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jueves, 31 de diciembre de 2009

La neurociencia del suicidio

La neurociencia del suicidio

Carol Ezzell

Nuevas investigaciones sobre la desgarradora pregunta que queda cuando alguien le pone fin su propia vida.

En 1994, a dos días de haber vuelto de unas felices vacaciones con la familia, mi madre, de 57 años, encañonó una pistola contra su pecho izquierdo y disparó. El impacto perforó limpia y letalmente su corazón y, metafóricamente, el de toda nuestra familia.

Era cerca de la medianoche de una noche de julio, mes en el que anualmente se registra el mayor número de suicidios en el Hemisferio Norte. Su esposo no oyó el disparo porque se estaba duchando en el otro extremo de la casa. Cuando volvió a la recámara, la encontró agonizante sobre la alfombra. Ella trató de decirle algo antes de morir, pero él no entendió nada. Los paramédicos llegaron para atender al paciente, pero no al que esperaban: mi padrastro por poco fallece también pues la hiperventilación causada por la impresión casi derrotó a sus debilitados pulmones, disminuidos ya por un enfisema.

Mientras tanto, yo dormía en mi apartamento, a 300 kilómetros de allí. A las 2 a.m. me avisaron de la portería que mi cuñada estaba en el vestíbulo del edificio y deseaba subir. Las primeras palabras que le dije al abrir la puerta fueron: “Se trata de mamá, ¿no es cierto?”

Anualmente, 30,000 estadounidenses se quitan la vida. ¿Por qué lo hacen? Mi madre, al igual que un estimado de 60 a 90 por ciento de los suicidas en los Estados Unidos, sufría de depresión maníaca, también llamada trastorno bipolar. A menos que estén tomando los medicamentos adecuados y respondiendo bien a ellos, los maníaco-depresivos oscilan entre abismos de desesperación y cumbres de alegría o agitación. La mayoría de quienes atentan contra su vida tienen un historial de depresión o depresión maníaca, pero las personas con depresión severa difieren en cuanto a su propensión a suicidarse.

Los científicos han comenzado a descubrir aspectos conductuales y a buscar diferencias anatómicas y químicas, así como sus causas, entre los cerebros de los suicidas y los de quienes mueren por otras causas. Si estas diferencias pudieran detectarse mediante análisis de sangre u otro tipo de estudios, algún día los médicos podrían identificar a las personas más propensas al suicidio para tratar de evitar la tragedia. Por desgracia, muchas personas con tendencia suicida acaban con sus vidas a pesar de los esfuerzos por impedirlo.

El legado de mi madre

Son pocos los días en que no me atormenta la obsesión por entender qué orilló a mi madre a suicidarse y me invade un abrumador sentimiento de culpa al pensar en lo que pude o debí haber hecho para detenerla. Pero lo más duro para mí es vivir con la certeza de que nunca sabré la respuesta.

Quizá en el futuro, algunas partes de la historia de mi madre sean menos misteriosas Al menos, la antigua interrogante sobre si la tendencia a suicidarse es innata o se debe a la acumulación de malas experiencias está más cerca de resolverse. Aunque en algunos círculos psiquiátricos aún se debate si es una o la otra, la mayoría de quienes estudian el tema adoptan una posición intermedia. “Hace falta que varias cosas vayan mal al mismo tiempo”, explica Victoria Arango del Instituto Psiquiátrico de Nueva York,. En su opinión, en el fenómeno intervienen tanto las experiencias de la vida y el estrés agudo como factores fisiológicos. Pero en el fondo del misterio está un sistema nervioso cuyas líneas de comunicación se han enredado en nudos insoportablemente dolorosos.

