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jueves, 31 de diciembre de 2009

La neurociencia del suicidio

La neurociencia del suicidio

Carol Ezzell

Nuevas investigaciones sobre la desgarradora pregunta que queda cuando alguien le pone fin su propia vida.

En 1994, a dos días de haber vuelto de unas felices vacaciones con la familia, mi madre, de 57 años, encañonó una pistola contra su pecho izquierdo y disparó. El impacto perforó limpia y letalmente su corazón y, metafóricamente, el de toda nuestra familia.

Era cerca de la medianoche de una noche de julio, mes en el que anualmente se registra el mayor número de suicidios en el Hemisferio Norte. Su esposo no oyó el disparo porque se estaba duchando en el otro extremo de la casa. Cuando volvió a la recámara, la encontró agonizante sobre la alfombra. Ella trató de decirle algo antes de morir, pero él no entendió nada. Los paramédicos llegaron para atender al paciente, pero no al que esperaban: mi padrastro por poco fallece también pues la hiperventilación causada por la impresión casi derrotó a sus debilitados pulmones, disminuidos ya por un enfisema.

Mientras tanto, yo dormía en mi apartamento, a 300 kilómetros de allí. A las 2 a.m. me avisaron de la portería que mi cuñada estaba en el vestíbulo del edificio y deseaba subir. Las primeras palabras que le dije al abrir la puerta fueron: “Se trata de mamá, ¿no es cierto?”

Anualmente, 30,000 estadounidenses se quitan la vida. ¿Por qué lo hacen? Mi madre, al igual que un estimado de 60 a 90 por ciento de los suicidas en los Estados Unidos, sufría de depresión maníaca, también llamada trastorno bipolar. A menos que estén tomando los medicamentos adecuados y respondiendo bien a ellos, los maníaco-depresivos oscilan entre abismos de desesperación y cumbres de alegría o agitación. La mayoría de quienes atentan contra su vida tienen un historial de depresión o depresión maníaca, pero las personas con depresión severa difieren en cuanto a su propensión a suicidarse.

Los científicos han comenzado a descubrir aspectos conductuales y a buscar diferencias anatómicas y químicas, así como sus causas, entre los cerebros de los suicidas y los de quienes mueren por otras causas. Si estas diferencias pudieran detectarse mediante análisis de sangre u otro tipo de estudios, algún día los médicos podrían identificar a las personas más propensas al suicidio para tratar de evitar la tragedia. Por desgracia, muchas personas con tendencia suicida acaban con sus vidas a pesar de los esfuerzos por impedirlo.

El legado de mi madre

Son pocos los días en que no me atormenta la obsesión por entender qué orilló a mi madre a suicidarse y me invade un abrumador sentimiento de culpa al pensar en lo que pude o debí haber hecho para detenerla. Pero lo más duro para mí es vivir con la certeza de que nunca sabré la respuesta.

Quizá en el futuro, algunas partes de la historia de mi madre sean menos misteriosas Al menos, la antigua interrogante sobre si la tendencia a suicidarse es innata o se debe a la acumulación de malas experiencias está más cerca de resolverse. Aunque en algunos círculos psiquiátricos aún se debate si es una o la otra, la mayoría de quienes estudian el tema adoptan una posición intermedia. “Hace falta que varias cosas vayan mal al mismo tiempo”, explica Victoria Arango del Instituto Psiquiátrico de Nueva York,. En su opinión, en el fenómeno intervienen tanto las experiencias de la vida y el estrés agudo como factores fisiológicos. Pero en el fondo del misterio está un sistema nervioso cuyas líneas de comunicación se han enredado en nudos insoportablemente dolorosos.

Arango y su colega en Columbia, J. John Mann, encabezan un esfuerzo por desentrañar esos nudos y aclarar la neuropatología del suicidio. Han reunido la mejor colección en los Estados Unidos de cerebros de víctimas de suicidio. Los investigadores están examinando esos cerebros —200 en total— en busca de alteraciones neuroanatómicas, químicas o genéticas que podrían ser características de quienes se pusieron fin a sus propias vidas. Cada uno de los cerebros viene acompañado de su “autopsia psicológica”, es decir, un compendio de entrevistas con los familiares y conocidos íntimos de la víctima que atestiguaron su estado mental y conducta en los últimos días previos a su acto final. Cada uno de los cerebros procedentes de suicidas se compara con el de una persona del mismo sexo, fallecida aproximadamente a la misma edad por causas distintas del suicidio pero que sufrió una depresión semejante.

En la masa gelatinosa del cerebro humano están las células y moléculas que estuvieron inseparablemente ligadas a lo que la persona alguna vez pensó y, por supuesto, a lo que fue. Parte de las investigaciones de Mann y Arango se centran en la corteza prefrontal, es decir, la parte del cerebro cercana al hueso de la frente. Ésta es la sede de las llamadas funciones ejecutivas del cerebro, entre ellas el censor interno que impide que las personas exploten y digan lo que realmente piensan en una situación difícil, o que obedezcan a impulsos potencialmente peligrosos.

Arango y Mann están especialmente interesados en esa función moderadora de impulsos que desempeña la corteza prefrontal. Durante décadas, los científicos han considerado la impulsividad como un factor muy importante. Aunque algunas personas planean cuidadosamente su muerte y dejan notas, testamentos e incluso planes funerarios, para muchos—entre ellos mi madre— el suicidio parece ser espontáneo: una muy mala decisión en un día muy aciago. Por ello, Arango y Mann escudriñan esos cerebros buscando pistas sobre la base biológica de la impulsividad. En particular, están interesados en las diferencias de disponibilidad de serotonina pues de acuerdo con los resultados de algunas investigaciones anteriores, la impulsividad está relacionada con una escasez de esa sustancia química cerebral.

La serotonina es un neurotransmisor, es decir, una de esas moléculas que cruzan las minúsculas brechas que hay entre las neuronas —llamadas sinapsis— para transmitir señales de una a otra. De cada una de las neuronas emisoras de señales, conocidas como presinápticas, surgen unas pequeñas burbujas membranosas, llamadas vesículas, que liberan serotonina hacia la sinapsis. Los receptores de las neuronas que reciben la señal, o postsinápticas, se unen al neurotransmisor y registran cambios bioquímicos en la célula, los cuales pueden alterar su capacidad para responder a otros estímulos o para activar y desactivar genes. Un instante después, las células presinápticas reabsorben la serotonina mediante unas esponjas moleculares denominadas transportadores de serotonina.

Se sabe que la serotonina tiene un efecto calmante sobre el cerebro. El Prozac y otros fármacos antidepresivos semejantes se unen a los transportadores de serotonina para evitar que las neuronas presinápticas la absorban demasiado rápido y ésta pueda permanecer un poco más en la sinapsis ejerciendo su influencia calmante.

Rastros del dolor

Durante más de dos décadas, la depresión, la conducta agresiva y la tendencia a la impulsividad se han asociado con niveles cerebrales bajos de serotonina. En el caso del suicidio, no se ha podido establecer dicha relación de manera concluyente pues los resultados son confusos. Algunos estudios han detectado niveles bajos serotonina en los cerebros de los suicidas, pero otros no. Algunos han observado carencia de serotonina en ciertas partes de los cerebros pero no en el resto. Otros más han descrito encontrado un incremento en la cantidad de receptores de serotonina o déficits en la cadena de eventos químicos que transmiten la señal de la serotonina desde los receptores hacia el interior de una neurona.

No obstante las incongruencias, la mayoría de las evidencias sugiere que en los cerebros de los suicidas hay un problema asociado con el sistema de la serotonina, hipótesis que se ha reforzado a la luz de los recientes hallazgos de Arango y Mann.

