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martes, 12 de enero de 2010

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miércoles, 6 de enero de 2010

EL HORLA

EL HORLA


8 de mayo

¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.
Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre.
A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya.
¡Qué hermosa mañana!
A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso.
Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.

11 de mayo

Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste.
¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en angustia? Diríase qué el aire, el aire invisible, está poblado de lo desconocido, de poderes cuya misteriosa proximidad experimentamos. ¿Por qué al despertarme siento una gran alegría y ganas de cantar, y luego, sorpresivamente, después de dar un corto paseo por la costa, regreso desolado como si me esperase una desgracia en mi casa? ¿Tal vez una ráfaga fría al rozarme la piel me ha alterado los nervios y ensombrecido el alma? ¿Acaso la forma de las nubes o el color tan variable del día o de las cosas me ha perturbado el pensamiento al pasar por mis ojos? ¿Quién puede saberlo? Todo lo que nos rodea, lo que vemos sin mirar, lo que rozamos inconscientemente, lo que tocamos sin palpar y lo que encontramos sin reparar en ello, tiene efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables sobre nosotros, sobre nuestros órganos y, por consiguiente, sobre nuestros pensamientos y nuestro corazón.
¡Cuán profundo es el misterio de lo Invisible! No podemos explorarlo con nuestros mediocres sentidos, con nuestros ojos que no pueden percibir lo muy grande ni lo muy pequeño, lo muy próximo ni lo muy lejano, los habitantes de una estrella ni los de una gota de agua. . . con nuestros oídos que nos engañan, trasformando las vibraciones del aire en ondas sonoras, como si fueran hadas que convierten milagrosamente en sonido ese movimiento, y que mediante esa metamorfosis hacen surgir la música que trasforma en canto la muda agitación de la naturaleza... con nuestro olfato, más débil que el del perro... con nuestro sentido del gusto, que apenas puede distinguir la edad de un vino.
¡Cuántas cosas descubriríamos a nuestro alrededor si tuviéramos otros órganos que realizaran para nosotros otros milagros!

16 de mayo

Decididamente, estoy enfermo. ¡Y pensar que estaba tan bien el mes pasado! Tengo fiebre, una fiebre atroz, o, mejor dicho, una nerviosidad febril que afecta por igual el alma y el cuerpo. Tengo continuamente la angustiosa sensación de un peligro que me amenaza, la aprensión de una desgracia inminente o de la muerte que se aproxima, el presentimiento suscitado por el comienzo de un mal aún desconocido que germina en la carne y en la sangre.

18 de mayo

Acabo de consultar al médico pues ya no podía dormir. Me ha encontrado el pulso acelerado, los ojos inflamados y los nervios alterados, pero ningún síntoma alarmante. Debo darme duchas y tomar bromuro de potasio.

25 de mayo

¡No siento ninguna mejoría! Mi estado es realmente extraño. Cuando se aproxima la noche, me invade una inexplicable inquietud, como si la noche ocultase una terrible amenaza para mí. Ceno rápidamente y luego trato de leer, pero no comprendo las palabras y apenas distingo las letras. Camino entonces de un extremo a otro de la sala sintiendo la opresión de un temor confuso e irresistible, el temor de dormir y el temor de la cama. A las diez subo a la habitación. En cuanto entro, doy dos vueltas a la llave y corro los cerrojos; tengo miedo. . . ¿de qué?. . . Hasta ahora nunca sentía temor por nada. . . abro mis armarios, miro debajo de la cama; escucho... escucho... ¿qué?... ¿Acaso puede sorprender que un malestar, un trastorno de la circulación, y tal vez una ligera congestión, una pequeña perturbación del funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestra máquina viviente, convierta en un melancólico al más alegre de los hombres y en un cobarde al más valiente? Luego me acuesto y espero el sueño como si esperase al verdugo. Espero su llegada con espanto; mi corazón late intensamente y mis piernas se estremecen; todo mi cuerpo tiembla en medio del calor de la cama hasta el momento en que caigo bruscamente en el sueño como si me ahogara en un abismo de agua estancada. Ya no siento llegar como antes a ese sueño pérfido, oculto cerca de mi, que me acecha, se apodera de mi cabeza, me cierra los ojos y me aniquila.
Duermo durante dos o tres horas, y luego no es un sueño sino una pesadilla lo que se apodera de mí. Sé perfectamente que estoy acostado y que duermo. . . lo comprendo y lo sé. . . y siento también que alguien se aproxima, me mira, me toca, sube sobre la cama, se arrodilla sobre mi pecho y tomando mi cuello entre sus manos aprieta y aprieta... con todas sus fuerzas para estrangularme.
Trato de defenderme, impedido por esa impotencia atroz que nos paraliza en los sueños: quiero gritar y no puedo; trato de moverme y no puedo; con angustiosos esfuerzos y jadeante, trato de liberarme, de rechazar ese ser que me aplasta y me asfixia, ¡pero no puedo!
Y de pronto, me despierto enloquecido y cubierto de sudor. Enciendo una bujía. Estoy solo.
Después de esa crisis, que se repite todas las noches, duermo por fin tranquilamente hasta el amanecer.

2 de junio

Mi estado se ha agravado. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro y las duchas no me producen ningún efecto. Para fatigarme más, a pesar de que ya me sentía cansado, fui a dar un paseo por el bosque de Roumare. En un principio, me pareció que el aire suave, ligero y fresco, lleno de aromas de hierbas y hojas vertía una sangre nueva en mis venas y nuevas energías en mi corazón. Caminé por una gran avenida de caza y después por una estrecha alameda, entre dos filas de árboles desmesuradamente altos que formaban un techo verde y espeso, casi negro, entre el cielo y yo.
De pronto sentí un estremecimiento, no de frío sino un extraño temblor angustioso. Apresuré el paso, inquieto por hallarme solo en ese bosque, atemorizado sin razón por el profundo silencio. De improviso, me pareció que me seguían, que alguien marchaba detrás de mí, muy cerca, muy cerca, casi pisándome los talones.
Me volví hacia atrás con brusquedad. Estaba solo. Únicamente vi detrás de mí el resto y amplio sendero, vacío, alto, pavorosamente vacío; y del otro lado se extendía también hasta perderse de vista de modo igualmente solitario y atemorizante.
Cerré los ojos, ¿por qué? Y me puse a girar sobre un pie como un trompo. Estuve a punto de caer; abrí los ojos: los árboles bailaban, la tierra flotaba, tuve que sentarme. Después ya no supe por dónde había llegado hasta allí. ¡Qué extraño! Ya no recordaba nada. Tomé hacia la derecha, y llegué a la avenida que me había llevado al centro del bosque.

3 de junio

He pasado una noche horrible. Voy a irme de aquí por algunas semanas. Un viaje breve sin duda me tranquilizará.

2 de julio

Regreso restablecido. El viaje ha sido delicioso. Visité el monte Saint-Michel que no conocía.
¡Qué hermosa visión se tiene al llegar a Avranches, como llegué yo al caer la tarde! La ciudad se halla sobre una colina. Cuando me llevaron al jardín botánico, situado en un extremo de la población, no pude evitar un grito de admiración. Una extensa bahía se extendía ante mis ojos hasta el horizonte, entre dos costas lejanas que se esfumaban en medio de la bruma, y en el centro de esa inmensa bahía, bajo un dorado cielo despejado, se elevaba un monte extraño, sombrío y puntiagudo en las arenas de la playa. El sol acababa de ocultarse, y en el horizonte aún rojizo se recortaba el perfil de ese fantástico acantilado que lleva en su cima un fantástico monumento.
Al amanecer me dirigí hacia allí. El mar estaba bajo como la tarde anterior y a medida que me acercaba veía elevarse gradualmente a la sorprendente abadía. Luego de varias horas de marcha, llegué al enorme bloque de piedra en cuya cima se halla la pequeña población dominada por la gran iglesia. Después de subir por la calle estrecha y empinada, penetré en la más admirable morada gótica construida por Dios en la tierra, vasta como una ciudad, con numerosos recintos de techo bajo, como aplastados por bóvedas y galerías superiores sostenidas por frágiles columnas. Entré en esa gigantesca joya de granito, ligera como un encaje, cubierta de torres, de esbeltos torreones, a los cuales se sube por intrincadas escaleras, que destacan en el cielo azul del día y negro de la noche sus extrañas cúpulas erizadas de quimeras, diablos, animales fantásticos y flores monstruosas, unidas entre sí por finos arcos labrados.
Cuando llegué a la cumbre, dije al monje que me acompañaba:
—¡Qué bien se debe estar aquí, padre!
—Es un lugar muy ventoso, señor—me respondió. Y nos pusimos a conversar mientras mirábamos subir el mar, que avanzaba sobre la playa y parecía cubrirla con una coraza de acero.
El monje me refirió historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas, muchas leyendas.
Una de ellas me impresionó mucho. Los nacidos en el monte aseguran que de noche se oyen voces en la playa y después se perciben los balidos de dos cabras, una de voz fuerte y la otra de voz débil. Los incrédulos afirman que son los graznidos de las aves marinas que se asemejan a balidos o a quejas humanas, pero los pescadores rezagados juran haber encontrado merodeando por las dunas, entre dos mareas y alrededor de la pequeña población tan alejada del mundo, a un viejo pastor cuya cabeza nunca pudieron ver por llevarla cubierta con su capa, y delante de él marchan un macho cabrío con rostro de hombre y una cabra con rostro de mujer; ambos tienen largos cabellos blancos y hablan sin cesar: discuten en una lengua desconocida, interrumpiéndose de pronto para balar con todas sus fuerzas.
—¿Cree usted en eso?—pregunté al monje.
—No sé—me contestó.
Yo proseguí:
—Si existieran en la tierra otros seres diferentes de nosotros, los conoceríamos desde hace mucho tiempo; ¿cómo es posible que no los hayamos visto usted ni yo?
—¿Acaso vemos—me respondió—la cienmilésima parte de lo que existe? Observe por ejemplo el viento, que es la fuerza más poderosa de la naturaleza; el viento, que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y que arroja contra ellos a las grandes naves, el viento que mata, silba, gime y ruge, ¿acaso lo ha visto alguna vez? ¿Acaso lo puede ver? Y sin embargo existe.
Ante este sencillo razonamiento opté por callarme. Este hombre podía ser un sabio o tal vez un tonto. No podía afirmarlo con certeza, pero me llamé a silencio. Con mucha frecuencia había pensado en lo que me dijo.

