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jueves, 26 de junio de 2008

Edmond Hamilton __ EL CREPUSCULO DE LOS DIOSES

Edmond Hamilton
EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES


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Un salto en el tiempo, de haber perdido la memoria, no se conforma con su "identidad ofrecida, siendo niño, y lo unico que quiere hacer, es saber quien es, de donde viene, y que futuro, le tiene preparado la vida, espera cualquier cosa, encontrar a los suyos; hasta que se encuentra en un sitio llamado Valhala, en donde los dioses vikingos, estan esperando, si esperando, pero ¿a quien esperan? Odin, Thor,Loky...; entre tantos otros, y se acerca la hora:...........



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El obsesionante misterio que me había oprimido durante ocho largos años, había
terminado por volverse intolerable. Aquella mañana de junio en Nueva York, tomé una
decisión. Una vez más, debía intentar resolver la obscura incógnita de mi vida.
Como sabía que Laughlin, mi jefe y mi mejor amigo, trataría de convencerme de lo
contrario, empecé por comprar el billete de avión. Luego fui a la oficina y se lo dije.
Parecía inquieto.
—¿Vas a volver a Noruega? ¡Yo no lo haría, Eric!
—¡Tengo que saberlo! —dije—. ¡Tengo que saber quién soy!
—Eres Eric Wolverson —me dijo—. Déjalo así.
Meneé la cabeza.
—No puedo. Sé que ése no es mi verdadero nombre, es el nombre que me dieron.
Seguí hablando de prisa:
—Tiene que haber alguna clave de mi identidad en esas montañas del norte de
Noruega donde me encontraron. En algún lugar debo tener una familia, amigos, un
pasado auténtico.
—Me dijiste que durante el año que pasaste en ese pueblo no pudiste hallar nada —
me recordó.
—Me desanimé demasiado pronto —murmuré—. Esta vez seguiré buscando.
Me miró atentamente.
—Eric, ¿y la gente de allá? ¿Habrán olvidado la desconfianza supersticiosa que sentían
ante ti?
Sabía muy bien que no la habrían olvidado. Todavía oía a los niños y a los ancianos
murmurando «Troll!» cuando yo pasaba por la aldea rodeada de montañas llenas de
pinos.
La mayoría de los noruegos, aun en las zonas más alejadas, son demasiado bien
educados para abrigar antiguas supersticiones. Pero algo había hecho que se
volvieran en contra de mí. Sólo los más ignorantes habían proclamado en voz alta el
miedo que sentían, pero (con la excepción de mis padres adoptivos) yo no gustaba a
nadie.
—No me importa —dije torvamente—. Esta vez me quedaré allí hasta que descubra
quién soy.
Laughlin desistió de su intento de persuadirme.
—En realidad no te culpo, Eric. Debe ser horrible eso de no poder recordar tu propio
pasado.
Puso una mano en mi hombro.
—Pero si fracasas, y temo que sea así, prométeme que volverás a Nueva York.
Nos despedimos. Doce horas después yo estaba en un «Constellation» que volaba
hacia el Este, en la noche, dirigiéndose a mi país.
¿Mi país? ¿Cómo podía saber siquiera que Noruega era mi país? Todo lo que sabía, todo lo
que se podía saber, era que me habían encontrado allí, hacía ocho años.
Me habían hallado unos cazadores en los salvajes y montañosos bosques del norte. Un
hombre de unos treinta años, alto y fuerte, que vagabundeaba, casi desnudo a pesar
del intenso frío y era tan ignorante como un niño.
No sabía nada, ni siquiera mi nombre. Me habían llevado a Stortfors, su pueblo. Y allí
los Wolverson, esa bondadosa pareja de ancianos cuyo nombre llevaba yo ahora, me
habían recogido.
Gradualmente, había recuperado las fuerzas, pero no recuperé la memoria. Sufría una
amnesia total.
Los Wolverson me cuidaron con una bondad que no olvidaré jamás. Me vistieron, me
proporcionaron un refugio y me enseñaron pacientemente todo lo necesario para la vida:
el lenguaje, los hábitos civilizados, las costumbres de la aldea.
Pocos meses después yo era, en apariencia, un hombre normal. Era más rubio y más
alto que los rubios y altos noruegos, pero me parecía mucho a ellos. Y, sin
embargo, no me aceptaban.
Creo que, al principio, se mantenían a distancia porque yo seguía siendo un misterio.
Durante esos meses la policía había investigado, sin encontrar ninguna pista de mi
identidad. Nadie denunció la desaparición de una persona parecida a mí. Hicieron
circular fotos mías, pero nadie me reconoció.
Yo no tenía ropas ni efectos personales. Mis dientes eran perfectos, de modo que
ningún dentista podía identificarme. En mi cuerpo había viejas cicatrices que parecían
heridas de guerra, pero el ejército no tenía mis impresiones digitales.
La policía se dio por vencida y me inscribió como Eric Wolverson, pasado desconocido.
Pero la gente de Stortfors no me aceptó como uno de los suyos.
Los pocos ignorantes que había entre ellos murmuraban acerca de mí y aludían a
supersticiones casi olvidadas. Las viejas que pretendían tener doble visión afirmaban
que yo no era enteramente humano, sino un gnomo disfrazado de hombre.
Lo soporté en silencio, pero me sirvió de acicate para investigar acerca de mi
identidad. Recorrí aldeas y granjas solitarias, en la esperanza de que alguien me
reconocería y me llamaría por mi nombre. Pero no fue así y la gente de Stortfors
siguió manteniéndose apartada de mí.
Lo soporté hasta que los Wolverson murieron. El fallecimiento de la anciana pareja que
me había ayudado significó la pérdida de mis únicos amigos. Las sospechas y las
murmuraciones de la aldea, la prolongada soledad, se me hicieron insoportables. Dejé
Noruega y vine a Estados Unidos.
En la gran metrópoli que mi avión estaba dejando atrás había trabajado durante siete
años para crearme una nueva vida. Había tratado de alejar de mi mente el misterio de
mi pasado y las cavilaciones en torno a él.
Quizás habría tenido éxito si no hubiera sido por el sueño. El sueño que había venido
a mí por primera vez años atrás, en la casita de los Wolverson, y que me había
hecho salir de la cama sudando y gritando en voz alta. El sueño que había seguido
viniendo, cada vez con más fuerza, desde entonces.
Era demasiado para mí. Sentí que el misterio y el sueño terminarían por destruir mi
mente y que mi única posibilidad estribaba en resolver el enigma de mi origen de una
vez por todas.
Ahora, ocho años después, volvía en busca de la solución. Y si fracasaba...
La azafata interrumpió mis meditaciones, deteniéndose junto a mi asiento.
—Llegaremos a Oslo antes de medianoche, señor Wolverson —me dijo.
Le pregunté acerca de las posibles conexiones y me enteré de que podría tomar un
vuelo local que me dejaría a cien millas de Stortfors.
El sol se puso y el enorme avión vibró en el crepúsculo sobre la interminable planicie
brumosa del océano.
Después de unas horas, el cansancio y la monotonía del vuelo nocturno hicieron que me
quedara dormido.
Y entonces, llegó el sueño..., claro, más real, ¡más abrumador que nunca!
Comenzó con la misma voz y las mismas palabras de siempre; la misma voz burlona
y metálica, las mismas palabras sarcásticas:
«¡No volverás a cabalgar del Muspelheim a Asgard! ¡No volverás a cabalgar!»
En mi sueño, yo conocía y odiaba ese rostro. Y conocía y odiaba —sí, ¡y temía!— a
las dos criaturas monstruosas e inhumanas que se agazapaban junto a su amo y me
amenazaban.
Luego, en la neblina que había detrás de ellos, vi la otra cara que rondaba mis
sueños. El rostro moreno y bello de una chica, enmarcado por cabellos del color de la
medianoche, cuyos ojos soñolientos estaban ahora muy abiertos porque sentía temor
por mí.
El odio que sentía por quien me atormentaba y sus dos monstruosos compañeros
hizo que me lanzara hacia adelante. Entonces el peso de un enorme animal peludo me
aplastó y unas poderosas fauces aferraron mi garganta.
A través de la niebla del sueño, oí el grito de la muchacha:
«¡Loki! ¡Loki! ¡No!»
Luché como un loco..., y súbitamente me desperté. Una mano sacudía mi hombro.
Era la azafata, que me miraba ansiosamente. El avión seguía rugiendo en la noche.
—¡Me pareció que tenía una pesadilla, señor!
—Sí, una pesadilla —conseguí decir, secando el sudor de mi frente.
Me miró con una expresión extraña y luego dijo:
—Ya hemos llegado a la costa, señor. Estaremos en Oslo dentro de una hora.
Estaba muy conmovido. Era el mismo sueño de siempre, pero nunca había sido tan
vívido y real.
¿Qué significado tenía? ¿Qué significado podía tener? Mil veces me había hecho la
misma pregunta.
«¡No volverás a cabalgar de Muspelheim a Asgard!»
Ya hacía mucho, mucho tiempo que había descubierto que esos nombres pertenecían a
la antigua mitología escandinava.
Asgard era el hogar de los aesir, los grandes dioses escandinavos de la antigüedad. Los
vikingos del pasado juraban por Odín, rey de los aesir, y por sus guerreros, Thor, el del
Martillo, y Tyr, el de la Espada.
También Muspelheim era nombrada en los antiguos mitos; supuestamente, era el
extraño reino de brujerías regido por Surtr.
Y ese grito frenético: «¡Loki, no!»
Loki era el demonio de la antigua mitología escandinava, guapo y malvado, que se había
vuelto contra los aesir y se había unido a sus enemigos.
Pero ¿por qué sueño una y otra vez con esos antiguos mitos?
Una y otra vez me había hecho esa pregunta. Y sin poder hallar nunca una
explicación.
Pero de algún modo, mientras el avión zumbaba sobre las obscuras y desoladas
montañas de Noruega, tuve la insólita sensación de que la explicación estaba cerca,
finalmente. De que allá en el norte, aguardándome, estaba la respuesta a los misterios
paralelos de mi sueño y mi pasado.
Descubrí que nada había cambiado en Stortfors. La aldea, compuesta por casitas de
madera amontonadas en el estrecho valle, estaba igual que cuando la había dejado,
siete años antes.
Tampoco sus habitantes habían cambiado y no me habían olvidado. Me reconocieron
cuando recorrí la pequeña calle. La mayoría de ellos me habló, pero con la misma
reserva y las mismas miradas sospechosas de antes.
Unos pequeñines que jugaban en una esquina me lanzaron miradas amistosas hasta que
un chico mayor les susurró algo:
—¡Eric Wolverson! —oí. Y luego, en un murmullo—: ¡Gnomo!
