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miércoles, 21 de mayo de 2008

ALGUNAS CASAS ENCANTADAS -- AMBROSE BIERCE - VARIOS RELATOS

AMBROSE BIERCE

ALGUNAS CASAS ENCANTADAS




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La Isla de los Pinos
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Durante muchos años, cerca de la ciudad de Gallipolis, Ohio, vivió un anciano llamado Herman Deluse. Poco se sabía de su vida, porque él no quería ni hablar de ella ni aguantar a los demás. Era creencia extendida entre sus vecinos que había sido pirata, aunque nadie sabía si ello se debía a que no existían más pruebas que su colección de garfios de abordaje, sus alfanjes y sus viejas pistolas de serpentín. Vivía completamente solo en una pequeña casa de cuatro habitaciones que se desmoronaba a pasos agigantados y en la que no se realizaba más reparación que la que exigían las condiciones meteorológicas. Se elevaba en medio de un gran pedregal cubierto de zarzamoras, con unas, cuantas parcelas cultivadas del modo más primitivo. Ésas eran sus únicas propiedades visibles, suficientes para vivir, pues sus necesidades eran pocas y elementales. Siempre disponía de dinero contante y sonante, y todas las compras que hacía en las tiendas de la plaza del pueblo las pagaba en efectivo, sin comprar más de dos o tres veces en el mismo sitio hasta que había pasado un lapso considerable de tiempo. Sin embargo, esta distribución tan equitativa de su patrimonio no recibía ningún elogio; la gente la consideraba un intento ineficaz de ocultar su riqueza. Que el anciano guardaba enterrada en algún lugar de su destartalada vivienda una enorme cantidad de oro adquirido de forma deshonrosa, era algo que ninguna persona sincera, al tanto de los hechos de la tradición local y con un sentido de la proporción de las cosas, podía poner en duda sensatamente.
El 9 de noviembre de 1867, el anciano murió; al menos su cadáver fue descubierto al día siguiente, y los médicos testificaron que la muerte había ocurrido en las veinticuatro horas precedentes. Cómo, es algo que no supieron decir, pues la autopsia mostraba que todos los órganos estaban sanos, sin ningún indicio de anomalía o violencia. En su opinión, la muerte debía haber tenido lugar al mediodía, ya que el cuerpo estaba en la cama. El veredicto judicial fue que aquel hombre «había encontrado la muerte por un castigo de Dios». El cuerpo fue enterrado y el administrador público se hizo cargo de la herencia.
Una investigación rigurosa no reveló nada nuevo acerca de aquel hombre muerto, y gran parte de las excavaciones llevadas a cabo en sus propiedades, aquí y allá, por sus solícitos y ahorradores vecinos, no dieron ningún fruto. El administrador cerró la casa hasta el momento en que los bienes, raíces y personales, fueran a ser vendidos de acuerdo con la ley, con vistas a sufragar en parte los gastos de tal venta.
La noche del 20 de noviembre fue borrascosa. Un tremendo vendaval sacudió los campos, azotándolos con una desoladora ventisca de nieve. Enormes árboles fueron arrancados de raíz y arrojados sobre los caminos. Nunca se había conocido en toda aquella región una noche tan tormentosa, aunque a la mañana siguiente el vendaval había amainado y amaneció un día claro y soleado. Hacia las ocho de la mañana, el reverendo Henry Galbraith, un conocido y muy estimado pastor luterano, llegó andando a su casa, que estaba a milla y media de la casa de Deluse. Mr. Galbraith venía de pasar un mes en Cincinnati. Había subido por el río en un vapor y, después de desembarcar en Gallipolis la tarde anterior, había conseguido una calesa y se había puesto en camino hacia su casa. La violencia de la tormenta le había retrasado toda la noche y por la mañana los árboles caídos le habían obligado a abandonar su medio de transporte y continuar el viaje a pie.
-Pero ¿dónde has pasado la noche? -le preguntó su esposa, una vez que había relatado su aventura brevemente.
-Con el viejo Deluse en la «Isla de los Pinos»* -fue su alegre respuesta-, y resultó bastante triste. No puso ninguna objeción a que me quedara, pero no conseguí que dijera una palabra en toda la noche.
Afortunadamente, y en interés de la verdad, estaba presente en la conversación Mr. Robert Mosely Maten, abogado y littérateur de Columbus, que era el autor de los deliciosos Mellowcraft Papers. Advirtiendo, aunque sin compartirlo, el asombro causado por la respuesta de Mr. Galbraith, este individuo ingenioso refrenó con un gesto las exclamaciones que naturalmente se habrían producido, y con voz tranquila preguntó:
-¿Cómo consiguió entrar allí?
Ésta es la versión que Mr. Maren dio de la respuesta de Mr. Galbraith:
-Vi una luz que se movía en el interior de la casa, y como no podía ver casi nada a causa de la nieve y, además, estaba medio congelado, me dirigí hacia la entrada y dejé mi caballo en el viejo establo, donde permanece todavía. Entonces llamé a la puerta. Al no recibir respuesta, entré. La habitación estaba a oscuras, pero tenía cerillas; encontré una vela y la encendí. Intenté entrar en la habitación de al lado, pero la puerta estaba atascada. El viejo no respondía a mis llamadas, aunque yo oía sus fuertes pisadas en el interior. No había fuego en la chimenea, de modo que hice uno, me eché en el suelo (sic) delante de él, apoyé la cabeza sobre el abrigo y me dispuse a dormir. Unos instantes después, la puerta que había intentado abrir cedió lentamente y el viejo entró con una vela en la mano. Me dirigí a él en tono amable, pidiéndole excusas por mi intromisión, pero no me prestó atención alguna. Parecía buscar algo, aunque sus ojos estaban inmóviles en sus órbitas. Tal vez andaba en sueños. Hizo un recorrido alrededor de la habitación y se fue de la misma manera que había entrado. Regresó a la habitación dos veces más antes de que me durmiera, actuando exactamente del mismo modo, y marchándose de nuevo como la primera vez. En los intervalos le oí deambular por la casa, pues sus pisadas resultaban claramente perceptibles cuando la tormenta aflojaba. Al despertar por la mañana ya se había ido.
Mr. Maren intentó hacer unas cuantas preguntas más, pero fue imposible contener las lenguas de los familiares por más tiempo. La historia de la muerte de Deluse y su posterior entierro salieron a la luz, con gran asombro por parte del buen pastor.
