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viernes, 8 de agosto de 2008

LA VENTANA EN LA BUHARDILLA -- H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH


H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH
LA VENTANA EN LA BUHARDILLA


I
Me trasladé a casa de mi primo Wilbur cuando aún no había pasado un mes desde su inesperada muerte. Lo hice no sin cierto recelo, pues no me agradaba demasiado la soledad del valle entre montañas del Aylesbury Pike. Pero me parecía bastante lógico que esa propiedad de mi primo favorito hubiese recaído sobre mí. Cuando aún no era propiedad de los Wharton, la casa había estado sin habitar durante mucho tiempo. No había sido utilizada desde que el nieto del campesino que la había construido se marchó a la ciudad de Kingston, en la costa, y mi primo la compró a aquel heredero disgustado con el tipo de vida que llevaba en esa triste y agotada tierra. Fue algo imprevisto, como solían hacer las cosas los Akeley: impulsivamente.
Wilbur había sido estudiante de arqueología y antropología durante muchos años. Se había licenciado en la Universidad de Miskatonic, en Arkham, e inmediatamente después pasó tres años en Mongolia, Tíbet, Sinkiang, y otros tres en América del Sur, América Central y la parte suroeste de Estados Unidos. Había venido personalmente a dar la respuesta a una proposición que le hicieron para formar parte del profesorado de la Universidad de Miskatonic, pero en lugar de eso, se compró la vieja finca de los Wharton y se dedicó a repararla: tiró todas las alas con excepción de una, y dio a la estructura central una forma todavía más extraña que la que había adquirido a lo largo de las veinte décadas de su existencia. Pero ni siquiera yo tuve plena conciencia del alcance de estas reformas hasta que tomé posesión de la casa.
Fue entonces cuando me di cuenta de que Wilbur sólo había dejado sin alterar uno de los laterales de la casa, había reconstruido por completo la fachada y la parte posterior, y había acondicionado una habitación en el desván del ala sur de la planta baja. La casa había sido en principio de una planta, con un enorme desván, que sirvió en su época para llenarse de todo tipo de bártulos de la vida rural de Nueva Inglaterra. En parte había sido construida con troncos; y ese tipo de construcción lo había dejado Wilbur tal cual, lo que demostraba el respeto de mi primo por la artesanía de nuestros antepasados de estas tierras: la familia Akeley llevaba en América cerca de doscientos años cuando Wilbur decidió dejar sus viajes y asentarse en su lugar de origen. El año, si mal no recuerdo, era 1921: no vivió allí más que tres años, de modo que fue en 1924 -el 16 de abril- cuando me trasladé a la casa para hacerme cargo de ella según disponía el testamento.
La casa estaba más o menos como la había dejado. No concordaba con el paisaje de Nueva Inglaterra, ya que a pesar de las huellas del pasado en sus cimientos de piedra y en los troncos, lo mismo que en la chimenea, había sido tan renovada que parecía fruto de varias generaciones. La mayor parte de estas reformas las había hecho Wilbur para su mayor comodidad, pero había un cambio que me causó extrañeza, y del que Wilbur nunca había dado ninguna explicación: era la instalación en la zona sur de la buhardilla, de una gran ventana redonda, con un curioso cristal opaco, del que simplemente había dicho que era una antigüedad muy valiosa, descubierta y adquirida durante su estancia en Asia. Se refirió a ella en una ocasión como «el cristal de Leng» y en otra habló de que «su origen posiblemente se deba a las Híadas». Ninguna de las dos referencias me aclaraba nada, pero, si he de ser sincero, tampoco estos caprichos de mi primo me interesaban lo suficiente como para averiguar más.
Pronto deseé, sin embargo, haberlo hecho. En seguida descubrí, una vez instalado en la casa, que toda la vida de mi primo parecía desenvolverse, no en las habitaciones centrales del piso de abajo, como sería de esperar, puesto que eran las más acondicionadas en cuanto a comodidades, sino en torno al cuarto abuhardillado. Aquí era donde tenía sus pipas, sus libros favoritos, sus discos, y los muebles más cómodos. Era también aquí donde trabajaba, donde estudiaba los manuscritos relacionados con su profesión y donde le sorprendió -mientras consultaba unos volúmenes de la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic- la enfermedad coronaria que acabó con su vida.
O adaptaba mi forma de vida a sus cosas, o adaptaba sus cosas a mi forma de vida. Decidí esto último. Como primera medida, tenía que restablecer la disposición adecuada de la casa y vivir de nuevo en las estancias de la planta baja, ya que, a decir verdad, sentí desde el principio que la buhardilla me repelía. En parte, cierto, porque me recordaba la presencia de mi primo muerto, quien nunca mas ocuparía su lugar favorito de la casa, pero también porque la habitación me resultaba totalmente extraña y fría. Me sentía rechazado como por una fuerza física que no podía comprender, aunque posiblemente aquel rechazo se correspondía con mi actitud hacia la habitación a la que no comprendía, como nunca pude comprender a mi primo Wilbur.
Las reformas que deseaba hacer no eran del todo fáciles. Pronto me di cuenta de que la vieja ‘guarida’ de mi primo imprimía carácter a toda la casa. Hay quien piensa que las casas asumen algo del carácter de sus dueños; si la vieja casa había adquirido algo del carácter de los Wharton, que habían vivido en ella durante tanto tiempo, sin duda mi primo lo había borrado con sus reformas, pues ahora parecía hablar fielmente de la presencia de Wilbur Akeley. No era tanto una sensación opresiva como la molesta convicción de no estar solo, de ser observado minuciosamente por algo que me era desconocido.
Quizá la responsable de estas fantasías era la propia soledad de la casa, pero me daba la impresión de que la habitación favorita de mi primo era algo vivo, que esperaba su regreso, como un animal que no se ha dado cuenta de que la muerte ha hecho acto de presencia y el dueño a quien espera no volverá jamás. Quizá debido a esta obsesión presté a aquel cuarto más atención que la que de hecho merecía. Había retirado de allí algunas cosas, como, por ejemplo, una cómoda silla; pero algo me impulsó a devolverla a su lugar, como una obligación emanada de convicciones diversas, y a menudo conflictivas: que esta silla, por ejemplo, pudiera estar hecha para alguien con diferente constitución a la mía, y por ello resultaba incómoda a mi persona, o que la luz no fuera tan buena abajo como arriba, por lo que también devolví a la buhardilla los libros que había retirado de sus estantes.
Sin lugar a dudas, las características de la habitación eran totalmente diferentes a las del resto de la casa. La casa de mi primo era en general bastante vulgar, si se exceptúa esa habitación. La planta baja estaba llena de comodidades, pero parecía haber sido poco utilizada, con excepción de la cocina. La habitación, en cambio, estaba bien amueblada, pero de un modo diferente, difícil de explicar. Era como si la habitación, sin duda un estudio construido por un hombre para su propio uso, hubiese sido utilizada por innumerables personas, cada una de las cuales hubiese dejado algo de sí misma dentro de esas paredes, pero sin ninguna huella identificadora. Sin embargo, yo sabía que mi primo había llevado una vida de ermitaño, con la excepción de sus salidas a la Universidad de Miskatonic de Arkham y a la Biblioteca Widener de Boston. No había viajado, ni recibía visitas. En las pocas ocasiones en que paré en su casa -por razones de trabajo muchas veces me encontraba en los alrededores-, aunque siempre se portó cortésmente, parecía estar deseando que me marchase. Y eso que nunca permanecí allí más de quince minutos.
A decir verdad, el ambiente que flotaba en la buhardilla me hizo olvidar el deseo de cambiarla. El piso de abajo era suficiente para mí; me proporcionaba un hogar agradable, y no me fue difícil prescindir de la buhardilla y de las reformas que pensaba hacer allí, hasta casi olvidarme de ello y considerarlo sin importancia. Además, con frecuencia pasaba fuera varios días y varias noches, y no tenía prisa alguna por reformar la casa. El testamento de mi primo había sido refrendado oficialmente, y la casa registrada a mi nombre, de modo que nada amenazaba mi propiedad.