No, pensé amargamente. Nada ha cambiado en Stortfors.
Pero esta vez, me dije, no permitiré que la aversión y la superstición ignorante me
arrojen de aquí antes de haber encontrado la solución de mi enigma.
Me instalé en la casa de mis fallecidos padres adoptivos. Una anciana viuda a quien
había dado mi autorización para que viviera allí, estaba aún en la casa, pero se marchó
una hora después de mi llegada.
En las semanas siguientes estuve demasiado atareado para preocuparme por los
aldeanos. Había resuelto visitar todas las granjas y todos los pueblos en cien
millas a la redonda, hasta encontrar a alguien que me reconociera.
No encontré a nadie. Era lo mismo que antes. Por lo que la gente sabía, yo podía
haber caído del cielo.
Mis esperanzas, que habían sido muy grandes, se iban debilitando día a día. Y entonces,
sucedió una cosa que me lanzó por un nuevo y extraño camino.
Volvía hacia Stortfors, bastante fatigado, en medio del suave crepúsculo nórdico, después
de un día de investigaciones inútiles. Al pasar por la stavekirk me di un encontronazo
con una vieja que salía de la iglesia.
Me reconoció, dio un chillido de miedo y apresuradamente hizo un antiguo signo
campesino contra el mal.
Aquello me hirió y le dije, enfadado:
—¿Por qué los tontos supersticiosos como usted me tratan así?
La vieja me respondió con voz chillona:
—¡Porque a la gente no le gusta tu aspecto, Eric Wolverson! ¡Eres grande, alto y fuerte,
pero no eres como los otros hombres!
Meneó la cabeza con aire de saber lo que se decía.
—Los gnomos y los mutantes existen, a pesar de lo que digan los jóvenes. Y a ti te
encontraron demasiado cerca de la colina de Runestone para que resultes agradable a los
viejos.
—¿La colina de Runestone? —repetí—. Nunca oí hablar de ella.
—¡No es fácil que la gente hable de ese sitio contigo! —respondió, chascando la
lengua.
Se marchó apresuradamente en la obscuridad, dejándome allí, inmóvil, sintiendo una
extraña emoción.
El nombre «colina de Runestone» me había parecido familiar durante un momento, un
segundo apenas. Como si un fragmento de la memoria perdida hubiese vuelto.
Frenéticamente traté de recuperar ese recuerdo que se me escapaba. Pero, fuera lo
que fuese, había desaparecido.
Esa noche me sentí lleno de nuevas esperanzas. Por primera vez, un nombre me
había traído un recuerdo vago y pasajero. Resolví explorar la colina de Runestone.
Quizá allí recordaría algo más.
Al día siguiente me encontraba en medio de las colinas desiertas y cubiertas de pinos.
Cuando llegué al lugar donde me habían encontrado los cazadores, ocho años antes, era
mediodía.
Miré ansioso las colinas que me rodeaban. Estaban cubiertas por ejércitos de pinos
obscuros; aquí y allá, algún abedul o algún tilo se mezclaban con ellos, cubriendo las
laderas. Noté que había una colina cuya cumbre estaba desnuda; decidí explorarla en
primer lugar.
Era la colina que buscaba.
Lo supe en el momento que llegué a la cumbre, desnuda y cubierta de hierba, y vi el
gran círculo de enormes piedras antiguas que coronaban su cresta.
Había doce piedras. Eran unos enormes bloques oblongos, semiderruidos a causa de la
antigüedad y profundamente enterrados. Algunos se inclinaban, como si estuvieran
borrachos; otros aún se mantenían rígidamente erguidos.
Los examiné, intrigado. En la cara interna de cada bloque había una inscripción grabada
en los caracteres rúnicos del escandinavo antiguo. Reconocí los signos, aunque no era
capaz de leerlos.
Me dirigí al centro del círculo de treinta pies de diámetro, que formaban las piedras
rúnicas. E, inmediatamente, un recuerdo confuso y terrible se me presentó.
—¡Yo ya he estado aquí! Recuerdo que...
Pero esa aterradora sensación de familiaridad se fue con tanta rapidez como había
llegado. No recordaba nada.
Era enloquecedor sentirse al borde del recuerdo, de la solución del enigma de mi vida y
no ser capaz de cruzarlo.
Durante horas, recorrí febrilmente la cima de la colina; estaba tan excitado que no
presté atención a la tormenta de verano que obscurecía cada vez más las colinas.
Un brillante relámpago que se descargó sobre una colina cercana y el retumbante sonido
de un trueno hicieron que comprendiera la inminencia de la tormenta.
Pero, tormenta o no, no me iría. La clave de mi misterio estaba allí; tenía que
encontrarla.
—¿Qué estuve haciendo aquí antes? ¿Qué?
Los cegadores rayos y los truenos se acercaban cada vez más; tanto, que pronto las
alas de la tormenta barrieron la colina de Runestone.
Las piedras fantasmales se recortaban, altas y macizas, contra el cielo iluminado por
la tormenta. Y, nuevamente, ¡sentí que un confuso recuerdo se agitaba!
La tormenta eléctrica y las piedras..., eso estaba bien, pero faltaba algo. Algo que yo
tenía que evocar rápidamente.
Corrí hasta el bosquecillo de abedules más próximo; los graciosos troncos blancos se
balanceaban violentamente a causa del viento. Con mi navaja, corté
apresuradamente una docena de ramas verdes.
Volviendo donde estaban las piedras, puse las ramas en el suelo, señalando desde
cada bloque hacia el centro del círculo.
¿Por qué hice aquella incomprensible preparación mientras la tormenta se
aproximaba? Lo ignoraba. Sólo sabía que algún recuerdo sepultado me decía que
tenía que hacerlo.
Y yo, Eric Wolverson, di vía libre al impulso, con la loca esperanza de que mi memoria
entumecida despertaría, finalmente.
Me detuve en el centro del círculo, con las ramas de abedul señalando hacia mí, como
si fueran dedos blancos.
—Pero había alguien más conmigo —me dije—. Alguien...
El ensordecedor ruido de un trueno me conmovió y me aturdió en ese momento, como
si toda la furia de la tormenta hubiese alcanzado mi colina.
Los relámpagos herían ciegamente las laderas boscosas. Luego, un rayo resplandeciente
golpeó una de las enormes piedras.
El rayo pareció quedarse allí, como una serpiente de luz que se retorciera. Y con un
brillo y una reverberación infernales, otros rayos de luz bajaron a golpear las otras
piedras.
Aturdido y deslumhrado, vi cómo los relámpagos goteaban y se deslizaban desde las
piedras a lo largo de las ramas de abedul hacia el círculo donde yo estaba agachado.
Corrían hacia mí como llamas líquidas.
Súbitamente, la tierra pareció tambalearse y disolverse debajo de mí. Sentí que caía
cabeza abajo.
Desperté de mi desmayo y me encontré tirado en el suelo. Cerca de mí, las grandes
piedras obscuras se erguían contra el cielo crepuscular.
Durante un momento, pensé que los relámpagos me habían aturdido de forma
temporal y que mis extrañas sensaciones habían sido causadas por la emoción.
Luego, mientras miraba las enormes piedras percibí algo que me causó un
estremecimiento.
No eran las mismas piedras. Estaban mucho menos erosionadas y todas estaban
erguidas, en vez de inclinadas, como las otras.
Me puse en pie y miré asustado a mi alrededor. El terror me paralizó.
Ya no estaba en la cumbre de la colina de Runestone. ¡Al parecer, no estaba en la Tierra!
—Es histeria..., un error —me dije torpemente—. Es el efecto del impacto de los
relámpagos en mi cerebro.
Pero, mientras hablaba, supe que mi intento de tranquilizarme era inútil y que estaba en
el crepúsculo de otro mundo, de un mundo extraño.
Me encontraba en la cima de una colina, en medio de las imponentes piedras grabadas
con caracteres rúnicos. Pero esta colina y las otras que se levantaban a la distancia, no
eran las colinas escarpadas y boscosas del norte de Noruega.
Eran como pequeñas montañas que se clavaban en el cielo, rígidos pináculos cuyos
contornos tenían un dibujo que no era terrestre. Surgían de un enorme bosque de
coníferas cuyo follaje era de un verde tan obscuro que parecía negro.
Sobre este panorama extraño, se arqueaba un cielo que también era extraño. Ya era
casi de noche y en ese cielo relucían brillantes planetas, desconocidos en la Tierra,
que empañaban el movimiento de las estrellas. Y selenes meteóricas, llenas de
cráteres, como calaveras corrompidas, recorrían los cielos ocupando el lugar de la Luna.
Y muy lejos; hacia occidente, vi las enormes torres distantes de una poderosa ciudadela
que se recortaban contra el último resplandor del día.
—Otro mundo —susurré—. Es otro mundo y, de algún modo, he llegado a él desde la
Tierra.
Y entonces yo, Eric Wolverson, dije un disparate:
—¡Pero yo ya he estado aquí!
Porque aquella escena sobrenatural me resultaba extrañamente familiar. Tenía la
sensación de que los recuerdos muertos se agitaban nuevamente en mi cerebro,
intentando frenéticamente volver a la vida.
Mi mirada se aferró a la ciudadela lejana, hasta que se desvaneció en la obscuridad
de la noche. De algún modo, ¡yo conocía este lugar!
—Pero ¿cuándo, cómo? —me pregunté con voz ronca, luchando contra lo increíble.
Aún no podía despertar mi memoria aterida para que respondiera tales preguntas.
Mientras estaba allí, mirándolo todo, vi otra cosa. Era algo negro, largo y delgado, que
volaba debajo de las brillantes lunas.
Una serpiente alada, como los dragones de las fábulas, volaba rápidamente en
dirección al este por encima del bosque. Y eso también me resultaba enormemente
familiar.
Mi cerebro se tambaleaba, al chocar contra tantas imposibilidades. Hice la única cosa
que podía salvar mi cordura.
—¡La ciudadela! ¡Si voy hasta allí, quizá recuerde!
Casi había recordado cuando vi las torres lejanas y poderosas. Y ahora el lugar me
atraía como un imán.
Me volví para bajar de la colina y tropecé con un objeto que yacía a mis pies dentro del
círculo de piedras. Me incliné y lo recogí.
Era una espada. Una larga hoja brillante cuya empuñadura se adaptaba perfectamente
a mi mano.
Cuando la cogí, sentí que su tacto me resultaba reconfortante. Quizá necesitara un
arma. La llevaba en la mano cuando bajé de la colina.
El gran bosque me rodeó. Estaba muy obscuro bajo las enormes coníferas, salvo cuando
las manchas brillantes de la luz de las lunas se filtraban entre los árboles.
