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jueves, 16 de mayo de 2013

El caso de la esposa de mediana edad - Agatha Christie



El caso de la esposa de mediana edad




Agatha Christie





Cuatro gruñidos, una voz que preguntaba con tono de indignación por qué nadie podía dejar en paz su sombrero, un portazo y mister Packington salió para coger el tren de las ocho cuarenta y cinco con destino a la ciudad. Mrs. Packington se sentó a la mesa del desayuno. Su rostro estaba encendido y sus labios apretados, y la única razón de que no llorase era que, en el último momento, la ira había ocupado el lugar del dolor.
—No lo soportaré —dijo Mrs. Packington—. ¡No lo soportaré! —y permaneció por algunos momentos con gesto pensativo, para murmurar después—: ¡Mala pécora! ¡Gata hipócrita! ¡Cómo puede ser George tan loco!
La ira cedió, volvió el dolor. En los ojos de Mrs. Packington asomaron las lágrimas, que fueron deslizándose lentamente por sus mejillas de mediana edad.
—Es muy fácil decir que no lo soportaré. Pero ¿qué puedo hacer?
De pronto tuvo la sensación de encontrarse sola, desamparada, abandonada por completo. Tomó lentamente el diario de la mañana y leyó, no por primera vez, un anuncio inserto en la primera página:


—¡Absurdo! —se dijo Mrs. Packington—. Completamente absurdo —y luego añadió—. Después de todo, podría acercarme a ver...



Lo que explica por qué, a las once, Mrs. Packington, un poco nerviosa, era introducida en el despacho particular de mister Parker Pyne.
Como acabamos de decir, Mrs. Packington estaba nerviosa, pero, como quiera que fuera, una ojeada al aspecto de mister Parker Pyne bastó para darle una sensación de seguridad. Era un hombre corpulento, por no decir gordo. Tenía una cabeza calva de nobles proporciones, llevaba gafas de alta graduación y ojillos que parpadeaban.
—Tenga la bondad de sentarse —le dijo, y añadió para facilitarle la entrada en materia—. ¿Ha venido usted en respuesta a mi anuncio?
—Sí —contestó Mrs. Packington, y se calló.
—Y no es usted feliz —dijo mister Parker Pyne con un tono alegre en la voz—. Muy pocas personas son felices. Realmente, se quedaría usted sorprendida si supiera qué pocas personas lo son.
—¿De veras? —exclamó Mrs. Packington sin creer, no obstante, que importase gran cosa el hecho de que fuesen pocas o muchas aquellas personas.
—A usted esto no le interesa, ya lo sé —dijo mister Parker Pyne—, pero me interesa mucho a mí. Ya lo ve usted, he pasado treinta y cinco años de mi vida ocupado en la compilación de estadísticas en un despacho del gobierno. Ahora estoy retirado y se me ha ocurrido utilizar de un modo nuevo la experiencia adquirida. Es todo muy sencillo. La infelicidad puede ser clasificada en cinco grupos principales... ni uno más, se lo aseguro. Una vez conocida la causa de la enfermedad, el remedio no ha de ser imposible.
»Yo ocupo el lugar del médico. El médico empieza por diagnosticar la enfermedad del paciente y luego procede a recomendar el tratamiento. En algunos casos, no hay tratamiento posible. Si es así, digo francamente que no puedo hacer nada. Pero le aseguro a usted, Mrs. Packington, que si me encargo de un caso, la curación está prácticamente garantizada.
¿Sería posible? ¿Era todo aquello una sarta de tonterías o podía tener un fondo de verdad? Mrs. Packington le dirigió una mirada de esperanza.
—Vamos a diagnosticar su caso —dijo mister Parker Pyne sonriendo. Y recostándose en su sillón, unió las puntas de los dedos de una y otra mano—. El problema se refiere a su esposo. En términos generales, su vida de casados ha sido feliz. Su marido, por lo que veo, ha prosperado. Creo que el caso incluye a una señorita... quizás una señorita que trabaja en el despacho de su marido.
—Una secretaria —dijo Mrs. Packington—. Una detestable intrigante con los labios pintados y medias de seda y rizos —Las palabras habían salido de ella precipitadamente.
Mister Parker Pyne hizo una seña afirmativa con gesto apaciguador.
—No hay en realidad ningún mal en ello... ésa es la frase que emplea siempre su propio esposo, no lo dudo.
—Esas son sus propias palabras.
—¿Por qué, entonces, no ha de disfrutar de una pura amistad con esa señorita y proporcionar un poco de alegría, un poco de placer a su triste existencia? La pobre muchacha se divierte tan poco... Imagino que éstos son los sentimientos de su esposo.
Mrs. Packington hizo un vigoroso gesto afirmativo.
—¡Una farsa...! ¡Todo es una farsa! Se la lleva al río... A mí me gusta también ir al río, pero hace cinco o seis años que esto le estorbaba para jugar al golf. Pero por ella puede dejar el golf. A mí me gusta el teatro... George ha dicho siempre que está demasiado cansado para salir de noche. Ahora se la lleva a ella a bailar... ¡a bailar! Y vuelve a las tres de la madrugada. Yo... yo...
—¿Y sin duda, deplora el hecho de que las mujeres sean tan celosas, tan intensamente celosas, cuando no hay absolutamente causa alguna, en realidad, para los celos?
Mrs. Packington hizo otro gesto afirmativo.
—Ni más ni menos —y preguntó con viveza—: ¿Cómo sabe usted todo esto?
—Las estadísticas —contestó mister Parker Pyne sencillamente.
—Esto me hace tan desgraciada... —dijo Mrs. Packington—. Siempre he sido una buena esposa para George. He trabajado hasta desollarme los dedos desde los primeros tiempos. Le he ayudado a salir adelante. Nunca he mirado a ningún hombre. Su ropa está siempre zurcida. Come bien y la casa está bien administrada económicamente. Y ahora que hemos prosperado socialmente y podríamos disfrutar y salir un poco, y hacer todas las cosas que yo había esperado hacer algún día... ¡Bueno, me encuentro con esto! —y tragó saliva con dificultad.
Mister Parker Pyne afirmó con grave expresión:
—Le aseguro que comprendo su caso perfectamente.
—Y... ¿puede usted hacer algo? —preguntó ella casi en un murmullo.
—Ciertamente, mi querida señora. Hay una cura. Oh, sí, hay una cura.
—¿Y en qué consiste? —y esperó la contestación con los ojos muy abiertos.
Mister Parker Pyne habló con calma y firmeza.
—Se pondrá usted en mis manos y los honorarios serán doscientas guineas.
—¡Doscientas guineas!
—Exactamente. Usted puede pagarlas, Mrs. Packington. Las pagaría por una operación. La felicidad es tan importante corno la salud del cuerpo.
—¿Se las abono después, supongo?
—Al contrario —dijo mister Parker Pyne—. Me las abona por adelantado.
—Me parece que no veo el modo... —repuso ella levantándose.
—¿De cerrar un trato a ciegas? —dijo mister Parker Pyne animadamente—. Bien, quizás tiene usted razón. Es mucho dinero para arriesgarlo. Tiene que confiar en mí, ya comprende. Tiene que pagar y correr el riesgo. Éstas son mis condiciones.
—¡Doscientas guineas!
—Exactamente: doscientas guineas. Es una suma considerable. Bueno días, Mrs. Packington. Avíseme si cambia de opinión —y le estrechó la mano con una sonrisa imperturbable.
Cuando ella se hubo retirado, oprimió un botón que había sobre la mesa. Respondiendo a la llamada, entró una joven con gafas de aspecto antipático.
—Hágame el favor de traer una carpeta, miss Lemon. Y puede decirle a Claude que probablemente lo necesitaré pronto.
—¿Una nueva clienta?
—Una nueva clienta. De momento, ha retrocedido, pero volverá. Probablemente esta tarde, hacia las cuatro. Anótela.
—¿Modelo A?
—Modelo A, por supuesto. Es interesante ver como cada uno cree que su propio caso es único. Bien, bien, avise a Claude. Dígale que no se ponga demasiado exótico. Nada de perfumes y mejor que se haga cortar el pelo bien corto.