Iodo habría ido bien, puesto que ya me había olvidado de los incumplidos planes para la buhardilla, de no haber sido por los pequeños incidentes que empezaron a turbarme. Al principio, sin ninguna consecuencia; eran cosas sin importancia que casi pasaron inadvertidas. Creo recordar que la primera de ellas sucedió al mes escaso de estar allí, y fue tan insignificante que, hasta pasadas varias semanas, no se me ocurrió relacionarla con acontecimientos posteriores. Escuché el ruido una noche, mientras leía cerca de la chimenea en la planta baja, y no era probablemente nada más que un gato o algún animal similar arañando la puerta para que le dejase entrar. Pero se oía con tanta claridad que me levanté a mirar en la puerta principal y en la puerta posterior, sin encontrar rastro de ningún gato. El animal había desaparecido en la noche. Le llamé varias veces, pero no obtuve respuesta ni escuché el menor ruido. No me había dado tiempo a sentarme, cuando empezó de nuevo a arañar la puerta. Lo intenté por lo menos media docena de veces, pero no logré ver al gato, hasta que me molestó tanto aquello que, de haberlo visto, probablemente lo habría matado.
Por sí solo, este incidente era trivial, y nadie pensaría dos veces en él. ¿Sería un gato que conocía a mi primo, y que al no conocerme a mí se había asustado? Pudiera ser. No pensé más en ello. Sin embargo, no había pasado una semana cuando ocurrió un incidente similar, pero con una acusada diferencia respecto al primero. Esta vez, en lugar de arañazos de gato, el sonido era algo que se deslizaba a tientas, y que me provocó un escalofrío, como si una serpiente gigante o la trompa de un elefante rozase en las ventanas y en las puertas. Tras el sonido, mi reacción fue idéntica a la vez anterior. Oí, pero no vi nada; escuchaba y no descubría nada, sólo los sonidos inaprensibles. ¿Un gato? ¿Una serpiente? ¿O qué?
Aparte del gato y de la serpiente, que no tardaron en volver, sucedieron otros nuevos incidentes. En ocasiones escuchaba lo que parecía el sonido de las pezuñas de una bestia, o las pisadas de un gigantesco animal, o los picotazos de pájaros en las ventanas, o el deslizamiento de un gran cuerpo, o el sonido aspirante de unos labios. ¿Qué podía deducir de todo esto? Consideré que eran alucinaciones mías y descarté que existiera una explicación, puesto que los sonidos aparecían en cualquier momento, a todas horas de la noche y del día. De haber habido algún animal de cualquier tamaño en la puerta o en la ventana, tendría que haberlo visto antes de que desapareciese en el bosque de las colinas que rodeaban la casa (lo que había sido campo se hallaba ahora cubierto de álamos, abedules y fresnos).
Este ciclo misterioso quizá no bahía sido interrumpido, de no ser porque una noche abrí la puerta de las escaleras que conducían a la buhardilla de mi primo, debido al calor que hacía en la planta baja; fue entonces cuando los arañazos del gato empezaron otra vez, y me di cuenta de que el ruido no venía de las puertas, sino de la misma ventana de la buhardilla. Subí escaleras arriba, sin dudarlo, sin pararme a pensar que tendría que tratarse de un gato muy especial para poder trepar hasta el segundo piso de la casa y llamar para que le dejasen entrar por la ventana redonda, única abertura al exterior de la habitación. Y puesto que la ventana no se abría, ni siquiera parcialmente, y como se trataba de un cristal opaco, no pude ver nada. Pero sí me quedé allí escuchando el ruido producido por los arañazos de un gato, tan cerca como si viniese del otro lado del cristal.
Bajé corriendo, cogí una potente linterna y salí a la calurosa noche de verano para iluminar la pared en que estaba la ventana. Pero ya había cesado todo ruido, y ya no había nada que ver excepto la pared de la casa y la ventana, tan negra por fuera como blanca y opaca por dentro. Pude haber seguido desconcertado durante el resto de mi vida y muchas veces pienso que indudablemente eso habría sido lo mejor, pero no fue así.
Por esta época recibí de una vieja tía un gato, llamado «Little Sam», que se había llevado un premio y que había sido mascota mía hacía cosa de dos años, cuando aún era pequeño. Mi tía había acogido con cierta alarma mis intenciones de vivir solo, y finalmente me había mandado uno de sus gatos para que me hiciese compañía. «Little Sam», ahora, desafiaba su nombre: tendría que haberse llamado «Big Sam». Había engordado mucho desde la última vez que lo vi, y se había convertido en un felino fiero y negro, todo un ejemplar de su especie. «Little Sam» me demostraba con arrumacos su afecto, pero mostraba una gran desconfianza hacia la casa. A veces dormía cómodamente a los pies de la chimenea; en otros momentos parecía un gato poseído: aullaba para que le dejara salir afuera. Y cuando sonaban aquellos extraños sonidos que parecían de animales que pretendían entrar en la casa, «Little Sam» se volvía loco de miedo y de furia, y tenía que dejarle salir de inmediato para que pudiera refugiarse en una vieja dependencia que no había sido afectada por las reformas de mi primo. Allí dentro se pasaba la noche -allí o en el bosque- y no volvía hasta el amanecer, cuando le entraba hambre. A lo que se negaba siempre rotundamente era a entrar en la buhardilla.
II
Fue el gato, en realidad, el que me impulsó a profundizar en los trabajos de mi primo. Las reacciones de «Little Sam» eran tan anómalas que no me quedó otro remedio que rebuscar entre los revueltos papeles que había dejado mi primo, a ver si encontraba alguna explicación al fenómeno ya habitual de la casa. Casi en seguida me tropecé con una carta sin terminar, en el cajón del escritorio de una habitación de la planta baja; estaba dirigida a mí, y parecía evidente que Wilbur era consciente de su enfermedad, puesto que la carta parecía contener instrucciones en caso de muerte. Pero lo más probable también era que Wilbur ignorase la inminencia de su muerte, pues la carta había sido empezada tan sólo un mes antes de que le sobreviniese aquélla y aguardaba a medio acabar en un cajón, como si mi primo hubiera pensado que le quedaba tiempo de sobra para terminarla.
«Querido Fred -había escrito-, los mejores médicos me dicen que me queda poco tiempo de vida, y como ya he dicho en mi testamento que serás mi heredero, quiero añadir a ese documento unas cuantas disposiciones últimas que te ruego recuerdes y lleves a cabo fielmente. Hay en especial tres cosas que debes hacer sin falta, y del modo que te indico:
l. Todos los papeles que están en los cajones A, B y C de mi armario deben ser destruidos.
2. Todos los libros de los estantes H, I, J y K han de ser devueltos a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic de Arkham.
3. La ventana redonda que está en el cuarto abuhardillado de arriba tiene que ser rota. No se trata de quitarla simplemente, debe ser hecha añicos.
Has de aceptar mi decisión sobre estos tres puntos y si no lo haces puedes ser responsable de enviar un terrible azote sobre el mundo. No quiero hablar más de esto. Hay otras cosas de las que quiero hablar mientras puedo hacerlo. Una de éstas es la cuestión... »
Aquí se interrumpió y dejó su carta.
¿Qué hacer con tan extrañas instrucciones? Comprendía que esos libros se devolviesen a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic. Yo no tenía ningún interés especial en ellos. Pero ¿por qué destruir los papeles? ¿Por qué no llevarlos también allí? Y respecto al cristal... Destruirlo era sin duda una tontería; tendría que comprar una ventana nueva, y esto representaría un gasto superfluo. Esta parte de la carta produjo el desgraciado efecto de despertar más y más mi curiosidad, y me propuse mirar entre sus cosas con mayor atención.