Mientras avanzaba a tropezones en dirección al oeste, algunos ciervos pasaron corriendo
por el sendero y escuché el aullido de los lobos en algún lugar no muy lejano.
Pero, además de los animales terrestres familiares, había otras formas de vida en el
bosque nocturno.
Media docena de caballos salvajes pasaron saltando por una senda situada a mi
izquierda. Pero eran caballos que tenían astas; todos tenían en la cabeza un pequeño
cuerno que se curvaba hacia arriba, como el de los unicornios de las fábulas.
Desde el brillante cielo bajaron dos de las grandes serpientes aladas, persiguiéndose.
Sentí silbidos y unos frenéticos relinchos. Luego todos se alejaron.
«Un mundo que es una mezcla de lo terrestre y lo sobrenatural —pensé—. Pero ¿cómo
puede existir un mundo así?»
Entonces mi mente aturdida intuyó la forma confusa de una explicación posible:
—Un mundo diferente de la Tierra, pero que interpenetra la Tierra...
Las especulaciones de algunos físicos modernos que había leído en Nueva York, vinieron
a mi memoria. Aquellos hombres de ciencia afirmaban que la Tierra estaba compuesta
por átomos, cada uno de los cuales no era más que un grupo de electrones
infinitesimales, floja y tenuemente unidos. No era imposible que otros grupos, otros
mundos, interpenetraran nuestro grupo de átomos, del mismo modo que dos
enjambres de abejas pueden interpenetrarse.
«Este extraño planeta —pensé— debe ser un mundo que interpenetra el nuestro. Quizá
ocupe exactamente el mismo espacio que la Tierra, pero está totalmente separado
de ella por la diferencia de velocidad de sus vibraciones atómicas y su tiempo.»
¿Totalmente? Pero yo había pasado de un mundo al otro, ¡aunque no sabía cómo! Y lo
mismo debía haber sucedido en el pasado, algunas veces, voluntariamente o por
casualidad, ya que las serpientes voladoras y los unicornios de este mundo eran mitos
conocidos por la Tierra.
Además —y la idea era muy inquietante—, quizá la Tierra fuera interpenetrada por
muchos otros mundos extraños, además de éste. Y los contactos casuales que se
hubiese tenido con ellos en el pasado, podían haber proporcionado otros mitos
diferentes a las tradiciones terrestres.
Bruscamente, el sonido más espantoso que hubiese escuchado nunca me arrancó de mis
especulaciones. Venía de algún sitio a pocas millas de distancia: era el aullido largo y
profundo de un lobo.
Pero no era un aullido ordinario. Su volumen y el salvajismo que trasuntaba me pusieron
los pelos de punta. Me volví, levantando la espada.
—¡Ha encontrado mi rastro! —exclamé—. El...
¿Él? ¿Quién? Durante un instante casi había llegado a saberlo, pero el breve relámpago
de memoria murió tan velozmente como había venido.
Pero sí sabía, con un conocimiento nacido de aquel fugaz relámpago de memoria,
que un peligro espantoso me perseguía por el bosque. Me volví nuevamente y corrí
hacia el oeste. Tenía que confiar en mi instinto y el instinto más profundo me decía
que en la distante ciudadela estaría a salvo.
La ciudadela ya no podía estar muy lejos. Pero sentía que quien me perseguía
tampoco podía estar a mucha distancia. Me apresuré, tropezando con los matorrales
que desgarraban mi camisa y mis pantalones de montar y se enredaban en mis
cabellos.
Mientras corría por las obscuras sendas y los claros iluminados por las meteóricas
lunas, sentí un fiero deseo de volverme y hacer frente a quienes me seguían. Pero,
nuevamente, un susurro de mi congelada memoria pareció advertirme que hacerlo allí
sería fatal para mí.
Unas alas enormes se agitaron sobre las copas de los árboles y vi apenas el contorno de
una serpiente voladora mucho más grande que las que antes viera. Planeaba a poca
altura sobre el bosque y su cabeza de víbora se volvía hacia uno y otro lado, como si
buscara algo.
Me acurruqué junto a un enorme tronco hasta que el dragón de pesadilla dio la vuelta
y se dirigió hacia el este. Luego seguí corriendo.
El bosque terminó súbitamente. Estaba en campo abierto y me detuve de golpe,
mirando fijamente lo que había allí.
A pocas yardas de distancia, bostezaba un enorme valle vacío. Era como un abismo
gigantesco, de muchas millas de profundidad y muchas de anchura. La ladera caía
casi verticalmente justo ante mí.
La luz salvaje de las lunas iluminaba la obscura inmensidad del abismo. Y vi que, no
lejos de donde yo estaba, se levantaba en el abismo un rígido pináculo cuya cúspide
plana estaba al nivel de mis ojos.
En la cúspide del pináculo estaba la ciudadela que había visto, un poderoso castillo de
piedra con torreones macizos y torres de las que salía una intensa luz. Y, desde el lugar
donde me encontraba hasta la ciudadela, se alzaba un tremendo puente de piedra,
pintado con los colores del arco iris.
—¡El antiguo mito escandinavo! —dije, jadeante—. ¡El Puente del Arco Iris que lleva a
Asgard, el hogar de los dioses!
¡El mito se había transformado en realidad ante mis incrédulos ojos! El mito que,
durante años, había rondado mis sueños.
—¡No volverás a cabalgar de Muspelheim a Asgard! —me había dicho siempre la odiosa voz
del sueño.
Yo creía que era sólo un sueño. Pero el Asgard de los mitos estaba frente a mí, y era
real.
—¿También habré estado aquí antes? ¿Habré estado?
Mi imaginación desatada había olvidado a mi mortífero perseguidor. Y, súbitamente, tuve
que recordarlo.
Una especie de crujido bajo y estrepitoso que sonó a mis espaldas, hizo que me volviera.
Un lobo gris salía del bosque, dirigiéndose hacia mí. Su tamaño era increíble. El
monstruo peludo se agazapó, pronto a saltar; sus resplandecientes ojos verdes me
obligaban a fijar la mirada en él.
Cerca de él, se posó la gran serpiente alada que había merodeado sobre mí en el
bosque. Su cuerpo ondulaba y su cabeza plana de ofidio apuntaba amenazadora en
dirección a mí.
En ese momento salió del bosque un jinete que frenó bruscamente su caballo junto al
lobo y la serpiente. Llevaba una armadura y un casco brillantes de estilo escandinavo
antiguo y había desenvainado su espada.
—¿De modo que has vuelto? —me gritó, y aunque su lengua era extraña pude
comprender lo que decía—. ¡Necio, has vuelto para morir!
Yo conocía aquel rostro bello y altanero, aquella voz metálica y burlona. Sí, y conocía
las dos formas monstruosas que se agazapaban a su.lado.
Eran el rostro y la voz y las formas de mi sueño. ¡Pero ahora no estaba soñando!
Aunque me encontraba aturdido por la increíble materialización de mi sueño, pude
reconocer la mortal amenaza que significaban este hombre y las monstruosas bestias
que lo acompañaban.
Levanté mi espada. Y, al mismo tiempo, retrocedí hacia el Puente del Arco Iris. Era
estrecho y en él podía enfrentar a mis enemigos sin que me atacasen por la espalda.
El jinete cubierto por una cota de malla, rió.
—Los aesir no te ayudarán; estarás muerto antes de que lleguen. ¡Estúpido! Tendrías
que haber sabido que mis artes me advertirían cuando abrieras el Camino entre los
Mundos para volver aquí.
Rió nuevamente.
—Mis fieles animales encontraron tu rastro y ahora tendrán el placer de matarte.
¡«Fenris»! ¡«Iormungandr»!
Cuando pronunció los nombres, nombres de la antigua mitología escandinava, sentí una
espantosa sacudida. Este hombre que estaba ante mí..., sospechaba cuál era su
identidad, aunque era imposible...
—¡Loki! —susurré—. ¡El archidemonio de la antigüedad, el enemigo de los aesir!
Su rostro se obscureció.
—¿De modo que me recuerdas? ¡Será tu último recuerdo! ¡Ahora, Hela no está aquí
para salvarte!
¿Hela? También este nombre me provocó una emoción rápida; mi mente recordó la
muchacha morena de ojos tristes de mi sueño.
Y entonces, súbitamente, «Fenris» e «Iormungandr», el poderoso lobo y la terrible
serpiente, ¡se precipitaron sobre mí!
Se acercaron velozmente; el lobo de ojos resplandecientes dando grandes saltos y la
serpiente alada silbando por el aire.
El instinto o la memoria me guiaron durante el instante siguiente. Me agaché un
poco para que el parapeto del puente me protegiera de la zambullida de la serpiente
alada. Y, en el mismo momento, blandiendo la espada como si su uso me fuera
totalmente familiar, golpeé con todas mis fuerzas al lobo.
Un lobo común hubiese quedado ensartado en la espada. Pero el lobo «Fenris» tenía una
inteligencia sobrenatural. Logró contener su salto cuando estaba ya en el aire, gracias
a un maravilloso esfuerzo.
Apretando el vientre contra el suelo, con sus ojos verdes clavados en mí, «Fenris» se
acercó lentamente. Un gruñido sordo, como un trueno distante, surgía de su
garganta. Le respondió el silbido de la serpiente que planeaba, girando en el aire,
esperando el momento de lanzarse nuevamente sobre su presa.
—¡Perros devoradores de carroña! ¡Gusanos del cieno! —dije, desafiante—. ¿De modo
que recordáis mi espada?
¿Cómo podía recordar yo? ¿Cómo recordaba la lengua en que pronuncié los insultos,
el uso de la gran espada que resplandecía en mi mano?
No puedo decirlo. En mi irresistible furor, el lenguaje extraño resultaba tan familiar a
mis labios como la espada a mi mano.
¡«Fenris» e «Iormungandr» cargaron juntos! Oí la risa eufórica de Loki, mientras me
dejaba caer sobre una rodilla.
Unas grandes alas me abanicaron mientras la cabeza del dragón me tiraba una
dentellada y fallaba. Los ojos verdes del lobo brillaron como el fuego del infierno ante mí.
La punta de mi espada penetró en un cuerpo peludo.
«Fenris» retrocedió, con el hombro herido. La serpiente alada planeaba, buscando el
momento de arrojarse nuevamente contra mí.
Y entonces, en la distante ciudadela que estaba al otro lado del Puente del Arco Iris, oí
el sonido lejano de tina trompeta.
—¡Daos prisa! —gritó Loki a sus bestiales camaradas—. ¡Vienen los aesir!
Los cascos del caballo retumbaron en el puente cuando se lanzó contra mí. Su espada
relució al alzarse y «Fenris» cargó a su lado.
