda presentaba una herida, un profundo corte del que había manado sangre, que le cubrió toda la parte izquierda de la cara y del cuello y manchó su camisa gris. El cráneo había resultado partido por el golpe. Ese cuerpo era el de Charles May.
Pero, ¿qué fue entonces lo que pasó por la tienda de Mr. Odell en Nolan?


miércoles, 14 de mayo de 2008

LA RABIA -- GUY DE MAUPASSANT

GUY DE MAUPASSANT
LA RABIA

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Mi querida Genoveva: Me pides que te cuente mi viaje de boda. Me atreveré? ¡Ah! ¿Por qué no me dijiste algo, por qué no me diste a entender algo? Yo, ignorante, no sabia nada; pero absolutamente nada. ¡Me parece bien! Hacia dieciocho meses que te casaste, dieciocho meses que lo sabes todo, tú, mi amiga del alma, que antes eras tan comunicativa conmigo, y en ocasión tan dificultosa no tuviste ni caridad para prevenirme. Si me hubieses advertido, si hubieses despertado siquiera mi curiosidad, si me hubieses dejado entrever la menor sospecha, me habrías ahorrado una simpleza de que aún me avergüenzo, de la cual se reirá mi marido toda la vida; y es tuya la culpa.
He quedado en ridículo para siempre; cometí una estupidez, cuyo recuerdo no se borra fácilmente. Y tú podías evitarlo. ¡Ah, si yo lo hubiera sabido!
Prométeme que no te reirás de mí, si quieres que te diga lo que pasó.
No; no es una comedia, es un drama.
Me casé por la tarde, y debíamos tomar el tren de la noche para el viaje de novios; ya lo sabes, yo distaba mucho de parecerme a Paulina, cuyas aventuras nos ha referido tan graciosamente Gyp en su bonita novela En torno del matrimonio.
Y si mamita me hubiese dicho como la señora de Haütretan dice a su hija: «Tu marido te oprimirá entre sus brazos, y...», yo no podría responder como Paulina, riendo: «No sigas, no me hace falta preparación; estoy al tanto de lo que debe ocurrirme...»
Yo lo ignoraba todo, y mamá, la pobre mamá, conmovida, no se atrevió a insinuarme la menor idea referente a un suceso tan escabroso.
A las cinco desfilaban ya los invitados; el coche nos aguardaba para llevarnos a la estación.
Aún me parece ver a los criados cargando los baúles, y oigo la voz de papá, cascada por el llanto, que a duras penas podía contener. Los hombres han de ser fuertes. Al despedirse de mí, besándome y abrazándome, dijo: « ¡Valor, hijita!», como si fuesen a sacarme una muela. En cambio, mamá estaba hecha un mar de lagrimas. Mi marido apresuraba la despedida, procurando acortar aquella situación difícil. Yo, completamente dichosa, en aquel momento, sin embargo, lloraba también. De pronto sentí que me tiraban de la falda: era Bijou, al cual había olvidado por completo, no haciéndole ninguna caricia; y el animalito me daba su adiós a su manera. Me enternecí, y cogiéndole—ya sabes que no abulta más que un puño—, le cubrí de besos. Me gusta mucho acariciar a los animalitos; el contacto de su piel me produce una sensación agradable, un escalofrío delicioso.
El perrito estaba loco de alegría, y agitándose y lamiéndome, de pronto, me clavó los dientes en la nariz, No pude contener un grito, y solté a Bijou, porque la menuda herida me dolía y sangraba. Toda la familia se alarmó. Pidieron agua, vinagre, hilas y mi cariñoso marido me hizo la cura. No era nada; una rozadura insignificante. Al cabo de cinco minutos nos fuimos.
Pensábamos permanecer mes y medio en Normandía, y a media noche llegamos a Dieppe.