Los científicos dividen los cerebros en sus hemisferios izquierdo y derecho, y después seccionan cuidadosamente cada hemisferio, desde el frente hacia atrás, en un total de 10 a 12 bloques. Después de congelarlos, con una máquina llamada microtomo cortan cada bloque en unas 160 rebanadas cuyo grosor es menor al de un cabello humano. Las láminas de tejido congelado se coloca sobre portaobjetos y se derriten con el puro calor de las manos. El principal de esta técnica es que permite realizar varias pruebas bioquímicas distintas a la misma rebanada de cerebro y conocer la exacta ubicación anatómica de las variaciones que se vayan detectando. Al reubicar cada rebanada en la posición que ocupaba en el cerebro con ayuda de una computadora, Mann y Arango obtienen un modelo virtual que les permite analizar cómo podrían interactuar las anormalidades encontradas para generar alguna conducta compleja.

En la conferencia de la Sociedad de Neurociencias celebrada en noviembre de 2001, Arango reportó que los cerebros de las personas deprimidas que se habían suicidado contenían menos neuronas en la corteza prefrontal orbital, región del cerebro que se ubica justo encima de los ojos. Es más, en los cerebros de suicidas, esa área tenía sólo un tercio de los transportadores presinápticos de serotonina que la misma región de los cerebros del grupo control, pero aproximadamente 30 por ciento más receptores postsinápticos de serotonina.

Los resultados anteriores sugieren que los cerebros de los suicidas intentaban aprovechar al máximo cada una de sus moléculas de serotonina incrementando sus equipos moleculares para detectar al neurotransmisor y disminuyendo la cantidad de transportadores que la reabsorbían. “Creemos que hay una deficiencia en el sistema serotonérgico de las personas que se suicidan”, concluye Arango. Inhibir la reabsorción de la serotonina, como lo hace el Prozac, no siempre es suficiente para evitar el suicidio, como no lo fue para mi madre, quien murió a pesar de que tomaba diariamente 40 miligramos del fármaco.

Actualmente, Mann y sus colegas trabajan en el diseño de una prueba basada en la técnica de tomografía por emisión de positrones (TEP) que algún día pueda ayudar a los médicos a determinar quiénes, dentro de su grupo de pacientes con depresión, presentan mayores anomalías en el sistema serotonérgico y, por tanto, son más propensos al suicidio. Este tipo de tomografías retratan la actividad cerebral mediante el registro de las regiones del cerebro que absorben más glucosa de la sangre. La administración al paciente de sustancias que causan la liberación de serotonina, como la fenfluramina, podrían ayudar a los científicos a detectar con precisión las áreas activas del cerebro que utilizan serotonina.

En la edición de agosto de 2000 de Archives of General Psychiatry, Mann y sus colaboradores reportaron una relación entre la actividad en la corteza prefrontal de personas que habían intentado suicidarse y la peligrosidad potencial del intento. Quienes habían usado los medios más peligrosos —como tomar la mayor cantidad de pastillas o saltar desde el punto más alto— presentaban el menor grado de actividad relacionado con la serotonina en su corteza prefrontal. “Mientras más letal era el intento de suicidio, mayor era la anormalidad”, observa Mann.

Ghanshyam N. Pandey de la Universidad de Illinois conviene en que el sistema serotonérgico del cerebro es clave en la comprensión del suicidio. “Hay un cúmulo de evidencias que sugieren que hay deficiencias de serotonina en los casos de suicidio, pero éstas no se presentan de manera aislada sino en concierto con otros déficits”, dice. “Todo el sistema parece estar alterado.”

Sin embargo, la hipótesis de la serotonina no niega la importancia de las contribuciones de otros neurotransmisores. La serotonina es sólo una de las moléculas de la intrincada red bioquímica llamada eje hipotalámico-pituitario-adrenal (HPA), en el cual el hipotálamo y la pituitaria se comunican con las glándulas adrenales. El eje HPA es el responsable de la respuesta al estrés, caracterizada, entre otras cosas, por la aceleración del pulso y el sudor en las palmas de las manos. El factor liberador de corticotrofina, segregada por el hipotálamo en momentos de estrés, hace que la pituitaria anterior produzca la hormona adrenocorticotrópica, la cual a su vez hace que la corteza adrenal secrete glucocorticoides como el cortisol. El cortisol prepara al cuerpo para el estrés elevando la concentración de azúcar en la sangre, acelerando los latidos del corazón e inhibiendo una sobrerreacción del sistema inmune.

La serotonina se adapta al eje HPA porque modula el umbral de estimulación. Charles B. Nemeroff de la Escuela de Medicina de la Universidad Emory y sus colegas han descubierto que las experiencias adversas en etapas tempranas de la vida —como el abuso infantil— pueden desequilibrar el eje HPA. Este trastorno deja huellas bioquímicas en el cerebro, las cuales lo hacen reaccionar de manera exagerada al estrés, por lo que la persona se vuelve vulnerable a la depresión

En 1995, el grupo de Pandey reportó señales de que las anormalidades en los circuitos de la serotonina presentes en quienes tenían tendencia al suicidio podían detectarse mediante una prueba sanguínea relativamente sencilla. Cuando compararon la cantidad de receptores de serotonina en las plaquetas de la sangre de personas que habían considerado el suicidio con la de los individuos no suicidas, encontraron que era mucho mayor en los primeros. (En las plaquetas hay receptores de serotonina, aunque aún no se sabe por qué.)

Pandey comenta que su grupo concluyó que el marcado aumento de la cantidad de receptores reflejaba una respuesta similar en los cerebros de los posibles suicidas: un fútil intento de reunir la mayor cantidad posible de serotonina. Para comprobar su hipótesis, Pandey desearía determinar si dicha relación se cumple en las personas que acaban suicidándose. “Queremos saber si las plaquetas pueden usarse como marcadores para identificar a pacientes suicidas. Estamos avanzando, aunque lentamente”, comenta.

Maldición por generaciones

Mientras no se desarrollen pruebas para identificar a quienes tienen mayor propensión al suicidio, los médicos podrían dirigir sus esfuerzos hacia los parientes biológicos de los suicidas. En el número de septiembre de 2002 de Archives of General Psychiatry, Mann, David A. Brent del Instituto y Clínica Psiquiátrica Western de Pittsburgh y sus colegas reportaron que los hijos de quienes han intentado suicidarse tienen seis veces más propensas a la misma conducta que las personas cuyos padres nunca intentaron quitarse la vida. La correlación parece ser parcialmente genética, pero la tarea de descubrir al gen o grupo de genes responsable de la predisposición no es fácil. A principios de los noventa, A. Roy del Departamento del Centro Médico para Veteranos en Nueva Jersey observó que 13 por ciento de los gemelos idénticos de personas que se habían suicidado, también acababan haciéndolo, mientras que apenas el 0.7 por ciento de los gemelos fraternos repetían la acción de sus hermanos suicidas.

Las estadísticas anteriores son una advertencia para mí y para otras personas vinculadas biológicamente con el suicidio. En un frasquito conservo un cartucho de la misma caja que contenía el que mató a mi madre. La policía se llevó el arma tras su muerte, y yo misma tiré a la basura las demás balas cuando estaba limpiando su armario. Sin embargo, guardo ese único y helado trozo de metal para que me recuerde lo frágil que es la vida y que una acción impulsiva puede tener enormes consecuencias. Tal vez algún día la ciencia comprenda mejor las razones del suicidio y con ello libere del sufrimiento a familias como la mía.

Referencias

Night Falls Fast: Understanding Suicide. Kay Redfield Jamison. Vintage Books, 2000.

Reducing Suicide: A National Imperative. Institute of Medicine. Edited by Sarah K. Goldsmith, Terry C. Pellmar, Arthur M. Kleinman and William E. Bunney. National Academies Press, 2002.