Eran las cuatro y cuarto cuando Mrs. Packington volvió a entrar en el despacho de mister Parker Pyne. Sacó un talonario, extendió un cheque y se lo entregó contra recibo.
—¿Y ahora? —dijo Mrs. Packington dirigiéndole una mirada de esperanza.
—Ahora —contestó mister Parker Pyne sonriendo—, volverá usted a su casa. Mañana, con el primer correo, recibirá determinadas instrucciones y me complacerá si las cumple puntualmente.
Mrs. Packington volvió a su casa en un estado de agradable expectación.



Mister Packington volvió a la defensiva, presto a defender su posición si se reanudaba la escena del desayuno. Pero vio con satisfacción que su esposa no parecía dispuesta a argumentar. La encontró raramente pensativa.
Mientras escuchaba la radio, George se preguntaba si esa querida niña, Nancy, le permitiría que le regalase un abrigo de pieles. Él sabía que era muy orgullosa y no quería ofenderla. No obstante, ella se había quejado del frío. Ese abrigo de mezclilla que llevaba era bien poca cosa: no bastaba para protegerla. Podría, quizás, proponérselo de un modo que ella no le diera importancia...
Tenían que salir pronto otra noche. Era un placer llevar a un restaurante de moda a una muchacha como aquella. Podía ver las miradas de envidia de los jóvenes. Era una chica extraordinariamente bonita. Y le gustaba a ella. Le había dicho que no le parecía apenas viejo.
Levantando la vista, tropezó con la mirada de su esposa. Repentinamente se sintió culpable, cosa que le molestaba. ¡Qué corta de alcances y qué suspicaz era María! ¡Cómo le regateaba las más ligeras satisfacciones!
Giró el interruptor de la radio y se fue a descansar.
A la mañana siguiente, Mrs Packington recibió dos cartas inesperadas. Una de ellas era un impreso en el que se confirmaba la hora dada para asistir a un célebre instituto de belleza. La segunda era una cita con un modisto. En una tercera carta, mister Parker Pyne solicitaba el placer de su compañía para almorzar aquel día en el Ritz.
Mister Packington mencionó la posibilidad de no venir a cenar a casa aquel día, pues tenía que ver a un individuo para tratar de negocios. Mrs. Packington se limitó a inclinar la cabeza con aire distraído y mister Packington salió felicitándose de haber sabido evitar la tormenta.



El especialista en belleza se mostró tajante. ¡Menuda negligencia! Pero, ¿por qué, madame? Debería haberse aplicado un tratamiento desde hacía algunos años. Sin embargo, no era demasiado tarde.
Le hicieron varias cosas en el rostro, que fue prensado y sometido al masaje y al vapor. Le aplicaron primero barro, luego varias cremas y finalmente polvos con otros tantos retoques.
Por último, le entregaron un espejo. «Creo que, efectivamente, parezco más joven», se dijo a sí misma.
La sesión con el modisto fue también emocionante. Salió de allí sintiéndose distinguida, elegante y a la última moda.
A la una y media, Mrs. Packington compareció en el Ritz. La esperaba mister Parker Pyne, impecablemente vestido y envuelto en una atmósfera apaciblemente tranquilizadora.
—Encantadora —le dijo, paseando una mirada experta por su figura, de pies a cabeza—. Me he aventurado a pedir para usted un White Lady.
Mrs. Packington, que no había contraído el hábito de tomar cócteles, no opuso resistencia. Mientras sorbía el excitante líquido con cautela, escuchó a su benévolo instructor.
—Su marido, Mrs. Packington, debe acostumbrarse a esperarla. ¿Entiende usted? A esperarla. Para ayudarla en este detalle, voy a presentarle a un joven amigo mío. Almorzará usted hoy con él.
En aquel momento se acercaba un joven que miraba a un lado y otro. Al descubrir a Mrs. Parker Pyne, fue hacia ellos con movimientos airosos.
—Mister Claude Lutrell. Mrs. Packington.
Mister Claude Lutrell no había cumplido, quizás, los treinta años. Era un joven de aspecto agradable y simpático, vestido a la perfección y sumamente guapo.
—Encantado de conocerla —murmuró.
Al cabo de tres minutos, Mrs. Packington se hallaba frente a su nuevo mentor en una mesa para dos.
Ella se mostró al principio algo vergonzosa, pero mister Lutrell no tardó en devolverle la serenidad. Conocía bien París y había pasado mucho tiempo en la Riviera. Le preguntó a Mrs. Packington si le gustaba bailar. Ella contestó que sí, pero que ahora rara vez bailaba pues a mister Packington no le gustaba salir por las noches.
—Pero no puede ser tan poco complaciente que la retenga a usted en casa —dijo Claude Lutrell, enseñando al sonreír una deslumbrante dentadura—. En estos tiempos, las mujeres no tienen porqué tolerar los celos masculinos.
Mrs. Packington estuvo a punto de decir que no se trataba de celos, pero no lo dijo. Después de todo, era una agradable idea.
Claude Lutrell habló alegremente de los clubes nocturnos. Quedó convenido que la noche siguiente asistirían al popular «Lesser Archangel». A Mrs. Packington le ponía un poco nerviosa la idea de anunciárselo a su esposo. Le parecía que George lo encontraría extraordinario y, posiblemente, ridículo. Pero quedó liberada de toda dificultad por esta causa. Había estado demasiado nerviosa para hablar de ello a la hora del desayuno y a las dos llegó por teléfono el mensaje de que mister Packington cenaría fuera de la ciudad.
La velada constituyó un gran éxito. Mrs. Packington había bailado muy bien cuando era una muchacha y, bajo la hábil dirección de Claude Lutrell, no tardó en coger el ritmo de los bailes modernos. Él la felicitó por su vestido y, asimismo, por su peinado. (Aquella mañana se le había preparado una sesión en una peluquería de moda.) Al despedirse de ella, le besó la mano del modo más expresivo. Hacía años que Mrs. Packington no había disfrutado de una velada como aquella.
Siguieron diez días desconcertantes. Mrs. Packington los pasó entre almuerzos, tés, tangos, comidas, bailes y cenas. Conoció todos los detalles de la triste niñez de Claude Lutrell. Se enteró de las lamentables circunstancias en que su padre había perdido todo su dinero. Oyó el relato de su trágica historia y de sus sentimientos de amargura hacia las mujeres en general.
Al undécimo día, asistieron a un baile del Red Admiral. Mrs. Packington vio allí a su marido antes de que éste se percatase de su presencia. George acompañaba a la señorita de su despacho. Ambas parejas estaban bailando.
—Hola, George —dijo Mrs. Packington con ligereza cuando el curso del baile los acercó.
Y se sintió muy divertida al ver cómo el rostro de su esposo se ponía rojo y luego púrpura de asombro. Con el asombro se mezclaba una expresión de culpa descubierta.
A Mrs. Packington le divertía sentirse dueña de la situación. ¡Pobre George! Sentada de nuevo a su mesa, los observó. ¡Qué gordo estaba, qué calvo, qué mal bailaba! Lo hacía a la manera de veinte años atrás. ¡Pobre George! ¡Quería ser joven a toda costa! Y esa pobre muchacha con la que bailaba tenía que fingir que lo hacía muy a gusto. Parecía estar muy aburrida, ahora que tenía la cara sobre su hombro y él no podía verla.
¡Cuánto más envidiable, pensó Mrs. Packington, era su propia situación! Miró al perfecto Claude, que tenía el tacto de guardar silencio. Qué bien la entendía. Nunca se ponía pesado... como inevitablemente lo hacen los maridos al cabo de unos cuantos años.
Volvió a mirarlo. Y sus miradas se encontraron. Él sonrió. Sus hermosos ojos oscuros, tan melancólicos, tan románticos, se fijaron tiernamente en los suyos.
Bailaron de nuevo. Fue un rato glorioso.
—¿Volvemos a bailar? —murmuró.
Ella se daba cuenta de que los seguía la mirada apoplética de George. Recordaba que la idea había sido poner celoso a George. ¡Cuánto tiempo hacía de eso! En realidad, no deseaba ahora que George sintiese celos. Esto podía trastornarlo. ¡Por qué habría de trastornar al pobre infeliz? Estaba todo el mundo tan contento...