3 de julio

Dormí mal; evidentemente, hay una influencia febril, pues mi cochero sufre del mismo mal que yo. Ayer, al regresar, observé su extraña palidez. Le pregunté:
—¿Qué tiene, Jean?
—Ya no puedo descansar; mis noches desgastan mis días. Desde la partida del señor parece que padezco una especie de hechizo.
Los demás criados están bien, pero temo que me vuelvan las crisis.

4 de julio

Decididamente, las crisis vuelven a empezar. Vuelvo a tener las mismas pesadillas. Anoche sentí que alguien se inclinaba sobre mí y con su boca sobre la mía, bebía mi vida. Sí, la bebía con la misma avidez que una sanguijuela. Luego se incorporó saciado, y yo me desperté tan extenuado y aniquilado, que apenas podía moverme. Si eso se prolonga durante algunos días volveré a ausentarme.

5 de julio

¿He perdido la razón? Lo que pasó, lo que vi anoche, ¡es tan extraño que cuando pienso en ello pierdo la cabeza!
Había cerrado la puerta con llave, como todas las noches, y luego sentí sed, bebí medio vaso de agua y observé distraídamente que la botella estaba llena.
Me acosté en seguida y caí en uno de mis espantosos sueños del cual pude salir cerca de dos horas después con una sacudida más horrible aún. Imagínense ustedes un hombre que es asesinado mientras duerme, que despierta con un cuchillo clavado en el pecho, jadeante y cubierto de sangre, que no puede respirar y que muere sin comprender lo que ha sucedido.
Después de recobrar la razón, sentí nuevamente sed; encendí una bujía y me dirigí hacia la mesa donde había dejado la botella. La levanté inclinándola sobre el vaso, pero no había una gota de agua. Estaba vacía, ¡completamente vacía! Al principio no comprendí nada, pero de pronto sentí una emoción tan atroz que tuve que sentarme o, mejor dicho, me desplomé sobre una silla. Luego me incorporé de un salto para mirar a mi alrededor. Después volví a sentarme delante del cristal trasparente, lleno de asombro y terror. Lo observaba con la mirada fija, tratando de imaginarme lo que había pasado. Mis manos temblaban. ¿Quién se había bebido el agua? Yo, yo sin duda. ¿Quién podía haber sido sino yo? Entonces... yo era sonámbulo, y vivía sin saberlo esa doble vida misteriosa que nos hace pensar que hay en nosotros dos seres, o que a veces un ser extraño, desconocido e invisible anima, mientras dormimos, nuestro cuerpo cautivo que le obedece como a nosotros y más que a nosotros.
¡Ah! ¿Quién podrá comprender mi abominable angustia? ¿Quién podrá comprender la emoción de un hombre mentalmente sano, perfectamente despierto y en uso de razón al contemplar espantado una botella que se ha vaciado mientras dormía? Y así permanecí hasta el amanecer sin atreverme a volver a la cama.

6 de julio

Pierdo la razón. ¡Anoche también bebieron el agua de la botella, o tal vez la bebí yo!

10 de julio

Acabo de hacer sorprendentes comprobaciones. ¡Decididamente estoy loco! Y sin embargo...
El 6 de julio, antes de acostarme puse sobre la mesa vino, leche, agua, pan y fresas. Han bebido —o he bebido—toda el agua y un poco de leche. No han tocado el vino, ni el pan ni las fresas.
El 7 de julio he repetido la prueba con idénticos resultados.
El 8 de julio suprimí el agua y la leche, y no han tocado nada.
Por último, el 9 de julio puse sobre la mesa solamente el agua y la leche, teniendo especial cuidado de envolver las botellas con lienzos de muselina blanca y de atar los tapones. Luego me froté con grafito los labios, la barba y las manos y me acosté.
Un sueño irresistible se apoderó de mí, seguido poco después por el atroz despertar. No me había movido; ni siquiera mis sábanas estaban manchadas. Corrí hacia la mesa. Los lienzos que envolvían las botellas seguían limpios e inmaculados. Desaté los tapones, palpitante de emoción . ¡ Se habían bebido toda el agua y toda la leche! ¡Ah! ¡Dios mío!...
Partiré inmediatamente hacia París.

12 de julio

París. Estos últimos días había perdido la cabeza. Tal vez he sido juguete de mi enervada imaginación, salvo que yo sea realmente sonámbulo o que haya sufrido una de esas influencias comprobadas, pero hasta ahora inexplicables, que se llaman sugestiones. De todos modos, mi extravío rayaba en la demencia, y han bastado veinticuatro horas en París para recobrar la cordura. Ayer, después de paseos y visitas, que me han renovado y vivificado el alma, terminé el día en el Théatre-Francais. Representábase una pieza de Alejandro Dumas hijo. Este autor vivaz y pujante ha terminado de curarme. Es evidente que la soledad resulta peligrosa para las mentes que piensan demasiado. Necesitamos ver a nuestro alrededor a hombres que piensen y hablen. Cuando permanecemos solos durante mucho tiempo, poblamos de fantasmas el vacío.
Regresé muy contento al hotel, caminando por el centro. Al codearme con la multitud, pensé, no sin ironía, en mis terrores y suposiciones de la semana pasada, pues creí, sí, creí que un ser invisible vivía bajo mi techo. Cuán débil es nuestra razón y cuán rápidamente se extravía cuando nos estremece un hecho incomprensible.
En lugar de concluir con estas simples palabras : "Yo no comprendo porque no puedo explicarme las causas", nos imaginamos en seguida impresionantes misterios y poderes sobrenaturales.

14 de julio

Fiesta de la República. He paseado por las calles. Los cohetes y banderas me divirtieron como a un niño. Sin embargo, me parece una tontería ponerse contento un día determinado por decreto del gobierno. El pueblo es un rebaño de imbéciles, a veces tonto y paciente, y otras, feroz y rebelde. Se le dice: "Diviértete". Y se divierte. Se le dice: "Ve a combatir con tu vecino". Y va a combatir. Se le dice: "Vota por el emperador". Y vota por el emperador. Después: "Vota por la República". Y vota por la República.
Los que lo dirigen son igualmente tontos, pero en lugar de obedecer a hombres se atienen a principios, que por lo mismo que son principios sólo pueden ser necios, estériles y falsos, es decir, ideas consideradas ciertas e inmutables, tan luego en este mundo donde nada es seguro y donde la luz y el sonido son ilusorios.