Information and education materials on preventing suicide can be obtained from the National

Mental Health Association (www.nmha.org), the American Foundation for Suicide Prevention (www.afsp.org) and the American Association of Suicidology (www.suicidology.org). The group also have support materials for the survivors of loved ones who died by suicide.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

CRUMTUAR Y LA DIOSA

ANDRÉS DÍAZ SÁNCHEZ
CRUMTUAR Y LA DIOSA
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La amplia pradera aparecía cubierta de una suave bruma azulada. El amanecer
teñía de púrpura el metal de los guerreros irlandeses: cascos repujados,
espadas, escudos tachonados de bronce, hachas dobles, mazas y cuchillos largos
como medio brazo. El ejército de los Hijos de Dana, al servicio del rey Nuada
Mano de Plata, fijaba sus ochocientos pares de ojos sobre las huestes de los
firbolgs, a unos quinientos metros de distancia. No seria una gran batalla,
como la de Moytura, pero allí, en aquel páramo de hierba rabiosamente verde,
velada por la niebla decadente, muchos hombres morirían y muchos otros ganarían
un pedazo de gloria.
Uno que destacaba entre los danaanos era Crumtuar, un hijo de Erín con
veintitrés primaveras sobre sus robustas hombros. Su mayor alegría residía en
la lucha. Resultaba tan grande su amor por la guerra que, en los tiempos de
paz, abandona las zonas prósperas en busca de nuevos conflictos. Ya cuando era
un niño, el druida de su condado natal le miró directamente a los ojos y
profetizó su futuro:
- Debes dedicarte a la guerra, hijo mío, pues la gran Madre Dana te ha dotado
de fuerza y coraje. Sólo servirás para luchar. En la lucha serás feliz. Morirás
joven, pero tu vida habrá sido mas intensa que la de cincuenta que te
sobrevivan.
Desde entonces, Crumtuar habíase dedicado a manejar la espada y el hacha, con
resultados terribles para sus enemigos. Había probado la dulzura de las mujeres
bellas, vinos y licores selectos, yantares jugosos y la riqueza propia de los
triunfadores. Mas todo esto no era nada en comparación a la sensación exultante
de luchar para matar o morir.
Era alto, de hombros anchos y cintura esbelta, con poderosos músculos que
resaltaban contra los anillos, brazaletes, muñequeras y el torque. Sobre la
piel lucía tatuajes caprichosos. Se cubría con pieles de lobo y oso. Tenía el
cabello de color rojo claro, casi naranja, ligeramente ondulado. Las greñas le
caían sobre los hombros y la frente. Igual de caótica resultaba su barba, que
descendía hasta el pecho como una cascada de serpientes entrelazadas. No gozaba
de rostro agraciado: su nariz era chata y ancha, y bajo ella unos labios
gordezuelos. Aún así, algo en sus ojos de color verde cristalino atraía a las
mujeres con mayor éxito que muchos varones de mayor belleza. Del cinto pendían
varias dagas y cuchillos, algunos de tamaño descomunal. Tenía embrazado un
escudo circular con tachones y su diestra empuñaba un enorme hacha de doble
hoja, con mango largo y metálico, que cuando era manejada a dos manos parecía
la guadaña de un segador sobre el trigal de cuerpos enemigos.
Un compañero le pasó un pellejo y Crumtuar trasegó vino durante varios segundos.
Aquella espera resultaba terrible. Los luchadores de Erín estaban ansiosos por
comenzar.
No había cosa más agradable para un joven celta que una contienda brutal. Y,
aunque en principio los más tímidos sintieran miedo, pronto se hallarían
contagiados inexorablemente por el furor de las masas armadas.
Varios druidas paseaban entre las filas repartiendo bendiciones y armas mágicas,
capaces de rajar las piedras o tornar invisible a su dueño. Algunos incluso
empuñaban espadas y escudos, dispuestos para unirse a los guerreros en la
batalla.
Conel, el jefe de la horda danaana, pasó a caballo entre las primeras filas,
compuestas por los más audaces. Muchos llevaban encima sólo el torque, los
brazaletes y las armas.
Pelearían desnudos para demostrar su valor. Conel sopló el cuerno de batalla.
La orden era de "carga".
Un rugido abrumador, compuesto de ochocientas rabiosas voces masculinas,
explotó sobre la planicie. Desde la lejanía les llegó un murmullo similar. Era
el rugir de los firbolgs.
Los Hijos de Dana echaron a correr en busca del enemigo. Crumtuar marchaba en
vanguardia. Descubrió a Iedur, Cochtann y Finntaugh, tres de sus mejores amigos.
Volaban sobre la hierba, chillando insultos a los firbolgs hasta desgañitarse.
Desde atrás un grupo numeroso comenzó a vitorear a Cuchulainn, el guerrero mas
famoso de Erín. Aquello enloqueció aun más a los combatientes.
Crumtuar vio venir la masa de firbolgs. Eran morenos la mayoría, algunos
castaños. Muy altos. Vestían de parecida forma a los danaanos. Sus armas
también resultaban formidables.
Grumtuar rugió una maldición y aumentó la velocidad de su carrera. Su escudo
chocó contra tres enemigos de la vanguardia, derribándolos por los suelos. Alzó
el hacha y lo hundió en la boca del más cercano. El filo apareció por la nuca.
Un guerrero descargó su mazo de piedra, pero Crumtuar lo paró con el escudo. El
choque levantó una vibración tremebunda. Crumtuar se separó y golpeó con el
hacha. La hoja perdió filo, pero la maza saltó en pedazos. Un segundo golpe
abrió en dos el abdomen del firbolg.
Aquéllos eran los primeros combates, en parejas o grupos de tres a lo sumo,
protagonizados por los escapados de cada vanguardia.
Mas las dos mareas, compuestas por el grueso de los ejércitos, se acercaban a
toda velocidad, como dos gigantescas sombras que bullían bajo la luz del Sol
naciente.
Un fragor espantoso se alzó por los aires cuando chocaron. Muchos murieron en
el encontronazo, aplastados por los que llegaban desde atrás. El momento de
compresión dio paso a otro de distensión, cuando los más enérgicos de cada
bando comenzaron a abrirse paso repartiendo fugaces golpes que cercenaban
cabezas, brazos y piernas.
Crumtuar, con los ojos desorbitados y el mirar de una bestia peligrosa,
hacía volar el hacha en todas direcciones, levantando nubecillas de sangre y
pedazos de carne desgarrada.
Pronto, a su alrededor se abrió un hueco. Pisoteo los primeros muertos
y heridos, muchos de éstos escapando a cuatro patas mientras contenían con una
mano las entrañas.
El choque de cientos de metales resultaba ensordecedor. Lograba eclipsar las
voces de los hombres. Todo era locura, muerte y destrucción. El que se
arredraba moría. La única forma de mantener el pellejo sobre el cuerpo era ser
mas audaz y sanguinario que los demás.
Pronto el suelo se llenó de muertos, sobre los que los luchadores se empujaban
y lanzaban tajos y estocadas. La sangre derramada hacía resbalar a muchos, e
instantáneamente el enemigo más cercano aprovechaba la ocasión para desmembrar
o degollar al caído.
El aire hedía a muerte, dulzona y metálica. Estaba cargado de energía
arrasadora, vibrante en cada músculo, en cada mirada, en cada garganta.
Pronto se abrieron claros en el mapa de la batalla. Crumtuar, cuando se quedaba
solo, buscaba un nuevo tumulto sobre el que lanzarse. Mostraba todo el cuerpo
manchado de sangre; el líquido vital tintaba su rostro, su torso, sus brazos
y piernas y apelmazaba sus cabellos, tornándolos pesados y pegajosos.
En un momento determinado, observo que el aire se espesaba y los colores y
formas de la batalla fluctuaban ligeramente, como si la contienda ocurriese
bajo el agua. Algunos dioses gustaban de pasar al plano terrenal durante el
transcurso de la batalla, rasgando el tapiz entre las dimensiones. En este
caso, Crumtuar observó, anonadado, que se abría un jirón en la realidad, cerca