Arango y su colega en Columbia, J. John Mann, encabezan un esfuerzo por desentrañar esos nudos y aclarar la neuropatología del suicidio. Han reunido la mejor colección en los Estados Unidos de cerebros de víctimas de suicidio. Los investigadores están examinando esos cerebros —200 en total— en busca de alteraciones neuroanatómicas, químicas o genéticas que podrían ser características de quienes se pusieron fin a sus propias vidas. Cada uno de los cerebros viene acompañado de su “autopsia psicológica”, es decir, un compendio de entrevistas con los familiares y conocidos íntimos de la víctima que atestiguaron su estado mental y conducta en los últimos días previos a su acto final. Cada uno de los cerebros procedentes de suicidas se compara con el de una persona del mismo sexo, fallecida aproximadamente a la misma edad por causas distintas del suicidio pero que sufrió una depresión semejante.

En la masa gelatinosa del cerebro humano están las células y moléculas que estuvieron inseparablemente ligadas a lo que la persona alguna vez pensó y, por supuesto, a lo que fue. Parte de las investigaciones de Mann y Arango se centran en la corteza prefrontal, es decir, la parte del cerebro cercana al hueso de la frente. Ésta es la sede de las llamadas funciones ejecutivas del cerebro, entre ellas el censor interno que impide que las personas exploten y digan lo que realmente piensan en una situación difícil, o que obedezcan a impulsos potencialmente peligrosos.

Arango y Mann están especialmente interesados en esa función moderadora de impulsos que desempeña la corteza prefrontal. Durante décadas, los científicos han considerado la impulsividad como un factor muy importante. Aunque algunas personas planean cuidadosamente su muerte y dejan notas, testamentos e incluso planes funerarios, para muchos—entre ellos mi madre— el suicidio parece ser espontáneo: una muy mala decisión en un día muy aciago. Por ello, Arango y Mann escudriñan esos cerebros buscando pistas sobre la base biológica de la impulsividad. En particular, están interesados en las diferencias de disponibilidad de serotonina pues de acuerdo con los resultados de algunas investigaciones anteriores, la impulsividad está relacionada con una escasez de esa sustancia química cerebral.

La serotonina es un neurotransmisor, es decir, una de esas moléculas que cruzan las minúsculas brechas que hay entre las neuronas —llamadas sinapsis— para transmitir señales de una a otra. De cada una de las neuronas emisoras de señales, conocidas como presinápticas, surgen unas pequeñas burbujas membranosas, llamadas vesículas, que liberan serotonina hacia la sinapsis. Los receptores de las neuronas que reciben la señal, o postsinápticas, se unen al neurotransmisor y registran cambios bioquímicos en la célula, los cuales pueden alterar su capacidad para responder a otros estímulos o para activar y desactivar genes. Un instante después, las células presinápticas reabsorben la serotonina mediante unas esponjas moleculares denominadas transportadores de serotonina.

Se sabe que la serotonina tiene un efecto calmante sobre el cerebro. El Prozac y otros fármacos antidepresivos semejantes se unen a los transportadores de serotonina para evitar que las neuronas presinápticas la absorban demasiado rápido y ésta pueda permanecer un poco más en la sinapsis ejerciendo su influencia calmante.

Rastros del dolor

Durante más de dos décadas, la depresión, la conducta agresiva y la tendencia a la impulsividad se han asociado con niveles cerebrales bajos de serotonina. En el caso del suicidio, no se ha podido establecer dicha relación de manera concluyente pues los resultados son confusos. Algunos estudios han detectado niveles bajos serotonina en los cerebros de los suicidas, pero otros no. Algunos han observado carencia de serotonina en ciertas partes de los cerebros pero no en el resto. Otros más han descrito encontrado un incremento en la cantidad de receptores de serotonina o déficits en la cadena de eventos químicos que transmiten la señal de la serotonina desde los receptores hacia el interior de una neurona.

No obstante las incongruencias, la mayoría de las evidencias sugiere que en los cerebros de los suicidas hay un problema asociado con el sistema de la serotonina, hipótesis que se ha reforzado a la luz de los recientes hallazgos de Arango y Mann.