Ya sabes de qué modo me gusta el mar. Comuniqué a mi esposo mi deseo de no acostarme sin haberlo visto, y comprendí que mi pretensión le contrariaba. «¿Tienes ya sueño?»—le pregunté riendo, y respondió—: «No tengo sueño; pero comprenderás que tengo un ansia de hallarme solo contigo»
Su respuesta me sorprendió y dije:
«¿Solo conmigo? ¿Pues no hemos venido solos en el vagón» «Sí—replicó sonriendo—, pero un vagón de tren, aun estando solos no puede compararse con una alcoba nupcial»
«También en la playa estaremos solos a estas horas...—insistí—. Nadie nos acompañará.»
Decididamente mi proyecto no era de su gusto, pero accedió afectuoso: «Lo que tú quieras, ángel mío.»
¡Espléndida noche! Una de esas noches que inspiran ideas grandiosas y vagas, casi más que pensamientos, emociones; algo asi como un ansia de abrir los brazos, de extender las alas, de abarcar el cielo,... ¡qué sé yo! Algo así como si fuéramos de pronto a comprender lo incomprensible, a conocer lo desconocido.
Respiramos el ensueño, la poesía penetrante del ambiente, una delicia ultraterrena, un encanto que tal vez irradian las estrellas, la luna, la plateada y rugiente superficie del mar. Son los más bellos instantes de la vida, y que no nos permiten adivinar la otra existencia, como la revelación de lo que podía ser..., o de lo que será.
Sin embargo, mi esposo mostraba impaciencia, inquietud.
«¿Tienes frío?»—le preguntaba yo; y él me respondía negativamente.
Quise comunicarle mi entusiasmo.
«¿No ves a lo lejos un buque? Parece que se ha dormido sobre las aguas. Míralo... ¿Dónde podíamos disfrutar lo que disfrutamos aquí? Yo pasaría aquí toda la noche... ¿Quieres que aguardemos a ver salir el sol?»
Creyendo que me burlaba, me arrastró casi violentamente hasta el hotel. Si yo hubiera sospechado... ¡Ah miserable!
Cuando estuvimos en nuestras habitaciones, me sentí avergonzada, cohibida, sin saber por qué; te lo juro. Le rogué que me dejara sola para desnudarme y meterme en la cama.
Y ahora llega lo dificultoso, No sé cómo decírtelo. Haré lo posible para darme a entender.
Creyó malicia mi extremada inocencia, y fingimiento mi absoluta ignorancia; supuso que mi abandono, confiado y sencillo, era un estudio, una táctica, y no se preocupó de las delicadas atenciones precisas para que semejantes misterios no sorprendan y resulten siquiera tolerables a una criatura que no está preparada ni advertida.
Primero temí que se hubiera vuelto loco, y después me aterró la idea de morir a sus manos. El miedo no deja lugar a la reflexión; poseída por el miedo, sin razonar, imaginé cosas horribles en un segundo. Todas las gacetillas de los periódicos donde se refieren sucesos extraordinarios, crímenes complicados, todas las relaciones de fieros dramas conyugales, acudieron a mi memoria, ¿No podía ser un malvado quien me trataba de aquel modo? Me defendí, le rechacé como pude, y, defendiéndome desesperadamente, hasta le arranqué un mechón de pelo y una guía del bigote; al fin, conseguí librarme de sus garras con un. supremo esfuerzo, y gritando «¡Socorro! ¡Socorro!», me precipité, casi desnuda, por la escalera.
Se abrieron a mis gritos, ante mí, varias habitaciones, asomando a las puertas hombres en camisa, con la palmatoria en la mano. Me arrojé desatinada en los brazos de uno de ellos, implorando su protección. Otro detuvo a mi marido.
No puedo precisarte lo que ocurrió entonces. Vocearon, se golpearon y acabaron riendo a carcajadas, unas carcajadas ruidosas y estremecidas. ¡Qué manera de reír! Toda la casa se reía, desde los desvanes hasta las bodegas. Resonaban en los corredores y en las alcobas ecos de hilaridad; los cocineros y las doncellas, se retorcían de tanto reír en las buhardillas, y el mozo de guardia rodaba sobre su colchón, como si se hallase accidentado, en el vestíbulo.