-La explicación de su aventura es muy sencilla -dijo Mr. Maren-. No creo que el viejo Deluse ande en sueños, al menos no en el actual; evidentemente, quien soñó fue usted.
Mr. Galbraith, considerado así el asunto, se vio obligado a asentir a regañadientes.
A pesar de todo, a última hora del día siguiente estos dos caballeros se encontraban, en compañía de un hijo del pastor, en el camino que hay delante de la casa del viejo Deluse. Allí dentro había luz; aparecía ora en una ventana, ora en otra. Los tres hombres avanzaron hacia la puerta. Al llegar a ella, del interior surgió una barahúnda de ruidos aterradores: un rechinar de espadas, de acero contra acero, acompañado de fuertes explosiones, como las de las armas de fuego, de gritos de mujeres, de maldiciones y gemidos lanzados por hombres en combate. Los investigadores se quedaron inmóviles por un momento, indecisos, asustados. Después, Mr. Galbraith probó a abrir la puerta. Estaba atrancada. Pero el pastor era un hombre valiente, un hombre, además, con una fuerza hercúlea. Retrocedió uno o dos pasos, se lanzó contra la puerta y, asestándole un golpe con el hombro derecho, la arrancó de su marco con un sonoro zambombazo. En un instante los tres hombres estaban en el interior. ¡Todo era oscuridad y silencio! No se oía más que el latido de sus corazones.
Mr. Maren se había provisto de fósforos y de una vela. Con cierta dificultad, causada por la emoción, consiguió alumbrar una luz con la que procedieron a explorar el lugar, recorriendo habitación por habitación. Todo se encontraba en perfecto orden, tal y como había sido dejado por el sheriff; nada había sido alterado. Una ligera capa de polvo cubría los objetos. La puerta trasera aparecía entreabierta, como por descuido, por lo que su primera idea fue que los autores de aquel terrible tumulto habían conseguido escapar. Abrieron la puerta del todo y la luz de la vela iluminó la superficie del exterior. El resultado ya concluido de la tormenta de la noche anterior había sido una somera capa de nieve. No había huella alguna. La blanca superficie estaba intacta. Entonces cerraron la puerta y se dirigieron hacia la última habitación de las cuatro que había en la casa, la más alejada, situada en una esquina del edificio. Al entrar en ella, la vela que Mr. Maten sostenía en la mano se apagó de repente, como por una corriente de aire.
Inmediatamente se oyó un fuerte impacto contra el suelo. Una vez que la vela fue encendida de nuevo a toda prisa, se pudo ver al joven Mr. Galbraith postrado en el suelo, no muy lejos de donde se encontraban los otros. Estaba muerto. Con una mano, el cuerpo agarraba un pesado saco de monedas que, tras un posterior examen, resultaron proceder de la vieja ceca española. Sobre el cuerpo yacente descansaba un tablero que había sido arrancado de sus sujeciones a la pared, y resultaba evidente que el saco había salido del hueco que allí quedaba.
Se llevó a cabo otra investigación judicial: la nueva autopsia tampoco consiguió revelar en esta ocasión las causas de la muerte. Una vez más, el veredicto de «castigo de Dios» dejó a todos la libertad de sacar sus propias conclusiones. Mr. Maten sostuvo que el joven Galbraith murió a causa de la emoción.
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Una tarea infructuosa
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Henry Saylor, que resultó muerto en Covington durante una discusión con Antonio Finch, fue un reportero del Commercial de Cincinnati. En 1859, una vivienda deshabitada de la calle Vine, en Cincinnati, se convirtió en centro de la inquietud local a causa de las extrañas visiones y sonidos que, según decían, podían observarse en ella por las noches. De acuerdo con el testimonio de muchos vecinos respetables, dichos fenómenos no concordaban más que con la hipótesis de que la casa estaba encantada. La multitud podía ver desde la acera cómo unas extrañas figuras entraban y salían del local. Nadie sabía decir exactamente en qué lugar del césped, desde el que se dirigían hacia la puerta principal, aparecían, ni por qué punto desaparecían al salir. Y, lo que es más, aunque cada espectador por separado estaba completamente seguro de esos acontecimientos, no había dos que coincidieran. Todos variaban en sus descripciones de las figuras. Algunos de los más osados elementos de aquella muchedumbre curiosa se aventuraron varias tardes a situarse en los escalones de entrada para impedirles el paso o, si no lo conseguían, para verles mejor. Estos valerosos individuos, según se decía, eran incapaces de derribar la puerta uniendo sus fuerzas y siempre resultaban arrojados de los escalones por un impulso invisible, gravemente heridos. Inmediatamente después, la puerta se abría, al parecer por sí sola, dejando entrar o salir a algún invitado fantasmal. Aquel local era conocido como la casa Roscoe, en la que durante algunos años había vivido una familia de tal nombre, cuyos miembros habían desaparecido uno tras otro, siendo una anciana la última en abandonar la casa. Las historias sobre acontecimientos horribles y asesinatos sucesivos habían abundado siempre, pero nunca se había comprobado su autenticidad.
En uno de aquellos días en que la agitación predominaba, Saylor se presentó en la redacción del Commercial para recibir instrucciones. Se le entregó una nota del directo; que decía lo siguiente: «Vaya a pasar la noche solo en la casa encantada de la calle Vine y si ocurre algo interesante redacte dos columnas.» Saylor obedeció a su superior: no podía permitirse el lujo de perder su puesto en el periódico.
Después de informar a la policía de sus intenciones, se introdujo en la casa por una ventana trasera antes del anochecer, recorrió las habitaciones desiertas, sin muebles, cubiertas de polvo y desoladas y, sentado en el salón sobre un viejo sofá que había llevado arrastrando desde otra habitación, observó cómo la oscuridad se imponía a medida que avanzaba la noche. Antes de que todo estuviera a oscuras, en la calle se congregó, como siempre, una multitud curiosa, silenciosa y expectante, en la que algún que otro bromista hacía gala de su incredulidad y valentía profiriendo comentarios desdeñosos o gritos obscenos. Nadie tenía conocimiento del ambicioso observador del interior. No se atrevía ni a encender un fósforo; las ventanas sin cortinas habrían revelado su presencia, sometiéndole al insulto y posiblemente a los golpes. Además, era demasiado concienzudo para hacer algo que pudiera debilitar sus impresiones o alterar cualquiera de las condiciones acostumbradas en las que se decía que se producían los hechos.