Hacía una hora que mister Packington estaba en casa cuando llegó su esposa. Parecía desconcertado y poco seguro de sí mismo.
—Hum —observó—. O sea que ya estás de vuelta.
Mrs. Packington se quitó el abrigo de soirée que le había costado cuarenta guineas aquella misma mañana.
—Sí —contestó sonriendo—, estoy de vuelta.
George tosió y luego dijo:
—Ha sido curioso... que nos hayamos encontrado.
—¿Verdad que sí? —dijo Mrs. Packington.
—Yo... bueno, pensé que sería una obra de caridad llevar a esa chica a alguna parte. Ha tenido muchos disgustos en su casa. Pensé... bueno, ha sido por pura bondad, ya comprendes.
Mrs. Packington hizo un gesto afirmativo. Pobre George... trabándose y acalorándose y quedándose tan satisfecho de sí mismo.
—¿Quién era ese mono que te acompañaba? Yo no lo conozco, ¿verdad?
—Se llama Lutrell, Claude Lutrell.
—¿Cómo te has encontrado con él?
—Oh, alguien me lo presentó —dijo ella vagamente.
—Es un poco extraño, que salgas a bailar... a tu edad. No debes llamar la atención, querida.
Mrs. Packington sonrió. Se sentía demasiado bien dispuesta hacia el universo en general para darle la réplica adecuada.
—Un cambio es siempre bueno —dijo amablemente.
—Tienes que andarte con cuidado, ya comprendes. Van por ahí muchos holgazanes de ese género. Las mujeres de mediana edad se ponen a veces en situaciones espantosamente ridículas. Yo sólo te lo advierto, querida. No me gustaría algo que fuera impropio de ti.
—El ejercicio me parece muy beneficioso —dijo Mrs. Packington.
—Hum... desde luego.
—Y espero que tú también —dijo Mrs. Packington con tono bondadoso—. Lo que importa es estar contento, ¿no es verdad? Recuerdo que lo dijiste tú mismo una mañana a la hora del desayuno, hace unos diez días.
Su esposo le dirigió una viva mirada, pero sin sarcasmo en la expresión. Ella bostezó.
—Tengo que irme a la cama. A propósito, George, me he vuelto muy caprichosa últimamente. Van a llegar algunas facturas terribles. ¿Verdad que no te importa?
—¿Facturas?
—Sí. Dos modistos, y el masajista y el peluquero. He sido perversamente caprichosa... pero ya sé que a ti no te importa.
Y subió la escalera. Mister Packington se había quedado con la boca abierta. María se había mostrado maravillosamente amable en lo referente a su propia aventura nocturna, no había parecido darle la menor importancia. Pero era una lástima que se hubiese puesto de pronto a gastar dinero. María... ¡ese modelo de esposa ahorradora!
¡Las mujeres! Y George Packington movió la cabeza. Menudos enredos en que se habían metido últimamente los hermanos de esa muchacha. Bueno, a él le había complacido sacarlos del apuro. De todos modos, ¡maldita sea!, las cosas no iban tan bien en la City.
Con un suspiro, mister Packington empezó a subir también la escalera lentamente.