Imagínate, mujer. ¡En una fonda!
Volví a verme sola con mi esposo, el cual me ofreció algunas ligeras nociones del caso, como explican los maestros, antes de realizarlo, un experimento de química. El hombre no se mostraba muy satisfecho; yo lloré toda la noche, y en cuanto amaneció, huimos de allí.
Pero aún hay más.
Al día siguiente llegamos a Pourville, que sólo es un embrión de balneario. Mi esposo me agobiaba con sus atenciones y sus ternuras. Pasado el primer sofocón, parecía muy satisfecho. Avergonzada y desolada por mi aventura de la víspera, procuré mostrarme todo lo amable y dócil que pude; pero, no te imaginarás todo el horror, la repugnancia, casi el odio que me inspiró Enrique, al revelarme del todo el infame secreto que se oculta con tanto afán a las muchachas. Me sentía desconsolada, con una tristeza mortal, arrepentida, y espoleada por el deseo de volver al hogar paterno, a mi vida sin azares, de soltera. Llegamos a Etretat. Los bañistas se hallaban hondamente preocupados por un horrible suceso: acababa de morir una joven a la cual había mordido un perrito rabioso. Al enterarme, sacudió mi cuerpo un escalofrío. Me dolió al instante la mordedura de mi perrito —de cuyo accidente ya no me acordaba siquiera—, y sentí un cosquilleo extraño.
Por la noche no me fue posible dormir, sobresaltada, olvidándome por completo de mi marido. ¡También yo podía morir de hidrofobia! Por la mañana le hice referir detalladamente al camarero la historia de la víctima. ¡Qué angustia! Pasé todo el día paseando por la playa, sin hablar, meditando: «¡Morir de hidrofobia! ¡ Qué muerte tan horrible! »...
Mi esposo me preguntaba:
«¿En qué piensas? Te veo triste.»
Y le respondía:
«No estoy triste; no pienso nada.»
Mis ojos se fijaban desvanecidos en el mar, en los campos, en las alquerías; pero sin ver nada preciso. Nadie hubiera podido saber lo que me atormentaba, y a nadie hubiera comunicado yo mis pensamientos. Sentía un dolorcillo, un verdadero dolor en la nariz. Quise retirarme.
Apenas de regreso en la fonda, me encerré, sola, para examinar la mordedura. No pude ver nada, y, sin embargo, era indudable que me dolía.
Escribí a mamá una carta breve, ansiosa—que debió de causarle mucha sorpresa—pidiéndole una respuesta categórica y urgente a insignificantes preguntas. Y cuando hube firmado, añadí esta posdata.
«Sobre todo, no dejes de hablarme del perrito; me interesa mucho.»
A la mañana siguiente, se me atravesaba la comida, no pude tragar ni un bocado, pero no consentí que llamaran al médico. Recostada en la arena, veía como se chapuzaban los bañistas. Los había gordos y flacos, pero todos me parecieron horribles o ridículos. Yo no tenía humor de burla ni ganas de risa, y pensaba:
«¡Qué felices deben de ser todos! No les ha mordido un perro, como a mí, como a la desventurada que ya murió. Nada temen y nada les apura. Vivirán mientras yo muero. Pueden saltar y alegrarse; divertirse a su gusto, satisfechos.»
A cada momento me llevaba la mano a la nariz, palpándome. ¿No se hinchaba? Y de regreso en la fonda, me encerré sola para mirarme al espejo. ¡Sí! Tenía ya otro color. ¡Estaba próxima la muerte!
Por la noche, sentí de pronto una ternura inexplicable hacia mi esposo, una ternura desesperada. Le creí amable y busqué apoyo en su brazo. Estuve a punto veinte veces de confesarle mi secreto espantoso; pero me contuve.