Esquivé y golpeé con una maestría de espadachín que Eric Wolverson no había tenido
nunca. Desvié el golpe de la espada de Loki y lancé una estocada al enorme lobo
cuando trató de saltar sobre mí.
La ira brillaba en los ojos de Loki cuando frenó su caballo. Nuevamente gritó al lobo y
a la serpiente, como si fueran humanos.
—¡Ya no hay tiempo! ¡Heimdall y los aesir! —gritó.
Envainó su espada y galopó hacia su refugio del bosque. El lobo «Fenris» saltaba a su
lado y la serpiente volaba encima de su cabeza.
Cuando llegó al límite del bosque, Loki volvió la cabeza y me gritó con su voz metálica:
—¡No has escapado aún! ¡Nosotros tres te hallaremos..., cuando volvamos a Walhalla!
Y entonces, él y sus monstruosos compañeros desaparecieron en el bosque.
Me quedé con la espada en la mano, jadeante. MI mente estaba aturdida por el
choque con lo increíble.
Pero no tuve tiempo de ordenar mis alocados pensamientos. Antes de poder
recuperar el aliento, oí el ruido de unos pies que corrían a mis espaldas en el Puente
del Arco Iris.
Me volví. Una docena de guerreros altos y rubios, con casco y armadura y sus
espadas desenvainadas, corrían hacia mis desde la distante ciudadela.
Su jefe, una figura autoritaria y fornida, me gritó mientras se acercaban:
—¡Ese era Loki, con sus bestias infernales! ¿Quién eres y qué hacías aquí, con ellos?
Traté de tartamudear una respuesta:
—Yo...
Antes de que pudiera seguir, me alcanzaron. Y cuando vieron mi cara, los
guerreros parecieron experimentar una extraña tensión.
Uno de ellos me señaló y gritó a su jefe:
—Señor Heimdall, ¡miradlo! Sus ropas son extrañas, pero es...
—Ya lo veo —respondió Heimdall con voz helada. Su cara se había puesto rígida y
sus ojos carecían de expresión.
Hubo un breve silencio. Mi presencia parecía haber congelado a aquellos hombres. En
sus ojos, que me miraban fijamente, se leía el odio.
Heimdall rompió el silencio:
—Odín y Thor deben saber esto en seguida. Podría ser que...
Se interrumpió y luego volvió a hablar, dirigiéndose a mí:
—Vendrás a Walhalla con nosotros. ¿Lo harás voluntariamente o algunos de nosotros
tendrán que morir para apresarte?
Estaba demasiado abrumado para poder responder.
Una avalancha de fantásticas realidades me había aplastado.
¡Estos eran los aesir! Los antiguos dioses-héroes escandinavos, que habitaban la gran
ciudadela fantasmal de Asgard, cuyo rey era Odín y cuyos capitanes eran Thor del
Martillo y Tyr de la Espada.
Existían; estaban vivos, eran reales. Pero lo más asombroso era que parecían
conocerme.
Estaban aguardando mi respuesta, con las espadas en alto. Hice un esfuerzo por hablar.
—No comprendo nada —dije, vacilante—. Pero iré con vosotros sin luchar.
Parte de la tensión desapareció cuando Heimdall tomó mi espada. No me resistí.
Luego me encontré andando con ellos en medio de un silencio de muerte por el arco
ascendente del Puente del Arco Iris.
En la creciente obscuridad, el abismo que había bajo el irreal puente parecía no
tener fondo. Las lunas meteóricas que recorrían el cielo apenas iluminaban sus
profundidades. ¡En verdad era Niffleheim, el foso infinito que rodeaba Asgard!
Pasamos por un enorme portal que perforaba la pared de la montaña-ciudadela.
Nuevamente un recuerdo confuso me asaltó mientras miraba asombrado a mi alrededor.
La ciudadela de los aesir era mucho mayor de lo que había pensado. Contenía un anillo
de castillos de piedra que rodeaba un enorme espacio abierto. En el centro de éste se
levantaba la poderosa forma del mayor de los castillos.
¡Así que esta enorme masa de edificios era el Walhalla! De alguna manera y sin la
menor sombra de duda, lo supe cuando mi guardián y yo pasamos por sus portales y
entramos en un enorme vestíbulo donde muchos guerreros comían y bebían.
Las luces de las antorchas me cegaron. Y mientras vacilaba, sin saber qué hacer, el ruido
de voces y el entrechocar de platos y copas se detuvo de golpe. Los guerreros sentados
en las largas mesas y las valkirias que los servían y los esclavos que se afanaban...,
todos me miraban fijamente.
—¡Señor Odín! —dijo la voz estentórea de Heimdall, detrás de mí—. ¡Alguien que fue a
Muspelheim ha vuelto!
Miré a través del vestíbulo. Del otro lado había un gran baldaquino y una silla baja
en la que se sentaba una gran figura gris llena de autoridad..., un hombre de unos
cincuenta años con cabellos y barba acerados, que se envolvía en un manto grisáceo.
Se puso de pie; llevaba una espada corta en la mano. No tenía más que un ojo,
pero aquel globo de frío azul fue suficiente para atravesarme.
—Tráelo aquí, Heimdall —dijo con voz profunda.
Como en sueños, pasé entre los invitados que me miraban fijamente y me acerqué al
trono. Entonces vi que otro hombre estaba en pie junto a Odín.
Era más bajo, pero más fuerte y robusto; sus hombros eran anchísimos. Su cabeza
greñuda estaba descubierta y su rostro rojizo mostraba incredulidad mientras sus ojillos
me contemplaban. Su mano apretaba el mango de un enorme martillo y supe que ése
era Thor, el del Martillo.
Cerca de ellos, bajo el baldaquino, había otra figura señorial: un hombre de tez
obscura, alto, de unos cuarenta años, que llevaba una armadura negra y me miraba
con odio. Me pregunté, atontado, si sería Tyr, el de la Espada, el otro gran capitán de
los aesir.
Porque en realidad el mito se había transformado para mí desde que había dejado la
Tierra y me había zambullido en este mundo vecino. ¡El Walhalla, los aesir y sus
señores eran tan reales como yo mismo!
Los ojos de Odín estaban fijos en mí cuando habló a Heimdall:
—¿Cómo volvió a Walhalla, Heimdall?
—No estoy seguro, mi señor Odín —replicó el otro—. Vimos a las bestias de Loki al
otro lado del puente. Fuimos a toda prisa, y cuando llegamos, Loki y sus demonios se
habían marchado. ¡Pero él estaba allí!
Odín me habló con tono brusco:
—¿Así que volviste con el architraidor?
Finalmente, recuperé el habla.
—¿Volver? —grité—. ¡No sé qué quieres decir! ¿He estado aquí alguna vez?
Thor, el gigante, rió a carcajadas.
—¡Pregunta si ha estado aquí alguna vez!
—No han pasado más que ocho días desde que te marchaste de aquí —dijo Odín en
tono acusador—. Nos dijiste que ibas a Muspelheim. Pero ibas a reunirte con ese
demonio, Loki, según supimos después.
Se irguió, mostrando toda su estatura.
—Ahora has vuelto en compañía del traidor con quien te uniste, para espiarnos. ¡Pero
morirás, Tyr, para pagar tu crimen!
¿Tyr? ¿Tyr, el de la Espada, gran capitán de los aesir? ¿Era ése mi nombre?
Cuando lo comprendí quedé atónito. Entonces, ¿yo era un aesir? Entonces, ¿yo era... Tyr?
Durante unos minutos quedé demasiado aturdido por el impacto para poder hablar.
¿Acaso era ésta la respuesta al interrogante de mi pasado olvidado? ¿Era posible que yo,
Eric Wolverson, fuese Tyr, el de la Espada?
Era demasiado increíble. En el otro mundo de la Tierra Tyr era una leyenda desde hacía
mil años. ¿Cómo podía yo haber vivido tanto tiempo?
—¡Yo no puedo ser Tyr! —grité—. ¡Sólo hace unas horas que estoy en este mundo y antes
viví muchos años en otro mundo diferente!
—Tú eres Tyr —dijo torvamente Odín—. Y hasta hace ocho días estabas entre los más
honorables aesir. Luego partiste a visitar a Surtr de Muspelheim. No retornaste. Y
supimos que te habías unido a Loki, nuestro peor enemigo.
El hombre alto de tez obscura que llevaba armadura negra y me miraba con odio, se
adelantó.
—Es cierto —acusó—. Tyr no llegó a mi reino de Muspelheim. Pero yo, Surtr, lo vi
cabalgar con Loki y sus bestias infernales hacia Jotunland. No hay duda de que estuvo
complotando con Loki y los jotuns.
Thor, alzando su poderoso martillo, se dirigió hacia mí. El rostro del robusto gigante
estaba rojo y su voz ronca a causa de la ira.
—¡Tyr, el de la Espada, mi camarada de armas que se enfrentó mil veces con los
jotuns, transformado en traidor! ¡Yo mismo podría matarte!
—¡Pero todo eso no me sucedió a mí! —protesté—. ¡No recuerdo nada!
Hubo una interrupción. Una figura femenina se abrió paso entre los furiosos
guerreros. Llevaba una túnica blanca y era bella y dulce; sus profundos ojos azules
estudiaron atentamente mi cara.
—¡Esperad, mis señores Odín y Thor! —dijo—. Quizá Tyr no mienta cuando dice que
no recuerda nada.
Thor, enfadado, se volvió hacia ella.
—¿Qué quieres decir, prima Freya?
Los ojos de Freya seguían investigándome.
—Tiene la vaciedad en los ojos —dijo—. La vaciedad que provoca el brebaje infernal
que mata la memoria.
La miré, sobresaltado.
—Es cierto que todos mis recuerdos han muerto. Pero...
Surtr me interrumpió bruscamente:
—Si Tyr bebió el brebaje infernal fue para borrar de su memoria el recuerdo de su
traición. ¡Ahora debe morir!
—Si debe morir, morirá —dijo Freya—. Pero antes, debe recordar. Si me lo permitís,
puedo limpiar el brebaje de su cerebro.
Miró a Odín. El único ojo del señor de los aesir se detuvo sobre mí y luego inclinó
levemente la cabeza.
—Que recuerde, entonces —dijo Odín—. Que recuerde, para que pueda conocer su
grave culpa antes de morir.
Freya salió del gran salón, dejándonos rígidos a causa de la tensión. Nadie dijo nada
hasta que volvió.
En la mano traía un retorcido frasco de cristal, lleno de un líquido rojo.
—Esto lavará el brebaje infernal de Hela de tu mente —dijo—. Bebe, Tyr.
Nuevamente, el nombre «Hela» trajo por un instante a mi aturdida mente la imagen
de la chica de mi sueño, la belleza morena que había visto tantas veces.