16 de julio

Ayer he visto cosas que me preocuparon mucho. Cené en casa de mi prima, la señora Sablé, casada con el jefe del regimiento 76 de cazadores de Limoges. Conocí allí a dos señoras jóvenes, casada una de ellas con el doctor Parent que se dedica intensamente al estudio de las enfermedades nerviosas y de los fenómenos extraordinarios que hoy dan origen a las experiencias sobre hipnotismo y sugestión.
Nos refirió detalladamente los prodigiosos resultados obtenidos por los sabios ingleses y por los médicos de la escuela de Nancy. Los hechos que expuso me parecieron tan extraños que manifesté mi incredulidad.
—Estamos a punto de descubrir uno de los más importantes secretos de la naturaleza—decía el doctor Parent—, es decir, uno de sus más importantes secretos aquí en la tierra, puesto que hay evidentemente otros secretos importantes en las estrellas. Desde que el hombre piensa, desde que aprendió a expresar y a escribir su pensamiento, se siente tocado por un misterio impenetrable para sus sentidos groseros e imperfectos, y trata de suplir la impotencia de dichos sentidos mediante el esfuerzo de su inteligencia. Cuando la inteligencia permanecía aún en un estado rudimentario, la obsesión de los fenómenos invisibles adquiría formas comúnmente terroríficas. De ahí las creencias populares en lo sobrenatural. Las leyendas de las almas en pena, las hadas, los gnomos y los aparecidos; me atrevería a mencionar incluso la leyenda de Dios, pues nuestras concepciones del artífice creador de cualquier religión son las invenciones más mediocres, estúpidas e inaceptables que pueden salir de la mente atemorizada de los hombres. Nada es más cierto que este pensamiento de Voltaire: "Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza pero el hombre también ha procedido así con él.
"Pero desde hace algo más de un siglo, parece percibirse algo nuevo. Mesmer y algunos otros nos señalan un nuevo camino y, efectivamente, sobre todo desde hace cuatro o cinco años, se han obtenido sorprendentes resultados."
Mi prima, también muy incrédula, sonreía. El doctor Parent le dijo:
—¿Quiere que la hipnotice, señora?
—Sí; me parece bien.
Ella se sentó en un sillón y él comenzó a mirarla fijamente. De improviso, me dominó la turbación, mi corazón latía con fuerza y sentía una opresión en la garganta. Veía cerrarse pesadamente los ojos de la señora Sablé, y su boca se crispaba y parecía jadear.
Al cabo de diez minutos dormía.
—Póngase detrás de ella—me dijo el médico.
Obedecí su indicación, y él colocó en las manos de mi prima una tarjeta de visita al tiempo que le decía: "Esto es un espejo; ¿qué ve en él?"
—Veo a mi primo—respondió.
—¿Qué hace?
—Se atusa el bigote. —¿ Y ahora ?
-—Saca una fotografía del bolsillo.
—¿Quién aparece en la fotografía?
—Él, mi primo.
¡Era cierto! Esa misma tarde me habían entregado esa fotografía en el hotel.
—¿Cómo aparece en ese retrato?
—Se halla de pie, con el sombrero en la mano. Evidentemente, veía en esa tarjeta de cartulina lo que hubiera visto en un espejo.
Las damas decían espantadas: "¡Basta! ¡Basta, por favor!"
Pero el médico ordenó: "Usted se levantará mañana a las ocho; luego irá a ver a su primo al hotel donde se aloja, y le pedirá que le preste los cinco mil francos que le pide su esposo y que le reclamará cuando regrese de su próximo viaje". Luego la despertó.
Mientras regresaba al hotel pensé en esa curiosa sesión y me asaltaron dudas, no sobre la insospechable, la total buena fe de mi prima a quien conocía desde la infancia como a una hermana, sino sobre la seriedad del médico. ¿No escondería en su mano un espejo que mostraba a la joven dormida, al mismo tiempo que la tarjeta?
Los prestidigitadores profesionales hacen cosas semejantes.
No bien regresé me acosté.
Pero a las ocho y media de la mañana me despertó mi mucamo y me dijo:
—La señora Sablé quiere hablar inmediatamente con el señor.
Me vestí de prisa y la hice pasar.
Sentóse muy turbada y me dijo sin levantar la mirada ni quitarse el velo:
—Querido primo, tengo que pedirle un gran favor.
—¿De qué se trata, prima?
—Me cuesta mucho decirlo, pero no tengo más remedio. Necesito urgentemente cinco mil francos.
—Pero cómo, ¿tan luego usted?
—Sí, yo, o mejor dicho mi esposo, que me ha encargado conseguirlos.
Me quedé tan asombrado que apenas podía balbucear mis respuestas. Pensaba que ella y el doctor Parent se estaba burlando de mí, y que eso podía ser una mera farsa preparada de antemano y representada a la perfección.
Pero todas mis dudas se disiparon cuando la observé con atención. Temblaba de angustia. Evidentemente esta gestión le resultaba muy penosa y advertí que apenas podía reprimir el llanto.
Sabía que era muy rica y le dije:
—¿Cómo es posible que su esposo no disponga de cinco mil francos? Reflexione. ¿Está segura de que le ha encargado pedírmelos a mí?
Vaciló durante algunos segundos como si le costara mucho recordar, y luego respondió:
—Sí... sí... estoy segura.
—¿Le ha escrito?
Vaciló otra vez y volvió a pensar. Advertí el penoso esfuerzo de su mente. No sabía. Sólo recordaba que debía pedirme ese préstamo para su esposo. Por consiguiente, se decidió a mentir.
—Sí, me escribió.
—¿Cuándo? Ayer no me dijo nada.
—Recibí su carta esta mañana.
—¿Puede enseñármela?
—No, no... contenía cosas íntimas... demasiado personales... y la he... la he quemado.
—Así que su marido tiene deudas.
Vaciló una vez más y luego murmuró:
—No lo sé.
Bruscamente le dije:
—Pero en este momento, querida prima, no dispongo de cinco mil francos.
Dio una especie de grito de desesperación:
—¡Ay! ¡Por favor! Se lo ruego! Trate de conseguirlos . . .
Exaltada, unía sus manos como si se tratara de un ruego. Su voz cambió de tono; lloraba murmurando cosas ininteligibles, molesta y dominada por la orden irresistible que había recibido.
—¡Ay! Le suplico... si supiera cómo sufro... los necesito para hoy. Sentí piedad por ella.
—Los tendrá de cualquier manera. Se lo prometo.
—¡Oh! ¡Gracias, gracias! ¡Qué bondadoso es usted !
—¿Recuerda lo que pasó anoche en su casa?—le pregunté entonces.
—Sí.
—¿Recuerda que el doctor Parent la hipnotizó?
— Sí..
—Pues bien, fue él quien le ordenó venir esta mañana a pedirme cinco mil francos, y en este momento usted obedece a su sugestión.
Reflexionó durante algunos instantes y luego respondió:
—Pero es mi esposo quien me los pide. Durante una hora traté infructuosamente de convencerla. Cuando se fue, corrí a casa del doctor Parent. Me dijo:
—¿Se ha convencido ahora?
—Sí, no hay más remedio que creer.
—Vamos a ver a su prima.
Cuando llegamos dormitaba en un sofá, rendida por el cansancio. El médico le tomó el pulso, la miró durante algún tiempo con una mano extendida hacia sus ojos que la joven cerró debido al influjo irresistible del poder magnético.
Cuando se durmió, el doctor Parent le dijo:
—¡Su esposo no necesita los cinco mil francos! Por lo tanto, usted debe olvidar que ha rogado a su primo para que se los preste, y si le habla de eso, usted no comprenderá.
Luego le despertó. Entonces saqué mi billetera.
—Aquí tiene, querida prima. Lo que me pidió esta mañana .
Se mostró tan sorprendida que no me atreví a insistir. Traté, sin embargo, de refrescar su memoria, pero negó todo enfáticamente, creyendo que me burlaba, y poco faltó para que se enojase.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Acabo de regresar. La experiencia me ha impresionado tanto que no he podido almorzar.

19 de julio

Muchas personas a quienes he referido esta aventura se han reído de mí. Ya no sé qué pensar. El sabio dijo: "Quizá".

21 de julio

Cené en Bougival y después estuve en el baile de los remeros. Decididamente, todo depende del lugar y del medio. Creer en lo sobrenatural en la isla de la Grenouillère sería el colmo del desatino... pero ¿no es así en la cima del monte Saint-Michel, y en la India? Sufrimos la influencia de lo que nos rodea. Regresaré a casa la semana próxima.

30 de julio

Ayer he regresado a casa. Todo está bien.

2 de agosto

No hay novedades. Hace un tiempo espléndido. Paso los días mirando correr el Sena.

4 de agosto

Hay problemas entre mis criados. Aseguran que alguien rompe los vasos en los armarios por la noche. El mucamo acusa a la cocinera y ésta a la lavandera quien a su vez acusa a los dos primeros. ¿Quién es el culpable? El tiempo lo dirá.

6 de agosto

Esta vez no estoy loco. Lo he visto... ¡lo he visto! Ya no tengo la menor duda. . . ¡lo he visto! Aún siento frío hasta en las uñas. . . el miedo me penetra hasta la médula... ¡Lo he visto!...
A las dos de la tarde me paseaba a pleno sol por mi rosedal; caminaba por el sendero de rosales de otoño que comienzan a florecer.
Me detuve a observar un hermoso ejemplar de géant des batailles, que tenía tres flores magníficas, y vi entonces con toda claridad cerca de mí que el tallo de una de las rosas se doblaba como movido por una mano invisible: ¡luego, vi que se quebraba como si la misma mano lo cortase! Luego la flor se elevó, siguiendo la curva que habría descrito un brazo al llevarla hacia una boca y permaneció suspendida en el aire trasparente, muy sola e inmóvil, como una pavorosa mancha a tres pasos de mí.
Azorado, me arrojé sobre ella para tomarla. Pero no pude hacerlo: había desaparecido. Sentí entonces rabia contra mí mismo, pues no es posible que una persona razonable tenga semejantes alucinaciones .
Pero, ¿tratábase realmente de una alucinación? Volví hacia el rosal para buscar el tallo cortado e inmediatamente lo encontré, recién cortado, entre las dos rosas que permanecían en la rama. Regresé entonces a casa con la mente alterada; en efecto, ahora estoy convencido, seguro como de la alternancia de los días y las noches, de que existe cerca de mí un ser invisible, que se alimenta de leche y agua, que puede tocar las cosas, tomarlas y cambiarlas de lugar; dotado, por consiguiente, de un cuerpo material aunque imperceptible para nuestros sentidos, y que habita en mi casa como yo...