Abusó ferozmente de mi abandono y de mi languidez. Me faltaron fuerza y voluntad para resistirle. Al día siguiente, recibí carta de mamá, contestando a mis preguntas, pero sin decirme ni una sola palabra del perrito. De pronto pensé: «Habrá muerto y trata de ocultármelo.» Quise ir inmediatamente al telégrafo para librarme de tantas dudas en pocas horas; pero me detuvo esta reflexión: «Tampoco sabré la verdad; si el animalito ha muerto, no se atreverán a decírmelo.» Me resigné a pasar otros dos días de angustia y escribí de nuevo. En mi carta pedía que nos facturasen al perro, para que me acompañara y me distrajera, porque me aburría un poco.
Por la tarde, comencé a sentir temblores. No cogía un vaso de agua sin que se me derramara la mitad. Era lamentable mi situación. Al anochecer, huyendo a mi esposo, me fui a la iglesia, y recé mucho.
Al salir de la iglesia, me dolió más que nunca la nariz; y entrando en una farmacia expliqué al farmacéutico el caso de una señora mordida por un perro y le pregunté qué seria prudente hacer. El farmacéutico era un hombre muy afable y servicial; me dio toda clase de instrucciones pero yo las iba olvidando a medida que iba él explicándolas; a tal punto estaba perturbado mi espíritu. Solamente retuve un consejo: «Los purgantes han estado con frecuencia indicados» Y compré varias botellas de no sé qué medicamentos «para enviárselos a la paciente»
Los perros que me salían al paso por la calle me horrorizaban, y me costaba gran esfuerzo contenerme y no echar a correr. También me pareció sentir deseo de morderlos.
Pasé toda la noche horriblemente agitada; mi marido se aprovechó. Al día siguiente, recibí carta de mamá, excusándose de facturar al perrito por temor a que padeciese hambre o ser abandonado tantas horas en una perrera del ferrocarril. Entendí que no podía enviármelo, que sin duda estaba muerto.
No dormí en toda la noche. Mi esposo roncaba; se despertó varías veces. Mi abatimiento era mayor a cada instante.
Quise bañarme y estuve a punto de caer desmayada en cuanto metí los pies en el mar; tanto me impresionó el frío del agua. Las piernas, temblorosas, apenas podían sostenerme; pero ya no me dolía la nariz.
Casualmente, me salió al encuentro el médico director de los baños; un hombre muy amable. Con habilidad suma, encaminó la conversación según mi conveniencia. Le dije que un perrito me había mordido en la nariz, algunos días antes, y pregunté qué sería necesario hacer si la inflamación sobreviniera. Riendo, me contestó:
«En su caso, no se me ocurre más que un remedio, señora mía: ponerse narices postizas, de cartón.»
Y segura de que yo no le había comprendido, añadió:
«O decirle a su esposo que tenga cuidado.»
No quedé más tranquila ni más enterada.
Enrique parecía estar aquella noche más alegre y más satisfecho que nunca. Fuimos al concierto, y antes que acabará me propuso que nos retirásemos y accedí porque todo me resultaba indiferente.
Me revolvía, sin cesar, fatigosa, inquieta en la cama; los nervios, alterados y vibrantes, no me dejaban punto de reposo. Enrique tampoco dormía. Suavemente me acariciaba, me besaba, como si hubiera comprendido al fin mi sufrimiento y tratase de aplacarlo con su ternura. Yo recibía sus caricias sin emocionarme, sin comprenderlas.
Pero de pronto, una sensación extraordinaria, violenta, enloquecedora, me hizo estremecer. Lancé un grito espantoso y desasiéndome del hombre que me tenía oprimida, salté al suelo y fui a desplomarme junto a la puerta. ¡Era la hidrofobia; la horrible hidrofobia. No habla salvación para mí.
Enrique me recogió, asustado, curioso de saber lo que yo sentía. Resignada, insensible, aguardando la muerte próxima, creía yo que después de algunas horas de tranquilidad, vendría otra conmoción violenta, y otra, y otra, repitiéndose hasta la crisis mortal.