Tomé el frasquito, lo llevé vacilante a mis labios..., y bebí.
Instantáneamente, mi cerebro pareció incendiarse. Sentí, en las fibras más íntimas de
mi cuerpo, que unas ataduras se aflojaban, se soltaban, que unos conocimientos
encadenados se liberaban.
Tambaleándome a causa de una onda de dolor, perdí la conciencia del lugar donde
me encontraba y de quienes estaban allí. Había luz en mi mente torturada..., ¡luz y
memoria!
En ese espantoso momento, yo, Tyr, recordé todo lo que había olvidado.
¡Sí! ¡Yo, Tyr! Porque mi mente muerta había vuelto a la vida y, finalmente, sabía
quién era.
Yo no era Eric Wolverson, el de la Tierra; yo era Tyr, el de los aesir, Tyr, el de la Espada.
¡Y mi mundo era el mundo de los aesir, no el de la Tierra!
Aquí me había criado, entre los aesir, y aquí había luchado contra los jotuns y otros
peligrosos enemigos. Aquí me había ganado mi apodo por mi habilidad y fuerza con la
espada, luchando junto a Thor y a Odín.
Sí, recordé todo eso. Y recordé también que ocho días atrás había partido de Asgard para
visitar a nuestro aliado, el reino de Muspelheim.
¿Ocho días atrás? Pero yo había pasado ocho años en el mundo de la Tierra. Entonces,
las cosas eran como afirmaban los científicos terrestres; el tiempo era diferente en
este mundo, y un año de allá era un día de aquí.
El recuerdo de lo que había sucedido ocho días antes, cuando había cabalgado hacia
Muspelheim, se presentó en mi mente.
Lancé un grito feroz:
—¡Sí, soy Tyr! ¡Ahora recuerdo! ¡Pero no soy un traidor; nunca me uní a Loki!
Señalé a Surtr con un dedo acusador; mi indignación contra el rey de tez obscura
estallaba al haber recuperado mi memoria.
—¡Surtr de Muspelheim, que finge ser aliado de los aesir es el traidor! ¡En
Muspelheim descubrí a Loki con sus sabuesos infernales conspirando con Surtr en
contra de nosotros!
Ahora todo había vuelto a mi mente, el recuerdo claro y terrible de mi encuentro con
Loki, oculto en el palacio de Muspelheim.
Recordé cómo Loki me había derrotado con sus malas artes y el grito de Surtr:
—¡Mátalo pronto! ¡Si no, arruinará nuestros planes contra los aesir!
Y la risa de Loki, triunfante, cuando respondió:
—Será un placer que Tyr de la Espada sea mi esclavo. El brebaje infernal de Hela hará
que olvide todo y pierda su poder.
Sí, y recordaba que mientras me obligaban a beber el líquido negro y mi cerebro se
obscurecía lentamente, una voz de mujer había gritado:
—¡Loki, no!
Y yo había reconocido la voz de Hela, la bruja morena y hermosa a quien había
amado, para mi desgracia, muchos años atrás.
Y recordaba vagamente la llegada de Hela a mi celda, un poco más tarde, y sus
palabras ansiosas que apenas habían llegado a mi mente entorpecida:
—No pude evitar que te diera el brebaje infernal, pero ¡no puedo verte convertido en su
esclavo, Tyr! He venido para ayudarte a escapar.
Vagos, muy vagos eran mis recuerdos acerca del recorrido que hice con ella por el
bosque, en la obscuridad, y acerca de su voz, que me llegaba desde una gran distancia:
—No puedes volver a Asgard, porque Surtr te acusará de haber traicionado a los aesir.
Pero conozco la forma de abrir el Camino entre los Mundos. ¡Te enviaré a un mundo
donde estarás a salvo!
Y entonces mi memoria se obscureció completamente. Sólo quedó un brumoso
recuerdo parecido a un sueño, acerca de un círculo de grandes piedras y de
relámpagos. Yo estaba en medio y me hundía en un abismo y la voz de Hela decía:
—¡Adiós, Tyr!
Sí, todo había vuelto a mi mente y yo, Tyr, lo dejé salir como un río embravecido.
—¡Y por eso ha venido Surtr aquí a acusarme de haberos traicionado! ¡Porque yo
descubrí que es él quien conspira con Loki y los jotuns!
El rostro moreno de Surtr estaba desfigurado y obscurecido por la sangre.
—¡Tyr miente para disimular su culpa!
Me adelanté impetuosamente:
—¡Dadnos espadas y juzgaremos este problema en un combate!
Surtr retrocedió y apeló a Odín:
—¿Debo ser asesinado por Tyr, el de la Espada, para ocultar su falsedad?
Odín me miró, inflexible.
—Si no te uniste a Loki, ¿por qué él y sus bestias vinieron contigo a Asgard?
—No vinieron conmigo; ¡me perseguían! —exclamé—. ¡Luché contra ellos en el puente!
—¿Fue así, Heimdall? —preguntó Odín.
Heimdall dudó:
—A la luz del crepúsculo no pudimos verlo. «Fenris» e «Iormungandr» estaban allí, pero
cuando cruzamos el puente se habían ido.
—¿Por qué iba yo a traicionar a los aesir? —pregunté apasionadamente—. ¿Has
olvidado cuántas veces luché por Asgard?
—No —dijo Odín con severidad—. Pero tampoco hemos olvidado que hace muchos años
amaste a Hela, la bruja que ayuda el complot de Loki con sus conjuros.
Desesperado señalé mis ropas, mi camisa caqui desgarrada, mis pantalones de montar,
mis botas.
—¿Acaso mis extrañas vestiduras no demuestran que he estado en otro mundo?
—Es cierto que tus ropas son extrañas —dijo lentamente Odín—. Pero Loki podría
habértelas proporcionado para que tu historia fuera convincente.
Surtr lo interrumpió:
—Puedo traer testigos de Muspelheim que vieron a Tyr en el bosque, riendo y
conspirando con Loki y los jotuns.
Odín dio su veredicto:
—Trae a esos testigos, Surtr. ¡Puedo comprobar si son veraces! Si confirman la
culpabilidad de Tyr, ¡morirá! Hasta entonces, quedará prisionero.
Lo conocía demasiado bien para suplicar. Mis ánimos se derrumbaron. Tristemente, salí
del salón con Heimdall y sus guerreros.
Me llevaron hasta el nivel más bajo del castillo, por cámaras y pasillos abiertos en la
roca de Asgard. Entré en una pequeña celda obscura y oí cómo se cerraba la puerta
por fuera.
¡Yo, Tyr, el de la Espada, prisionero por traidor! ¡Un traidor que moriría de forma
vergonzosa si los testigos de Surtr eran convincentes!
Pero estaba seguro de que Surtr no volvería. Se apresuraría a regresar a su salvaje
reino para hacer culminar su complot.
No sabía lo que se proponían Loki y Surtr. Pero algunas palabras que había escuchado
cuando me capturaron en Muspelheim, me hacían suponer que una terrible catástrofe
se abatiría sobre los aesir.
—¡Y tengo que quedarme aquí, impotente, aguardando que un destino cruel destruya a
Asgard! —gruñí—. ¡Hubiese sido mejor no recuperar la memoria!
Sí, en la agonía que estaba sufriendo, deseé poder olvidar nuevamente mi vida como
Tyr, el de la Espada, y transformarme otra vez en Eric Wolverson, de la Tierra, tal como
había sucedido durante ocho años.
¿Ocho años? Ocho largos años en ese mundo vecino de la Tierra que ahora me parecía
tan extraño cuando lo recordaba. Ocho años que sólo habían sido ocho días en este
mundo de tiempo diferente.
Y mil años de la Tierra no eran más que mil días nuestros. Ahora comprendía por qué
los escandinavos de diez siglos atrás habían conocido los mitos de los aesir y nuestro
mundo. El Camino entre los Mundos debió abrirse más de una vez en el pasado y
nuestra historia había viajado, tal como yo lo había hecho cuando Hela usó su magia
para salvarme y abrir el Camino. De modo que aún me amaba un poco, a pesar de que
años atrás nos habíamos separado llenos de amargura.
Recorrí febrilmente la pequeña celda; la rabia que sentía contra mi extraño destino
aumentaba con cada hora que pasaba.
—¡Tyr, el de la Espada, encerrado en una prisión, a punto de morir como una vaca,
mientras la guerra y la fatalidad amenazan a los aesir!
Finalmente, la puerta de mi celda se abrió de un golpe.
Una figura portentosa se recortó contra la apertura y luego se dirigió hacia donde yo
estaba.
Era Thor, y su terrible martillo brillaba en la obscuridad.
Había una mezcla de pena y rabia en el rostro del gigante. Y ahora vi que en su mano
izquierda traía una gran espada resplandeciente..., la mía.
Con voz tonante, dijo:
—Tyr, fuimos compañeros de armas durante mucho tiempo. No puedo permitir que
te ejecuten como piensan hacerlo.
Sentí que la esperanza nacía en mí.
—Thor..., ¿entonces crees en mi historia? ¿Vas a ayudarme?
—¡No! —replicó—. Pero, aunque seas un traidor, Tyr, el de la Espada, merece algo mejor
que la muerte vergonzosa que están planeando para él.
Me dio mi espada.
—Pediste que se te juzgara en combate, Tyr. Así será, pero combatirás conmigo.
Retrocedí.
—¡No, Thor! ¡No puedo luchar contigo! ¡Hemos peleado hombro con hombro contra los
jotuns demasiadas veces!
—¿Por qué no recordaste eso cuando nos traicionaste por amor a Hela y te uniste con
Loki? —rugió el gigante.
Yo también perdí los estribos.
—¡Eres tan estúpido como siempre al creer la historia de Surtr! ¡Te digo que es Surtr
quien conspira contra los aesir! ¡Y es con Surtr con quien quiero luchar, no contigo!
—Surtr partió hacia Muspelheim hace unas horas —respondió el Martillo—. Volverá
mañana, con los testigos que probarán tu culpabilidad. Toma tu espada. Prefiero
matarte, o que me mates, antes de que un aesir muera como vas a morir tú.
Contuve mi furia.
—¡Thor, escúchame! ¿Alguna vez te mentí mientras fuimos camaradas?
—No —admitió—. Pero los hombres hacen cosas muy extrañas a causa del amor. Y
Hela...
—Abandoné a Hela hace años, cuando descubrí la maldad que había en ella —
insistí.
—Sí, pero siempre pensé que seguías amando a esa bruja morena —murmuró.
Había una dosis de verdad en su acusación que me hizo dar un respingo. Y mis
sensaciones debieron reflejarse en mi cara, porque la de Thor se obscureció.