Esa misma noche fui a la habitación abuhardillada del piso de arriba y empecé con los libros de las estanterías indicadas. El interés de mi primo por los temas de arqueología y antropología se reflejaba claramente en la selección de sus libros: textos referentes a las civilizaciones polinesias, mongólicas y de varias tribus primitivas, y obras acerca de las migraciones de pueblos, el culto y los mitos de las religiones primitivas. Estos, sin embargo, sólo podían considerarse los primeros de los libros destinados a ser entregados a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic. Muchos de ellos parecían ser muy viejos, tan viejos que ni siquiera se indicaba fecha alguna, y a juzgar por su apariencia y su letra deduje que provenían de la Edad Media. Los más recientes -ninguno era posterior a 1850- habían sido recibidos de diversos lugares: algunos habían pertenecido al padre de mi primo, Henry Akeley, de Vermont, que se los había dejado a Wilbur ; otros llevaban el sello de la Biblioteca Nacional de París, lo que inducía a sospechar que Wilbur se los había llevado de allí.
Estos libros en varios idiomas llevaban títulos como: los Manuscritos Pnakóticos, el Texto de R’lyeh, los Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, el Libro de Eibon, los Cánticos de Dhol, los Siete Libros Crípticos de Hsan, De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn, los Fragmentos de Celaeno, los Cultes des Goules del conde d’Erlette, el Libro de Dzyan, una copia fotostática del Necronomicon, de un árabe llamado Abdul Alhazred, y muchos otros, algunos aparentemente en forma de manuscritos. Confieso que estos libros me sorprendieron, puesto que estaban llenos -aquellos que leí- de ciencias ocultas, de mitos y de leyendas relativos a las creencias antiguas y primitivas de las religiones de nuestra raza... Y si no había leído mal, también de razas desconocidas. Por supuesto, no podía enjuiciar debidamente los textos en latín, francés y alemán; ya era bastante difícil descifrar el inglés antiguo de algunos de sus manuscritos y libros. De cualquier forma, pronto se acabó la paciencia: los libros mantenían unos postulados tan extraños que sólo un antropólogo con gran vocación podía coleccionar tal cantidad de literatura de ese tipo.
Aquellas obras no carecían de interés, pero todas trataban más o menos del mismo tema. Era el viejo credo del poder de la luz contra el poder de las tinieblas, o por lo menos así lo interpreté yo. No importaba que se denominasen Dios y Demonio, o los Dioses Arquetípicos y los Primordiales, el Bien y el Mal o nombres como los Nodens, el Señor de los Abismos, el único nombrado, el Dios Arquetípico, o éstos de los Primigenios: el dios idiota, Azathoth, amorfa plaga de la confusión de los mundos abismales que blasfema y parlotea en el centro del infinito; Yog-Sothoth, el todo en uno, el uno en todo, no sujeto ni a las leyes del tiempo ni del espacio, coexistente con el tiempo y co-aniquilante con el espacio; Nyarlathotep, el mensajero de los Primordiales: el Gran Cthulhu que, mantenido en un estado letárgico mágico, espera surgir otra vez de la cósmica R’lyeh, sumergida en las profundidades del océano; Hastur, señor del espacio interestelar; Shub-Niggurath, la Cabra Negra de los Bosques y sus mil crías. Y así como las razas de los hombres que adoraban varios dioses conocidos llevaban nombres de sectas, así también ocurría con los adeptos de los Primordiales, que incluían a los Abominables Hombres de las Nieves del Himalaya y de otras regiones montañosas de Asia; los Profundos, que merodeaban en las profundidades del océano, bajo las órdenes de Dagon, para servir al Gran Cthulhu; los Shantaks; el Pueblo Tcho-Tcho; y otros muchos. Según constaba, algunos de ellos habían surgido de aquellos lugares a los cuales los Primordiales fueron desterrados -como Lucifer, que fue desterrado del Paraíso- después de su rebelión contra los Dioses Arquetípicos; eran lugares tales como las distantes estrellas de las Híadas, Kadath la Desconocida, la Meseta de Leng, o incluso la ciudad hundida de R’lyeh.
A través de esos textos, dos elementos preocupantes sugerían que mi primo se había tomado todo esto de las mitologías más en serio de lo que yo pensaba. Las repetidas referencias a las Híadas, por ejemplo, me recordaban que Wilbur me había hablado del cristal de la ventana y de que «su origen posiblemente se deba a las Híadas». Y más específicamente como «el cristal de Leng». Es cierto que estas referencias podían ser meras coincidencias, y me tranquilicé por un momento diciéndome a mí mismo que «Leng» podía ser algún comerciante chino en antigüedades, y la palabra «Híadas» podía provenir de una errónea interpretación. Pero esto era un mero pretexto por mi parte, pues todo indicaba que para Wilbur estas mitologías desconocidas habían significado algo más que un entretenimiento temporal. De no haber sido suficiente su colección de libros, sus anotaciones no habrían dejado lugar a dudas.
Las anotaciones contenían algo más que misteriosas referencias. Había dibujos toscos pero significativos que me causaron una extraña y desagradable impresión: alucinantes escenas y criaturas extrañas, seres que no hubiese podido imaginar en mis peores sueños. En su mayor parte estas criaturas eran imposibles de describir; eran aladas, semejantes a murciélagos del tamaño de un hombre; vastos y amorfos cuerpos, llenos de tentáculos, que parecían a primera vista pulpos, pero definitivamente más inteligentes que un pulpo; seres con garras, mitad hombres, mitad pájaros; cosas horribles, con cara de batracio, que caminaban erectas, con brazos escamosos y de un color verde claro, como el agua del mar. Había seres humanos más reconocibles, aunque distorsionados; hombres con rasgos orientales, atrofiados y enanos, que vivían en lugares fríos a juzgar por sus ropas, y había una raza nacida de repetidos cruces, con ciertos caracteres de batracios, aunque indiscutiblemente humanos. Nunca pensé que mi primo tuviese tanta imaginación; sabía que tío Henry admitía como ciertas las que no eran sino fantasías de su mente, pero nunca, que yo supiese, había demostrado Wilbur esta misma tendencia; veía ahora que había escamoteado lo esencial de su verdadera naturaleza, y este hallazgo me dejaba atónito.
Ciertamente, ningún ser vivo podía haber servido de modelo para estos dibujos, y no había tales ilustraciones en los manuscritos y libros que había dejado. Movido por la curiosidad, busqué más a fondo en sus anotaciones. Finalmente, separé aquellas de sus referencias crípticas que parecían, aunque muy remotamente, encerrar lo que buscaba, y las ordené cronológicamente, cosa fácil, pues estaban fechadas.
«15 de octubre,’21. Paisaje más claro. ¿Leng? Parece el suroeste de América. Cuevas llenas de bandadas de murciélagos -como una densa nube- que empiezan a salir justo antes del ocaso, y tapan el sol. Arbustos y árboles torcidos. Un lugar venteado. A lo lejos, hacia la derecha, montañas con nieve en las cimas, a la orilla de la región desértica.»
«21 de octubre,’21. Cuatro Shantaks en medio del paisaje. Estatura media mayor que la de un hombre. Peludos. Cuerpo similar al de los murciélagos, con alas que se extienden tres pies sobre la cabeza. Cara picuda, como de buitres. Por lo demás se parecen a un murciélago. Cruzaron el escenario en vuelo. Se pararon a descansar en un risco a mitad de camino. No enterados. ¿Iba alguien montado encima de uno de ellos? No puedo estar seguro.»
«7 de noviembre,’21. Noche. Océano. Una isla parecida a un arrecife, en primer plano. Profundos junto con humanos de origen parcialmente similar. blancos híbridos. Los Profundos, escamosos, caminan con movimiento semejante al de las ranas, un andar intermedio entre el salto y el paso, algo encogidos, también como casi todos los batracios. Otros parecían estar nadando hacia el arrecife. ¿Innsmouth? No se veía la costa, ni luces de un pueblo. Tampoco barcos. Salen del fondo, al lado del arrecife. ¿El Arrecife del Diablo? Incluso los híbridos no pueden nadar muy lejos sin pararse a descansar. Posiblemente la costa no se veía.»
«17 de noviembre,’21. Paisaje totalmente desconocido. No de la tierra, por lo que vi. Cielos negros, algunas estrellas, peñascos de pórfido o sustancia similar. En primer plano un profundo lago. ¿Hali? A los cinco minutos el agua empezó a burbujear en el lugar de donde algo acababa de surgir. Mirando hacia adentro. Un ser acuático gigantesco, con tentáculos. Pulpo, pero mucho más grande, diez, veinte veces más grande que el gigante Octopus apollyon de la costa oeste. El cuello medía fácilmente unas quince varas de diámetro. No podía arriesgarme a ver su cara y destruí la estrella.»