7 de agosto

Dormí tranquilamente. Se ha bebido el agua de la botella pero no perturbó mi sueño.
Me pregunto si estoy loco. Cuando a veces me paseo a pleno sol, a lo largo de la costa, he dudado de mi razón; no son ya dudas inciertas como las que he tenido hasta ahora, sino dudas precisas, absolutas. He visto locos. He conocido algunos que seguían siendo inteligentes, lúcidos y sagaces en todas las cosas de la vida menos en un punto. Hablaban de todo con claridad, facilidad y profundidad, pero de pronto su pensamiento chocaba contra el escollo de la locura y se hacía pedazos, volaba en fragmentos y se hundía en ese océano siniestro y furioso, lleno de olas fragorosas, brumosas y borrascosas que se llama "demencia ".
Ciertamente, estaría convencido de mi locura, si no tuviera perfecta conciencia de mi estado, al examinarlo con toda lucidez. En suma, yo sólo sería un alucinado que razona. Se habría producido en mi mente uno de esos trastornos que hoy tratan de estudiar y precisar los fisiólogos modernos, y dicho trastorno habría provocado en mí una profunda ruptura en lo referente al orden y a la lógica de las ideas. Fenómenos semejantes se producen en el sueño, que nos muestra las fantasmagorías más inverosímiles sin que ello nos sorprenda, porque mientras duerme el aparato verificador, el sentido del control, la facultad imaginativa vigila y trabaja. ¿Acaso ha dejado de funcionar en mí una de las imperceptibles teclas del teclado cerebral? Hay hombres que a raíz de accidentes pierden la memoria de los nombres propios, de las cifras o solamente de las fechas. Hoy se ha comprobado la localización de todas las partes del pensamiento. No puede sorprender entonces que en este momento se haya disminuido mi facultad de controlar la irrealidad de ciertas alucinaciones.
Pensaba en todo ello mientras caminaba por la orilla del río. El sol iluminaba el agua, sus rayos embellecían la tierra y llenaban mis ojos de amor por la vida, por las golondrinas cuya agilidad constituye para mí un motivo de alegría, por las hierbas de la orilla cuyo estremecimiento es un placer para mis oídos.
Sin embargo, paulatinamente me invadía un malestar inexplicable. Me parecía que una fuerza desconocida me detenía, me paralizaba, impidiéndome avanzar, y que trataba de hacerme volver atrás. Sentí ese doloroso deseo de volver que nos oprime cuando hemos dejado en nuestra casa a un enfermo querido y presentimos una agravación del mal.
Regresé entonces, a pesar mío, convencido de que encontraría en casa una mala noticia, una carta o un telegrama. Nada de eso había, y me quedé más sorprendido e inquieto aún que si hubiese tenido una nueva visión fantástica.

8 de agosto

Pasé una noche horrible. Él no ha aparecido más, pero lo siento cerca de mí. Me espía, me mira, se introduce en mí y me domina. Así me resulta más temible, pues al ocultarse de este modo parece manifestar su presencia invisible y constante mediante fenómenos sobrenaturales.
Sin embargo he podido dormir.

9 de agosto

Nada ha sucedido. pero tengo miedo.

10 de agosto

Nada: ¿qué sucederá mañana?

11 de agosto

Nada, siempre nada; no puedo quedarme aquí con este miedo y estos pensamientos que dominan mi mente; me voy.

12 de agosto, 10 de la noche

Durante todo el día he tratado de partir, pero no he podido. He intentado realizar ese acto tan fácil y sencillo—salir, subir en mi coche para dirigirme a Ruán—y no he podido. ¿Por qué?

13 de agosto

Cuando nos atacan ciertas enfermedades nuestros mecanismos físicos parecen fallar. Sentimos que nos faltan las energías y que todos nuestros músculos se relajan; los huesos parecen tan blandos como la carne y la carne tan líquida como el agua. Todo eso repercute en mi espíritu de manera extraña y desoladora. Carezco de fuerzas y de valor; no puedo dominarme y ni siquiera puedo hacer intervenir mi voluntad. Ya no tengo iniciativa; pero alguien lo hace por mí, y yo obedezco.

14 de agosto

¡Estoy perdido! ¡Alguien domina mi alma y la dirige! Alguien ordena todos mis actos, mis movimientos y mis pensamientos. Ya no soy nada en mí; no soy más que un espectador prisionero y aterrorizado por todas las cosas que realizo. Quiero salir y no puedo. Él no quiere y tengo que quedarme, azorado y tembloroso, en el sillón donde me obliga a sentarme. Sólo deseo levantarme, incorporarme para sentirme todavía dueño de mí. ¡Pero no puedo! Estoy clavado en mi asiento, y mi sillón se adhiere al suelo de tal modo que no habría fuerza capaz de movernos.
De pronto, siento la irresistible necesidad de ir al huerto a cortar fresas y comerlas. Y voy. Corto fresas y las como. ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! ¿Será acaso un Dios? Si lo es, ¡salvadme! ¡Libradme! ¡Socorredme! ¡Perdón! ¡Piedad! ¡Misericordia! ¡Salvadme! ¡Oh, qué sufrimiento! ¡Qué suplicio! ¡Qué horror!

15 de agosto

Evidentemente, así estaba poseída y dominada mi prima cuando fue a pedirme cinco mil francos. Obedecía a un poder extraño que había penetrado en ella como otra alma, como un alma parásita y dominadora. ¿Es acaso el fin del mundo? Pero, ¿quién es el ser invisible que me domina? ¿Quién es ese desconocido, ese merodeador de una raza sobrenatural?
Por consiguiente, ¡los invisibles existen! ¿Pero cómo es posible que aún no se hayan manifestado desde el origen del mundo en una forma tan evidente como se manifiestan en mí? Nunca leí nada que se asemejara a lo que ha sucedido en mi casa. Si pudiera abandonarla, irme, huir y no regresar más, me salvaría, pero no puedo.

16 de agosto

Hoy pude escaparme durante dos horas, como un preso que encuentra casualmente abierta la puerta de su calabozo. De pronto, sentí que yo estaba libre y que él se hallaba lejos. Ordené uncir los caballos rápidamente y me dirigí a Ruán. Qué alegría poder decirle a un hombre que obedece: "¡Vamos a Ruán!"
Hice detener la marcha frente a la biblioteca donde solicité en préstamo el gran tratado del doctor Hermann Herestauss sobre los habitantes desconocidos del mundo antiguo y moderno.
Después, cuando me disponía a subir a mi coche, quise decir: "¡A la estación!" y grité—no dije, grité—con una voz tan fuerte que llamó la atención de los transeúntes: "A casa", y caí pesadamente, loco de angustia, en el asiento. Él me había encontrado y volvía a posesionarse de mí.

17 de agosto

¡Ah! ¡Qué noche! ¡Qué noche! Y sin embargo me parece que debería alegrarme. Leí hasta la una de la madrugada. Hermann Herestauss, doctor en filosofía y en teogonía, ha escrito la historia y las manifestaciones de todos los seres invisibles que merodean alrededor del hombre o han sido soñados por él. Describe sus orígenes, sus dominios y sus poderes. Pero ninguno de ellos se parece al que me domina. Se diría que el hombre, desde que pudo pensar, presintió y temió la presencia de un ser nuevo más fuerte que él —su sucesor en el mundo—y que como no pudo prever la naturaleza de este amo, creó, en medio de su terror, todo ese mundo fantástico de seres ocultos y de fantasmas misteriosos surgidos del miedo. Después de leer hasta la una de la madrugada, me senté junto a mi ventana abierta para refrescarme la cabeza y el pensamiento con la apacible brisa de la noche.
Era una noche hermosa y tibia, que en otra ocasión me hubiera gustado mucho.
No había luna. Las estrellas brillaban en las profundidades del cielo con estremecedores destellos.
¿Quién vive en aquellos mundos? ¿Qué formas, qué seres vivientes, animales o plantas, existirán allí? Los seres pensantes de esos universos, ¿serán más sabios y más poderosos que nosotros? ¿Conocerán lo que nosotros ignoramos? Tal vez cualquiera de estos días uno de ellos atravesará el espacio y llegará a la tierra para conquistarla, así como antiguamente los normandos sometían a los pueblos más débiles.
Somos tan indefensos, inermes, ignorantes y pequeños, sobre este trozo de lodo que gira disuelto en una gota de agua.
Pensando en eso, me adormecí en medio del fresco viento de la noche.
Pero después de dormir unos cuarenta minutos, abrí los ojos sin hacer un movimiento, despertado por no sé qué emoción confusa y extraña. En un principio no vi nada, pero de pronto me pareció que una de las páginas del libro que había dejado abierto sobre la mesa acababa de darse vuelta sola. No entraba ninguna corriente de aire por la ventana. Esperé, sorprendido. Al cabo de cuatro minutos, vi, sí, vi con mis propios ojos, que una nueva página se levantaba y caía sobre la otra, como movida por un dedo. Mi sillón estaba vacío, aparentemente estaba vacío, pero comprendí que él estaba leyendo allí, sentado en mi lugar. ¡Con un furioso salto, un salto de fiera irritada que se rebela contra el domador, atravesé la habitación para atraparlo, estrangularlo y matarlo! Pero antes de que llegara, el sillón cayó delante de mí como si él hubiera huido. . . la mesa osciló, la lámpara rodó por el suelo y se apagó, y la ventana se cerró como si un malhechor sorprendido hubiese escapado por la oscuridad, tomando con ambas manos los batientes.
Había escapado; había sentido miedo, ¡miedo de mí!
Entonces, mañana. . . pasado mañana o cualquier a de estos... podré tenerlo bajo mis puños y aplastarlo contra el suelo. ¿Acaso a veces los perros no muerden y degüellan a sus amos?

18 de agosto

He pensado durante todo el día. ¡Oh!, sí, voy a obedecerle, seguiré sus impulsos, cumpliré sus deseos, seré humilde, sumiso y cobarde. Él es más fuerte. Hasta que llegue el momento...

