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jueves, 10 de abril de 2008

EL MIEDO -- GUY DE MAUPASSANT

El miedo
Guy de Maupassant

Volvimos a subir a cubierta después de la cena. Ante nosotros, el
Mediterráneo no tenía el más mínimo temblor sobre toda su superficie, a la que una
gran luna tranquila daba reflejos. El ancho barco se deslizaba, echando al cielo,
que parecía estar sembrado de estrellas, una gran serpiente de humo negro; detrás
de nosotros, el agua blanquísima, agitada por el paso rápido del pesado buque,
golpeada por la hélice, espumaba, removía tantas claridades que parecía luz de
luna burbujeando.
Ahí estábamos, unos seis u ocho, silenciosos, llenos de admiración, la vista
vuelta hacia la lejana África, a donde nos dirigíamos. De pronto el comandante,
que fumaba un puro en medio de nosotros, retomó la conversación de la cena.
—Sí, aquel día tuve miedo. Mi navío se quedó seis horas con esa roca en el
vientre, golpeado por el mar. Afortunadamente, por la tarde nos recogió un barco
carbonero inglés que nos había visto.
Entonces un hombre alto con el rostro quemado, de aspecto serio, uno de esos
hombres que uno imagina que han cruzado largos países desconocidos, en medio
de peligros incesantes, y cuyos ojos tranquilos parecen conservar, en su
profundidad, algo de los países extraños que han visto; uno de esos hombres que
uno adivina empapado en el valor, habló por primera vez: —Usted dice,
comandante, que tuvo miedo; no le creo en absoluto. Usted se equivoca en la
palabra y en la sensación que experimentó. Un hombre enérgico nunca tiene miedo
ante un peligro apremiante. Está emocionado, agitado, ansioso; pero el miedo es
otra cosa.
El comandante prosiguió, riéndose: —¡Caray ! Le vuelvo a decir que yo tuve
miedo.
Entonces el hombre de tez morena dijo con una voz lenta : —¡Permítame
explicarme ! El miedo (y hasta los hombres más intrépidos pueden tener miedo) es
algo espantoso, una sensación atroz, como una descomposición del alma, un
espasmo horroroso del pensamiento y del corazón, cuyo mero recuerdo provoca
estremecimientos de angustia. Pero cuando se es valiente, esto no ocurre ni ante un
ataque, ni ante la muerte inevitable, ni ante todas las formas conocidas de peligro:
ocurre en ciertas circunstancias anormales, bajo ciertas influencias misteriosas
frente a riesgos vagos. El verdadero miedo es como una reminiscencia de los
terrores fantásticos de antaño. Un hombre que cree en los fantasmas y se imagina
ver un espectro en la noche debe de experimentar el miedo en todo su espantoso
horror.
«Yo adiviné lo que es el miedo en pleno día, hace unos diez años. Lo
experimenté, el pasado invierno, una noche de diciembre.
«Y, sin embargo, he pasado por muchas vicisitudes, muchas aventuras que
parecían mortales. He luchado a menudo. Unos ladrones me dieron por muerto. Fui
condenado, como sublevado, a la horca en América y arrojado al mar desde la
cubierta de un buque frente a la costa de China. Todas las veces creí estar perdido e
inmediatamente me resignaba, sin enternecimiento e incluso sin arrepentimientos.
«Pero el miedo no es eso.
«Lo presentí en África. Y, sin embargo, es hijo del Norte; el sol lo disipa como
una niebla. Fíjense en esto, señores. Entre los orientales, la visa no vale nada; se
resignan en seguida; las noches están claras y vacías de las sombrías
preocupaciones que atormentan los cerebros en los países fríos. En Oriente, donde
se puede conocer el pánico, se ignora el miedo.
«Pues bien, esto es lo que me ocurrió en esa tierra de África:
«Atravesaba las grandes dunas al sur de Uargla. Es éste uno de los países más
extraños del mundo. Conocerán la arena unida, la arena recta de las interminables
playas del Océano. ¡Pues bien! Figúrense al mismísimo Océano convertido en
arena en medio de un huracán; imaginen una silenciosa tormenta de inmóviles olas
de polvo amarillo. Olas altas como montañas, olas desiguales, diferentes,
totalmente levantadas como aluviones desenfrenados, pero mis grandes aún, y
estriadas como el moaré. Sobre ese mar furioso, mudo y sin movimiento, el sol
devorador del sur derrama su llama implacable y directa. Hay que escalar aquellas
láminas de ceniza de oro, volver a bajar, escalar de nuevo, escalar sin cesar, sin
descanso y sin sombra. Los caballos jadean, se hunden hasta las rodillas y resbalan