Los científicos dividen los cerebros en sus hemisferios izquierdo y derecho, y después seccionan cuidadosamente cada hemisferio, desde el frente hacia atrás, en un total de 10 a 12 bloques. Después de congelarlos, con una máquina llamada microtomo cortan cada bloque en unas 160 rebanadas cuyo grosor es menor al de un cabello humano. Las láminas de tejido congelado se coloca sobre portaobjetos y se derriten con el puro calor de las manos. El principal de esta técnica es que permite realizar varias pruebas bioquímicas distintas a la misma rebanada de cerebro y conocer la exacta ubicación anatómica de las variaciones que se vayan detectando. Al reubicar cada rebanada en la posición que ocupaba en el cerebro con ayuda de una computadora, Mann y Arango obtienen un modelo virtual que les permite analizar cómo podrían interactuar las anormalidades encontradas para generar alguna conducta compleja.

En la conferencia de la Sociedad de Neurociencias celebrada en noviembre de 2001, Arango reportó que los cerebros de las personas deprimidas que se habían suicidado contenían menos neuronas en la corteza prefrontal orbital, región del cerebro que se ubica justo encima de los ojos. Es más, en los cerebros de suicidas, esa área tenía sólo un tercio de los transportadores presinápticos de serotonina que la misma región de los cerebros del grupo control, pero aproximadamente 30 por ciento más receptores postsinápticos de serotonina.

Los resultados anteriores sugieren que los cerebros de los suicidas intentaban aprovechar al máximo cada una de sus moléculas de serotonina incrementando sus equipos moleculares para detectar al neurotransmisor y disminuyendo la cantidad de transportadores que la reabsorbían. “Creemos que hay una deficiencia en el sistema serotonérgico de las personas que se suicidan”, concluye Arango. Inhibir la reabsorción de la serotonina, como lo hace el Prozac, no siempre es suficiente para evitar el suicidio, como no lo fue para mi madre, quien murió a pesar de que tomaba diariamente 40 miligramos del fármaco.

Actualmente, Mann y sus colegas trabajan en el diseño de una prueba basada en la técnica de tomografía por emisión de positrones (TEP) que algún día pueda ayudar a los médicos a determinar quiénes, dentro de su grupo de pacientes con depresión, presentan mayores anomalías en el sistema serotonérgico y, por tanto, son más propensos al suicidio. Este tipo de tomografías retratan la actividad cerebral mediante el registro de las regiones del cerebro que absorben más glucosa de la sangre. La administración al paciente de sustancias que causan la liberación de serotonina, como la fenfluramina, podrían ayudar a los científicos a detectar con precisión las áreas activas del cerebro que utilizan serotonina.

En la edición de agosto de 2000 de Archives of General Psychiatry, Mann y sus colaboradores reportaron una relación entre la actividad en la corteza prefrontal de personas que habían intentado suicidarse y la peligrosidad potencial del intento. Quienes habían usado los medios más peligrosos —como tomar la mayor cantidad de pastillas o saltar desde el punto más alto— presentaban el menor grado de actividad relacionado con la serotonina en su corteza prefrontal. “Mientras más letal era el intento de suicidio, mayor era la anormalidad”, observa Mann.

Ghanshyam N. Pandey de la Universidad de Illinois conviene en que el sistema serotonérgico del cerebro es clave en la comprensión del suicidio. “Hay un cúmulo de evidencias que sugieren que hay deficiencias de serotonina en los casos de suicidio, pero éstas no se presentan de manera aislada sino en concierto con otros déficits”, dice. “Todo el sistema parece estar alterado.”

Sin embargo, la hipótesis de la serotonina no niega la importancia de las contribuciones de otros neurotransmisores. La serotonina es sólo una de las moléculas de la intrincada red bioquímica llamada eje hipotalámico-pituitario-adrenal (HPA), en el cual el hipotálamo y la pituitaria se comunican con las glándulas adrenales. El eje HPA es el responsable de la respuesta al estrés, caracterizada, entre otras cosas, por la aceleración del pulso y el sudor en las palmas de las manos. El factor liberador de corticotrofina, segregada por el hipotálamo en momentos de estrés, hace que la pituitaria anterior produzca la hormona adrenocorticotrópica, la cual a su vez hace que la corteza adrenal secrete glucocorticoides como el cortisol. El cortisol prepara al cuerpo para el estrés elevando la concentración de azúcar en la sangre, acelerando los latidos del corazón e inhibiendo una sobrerreacción del sistema inmune.