A veces, las palabras dejan de producir un efecto en el primer momento y se recuerdan más tarde. Así pues, hasta la mañana siguiente, algunas frases pronunciadas por mister Packington no penetraron verdaderamente en la conciencia de su esposa.
Tipos holgazanes, mujeres de mediana edad, situaciones espantosamente ridículas.
En el fondo, Mrs. Packington era valiente. Se sentó y miró las cosas cara a cara. Un gigoló. Ella había leído cosas sobre los gigolós en los diarios. Y también había leído cosas sobre las necedades de las mujeres de mediana edad.
¿Era Claude un gigoló? Así lo imaginaba. Pero a los gigolós se les paga y Claude pagaba siempre por ella. Cierto, aunque quien realmente pagaba era mister Parker Pyne, no Claude... O mejor dicho, todo salía de las doscientas guineas que ella le había entregado.
¿Sería ella acaso una tonta de mediana edad? ¿Estaría Claude Lutrell riéndose de ella a sus espaldas? Se le encendió el rostro al pensarlo.
Bueno, ¡qué importaba eso! Claude era un gigoló y ella era una tonta de mediana edad. Pensó que tendría que hacerle algún regalo, una pitillera de oro o algo por el estilo.
Un extraño impulso la obligó a salir y a visitar el establecimiento de Asprey. Allí eligió y pagó una pitillera. Tenía que almorzar con Claude en el Claridge.
Cuando estaban tomando el café, la sacó del bolso.
—Un pequeño presente —murmuró.
Él levantó la vista con el ceño fruncido.
—¿Para mí?
—Sí. Espero... espero que le guste.
Él cubrió la pitillera con la mano y la rechazó violentamente por encima de la mesa.
—¿Por qué me da esto? No lo aceptaré. Cójalo. ¡Cójalo, le digo! —Estaba enfadado. Sus ojos oscuros centelleaban.
—Lo siento —murmuró ella. Y se la guardó de nuevo en el bolso.
Aquel día el trato fue forzado.



A la mañana siguiente, él le dijo por teléfono:
—Necesito verla. ¿Puedo ir a su casa esta tarde?
Ella le dijo que fuese a las tres.
Él llegó muy pálido, muy tenso. De pronto, se puso de pie y se la quedó mirando.
—¿Qué es lo que se cree usted que soy? Esto es lo que he venido a preguntarle. Hemos sido amigos... ¿no es verdad? Pero, a pesar de ello, usted cree que soy... bueno, un gigoló, un individuo que vive a costa de las mujeres. Esto es lo que cree usted, ¿no es verdad?
—No, no.
Pero él rechazó esa protesta. Su rostro estaba ahora muy pálido.
—¡Esto es lo que realmente cree usted! Pues bien: es la verdad. Esto es lo que quería decirle. ¡Es la verdad! Tenía órdenes de pasearla a usted por ahí, de entretenerla, de cortejarla, de hacerle olvidar a su esposo... Éste es mi oficio. Un oficio despreciable, ¿no es verdad?
—¿Por qué me cuenta todo esto? —preguntó ella.
—Porque he terminado con este trabajo. No puedo continuarlo. Por lo menos, no con usted. Usted es diferente. Usted es la clase de mujer que podía inspirarme fe, confianza, adoración. Usted piensa que lo que estoy diciendo forma parte de mi papel —y se acercó más a ella—. Voy a demostrarle que no es así. Voy a retirarme... a causa de usted. Voy a convertirme en un hombre y a dejar de ser una criatura odiosa. Y voy a hacerlo a causa de usted.
Repentinamente, la tomó en sus brazos. Sus labios se cerraron sobre los de ella. Luego la soltó y se mantuvo apartado.
—Adiós. He sido una persona inútil... siempre. Pero prometo que ahora seré diferente. ¿Recuerda usted que una vez dijo que le gustaba leer los anuncios que ponían en los periódicos las personas en apuros? Cada aniversario de este día encontrará allí un mensaje mío diciéndole que la recuerdo y que me porto bien. Entonces sabrá usted todo lo que ha significado para mí. Y otra cosa: no he aceptado nada de usted. Pero deseo que usted acepte algo de mí —y se quitó del dedo un sencillo anillo de oro, un sello—. Era de mi madre. Quisiera que lo tuviese usted. Y ahora, adiós.
Y la dejó de pie, aturdida, con el anillo en la mano.



George Packington regresó a casa temprano. Encontró a su esposa de cara al fuego y con la mirada perdida. Ella le habló bondadosamente, pero con distracción.
—Escucha, María —le dijo de repente con voz insegura—. A propósito de esa muchacha...
—Di, querido.
—Yo... nunca quise trastornarte, ya comprendes. Con ella... nada de nada.
—Ya lo sé. Fue una tontería por mi parte. Sal con ella tanto como quieras, si eso te alegra.
Seguramente, esas palabras hubieran debido animar a George Packington. Lo extraño es que le disgustaron. ¿Cómo puede uno disfrutar de la compañía de una muchacha cuando la propia esposa le invita complaciente a que lo haga? ¡Al diablo con esa historia!, no sería decente. Aquella sensación de ser un pícaro, un hombre duro que juega con fuego, se esfumaba y moría ignominiosamente. George Packington se sintió de pronto fatigado y con la cartera mucho más ligera. Aquella muchacha sí que era una buena picara.
—Podríamos irnos los dos a alguna parte una temporadita si te apetece, María —le propuso tímidamente.
—Oh, no te preocupes por mí. Estoy perfectamente.
—Pero a mí me gustaría sacarte de aquí. Podríamos ir a la Riviera.
Mrs. Packington le sonrió a distancia.
Pobre George. Sentía afecto por él. Su situación era tan patética... En su vida no había el secreto esplendor que tenía la de ella. Le sonrió aún con mayor ternura.
—Eso sería delicioso, querido —le dijo.


Mister Parker Pyne estaba diciéndole a miss Lemon:
—¿A cuánto ascienden los gastos?
—A ciento dos libras, catorce chelines y seis peniques.
Alguien empujó la puerta y entró Claude Lutrell. Parecía algo melancólico.
—Buenos días, Claude —dijo mister Parker Pyne—. ¿Ha acabado todo satisfactoriamente?
—Eso creo.
—¿Y el anillo? ¿Qué nombre has puesto en él?
—Matilda —contestó Claude sombríamente—, 1899.
—Excelente. ¿Qué texto para el anuncio?
—«Me porto bien. Sigo recordando. Claude.»
—Haga el favor de tomar nota de esto, miss Lemon. La columna de los que están en apuros. Tres de noviembre, durante... Déjeme ver: gastos ciento dos libras, con catorce y seis. Sí, durante diez años, supongo. Esto nos deja un beneficio de noventa y dos libras, dos chelines y cuatro peniques. Está bien. Está perfectamente bien.
Miss Lemon se retiró.
—Oiga —exclamó Claude estallando—: Esto no me gusta. Es un juego sucio.
—¡Mi querido muchacho!
—Un juego sucio. Ésta es una mujer decente... una buena persona. Contarle todas estas mentiras... llenarla de esa literatura lacrimosa, ¡al diablo con todo! ¡Me da asco!
Mister Parker Pyne se ajustó las gafas y miró a Claude con una especie de interés científico.
—¡Pobre de mí! —dijo secamente—. No creo recordar que su conciencia le atormentase durante su... ¡ejem! notoria carrera. Sus casos en la Riviera fueron particularmente descarados y su explotación de Mrs. Hattie West, la esposa del rey californiano del cohombro, fue especialmente notable por el endurecido instinto mercenario de que hizo usted gala.
—Bien, empiezo a pensar de otra manera —refunfuñó Claude—. Este juego no es... limpio.
Mister Parker Pyne habló con el tono de un director de escuela que amonesta a su alumno favorito.
—Ha realizado usted, mi querido Claude, una acción meritoria. Ha dado a una mujer desgraciada lo que necesitan todas las mujeres: un sueño. Una mujer rompe una pasión a pedazos y no saca nada bueno de ella, pero un sueño puede guardarse en un armario, con espliego, y ser contemplado durante muchos años. Yo conozco la naturaleza humana, hijo mío, y puedo decirle que una mujer puede vivir mucho tiempo de un incidente de este tipo —y terminó, tras toser—: Hemos cumplido nuestro compromiso con Mrs. Packington de un modo muy satisfactorio.
—Bueno —murmuró Claude—, pero no me gusta —y abandonó la habitación.
Mister Parker Pyne tomó de un cajón una carpeta nueva y escribió: «Interesantes vestigios de conciencia visibles en un gigoló endurecido. Nota: Estudiar su desarrollo.»