19 de agosto

¡Ya sé. . . ya sé todo! Acabo de leer lo que sigue en la Revista del Mundo Científico: "Nos llega una noticia muy curiosa de Río de Janeiro. Una epidemia de locura, comparable a las demencias contagiosas que asolaron a los pueblos europeos en la Edad Media, se ha producido en el Estado de San Pablo. Los habitantes despavoridos abandonan sus casas y huyen de los pueblos, dejan sus cultivos, creyéndose poseídos y dominados, como un rebaño humano, por seres invisibles aunque tangibles, por especies de vampiros que se alimentan de sus vidas mientras los habitantes duermen, y que además beben agua y leche sin apetecerles aparentemente ningún otro alimento.
"El profesor don Pedro Henríquez, en compañía de varios médicos eminentes, ha partido para el Estado de San Pablo, a fin de estudiar sobre el terreno el origen y las manifestaciones de esta sorprendente locura, y poder aconsejar al Emperador las medidas que juzgue convenientes para apaciguar a los delirantes pobladores."
¡Ah! ¡Ahora recuerdo el hermoso bergantín brasileño que pasó frente a mis ventanas remontando el Sena, el 8 de mayo último! Me pareció tan hermoso, blanco y alegre. Allí estaba él que venía de lejos, ¡del lugar de donde es originaria su raza! ¡Y me vio! Vio también mi blanca vivienda, y saltó del navío a la costa. ¡Oh Dios mío!
Ahora ya lo sé y lo presiento: el reinado del hombre ha terminado.
Ha venido aquel que inspiró los primeros terrores de los pueblos primitivos. Aquel que exorcizaban los sacerdotes inquietos y que invocaban los brujos en las noches oscuras, aunque sin verlo todavía. Aquel a quien los presentimientos de los transitorios dueños del mundo adjudicaban formas monstruosas o graciosas de gnomos, espíritus, genios, hadas y duendes. Después de las groseras concepciones del espanto primitivo, hombres más perspicaces han presentido con mayor claridad. Mesmer lo sospechaba, y hace ya diez años que los médicos han descubierto la naturaleza de su poder de manera precisa, antes de que él mismo pudiera ejercerlo. Han jugado con el arma del nuevo Señor, con una facultad misteriosa sobre el alma humana. La han denominado magnetismo, hipnotismo, sugestión. . . ¡qué sé yo! ¡Los he visto divertirse como niños imprudentes con este terrible poder! ¡Desgraciados de nosotros! ¡Desgraciado del hombre! Ha llegado el... el... ¿cómo se llama?. . . el . . . parece qué me gritara su nombre y no lo oyese. . . el. . . sí. . . grita. . . Escucho... ¿cómo?... repite... el... Horla... He oído. . . el Horla. . . es él. . . ¡el Horla. . . ha llegado! . . .
¡Ah! El buitre se ha comido la paloma, el lobo ha devorado el cordero; el león ha devorado el búfalo de agudos cuernos: el hombre ha dado muerte al león con la flecha, el puñal y la pólvora, pero el Horla hará con el hombre lo que nosotros hemos hecho con el caballo y el buey: lo convertirá en su cosa, su servidor y su alimento, por el solo poder de su voluntad. ¡Desgraciados de nosotros!
No obstante, a veces el animal se rebela y mata a quien lo domestica... yo también quiero... yo podría hacer lo mismo... pero primero hay que conocerlo, tocarlo y verlo. Los sabios afirman que los ojos de los animales no distinguen las mismas cosas que los nuestros. . . Y mis ojos no pueden distinguir al recién llegado que me oprime. ¿Por qué? ¡Oh! Recuerdo ahora las palabras del monje del monte Saint-Michel: "¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe? Observe, por ejemplo, el viento que es la fuerza más poderosa de la naturaleza, el viento que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles, y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y arroja contra ellos a las grandes naves; el viento, que silba, gime y ruge. ¿Acaso lo ha visto usted alguna vez? ¿Acaso puede verlo? ¡Y sin embargo existe!"
Y yo seguía pensando: mis ojos son tan débiles e imperfectos que ni siquiera distinguen los cuerpos sólidos cuando son trasparentes como el vidrio. . . Si un espejo sin azogue obstruye mi camino chocaré contra él como el pájaro que penetra en una habitación y se rompe la cabeza contra los vidrios. Por lo demás, mil cosas nos engañan y desorientan. No puede extrañar entonces que el hombre no sepa percibir un cuerpo nuevo que atraviesa la luz.
¡Un ser nuevo! ¿Por qué no? ¡No podía dejar de venir! ¿ Por qué nosotros íbamos a ser los últimos? Nosotros no los distinguimos pero tampoco nos distinguían los seres creados antes que nosotros. Ello se explica porque su naturaleza es más perfecta, más elaborada y mejor terminada que la nuestra, tan endeble y torpemente concebida, trabada por órganos siempre fatigados, siempre forzados como mecanismos demasiado complejos, que vive como una planta o como un animal, nutriéndose penosamente de aire, hierba y carne, máquina animal acosada por las enfermedades, las deformaciones y las putrefacciones; que respira con dificultad, imperfecta, primitiva y extraña, ingeniosamente mal hecha, obra grosera y delicada, bosquejo del ser que podría convertirse en inteligente y poderoso.
Existen muchas especies en este mundo, desde la ostra al hombre. ¿Por qué no podría aparecer una más, después de cumplirse el período que separa las sucesivas apariciones de las diversas especies?
¿Por qué no puede aparecer una más? ¿Por qué no pueden surgir también nuevas especies de árboles de flores gigantescas y resplandecientes que perfumen regiones enteras? ¿Por qué no pueden aparecer otros elementos que no sean el fuego, el aire, la tierra y el agua? ¡Sólo son cuatro, nada más que cuatro, esos padres que alimentan a los seres! ¡Qué lástima! ¿Por qué no serán cuarenta, cuatrocientos o cuatro mil? ¡Todo es pobre, mezquino, miserable! ¡Todo se ha dado con avaricia, se ha inventado secamente y se ha hecho con torpeza! ¡Ah! ¡Cuánta gracia hay en el elefante y el hipopótamo! ¡Qué elegante es el camello!
Se podrá decir que la mariposa es una flor que vuela. Yo sueño con una que sería tan grande como cien universos, con alas cuya forma, belleza, color y movimiento ni siquiera puedo describir. Pero lo veo. . . va de estrella a estrella, refrescándolas y perfumándolas con el soplo armonioso y ligero de su vuelo. . . Y los pueblos que allí habitan la miran pasar, extasiados y maravillados . . .
¿Qué es lo que tengo? Es el Horla que me hechiza, que me hace pensar esas locuras. Está en mí, se convierte en mi alma. ¡Lo mataré!

19 de agosto

Lo mataré. ¡Lo he visto! Anoche yo estaba sentado a la mesa y simulé escribir con gran atención. Sabía perfectamente que vendría a rondar a mi alrededor, muy cerca, tan cerca que tal vez podría tocarlo y asirlo. ¡Y entonces!... Entonces tendría la fuerza de los desesperados; dispondría de mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi frente y mis dientes para estrangularlo, aplastarlo, morderlo y despedazarlo.
Yo acechaba con todos mis sentidos sobreexcitados.
Había encendido las dos lámparas y las ocho bujías de la chimenea, como si fuese posible distinguirlo con esa luz.
Frente a mí está mi cama, una vieja cama de roble, a la derecha la chimenea; a la izquierda la puerta cerrada cuidadosamente, después de dejarla abierta durante largo rato a fin de atraerlo; detrás de mí un gran armario con espejos que todos los días me servía para afeitarme y vestirme y donde acostumbraba mirarme de pies a cabeza cuando pasaba frente a él.
Como dije antes, simulaba escribir para engañarlo, pues él también me espiaba. De pronto, sentí, sentí, tuve la certeza de que leía por encima de mi hombro, de que estaba allí rozándome la oreja. Me levanté con las manos extendidas, girando con tal rapidez que estuve a punto de caer. Pues bien... se veía como si fuera pleno día, ¡y sin embargo no me vi en el espejo!... ¡Estaba vacío, claro, profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen no aparecía y yo estaba frente a él! Veía aquel vidrio totalmente límpido de arriba abajo. Y lo miraba con ojos extraviados; no me atrevía a avanzar, y ya no tuve valor para hacer un movimiento más. Sentía que él estaba allí, pero que se me escaparía otra vez, con su cuerpo imperceptible que me impedía reflejarme en el espejo. ¡Cuánto miedo sentí! De pronto, mi imagen volvió a reflejarse pero como si estuviese envuelta en la bruma, como si la observase a través de una capa de agua. Me parecía que esa agua se deslizaba lentamente de izquierda a derecha y que paulatinamente mi imagen adquiría mayor nitidez. Era como el final de un eclipse. Lo que la ocultaba no parecía tener contornos precisos; era una especie de trasparencia opaca, que poco a poco se aclaraba.
Por último, pude distinguirme completamente como todos los días.
¡Lo había visto! Conservo el espanto que aún me hace estremecer.

20 de agosto

¿Cómo podré matarlo si está fuera de mi alcance?
¿Envenenándolo? Pero él me verá mezclar el veneno en el agua y tal vez nuestros venenos no tienen ningún efecto sobre un cuerpo imperceptible. No... no... decididamente no. Pero entonces... ¿qué haré entonces?

21 de agosto

He llamado a un cerrajero de Ruán y le he encargado persianas metálicas como las que tienen algunas residencias particulares de París, en la planta baja, para evitar los robos. Me haré además una puerta similar. Me debe haber tomado por un cobarde, pero no importa...