Había caído la noche, aunque la luz de la calle iluminaba parte de la habitación en la que se encontraba. Saylor había abierto todas las puertas del interior, las de arriba y las de abajo, pero las de fuera estaban cerradas y atrancadas. Unas repentinas exclamaciones de la muchedumbre le impulsaron a acercarse a una ventana y asomarse. Entonces vio la figura de un hombre que atravesaba el césped a toda prisa y se dirigía hacia el edificio. Le vio subir los escalones. Después quedó oculto por un saliente de la pared. Hubo un ruido, como si abrieran y cerraran la puerta del recibidor; oyó unas pisadas firmes y rápidas en el pasillo, por las escaleras y, finalmente, en la habitación sin alfombras que había inmediatamente encima de su cabeza.
Saylor sacó decididamente su pistola y, tras subir a tientas por las escaleras, entró en aquella habitación, débilmente iluminada desde la calle. Allí no había nadie. Entonces oyó pisadas en la habitación de al lado y entró en ella. Todo estaba oscuro y en silencio. Con el pie golpeó un objeto que había en el suelo; se arrodilló y lo tocó con la mano. Era una cabeza humana, de mujer. Tras agarrarla por los cabellos, aquel tipo de nervios de acero regresó a la habitación de abajo y acercó la cabeza a la ventana para examinarla atentamente. Mientras se dedicaba a ello, fue consciente del rápido abrir y cerrar de la puerta de entrada y de las pisadas que se oían a su alrededor. Al apartar la vista de aquel objeto fantasmal, se encontró rodeado por una multitud de hombres y mujeres a los que apenas podía ver; la habitación estaba inundada de ellos. Entonces creyó que la gente había entrado.
-Señoras y caballeros -dijo con serenidad-: ustedes me están viendo en unas circunstancias sospechosas, pero...
En ese momento su voz fue ahogada por unas carcajadas: unas carcajadas como las que se oyen en los manicomios. Las personas que se encontraban a su alrededor señalaban al objeto que tenía en la mano y su alborozo aumentó cuando Saylor lo dejó caer y fue rodando por entre sus pies. Entonces comenzaron a bailar alrededor de aquella cabeza con gestos grotescos y actitudes obscenas e indescriptibles. Le dieron patadas enviándola de un lado a otro de la habitación, y en su afán de golpearla, se empujaban y derribaban los unos a los otros. Maldecían, gritaban y cantaban fragmentos de canciones indecentes, mientras la maltratada cabeza iba dando saltos de acá para allá como si estuviera aterrorizada y quisiera escapar. Finalmente salió disparada por la puerta hacia el recibidor, seguida por todos los demás, dando lugar a una precipitación tumultuosa. En aquel momento la puerta se cerró con un fuerte golpe y Saylor se quedó solo en medio de un silencio sepulcral.
Guardó con cuidado la pistola, que había estado en sus manos todo el rato, y se dirigió a la ventana para asomarse. La calle estaba desierta y en silencio. Las luces se habían apagado. Los tejados y las chimeneas de las casas se recortaban nítidamente en el Este a la luz del amanecer. Salió de la casa (la puerta cedió con facilidad a su empuje) y se encaminó hacia la redacción del Comercial. El director estaba todavía en su despacho, dormido. Saylor le despertó y dijo:
-Vengo de la casa encantada.
El director le miró sin comprender, como si aún estuviera dormido.
-¡Dios mío! -exclamó-, pero ¿eres tú, Saylor?
-Claro, ¿por qué no?
El director no respondió, pero siguió mirándole.
-Pasé la noche allí..., según parece -añadió Saylor.
-Dicen que las cosas estuvieron extraordinariamente tranquilas ahí fuera -señaló el director jugueteando con un pisapapeles sobre el que había posado la vista-, ¿ocurrió algo?
-Nada en absoluto.
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Una parra sobre una casa
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A unas tres millas de la pequeña ciudad de Norton, en Missouri, en el camino que lleva a Maysville, se levanta una vieja casa que fue habitada por última vez por una familia llamada Harding. Desde 1886 no ha vivido nadie allí, y no es probable que nadie vuelva a hacerlo. El tiempo y la condena de los que por allí habitan la están convirtiendo en una ruina bastante pintoresca. Un observador no familiarizado con su historia ni siquiera la incluiría en la categoría de «casas encantadas»; y sin embargo ésa es la reputación de que goza en la región que la rodea. Las ventanas no tienen cristales, y no hay puertas en las entradas. Hay grandes grietas en el tejado de madera y los tablones son de un color gris pardo por falta de pintura. Pero estos indefectibles signos de lo sobrenatural están ocultos en parte y bastante suavizados por el abundante follaje de una enorme parra que recorre toda la estructura. Esta parra, de una especie que ningún botánico ha conseguido nombrar, desempeña un papel importante en la historia de la casa.
La familia Harding estaba formada por Robert Harding, su esposa Matilda, Miss Julia Went, hermana de aquélla, y dos niños. Robert Harding era un hombre callado, de costumbres reservadas, sin amigos en la vecindad y, al parecer, sin intención de hacerlos. Tenía unos cuarenta años, era comedido y diligente, y se ganaba la vida con una pequeña granja, actualmente cubierta de maleza y de zarzamoras. Él y su cuñada eran bastante criticados por sus vecinos, a quienes les parecía que andaban demasiado tiempo juntos. El vecindario no era culpable del todo, porque en aquellos momentos ninguno de los dos refutaba tal observación. El código moral de los campos de Missouri es rígido y severo.
Mrs. Harding era una mujer amable y de aspecto triste, a la que le faltaba el pie izquierdo.
Un cierto día de 1884 se supo que había ido a Iowa a visitar a su madre. Esto era lo que su marido contestaba cuando se le preguntaba, y su forma de decirlo no suponía ningún estímulo para seguir preguntando. Mrs. Harding nunca regresó, y dos años más tarde, sin vender la granja o alguna de sus posesiones, ni nombrar un agente que se encargara de sus intereses o se llevara sus enseres domésticos, Harding abandonó la casa con el resto de la familia. Nadie supo dónde había ido; ni a nadie le preocupaba en aquella época. Naturalmente, todos los objetos móviles de la casa desaparecieron enseguida y la casa abandonada se convirtió en «encantada» a su manera.