La Máquina De Follar - Charles Bukowski




Charles Bukowski




Hacía mucho calor aquella noche en el Bar de Tony. Ni siquiera pensaba en follar. Sólo en beber cerveza fresca. Tony nos puso un par para mí y para Mike el Indio, y Mike sacó el dinero. Le dejé pagar la primera ronda. Tony lo echó en la caja registradora, aburrido, y miró alrededor... Había otros cinco o seis mirando sus cervezas. Imbéciles. Así que Tony se sentó con nosotros.
-¿qué hay de nuevo, Tony? -pregunté.
-es una mierda -dijo Tony.
-no hay nada nuevo.
-mierda -dijo Tony.
-ay, mierda -dijo Mike el Indio.
Bebimos las cervezas.
-¿qué piensas tú de la Luna? -pregunté a Tony.
-mierda -dijo Tony.
-sí -dijo Mike el Indio-, el que es un carapijo en la Tierra, es un carapijo en la Luna, qué mas dá.
-dicen que probablemente no haya vida en Marte -comenté.
-¿y qué coño importa? -preguntó Tony.
-ay, mierda -dije-. Dos cervezas más.
Tony las trajo, luego volvió a la caja con su dinero. Lo guardó. Volvió.
-mierda, vaya calor. Me gustaría estar más muerto que los antiguos.
-¿adónde crees tú que van los hombres cuando mueren, Tony?
-¿y qué coño importa?
-¿tú no crees en el Espíritu Humano?
-¡eso son cuentos!
-¿y qué piensas del Che, de Juana de Arco, de Billy el Niño, y de todos esos?
-cuentos, cuentos.
Bebimos las cervezas pensando en esto.
-bueno -dije-, voy a echar una meada.
Fui al retrete y allí, como siempre, estaba Petey el Búho.
La saqué y empecé a mear.
-vaya polla más pequeña que tienes -me dijo.
-cuando meo y cuando medito sí. Pero soy lo que tú llamas un tipo elástico. Cuando llega el momento, cada milímetro de ahora se convierte en seis.
-hombre, eso está muy bien, si es que no me engañas. Porque ahí veo por lo menos cinco centímetros.
-es sólo el capullo.
-te doy un dólar si me dejas chupártela.
-no es mucho.
-eso es más que el capullo. Seguro que no tienes más que eso.
-vete a la mierda, Petey.
-ya volverás cuando no te quede dinero para cerveza.
Volví a mi asiento.
-dos cervezas más -pedí.
Tony hizo la operación habitual. Luego volvió.
-vaya calor, voy a volverme loco -dijo.
-el calor te hace comprender precisamente cuál es tu verdadero yo -le expliqué a Tony.
-¡corta ya! ¿me estás llamando loco?
-la mayoría lo estamos. Pero permanece en secreto.
-sí, claro, suponiendo que tengas razón en esa chorrada, dime,
¿cuántos hombres cuerdos hay en la tierra? ¿hay alguno?
-unos cuantos.
-¿cuántos?
-¿de todos los millones que existen?
-sí, sí.
-bueno, yo diría que cinco o seis.
-¿cinco o seis? -dijo Mike el Indio-. ¡hombre no jodas!
-¿cómo sabes que estoy loco? Di -dijo Tony-. ¿cómo podemos funcionar si estamos locos?
-bueno, dado que estamos todos locos, hay sólo unos cuantos para controlarnos, demasiado pocos, así que nos dejan andar por ahí con nuestras locuras. De momento, es todo lo que pueden hacer. Yo en tiempos creía que los cuerdos podrían encontrar algún sitio donde vivir en el espacio exterior mientras nos destruían. Pero ahora sé que también los locos controlan el espacio.
-¿cómo lo sabes?
-porque ya plantaron la bandera norteamericana en la luna.
-¿y si los rusos hubieran plantado una bandera rusa en la luna?
-sería lo mismo -dije.
-¿entonces tú eres imparcial? -preguntó Tony.
-soy imparcial con todos los tipos de locura.
Silencio. Seguimos bebiendo. Tony también; empezó a servirse whisky con agua.
Podía; era el dueño.
-coño, qué calor hace -dijo Tony.
-mierda, sí -dijo Mike el Indio.
Entonces Tony empezó a hablar.
-locura -dijo- ¿y si os dijera que ahora mismo está pasando algo de auténtica locura?
-claro -dije.
-no, no, no... ¡quiero decir AQUI, en mi bar!
-¿sí?
-sí. Algo tan loco que a veces me da miedo.
-explícame eso, Tony -dije, siempre dispuesto a escuchar los cuentos de los otros.
Tony se acercó más.
-conozco a un tío que ha hecho una máquina de follar. No esas chorradas de las revistas de tías. Esas cosas que se ven en los anuncios.
Botellas de agua caliente con coños de carne de buey cambiables, todas esas chorradas. Este tipo lo ha conseguido de veras. Es un científico alemán, lo cogimos nosotros, quiero decir nuestro gobierno. Antes de que pudieran agarrarlo los rusos. No lo contéis por ahí.
-claro hombre, no te preocupes...
-von Brashlitz. El gobierno intentó hacerle trabajar en el ESPACIO. No hubo nada que hacer. Es un tipo muy listo, pero no tiene en la cabeza más que esa MAQUINA DE FOLLAR. Al mismo tiempo, se considera una especie de artista, a veces dice que es Miguel Angel... Le dieron una pensión de quinientos dólares al mes para que pudiera seguir lo bastante vivo para no acabar en un manicomio. Anduvieron vigilándole un tiempo, luego se aburrieron o se olvidaron de él, pero seguían mandándole los cheques, y de vez en cuando, una vez al mes o así, iba un agente y hablaba con él diez o veinte minutos,
Mandaba un informe diciendo que aún seguía loco y listo. Así que él andaba por ahí de un sitio a otro, con su gran baúl rojo hasta que, por fin, una noche,
Llega aquí y empieza a beber. Me cuenta que es sólo un viejo cansado, que necesita un lugar realmente tranquilo para hacer sus experimentos. Y le escondí aquí. Aquí vienen muchos locos, ya sabéis.
-sí -dije yo.
-luego, amigos, empezó a beber cada vez más, y acabó contándomelo.
Había hecho una mujer mecánica que podía darle a un hombre más gusto que ninguna mujer real de toda la historia... Además sin tampax, ni mierdas, ni discusiones.
-llevo toda la vida buscando una mujer así -dije yo.
Tony se echó a reír.
-y quién no. Yo creía que estaba chiflado, claro, hasta que una noche después de cerrar subí con él y sacó la MAQUINA DE FOLLAR del baúl rojo.
-¿y?
-fue como ir al cielo antes de morir.
-déjame que imagine el resto -le pedí.
-imagina.
-von Brashlitz y su MAQUINA DE FOLLAR están en este momento arriba, en esta misma casa.
-eso es -dijo Tony.
-¿cuánto?
-veinte billetes por sesión.
-¿veinte billetes por follarse una máquina?