«4 de enero,’22. Un intervalo de nada. ¿El espacio? Acercamiento planetario, como si estuviese mirando a través de los ojos de algún ser acercándose a un objeto en el espacio. Cielo negro, pocas estrellas, pero la superficie del planeta cada vez más cercana. Al aproximarme vi parajes arrasados. Sin vegetación, como en la estrella negra. Un círculo de fieles alrededor de una torre de piedra. Sus gritos: ¡Iä! ¡Shub-Niggurath!
«16 de enero,’22. Región bajo el mar. ¿Atlantis? Lo dudo. Un edificio grande y cavernoso semejante a un templo, destruido por cargas de profundidad. Piedras monumentales, similares a las de las pirámides. Escalones que descendían al negro fondo, Profundos al fondo de la escena. Movimiento en la oscuridad de las escaleras. Un enorme tentáculo empezó a subir. A gran distancia de éste, dos ojos líquidos, separado el uno del otro por muchas varas. ¿R’lyeh? Temeroso del acercamiento de la cosa de abajo. destruí la estrella.»
«24 de febrero,’22. Paisaje familiar. ¿La región de Wilbraham? Casas de campo destrozadas, familia encerrada en sí misma. En primer plano, un viejo escuchando. Hora: la noche. Chotacabras llamando muy alto. Una mujer se acerca con una réplica de la estrella de piedra. El viejo huye. Curioso. Debo buscar referencias.
«21 de marzo,’22. Experiencia enervante la de hoy. Debo tener más cuidado. Construí la estrella y pronuncié las palabras: Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn. Se abrió inmediatamente con un enorme shantak en primer plano. Shantak enterado y en seguida se movió hacia adelante. Llegué incluso a oír sus garras. Pude romper la estrella a tiempo.
«7 de abril,’22. Ahora sé que lo atravesarán si no tengo cuidado. Hoy el paisaje tibetano, y los Abominables Hombres de las Nieves. Otro intento. ¿Pero y sus amos? Si los sirvientes intentan trascender el tiempo y el espacio ¿qué será del Gran Cthulhu, Hastur, Shub-Niggurath? Pretendo abstenerme por algún tiempo. Profundo shock.»
No volvió a abordar su extraño intento hasta primeros del otro año. O por lo menos eso indicaban sus notas. Una abstinencia en su obsesiva preocupación, seguida una vez más por un período de breve indulgencia. Su primera anotación era casi de un año después.
«7 de febrero,’23. No hay duda, están enterados ya de la existencia de la puerta. Muy arriesgado mirar dentro. Excepto cuando el paisaje está despejado. Y como uno nunca sabe sobre qué escena se posará la vista, el riesgo es aún más grave. Sin embargo, me resisto a cerrar la entrada. Construí la estrella, como de costumbre, dije las palabras, y esperé. Durante un rato sólo vi el paisaje familiar del suroeste americano al anochecer: murciélagos, búhos, ratas y gatos salvajes. Entonces salió de una cueva un Habitante de la Arena, de piel áspera, ojos grandes, orejas grandes; su rostro guardaba un horrible y distorsionado parecido con el oso koala, y el cuerpo tenía un aspecto consumido. Se arrastró hacia adelante, con evidente intención. ¿Es posible que la puerta abierta les permita ver este lado del mismo modo que me deja ver a mí el suyo? Cuando vi que se dirigía directamente a mí, destruí la estrella. Todo desapareció, como de costumbre. Pero después, la casa se lleno de murciélagos. ¡Veintisiete en total! ¡Y yo no creo en la mera coincidencia!»
Vino después otro paréntesis, durante el cual mi primo escribió notas crípticas sin referencia a sus visiones o a la misteriosa «estrella» de la que tanto había hablado. No me cabía duda de que fue víctima de alucinaciones, producto probablemente del intenso estudio del material de aquellos libros procedentes de todos los rincones del mundo. Estos párrafos eran como una especie de justificación de racionalizar lo que había «visto».
Todas aquellas notas estaban mezcladas con recortes de periódicos, que mi primo sin duda intentaba relacionar con las mitologías a las que era tan aficionado: relatos de extraños acontecimientos, objetos desconocidos en el cielo, desapariciones misteriosas en el espacio, revelaciones curiosas referentes a cultos desconocidos, y otras noticias por el estilo. Era dolorosamente patente que Wilbur había llegado a creer con intensidad en ciertas facetas de credos primitivos: en especial que había supervivientes contemporáneos de los endemoniados Primordiales y de sus adoradores y adeptos, y era esto, más que nada, lo que trataba de probar. Era como si hubiese tomado los escritos impresos en los viejos libros que poseía y, tras aceptarlos como verdades literales, intentase añadir a la evidencia del pasado el peso de la evidencia de su época. Cierto, había un elemento de similitud, que resultaba inquietante, entre aquellos relatos antiguos y muchos de los que mi primo había recortado, pero sin duda podía explicarse como simple coincidencia. Aun siendo convincentes, los envié a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic para la Colección Akeley, sin copiar ninguno. Pero los recuerdo vívidamente, tanto más por el desenlace inolvidable que siguió a mis investigaciones, un poco inciertas, respecto a lo que había obsesionado a mi primo.
III
Nunca habría sabido de la «estrella» de no haberme encontrado accidentalmente con ella. Mi primo había escrito repetidamente acerca de «hacer», «romper», «construir» y «destruir» la estrella, como algo necesario para sus visiones, pero esta referencia carecía de sentido para mí, y posiblemente continuaría sin sentido de no haber tenido oportunidad de fijarme en el suelo, a la tenue luz de la buhardilla de la ventana redonda: las marcas en el suelo formaban una estrella de cinco puntas. Esto no había sido visible previamente, ya que una gran alfombra cubría el suelo; pero la alfombra se había desplazado durante el traslado de libros y papeles a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, y por pura casualidad quedó el suelo al descubierto.
Incluso en aquel momento no caí en que aquellas marcas pudiesen representar una estrella. Hasta que acabé mi trabajo con los libros y papeles y moví del todo la alfombra, quedando al descubierto el centro de la habitación, no se me apareció el diseño entero. Vi entonces que era una estrella de cinco puntas, decorada con dibujos ornamentales, de un tamaño que permitía dibujarla desde el interior de la buhardilla. Me di cuenta en seguida de que ésta era la razón por la que había en el cuarto de mi primo una caja de tizas cuya utilidad no había comprendido antes. Empujé libros, papeles y todo lo demás a un lado. Fui a buscar una tiza y me puse a dibujar el contorno de la estrella y todas las ornamentaciones del interior. Se trataba sin duda de un diseño cabalístico, y no cabía otra opción, para quien lo dibujaba, que sentarse en su interior.
De modo que tras completar el dibujo, de acuerdo con las marcas dejadas por frecuentes reconstrucciones, me senté dentro. Muy posiblemente esperaba que algo ocurriese, aunque estaba confundido con las anotaciones de mi primo referentes a la destrucción del diseño cada vez que se veía amenazado. Recordaba que en los rituales cabalísticos era la destrucción de esos diseños la que traía el peligro de invasión física. Sin embargo, no ocurrió nada. Sólo pasados unos minutos recordé «las palabras». Las había copiado, y me levanté a buscarlas. Regresé y las pronuncié;
«Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.»
De repente se produjo un extraordinario fenómeno. Con la mirada fija en la ventana redonda de la pared sur, pude ver todo lo que pasó. El cristal opaco de la ventana se volvió transparente y me encontré, sorprendido, contemplando un paisaje bañado por el sol, aunque era de noche, algunos minutos después de las nueve de una noche de finales de verano en el Estado de Massachusetts. Pero el paisaje que apareció en el cristal no podía encontrarse en ningún sitio de Nueva Inglaterra: una tierra árida de piedras arenosas, de vegetación desértica, de cavernas y, en el fondo, montañas con nieve en las cimas. Ese mismo paisaje había sido descrito más de una vez en las notas crípticas de mi primo.