—Basta ya —gruñó, metiéndome la empuñadura de mi espada en la mano—.
Defiéndete. Quiero matarte en una lucha justa.
Thor retrocedió unos pasos y yo levanté la espada. Estábamos uno frente al otro en
la celda, el Martillo contra la España.
¡Tyr, el de la Espada, y Thor, el del Martillo! ¡Los dos famosos capitanes de los aesir
que habían luchado juntos contra los jotuns y los alfings y los vanir, luchando entre
sí!
Thor se echó a un lado. Sus ojos furiosos estaban fijos en mí y el martillo a la altura
de su pecho. Sabía —¡lo sabía muy bien!— que su terrible golpe de lado había
aplastado los cráneos de muchos de nuestros salvajes enemigos.
¡Lanzó un golpe! Pero su rabia le hizo olvidar la pequeñez de la celda y el gran martillo
golpeó contra la pared y perdió impulso.
Con una agilidad que resultaba asombrosa en un hombre de su tamaño, se recuperó.
Pero ese breve instante fue suficiente para que mi espada lo atravesara.
Fue suficiente..., pero no lancé la estocada. Quedé inmóvil, con la espada colgando.
Había sabido desde el principio que no podría luchar a muerte con mi viejo
camarada.
Thor me miró fijamente y luego la rabia desapareció de su cara y bajó el martillo.
—Tyr, soy un idiota. Soy el más grande de los idiotas.
—Siempre tuviste la espalda más fuerte que la cabeza —respondí.
No se irritó, como solía hacerlo ante mis sarcasmos. Parecía avergonzado y gruñó:
—Tú me conoces. Me volví loco de rabia cuando pensé que nos habías traicionado. —
Luego cogió mi brazo—. ¡Tendría que haberlo sabido! Ven, iremos a hablar
nuevamente con Odín. Le convenceré de que dices la verdad.
Negué con la cabeza.
—Es inútil. Odín no cambiará de idea. Aguardará el retorno de Surtr, con los testigos.
Y, en cambio, Surtr y Loki volverán con un ejército de jotuns y con un arma
terrible y misteriosa que planean usar contra Asgard.
El Martillo pareció aturdido.
—Pero si no podemos convencer a Odín, ¿qué podemos hacer?
—Thor, sea cual fuese esa arma que están preparando, debe estar en el castillo de
Surtr, en Muspelheim —dije rápidamente—. Porque era allí donde estaba Loki cuando
tropecé con él. Recuerdo el camino secreto que utilizó Hela para sacarme del
castillo. Si los dos fuéramos hasta allí y entráramos...
—¡Podríamos matar a Loki y a Surtr y destruir esa misteriosa arma suya! —
terminó Thor por mí. Sus ojillos brillaban. ¡Esa sí que sería una aventura digna de
Tyr y Thor!
—¿Puedes sacarme de Asgard? —pregunté, ansioso.
Pensó un momento. Luego dijo:
—¡Espera! —y salió.
Unos minutos después, volvió con un casco y una capa.
—Ponte esto, Tyr. Y manten oculta tu espada; todo Asgard la conoce.
Embozado y con el casco puesto, salí de la celda detrás de Thor.
Era muy tarde. El castllio de Walhalla dormía y no encontramos a nadie en las
escaleras ni en los salones ni cuando salimos por una poterna.
El viento de la noche era frío. Las torres de Asgard se recortaban contra el cielo
resplandeciente de estrellas y lunas.
Todo Asgard descansaba, a salvo detrás del Puente del Arco Iris y sus guardianes.
Thor trajo caballos; su propio corcel y un ágil animal de nerviosas patas para mí.
Saltamos a las sillas y salimos haciendo resonar las piedras del dormido sendero en
dirección al gran portal que nos cerraba el camino del puente.
El gigante golpeó las barras metálicas con su martillo armando un estruendo
clamoroso. Heimdall, capitán de la guardia, se asomó por una ventana de la torre.
—¡Abre, Heimdall! —rugió Thor—. Salgo con un compañero a ver si el maldito Loki sigue
aún en el bosque.
—¿No sería mejor que llamara a una compañía de guerreros para que te acompañe?
—preguntó Heimdall. Yo mantuve la cabeza baja, mientras nos miraba.
—¿Acaso soy un niño de pecho, para necesitar que me protejan de Loki y sus
infernales animalitos? —rugió el Martillo—. ¡Un camarada será suficiente! ¡Abre!
Las grandes puertas se abrieron crujiendo. Apuramos a nuestros caballos y galopamos
por el gran arco del puente. Los cascos de los caballos resonaban al golpear las
piedras. Luego entramos en el bosque.
—¡Conozco el camino más corto para ir a Muspelheim! —grité, para cubrir el ruido del
viento—. Antes del amanecer estaremos en el Reino del Fuego.
Thor rió e hizo girar el martillo en el aire.
—Es como en los viejos tiempos; ¡volvemos a cabalgar juntos, Tyr!
Sí, no era la primera vez que Thor, el del Martillo, y Tyr, el de la Espada, salían de
Asgard en busca del peligro. Pero yo sabía que el peligro nunca había sido tan
terrible como el que nos acechaba ahora.
¿Qué sería aquello tan horrible que Loki y Surtr preparaban para atacar Asgard? Sólo
había oído insinuaciones siniestras, pero habían sido suficientes para convencerme
de que era un peligro terrible y real.
Podían unir contra nosotros a los salvajes jotuns, nuestros antiguos enemigos, y el
pequeño ejército de Surtr. Pero esto no sería suficiente para conquistar Asgard. Conocía
la diabólica astucia de Loki y sentía aprensión.
Esta noche, el bosque parecía obscuro, extraño y tenso. A la salvaje luz de las
lunas que se filtraba entre los árboles, vimos ciervos y lobos, unicornios y serpientes
voladoras; todos se dirigían hacia el sur, alejándose de Muspelheim.
Habíamos cabalgado unas pocas horas cuando vimos a lo lejos un resplandor verdoso
en el cielo, que nos advertía de que estábamos cerca del reino de Surtr.
—¡Estamos cerca de Muspelheim! —grité—. Mira hacia el norte: ése es el resplandor de
los fuegos mágicos.
—Esos fuegos mágicos que te matan si te acercas a ellos no me gustan —refunfuñó
Thor—. Sólo Surtr puede ser el rey de una tierra como ésta.
¡El Reino del Fuego de Surtr, merecía su nombre! Mientras avanzábamos por un risco
cubierto de árboles, pudimos ver la terrible montaña que daba su nombre a la
región.
Parecía estar a muchas millas de distancia; era un gran cráter bajo y ancho que
enviaba hacia el cielo un brillo verdoso y frío que provenía de los extraños fuegos
mágicos que ardían constantemente en su poderoso caldero.
Siempre habíamos sabido que acercarse mucho al fuego mágico significaba la
muerte, y que sólo las rocas ricas en plomo que formaban el cráter impedían que el
fuego desbordara.
Pero ahora, yo, Tyr, disponía de los recuerdos de Eric Wolverson acerca de la ciencia
terrestre, que me sugerían la verdadera naturaleza del fuego mágico. Era fuego
radiactivo, un fuego atómico que surgía de las profundidades de nuestro mundo.
—En el mundo de la Tierra, donde pasé ocho años u ocho días —dije a Thor—,
poseen el fuego mágico. Allí no es natural, pero han aprendido a utilizarlo como un
arma de guerra.
Thor emitió un rugido de indignación.
—¿Usan el fuego mágico como arma de guerra? ¿Son demasiado cobardes para
luchar con espadas y martillos?
Sobrepasamos el temible cráter, cabalgando a varias millas de distancia y pronto
llegamos a la orilla del gran lago en cuya margen opuesta se encontraba Muspelheim.
Las veloces lunas iluminaban el lago y la obscura y rígida ciudadela de Surtr, que se
levantaba rodeada por castillos más pequeños en los farallones de la margen
opuesta.
—El camino secreto que usó Hela para sacarme de la ciudadela comienza al pie de
los farallones —dije a Thor—. Tendremos que rodear el lago.
El Martillo me lanzó una mirada extraña.
—Esa bruja jotun debe amarte todavía; se expuso a la ira de Loki para salvarte.
—No hables más de eso —dije bruscamente—. Para mi todo terminó hace muchos
años, cuando descubrí la forma en que usaba sus artes mágicas.
Pero, mientras empezamos a contornear el lago, me pregunté si había dicho la
verdad. ¿Había terminado realmente? ¿Podría terminar alguna vez?
Ciertamente, no había amado a ninguna otra mujer como a aquella chica morena,
cuyos conocimientos sobre brujería sólo eran superados por los del mismo Loki. Y,
ciertamente, ella había corrido un gran riesgo para salvar mi vida enviándome al
otro mundo.
¿Habría descubierto Loki su traición? Si así fuera, podía imaginar lo que ese
demonio le habría hecho.
Y luego me reproché amargamente el estar pensando en Hela, cuando la seguridad
de Asgard estaba en juego.
—Es aquí —dije en voz baja unos minutos después—. Ata los caballos en esos
matorrales y sígueme sin hacer ruido.
Estábamos al pie de un acantilado ubicado justo debajo de la ciudadela de
Muspelheim. Aquí sólo había una estrecha faja de tierra entre el lago y los
farallones. A cien pies de altura por encima de nuestras cabezas, estaba el obscuro
castillo de Surtr.
Me dirigí a una cueva casi invisible que había en la pared rocosa. Me deslicé
dentro, pero Thor tuvo que esforzarse para que su robusta figura pudiese entrar.
Quedamos agachados en un obscuro túnel que trepaba en la más total obscuridad.
El empinado pasaje había sido creado por la erosión del agua y ensanchado
luego por manos humanas. Me pregunté si Surtr conocería esta forma de entrar
en su ciudadela o si sería un secreto de Loki.
El túnel terminaba en una puerta de piedra lisa. Con un gesto indiqué a Thor que
guardara silencio y luego deslicé suavemente a un lado la laja de piedra.
Entramos en uno de los obscuros pasillos que había en la parte inferior de
Muspelheim. El débil reflejo de las antorchas se filtraba hasta allí desde la escalera
que había al final del pasillo.
—El cubil de Loki está en el nivel superior a éste —susurré a Thor— Pues allí es donde
tropecé con él..., y es allí donde, probablemente, estarán él y Surtr preparando su
arma infernal.
Thor movió afirmativamente la cabeza y levantó un poco el martillo.
—Llévame lo suficientemente cerca como para alcanzarlos con Miölnir* y terminaré con
sus complots.
* Mjöllnir: Martillo de Thor o Porr (Nota del traductor).