al bajar la otra vertiente de las sorprendentes colinas.
«Íbamos dos amigos seguidos por ocho espahíes y cuatro camellos con sus
camelleros. Ya no hablábamos, rendidos por el calor, el cansancio, y resecos de sed
como aquel desierto ardiente. De pronto uno de aquellos hombres dio como un
grito; todos se detuvieron; permanecimos inmóviles, sorprendidos por un
inexplicable fenómeno conocido por los viajeros en aquellas regiones perdidas.
«En algún lugar, cerca de nosotros, en una dirección indeterminada, redoblaba
un tambor, el misterioso tambor de las dunas; sonaba con claridad, unas veces más
vibrante, otras debilitado, deteniéndose, e iniciando de nuevo su redoble fantástico.
«Los árabes, espantados, se miraban; uno dijo, en su idioma: "La muerte está
sobre nosotros." Y entonces, de pronto, mi compañero, mi amigo, casi mi hermano,
se cayó de cabeza del caballo, fulminado por una insolación.
«Y durante dos horas, mientras intentaba en vano salvarle, aquel tambor
inalcanzable me llenaba el oído con su ruido monótono, intermitente e
incomprensible; y sentía deslizarse por mis huesos el miedo, el verdadero miedo, el
odioso miedo, frente al cadáver amado, en ese agujero incendiado por el sol entre
cuatro montes de arena, mientras el eco desconocido nos arrojaba, a doscientas
leguas de cualquier pueblo francés, el redoble rápido del tambor.
«Aquel día entendí lo que era tener miedo; y lo supe aún mejor en otra
ocasión...
El comandante interrumpió al narrador: —Perdone, señor, pero ¿aquel tambor?
¿Qué era?
El viajero contestó: —No lo sé. Nadie lo sabe. Los oficiales, a menudo
sorprendidos por ese ruido singular, lo suelen atribuir al eco aumentado,
multiplicado, desmesuradamente inflado por las ondulaciones de las dunas, de una
lluvia de granos de arena arrastrados por el viento al chocar con una mata de
hierbas secas; ya que siempre se ha comprobado que el fenómeno se produce cerca
de pequeñas plantas quemadas por el sol, y duras como el pergamino.
«Aquel tambor no sería más que una especie de espejismo del sonido. Eso es
todo. Pero no lo supe hasta más tarde.
«Sigo con mi segunda emoción.
«Ocurrió el invierno pasado, en un bosque del noreste de Francia. El cielo
estaba tan oscuro que la noche llegó dos horas antes. Tenía como guía a un
campesino que andaba a mi lado, por un pequeñísimo camino, bajo una bóveda de
abetos a los que el viento desenfrenado arrancaba aullidos. Entre las copas veía
correr nubes desconcertadas, nubes enloquecidas que parecían huir ante un
espanto. A veces, bajo una inmensa ráfaga, todo el bosque se inclinaba en el
mismo sentido con un gemido de sufrimiento; y me invadía el frío, a pesar de mi
paso ligero y mi ropa pesada.
«Teníamos que cenar y dormir en la casa de un guardabosque, cuya morada ya
no quedaba muy lejos. Iba allí para cazar.
«A veces mi guía levantaba los ojos y murmuraba: "¡Qué tiempo tan triste!"
Luego me habló de la gente a cuya casa llegábamos. El padre había matado a un
cazador furtivo dos años antes y, desde entonces, parecía sombrío, como
atormentado por un recuerdo. Sus dos hijos, ya casados, vivían con él.
«La noche era profunda. No veía nada delante de mí, ni a mi alrededor, y las
ramas de los árboles chocaban entre sí llenando la noche de un incesante rumor.
Finalmente vi una luz y en seguida mi compañero llamó a una puerta. Nos
contestaron los gritos agudos de unas mujeres. Después una voz de hombre, una
voz sofocada, preguntó: "¿Quién es?" Mi guía dio su nombre. Entramos. Fue un
cuadro inolvidable.
«Un hombre viejo de pelo blanco y mirada loca, con la escopeta cargada en la
mano, nos esperaba de pie en mitad de la cocina mientras dos mozarrones, armados
con hachas, vigilaban la puerta. Distinguí en los rincones oscuros a dos mujeres
arrodilladas, con el rostro escondido contra la pared.
«Nos presentamos. El viejo volvió a poner su arma contra la pared y mandó
que se preparara mi habitación; luego, como las mujeres no se movían, me dijo
bruscamente: —Verá usted, señor; esta noche, hace dos años, maté a un hombre. El
año pasado volvió para buscarme. Le espero otra vez esta noche. —Y añadió con
un tono que me hizo sonreír: —Por eso no estamos tranquilos.
«Le tranquilicé como pude, feliz por haber venido precisamente aquella noche,
y asistir al espectáculo de ese terror supersticioso. Conté varias historias y conseguí