La serotonina se adapta al eje HPA porque modula el umbral de estimulación. Charles B. Nemeroff de la Escuela de Medicina de la Universidad Emory y sus colegas han descubierto que las experiencias adversas en etapas tempranas de la vida —como el abuso infantil— pueden desequilibrar el eje HPA. Este trastorno deja huellas bioquímicas en el cerebro, las cuales lo hacen reaccionar de manera exagerada al estrés, por lo que la persona se vuelve vulnerable a la depresión

En 1995, el grupo de Pandey reportó señales de que las anormalidades en los circuitos de la serotonina presentes en quienes tenían tendencia al suicidio podían detectarse mediante una prueba sanguínea relativamente sencilla. Cuando compararon la cantidad de receptores de serotonina en las plaquetas de la sangre de personas que habían considerado el suicidio con la de los individuos no suicidas, encontraron que era mucho mayor en los primeros. (En las plaquetas hay receptores de serotonina, aunque aún no se sabe por qué.)

Pandey comenta que su grupo concluyó que el marcado aumento de la cantidad de receptores reflejaba una respuesta similar en los cerebros de los posibles suicidas: un fútil intento de reunir la mayor cantidad posible de serotonina. Para comprobar su hipótesis, Pandey desearía determinar si dicha relación se cumple en las personas que acaban suicidándose. “Queremos saber si las plaquetas pueden usarse como marcadores para identificar a pacientes suicidas. Estamos avanzando, aunque lentamente”, comenta.

Maldición por generaciones

Mientras no se desarrollen pruebas para identificar a quienes tienen mayor propensión al suicidio, los médicos podrían dirigir sus esfuerzos hacia los parientes biológicos de los suicidas. En el número de septiembre de 2002 de Archives of General Psychiatry, Mann, David A. Brent del Instituto y Clínica Psiquiátrica Western de Pittsburgh y sus colegas reportaron que los hijos de quienes han intentado suicidarse tienen seis veces más propensas a la misma conducta que las personas cuyos padres nunca intentaron quitarse la vida. La correlación parece ser parcialmente genética, pero la tarea de descubrir al gen o grupo de genes responsable de la predisposición no es fácil. A principios de los noventa, A. Roy del Departamento del Centro Médico para Veteranos en Nueva Jersey observó que 13 por ciento de los gemelos idénticos de personas que se habían suicidado, también acababan haciéndolo, mientras que apenas el 0.7 por ciento de los gemelos fraternos repetían la acción de sus hermanos suicidas.

Las estadísticas anteriores son una advertencia para mí y para otras personas vinculadas biológicamente con el suicidio. En un frasquito conservo un cartucho de la misma caja que contenía el que mató a mi madre. La policía se llevó el arma tras su muerte, y yo misma tiré a la basura las demás balas cuando estaba limpiando su armario. Sin embargo, guardo ese único y helado trozo de metal para que me recuerde lo frágil que es la vida y que una acción impulsiva puede tener enormes consecuencias. Tal vez algún día la ciencia comprenda mejor las razones del suicidio y con ello libere del sufrimiento a familias como la mía.

Referencias

Night Falls Fast: Understanding Suicide. Kay Redfield Jamison. Vintage Books, 2000.

Reducing Suicide: A National Imperative. Institute of Medicine. Edited by Sarah K. Goldsmith, Terry C. Pellmar, Arthur M. Kleinman and William E. Bunney. National Academies Press, 2002.

Information and education materials on preventing suicide can be obtained from the National

Mental Health Association (www.nmha.org), the American Foundation for Suicide Prevention (www.afsp.org) and the American Association of Suicidology (www.suicidology.org). The group also have support materials for the survivors of loved ones who died by suicide.

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