de su posición. A través del agujero surgió un gigantesco lobo gris. La bestia
mordió a varios combatientes de ambos bandos, arrancándoles la yugular. Su
forma fluctuó fantasmalmente, hasta devenir en mujer, más alta que el mayor de
los danaanos o firbolgs. Vestía cota de mallas y pantalones y botas de cuero.
En la mano derecha sostenía una espada fantástica de oro y bronce. La cascada
de cabello negros caía sobre su espalda, y verde brillante resultaban sus ojos,
rebosantes de cólera. Poseía un bellísimo rostro, no dulce, sino fiero y
sanguinario. Era Morrigan, la Diosa de la Guerra, que a veces gustaba de
visitar a sus combatientes y mezclarse con ellos.
Crumtuar siempre había poseído el extraño don de descubrir a los elementales
del bosque, las dríadas y nereidas, los duendes y los gnomos, allá donde los
demás sólo veían ramas o piedras. Por ello, ahora distinguía el cuerpo de
Morrigan. Para la gran mayoría, la diosa era invisible.
Ella reía a carcajadas, mientras decapitaba y ensartaba con su espada a cuantos
sin quererlo se le acercaran.
Su risa traía la locura y el furor a la mente de los luchadores, quienes al
oírla, o percibirla, redoblaban sus esfuerzos asesinos. La intrusión en este
mundo había provocado una alteración en las leyes naturales, así que algunos
combatientes, atacados por la demencia guerrera, la locura del berserkr
escandinavo, mataban por doquier, tanto a amigos como a enemigos, sin caer,
a pesar de recibir serias heridas. Tal y como le ocurriera al héroe Cuchulainn,
sus figuras se deformaban fantasmalmente: los brazos se alargaban, los ojos
colgaban del rostro y los cuellos se engrosaban hasta la parodia. Eran
monstruos destructores, los Hijos de la Diosa de la Guerra.
- ¡Morrigan! -aulló Crumtuar.
La diosa le miró. Sus ojos eran llamaradas verdosas. Sin saber por qué, el
guerrero corrió hacia ella alzando el hacha. Morrigan rió. Paró fácilmente el
arma del irlandés, con tal fuerza que del choque entre los metales surgieron
chispas incandescentes. La diosa lo lanzó al suelo. Allá quedó el hombre,
subyugado por el poder de los sus divinos ojos. Morrigan se le acercó y cayó
sobre él hincando las rodillas en el suelo, junto a las costillas del guerrero.
- Me gustan los hombres con valor en el pecho -dijo la diosa. Tenia ronca la
voz, pero muy femenina. Crumtuar experimentó cruda fascinación-. Los demás
huyen de mi y me temen. Pero tú me atacaste. ¡Por eso, hoy serás invencible!
Se inclinó y le besó con pasión. Crumtuar sintió un dolor explosivo que rayaba
en el éxtasis. Morrigan le acercó un dedo al rostro ensangrentado y le tocó la
frente. De pronto, la diosa se alejó, como un jirón de luz y color que volaba
sobre los combatientes, susurrándoles palabras que hacían estallar la locura
en sus mentes.
Crumtuar sintió también una furia brutal, intempestiva, como si por las
arterias le corriera fuego en lugar de sangre.
Se levantó de un salto, con los ojos desorbitados, jadeando roncamente. Corrió
hacia un firbolg y le golpeó con tal fuerza que el hacha atravesó el escudo, el
antebrazo y la cota de mallas. Extrajo el arma de la herida ya sin filo. Aún
así, descargó un nuevo hachazo, en el rostro del moribundo. Después se volvió
en derredor, buscando más adversarios para destruir.
Halló un lugar propicio para sus fines: un tumulto en el cual se habían
enzarzado treinta firbolgs y quince danaanos. Abandonó el escudo y echó a
correr.
Escucharon su grito desgarrador y le vieron llegar, como una bestia sin freno.
Saltó y cinco hombres cayeron al suelo con él. Sobre tales repartió hachazos,
movido por una demoniaca energía. La sangre saltaba y salpicaba su rostro, se
le metía en los ojos y la boca, la inspiraba tras cada jadeo. Su cuerpo sufrió
la mutación propia de los Servidores de Morrigan: la carne del cuello, al igual
que arcilla seca, se le desparramó por el pecho, sus caballos crecieron hasta
la cintura, un brazo se le alargó y proyectó hacia el frente, la espalda se
ensanchó imposiblemente. Surgían bultos de su costado y la mano izquierda
ardía, envuelta en brillantes llamas azuladas.
Al poco, había disuelto al grupo enemigo, cuyos integrantes estaban muertos,
escapaban conteniéndose las tripas o se arrastraban penosamente. Ya corría en
busca de más rivales. Amigos y enemigos le huían por igual, ya que su horroroso
aspecto desmenuzaba el valor hasta de los más veteranos.
Un monstruosos firbolg le vio y se le aproximó. También había mutado
increíblemente: sus miembros estaban desparejos, la carne bullía, como si bajo
la piel hubiera mil criaturas anhelantes de libertad, los ojos crecían en el
rostro, como si estuviesen a punto de saltar desde las cuencas. Aulló
brutalmente y todo él creció, agigantándose, duplicando su estatura. Ambos, los
Hijos de Morrigan, pelearon febrilmente mientras goblins y fuegos fatuos
correteaban y chillaban a su alrededor. De las armas saltaban chispas y briznas
de metal. Ellos hacían y sufrían cortes terribles, pero seguían pugnando con
igual vigor. En un lance, Crumtuar le tajó el cuello. Aún sin cabeza, el
firbolg continuaba repartiendo tajos con la espada. Su testa, en el suelo,
mordía y desgarraba un cadáver. Por fin, al decapitado le fallaron las fuerzas
y se desplomó en. el suelo, donde inmóvil quedó.
Crumtuar experimentó un espantoso dolor, porque su cuerpo volvía a la
normalidad. Se desplomó, gritando hasta quebrársele la voz. Al cabo de una
fugaz y rojiza infinitud, el sufrimiento se tornó soportable y la cordura
volvió a su torturada mente. Miró en torno suyo. Había cadáveres hasta donde
alcanzaba su vista, arracimados unos sobre otros o sobre la hierba teñida de
sangre. Los irlandeses supervivientes alzaban gritos de triunfo y daban gracias
a Dana, Lugh y Morrigan. Habían vencido. Crumtuar buscó con la vista a la
diosa, mas no la encontró. El fuego del triunfo le insuflaba un júbilo
arrasador. Estaba vivo. Había vencido a los enemigos. Había vencido a la muerte.
No había palabras capaces de describir la intensidad de aquel éxtasis.
De pronto, la euforia se marchó, tan pronto como vino, y le asaltó la debilidad.
Cayó de rodillas al suelo y se desplomó de bruces sobre un charco de sangre.
Le despertaron arrojándole agua helada sobre el rostro. Se hallaba entre los
heridos. Tenía medio cuerpo cubierto por vendas. Iedur, su amigo, tiró el cubo
y le sonrió de oreja a oreja.
- ¡Ya despierta, el cerdo dormilón!
- ¡Vencimos, Crumtuar! -rugió Cochtann, otro de sus más broncos compañeros. Se
sujetaba una larga tira de piel sobre el rostro, pues le faltaba la piel de la
mejilla derecha y parte del mentón. Donde estuviera la oreja había ahora una
masa de vendas y cabello sucio y apelmazado. Por lo demás, parecía indemne como
el resto.
- Sí, lo sé -gruñó Crumtuar. Miró fijamente a sus colegas-. ¿La visteis?
¿Visteis a la diosa Morrigan?
- No -contestó Iedur-. Te vimos a ti transformado, como Cuchulainn cuando
peleó contra Ferdia. Repartías tajos como un auténtico loco. ¡Qué batalla,
amigo mío! ¡Realmente, eres un tipo peligroso!
Crumtuar sonrió. Las tripas le gruñían escandalosamente.
- ¿Dónde están la comida y el vino? -bramó.
- ¡Toma, maldito, y cállate ya de una vez! -era Conel, el líder de las
hordas danaanas. Le tiró un enorme muslo de carnero y un pellejo lleno de
cerveza agria. El veterano, al mirarle, no pudo disimular la sonrisa y el
respeto que brillaban en sus ojos- El cachorro está convirtiéndose en hombre,
¿eh?
Por toda respuesta, Crumtuar mordió un trozo de carnero tan grande que hubo de
empujarlo con la palma de la mano para que entrara en la boca. Y aún así, logró
regar la vianda con un chorro de cerveza. Sonrió, mientras masticaba con fuerza.