tranquilizarles a casi todos.
«Cerca del fuego, un viejo perro, bigotudo y casi ciego, uno de esos perros que
se parecen a gente que conocemos, dormía el morro entre las patas.
«Fuera, la tormenta encarnizada azotaba la pequeña casa y, a través de un
estrecho cristal, una especie de mirilla situada cerca de la puerta, veía de pronto
todo un desbarajuste de árboles empujados violentamente por el viento a la luz de
grandes relámpagos.
«Notaba perfectamente que, a pesar de mis esfuerzos, un terror profundo se
había apoderado de aquella gente, y cada vez que dejaba de hablar, todos los oídos
escuchaban a lo lejos. Cansado de presenciar aquellos temores estúpidos, iba a
pedir acostarme, cuando el viejo guarda de pronto saltó de su silla, cogió de nuevo
su escopeta, mientras tartamudeaba con una voz enloquecida: —¡Ahí está! ¡Ahí
está! ¡Le oigo!
«Las dos mujeres volvieron a caerse de rodillas en los rincones, escondiendo el
rostro; y los hijos volvieron a coger sus hachas. Iba a intentar tranquilizarles otra
vez, cuando el perro dormido se despertó de pronto y, levantando la cabeza,
tendiendo el cuello, mirando hacia el fuego con sus ojos casi apagados, dio uno de
esos lúgubres aullidos que hacen estremecerse a los viajeros, de noche, en el
campo. Todos los ojos se volvieron hacia él; ahora permanecía inmóvil, tieso sobre
las patas, como atormentado por una visión; se echó de nuevo a aullar hacia algo
invisible, desconocido, sin duda horroroso, ya que todo el pelo se le ponía de
Punta. El guarda, lívido, gritó: —¡Lo huele! ¡Lo huele! Estaba ahí cuando lo
maté.— Y las dos mujeres enloquecidas se echaron a gritar con el perro.
«A mi pesar, un gran escalofrío me corrió entre los hombros. El ver al animal
en aquel lugar, a aquella hora, en medio de aquella gente enloquecida, resultaba
espantoso.
«Entonces, durante una hora, el perro aulló sin moverse; aulló como preso de
angustia en un sueño; y el miedo, el espantoso miedo entró en mí; ¿el miedo a qué?
¿Lo sabré yo? Era el miedo, y punto.
«Permanecíamos inmóviles, lívidos, en espera de un acontecimiento horroroso,
aguzando el oído, el corazón latiendo, descompuestos al menor ruido. Y el perro se
puso a dar vueltas alrededor del cuarto, oliendo las paredes y siempre gimiendo.
¡Aquel animal nos volvía locos! Entonces el campesino que me había guiado, se
abalanzó sobre él, en una especie de paroxismo de terror furioso, y abriendo una
puerta que daba a un pequeño patio, echó al animal afuera.
«Éste se calló en seguida, y nos quedamos sumidos en un silencio aún más
terrorífico. Y de pronto todos a la par tuvimos una especie de sobresalto: un ser se
deslizaba contra la pared, en el exterior, hacia el bosque; luego pasó junto a la
puerta, que pareció palpar, con una mano vacilante; no volvimos a oír nada más
durante dos minutos que nos convirtieron en insensatos; luego volvió, siempre
rozando la pared; y raspó ligeramente, como lo haría un niño con la uña; y de
pronto una cabeza apareció contra el cristal de la mirilla, una cabeza blanca con
ojos luminosos como los de una fiera. Y un sonido salió de su boca, un sonido
indistinto, un murmullo quejumbroso.
«Entonces un estruendo formidable estalló en la cocina. El viejo guarda había
disparado. Inmediatamente sus hijos se precipitaron, taparon la mirilla levantando
la gran mesa que sujetaron con el aparador.
«Y les juro que al oír el estrépito del disparo que no me esperaba tuve tal
angustia en el corazón, el alma y el cuerpo, que me sentí desfallecer y a punto de
morir de miedo.
«Nos quedamos ahí hasta la aurora, incapaces de movernos, de decir una
palabra, crispados en un enloquecimiento inefable.
«No nos atrevimos a desatrancar la salida hasta no ver, por la hendidura de un
sobradillo, un fino rayo de día.
«Al pie del muro, junto a la puerta, yacía el viejo perro, con el hocico
destrozado por una bala.
«Había salido del patio escarbando un agujero bajo una empalizada.
El hombre de rostro moreno se calló; luego añadió: —Aquella noche no corrí
ningún peligro, pero preferiría volver a empezar todas las horas en las que me
enfrenté con los peligros más terribles, antes que el minuto único del disparo sobre
la cabeza barbuda de la mirilla.

F I N

(23 de octubre de 1882)

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