Me dejé llevar a la cama, y al amanecer, las irritantes obsesiones de mi esposo, provocaron otro desequilibrio, que fue más duradero. Yo ansiaba chillar, morder, arañar, era terrible, pero menos doloroso de lo que yo temía.
Las ocho daban cuando me dormí; no había dormido en cuatro noches.
A las once me despertó una voz adorada. Era mamá, que asustada por mi correspondencia, quiso verme. llevaba en la mano un canastillo, dentro del cual, un bicho ladraba. Lo abrí con inquietud, esperanzada y vacilante a un tiempo. Y el perrito saltó sobre mi cama, lamiéndome, bailoteando, revolcándose, loco de alegría.
Pues bien, Genoveva; tampoco entonces comprendí...
Pero a la noche siguiente...
¡Oh la imaginación! ¡Cómo trabaja! ¡Y pensar que yo supuse!... ¡Que simpleza!, ¿verdad?
No he confesado a nadie —comprenderás la razón— mis torturas de aquellos cuatro días. ¡Mira tú que si Enrique lo supiera!... Ya se burla bastante de mí por el escándalo que armé la primera noche.
Sin embargo, sus burlas no me desagradan.
Me voy acostumbrando.
Nos acostumbramos a todo en la vida...

miércoles, 7 de mayo de 2008

Ambrose Bierce - El golpe de gracia

Ambrose Bierce - El golpe de gracia

Los Horrores de la Guerra

La batalla había sido violenta y continuada; todos los sentidos lo
confirmaban. El sabor mismo del combate estaba en el aire. Ahora todo
había acabado; sólo quedaba socorrer a los heridos y enterrar a los
muertos; «asearlo un poco», como dijo el bromista de un pelotón de
enterramiento. Hacía falta una buena cantidad de «aseo». Hasta donde
alcanzaba la vista, entre los bosques y bajo los árboles astillados, se
extendían restos de hombres y caballos. Por entre ellos se movían los
camilleros recogiendo y llevándose a los pocos que mostraban señales de
vida. La mayoría de los heridos habían muerto por abandono mientras se
discutía su derecho a ser asistidos. Las reglas del ejército establecen
que los heridos deben esperar: la mejor manera de atenderlos es ganar la
batalla. Hay que reconocer que la victoria es una importante ventaja para
un hombre que necesita cuidados, pero muchos no viven lo bastante para
sacarle provecho.
Los muertos se recogieron en grupos de doce a veinte y se situaron uno
junto a otro en hileras, mientras se cavaban las fosas que iban a
recibirlos. Algunos, encontrados a demasiada distancia de los puntos de
recogida, se enterraban allí donde yacían. No se hacían muchos intentos de
identificarlos, pero en la mayoría de los casos, como los pelotones de
enterramiento estaban destacados para rasurar el mismo terreno que habían
ayudado a sembrar, los nombres de los victoriosos muertos se conocían y se
relacionaban en la lista. Los caídos enemigos tenían que contentarse con
cifras. Pero de estos tuvieron bastantes: muchos fueron contados varias
veces y el recuento total, como se señaló más adelante en el informe
oficial del comandante victorioso, semejaba más una esperanza que un
resultado.
A poca distancia del lugar donde uno de los pelotones de enterramiento
había establecido su «vivaque de la muerte», un hombre con el uniforme de
oficial del ejército federal se apoyaba, de pie, contra un árbol. De los
pies a la barbilla, su actitud revelaba un cansancio agotador; pero volvía
la cabeza de un lado a otro con inquietud; al parecer, su mente no
descansaba. Quizá dudaba sobre qué dirección tomar; seguramente no
permanecería mucho más donde se encontraba, pues ya los rayos horizontales
del sol poniente se esparcían, rojizos, por las aberturas del bosque y los
fatigados soldados empezaban a abandonar sus tareas del día. Por supuesto,
no iba a hacer noche allí, solo, entre los muertos. Nueve de cada diez
hombres que uno se encuentra tras una batalla preguntan por el camino que
ha tomado determinada fracción del ejército; como si todos lo supieran.