Una tarde estival, cuatro o cinco años después, el reverendo J. Gruber, de Norton, y un abogado llamado Hyatt se encontraron a caballo delante de la casa de Harding. Como tenían negocios que discutir ataron los animales y se dirigieron hacia la casa, en cuyo porche se sentaron a charlar. Hicieron algún comentario jocoso sobre la misteriosa reputación de la casa, pero la olvidaron enseguida y se pusieron a hablar de sus asuntos hasta que se hizo casi de noche. Hacía un calor agobiante y no se movía una mota de aire.
En ese momento los dos hombres, sorprendidos, se pusieron en pie de un salto: una larga parra, que cubría la mitad de la fachada de la casa y cuyas ramas colgaban del borde superior del porche, se agitaba de un modo que resultaba visible y audible, sacudiendo violentamente el tallo y todas las hojas.
-Vamos a tener tormenta -comentó Hyatt.
Gruber, sin decir nada, dirigió la atención de Hyatt hacia el follaje de los árboles cercanos, que no se movían; hasta los débiles extremos de las ramas que destacaban sobre el cielo claro estaban inmóviles. Rápidamente, bajaron los escalones que llevaban a lo que había sido una pequeña pradera de césped y dirigieron la vista hacia arriba, hacia la parra, cuya total longitud era ahora visible. Seguía agitándose violentamente, pero no podían comprender la causa de tal trastorno.
-Marchémonos -dijo el pastor.
Y eso hicieron. Olvidaron que habían venido en direcciones opuestas y se marcharon juntos. Llegaron a Norton, donde contaron su extraña experiencia a varios amigos discretos. Al día siguiente por la tarde, más o menos a la misma hora, acompañados por otras dos personas cuyos nombres no se recuerda, se encontraban de nuevo en el porche de la casa Harding y el fenómeno se produjo una vez más: la parra se agitaba violentamente, como demostró un cuidadoso examen, desde la raíz hasta la punta, y ni siquiera uniendo sus fuerzas sobre el tronco consiguieron calmarla. Después de estar observándola durante una hora, se retiraron, no menos inteligentes, según se cree, que cuando habían llegado.
No hizo falta mucho tiempo para que estos hechos singulares provocaran la curiosidad de toda la vecindad. De día y de noche, multitud de personas se congregaban en la casa Harding «buscando alguna señal». No parece probable que alguien la encontrara, aunque los testimonios mencionados resultaban tan creíbles que nadie puso en duda la realidad de las «manifestaciones» de las que ellos daban fe.
Ya fuera por una feliz inspiración o por un afán destructivo, un día se propuso (nadie parecía saber de quién partió la idea) arrancar la parra y, tras un caluroso debate, así se hizo. Sólo se encontró la raíz y, sin embargo, nada podría haber resultado más extraño.
Desde el tronco, que tenía en la superficie un diámetro de varias pulgadas, la raíz se hundía, sencilla y recta, unos cinco o seis pies en un terreno suelto y friable; después se dividía y subdividía en raicillas, fibras y filamentos, entrelazados de un modo extraño. Una vez que se les hubo sacado cuidadosamente del suelo, mostraron una disposición singular. Sus ramificaciones y plegamientos sobre sí mismas formaban una red compacta, que recordaba sorprendentemente en su forma y tamaño a una figura humana. Allí estaban la cabeza, el tronco y las extremidades; hasta los dedos de los pies y manos aparecían claramente definidos. Muchos afirmaban ver en la distribución y disposición de las fibras de la masa globular que formaba la cabeza la insinuación grotesca de un rostro. La figura era horizontal; las raíces más pequeñas habían comenzado a unirse a la altura del pecho.
En su parecido con una forma humana, la imagen era sin embargo imperfecta. A unas diez pulgadas de una de las rodillas, los cilia que formaban aquella pierna se doblaban bruscamente hacia atrás y hacia dentro sobre la línea de crecimiento. A la figura le faltaba el pie izquierdo.
No había más que una conclusión, la única posible. Pero, debido a la emoción subsiguiente, se propusieron tantas formas de proceder como número de consejeros incapaces había. El asunto fue resuelto por el sheriff del condado que, en su condición de custodio legal de la hacienda abandonada, ordenó que se volviera a colocar la raíz en su sitio y se la cubriera con la tierra que había sido extraída.
Una posterior investigación sacó a la luz un único hecho importante y significativo: Mrs. Harding nunca había visitado a sus parientes de Iowa, ni ellos tenían noticia de que fuera a hacer tal cosa.
De Robert Harding y del resto de la familia no se ha vuelto a saber nada. La casa conserva su reputación funesta, aunque la parra que se volvió a plantar sea un vegetal metódico y formal, debajo del cual le gustaría sentarse a una persona nerviosa en una noche tranquila, cuando las chicharras hacen rechinar su revelación inmemorial y el lejano chotacabras expresa su idea de lo que debería hacerse con ella.
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En casa del viejo Eckert
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Philip Eckert vivió durante muchos años en una vieja casa de madera ennegrecida por las inclemencias del tiempo, que se encontraba a unas tres millas de la pequeña ciudad de Marion, en Vermont. Aún deben de quedar vivas algunas personas que le recuerden (confío en que no de un modo desagradable) y sepan algo de la historia que voy a contar.
«El viejo Eckert», como todos le llamaban, no tenía un temperamento muy sociable y vivía solo. Al no haberle oído hablar nunca de sus propios asuntos, nadie en los contornos sabía nada acerca de su pasado ni de sus parientes, si es que los tenía. Sin resultar especialmente grosero ni desdeñoso en sus maneras o en sus palabras, conseguía ser inmune a una curiosidad impertinente, aunque libre de la mala fama con la que normalmente aquélla suele vengarse cuando se la desconcierta; por lo que yo sé, el renombre de Mr. Eckert como asesino reformado o como pirata retirado del Caribe no había llegado a oídos de nadie en Marion. Su medio de vida era el cultivo de una pequeña granja, no muy productiva.
-Un día desapareció, y la búsqueda prolongada de sus vecinos no consiguió encontrarle ni arrojó luz alguna sobre su paradero o las razones de su desaparición. Nada indicaba que hubiera hecho preparativos para la marcha: todo estaba como podría haberlo dejado para ir a la fuente a llenar un cubo de agua. Durante algunas semanas poco más se habló de ello en la región; después, «el viejo Eckert» se convirtió en un relato local para los oídos de los forasteros. Desconozco lo que se hizo con sus propiedades; sin duda, lo correcto, lo que la ley mandara. La casa seguía allí, todavía vacía y en condiciones muy deterioradas, cuando oí hablar de ella por última vez, unos veinte años más tarde.