MERCENARIOS DEL INFIERNO


“JUNTO A LUCIFER, CON BELIAL A MI ESPALDA,

HE NADADO EN EL LAGO DE LLAMAS,
CAMINADO POR LAS SENDAS PROHIBIDAS,
LE HE HECHO EL AMOR A LILLITH,
HE BAILADO LA DANZA DE LOS NO-MUERTOS,
HE ESTRECHADO LA MANO DE LOS SEGADORES”
“Llegado desde el infierno”. VENOM.
Mercenarios del Infierno

Era el año 1411 del Señor. Los polacos luchaban a muerte contra los caballeros teutónicos, vencidos estos últimos por el soberano Ladislao II. Polonia triunfaba sobre el poder alemán. Mas todavía persistían ejércitos teutones, como aquél que asolara la ciudad de Cztesjow.
Era una fría y lluviosa tarde de otoño. El cielo encapotado invitaba a lúgubres reflexiones. La llanura bajo tal firmamento ofrecía aún peor aspecto: la enfangada planicie aparecía cubierta de cadáveres. La mayoría eran teutones, guerreros cuyas armaduras y cotas de malla se veían rajadas y abolladas. Los mercenarios de Wolfgang El Rojo, vencedores en aquella contienda cuyos frutos eran tres mil quinientos dieciocho muertos, deambulaban por entre los caídos, rapiñando las armas y los pertrechos aún servibles.
Sobre una alta loma esperaban cinco mil soldados polacos. Constituían la gran guardia de Cztesjow. Estaban comandados por el burgomaestre Otón, antaño famoso militar. Junto a éste permanecía el Abad Mayor Ivar.
Mil metros atrás del ejército polaco, Cztesjow levantaba sus altas y pétreas murallas. Ahora los habitantes podían respirar tranquilos, pues los teutones habían sido masacrados.
-Y todo gracias al esfuerzo de Wolfgang El Rojo y sus mercenarios -dijo el burgomaestre Otón. La lluvia repicaba sobre su casco. Pasó una mano sobre las crines del caballo. Era un hombre de espíritu marcial. Aún conservaba ese amargo gusto por las vistas de una batalla.
-El problema comienza ahora, pues hemos de pagarle -el Abad Mayor Ivar dirigió una mirada penetrante hacia Otón. Ivar era un político nato. Acostumbrado a una vida cómoda y lujosa, le fastidiaba tener que hallarse allí, sometido a la lluvia, a pesar de que un joven monje le librara de mojarse gracias al paraguas que su mano derecha sostenía. El muchacho, por contra, estornudó violentamente, calado hasta los huesos.
-Hay suficiente oro en las arcas de la ciudad -respondió Otón, con el ceño fruncido.
-Recordad que estamos en guerra, y en tiempos bélicos el oro redobla su valor.
-Nuestro rey Ladislao ha consolidado el Estado polaco. La guerra prácticamente ha acabado.
El Abad dirigió una mirada desdeñosa hacia el campo de batalla.
-Me parece impropio de personas civilizadas repartir sus riquezas con bárbaros mercenarios. Miradlos: sucios, desarrapados, sanguinarios... Son aún peores que los teutones. ¡Ni siquiera son católicos! Profesan adoración a dioses paganos; hay quien sostiene que ofrendan sacrificios al Maligno.
Se santiguó rápidamente.
-Pero vos y yo le prometimos a Wolfgang ese oro. Nuestros soldados están frescos. La Compañía de El Rojo ha hecho el trabajo sucio. Ahora se les debe pagar.
-Recordad que no hay prueba por escrito de tal contrato -el Abad Mayor sonrió maliciosamente-. Ese pacto fue una decisión apresurada, un error por nuestra parte.
Otón le miró con ojos escandalizados.
-¡Pero vos sabéis que, si no les pagamos, atacarán nuestra ciudad!
Ivar sacudió lentamente su oronda cabeza.
-Mi buen Otón, mirad fijamente el campo de batalla. Allá abajo hay unos ochocientos mercenarios, cansados y heridos tras la refriega. Aquí arriba, cinco mil soldados polacos. Podemos aplastarlos con facilidad.
-¿Sugerís que los exterminemos? ¡Son nuestros aliados!
-¡Son herejes y ateos! -Rugió el Abad Mayor-. ¡La mayoría ni siquiera están bautizados!
-¡El rey no lo aprobaría!
-El rey nunca lo sabrá. No haremos prisioneros. Éste no es momento para gastos superfluos. Nuestra ciudad nos lo agradecerá.
-Me niego -afirmó Otón-. Mercenarios o no, son hombres, soldados que han luchado por nuestra causa.
-Por nuestro dinero, no lo olvidéis. Además, un soldado nace para morir -los ojos de Ivar se clavaron en el burgomaestre-. Tal vez el rey Ladislao, cuando pase por aquí con sus ejércitos, llegue a conocer esos pequeños desfalcos que vos habéis realizado en el erario público de Cztesjow...
Otón desorbitó los ojos.
-¡No seríais capaz de contárselo!
-¿Seguro que no? -el Abad sonrió maliciosamente. De pronto, sus rasgos se endurecieron-. Burgomaestre Otón, vos sois el entendido en cuestiones bélicas. Dad las órdenes pertinentes y acabad con los bárbaros mercenarios. Es hora de hacer limpieza.
Durante diez segundos, Otón luchó contra sí mismo. Al fin, apesadumbrado, hizo girar al caballo y llamó a voces a sus oficiales mayores.
-Lo haré -dijo con resignación-. Que Dios Nos perdone.
-Él lo hará -contestó el Abad-. Somos Sus siervos.
Las huestes polacas se movieron rápida y eficazmente. Cuando los más avispados oficiales de la Compañía Mercenaria comprendieron que les estaban rodeando, ya era demasiado tarde.
La infantería polaca, armada con largas picas ideadas para ensartar al enemigo antes de llegar al cuerpo a cuerpo, avanzaban a la carrera, cerrando el círculo en torno a los mercenarios. Éstos se agruparon, gritando rabiosamente, pues entendían que habían sido traicionados y que los polacos iban a exterminarlos.
Las picas empalaron a los mercenarios. El erial volvió a llenarse de hombres armados que luchaban para matar o morir. Cada soldado de fortuna valía por tres infantes, pero, aunque peleaban con nervio y denuedo, la superioridad numérica polaca no dejaba dudas acerca de quién vencería.
Las hachas silbaron bajo la lluvia, las espadas rajaban petos, camisolas y cotas de malla, las mazas aplastaban yelmos y corazas. El espantoso vocerío resultaba ensordecedor. Sobre el repiqueteo monótono de la lluvia oíase el rechinar brutal del acero. La vida y la muerte uníanse en un orgasmo enfermizo y arrasador. La lluvia mezclaba sangre y fango.
En menos de una hora, los polacos aullaban gritos de victoria. Algunos mercenarios aún sobrevivían. Entre ellos se hallaba Wolfgang El Rojo. A pesar de un serio tajo en el hombro izquierdo, permanecía en pie. Lo llevaron con el resto de los cautivos (cincuenta mercenarios y quinientos teutones). Los prisioneros marchaban en largas filas, custodiados por la caballería polaca.
Al fin, Wolfgang y los suyos pasaron cerca de los pabellones de mando polacos. El burgomaestre Otón y el Abad Mayor Ivar contemplaban con rostro impasible las columnas de cautivos. Muchos de éstos pedían unirse a los vencedores. Mas esta vez no habría misericordia para los vencidos. Ingentes mercenarios paganos y ateos imploraban convertirse al catolicismo para así salvar sus vidas. En general, los presos suplicaban un sacerdote que les confesara antes del momento final. El Abad Mayor Ivar, cruelmente, denegó tales permisos que normalmente se administraban a los prisioneros de guerra.