10 de setiembre

Ruán, Hotel Continental. Ha sucedido.. . ha sucedido... pero, ¿habrá muerto? Lo que vi me ha trastornado.
Ayer, después que el cerrajero colocó la persiana y la puerta de hierro, dejé todo abierto hasta medianoche a pesar de que comenzaba a hacer frío. De improviso, sentí que estaba aquí y me invadió la alegría, una enorme alegría. Me levanté lentamente y caminé en cualquier dirección durante algún tiempo para que no sospechase nada. Luego me quité los botines y me puse distraídamente unas pantuflas. Cerré después la persiana metálica y regresé con paso tranquilo hasta la puerta, cerrándola también con dos vueltas de llave. Regresé entonces hacia la ventana, la cerré con un candado y guardé la llave en el bolsillo.
De pronto, comprendí que se agitaba a mi alrededor, que él también sentía miedo, y que me ordenaba que le abriera. Estuve a punto de ceder, pero no lo hice. Me acerqué a la puerta y la entreabrí lo suficiente como para poder pasar retrocediendo, y como soy muy alto mi cabeza llegaba hasta el dintel. Estaba seguro de que no había podido escapar y allí lo acorralé solo, completamente solo. ¡Qué alegría! ¡Había caído en mi poder! Entonces descendí corriendo a la planta baja; tomé las dos lámparas que se hallaban en la sala situada debajo de mi habitación, y, con el aceite que contenían rocié la alfombra, los muebles, todo. Luego les prendí fuego, y me puse a salvo después de cerrar bien, con dos vueltas de llave, la puerta de entrada.
Me escondí en el fondo de mi jardín tras un macizo de laureles. ¡Qué larga me pareció la espera! Reinaba la más completa oscuridad, gran quietud y silencio; no soplaba la menor brisa, no había una sola estrella, nada más que montañas de nubes que aunque no se veían hacían sentir su gran peso sobre mi alma.
Miraba mi casa y esperaba. ¡Qué larga era la espera! Creía que el fuego ya se había extinguido por sí solo o que él lo había extinguido. Hasta que vi que una de las ventanas se hacía astillas debido a la presión del incendio, y una gran llamarada roja y amarilla, larga, flexible y acariciante, ascender por la pared blanca hasta rebasar el techo. Una luz se reflejó en los árboles, en las ramas y en las hojas, y también un estremecimiento, ¡un estremecimiento de pánico! Los pájaros se despertaban; un perro comenzó a ladrar; parecía que iba a amanecer. De inmediato, estallaron otras ventanas, y pude ver que toda la planta baja de mi casa ya no era más que un espantoso brasero. Pero se oyó un grito en medio de la noche, un grito de mujer horrible, sobreagudo y desgarrador, al tiempo que se abrían las ventanas de dos buhardillas. ¡Me había olvidado de los criados! ¡Vi sus rostros enloquecidos y sus brazos que se agitaban!...
Despavorido, eché a correr hacia el pueblo gritando: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!" Encontré gente que ya acudía al lugar y regresé con ellos para ver.
La casa ya sólo era una hoguera horrible y magnífica, una gigantesca hoguera que iluminaba la tierra, una hoguera donde ardían los hombres, y él también. Él, mi prisionero, el nuevo Ser, el nuevo amo, ¡el Horla!
De pronto el techo entero se derrumbó entre las paredes y un volcán de llamas ascendió hasta el cielo. Veía esa masa de fuego por todas las ventanas abiertas hacia ese enorme horno, y pensaba que él estaría allí, muerto en ese horno...
¿Muerto? ¿Será posible? ¿Acaso su cuerpo, que la luz atravesaba, podía destruirse por los mismos medios que destruyen nuestros cuerpos?
¿Y si no hubiera muerto? Tal vez sólo el tiempo puede dominar al Ser Invisible y Temido. ¿Para qué ese cuerpo trasparente, ese cuerpo invisible, ese cuerpo de Espíritu, si también está expuesto a los males, las heridas, las enfermedades y la destrucción prematura?
¿La destrucción prematura? ¡Todo el temor de la humanidad procede de ella! Después del hombre, el Horla. Después de aquel que puede morir todos los días, a cualquier hora, en cualquier minuto, en cualquier accidente, ha llegado aquel que morirá solamente un día determinado en una hora y en un minuto determinado, al llegar al límite de su vida.
No... no... no hay duda, no hay duda... no ha muerto. . . entonces tendré que suicidarme. . .

lunes, 4 de enero de 2010

LA RUINA DE LONDRES

LA RUINA DE LONDRES

Robert Barr

* * *

1. La arrogancia del siglo XX.

Confío en estar lo bastante agradecido porque se me haya hecho gracia de la vida hasta haber llegado a ver la época más brillante en la historia del mundo: mediados del siglo XX. Resultaría inútil que algún hombre menospreciase las enormes realizaciones de los cincuenta años últimos; y si me atrevo a llamar la atención acerca del hecho, ahora aparentemente olvidado, de que la gente del siglo XIX logró llevar a cabo muchas cosas notables, no se debe imaginar que pretendo con ello desestimar en medida alguna los inventos maravillosos de la era actual. Los hombres han tenido siempre cierta inclinación por considerar con cierta condescendencia a quienes vivieron cincuenta o cien años antes que ellos. Esta me parece la debilidad particular de la era actual; un sentimiento de arrogancia nacional, que, cuando existe, se debe, por lo menos mantener lo más subordinado que sea posible. Asombrará a muchos saber que tal era también el vicio de la gente del siglo XIX. Imaginaban vivir en una era de progreso; y si bien no soy tan tonto como para tratar de probar que hicieron alguna cosa digna de recordar, cabe que cualquier investigador objetivo admita que sus inventos fueron, por lo menos, escalones para llegar a los de hoy. Si bien el teléfono y el telégrafo, y todos los demás aparatos eléctricos, no se encuentran ya más que en los museos nacionales o en las colecciones privadas de aquellos pocos hombres que se interesan algo por las actividades del siglo pasado, de todas maneras el estudio de la ahora anticuada ciencia de la electricidad condujo al descubrimiento reciente del éter vibrátil, que se ocupa tan satisfactoriamente del manejo del mundo. Los del siglo XIX no eran tontos, y si bien tengo plena conciencia de que esta afirmación será recibida con desdén, si alguien llega a prestarle alguna atención, quién puede decir que el progreso en la próxima mitad del siglo no llegará a ser tan grande como el de la que acaba de terminar, y que la gente del siglo próximo no nos considerará con el mismo desdén que sentimos nosotros por quienes vivieron cincuenta años atrás.

Por viejo, soy tal vez un rezagado que habita el pasado más que el presente; de todas maneras, me parece que un artículo como el que apareció hace poco en Blackwood, salido de la pluma del talentoso profesor Mowberry, de la Universidad de Oxford, resulta absolutamente inexcusable. Procura, bajo el título de «¿Mereció su suerte la población de Londres?», demostrar que el eclipse simultáneo de millones de seres humanos fue un acontecimiento benéfico y cuyos buenos resultados seguimos disfrutando. Según él, los londinenses eran tan obtusos y estúpidos, tan incapaces de mejorar, estaban tan hundidos en el vicio de hacer dinero por hacerlo, que no cabía más que su extinción total, y la ruina de Londres había sido, en lugar de una catástrofe espantosa, sencillamente una bendición. Sostengo, a pesar de la aprobación unánime con que la prensa recibió este artículo, que tal declaración es inmerecida, y que se puede argumentar en favor del Londres del siglo XIX.

2. Por que Londres, advertida, estaba desprevenida.

La indignación que sentí al leer el artículo de referencia perdura en mí y me ha hecho escribir estas líneas para dar alguna razón de lo que debo seguir considerando, a pesar del escarnio a la era actual, el desastre más terrible que haya alcanzado alguna vez a una parte de la raza humana. No me empeñaré en poner ante los lectores una crónica de las realizaciones correspondientes a la época en cuestión. Aunque me gustaría decir algunas palabras acerca de la supuesta estupidez de la gente de Londres por no prepararse para un desastre respecto del cual habían tenido avisos constantes y reiterados. Se la ha comparado con los habitantes de Pompeya, que se divertían al pie de un volcán. En primer lugar, las nieblas eran tan comunes en Londres, en especial en invierno, que no se les prestaba mayor atención.

Se las consideraba sencillamente cosas fastidiosas que entorpecían el trámite y perjudicaban la salud; pero dudo que alguien haya considerado posible que una niebla se convirtiese en un enorme colchón asfixiante presionando sobre toda una metrópoli, extinguiendo la vida como si la ciudad entera padeciera de una hidrofobia incurable. He leído que era así cómo se hacía para acabar con sus sufrimientos a las víctimas de los perros rabiosos, aunque dudo mucho que se llegara a eso, a pesar de las acusaciones de barbarie salvaje que se hacen ahora contra la gente del siglo XIX.

Es probable que los habitantes de Pompeya estuviesen tan acostumbrados a las erupciones del Vesubio que no consideraran siquiera la posibilidad de que su ciudad fuese destruida por un temporal de cenizas y una inundación de lava. Llovía con frecuencia sobre Londres, y de haber continuado lo suficiente la lluvia con seguridad habría inundado la metrópoli, pero no se tomaban precauciones contra una inundación a partir de las nubes. Por qué cabría esperar entonces que la gente se preparase para una catástrofe a partir de la niebla, catástrofe tal que no hay experiencia de otra similar en toda la historia del mundo. La gente de Londres estaba lejos de constituir los bodoques perezosos que quieren presentarnos los escritores de hoy.