Desde luego, llegó a considerarse que estaba «encantada», y se contaban las acostumbradas historias de luces que se movían, sonidos lastimeros y apariciones asombrosas. En cierto momento, unos cinco años después de la desaparición, estos relatos de tinte sobrenatural llegaron a ser tan abundantes, o por algunas circunstancias que los confirmaban parecieron tan importantes, que algunos de los ciudadanos más serios de Marion creyeron conveniente investigar y organizaron a tal fin una reunión nocturna en el local. Los interesados en esta empresa eran: John Holcomb, boticario; Wilson Merle, abogado; y Andrus C. Palmer, maestro de la escuela pública. Todos ellos hombres de importancia y reputación. Su intención era reunirse en casa de Holcomb a las ocho de la tarde del día fijado y dirigirse juntos al escenario de su vigilia, donde se habían hecho algunos preparativos para su comodidad, como un abastecimiento de leña y similares, pues era invierno.
Palmer faltó a la cita, y tras media hora de espera los otros dos se marcharon a la casa de Eckert sin él. Se acomodaron en la habitación principal, donde encendieron un fuego vivo y, sin más luz que la que él producía, se dispusieron a esperar los acontecimientos. Se había acordado hablar lo menos posible: ni siquiera volvieron a intercambiar opiniones sobre la deserción de Palmer, tema que había ocupado sus mentes en el camino.
Debía de haber pasado una hora sin que se produjera incidente alguno, cuando escucharon (no sin emoción, desde luego) el ruido de una puerta que se abría en la parte posterior de la casa, seguido por el de unas pisadas en la habitación contigua a aquélla en la que se encontraban. Los investigadores se pusieron en pie y se prepararon para lo que pudiera ocurrir sin hacer movimiento alguno. Hubo un largo silencio, aunque ninguno de los dos supo luego definir lo que duró. Entonces la puerta que conectaba las dos habitaciones se abrió y entró un hombre.
Era Palmer. Estaba pálido, como asustado; tan pálido como se habían quedado los otros dos. Su actitud era también singularmente distraída: no respondió a sus saludos ni les dirigió la mirada, sino que cruzó despacio la habitación a la luz del fuego agonizante y, tras abrir la puerta principal, se perdió en la oscuridad.
Parece que la primera explicación que se les ocurrió a ambos era que Palmer había sufrido un fuerte susto por algo que había visto, oído o imaginado en la habitación trasera, que le había privado de los sentidos. Impulsados por el mismo sentimiento de amistad echaron a correr tras él. ¡Pero ni ellos ni ninguna otra persona volvió a ver o a saber de Andrus Palmer!
Esto fue lo que se descubrió a la mañana siguiente. Durante la reunión de los señores Holcomb y Merle en la «casa encantada» había caído una capa de nieve limpia de varias pulgadas de espesor sobre la antigua, ya sucia. Se podían apreciar en ella las huellas de Palmer desde su casa en el pueblo hasta la puerta trasera de la casa de Eckert. Pero allí terminaban: a partir de la puerta principal no había más marcas que las dejadas por los dos hombres que juraban ir detrás de Palmer. La desaparición de Palmer fue tan completa como la del propio «viejo Eckert», a quien, como era de esperar, el director de un periódico acusó muy gráficamente de haber «alargado la mano y habérselo llevado».
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La casa espectral
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En la carretera que va desde Manchester, al Este de Kentucky, hacia el Norte, a Booneville, que se encuentra a veinte millas, había en 1862 una plantación con una casa de madera, en cierto modo de mejor calidad que la mayoría de las viviendas de la región. Al año siguiente la casa fue destruida por el fuego causado probablemente por unos rezagados de las columnas del General George W. Morgan, que se retiraban hacia el río Ohio después de ser expulsados del desfiladero de Cumberland por el General Kirby Smith. En el momento de su destrucción llevaba deshabitada cuatro o cinco años. Los campos de alrededor estaban plagados de zarzamoras, sin vallas, y hasta las pocas viviendas de los negros, y el resto de los cobertizos en general, aparecían en parte en ruinas a causa del abandono y del pillaje. Porque los negros y los blancos pobres de la vecindad encontraban en el edificio y en las vallas un abundante suministro de combustible, del que se aprovechaban sin dudarlo, abiertamente y a la luz del día. Y sólo de día; después de anochecer ningún ser humano, salvo los forasteros que por allí pasaban, se acercaba al lugar.
Se la conocía como la «Casa Espectral». Que en ella moraban espíritus malignos, visibles, audibles y activos, no era puesto en duda por nadie en aquella región, no más que lo que el predicador ambulante decía los domingos. La opinión del propietario a este respecto era desconocida; él y su familia habían desaparecido una noche y nunca se había encontrado rastro de ellos. Dejaron todo: los enseres domésticos, la ropa, las provisiones, los caballos en el establo, las vacas en el campo, los negros en sus viviendas; todo tal y como estaba. No faltaba nada, excepto un hombre, una mujer, tres niñas, un chico y un bebé. No era sorprendente en absoluto que una plantación en la que siete seres humanos podían desaparecer al mismo tiempo, y nadie se diera cuenta, resultara sospechosa.
Una noche de junio, en 1859, dos ciudadanos de Frankfort, el coronel J.C. McArdle, abogado, y el juez Myron Veigh, de la Milicia Estatal, se trasladaban de Booneville a Manchester. Sus asuntos eran tan importantes que decidieron continuar el viaje a pesar de la oscuridad y del retumbar de una tormenta que se aproximaba, y que finalmente estalló sobre ellos cuando pasaban por delante de la «Casa Espectral». El relampagueo era tan incesante que encontraron sin dificultad el camino de entrada que llevaba a un cobertizo, donde ataron los caballos y les quitaron los arreos. Después, bajo la lluvia, se dirigieron hacia la casa y llamaron a todas las puertas sin recibir respuesta alguna. Atribuyéndolo al continuo tronar de la tormenta, decidieron empujar una puerta; ésta cedió. Entraron sin más ceremonia y la cerraron. En aquel momento se encontraron a oscuras y en silencio. Por las ventanas y grietas no se veía ni un destello del resplandor de los incesantes rayos; ni un murmullo del horrible tumulto exterior llegaba hasta ellos. Era como si se hubieran quedado ciegos y sordos de repente, y McArdle dijo más tarde que por un momento creyó haber sido alcanzado por un rayo cuando traspasaba el umbral. El resto de la aventura quedó relatado en sus propias palabras, en el Advocate de Frankfort del 6 de agosto de 1876:
«Cuando conseguí recuperarme del aturdimiento de la transición del tumulto al silencio, mi primer impulso fue volver a abrir la puerta que había cerrado, de cuyo pomo no era consciente de haber retirado la mano. Podía sentirlo claramente todavía entre los dedos. Mi idea era averiguar al salir de nuevo bajo la tormenta si había perdido la vista y el oído. Giré el pomo y abrí la puerta de un tirón. ¡Pero daba a otra habitación!