Cuando Wolfgang El Rojo, de melena color fuego y cuerpo hercúleo, descubrió a Ivar y Otón, rugió tal que una alimaña y salió de la fila de prisioneros. Echó a correr en dirección a los dos grandes pares de Cztesjow, esquivando milagrosamente las lanzas de los jinetes guardianes. Wolfgang logró descabalgar a un polaco y apoderarse de su alabarda. Clavó la punta en el caballo de otro jinete. El animal herido se encabritó y su amo cayó sobre un costado.
-¡Detenedlo! -rugió Otón.
El rostro de Ivar temblaba, temeroso. Comenzó a hacer retroceder su caballo. Los mercenarios cautivos se removían tumultuosamente. Pero una sección de arqueros polacos aplastó la rebelión a flechazos.
-¡Otón! -rugió Wolfgang, aún mientras peleaba contra cinco infantes polacos. La lluvia pegaba su leonina cabellera al rostro cosido a cicatrices-. ¡Nos habéis traicionado! ¡Te mataré! ¡Y a ti también, Abad Mayor! ¡Os mataré a los dos!
Una flecha le atravesó el muslo derecho. Cayó al fango. Otro dardo le rompió un hombro. Mas aquel hombre salvaje aulló un grito rabioso y, aunque cojo, siguió corriendo hacia la pareja mandataria.
La guardia personal del burgomaestre cerró filas, pero Wolfgang, totalmente enloquecido, cargó contra ellos y cayó con cinco soldados al suelo. Alguien le golpeó con una maza, rompiéndole un omóplato. Pero se levantó y saltó por encima de varios hombres. Ya sólo estaba a diez metros de Ivar y Otón, quienes lo observaban con hipnótico horror.
-¡Aunque muera, volveré para mataros! -gritó Wolfgang-. ¡Lo juro por mi alma!
Una flecha se le hundió en el ojo derecho y surgió por la sien izquierda. Recibió nueve saetazos más en la espalda, abdomen y garganta. Gruñó y se desplomó, muerto.
Otón miraba con ojos desorbitados al líder mercenario. Ivar vomitaba, apoyado en su monje de confianza. Cuando se incorporó, el Abad estaba muy pálido. La lluvia volvía lustrosas sus fláccidas facciones.
-¡Matad a los prisioneros! -aulló-. ¡Matadlos!
En vano rogaron los teutones. Se les llevó a una hondonada baja. Los arqueros polacos dispusieronse alrededor suyo y dispararon hasta vaciar las aljabas.
Al cabo de veinte minutos, en la depresión no había más que cadáveres y flechas. La lluvia arreció. Un trueno crujió desde las nubes. Los polacos volvían hacia su ciudad.
Aquella noche, Cztesjow sufrió la ira del Cielo: fantásticos relámpagos culebreaban con luz azulada sobre el manto nocturno. La lluvia era una cortina densa que tornaba a los hombres sombras borrosas y oscuras. Pequeñas riadas se deslizaban sobre el empedrado de las calles. El viento destrozó varias casuchas e hizo volar tejados como si fuesen hojas de árbol.
En la mansión del burgomaestre, Otón sufría pesadillas. El rostro de Wolfgang se le aparecía una y otra vez en sueños. Despertó, gritando, cubierto de sudor.
Destemplado, ordenó que le trajeran vino y carne. Ya había cenado, mas tenía la esperanza de que el yantar le liberaría de aquella plomiza desazón.
Fue entonces que a su mansión llegó un mensajero. Era un soldado de la guardia sita en la muralla externa Sur.
El chico, empapado de lluvia, con la tez blanca y los ojos espantados, le dio las nuevas:
-Señor, fuera de la ciudad hay un pequeño ejército, a menos de mil metros. Se acercan rápidamente hacia las murallas.
-¿Son teutones? -preguntó Otón.
-La lluvia impide distinguir sus banderas. Pero... no creo que sean... teutones, señor.
-¿En qué se basa esa creencia?
El muchacho tragó saliva ruidosamente.
-Señor, sería mejor que vos mismo los contemplarais.
Diez minutos después, Otón observaba desde una tronera en la fachada de la gran fortificación el amplio y oscuro barrizal. El oficial mayor de la guardia señaló con el índice hacia la llanura, más allá del enorme foso, ahora rebosante. Otón aguzó su mirada de águila, pero la lluvia furiosa era un velo grueso que obstaculizaba cualquier observación. Cuando ya el burgomaestre se disponía a abandonar el intento, un relámpago iluminó el mundo entero y bajo su luz distinguió, allá fuera, a menos de quinientos metros del foso, hombres armados, corriendo o andando. Al menos serían doscientos. Hubo algo en ellos que le espantó.
El burgomaestre retrocedió. El trueno crujió violentamente. Miró a los oficiales, en cuyos ojos se reflejaba un leve temor, semejante al suyo.
-Teniente, reforzad las murallas y enviad parlamentarios a ese ejército. Quiero saber cuáles son sus intenciones. Movilizad a la soldadesca y reforzad la vigilancia en toda la defensa exterior. Cualquier nueva me será inmediatamente comunicada. Y nada de todo esto llegará a conocimiento de la población civil. ¿Entendido?
-Como ordenéis.
El oficial se marchó a la carrera.
El burgomaestre, seguido de sus mandos inmediatamente inferiores, repartió órdenes con rapidez y decisión. A pesar de ejercer la política, tenía alma de militar, así que estas situaciones le eran íntimamente agradables. Aun así, constantemente debía sofocar un extraño temor engarfiado en su espíritu, y no osó mirar de nuevo por las troneras.
Los parlamentarios no volvieron. Los observadores informaron que Cztesjow estaba rodeado por hombres armados, quizá unos dos mil. La lluvia hacía difícil una aproximación exacta. Las fuerzas de la urbe ascendían a más de seis mil hombres armados. En caso extremo, podría movilizarse a la población civil.
Fue entonces cuando el Abad Mayor Ivar se personó en el Centro de mando de la fortificación exterior. Le acompañaba su monje de confianza. El religioso jadeaba debido al esfuerzo que le había supuesto subir a la carrera la escalinata de la torre.
Los oficiales de Otón lo miraron con desconfianza. El burgomaestre les ordenó retirarse.
-Compruebo que no se te escapa ninguna noticia -dijo Otón, ya a solas con Ivar.
-Mi servicio de espionaje es eficaz. ¿Qué ocurre ahí afuera?
-Al parecer, vamos a ser atacados. Y no sabemos aún quiénes son los agresores.
Un joven muchacho, vestido con el uniforme de infantería, y un oficial mayor, entraron en el cuarto.
-¡Perdonad la intromisión, burgomaestre! -se disculpó el superior-. Escuchad a este soldado de la guardia, os lo ruego.
-Señor... -comenzó el joven, con voz temblorosa. La lluvia tornaba lustroso su rostro, en el que resaltaban los ojos desorbitados-. ¡La guardia del Nordeste ha caído!
Se hizo el silencio en la sala.
-¡Habla! -rugió Otón.
-Los... ¡Los asaltantes! ¡Señor, os lo juro! ¡Derribaron las piedras del muro exterior! Su fuerza es increíble... ¡No son humanos!
-¿Habéis reforzado la brecha? -preguntó inmediatamente Otón al oficial mayor. Por alguna extraña razón, no dudaba de la palabra del joven.
-Si, Señor. He enviado hacia allá trescientos infantes.
-Sigue hablando -ordenó Otón al muchacho.
-Utilizaron un ariete metálico -continuó el joven-. Lograron cruzar con él el foso y golpearon en la base del muro, hasta abrir un enorme boquete en él.
-¿Romper el muro? -casi chilló Ivar.
Un trueno reventó sobre sus cabezas.