Dirigí mi vista fascinada hacia este paisaje, con la mente confusa. Parecía haber vida en el paisaje que yo miraba, y aprehendí uno a uno sus aspectos: la serpiente de cascabel que trepaba sinuosamente y el halcón de ojos rasgados que comenzaba a elevarse. Esto me permitió observar que no era mucho antes de la puesta del sol, ya que el reflejo de la luz en el pecho del halcón así lo indicaba. Todos los caracteres prosaicos -el monstruo del Gila, el correcaminos- del suroeste americano componían lo que estaba presenciando. ¿Dónde se desarrollaba, entonces, la escena? ¿En Arizona? ¿En Nuevo Méjico?
Pero continuaron produciéndose acontecimientos, sin ningún punto de referencia, en la desconocida tierra. La serpiente y el monstruo del Gila desaparecieron, el halcón cayó como un plomo y volvió a subir con una serpiente entre sus garras, el correcaminos se unió a otro. La luz del sol se iba, y la escena toda se convertía en un paisaje de gran belleza. Entonces, de la boca de una de las mayores cavernas emergieron los murciélagos, Venían volando desde la oscura cueva miles de murciélagos, en bandada, y me parecía oírles. No sé cuánto tiempo les llevó volar y volar hacia el crepúsculo. Acababan de desaparecer cuando surgió algo, una especie de ser humano, de ser humano de piel áspera, como si la arena del desierto se le hubiese incrustado en la superficie de su cuerpo, con los ojos y orejas anormalmente grandes. Tenía un aspecto escuálido, con las costillas marcadas a través de la piel, pero lo más repelente era su rostro, parecido al del osito australiano llamado koala. Y al verlo recordé que mi primo había llamado a esta gente -pues aparecieron otros detrás del primero, algunos de ellos hembras- los Habitantes de la Arena.
Procedían de la caverna. Guiñaban sus grandes ojos. Pronto aparecieron en mayor número, y se repartieron por todas partes detrás de los arbustos. Entonces, parsimoniosamente, un monstruo increíble hizo su aparición: primero un tentáculo, o algo así, luego otro, y ahora media docena de ellos que exploraban cautelosamente el exterior de la cueva. Y luego, desde la oscuridad del pozo de la caverna, emergió a medias una terrible cabeza. De pronto, al impulsarse hacia delante, casi grité de horror. La cara era una desfiguración monstruosa del mundo conocido: se elevaba de un cuerpo sin cuello que era una masa de carne gelatinosa -a la vista parecía goma-, y los tentáculos que la adornaban salían de una parte del cuerpo que podía ser la mandíbula inferior o un aparente cuello.
Además, aquella cosa tenía una percepción inteligente, pues desde el principio parecía haberse percatado de mi presencia. Arrastrándose desde la caverna, fijó sus ojos en mí, y empezó a moverse con increíble rapidez en dirección a la ventana sobre el cada vez más oscurecido paisaje. Supongo que no me estaba dando cuenta del verdadero peligro que corría, puesto que observaba absorto, y sólo cuando la cosa empezó a cubrir todo el paisaje, cuando uno de sus tentáculos alcanzaba la ventana -¡y la atravesaba!-, sólo entonces experimenté la parálisis del miedo.
¡La atravesaba! ¿Era ésta, entonces, la alucinación culminante?
Recuerdo haber roto la gelidez del miedo durante el tiempo suficiente para quitarme un zapato y lanzarlo con todas mis fuerzas hacia el cristal de la ventana. Al mismo tiempo, recordaba las frecuentes citas de mi primo relativas a la destrucción de la estrella. Me incliné hacia adelante y borré parte del diseño. Y mientras oía el ruido de los vidrios al romperse, me sumergí en una bendita oscuridad.
Sabía ahora lo que sabía mi primo.
Si no hubiera esperado tanto, podía haberme evitado el conocimiento de todo aquello, podía haber seguido pensando en ilusiones o alucinaciones. Pero ahora sé que la ventana redonda era una potente puerta hacia otras dimensiones, a un espacio y un tiempo desconocidos, una entrada a algún paisaje que Wilbur Akeley deseaba encontrar, la llave de esos lugares secretos de la tierra y del espacio, de las estrellas en que los súbditos de los Primordiales -¡y los propios Primigenios!- se esconden para siempre, esperando resurgir otra vez. El cristal de Leng -que quizá provenía de las Híadas, pues nunca supe de dónde lo había sacado mi primo- podía girar dentro de su marco; no estaba sujeto a las leyes físicas excepto en el hecho de que su dirección variaba al compás del movimiento de la tierra sobre su eje. Y de no haberlo roto, habría dejado caer sobre la tierra el azote de esas otras dimensiones, a causa de mi ignorancia y mi curiosidad.
Y ahora sé que los modelos de los dibujos hechos por mi primo, entre sus anotaciones, por muy toscos que fueran, representaban a seres que existían y no eran producto de su imaginación. La culminante prueba final lo demuestra. Los murciélagos que encontré en la casa cuando recuperé el conocimiento pudieron haber entrado por la ventana rota. Que el cristal opaco se hubiese vuelto translúcido podía explicarse como una ilusión óptica. Pero yo sabía algo más. Sé, sin lugar a dudas, que lo que vi allí no era producto de una fantasía, porque nada podría destruir esa prueba terrible que encontré cerca de los cristales rotos en el suelo de la buhardilla: un trozo de tentáculo, de diez pies de largo, que se había quedado atrapado entre las dimensiones cuando la puerta se cerró contra el monstruoso cuerpo al que pertenecía. ¡El tentáculo que ningún científico hubiese podido identificar como perteneciente a criatura conocida alguna, viva o muerta, en la superficie o en las profundidades subterráneas de la tierra!

STEPHEN KING -- MONTADO EN LA BALA

STEPHEN KING
Montado en la bala

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Esta historia nunca se la he contado a nadie, ni tenía previsto hacerlo; y no exactamente por
miedo a no ser creído, sino por vergüenza... y porque era mía. Siempre he tenido la sensación de
que contarla equivaldría a rebajarnos los dos, yo y la historia, volviéndola más pequeña, más
anecdótica, como esos cuentos de fantasmas que se explican en los campamentos antes de apagar
la luz. Creo que también tenía miedo de que si la contaba, si la escuchaba con mis propios oídos,
podría empezar a no creérmela. Pero desde la muerte de mi madre no duermo bien. Sólo descanso
a ratos, cuando se me cierran los ojos, aunque me despierto enseguida temblando. Va bien dejar
encendida la lámpara de la mesita de noche, pero menos de lo que cabría esperar. ¡De noche hay
tantas sombras! ¿Os habéis fijado? Muchas, hasta con luz. Piensas que las largas podrían ser de
cualquier cosa.
Cualquier cosa.
Cuando llamó la señora McCurdy por lo de mamá, yo cursaba tercero en la Universidad de
Maine. Mi padre había muerto siendo yo muy pequeño, demasiado para acordarme, y dada mi
condición de hijo único sólo éramos dos contra el mundo, Alan y Jean Parker. La señora McCurdy,
que vivía al lado, llamó al piso que compartíamos yo y otros tres estudiantes. Había encontrado el
número en la placa magnética que tenía mamá en la puerta de la nevera.
-Ha tenido un derrame -dijo con su acento del Norte, arrastrando las palabras-. Estaba en el
restaurante. Pero no salgas corriendo como si se te cayera el mundo encima, ¿eh?, que dice el
médico que no es tan grave. Está despierta y habla.
-Ya, pero ¿dice algo que tenga sentido? -pregunté.
Procuraba mantener un tono tranquilo, hasta irónico, pero el corazón me latía deprisa y de
repente parecía que hiciera demasiado calor en el salón. Me había quedado solo en el piso; era
miércoles y mis compañeros tenían clase todo el día.
-Sí, sí. Lo primero que me ha dicho es que te llamase pero sin asustarte. No me dirás que eso
no tiene sentido, ¿verdad?