Sin duda, aquel oficial se encontraba perdido. Después de darse un momento
de reposo, seguiría presumiblemente a alguno de los pelotones de
enterramiento en retirada.
Sin embargo, cuando todos se marcharon, se dirigió directamente al
interior del bosque, hacia el oeste purpúreo, cuya luz le coloreaba el
rostro como sangre. Andaba a zancadas, con un aire de seguridad que
indicaba que se hallaba en un terreno familiar; había recuperado la
orientación. No miraba a los muertos que encontraba a su paso, a derecha e
izquierda. Tampoco prestaba atención a los gemidos sordos de algún herido
grave a quien no habían llegado los camilleros y que pasaría una noche
penosa bajo las estrellas, acompañado sólo por su sed. ¿Qué podía hacer,
en realidad, el oficial, que no era médico y tampoco llevaba agua?
En el extremo de un barranco poco profundo, una mera depresión del suelo,
yacían unos cadáveres agrupados. Los vio, se desvió súbitamente de su
trayecto y caminó rápidamente hacia ellos. Los examinó con atención, a
medida que pasaba, y se detuvo por último junto a uno que yacía a cierta
distancia de los otros, cerca de un grupo de árboles bajos. Lo observó
atentamente. Parecía moverse. Se agachó y le puso la mano en la cara. El
hombre gritó.

El oficial era el capitán Downing Madwell, del Regimiento de Infantería de
Massachusetts, un valeroso e inteligente soldado y un hombre honorable. Al
regimiento pertenecían también dos hermanos apellidados Halcrow: Caffal y
Creede Halcrow. Caffal Halcrow era sargento de la compañía del capitán
Madwell y los dos hombres, el sargento y el capitán, eran incondicionales
amigos. En la medida en que la desigualdad de rango y la diferencia en los
deberes y consideraciones de la disciplina militar lo permitían,
procuraban estar siempre juntos. En realidad se habían criado juntos desde
la primera infancia, y una costumbre de cariño no se rompe fácilmente.
Caffal Halcrow no experimentaba ningún gusto ni disposición hacia lo
militar, pero la idea de la separación de su amigo le resultaba
extremadamente penosa y se alistó en la compañía en la que Madwell servía
como subteniente. Ambos ascendieron dos veces de rango, pero entre el
subalterno de más alta graduación y el oficial más bajo media un abismo
profundo y amplio, y la antigua relación se mantuvo con dificultades y de
un modo diferente.
Creede Halcrow, el hermano de Caffal, era el mayor del regimiento, un
hombre cínico y taciturno. Entre el capitán Madwell y él existía una
natural antipatía que las circunstancias habían alimentado y aumentado
hasta una franca animosidad. De no ser por la influencia disuasoria que su
mutua relación con Caffal les imponía, cada uno de estos dos patriotas
habría, sin duda, puesto todo su empeño en privar a su país de los
servicios del otro.
Al inicio del combate de aquella mañana, el regimiento cumplía su función
en un puesto de avanzada, a un kilómetro de distancia del grueso del
ejército. El grupo fue atacado y prácticamente sitiado en el bosque, pero
se mantuvo tenazmente en sus posiciones. Durante una tregua de la lucha,
el mayor Halcrow se acercó al capitán Madwell. Tras intercambiar el saludo
reglamentario, el mayor dijo:
-Capitán, el coronel ordena que conduzca usted a su compañía hasta la
cabeza de ese barranco y mantenga allí su posición hasta nueva orden. No
hace falta que le informe del peligro que implica esta maniobra, pero si
lo desea, supongo que puede usted delegar el mando de su compañía en su
teniente. No he recibido ninguna orden que autorice esa sustitución; es
una mera sugerencia mía de carácter no oficial.