-Sí, Señor Abad Mayor -respondió humildemente el soldado-. Parece increíble, pero ocurrió. Les arrojamos flechas y piedras desde los parapetos. Pero ellos... ¡ellos volvían a levantarse, a pesar de ser heridos sin compasión!
-¿A qué te referías cuando dijiste que no eran humanos? -preguntó Otón.
El informador titubeó. Al fin, se persignó rápidamente y echó a hablar.
-¡Son diablos, Señor! Visten cotas de mallas y armadura, pero tienen cuernos y colmillos. ¡Y rabo! ¡Sus ojos son rojos, y algunos exhalan fuego por la boca! ¡Os lo juro por Dios Nuestro Señor!
-¡Blasfemo! -gritó Ivar-. ¡Estás loco! ¡Serás interrogado y juzgado por los inquisidores!
-¡No! -el mozo lloraba, histérico-. ¡Yo lo vi! ¡Lo vi!
-Llevaoslo -ordenó Otón.
El oficial mayor casi lo tuvo que sacar a rastras del cuarto.
Otón e Ivar cruzaron lúgubres miradas. Entonces, un oficial de la guardia penetró a la carrera en el cuarto. Su armadura ligera aún chorreaba agua de lluvia.
-¡Burgomaestre Otón! -el hombre luchaba contra el miedo y la desesperación-. ¡Todo el sector Oeste de la fortificación externa ha caído! Nuestros hombres lucharon denodadamente, pero sólo unos pocos logramos escapar. Los invasores son increíblemente fuertes... ¡y el acero no les afecta!
Otón vestía la armadura de batalla, incluido el yelmo de hierro. La lluvia empapaba su rostro, convulsionado por el horror.
Había ordenado movilizar a todo varón capaz de empuñar un arma. Un contingente de mil hombres armados quedaba encargado de establecer el orden entre la población civil, que a estas alturas ya habría perdido los nervios. Durante la última hora toda la muralla externa de Cztesjow había caído con pavorosa celeridad. Los soldados desertaban de sus puestos cuando contemplaban a los invasores. Y no había promesa o castigo capaz de hacerles volver al frente.
Al parecer, la fuerza invasora en realidad contaba con más de diez mil soldados, y continuaba cerrándose en círculo alrededor de la ciudad. Otón aún no quería creer lo que se contaba de los agresores: cuernos, piel escamosa, lengua viperina y ojos rojos y brillantes como polilla ahítas de sangre. Y ninguno de ellos moría: aun erizados de flechas y tajados brutalmente por hachas y espadas, seguían peleando sin disminuir su vigor.
No mostraban compasión: diezmaban a los polacos con la facilidad de la guadaña en el trigal. Y reían mientras lo hacían. No tomaban prisioneros.
La cuestión de salvar la ciudad había quedado obsoleta. Ahora se trataba de encontrar la mejor vía de escape. Otón había hecho multitud de planes con sus estrategas. La mejor forma, la única, de hacer huir a la población civil, aún segura en el centro de la ciudad, consistía en atacar sobre el enemigo con un ejército en cuña. Tal vez por la brecha pudieran huir los habitantes de Cztesjow. Por supuesto, era un plan imposible, pero había que intentarlo.
Otón siempre creyó ser capaz de empuñar el arma y morir luchando. Mas, cuando, desde aquella alta torre en el borde de la zona edificada, contempló a los enemigos, su resolución vaciló como una llama de vela golpeada por el viento.
Bajo la lluvia furiosa pudo distinguir una masa de seres levemente parecidos a hombres que empuñaban picas, hachas y espadas. Reían y aullaban locamente. Sus ojos brillaban con fulgor de rubí. Y se abrían paso alzando y bajando maquinalmente las armas, destrozando los cuerpos de quienes osaran cruzarse en su camino. Aquello parecía un enjambre de cuerpos rabiosos, una ola arrasadora de carne y metal.
En menos de veinte minutos llegarían a la torre desde cuya azotea el burgomaestre contemplaba la batalla.
Otón escuchó a uno de sus oficiales rezar el Padrenuestro. Nadie más osaba hablar. Sólo Borowsky, uno de sus mejores estrategas:
-Señor, hemos de retroceder.
-¿A dónde? -preguntó Otón con voz átona-. No hay posibilidad de salvación. Valdría más que empuñáramos aquí y ahora nuestras armas y lucháramos hasta el final.
-Pero el plan para salvar a los civiles...
-Están ya muertos. Todos lo estamos. Los enemigos no nos permitirán huir. No atenderán a razones. ¿Es que no los veis? Son diablos. Van a aplastar entera nuestra ciudad.
Un capitán mayor echó a correr hacia las escaleras. Otón no se lo reprochó. Otros pocos también huyeron, resbalando sobre el suelo de piedra encharcado. El horror había quebrantado su sentido de la disciplina.
Otón endureció el mentón.
-Dadme una espada y un escudo.
-Pero... ¡Señor!
-En vos queda el mando de la ciudad. Renuncio al cargo de burgomaestre. ¡Vuelvo a ser un simple soldado!
Rió a carcajadas, y más cuando empuñó la recta y larga espada y se embrazó el escudo.
Bajó celéricamente las escaleras. Su rostro apasionado y demente hizo huir a cuantos subordinados hallaba en su camino.
-Si hay que morir, ¡lo haré luchando! -gritó.
Su risa de loco resquebrajó la moral de los hombres, quienes se dispersaron confusamente. Pero muchos lo siguieron, enarbolando las armas, dispuestos a caer en liza. También los hubo que se arrodillaron y rezaron entre sollozos.
Otón no subió a ningún caballo. A los mozos de caballería les resultaba imposible controlarlos. El burgomaestre echó a correr sobre el fango en dirección a la multitud enemiga. Cerca de quinientos guerreros polacos le acompañaban, aullando, enloquecidos por el horror y la sed de sangre.
La lluvia le impedía ver los cuerpos de los enemigos, pero en la oscuridad resplandecían sus ojos de color bermellón. Otón descargó un espadazo en el cráneo de un luchador con garras descomunales y rostro de pesadilla. Le hendió la cabeza hasta la garganta. El ser seguía riendo, pese a soltar chorros de sangre humeante. Su aliento hedía a azufre. Una flecha rota surgía de entre sus costillas, cubiertas por el peto de la compañía de Wolfgang El Rojo. Otón paró un espadazo. Guerreó sin control alguno de sí mismo. El ejército polaco le alcanzó, como una marea de cotas de mallas, espadas y escudos. La infantería se abrió paso a tajo limpio. Un relámpago iluminó la escena, mostrando cuerpos sobre cuerpos, sangre que la lluvia se llevaba, demonios con patas de carnero y cola serpentina contra soldados aterrados y rabiosos.
La oscuridad volvió, y con ella el crujido del trueno enmudeciendo momentáneamente los gritos y el restallar de los aceros.
Otón sintió colmillos en el cuello. Alzó el brazo izquierdo y golpeó con el muñón, pues le habían amputado la mano de un hachazo. Cinco criaturas gargolescas lo apresaron con dedos inexpugnables, acarreándolo acto seguido fuera de la carnicería. Reían obscenamente y hablaban entre ellos en un idioma digno de reptiles.
Al fin lo arrojaron al suelo enfangado. Otón levantó la cabeza, molida a golpes. Su único ojo sano distinguió, tras la cortina lluviosa, una figura que conocía: Wolfgang El Rojo. Sus ojos brillaban como el vino tinto bajo el sol. Ahora poseía cola, un largo apéndice escamoso que latigueaba en todas direcciones.