3. La coincidencia que acabó por presentarse.

Dado que se ha eliminado la niebla tanto en tierra como en el mar, y como son pocos los de esta generación que han visto una, puede no resultar fuera de lugar dedicar algunas líneas al tema de las nieblas en general y a las nieblas londinenses en particular, que, a raíz de peculiaridades locales, diferían de todas las demás. Niebla era simplemente vapor de agua que se levantaba de la superficie pantanoso de la tierra, o del mar, o que se condensaba en nube a partir de la atmósfera saturada. En mis tiempos las nieblas constituían un gran peligro en el mar, ya que entonces las personas viajaban en barcos a vapor que navegaban por la superficie.

Londres consumía a fines del siglo XIX cantidades enormes de un carbón bituminoso, con el propósito de calentar habitaciones y cocer alimentos. Miles de chimeneas liberaban por la mañana y durante el día nubes de humo negro. Al levantarse por la noche una masa de vapor blanco, aquellas nubes de humo caían sobre la niebla, la presionaban hacia abajo, se filtraban lentamente a través de ella y aumentaban su densidad. El sol hubiese absorbido la niebla de no ser por la capa de humo gruesa que yacía sobre el vapor e impedía que le llegaran los rayos de aquél. Una vez que prevalecía este estado de cosas, únicamente alguna brisa, proveniente de cualquier parte, podía limpiar Londres. La ciudad tenía con frecuencia nieblas de siete días, y a veces calmas de siete días, pero esas condiciones no llegaron a coincidir hasta el último año del siglo. La coincidencia significó, tal como lo sabe todo el mundo, muerte, muerte en tal escala que ninguna guerra conocida por la tierra llegó a dejar a su paso tal carnicería.

Para entender la situación no hay más que imaginar la niebla tomando el lugar de las cenizas de Pompeya y el humo de carbón como la lava que la cubrió. El resultado fue en ambos casos exactamente el mismo para los habitantes.

4. El norteamericano que quería hacer una venta.

Yo era por entonces secretario confidencial de una firma de Cannon Street, la casa Fulton, Brixton & Co. que comerciaba principalmente con productos químicos y aparatos para química. A Fulton no llegué a conocerlo; murió mucho antes de mi tiempo. Sir John Brixton, elevado a la nobleza por servicios prestados a su partido o por haber sido funcionario municipal durante algún desfile real a lo largo de ella, ya no recuerdo por cuál de las dos cosas, era mi jefe. Mi pequeña oficina estaba junto a la suya grande, y mi deber principal consistía en ocuparme de que nadie entrevistase a Sir John a menos que fuese una persona importante o llegara para tratar algo importante. Sir John era un hombre difícil de ver y un hombre difícil de tratar cuando se lo veía. Tenía escaso respeto por los sentimientos de la mayoría de los hombres y ninguno por los míos. Si permitía entrar a su oficina a un hombre que hubiese debido ser atendido por uno de los miembros menores de la compañía, Sir John no ponía empeño alguno en ocultar su opinión respecto de mí. Un día, en el otoño del último año del siglo, se hizo entrar en mi oficina a un norteamericano.

No quería saber de nada más que una entrevista con Sir John Brixton. Le dije que era imposible porque Sir John estaba extremadamente ocupado, pero que, si me planteaba el asunto que lo traía, yo lo expondría a Sir John en la primera oportunidad propicia. El norteamericano vaciló y terminó por aceptar lo inevitable. Dijo ser el inventor de una máquina que revolucionaría la vida en Londres, y que quería que FuIton, Brixton & Co. fuesen los concesionarios de la misma. La máquinas que tenía con él en una valijita y era de metal blanco, y estaba diseñada de manera tal que haciendo girar una aguja emitía diferentes volúmenes de oxígeno. Según entendí, el gas estaba almacenado en el interior en forma líquida, a gran presión, y duraría, si es que recuerdo bien, seis meses sin necesidad de recarga.

Había también un tubo de goma con una boquilla acoplada Y el norteamericano dijo que si un hombre aspiraba diariamente unas cuantas bocanadas experimentaría resultados benéficos. Ahora bien, yo sabía que no tenía sentido alguno mostrar la máquina a Sir John porque nosotros comerciábamos con aparatos británicos tradicionales y jamás con ningún inventor yanqui recién aparecido. Además, Sir John tenía prejuicios contra los norteamericanos, y yo estaba seguro de que el hombre aquel lo exasperaría, ya que era un espécimen en extremo cadavérico de la raza, de entonación en extremo nasal y pronunciación deplorable y muy dado a frases de tono lunfardos y mostraba además cierta conducta de familiaridad excitada respecto de las personas para las cuales era completamente desconocido. Me resultaba imposible permitir que un hombre así llegara a presencia de Sir John Brixton, y cuando regresó, algunos días después, le expliqué, confío que cortésmente, que el principal de la firma lamentaba mucho no poder considerar la propuesta respecto de la máquina. El ardor del norteamericano no pareció disminuir en nada ante el rechazo. Dijo que yo no podía haber explicado convenientemente a Sir John las posibilidades del aparato; lo calificó de gran invento, y dijo que significaba una fortuna para quien obtuviese la concesión del mismo. Sugirió que otras firmas londinenses famosas estaban impacientes por conseguirla, aunque él, por razones que no dio, prefería tratar con nosotros. Dejó algunos folletos referentes al invento, y dijo que regresaría.

5. El norteamericano ve a Sir John.

Son muchas las veces en que he pensado desde entonces en aquel norteamericano persistente, y me he preguntado si salió de Londres antes del desastre o fue uno de los miles sin identificar que se enterraron en tumbas sin nombres. No se le ocurrió para nada a Sir John, cuando lo expulsó con alguna aspereza de su presencia, que estaba rechazando una oferta de vida y que las palabras acaloradas que usaba eran en realidad una sentencia de muerte que pronunciaba contra sí mismo. En lo que mí concierne, lamento haber perdido la paciencia y haber dicho al norteamericano que su manera de tratar las cosas no me resultaba plausible. Tal vez esto no le llegó con toda su fuerza; por cierto que estoy seguro de que no, ya que, sin saberlo, me salvó la vida. Sea como fuere, no mostró ningún resentimiento, sino que me invitó inmediatamente a ir a tomar una copa con él, oferta que me vi obligado a rechazar. Pero estoy adelantándome en el relato. Por cierto que, falto del hábito de escribir, me resulta difícil exponer los acontecimientos en su justa secuencia. El norteamericano volvió a verme varias veces después de que le dije que nuestra firma no podía hacer negocio con él. Tomó la costumbre de llegar sin anunciarse, lo que no me gustó para nada, aunque no di órdenes respecto de sus intrusiones, porque no tenía idea de los extremos a los que estaba evidentemente preparado a llegar. Un día, mientras él estaba sentado leyendo un diario cerca de mi escritorio, fui requerido momentáneamente fuera de la oficina. Cuando regresé, pensé que se había ido, llevándose su máquina, pero un momento después me escandalizó oír su entonación nasal en la oficina de Sir John, alternando con la entonación profunda de la voz de mi jefe, la que aparentemente no ejercía tanto espanto sobre el norteamericano como para quienes estaban más habituados a ella. Entré inmediatamente en la oficina, y estaba a punto de explicar a Sir John que el norteamericano no estaba allí por mediación alguna por mi parte, cuando mi jefe me pidió que permaneciera en silencio Y, volviéndose hacia el visitante, le solicitó ásperamente que prosiguiese con su interesante relato. El inventor no necesitó una segunda invitación, sino que continuó con su charla fluida e informal, mientras Sir John fruncía cada vez más el ceño y la cara se le ponía más roja bajo la orla de pelo blanco. Cuando el norteamericano hubo terminado, Sir John le pidió secamente que se mandase mudar y se llevase con él su execrable máquina. Dijo que era un insulto que una persona con un pie en la tumba se presentara con un supuesto invento para la salud ante un hombre robusto que no había estado enfermo un solo día de su vida. No sé por qué escuchó tan largamente al norteamericano cuando estaba decidido desde el principio a no tratar con él, a menos que fuese para castigarme por haber permitido inadvertidamente que entrase un desconocido. La entrevista me angustió sobremanera, mientras permanecía allí impotente, sabiendo que Sir John se enfurecía más y más a cada palabra pronunciada por el desconocido; pero al fin conseguí llevarme al inventor y su obra a mi propia oficina y cerrar la puerta. Tuve la sincera esperanza de no volver a ver al norteamericano, y mi deseo fue concedido. Insistió en poner en marcha la máquina y dejarla en un estante de mi oficina. Me pidió que la metiese en la oficina de Sir John en algún día de niebla y observase el efecto. Dijo que regresaría, pero nunca lo hizo.