Ante este mortal insulto, el capitán Madwell replicó con frialdad:
-Señor, lo invito a acompañarnos en la maniobra. Un oficial a caballo
constituiría un excelente blanco, y desde hace largo tiempo mantengo la
opinión de que sería una gran ventaja que se hallara usted muerto.
El arte de la réplica se cultivaba en los círculos militares ya en la
temprana fecha de 1862.
Media hora más tarde, la compañía del capitán Madwell fue expulsada de su
posición en la cabeza del barranco, tras haber perdido a un tercio de sus
hombres. Entre los caídos figuraba el sargento Halcrow. El regimiento fue
poco después obligado a retroceder hasta la primera línea de batalla, y al
final del combate, se encontraba a kilómetros de distancia. Ahora, de pie,
el capitán estaba al lado de su subordinado y amigo.
El sargento Halcrow había sido herido mortalmente. Su uniforme
desarreglado parecía haber sido rasgado violentamente y dejaba ver el
vientre al aire. Algunos botones de su chaqueta habían sido arrancados y
estaban en el suelo, a su lado, junto a otros jirones de sus ropas,
desparramados por todas partes. El cinturón de cuero estaba roto y parecía
haber sido arrastrado por debajo del cuerpo, una vez caído. No había mucha
efusión de sangre. La única herida visible era un agujero ancho e
irregular en el vientre. Estaba sucio de tierra y hojas secas. De él
sobresalía un pedazo del intestino delgado. El capitán Madwell no había
visto una herida así en toda su experiencia de la guerra. No conseguía
imaginar cómo se la habían hecho, ni explicar las otras circunstancias
concurrentes: el extraño desgarro del uniforme, el cinturón partido, la
piel blanca manchada con la tierra. Se arrodilló y lo examinó más
cuidadosamente. Cuando se incorporó, volvió los ojos en diferentes
direcciones como si buscara un enemigo. A cincuenta metros, en la cima de
una colina baja cubierta por unos pocos árboles, observó varias formas
oscuras moviéndose entre los cadáveres; era una piara de cerdos salvajes.
Uno estaba de espaldas, con el lomo muy alzado. Tenía las patas delanteras
sobre un cuerpo humano y la cabeza, inclinada, era invisible. El borde
cerdoso del espinazo se recortaba negro sobre el poniente rojo. El capitán
Madwell apartó los ojos y los fijó nuevamente sobre la cosa que antes
había sido su amigo.
El hombre que había padecido aquellas monstruosas mutilaciones se
encontraba vivo. A intervalos movía las piernas; gemía en cada
respiración. Miraba fijamente, sin expresión, el rostro de su amigo, y
gritaba si este lo tocaba. En su tremenda agonía había arañado el suelo
sobre el que yacía y entre los puños apretados tenía hojas, ramas y
tierra. No podía articular el habla, y resultaba imposible saber si era
sensible a otra cosa excepto su dolor. La expresión de su rostro era una
súplica. La de sus ojos, un profundo ruego. ¿De qué?

No había posible mala interpretación de aquella mirada. El capitán la
había visto demasiado a menudo en los ojos de aquellos cuyos labios
conservaban todavía la fuerza necesaria para formular la súplica de la
muerte. Consciente o inconscientemente, aquel retorcido resto de
humanidad, aquella representación suprema del más agudo dolor, aquel
híbrido de hombre y animal, aquel humilde, antiheroico Prometeo, imploraba
cualquier cosa, todo, el absoluto no ser, para el regalo del abandono, del
olvido. Aquella encarnación del sufrimiento dirigía su silente plegaria a
la tierra y al cielo, a los árboles, al hombre, a todo lo que alguna vez
tuvo forma en los sentidos o la consciencia.
¿Qué imploraba, entonces? Lo que concedemos incluso a la criatura más
miserable sin conciencia suficiente para pedirlo, y negamos sólo a los
desgraciados de nuestra propia raza: la bendición de la liberación, el
rito de la suprema compasión, el coup de grâce.