» Esta estancia estaba inundada por una tenue luz verdosa, cuya fuente no pude determinar, que hacía que todo se viera con claridad, aunque no de un modo definido. Digo todo, aunque en realidad los únicos objetos que había dentro de las desnudas paredes de piedra de aquella habitación eran cadáveres humanos. Eran unos ocho o diez (se podrá comprender fácilmente que no los contara.) Sus edades y tamaños eran diversos, desde niños para arriba, y de ambos sexos. Todos estaban postrados en el suelo, salvo uno, el de una mujer joven sentada con la espalda apoyada en una esquina de la pared. Había otra mujer mayor que agarraba a un niño en sus brazos. Un mozo de mediana edad yacía boca abajo entre las piernas de un hombre barbudo. Uno o dos estaban prácticamente desnudos, y en la mano de una muchacha había un trozo de camisón que debía de haberse arrancado del pecho ella misma. Los cuerpos presentaban distintos grados de putrefacción, y todos ellos tenían la cara y la figura muy apergaminadas. Algunos eran poco más que esqueletos.
» Mientras observaba horrorizado el espantoso espectáculo, con el tirador de la puerta aún en la mano, por alguna perversión inexplicable mi atención se desvió de aquella horrible escena y pasó a ocuparse de detalles y pequeñeces. Tal vez mi mente, por un instinto de conservación, buscó alivio en asuntos que pudieran relajar su peligrosa tensión. Entre otras cosas, observé que la puerta que mantenía abierta estaba hecha de pesadas planchas de hierro, con remaches. Equidistantes unos de otros y de arriba abajo, tres fuertes cerrojos sobresalían del canto biselado. Di media vuelta al pomo y se retiraron hasta quedar al nivel del borde; lo solté y salieron disparados. Tenía un sistema de muelles. Por dentro no había agarrador, ni ningún tipo de saliente, sólo una lisa superficie de hierro.
» Mientras advertía estas cosas con un interés y atención que ahora me asombra recordar, me sentí apartado bruscamente, y el juez Veigh, del que me había olvidado por completo debido a la intensidad y las vicisitudes de mis impresiones, me empujó hacia el interior de la habitación.
» -¡Por Dios! -exclamé-. ¡No entre ahí! ¡Marchémonos de este horroroso lugar!
» Pero no hizo caso de mis ruegos, y (tan intrépido como cualquier caballero del Sur) se dirigió con rapidez hacia el centro de la habitación, se arrodilló junto a uno de los cuerpos para examinarlo con detenimiento y levantó suavemente la arrugada y ennegrecida cabeza entre sus manos. Un olor fuerte y desagradable llegó hasta la puerta, apoderándose completamente de mí. Mis sentidos se trastornaron; noté que me derrumbaba y, al agarrarme al borde de la puerta para no caerme, se cerró con un chasquido.
» No recuerdo nada más. Seis semanas después recuperé la razón en un hotel de Manchester al que había sido llevado al día siguiente por unos extraños. Durante todo aquel tiempo había sufrido una fiebre nerviosa acompañada de un constante delirio. Me habían encontrado tirado en la carretera a varias millas de la casa; cómo había escapado de allí hasta llegar al camino es algo que nunca supe. Una vez repuesto, o tan pronto como los médicos me permitieron hablar, pregunté por el destino del juez Veigh, de quien (para tranquilizarme, según sé ahora) me decían que se encontraba bien y en casa.
» Nadie creyó una palabra de mi relato, pero ¿quién puede asombrarse? ¿Y quién podría imaginar mi tristeza cuando me enteré, al llegar a mi casa en Frankfort dos meses más tarde, de que no se sabía nada del juez Veigh desde aquella noche? Entonces lamenté amargamente el orgullo que me había impedido repetir mi increíble historia e insistir en su realidad, ya desde los primeros días que sucedieron a mi recuperación.
» Los lectores del Advocate ya están familiarizados con todo lo que ocurrió después: el examen de la casa, el fracaso en encontrar una habitación que correspondiera a la que yo había descrito, el intento de declararme loco, y mi triunfo sobre mis acusadores. Después de todos estos años todavía considero que las excavaciones que no tengo derecho legal de iniciar, ni la riqueza suficiente para llevar a cabo, revelarían el secreto de la desaparición de mi infeliz amigo, y posiblemente de los anteriores ocupantes y propietarios de la abandonada y hoy destruida casa. No desespero sin embargo de realizar tal búsqueda, y es una fuente de profunda tristeza para mí el que haya sido retrasada por la hostilidad inmerecida y la incredulidad imprudente de los familiares y amigos del fallecido juez Veigh.
El coronel McArdle murió en Frankfort el trece de diciembre de 1879.
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Los otros huéspedes
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-Para coger ese tren -dijo el coronel Levering, sentado en el hotel Waldorf-Astoria- tendrá que pasar casi toda la noche en Atlanta. Es una ciudad bonita, pero le aconsejo que no se aloje en el Breathitt House, uno de los hoteles más importantes. Es un viejo edificio de madera que tiene una urgente necesidad de reparación. Hay grietas en las paredes por las que cabe un gato. Las habitaciones no tienen cerrojos en las puertas, ni más muebles que una simple silla y un somier sin ropa de cama, y sólo un colchón. Ni siquiera puedes estar seguro de disfrutar de estas escasas comodidades en exclusiva. Amigo, es un hotel de lo más abominable.
» La noche que pasé allí fue muy incómoda. Llegué tarde y fui conducido a una habitación del piso bajo por un portero de noche lleno de disculpas que, con gran consideración, me dejó la vela de sebo que llevaba. Dos días y una noche de duro viaje por ferrocarril me habían agotado y todavía no me había recuperado totalmente de una herida de bala en la cabeza recibida en un altercado. En vez de buscar un alojamiento mejor, me eché en el colchón sin quitarme la ropa y me dormí.