-Sí, claro.
Pero estaba asustado. ¡Qué remedio! ¿Cómo vas a reaccionar si te llaman para decirte que se
han llevado a tu madre del trabajo en ambulancia?
-Ha dicho que te quedes en la universidad hasta el fin de semana. Y que entonces vayas, pero
no si tienes que estudiar mucho.
Sí, seguro, que voy a quedarme aquí, pensé, en este piso hecho caldo y con tufo a cerveza
teniendo a mi madre a casi doscientos kilómetros, en un hospital y puede que hasta muriéndose.
-Tu mamá aún es joven -dijo la señora McCurdy-. Lo que pasa es que en los últimos años ha
engordado una barbaridad, y ahora es hipertensa. Encima fuma. Tendrá que dejarlo.
Dudé que lo hiciera, con o sin derrame, y tenía razón. Sin sus pitillos mi madre no podía
vivir. Agradecí la llamada a la señora McCurdy.
-Es lo primero que he hecho al llegar a casa -dijo-. ¿Y qué, Alan, cuándo piensas ir? ¿El
sábado?
Lo preguntó con cierta malicia, como si lo dudara. Al mirar por la ventana, vi una tarde de
otoño perfecta: el típico cielo azul de Nueva Inglaterra, y debajo los árboles perdiendo las hojas
amarillas en Mill Street. Después consulté mi reloj: las tres y veinte. Había cogido el teléfono por
los pelos, porque ya salía para asistir al seminario de filosofía de las cuatro.
-¿Cómo que el sábado? -dije-. Llegaré hoy por la noche.
La señora McCurdy contestó con una risa seca y un poco cascada. Ya podía hablar de dejar
el tabaco, ya, que ella con sus Winston...
-¡Qué buen chico! Primero irás al hospital, ¿no? Y luego a casa.
-Supongo -dije.
Me pareció inútil contarle que a mi tartana se le había roto la transmisión, y que en el futuro
inmediato no se movería de la entrada. Haría autostop hasta Lewiston, y luego, si no era
demasiado tarde, a nuestra casita de Harlow. Si ya era muy de noche echaría una cabezadita en
alguna sala de espera del hospital. Eso o sentado y con la cabeza apoyada contra una máquina de
cocacola. Total...
-Comprobaré que la llave esté debajo de la carretilla roja -dijo ella-. Sabes dónde digo, ¿no?
-Sí, sí.
Mi madre tenía una vieja carretilla roja al lado de la puerta del cobertizo trasero. En verano
se llenaba de flores. No sé por qué, pero al acordarme de la carretilla se me apareció en toda su
realidad la noticia de la señora McCurdy: mi madre estaba en el hospital, y por la noche estaría
oscura la casita de Harlow donde había transcurrido mi infancia. No habría nadie para encender las
luces al ponerse el sol. Aunque la señora McCurdy dijera que mamá aún era joven, para alguien de
sólo veintiún años, cuarenta y ocho parecen la senectud.
-Ten cuidado, Alan. No corras.
Por supuesto que mi velocidad dependería de quién me recogiera; personalmente, esperaba
que fuera a toda pastilla. Nada me parecía demasiado rápido para llegar al hospital central de
Maine. Aunque, bueno, no tenía sentido preocupar a la señora McCurdy.
-No se preocupe. Gracias.
-De nada -dijo ella-. Seguro que tu madre se recupera. ¡Y lo que se alegrará de verte!
Colgué y escribí una nota explicando lo ocurrido y dónde localizarme. A Hector Passmore,
mi compañero de piso más responsable, le indicaba que llamara a mi tutor y le pidiera que
explicara la situación a mis profesores, para que no me metieran un puro por saltarme clases.
(Tenía dos o tres que se ponían como fieras.) Después puse una muda en la mochila, metí mi
Introducción a la filosofía, hecha polvo y con las esquinas dobladas, y salí. A la mañana siguiente,
y a pesar de que sacaba buenas notas, abandonaría esa asignatura. Esa noche cambió mi manera de
ver el mundo, cambió mucho, y el manual de filosofía no parecía coherente con los cambios.
Digamos que entendí que debajo hay cosas, y que ningún libro puede explicarlas. Opino que a
veces es mejor olvidarse de que existen. Si puedes.
De la Universidad de Maine, que está en Orono, hasta Lewiston, en el condado de
Androscoggin, hay ciento noventa kilómetros, y el camino más rápido es la 1-95. La pega es que
siendo autopista no es buena para hacer autostop; la policía tiene tendencia a expulsar a cualquier
persona que vaya a pie (te sacan hasta si estás parado en el acceso), y si te pilla dos veces el mismo
poli seguro que te multa. De manera que cogí la 68, que sale de Bangor hacia el sudoeste. Es una
carretera bastante transitada, y a menos que tengas pinta de psicópata casi seguro que te recoge
alguien. Además, casi nunca te molesta la poli.
Hice el primer tramo con un agente de seguros muy poco hablador que me llevó hasta
Newport. Luego me quedé plantado casi veinte minutos en el cruce de la 68 y la 2, hasta que me
recogió un hombre de cierta edad que iba a Bowdoinham. Conducía tocándose continuamente los
huevos. Parecía que intentara coger algo que anduviese suelto por ahí dentro.
-Mi mujer siempre me decía que con mi manía de coger autostopistas acabaría en la cuneta
con una navaja en la espalda -dijo-, pero cada vez que veo a alguien en el arcén me acuerdo de mi
juventud. ¡No hice yo dedo ni nada! Era muy viajero. Fíjate cómo es el mundo: ahora ya hace
cuatro años que está muerta, y yo aquí con el mismo Dodge de siempre. La echo de menos una
barbaridad. -Se manoseó la entrepierna-. ¿Adónde vas?
Le dije que a Lewiston, y el motivo.
-¡Qué horror! -dijo él-. ¡Tu madre! ¡Lo siento mucho!
Su compasión era tan fuerte y espontánea que me provocó escozor en los ojos. Pestañeé para
no llorar. No tenía ningunas ganas de sufrir un acceso de llanto en aquel coche viejo, que vibraba,
daba leves bandazos y olía a meado.
-La señora McCurdy, la mujer que me llamó, dice que no es muy grave. Mi madre aún es
joven. Sólo tiene cuarenta y ocho años.
-¡Ya, pero un derrame! -Parecía sinceramente consternado. Volvió a cogerse la entrepierna
abolsada de sus pantalones verdes y le propinó un estirón con su mano de viejo, desproporcionada
y parecida a una garra-. ¡Un derrame siempre es grave! Oye, por mí te llevaría al hospital y te
dejaría en la puerta, pero es que le prometí a mi hermano Ralph llevarlo a la residencia de Gates.
Es donde está su mujer, que tiene aquella enfermedad de la memoria... Ahora no recuerdo cómo se
llama. Anderson, Álvarez... Algo así.
-Alzheimer -dije.
-Ah, sí. Seguro que yo también la tengo. ¿Sabes qué? Que igual te llevo.
-No hace falta. En Gates seguro que me recoge alguien.
-Da igual. ¡Tu madre! ¡Un derrame! ¡Y sólo cuarenta y ocho años! -Se hurgó en la
entrepierna-. ¡La hostia con el braguero! Te digo una cosa: a la que duras se te empieza a
desmontar todo. Al final Dios te da una patada en el culo. En serio, ¿eh? Pero bueno, tú eres un
buen hijo. De lo contrario no habrías dejado todo para ir a verla.
-Ella es una buena madre -dije.
Volví a sentir el aguijón de las lágrimas. En la universidad nunca sentía una añoranza muy
pronunciada (como mucho la primera semana), pero en el coche del viejo me asaltó. Sólo éramos
ella y yo, sin parientes cercanos. Me parecía inimaginable no tenerla. Según la señora McCurdy no
era muy grave, un derrame, pero no muy grave. Más vale que me haya dicho la verdad, pensé. Más
vale.