Fuimos por el pasillo hasta la escalera y escuchamos atentamente. Ningún sonido
llegaba desde arriba, aunque el alba estaba cerca.
—Este lugar está demasiado silencioso —murmuró el Martillo—. No me gusta.
Yo también me sentía oprimido por el poco natural silencio que reinaba en el gran
castillo. Pero aferré con firmeza la empuñadura de mi espada y subí la escalera.
Los corredores del nivel superior también estaban desiertos. Los recorrí rápidamente
con Thor y me detuve ante una enorme puerta.
—¡Éste es el cubil de Loki! —murmuré—. ¡Mantente atento!
Entonces, abrí la puerta de un golpe y los dos nos precipitamos dentro; con la
espada y el martillo en alto.
La polvorienta habitación de piedra estaba como yo la había visto antes; era un
cuartucho con mesas llenas de grotescos y horribles objetos que Loki usaba para sus
conjuros.
Pero ni Loki ni Surtr estaban allí. Su único ocupante era una chica que se volvió
rápidamente para mirarnos.
Una chica cuyos cabellos sueltos tenían la misma tonalidad de su túnica negra,
sujeta con un cinturón; una chica cuyos negros ojos me miraron con fijeza desde
una cara bellísima y pálida como la de un muerto.
Atravesé la habitación de un salto y la sujeté.
—¡Si intentas dar la alarma tendré que matarte, Hela! ¡No me obligues a hacerlo!
Miró incrédulamente mi cara.
—¡Tyr! —susurró—. ¡Tyr, que ha vuelto a este mundo y ha recuperado la
memoria! Loki me lo dijo, pero no podía creer...
Seguía sujetándola y mi espada estaba levantada. Pero Thor habló
inesperadamente:
—Deja de amenazarla, Tyr. Te juro que nunca atraerá un peligro sobre ti.
—No —susurró Hela—. Nunca lo haré, Tyr.
Del bolsillo que colgaba de su cinturón junto con su daga, extrajo un frasquito de
líquido negro.
—Mira: éste es el brebaje infernal que destruye la memoria. Muchas veces he
estado a punto de beberlo, porque no podía soportar tu recuerdo.
Sentí una extraña emoción. Ahora sabía que mi relación con Hela, que el extraño
dibujo que habían tejido las norns con las tramas de nuestras vidas todavía no
había terminado.
Y, sin embargo, mis temores por el destino de los aesir me hicieron ignorar las
emociones que habían brotado en mí al ver a Hela.
—¿Dónde está Loki? —le pregunté—. Sé que planea un desastre para los aesir y hoy
mismo le mataré.
Hela meneó su obscura cabeza.
—¡Has llegado demasiado tarde, Tyr! Loki y Surtr y sus huestes, ¡ya han marchado
a provocar la catástrofe de los aesir!
Las vagas formas del misterioso desastre que temía se transformaron súbitamente en
una amenaza tangible cuando Hela habló.
—¡Pero no nos cruzamos con Loki, Surtr ni con sus huestes cuando veníamos hacia
aquí! —grité.
—Ellos y el ejército de jotuns no marcharán directamente sobre Asgard —dijo Hela—.
Pasarán primero por la montaña de los fuegos mágicos.
Una posibilidad tan horrible que no podía creerla cruzó por mi mente.
—Hela, ¿por qué fueron por la Montaña de Fuego?
Su rostro estaba mortalmente pálido.
—¡Porque la sentencia de muerte que Loki llevará a Asgard es el fuego mágico! ¡Sí,
Tyr; él y Surtr piensan usar esos terribles fuegos contra los aesir!
Thor dejó escapar una exclamación de incredulidad.
—¡Es imposible! Esos fuegos son tan peligrosos que los hombres ni siquiera pueden
acercarse a ellos, porque sus rayos los destruyen.
—Loki encontró la forma de hacerlo —replicó Hela—. Pensó que si las rocas plomizas
del cráter siempre habían contenido a los fuegos mágicos, una coraza de plomo
podría proteger a un hombre. Él y Surtr hicieron corazas de plomo y un
recipiente de plomo para transportar los fuegos. Y también llevan consigo un
aparato que los arrojará sobre Asgard.
Sus grandes ojos obscuros estaban atemorizados. Me tomó del brazo.
—Tyr, ¡les rogué que no lo hicieran! Y no por amor a los aesir, que siempre me
despreciaron a causa de mi sangre jotun, sino porque tengo miedo de los terribles
fuegos mágicos. ¡Siento miedo por todo nuestro mundo!
Yo sentía tanto temor como ella. Porque durante mis años como Eric Wolverson, en
la Tierra, había aprendido lo suficiente sobre ciencias como para comprender la
peligrosidad del plan de Loki.
Me volví hacia Thor.
—Sólo hay una posibilidad. ¡Tenemos que alcanzar y matar a Loki y Surtr antes
de que puedan usar su arma!
Thor blandió su martillo.
—¡Entonces, hoy será el último día de vida del archidemonio!
Nos dirigimos apresuradamente a la puerta, pero nuevamente me cogió Hela del
brazo. Sus ojos obscuros y brillantes me miraron.
—Tyr, he tenido unas extrañas visiones y creo que muchas cosas terminarán hoy.
¡Déjame ir contigo!
La miré fatigado y me pareció que todos los años pasados desaparecían y que
éramos de nuevo los amantes que habíamos sido en otros tiempos.
Toda su amargura contra los aesir, que se negaban a aceptarla por su origen jotun,
mi propia amargura cuando descubrí que utilizaba sus conjuros para ayudar a Loki
contra mi pueblo... todo desapareció.
La tomé en mis brazos.
—Hela, cuando todo esto haya pasado...
—¡No es momento para hablar de amor! —rugió Thor—. ¡Date prisa!
Solté a Hela y le dije rápidamente:
—Consigue un caballo veloz y ve al otro lado del lago; te esperaremos allí.
Entonces, el Martillo y yo bajamos apresuradamente por el mismo camino por donde
habíamos entrado. Y nuevamente no encontramos a nadie. Todos los guerreros de
Surtr habían partido con las huestes de Loki.
Ya era de día cuando salimos dificultosamente del túnel y nos dirigimos al lugar donde
habíamos atado a nuestros caballos. Era un día obscuro y amenazante.
Galopamos alrededor del lago y Hela llegó a toda velocidad a unirse con nosotros. Luego
los tres galopamos a través del bosque en dirección a Asgard.
¡El mismo bosque parecía atemorizado! Como la noche anterior, todos los seres vivos se
desplazaban hacia el sur en una extraña huida.
—¡Se acerca la tormenta, Tyr! —gritó Thor mientras galopaba, señalando el cielo
todavía obscuro con el martillo.
—¡Sí, y será una tormenta nunca vista en este mundo! —respondió Hela. De nuevo
había temor en su voz.
Ahora, después de cabalgar muchas horas, nuestra senda se unió con las huellas que
había dejado en el bosque el paso de una gran cantidad de hombres.
—¡Loki y Surtr y sus huestes han pasado por aquí! —grité—. ¡Ya deben estar cerca de
Asgard!
Apuramos a nuestras resistentes cabalgaduras; sus cascos despertaron ecos
dormidos bajo los árboles gigantescos y solemnes.
Los relámpagos cruzaban el cielo negro una y otra vez; luego llegó el estampido de
los truenos. El rumor de la tormenta creció, mientras recorríamos las últimas millas.
Luego, a través del ruido de la tormenta, oímos un sonido diferente y familiar: el
rumor bronco e irregular de muchas voces, el ruido de la batalla.
—¡Están atacando a Asgard! —aulló Thor.
Habíamos llegado al límite del bosque, y, por un momento, detuvimos a nuestros
caballos para contemplar la terrible escena.
El abismo de Niffleheim bostezaba negro y lóbrego bajo el cielo bajo y tormentoso.
Allá, en el altivo pináculo que se alzaba desde el abismo, las torres de Asgard
parecían desafiar a la tempestad.
Justo debajo de donde estábamos, en el lado más cercano del abismo, se
desarrollaba una feroz batalla. Los guerreros aesir, con sus brillantes armaduras,
habían cruzado el puente y obligaban a retirarse a un grupo de jotuns de piel
obscura que había intentado atravesarlo.
—¡Mira! ¡Allá está Odín, encabezando a los aesir! ¡Y allá luchan Heimdall y Aegir y
Gragi! ¡Ven, Tyr!
Contuve al gigante que amaba las batallas.
—¡Espera! ¿Dónde están Loki, Surtr y su arma?
Hela señaló prontamente:
—¡Allí, Tyr! ¡Se están preparando para lanzar el fuego mágico!
Entonces los vi y por un momento mi corazón pareció paralizarse ante el
espectáculo.
En una loma situada a cierta distancia de la batalla y rodeada por guerreros, Loki y
Surtr se afanaban alrededor de un enorme ingenio que reconocí como una
paderosa catapulta.
Estaban sujetando en el brazo de la catapulta un gran frasco redondeado; adiviné
que era el recipiente de plomo que contenía el fuego mágico atómico.
—¡Tenemos que matarlos antes de que arrojen eso! —grité a Thor—. ¡Aguarda aquí,
Hela!
Y entonces, Thor y yo espoleamos a nuestros caballos y galopamos, alejándonos de la
batalla en dirección a la loma.
Los guerreros jotuns que custodiaban a Loki y Surtr nos vieron llegar. Dando gritos de
alarma se agruparon apresuradamente para recibirnos.
Nuestra carga los aplastó; el martillo de Thor se balanceaba trazando terribles arcos
mortales y mi espada golpeaba una y otra vez.
El caballo de Thor fue herido, pero el gigante saltó ágilmente a tierra y continuó
aplastando cráneos con su terrible arma. Yo también salté de mi caballo y luchamos
juntos, subiendo la ladera.
Sólo había un puñado de guardias jotuns y la mitad de ellos estaban ya muertos o
heridos. Nosotros también habíamos sufrido alguna herida, pero los pocos hombres
que quedaban no podían contenernos.
—¡Tyr y el Martillo! —Oí la voz ronca de Surtr que gritaba anunciando nuestra
llegada a Loki—. ¡Pronto! ¡Arroja el fuego mágico!
—¡Aguarda un momento! —gritó Loki, manipulando la gran catapulta—. ¡Detenedlos,
matadlos! ¡«Fenris»! ¡«Iormungandr»!
Ahora, en medio de la refriega, pude ver lo que no había visto antes; allá arriba,
junto a Loki, estaban sus dos monstruosos animales, el gran lobo y la serpiente
voladora.
Y, cuando Loki dio la orden, «Fenris» e «Iormungandr» se precipitaron contra nosotros
junto a Surtr. Vi el resplandor de los ojos verdes del lobo gigante cuando saltó hacia mí y
oí el ruido de las alas de la serpiente que golpeaban el aire mientras se dirigía hacia
Thor.