6. De cómo el humo contuvo la niebla.

Fue un viernes cuando la niebla cayó sobre nosotros. El tiempo estuvo excelente hasta mediados de noviembre durante aquel otoño. La niebla no parecía tener nada de insólito. Yo había visto muchas nieblas peores de lo que parecía serlo aquélla. Pero a medida que un día seguía al otro la atmósfera se fue haciendo más densa y más oscura, a causa supongo, del volumen en aumento de humo de carbón que se le añadía. Lo peculiar de aquellos siete días fue la calma intensa del aire. Estábamos, aunque no lo sabíamos, bajo un dosel a prueba de aire, y agotábamos lenta aunque seguramente el oxígeno vital que nos rodeaba y lo reemplazábamos con letal ácido carbónico. Los hombres de ciencia han demostrado desde entonces que un sencillo cálculo matemático Podría habernos dicho con exactitud cuándo se consumiría el último átomo de oxígeno, aunque resulta fácil hablar después que han sucedido las cosas. El cuerpo del matemático más grande de Inglaterra se encontró en el Strand. Llegó aquella mañana desde Cambridge. Había siempre durante una niebla un aumento señalado en la proporción de muertes, y en aquella ocasión el aumento no fue mayor que el habitual hasta el sexto día. Los diarios estaban llenos de estadísticas sorprendentes en la mañana del séptimo día, aunque no se advirtió en el momento de entrar en prensa el significado absoluto de las cifras alarmantes. Yo vivía entonces en Ealing, suburbio occidental de Londres, y llegaba todas las mañanas a Cannon Street con cierto tren. No había experimentado hasta el sexto día inconveniente alguno a causa de la niebla, y ello se debió, estoy convencido, al operar inadvertido de la máquina norteamericana. Sir John no vino a la ciudad el quinto y el sexto días, pero estaba en su oficina en el séptimo. La Puerta entre la suya y la mía estaba cerrada.

Poco después de las diez oí un grito en su oficina seguido por una pesada caída. Abrí la puerta y vi a Sir John boca abajo en el suelo. Cuando acudía presuroso hacia él, sentí por primera vez el efecto letal de la atmósfera desoxigenada, y antes de llegar caí, primero sobre una rodilla y después a lo largo. Me di cuenta de que mis sentidos me abandonaban, y me arrastré instintivamente de regreso a mi propia oficina, donde desapareció al momento la opresión y me puse otra vez en pie, boqueando. Cerré la puerta de la oficina de Sir John por creerla llena de emanaciones letales, como por cierto lo estaba. Grité muy alto pidiendo ayuda, pero no hubo respuesta. Al abrir la puerta que daba a la oficina principal me encontré otra vez con lo que pensé, que era el vapor nocivo. A pesar de la rapidez con que cerré la puerta, me impresionó el silencio intenso de la oficina habitualmente atareada, y vi que algunos de los empleados estaban inmóviles en el piso y otros con las cabezas sobre sus escritorios, como dormidos. Aun en aquel momento espantoso no me di cuenta de qué lo que veía era común a toda Londres y no, como lo imaginaba, un desastre local, provocado por la rotura de algunas damajuanas en nuestro sótano. (Estaba lleno con toda clase de productos químicos, de cuyas propiedades yo era ignorante, por ocuparme, como lo hacía, de la parte contable Y no de la científica de nuestro comercio.) Abrí la única ventana de mi oficina y grité otra vez pidiendo ayuda. La calle estaba callada y oscura en la ominosamente inmóvil niebla, y lo que me paralizó entonces de horror fue encontrar la misma atmósfera letal, asfixiante, de las oficinas. Al caer atraje conmigo la ventana y dejé afuera el aire ponzoñoso. Volví a reanimarme, y el estado real de las cosas empezó a aparecérseme. Estaba en un oasis de oxígeno. Conjeturé al punto que la máquina de mi estantería era responsable por la existencia de aquel oasis en un vasto desierto de gas letal. Tomé la máquina del norteamericano, temeroso al moverla de que pudiese dejar de funcionar. Apreté la boquilla entre los dientes y reingresé en la oficina de Sir John, esa vez sin sentir efectos perjudiciales. Mi pobre patrón estaba más allá del auxilio humano. Era evidente que en el edificio no había con vida nadie más que yo. Fuera, en la calle, estaba callado y oscuro. El gas se había apagado, pero aún ardían fantasmalmente aquí y allá en tiendas, las luces incandescentes, dependientes, como era el caso, de acumularse y no directamente de fuerza motriz. Me dirigí automáticamente hacia la estación de Cannon Street, por conocer el camino hasta allá aun con los ojos vendados; fui tropezando con cuerpos tendidos en el suelo, y al cruzar la calle choqué con un ómnibus espectral inmóvil en la niebla, con los caballos muertos yacentes al frente y sus riendas pendientes de la mano enervada de un conductor muerto. Los fantasmagóricos pasajeros, igualmente callados, estaban sentados muy rígidos o doblados en actitudes horriblemente grotescas sobre las barandas laterales.

7. El tren con su estela de muerte.

Si la facultad de raciocinio de un hombre estuviese alerta en una situación así (confieso que la mía estaba inactiva), sabría que no podía haber trenes en la estación de Cannon Street, ya que si no había en el aire oxígeno suficiente para mantener con vida a un hombre o una luz de gas, con seguridad que no la habría para que pudiese arder el fuego de una locomotora, aunque el maquinista conservara energías suficientes para atender a su tarea. El instinto es a veces mejor que la razón, y así fue en aquel caso. El ferrocarril llegaba en aquellos tiempos de Ealing por un profundo túnel bajo la ciudad. Cabría suponer que el ácido carbónico encontraría su primer refugio en ese pasaje subterráneo, a causa de su peso, pero no era ese el caso. Imagino que una corriente a lo largo del túnel traía desde los distritos suburbanos un suministro de aire relativamente puro que, durante algunos minutos después del desastre general, mantuvo la vida humana. Sea como fuere, los largos andenes de la estación subterránea de Cannon Street presentaban un espectáculo horrendo. Había un tren en el andén descendente. Las luces eléctricas ardían espasmódicamente. Aquel andén estaba atiborrado de hombres que luchaban entre sí como demonios, aparentemente sin razón, puesto que el tren estaba todo lo repleto que podía llegar a estarlo. Cientos yacían muertos, y cada tanto llegaba por el túnel una bocanada de aire viciado, con lo que cientos más abrían las manos crispadas y sucumbían. Los supervivientes luchaban sobre esos cuerpos, en filas que raleaban constantemente. Me pareció que la mayoría de los del tren estaban muertos. A veces un grupo de combatientes desesperados trepaba por sobre lo que yacían en montones, abrían a tirones la puerta de un vagón, sacaban de igual manera a los pasajeros que estaban dentro y ocupaban, boqueando, sus lugares. Los del tren no ofrecían resistencia y yacían inmóviles donde los arrojaban o rodaban impotentes bajo las ruedas. Me deslicé como pude a lo largo de la pared hasta la locomotora, preguntándome por qué no partía el tren. El maquinista yacía en el piso de su cabina y los fuegos estaban apagados.

El hábito es una cosa curiosa.

La turbamulta que se debatía, que luchaba salvajemente por lugares en los vagones, estaba tan acostumbrada a que los trenes llegasen Y partiesen que aparentemente no se le ocurría a nadie que el maquinista era humano y estaba sometido a las mismas condiciones atmosféricas que ellos. Puse la boquilla entre sus labios purpúreos y, conteniendo mi propio aliento como un hombre bajo el agua, logré reanimarlo. Dijo que si le daba la máquina llevaría el tren hasta donde lo permitiera el vapor que había aún en la caldera. Me negué a hacer eso, pero subí a la locomotora con él, y le dije que nos mantendría la vida a los dos hasta llegar a un aire mejor. Expresó su acuerdo de manera hosca y puso en marcha el tren, pero no jugó limpio. Se negó cada una de las veces a devolverme la máquina hasta que me encontraba en estado desfalleciente de contener el aliento y terminó por derribarme al piso de la cabina, imagino que la máquina rodó fuera del tren cuando caí y que él saltó tras ella. Lo notable es que ninguno de los dos la necesitaba, porque recuerdo que apenas nos pusimos en marcha advertí por el vano de la puerta de hierro abierta que el fuego de la locomotora se encendía súbitamente otra vez, aunque yo estaba por entonces en un estado de demasiado aturdimiento y espanto como para comprender lo que significaba. Había empezado a soplar una galerna del oeste: una hora demasiado tarde. Aun antes de dejar Cannon Street aquellos que todavía sobrevivían estaban relativamente a salvo, ya que se rescataron ciento sesenta y siete personas de aquel espantoso montón del andén, aunque muchas murieron un día o dos después y otras no recobraron nunca la razón. Cuando recobré el sentido después del golpe que me dio el maquinista, me encontré solo y con el tren corriendo a través del Támesis cerca de Kew. Traté de detener la locomotora, pero no lo logré. Sin embargo, al hacer el intento, conseguí hacer funcionar el freno neumático, que contuvo en alguna medida el tren, y disminuyó el impacto cuando se produjo el choque en la terminal de Richmond, salté al andén antes de que la locomotora alcanzase los amortiguadores de choque y vi pasar junto a mí como una pesadilla la horrible carga ferroviaria de muertos. La mayor parte de las puertas estaban abiertas y todos los compartimientos repletos, si bien, según me enteré más tarde, habían ido cayendo cuerpos todo a lo largo de la línea a cada curva o sacudida del tren. El choque en Richmond no estableció diferencia alguna para los pasajeros. Aparte de mí, se sacaron vivas del tren solamente dos personas, y una de éstas, con las ropas arrancadas por detrás en la lucha, fue enviada a un asilo, donde no llegó a decir quién era, y tampoco llegó a reclamarla nadie.

FIN

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