Hicimos un trecho de camino en silencio. No era el viaje rápido que había deseado (el viejo
se quedaba plantado en los setenta por hora, y a veces cruzaba la línea continua para darse un
paseíto por el otro carril), pero largo sí era; en el fondo también me convenía. La carretera 68 se
ofrecía a nuestra vista hilvanada por varios kilómetros de bosque, partiendo en dos los pueblecitos
que aparecían y desaparecían en un lento abrir y cerrar de ojos, cada uno con su bar y su
gasolinera de autoservicio: New Sharon, Ophelia, West Ophelia, Ganistan (que, por extraño que
parezca, se había llamado Afghanistan), Mechanic Falls, Castle View y Castle Rock. El azul del
cielo fue perdiendo luminosidad a medida que el día se retiraba de él. El viejo empezó por
encender las luces de estacionamiento, y luego los faros. Eran las largas, pero él no parecía darse
cuenta, ni siquiera cuando los coches que venían en sentido contrario lo avisaban con las suyas.
-Mi cuñada no se acuerda ni de su nombre -dijo-. No le preguntes nada, porque no sabe decir
ni mu. Culpa de la enfermedad de Anderson. Mira de una manera... como diciendo:
¡Quiero salir!» Aunque para eso tendría que acordarse de las palabras. ¿Entiendes lo que
quiero decirte?
-Sí -contesté.
Respiré hondo y me pregunté si el olor a meado provenía del viejo o si tenía un perro y lo
dejaba subir al coche. Pensé si sería ofenderlo bajar un poco la ventanilla. Al final la bajé. Me
pareció que no se daba cuenta, como ignoraba las luces largas de los coches del otro carril.
Hacia las siete, ya en West Gates, subimos a una colina y el viejo exclamó:
-¡Fíjate, la luna! ¿A que está bonita?
Sí que lo estaba: una bola enorme de color naranja separándose del horizonte. No obstante, le
encontré algo que daba miedo. Parecía al mismo tiempo embarazada e infectada. De repente,
viendo la luna, se me ocurrió algo horrible: ¿y si llegaba al hospital y mi madre no me reconocía?
¿Y si había perdido la memoria, estaba en blanco y no sabía decir ni mu? ¿Y si el médico me decía
que tendría que cuidarla alguien hasta que muriera? Y ese alguien, lógicamente, tendría que ser yo,
porque no había más candidatos. Adiós a la facultad. ¿Qué dirían mis amigos y vecinos?
-¡Piensa un deseo! -exclamó el viejo. El entusiasmo comunicó a su voz un tono chirriante y
molesto, como de trocitos de cristal metiéndose en mi oreja. Se dio un estirón tremendo en la
entrepierna y sonó una especie de chasquido. A mí me parecía imposible estirarse así las partes sin
arrancarse un huevo, aunque estuviera de por medio el braguero-. ¡Mi padre decía que lo que se
desea con la luna llena de otoño siempre se cumple!
Así pues, deseé que mi madre me reconociera al entrar en su habitación, que se le iluminaran
los ojos y pronunciara mi nombre. Y al punto de haber formulado ese deseo quise retractarme,
porque pensé que con aquella luz anaranjada no podía salir bien ningún deseo.
-¡Ay! -dijo el viejo-. ¡Ojalá estuviera mi mujer! ¡Entonces le pediría perdón por todas las
cosas feas que le dije!
A los veinte minutos, en el aire los últimos vestigios del día y la luna todavía baja e
hinchada, llegamos a Gates Falls. En el cruce de la carretera 68 y Pleasant Street hay un semáforo
amarillo. justo antes de llegar a esa altura, el viejo dio un volantazo y la rueda delantera derecha
del Dodge subió y bajó del bordillo. Me castañetearon los dientes. El viejo me miró con una
excitación salvaje y desafiante: en él todo era salvaje, aunque al principio no me hubiera dado
cuenta; estaba imbuido por entero de aquella sensación de cristales rotos. Y todo lo que salía de su
boca parecía una exclamación.
-¡Te llevo yo! ¡Sí, señor! ¡Que se aguante Ralph! ¡A la porra! ¡Dilo y vamos!
Yo quería reunirme con mi madre, pero la idea de otros treinta y pico kilómetros con olor a
meado y coches haciendo luces no era muy placentera. Tampoco era agradable la imagen del viejo
dando tumbos por cuatro carriles en Lisbon Street, pero el elemento principal era él. No soportaría
treinta kilómetros más de estirones en la entrepierna y voz febril de cristales rotos.
-Oiga -dije-, que no hace falta. Siga y ocúpese de su hermano.
Abrí la puerta y sucedió lo que temía: el viejo alargó el brazo y me sujetó el mío con su
mano nudosa de anciano, la que usaba para sobarse la entrepierna.
-¡Sólo una palabra! -insistió. Su voz sonó ronca, confidencial; sus dedos se me hincaban en
la carne justo debajo de la axila-. ¡Una palabra y te llevo hasta la puerta del hospital! ¡En serio!
¡Da igual que sea la primera vez que nos vemos! ¡No importa! ¡Te llevo directo!
-No hace falta -repetí.
Y de repente me entraron unas ganas locas de saltar del coche, aunque tuviese que dejar la
camisa en manos del viejo. Parecía que se ahogara. Preví que al moverme aumentaría la presión de
sus dedos, y que hasta podía sujetarme por la nuca, pero no. Sus dedos se distendieron y, al sacar
yo la pierna, resbalaron de mi cuerpo. Entonces, como es habitual después de los momentos de
pánico irracional, me extrañó haber tenido tanto miedo. ¿Por qué? Sólo era una forma de vida
basada en el carbono en un ecosistema Dodge igual de viejo que ella y con olor a orina,
decepcionado por ver rechazado su ofrecimiento. Un viejo cualquiera, perpetuamente incómodo
con su braguero. ¿Por qué me había asustado tanto?
-Gracias por traerme, y por el ofrecimiento -dije-, pero si voy por ahí... -señalé Pleasant
Street- me cogerán enseguida.
Primero no dijo nada, luego suspiró y asintió con la cabeza.
-Sí, mejor por ahí -dijo-. Sin entrar, que en el pueblo no te recoge nadie. Nadie quiere frenar
y que los de atrás le toquen la bocina.
Tenía razón. Era inútil hacer autostop dentro de una población, aunque fuera pequeña como
Gates Falls. Supongo que era verdad lo de que había viajado mucho a dedo.
-Pero ¿estás seguro? Ya sabes lo que dicen del pájaro en mano.
Volví a titubear. En lo del pájaro también tenía razón. A menos de dos kilómetros del
semáforo, Pleasant Street se convertía en Ridge Road, recorría ochenta kilómetros de bosque y se
juntaba con la carretera 196 en las afueras de Lewiston. Casi era de noche, lo cual, de cara al
autostop, siempre es una desventaja, porque cuando te ilumina un par de faros en una carretera
rural siempre pareces un fugitivo del reformatorio de Wyndham, aunque vayas peinado y con la
camisa metida en los pantalones. Pero no, no quería seguir con aquel viejo. Incluso fuera del
coche, y a salvo, le encontraba algo inquietante. Quizá sólo fueran los signos de exclamación que
parecían enmarcar todas sus palabras. Además, siempre he tenido suerte haciendo autostop.
-Seguro -dije-. Y gracias otra vez.
-Encantado, hombre, encantado. Mi mujer...
Calló, y vi que le afloraban lágrimas en los ojos. Volví a darle las gracias y cerré la puerta
antes de que tuviera tiempo de añadir nada.
Crucé la calle a paso rápido, con el semáforo proyectando mi sombra intermitentemente. Al
llegar a la otra acera miré hacia atrás. El Dodge seguía aparcado delante de Frank's Fountain &
Friuts. A la luz del semáforo, y de la farola que había a unos siete metros del coche, vi al viejo
derrumbado en el volante. Temí que estuviese muerto, que lo hubiese matado yo con mi negativa a
dejarme llevar.