El capitán Madwell pronunció el nombre de su amigo. Lo repitió una y otra
vez, sin ningún efecto, hasta que la emoción le bloqueó el habla. Las
lágrimas le cegaron y salpicaron el lívido rostro situado bajo el suyo. No
veía nada más que una silueta desdibujada y móvil, pero los gemidos eran
cada vez más nítidos y a intervalos más breves los interrumpían agudos
gritos.
Se dio la vuelta, se golpeó la frente con el puño y se alejó a grandes
pasos. Los cerdos lo vieron, alzaron sus hocicos enrojecidos, lo miraron
un instante con desconfianza y con un malhumorado gruñido colectivo
echaron a correr y desaparecieron. Un caballo con una pata delantera
astillada por un obús levantó la cabeza del suelo y relinchó
lastimosamente. Madwell avanzó unos pasos, sacó su revólver y disparó
entre los dos ojos al pobre animal. Observó con interés su lucha con la
muerte, que contrariamente a lo que había supuesto, fue violenta y
prolongada; pero al final cayó inmóvil. Los tensos músculos de los belfos,
que habían descubierto los dientes en un horrible rictus, se relajaron; el
definido y nítido perfil adquirió una expresión de profunda paz y reposo.
Hacia el oeste, sobre la distante colina de escasa arboleda, la franja de
fuego del crepúsculo se consumía ya casi a sí misma. La luz palidecía
sobre los troncos de los árboles, tomando un gris débil; las sombras
cubrían sus copas como grandes pájaros oscuros allí posados. La noche se
acercaba y entre el capitán Madwell y el campamento se extendían
kilómetros y kilómetros de bosque hechizado. Sin embargo, todavía
permanecía allí, de pie junto al animal muerto, en apariencia fuera del
sentido de todo lo que le rodeaba. Tenía los ojos fijos en el suelo, a sus
pies; la mano izquierda le colgaba al costado y con la derecha todavía
sujetaba la pistola. Bruscamente levantó la cabeza, la volvió hacia su
amigo moribundo y se acercó rápidamente a él. Puso una rodilla en el
suelo, armó el revólver, colocó la boca del cañón sobre la frente del
hombre, apretó el gatillo. No hubo estampido. Había gastado su último
cartucho con el caballo.
El moribundo gimió y sus labios se movieron convulsivamente. De ellos
brotó una espuma con un tinte de sangre.
El capitán Madwell se puso en pie y sacó su espada de la vaina. Repasó su
filo con los dedos de la mano izquierda desde la empuñadura hasta la
punta. Luego la sustuvo en línea recta delante de él, como para probar sus
nervios. No hubo ningún temblor en la hoja de la espada; reflejaba un rayo
de luz desolada, firme y certero. Se inclinó y arrancó con la mano
izquierda la camisa del agonizante. Se levantó y colocó la punta de la
espada exactamente sobre su corazón. Esta vez no apartó los ojos. Agarró
la empuñadura de la espada con las dos manos y la empujó hacia dentro con
toda su fuerza y todo su peso. La hoja se hundió en el cuerpo del hombre y
después en la tierra a través de su cuerpo. El capitán Madwell estuvo a
punto de caer hacia delante, sobre el propio trabajo que acababa de hacer.
El moribundo alzó las rodillas, se llevó el brazo al pecho y aferró el
acero tan fuertemente que le blanquearon los nudillos de la mano. La
herida se ensanchó por el violento pero inútil esfuerzo de arrancar la
espada y un riachuelo de sangre brotó y corrió sinuosamente, deslizándose
sobre las ropas desordenadas. En aquel momento, tres hombres avanzaron en
silencio desde detrás del grupo de árboles bajos que habían ocultado su
llegada. Dos eran enfermeros y llevaban una camilla.
El tercero era el mayor Creede Halcrow.

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