» Me desperté de madrugada. La luna había salido y brillaba a través de una ventana sin cortinas, iluminando la habitación con una suave luz azulada que producía un cierto efecto misterioso, aunque he de decir que su apariencia no era inusual; la luz de la luna siempre es así si te fijas. ¡Imagina mi sorpresa e indignación cuando vi el suelo ocupado por al menos una docena más de huéspedes! Me incorporé maldiciendo con la mayor seriedad a la administración de aquel hotel increíble, y cuando estaba a punto de ponerme en pie para ir a montarle un lío al portero, el de las disculpas y la vela, hubo algo en aquella situación que me hizo sentir una extraña indisposición a moverme. Supongo que, como diría un escritor, me había quedado «helado por el terror». ¡Porque obviamente todos aquellos hombres estaban muertos!
» Yacían de espaldas, dispuestos ordenadamente en tres lados de la habitación, con los pies mirando a la pared; en el otro lado, el que quedaba, estaba mi cama y una silla. Tenían las caras cubiertas, pero debajo de aquellos paños blancos las características de los dos cuerpos que reposaban cerca de la ventana, sobre la mancha cuadrada de la luz de la luna, presentaban un perfil de nariz y barbilla afilado.
» Creía que se trataba de una pesadilla e intenté gritar, como se hace cuando uno tiene un mal sueño, pero no podía emitir sonido alguno. Por fin, haciendo un esfuerzo desesperado, me puse en pie, pasé entre las dos filas de rostros tapados y los dos cuerpos que había unto a la puerta y huí de aquel lugar infernal con dirección a la oficina. El portero estaba allí sentado, detrás de un escritorio, a la luz de otra vela de sebo: sentado y mirando. Ni se levantó: mi brusca irrupción no pareció producirle efecto alguno, aunque supongo que yo debía tener el aspecto de un verdadero cadáver. Entonces me di cuenta de que realmente antes no me había fijado bien en aquel tipo. Era pequeño, con una cara descolorida y los ojos más blancos e inexpresivos que nunca he visto. No había en él más expresión que en el dorso de mi mano. Llevaba un traje de un sucio color gris.
» -¡Maldición! -exclamé- ¿Qué es lo que pretende?
» Pero daba lo mismo, estaba temblando como una hoja agitada por el viento y no reconocí mi propia voz.
» El portero se puso en pie, se inclinó (con aire de pedir perdón) y, bueno... desapareció; en aquel momento sentí por detrás que alguien apoyaba su mano sobre mi hombro. ¡Imagínatelo si puedes! Con un miedo cerval, di media vuelta y me encontré con un caballero gordo, de cara agradable, que me preguntó:
» -¿Qué le sucede, amigo?
» No tardé mucho en decírselo, pero, antes de que terminara, él también se puso pálido.
» -Míreme -dijo-, ¿está usted diciendo la verdad?
» En ese momento yo ya había conseguido sobreponerme, y el terror había dejado paso a la indignacion.
» -¡Si se atreve a dudarlo -le espeté- le machaco a golpes!
» -No -contestó-, no lo haga; siéntese y yo le contaré. Esto no es un hotel. Lo fue, y después un hospital. Ahora está deshabitado, a la espera de alguien que lo quiera alquilar. La habitación a la que usted se refiere era la habitación de los muertos; allí siempre había muchos muertos. El tipo al que usted llama portero solía serlo, pero más tarde se encargaba de registrar a los pacientes que llegaban. No comprendo qué hace ahora aquí. Hace unas cuantas semanas que murió.
» -¿Y usted quién es? -le pregunté.
» -Oh, yo me encargo de cuidar el local. Pasaba por aquí, vi luz y entré a investigar. Vamos, echemos un vistazo a esa habitación -añadió levantado del escritorio aquella vela que chisporroteaba.
» -¡Antes vería al mismísimo demonio! -exclamé saliendo rápidamente a la calle.
» Amigo, ese Breathitt House de Atlanta es un lugar maldito. No se aloje allí.
-¡No quiera Dios! La visión que usted ha dado de él no sugiere comodidad, desde luego. A propósito, coronel, ¿cuándo ocurrió todo eso?
-En septiembre de 1864, poco después del estado de sitio.
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Una cosa en Nolan
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Al Sur de donde se cruzan la carretera que va de Leesville a Hardy, en el estado de Missouri, y el brazo Este del río May, existe una casa abandonada. Nadie ha vivido en ella desde el verano de 1879, por lo que se está desmoronando a pasos agigantados. Durante los tres años anteriores a la fecha mencionada estuvo ocupada por la familia de Charles May, uno de cuyos antepasados dio nombre al río junto al cual se encuentra. La familia de Mr. May estaba formada por la esposa, un hijo mayor y dos chicas. El hijo se llamaba John; los nombres de las hijas son desconocidos para el autor de estos apuntes.
John May era de carácter taciturno y malhumorado, poco propenso a la ira, y con un don inusual: un odio resentido, implacable. Su padre era todo lo contrario. De temperamento alegre y jovial, aunque con un gran genio que se incendiaba como una llama en una brizna de paja. No abrigaba resentimientos y buscaba rápidamente la reconciliación una vez aplacada su ira. Tenía un hermano, que vivía cerca de allí, y que poseía un carácter muy distinto al suyo; toda la vecindad decía que John había heredado la forma de ser de su tío.
Un día se produjo un malentendido entre padre e hijo; hubo duras palabras, y el padre dio un puñetazo al hijo en la cara. John se secó con lentitud la sangre que le había causado el golpe, clavó los ojos en el agresor ya arrepentido y dijo con frialdad: «Morirás por esto.»
Estas palabras fueron oídas por los hermanos Jackson, que se acercaban a ellos en aquel momento; pero, al verles enzarzados en una discusión pasaron de largo y, al parecer, inadvertidos. Charles May relató después el desgraciado acontecimiento a su esposa y le explicó que le había pedido excusas a su hijo por el precipitado golpe, pero había sido inútil. El joven no sólo rechazaba las disculpas, sino que se negaba a retirar su terrible amenaza. A pesar de todo no hubo una ruptura abierta de relaciones: John siguió viviendo con la familia y las cosas continuaron como siempre.