-¡Wolfgang El Rojo! -aulló Otón-. ¡Sirves al Diablo!
Sonó como una acusación, mas Wolfgang rió a carcajadas.
-¡Ya le servía antes de morir! -contestó-. Pero deseaba tanto vengarme de Ivar y de ti que le vendí el alma a cambio de esta justa revancha. Un alma tan condenada como tu negro corazón. Mi señor Lucifer hizo revivir a las huestes de la Compañía Mercenaria y me prestó además unos cuantos de sus ejércitos infernales... ¡Todo para haceros pagar vuestra sucia traición!
Cara a cara con la muerte, hay hombres que se derrumban y sollozan. Pero otros la aman más que a cualquier otra mujer e inconscientemente la buscan durante toda la vida. Entonces, cuando la encuentran, alzan la cabeza y ríen loca y desafiantemente. Otón pertenecía a este segundo tipo.
-¡Acaba ya de una vez, Wolfgang, perro amargado! -gritó el burgomaestre-. ¡Vamos! ¿A qué esperas? ¡Mata también a Ivar, ese gordo clérigo, que corrió levantando sus faldones cuando olió el peligro!
-No te preocupes por Ivar... Otro Más Fuerte que yo se encargará de él.
Abrió la garra y un mercenario del Infierno le pasó un hacha descomunal.
Otón miró fijamente al rival, gruñendo como un perro de presa. Se debatió, pero le obligaron a arrodillarse y humillar la cabeza. Le despojaron del yelmo, el peto y la cota de mallas. Manos escamosas doblegaron su testa. Ahora mostraba el cuello, desnudo, brillante, mojado. El burgomaestre reía rabiosamente. De pronto, experimentó un chispazo de dolor. Estaba rodando sobre un charco. Su cuerpo decapitado, a un metro de él, temblaba espasmódicamente. Otón deseó gritar, aullar contra el mundo entero. Pero se hizo la Nada.
Ivar corría y tropezaba. Un pillo le había arrancado la túnica de terciopelo y ahora su larga ropa interior se le pegaba a las orondas carnes. Casi no podía ver a través de la lluvia. Cayó al suelo y durante un instante gateó en el fango. Los tumultuosos le despojaron del caballo y el cofre con las joyas. Su guardia personal huyó, abandonándole. También su monje de confianza.
La ciudad era un caos absoluto.
Un relámpago disipó brutalmente las tinieblas. En la calle, un demonio golpeó de revés con su maza a una muchacha, reventándole el cráneo. El monstruo reía alegremente. Una gárgola viviente devoraba las entrañas de un anciano recién degollado. Una partida de soldados infernales saltaba y correteaba sobre el suelo infestado de cadáveres. No dejarían ningún habitante con vida.
Ivar echó a correr de nuevo. Súbitamente, una mano le tomó del brazo.
-Venid conmigo, Abad Mayor. Yo os ayudaré.
Era un hombre vestido con lujosa armadura dorada. Su voz resultaba profunda, un oasis de calma en medio de aquel estrépito. Ivar se dejó llevar y al poco entraron en el más próximo edificio.
El Abad respiró profundamente, ahora a salvo de la lluvia. Se sentó sobre algo plano. Escuchóse el chocar del pedernal y el eslabón. El caballero desconocido sopló sobre una lámpara con paja seca y se hizo la luz. Llevó el candil hasta la mesa junto a la cual habíase sentado el Abad Mayor. Era un hombre delgado, alto, de porte imponente. Cuando se quitó el yelmo, tocado en la frente por una pequeña cabeza de león rugiente, Ivar descubrió un rostro masculino tan hermoso que le cortó la respiración.
-No os preocupéis, Abad Mayor -dijo aquel caballero, que tenía al tiempo facciones de adulto y de niño inocente. Mas sus ojos... En ellos podía haber de todo menos inocencia.
-¿Quién sois vos, que me habéis salvado de esas criaturas infernales? -preguntó Ivar, aún fascinado por su salvador.
-Yo soy su amo.
Ivar quedóse en silencio. Sus ojos trataban de desentrañar el misterio; mientras, el caballero sonreía plácida... y malignamente.
De pronto, Ivar comprendió. Y gritó. Cayó al suelo. Una cucaracha huyó a la carrera para no ser aplastada bajo su peso. El Abad retrocedió casi a rastras, hasta que su espalda chocó con una pared.
-¡Padre Nuestro y Señor Jesucristo, salvadme del Mal! -chilló el Abad, con los ojos horrorizados clavados en el desconocido.
El caballero dorado rió alegremente.
-Mi buen Abad, no debéis temerme -dijo, con voz suave-. A partir de hoy sois mío, de mi propiedad, y no sería correcto por vuestra parte mostrarse irrespetuoso con vuestro nuevo dueño. He subido para contemplar el trabajo de mis huestes. Y su labor me agrada.
-¡Retrocede, Maligno! -clamó Ivar-. ¡El Buen Dios me protege, porque yo Le he servido!
El caballero rió de nuevo. Clavó su mirada en Ivar.
-No. Me habéis servido a mí. Engañasteis a un mercenario llamado Wolfgang El Rojo. Y ello provocó una serie de hechos que han desembocado en el exterminio de miles de inocentes. Siempre me habéis servido, mi buen Abad, aunque sin saberlo. Lo habéis hecho mejor que muchos de mis más fervientes lacayos. Y, aunque se dice que mi Reino está lleno de buenas intenciones, vos y yo sabemos que ése no es vuestro caso.
-No... -Ivar casi musitaba las palabras-. Yo... yo he contribuido a la construcción de catedrales... Cumplí con las bulas...
-Ntsch, ntsch... Gracias a vuestras maquinaciones y sed de poder, se ha incrementado el sufrimiento y el odio globales.
-¡No! -chilló Ivar-. ¡No acabaré en el Infierno! ¡He sido fiel a las Normas! ¡Subiré al Bendito Cielo!
-Permitidme dudarlo, Abad Mayor -sonrió de oreja a oreja-. Si estáis equivocado, en mi reino sufriréis un castigo acorde con vuestras acciones. Averigüemos quién de los dos lleva la razón.
Cerró su puño derecho. El corazón de Ivar dejó de latir.
El caballero dorado miró durante un instante el cadáver del religioso y después salió a la calle, aún poblada de diablos y muerte. Un relámpago iluminó la ciudad arrasada. El trueno retumbó ominosamente. La lluvia persistía.
Nota del autor: Cztesjow es una ciudad imaginaria. Igual ocurre con sus habitantes y la Compañía Mercenaria de Wolfgang El Rojo. Cualquier parecido con los sucesos acaecidos en esta historia es fruto de la casualidad.
Sí es verídico que durante el siglo XV los polacos lucharon denodadamente contra los teutones, y que el rey Ladislao II consolidó la soberanía polaca sobre el país. Como testimonio histórico, cabe citar un comentario acerca de la batalla de Tannenberg, en 1410, tras la cual los polacos quedaban como vencedores y los Caballeros Teutónicos conocían la derrota:
“En este combate encontraron la muerte cincuenta mil enemigos y cuarenta mil fueron hechos prisioneros. Fueron capturados cincuenta y un estandartes. Los vencedores se enriquecieron con los despojos del enemigo. Aunque cuesta trabajo creer las cifras de muertos, hay un medio de confirmarlas: a lo largo de algunas millas, el camino estaba cubierto de muertos. La tierra estaba impregnada de sangre y el aire se cubría con los gritos y lamentos de los moribundos. (Joannis Dlugossi seu Longini Canonici Cracoviensis Historiae Polonicae libri xi).”



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