-ese tipo ha superado a lo que nos creó, fuese lo que fuese. Ya lo verás.
-Petey el Búho me la chupa y me da un dólar.
-Petey el Búho no está mal, pero no es un invento que supere a los dioses.
Le di mis veinte.
-te advierto, Tony, que si se trata de una chifladura del calor,
Perderás a tu mejor cliente.
-como dijiste antes, todos estamos locos de todas formas. Puedes subir.
-de acuerdo -dije.
-vale -dijo Mike el Indio-. Aquí están mis veinte.
-os advierto que yo sólo me llevo el cincuenta por ciento. El resto es para von Brashlitz. Quinientos de pensión no es mucho con la inflación y los impuestos, y von B. Bebe cerveza como un loco.
-de acuerdo -dije-. Ya tienes los cuarenta. ¿dónde está esa inmortal MAQUINA DE FOLLAR?
Tony levantó una parte del mostrador y dijo:
-pasad por aquí. Tenéis que subir por la escalera del fondo. Cuando lleguéis llamáis y decís «nos manda Tony».
-¿en cualquier puerta?
-la puerta 69.
-vale -dije-, ¿qué más?
-listo -dijo Tony-, preparad las pelotas.
Encontramos la escalera. Subimos.
-Tony es capaz de todo por gastar una broma -dije.
Llegamos. Allí estaba: puerta 69.
Llamé:
-nos manda Tony.
-¡oh, pasen, pasen, caballeros!
Allí estaba aquel viejo chiflado con aire de palurdo, vaso de cerveza en la mano, gafas de cristal doble. Como en las viejas películas. Tenía visita al parecer, una tía joven, casi demasiado, parecía frágil y fuerte al mismo tiempo.
Cruzó las piernas, toda resplandeciente: rodillas de nylon, muslos de nylon, y esa zona pequeña donde terminan las largas medias y empieza justo esa chispa de carne. Era todo culo y tetas, piernas de nylon, risueños ojos de límpido azul...
-caballeros... Mi hija Tanya...
-¿qué?
-sí, ya lo sé, soy tan... Viejo... Pero igual que existe el mito del negro que está siempre empalmado, existe el de los sucios viejos alemanes que no paran de follar. Pueden creer lo que quieran. De todos modos, ésta es mi hija Tanya...
-hola, muchachos -dijo ella sonriendo.
Luego todos miramos hacia la puerta en que había ese letrero: SALA DE ALMACENAJE DE LA MAQUINA DE FOLLAR.
Terminó su cerveza.
-bueno... Supongo, muchachos, que venís a por el mejor POLVO de todos los tiempos...
-¡papaíto! -dijo Tanya-. ¿por qué tienes que ser siempre tan grosero?
Tanya recruzó las piernas, más arriba esta vez, y casi me corro.
Luego, el profesor terminó otra cerveza, se levantó y se acercó a la puerta del letrero SALA DE ALMACENAJE DE LA MAQUINA DE FOLLAR. Se volvió y nos sonrió. Luego, muy despacio, abrió la puerta. Entró y salió rodando aquel chisme que parecía una cama de hospital con ruedas.
El chisme estaba DESNUDO, una mesa de metal.
El profesor nos plantó aquel maldito traste delante y empezó a tararear una cancioncilla, probablemente algo alemán.
Una masa de metal con aquel agujero en el centro. El profesor tenía una lata de aceite en la mano, la metió en el agujero y empezó a echar sin parar de aquel aceite. Sin dejar de tararear aquella insensata canción alemana.
Y siguió un rato echando aceite hasta que por fin nos miró por encima del hombro y dijo: «bonita, ¿eh?». Luego, volvió a su tarea, a seguir bombeando aceite allí dentro.
Mike el Indio me miró, intentó reírse, dijo:
-maldita sea... ¡han vuelto a tomarnos el pelo!
-si -dije yo-, estoy como si llevara cinco años sin echar un polvo,
Pero tendría que estar loco para meter el pijo en ese montón de chatarra.
Von Brashlitz soltó una carcajada. Se acercó al armario de bebidas. Sacó otro quinto de cerveza, se sirvió un buen trago y se sentó frente a nosotros.
-cuando empezamos a saber en Alemania que estaba perdida la guerra, y empezó a estrecharse el cerco, hasta la batalla final de Berlín, comprendimos que la guerra había tomado un giro nuevo: la auténtica guerra pasó a ser entonces quién agarraba más científicos alemanes. Si Rusia conseguía la mayoría de los científicos o si los conseguía Norteamérica... Los que más consiguieran serían los primeros en llegar a la Luna, los primeros en llegar a Marte... Los primeros en todo. En fin, el resultado exacto no lo sé...
Numéricamente o en términos de energía cerebral científica. Sólo sé que los norteamericanos me cogieron primero, me agarraron, me metieron en un coche, me dieron un trago, me pusieron una pistola en la sien, hicieron promesas,
Hablaron y hablaron. Yo lo firmé todo...
-todas esas consideraciones históricas me parecen muy bien -dije yo-.
Pero no voy a meter la polla, mi pobrecita polla, en ese cacharro de acero o de lo que sea. Hitler debía ser realmente un loco para confiar en usted.
¡ojalá le hubieran echado el guante los rusos! ¡yo lo que quiero es que me devuelvan mis veinte dólares!
Von Brashlitz se echó a reír.
-jiii jiii jiii ji... Es sólo mi bromita de siempre. Jiii jiii jiii ji!
Metió otra vez el cacharro en el cuartito. Cerró la puerta.
-¡ay, ji jiii ji! -bebió otro trago de schnaps.
Luego se sirvió más. Lo liquidó.
-caballeros, ¡yo soy un artista y un inventor! Mi MAQUINA DE FOLLAR es en realidad mi hija, Tanya...
-¿más chistecitos, von? -pregunté.
-¡no es ningún chiste! ¡Tanya! ¡ponte en el regazo de este caballero!
Tanya soltó una carcajada, se levantó, se acercó, y se sentó en mi regazo.
¿Una MAQUINA DE FOLLAR? ¡no podía serlo! Su piel era piel, o lo parecía, y su lengua cuando entró en mi boca al besarnos, no era mecánica... Cada movimiento era distinto, y respondía a los míos.
Me lancé inmediatamente, le arranqué la blusa, le metí mano en las bragas,
Hacía años que no estaba tan caliente; luego nos enredamos; de algún modo acabamos de pie... Y la entré de pie, tirándole de aquel pelo largo y rubio,
Echándole la cabeza hacia atrás, luego bajando, separándole las nalgas y acariciándole el ojo del culo mientras le atizaba, y se corrió... La sentí estremecerse, palpitar, y me corrí también.
¡nunca había echado polvo mejor!
Tanya se fue al baño, se limpió y se duchó, y volvió a vestirse para Mike el Indio. Supuse.