Un domingo por la mañana, en junio de 1879, unas dos semanas después de que ocurrieran estos hechos, Charles May salió de la casa inmediatamente después del desayuno, con una pala. Dijo que iba a abrir un agujero en una fuente que se encontraba a una milla de distancia, en el bosque, para que el ganado tuviera agua. John se quedó en la casa durante unas horas, ocupado en afeitarse, escribir cartas y leer el periódico. Su disposición era la usual, quizás parecía un poco más malhumorado y hosco.
Se marchó a las dos. Regresó a las cinco. Por alguna razón no relacionada con un interés especial en sus movimientos, la hora de salida y de llegada fue advertida por su madre y sus hermanas, tal y como quedó atestiguado en su proceso por asesinato. Les llamó la atención que su ropa estuviera húmeda en algunas zonas, como si (así lo señaló la acusación) hubiera intentado borrar manchas de sangre. Su actitud era extraña, su aspecto salvaje. Aduciendo que se encontraba enfermo, se fue a su cuarto y se acostó.
Charles May no regresó. Los vecinos más cercanos fueron alertados a la caída de la tarde, y durante aquella noche y el día siguiente se llevó a cabo su búsqueda por el bosque donde se encontraba la fuente. No se produjo otro resultado que el descubrimiento de las huellas de los dos hombres en la arcilla que había alrededor de la fuente. John May, mientras tanto, había empeorado de lo que el médico local denominó fiebre cerebral, y en su delirio hablaba de asesinato, pero sin decir quién creía que había sido asesinado, ni a quién culpaba del hecho. Pero los hermanos Jackson sacaron a relucir aquella amenaza; fue arrestado como sospechoso y un sheriff se encargó de vigilarle en su casa. La opinión pública se puso rápidamente en contra de John y, de no haber sido por la enfermedad, habría sido colgado por la muchedumbre. Estando así las cosas, el martes se convocó una reunión de los vecinos y se nombró un comité para que se encargara del caso y tomara las medidas que fueran oportunas.
Para el miércoles todo había cambiado. De la ciudad de Nolan, que está a unas ocho millas, llegó una historia que arrojó una luz completamente diferente sobre el asunto. Nolan constaba de una escuela, una herrería, una tienda y media docena de viviendas. La tienda era dirigida por un tal Henry Odell, primo de Charles May. La tarde del domingo en que desapareció May, Mr. Odell y cuatro vecinos suyos, hombres de confianza, estaban sentados en la tienda, fumando y charlando. El día era caluroso, y las dos puertas, la de delante y la de atrás, estaban abiertas. A eso de las tres, Charles May, a quien tres de ellos conocían, entró por la puerta principal y pasó hacia el fondo. Iba sin abrigo ni sombrero. No les miró, y tampoco les devolvió el saludo, circunstancia que no les sorprendió porque estaba gravemente herido. Sobre la ceja izquierda tenía una herida, un profundo corte del que brotaba sangre que le cubría toda la parte izquierda de la cara y del cuello y empapaba su camisa gris. Aunque parezca mentira, la idea predominante en las mentes de los presentes era que había mantenido una pelea y se dirigía al arroyo que había detrás de la casa para lavarse.
Tal vez se produjo un sentimiento de delicadeza, un detalle característico de la etiqueta de las regiones apartadas, que les contuvo a la hora de seguirle y ofrecerle ayuda; las actas del juicio, de donde está extraído principalmente este relato, tan solo mencionan el hecho. Esperaron a que volviera, pero no lo hizo.
Limitando el arroyo, detrás de la tienda, un bosque se extiende unas seis millas hasta las colinas de Medicine Lodge. Tan pronto como se supo en los contornos de la casa del desaparecido que había sido visto en Nolan, se produjo un cambio repentino en el estado de ánimo y en la disposición de la gente. El comité de vigilancia dejó de existir sin cumplir la formalidad de llegar a una resolución. La búsqueda por las tierras boscosas en torno al río May se interrumpió y casi toda la población masculina de la región se trasladó a la zona de Nolan y de las colinas de Medicine Lodge. Pero no se encontró rastro alguno de aquel hombre.
Una de las extrañas circunstancias de este extraño caso es el procesamiento formal y posterior juicio por el asesinato de un hombre cuyo cuerpo nadie afirmaba haber visto, ni nadie sabía que hubiera muerto. Conocemos más o menos los caprichos y extravagancias de la ley fronteriza, pero este ejemplo, según se cree, es único. Sea como fuere, está constatado que al recobrarse de su enfermedad John May fue procesado por el asesinato de su padre. El abogado de la defensa, al parecer, no tuvo nada que objetar y el caso fue considerado en relación con sus circunstancias. El fiscal se mostró apocado y superficial; la defensa estableció fácilmente una coartada en lo referente al occiso. Si en el momento en que John May debía de haber asesinado a Charles May, si es que lo hizo, Charles May se encontraba a varias millas de distancia de donde John May debía de haber estado, es evidente que el occiso debió de encontrar la muerte a manos de algún otro.
John May fue absuelto, abandonó el país enseguida y no se ha vuelto a saber nada de él desde aquel día. Poco después, su madre y hermanas dejaron St. Louis. Al pasar la granja a manos de un individuo, que es dueño también de las tierras colindantes, en las que tiene su propia vivienda, la casa May quedó vacía y desde entonces tiene la misteriosa reputación de estar encantada.
Un día, después de que la familia May hubiera dejado aquella tierra, unos niños que jugaban en los bosques que hay en torno al río May, encontraron oculta bajo una capa de hojas secas, aunque parcialmente a la vista por el hozar de los cerdos, una pala.
Estaba casi nueva y limpia, a no ser por una mancha de sangre y orín que tenía en el borde. Las iniciales «C.M.» aparecían grabadas en el mango de la herramienta.
Este descubrimiento reavivó en cierto grado la emoción pública suscitada en los meses anteriores. Se examinó cuidadosamente la tierra del lugar en que había sido encontrada la pala, y el resultado fue el descubrimiento del cadáver de un hombre. Había sido enterrado a unos dos o tres pies de profundidad y el lugar había sido cubierto con una capa de hojas secas y ramas. No parecía muy descompuesto, hecho que se atribuyó a alguna propiedad conservadora de aquel terreno, rico en mineral.
Encima de la ceja izquierda presentaba una herida, un profundo corte del que había manado sangre, que le cubrió toda la parte izquierda de la cara y del cuello y manchó su camisa gris. El cráneo había resultado partido por el golpe. Ese cuerpo era el de Charles May.
Pero, ¿qué fue entonces lo que pasó por la tienda de Mr. Odell en Nolan?


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