Thor golpeó furiosamente a la serpiente que se arrojaba sobre él. Y, mientras lo hacía,
Surtr se precipitó sobre él y clavó su espada en el pecho de Thor.
Lanzando un grito ronco, Thor golpeó hacia abajo. El poderoso martillo golpeó en el aire
y aplastó el casco de Surtr y su cabeza como si hubiesen sido una cáscara de huevo.
—¡Así terminan los traidores! —bramó Thor. Luego se tambaleó, cuando la serpiente
alada se precipitó sobre él.
Yo sentía el aliento caliente de «Fenris» en mi cara, mientras sus fauces se cerraban
sobre mi garganta. Retrocedí y escuché el ruido de sus mandíbulas al cerrarse. Mi
espada atravesó el enorme cuerpo gris que me obligaba a retroceder.
El lobo no moría. Había aferrado mi hombro izquierdo con sus mandíbulas y trataba de
llegar a mi garganta mientras yo lo atravesaba una y otra vez.
Luego, la bestia se derrumbó y me dejó escapar, aunque sus ojos verdes llenos de odio
todavía me miraban con fijeza.
—¡Thor! —grité roncamente mientras me ponía en pie.
El Martillo estaba de pie y vacilaba, con la serpiente enroscada en su cuerpo. Su rostro
estaba carmesí y sus ojos brillaban mientras sus manos retorcían la cabeza de dragón
de «Iormungandr» en un esfuerzo supremo.
Las vértebras de la serpiente crujieron; su cuerpo se aflojó y cayó, liberando a Thor.
Pero los últimos guerreros jotuns que se habían mantenido a un lado, atontados por
nuestro duelo a muerte con las monstruosas bestias de Loki, se precipitaron sobre
nosotros.
Los atacamos como posesos, luchando y avanzando. Y luego, súbitamente, llegó un
sonido vibrante que golpeó mis oídos como una maldición.
Loki había disparado su catapulta, en lo alto de la colina. Y el gran frasco de plomo
que transportaba la sentencia de muerte de Asgard cruzaba el cielo tormentoso en
dirección a las torres.
—¡Mirad! —dijo burlona y triunfante la voz metálica de Loki—. ¡Mirad el final de los aesir!
Como paralizados, yo, el tambaleante Martillo, y los pocos jotuns que quedaban,
miramos la trayectoria curva del recipiente mortal.
Vi como el frasco se estrellaba contra las torres de Walhalla. Y, desde allí, una gran
explosión ígnea se extendió en todas direcciones.
Pero no eran llamas rojas ¡era fuego mágico, frío y verde! Un frío fuego mágico que
salpicaba y goteaba cubriendo las torres y los muros de Asgard de una tonalidad verdosa
infernal, y se extendía con pesadillesca rapidez.
Desde el lugar donde los aesir luchaban, llegó un grito terrible:
—¡Asgard está ardiendo!
Y luego se oyó la severa voz de Odín:
—¡Nuestras familias están allí! ¡Vayamos a salvarlas o a morir con ellas, guerreros
míos!
Los aesir retrocedieron por el Puente del Arco Iris en dirección a Asgard. Detrás
entraron las huestes jotuns, profiriendo salvajes gritos de triunfo.
Pero Asgard ya estaba envuelto por el fuego mágico. El temible resplandor atómico
envolvía al poderoso Walhalla como una sábana de brillo verdoso que hacía palidecer
los rayos que rasgaban el cielo tempestuoso.
—¡Asgard y los aesir están condenados! —dijo Thor, ahogándose. Su gigantesca figura
cubierta de sangre se tambaleó, y luego cayó de rodillas. Su mano dejó caer el martillo
cuando me acerqué a ayudarle. Susurró—: Y la estocada de Surtr me hirió de muerte.
Perezco con nuestro pueblo...
Se oyó un grito de terror que provenía de los jotuns que estaba más cerca.
—¡El fuego mágico se está extendiendo por Nlffleheim! ¡Mirad!
El verdoso fuego mágico que estaba destruyendo todo Asgard, corría ahora por el
Puente del Arco Iris.
¡Ahora sabía cuál era el horrendo holocausto que Hela había previsto! Los espantosos
fuegos atómicos que se alimentaban de cualquier materia, ya no podían ser contenidos.
Siempre habían estado aprisionados en su cráter de plomo, pero ahora, la locura de
Loki los había derramado en nuestro mundo.
El Puente del Arco Iris ardía y la llameante muerte verde se deslizaba desde allí hacia el
campo de batalla. Los jotuns huían, gritando aterrorizados.
Paralizado, contemplé el espectáculo y luego bajé mi espada. Inmóvil, desesperado,
esperé que la resplandeciente muerte verde llegara hasta mí. Mis camaradas aesir se
habían marchado para siempre y no quería sobrevivirles.
Pero los cascos de un caballo resonaron y el grito de Hela golpeó mis oídos. Había
montado en mi caballo para llegar hasta donde estaba.
—¡Tyr! ¡Loki huye! —gritó—. ¡Ha comprendido que este mundo está condenado y trata
de llegar al Camino entre los Mundos!
Me volví rápidamente y una rabia feroz reemplazó a mi sufrimiento cuando vi fugazmente
a Loki que galopaba en su corcel en dirección al bosque.
Tras él, cojeando, iba una gran figura gris..., era el lobo «Fenris», a quien yo había
herido de muerte, pero que aún seguía a su amo con sus pocas fuerzas.
—¡Loki no escapará! —grité mientras saltaba a la silla—. ¡Morirá con nosotros y con
nuestro mundo!
Nos precipitamos en el bosque, siguiéndole. Entre los árboles habían muchísimos jotuns
aterrorizados, que aullaban tratando de huir de la explosión atómica.
Galopamos por el bosque; detrás de nosotros, el cielo resplandecía con un brillo
perverso que apagaba el destello de los relámpagos.
Ahora, a lo lejos, veíamos a Loki galopar por la ladera de la colina en cuya cima estaban
las grandes piedras del Camino entre los Mundos.
Cuando llegamos a la cima, Loki había colocado las ramas de abedul junto a las
piedras y estaba en pie en el centro del círculo mientras los relámpagos caían a su
alrededor.
Y «Fenris», moribundo, pero fiel, estaba temblando junto a su amo y gruñía fieramente
ante nuestra presencia.
Desmonté y me precipité hacia el círculo de pavorosos relámpagos. Loki me esperaba. Su hermoso rostro era ahora una máscara infernal de temor y odio y su espada golpeó a
la mía.
Hela gritó y, con el rabillo del ojo, vi a «Fenris» que saltaba sobre mí desde el
costado, con las mandíbulas abiertas.
—¡Bruja traicionera! —aulló Loki, cuando Hela se interpuso entre el lobo y yo blandiendo su daga.
Las fauces de la bestia moribunda se cerraron sobre Hela y la arrastraron hacia abajo.
Con fuerza sobrehumana, bajé de un golpe la espada de Loki y lo atravesé con la mía.
Súbitamente los relámpagos danzaron con terrorífico esplendor alrededor del círculo de piedras rúnicas que nos rodeaba. Sentí que me hundía, que caía...
Lentamente, recuperé los sentidos. Yacía sobre la tierra tibia, el sol calentaba mi cara y una suave brisa agitaba mis cabellos.
Me puse en pie, tambaleándome. Miré a mi alrededor.
Los relámpagos, el siniestro resplandor verdoso del fuego mágico, las salvajes colinas
y los bosques de ese otro mundo habían desaparecido.
Yo estaba en el círculo de piedras rúnicas semiderruidas que había en la colina de la
pacífica Noruega.
El Camino entre los Mundos se había abierto y yo había vuelto a la Tierra.
Y no estaba solo. Loki yacía muerto, a mis pies, y «Fenris» y Hela estaban allí cerca.
¡Muertos, todos muertos! Las fauces del lobo moribundo habían matado a Hela cuando
ésta trató de protegerme.
¡Muertos, tal como debía estar el mundo de los aesir, al otro lado del velo! Un planeta ennegrecido, una brasa cuya vida había sido devorada por la explosión atómica. Y
seguiría así hasta el fin del tiempo.
Sí, había encontrado mi pasado, mi pueblo y mi amor perdido. Pero los había hallado
sólo para verlos desaparecer en el crepúsculo de los dioses.
Antes de marcharme del lugar, enterré a Loki y a «Fenris» en la umbrosa ladera de la
colina de Runestone.
A Hela la enterré dentro del círculo de antiguas piedras grabadas.
La gente de Stortfors me evitó con pavor supersticioso cuando llegué a la aldea. Había pasado un año terrestre entero desde mi partida y ahora reaparecía aturdido,
exhausto y sangrando por mis heridas.
No podía quedarme allí. Antes de que pasara un día había partido de Noruega en
avión, camino de Nueva York.
Pero aquí, en la gran ciudad donde escribo estas palabras, soy un extraño, Sí, y sé que seré para siempre un extraño en esta Tierra que no es mi mundo.
Yo soy Tyr, el de la Espada, capitán y guerrero de los aesir. Pero los aesir y su mundo han desaparecido para siempre. Nunca más cabalgaré con Thor, hacia la batalla,
nunca más aclamaré a Odín, nuestro rey, en el Walhalla.
Y nunca más veré a la hechicera morena, a la única mujer que amé en mi vida.
Sé que el recuerdo de todos ellos me seguirá hasta que me vuelva loco o hasta que me
suicide. Pero la locura y el suicidio no son muertes dignas de un guerrero.
De modo que debo olvidar. Y sólo hay una manera de olvidar: que Tyr, el de la Espada,
vuelva a ser Eric Wolverson, de la Tierra.
Cuando enterré a Hela sólo tomé dos cosas de su cuerpo; el anillo que le había dado,
tiempo atrás, y el frasquito del obscuro brebaje infernal que borra los recuerdos.
El frasquito está en mi escritorio, frente a mí. Cuando haya terminado de escribir esto, beberé su contenido, Y entonces olvidaré.
Olvidaré el mundo de los aesir, de Odín, Thor y Loki... y Hela. No recordaré nada.
Mis amigos de aquí me dirán que soy Eric Wolverson y yo lo creeré y retomaré la vida de Eric Wolverson y no me volveré loco a causa de los recuerdos de Tyr.
Leeré esta historia que acabo de escribir y pensaré, igual que vosotros, que es una
fantasía.
Quizá alguna vez dude. Puede ser que me pregunte si esta historia no será cierta, si no seré realmente Tyr, de los desaparecidos aesir.
Pero, gracias a los hados, nunca estaré seguro.

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