-el mayor invento de la especie humana -dijo muy serio von Brashlitz.
Tenía toda la razón.
Por fin Tanya salió y se sentó en mi regazo.
-¡NO! ¡NO! ¡TANYA! ¡AHORA LE TOCA AL OTRO! ¡CON ESE ACABAS DE FOLLAR!
Ella parecía no oír, y era extraño, incluso en una MAQUINA DE FOLLAR, porque yo nunca había sido muy buen amante, la verdad.
-¿me amas? -preguntó.
-sí.
-te amo, y soy muy feliz. Y... Teóricamente no estoy viva. Ya lo sabes, ¿verdad?
-te amo, Tanya, eso es lo único que sé.
-¡cago en tal! -chilló el viejo-. ¡esta JODIDA MAQUINA!
Se acercó a la caja barnizada en que estaba escrita la palabra TANYA a un lado. Salían unos pequeños cables; había marcadores y agujas que temblequeaban, y varios indicadores, luces que se apagaban y se encendían,
Chismes que tictaqueaban... Von B. Era el macarra más loco que había visto en mi vida. Empezó a hurgar en los marcadores, luego miró a Tanya:
-¡25 AÑOS! ¡toda una vida casi para construirte! ¡tuve que esconderte incluso de HITLER! Y ahora... ¡pretendes convertirte en una simple y vulgar puta!
-no tengo veinticinco -dijo Tanya-. Tengo veinticuatro.
-¿lo ves? ¿lo ves? ¡como una zorra normal y corriente!
Volvió a sus marcadores.
-te has puesto un carmín distinto -dije a Tanya.
-¿te gusta?
-¡oh, sí!
Se inclinó y me besó.
Von B. Seguía con sus marcadores. Tenía el presentimiento de que ganaría él.
Von Brashlitz se volvió a Mike el Indio:
-no se preocupe, confíe en mí, no es más que una pequeña avería. Lo arreglaré en un momento.
-eso espero -dijo Mike el Indio-. Se me ha puesto en treinta y cinco centímetros esperando y he pagado veinte dólares.
-te amo -me dijo Tanya-. No volveré a follar con ningún otro hombre.
Si puedo tenerte a ti, no quiero a nadie más.
- te perdonaré Tanya, hagas lo que hagas.
El profe estaba corridísimo. Seguía con los cables pero nada lograba.
-¡TANYA! ¡AHORA TE TOCA FOLLAR CON EL OTRO! Estoy... Cansándome ya...
Tengo que echar otro traguito de aguardiente... Dormir un poco... Tanya...
-oh -dijo Tanya- ¡este jodido viejo! ¡tú y tus traguitos, y luego te pasas la noche mordisqueándome las tetas y no puedo dormir! ¡ni siquiera eres capaz de conseguir un empalme decente! ¡eres asqueroso!
-¿COMO?
-¡DIJE «QUE NI SIQUIERA ERES CAPAZ DE CONSEGUIR UN EMPALME DECENTE»!
-¡esto lo pagarás Tanya! ¡eres creación mía, no yo creación tuya!
Seguía hurgando en sus mágicos marcadores. Quiero decir, en la máquina. Estaba fuera de sí, pero se veía claramente que la rabia le daba una clarividencia que le hacía superarse.
-es sólo un momento, caballero -dijo dirigiéndose a Mike-. ¡sólo tengo que ajustar los cuadros electrónicos! ¡un momento! ¡vale! ¡ya está!
Entonces se levantó de un salto. Aquel tipo al que habían salvado de los rusos.
Miró a Mike el Indio.
-¡ya está arreglado! ¡la máquina está en orden! ¡a divertirse caballero!
Luego, se acercó a su botella de aguardiente, se sirvió otro pelotazo y se sentó a observar.
Tanya se levantó de mi regazo y se acercó a Mike el Indio. Vi que Tanya y Mike el Indio se abrazaban.
Tanya le bajó la cremallera. Le sacó la polla, ¡menuda polla tenía el tío!
Había dicho treinta y cinco centímetros, pero parecían por lo menos cincuenta.
Luego Tanya rodeó con las manos la polla de Mike.
Él gemía de gozo.
Luego la arrancó de cuajo. La tiró a un lado.
Vi el chisme rodar por la alfombra como una disparatada salchicha, dejando tristes regueruelos de sangre. Fue a dar contra la pared. Allí se quedó como algo con cabeza pero sin piernas y sin lugar alguno a donde ir... Lo cual era bastante cierto.
Luego, allá fueron las BOLAS volando por el aire. Una visión saltarina y pesada. Simplemente aterrizaron en el centro de la alfombra y no supieron qué hacer más que sangrar.
Así que sangraron.
Von Brashlitz, el héroe de la invasión rusonorteamericana, miró ásperamente lo que quedaba de Mike el Indio, mi viejo camarada de sople, rojo rojo allá en el suelo, manando por su centro... Von B. Se dio el piro, escaleras abajo...
La habitación 69 había hecho de todo salvo aquello.
Luego le pregunté a ella:
-Tanya, habrá problemas aquí muy pronto. ¿por qué no dedicamos el número de la habitación a nuestro amor?
-¡como quieras, amor mío!
Lo hicimos, justo a tiempo; y luego entraron aquellos idiotas.
Uno de aquellos enterados declaró entonces muerto a Mike el Indio.
Y como von B. Era una especie de producto del gobierno norteamericano, en seguida se llenó aquello de gente, varios funcionarios de mierda de diversos tipos, bomberos, periodistas, la pasma, el inventor, la CIA, el FBI y otras diversas formas de basura humana.
Tanya vino y se sentó en mi regazo.
-ahora me matarán. Procura no entristecerte, por favor.
No contesté.
Luego von Brashlitz se puso a chillar, apuntando a Tanya:
-¡SE LO ASEGURO, CABALLEROS, ELLA NO TIENE NINGUN SENTIMIENTO!
¡CONSEGUI QUE HITLER NO LA AGARRASE! ¡se lo aseguro, no es más que una MAQUINA!
Todos se limitaron a quedarse allí mirándole. Nadie le creía.
Era ni más ni menos la máquina más bella, la mujer por así decirlo, que habían visto en su vida.
-¡maldita sea! ¡majaderos! Toda mujer es una máquina de follar, ¿es que no se dan cuenta? ¡apuestan al mejor caballo! ¡EL AMOR NO EXISTE! ¡ES UN ESPEJISMO DE CUENTO DE HADAS COMO LOS REYES MAGOS!
Aun así no le creían.
-¡ESTO es sólo una máquina! ¡no tengan ningún MIEDO! ¡MIREN!
Von Brashlitz agarró uno de los brazos de Tanya.
Lo arrancó de cuajo del cuerpo.
Y dentro, dentro del agujero del hombro, se veía claramente, no había más que cables y tubos, cosas enroscadas y entrelazadas, además de cierta sustancia secundaria que recordaba vagamente la sangre.
Y yo vi a Tanya allí de pie con aquellos alambres enroscados colgándole del hombro donde antes tenía el brazo. Me miró:
-¡por favor, hazlo por mí! Recuerda que te pedí que no te pusieras triste.
Vi como se echaban sobre ella, como la destrozaban y la violaban y la mutilaban.
No pude evitarlo. Apoyé la cabeza en las rodillas y me eché a llorar...

Mike el Indio nunca llegó a cobrarse sus veinte dólares.

Pasaron unos meses. No volví al bar. Hubo juicio, pero el gobierno eximió de toda culpa a von B. Y a su máquina. Me trasladé a otra ciudad. Lejos. Y un día estaba sentado en la peluquería y cogí una revista pornográfica. Había un anuncio:
«¡Hinche su propia muñequita! Veintinueve dólares noventa y cinco.
Goma resistente, muy duradera. Cadenas y látigos incluidos en el lote.
Un bikini, sostén, bragas, dos pelucas, barra de labios y un tarrito de poción de amor incluidos. Von Brashlitz Co.».
Envié un pedido. A un apartado de Massachusetts. También él se había trasladado.
El paquete llegó al cabo de unas tres semanas. Fue bastante embarazoso porque yo no tenía bomba de bicicleta, y me puse muy caliente cuando saqué todo aquello del paquete. Tuve que bajar a la gasolinera de la esquina y utilizar la bomba de aire.
Hinchada tenía mejor pinta. Grandes tetas, un culo. Inmenso.
-¿qué es eso que tiene ahí, amigo? -me preguntó el de la gasolinera.
-oiga, oiga, yo le he pedido prestado un poco de aire. Soy un buen cliente, ¿no?
-bueno, bueno, puede coger el aire. Pero es que no puedo evitar la curiosidad... ¿qué tiene ahí?
-¡vamos, déjeme en paz! -dije.
-¡DIOS MIO! ¡que TETAS! ¡mire, mire!
-¡ya las veo, imbécil!
Le dejé con la lengua fuera, me eché el chisme al hombro y volví a casa. Me metí en el dormitorio.
Aún estaba por plantearse la gran cuestión...
Abrí las piernas buscando algún tipo de abertura.
Von B. No lo había hecho mal del todo.
Me eché encima y empecé a besar aquella boca de goma. De cuando en cuando echaba mano a una de las gigantescas tetas de goma y la chupaba. Le había puesto una peluca amarilla y me había frotado con la poción de amor toda la polla. No hizo falta mucha poción de amor, con la del tarro habría para un año.
La besé apasionadamente detrás de las orejas, le metí el dedo en el culo y le di sin parar. Luego la dejé, di un salto, le encadené los brazos a la espalda,
Con el candadito y la llave, y le azoté el culo de lo lindo con los látigos.
¡dios mío, voy a volverme loco! Pensé.
Después de azotarla bien, volví a metérsela. Follé y follé. Era más bien aburrido, la verdad. Imaginé perros follando con gatas; imaginé dos personas follando en el aire mientras caían de un rascacielos. Imaginé un coño grande como un pulpo, reptando hacia mí, apestoso, anhelante de orgasmo. Recordé todas las bragas, rodillas, piernas, tetas y coños que había visto. La goma sudaba; yo sudaba.
-¡te amo, querida! -susurré jadeante en sus oídos de goma.
Me fastidia admitirlo, pero me obligué a eyacular en aquella sarnosa masa de goma. No se parecía en nada a Tanya.
Cogí una navaja de afeitar y destrocé el artefacto. Lo tiré donde las latas vacías de cerveza.
¿cuántos hombres compran esos chismes absurdos en Norteamérica?
¿no pasas ante medio centenar de máquinas de joder si das una vuelta por cualquier calle céntrica de una gran ciudad de Norteamérica? Con la única diferencia de que éstas pretenden ser mujeres.
Pobre Mike el Indio, con su polla muerta de cincuenta centímetros.
Todos los pobres mikes. Todos los que escalan el Espacio. Todas las putas de Vietnam y Washington.
Pobre Tanya, con su vientre que había sido el vientre de un cerdo. Sus venas que habían sido las venas de un perro. Apenas cagaba o meaba, follar, sólo follaba (corazón, voz y lengua prestados por otros). Por entonces, sólo debían haber hecho unos diecisiete transplantes de órganos. Von B. Iba muy por delante de todos.
Pobre Tanya, qué poco había comido la pobre... Básicamente queso barato y uvas pasas. Nunca había deseado dinero ni propiedades ni grandes coches nuevos, ni casas supercaras. Jamás había leído el diario de la tarde. No deseaba en absoluto una televisión en color, ni sombreros nuevos, ni botas de lluvia, ni charlas de patio con mujeres idiotas; jamás había querido un marido médico, o corredor de bolsa, o miembro del Congreso o policía.
Y el tipo de la gasolinera sigue preguntándome:
-oiga, ¿qué fue de aquello que trajo a hinchar aquel día?
Pero ya no me lo preguntará más. Voy a echar gasolina en otro sitio. Y no volveré tampoco a la barbería donde vi la revista del anuncio de la muñeca de goma de von B. Voy a intentar olvidarlo todo.
¿no harías tu lo mismo?

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