Entonces apareció otro coche en la esquina, y el conductor hizo luces al Dodge. Esta vez el
viejo puso las cortas -así supe que seguía con vida- y condujo el Dodge lentamente hasta doblar la
esquina. Cuando se hubo perdido de vista miré la luna. Empezaba a perder su hinchazón
anaranjada, pero conservaba algo siniestro. Caí en la cuenta de que nunca había oído que se
formularan deseos con la luna llena; con el lucero del alba sí, pero no con la luna. Entonces volví a
tener ganas de retirar el mío. Con la noche casi cerrada, y yo en el cruce, acudió a mi mente con
toda naturalidad la historia de la pata de mono.
Abandoné Pleasant Street enseñando el pulgar a los coches que pasaban, pero ni siquiera
reducían la velocidad. Al principio la carretera tenía tiendas y casas a ambos lados, hasta que la
acera se interrumpió y volvieron a cerrarse los árboles en silenciosa reconquista del territorio. Cada
vez que se inundaba la calzada de luz, alargando mi sombra y alejándola de mí, me giraba,
enseñaba el pulgar y adoptaba una sonrisa, esperando que infundiera confianza. E invariablemente
el coche pasaba sin aminorar la velocidad. Una vez alguien me gritó:
-¡Menos mono y más trabajar! Y oí risas.
A mí la oscuridad no me da miedo (o no me lo daba), pero empecé a temer que hubiera sido
un error no aceptar la oferta del viejo de llevarme directamente al hospital. Antes de emprender mi
camino podría haber confeccionado un letrero de TENGO ENFERMA A MI MADRE, pero dudé
que hubiese servido de algo. Un letrero puede hacerlo cualquier psicópata.
Seguí caminando por el arcén, levantando grava con las zapatillas de deporte y escuchando
los ruidos de la noche: un perro a lo lejos, y mucho más cerca un búho. Y un suspiro de levantarse
viento. La luna bañaba el cielo, pero a ella no se la veía. De momento la ocultaban los árboles, que
en aquella parte eran altos.
Al alejarme de Gates se espaciaron los coches. A cada minuto me parecía más tonta mi
decisión de rehusar la oferta del viejo. Empecé a imaginarme a mi madre en el hospital, con la
boca congelada en una mueca de asco y procurando no soltar el tronco resbaladizo de la vida que
se le escapaba; no soltarlo por mí, sin saber que no llegaría por el simple motivo de que no me
había gustado la voz estridente de un anciano ni el olor a pipí de su coche.
Ascendí por una colina bastante empinada y volvió a iluminarme la luna. A mi derecha ya no
había árboles, sino un pequeño cementerio rural. Las lápidas reflejaban la pálida luz. Una de ellas
tenía al lado algo pequeño y negro que me miraba desde el suelo. Me acerqué por curiosidad, y la
cosa negra, al moverse, se convirtió en una marmota. Se escabulló entre la hierba alta, no sin
dirigirme una breve mirada de reproche con sus ojos rojos. De repente me sentí cansadísimo, mejor
dicho, al borde del agotamiento. Hacía cinco horas, desde la llamada de la señora McCurdy, que
funcionaba a base de pura adrenalina, pero se me había acabado el suministro. Eso era lo malo. Lo
bueno era que había superado la inútil e histérica sensación de urgencia, al menos de momento.
Había tomado una decisión, había preferido Ridge Road a la carretera 68 y no tenía sentido
reprochármelo. Se acabó lo que se daba, que decía mi madre. Era lo suyo: ir soltando pequeños
aforismos zen que casi tenían sentido. No sé si éste lo tenía, pero me dio ánimos. Si llegaba al
hospital y la encontraba muerta, no tenía remedio. Sin embargo, según la señora McCurdy, el
médico había dicho que no era muy grave. También había dicho que mamá aún era joven; un poco
gorda, de acuerdo, y para colmo fumadora habitual, pero joven.
Yo, entretanto, estaba muy lejos de allí y de repente no tenía fuerzas. Tenía los pies como
metidos en cemento.
El cementerio estaba rodeado por un murete de piedra con una brecha de donde salían dos
rodadas. Me senté en el murete con los pies en uno de los surcos. Desde ahí se veía un buen trecho
de Ridge Road en ambas direcciones. Cuando viera faros viniendo del oeste (es decir, yendo hacia
Lewiston) podría volver al arcén y enseñar el pulgar. Mientras tanto me quedaría sentado con la
mochila en las rodillas a la espera de que mis piernas recuperaran fuerza.
La hierba desprendía una neblina baja y casi transparente que brillaba. Una brisa naciente
hacia susurrar los árboles que rodeaban el cementerio por tres lados. Detrás del cementerio se oía
ruido de agua, y de vez en cuando una rana. Era un lugar de extraña belleza, de efectos relajantes,
como una estampa de un libro de poesía romántica.
Miré a ambos lados de la carretera. Nada, ni un resplandor en el horizonte. Dejé la mochila
en el suelo, me levanté y entré en el cementerio. La niebla se movía perezosamente alrededor de
mis pies. Las lápidas del fondo eran viejas, y había bastantes caídas. Las de delante eran mucho
más nuevas. Me incliné apoyando las manos en las rodillas para examinar una que estaba rodeada
de flores casi frescas. La luz de la luna facilitaba la lectura del nombre: George Staub. Debajo
figuraban las fechas que enmarcaban el breve período de vida de George Staub: 19 de enero de
1977 y 12 de octubre de 1998. Era la explicación de que las flores aún no se hubiesen marchitado:
el 12 de octubre había sido anteayer, y desde 1998 sólo habían pasado dos años. Los amigos y
parientes de George habían pasado a presentarle sus respetos. Debajo del nombre y la fecha había
algo más, una inscripción corta. Me agaché para leerla ... y retrocedí tropezando, muerto de miedo
y con la súbita conciencia de estar solo en un cementerio a la luz de luna.
La inscripción anunciaba:
SE ACABÓ LO QUE SE DABA.
Mi madre estaba muerta, quizá hubiera muerto en ese mismo minuto y algo me enviaba un
mensaje. Algo con un sentido del humor francamente de mal gusto.
Seguí retrocediendo a paso lento en dirección a la carretera, atento al viento en los árboles, al
agua y las ranas, e imbuido de un miedo repentino a oír algo más, un ruido de tierra removida, de
raíces rotas y de algo no del todo muerto emergiendo, intentando coger a tientas mis zapatillas...
Se me enredaron los pies y me caí, golpeándome el codo con una lápida y casi rozándola con
la nuca. Aterricé en la hierba y vi la luna que
acababa de salir de los árboles. Ahora, en vez de naranja estaba blanca, y brillaba como un
hueso pulido.
La caída no acentuó mi pánico, sino que me despejó la cabeza. No sabía qué había visto,
pero no podía ser lo que creía. Cosas así eran propias del cine de John Carpénter y Wes Craven, no
de la vida real.
«Sí, claro -me susurró una voz en la cabeza-. Ahora sales y podrás seguir creyéndotelo.
Podrás creértelo toda la vida.»
-Y una mierda -dije, levantándome.
Tenía mojado el fondillo de los vaqueros. Me lo separé de la piel. Volver a la lápida que
marcaba el último lugar de descanso de George Staub no fue fácil, pero tampoco tan difícil como
esperaba. El viento siseaba entre los árboles; soplaba cada vez con más fuerza, señal de que
cambiaba el tiempo. Me rodeaba un baile de vagas sombras. El cimbreo de las ramas hacía crujir el
fondo del bosque. Me incliné hacia la lápida y leí:
GEORGE STAUB
19 DE ENERO DE 1977 - 12 DE OCTUBRE DE 1998
SE APAGó CUANDO EMPEZABA
Permanecí inclinado y con las manos encima de las rodillas, sin darme cuenta de lo deprisa
que me latía el corazón hasta que empezó a calmarse. No era nada, una simple coincidencia
inoportuna. Era normal que me hubiera equivocado al leer. Hasta descansado y tranquilo podría
haberlo leído mal, porque ya se sabe que la luz de la luna engaña mucho. Caso cerrado.
Pero no, porque tenía claro qué había leído:
Se acabó lo que se daba.
Mi madre había muerto.
-Y una mierda-repetí, dando media vuelta.
Al hacerlo vi que la niebla que se enroscaba a mis tobillos había empezado a iluminarse. Oí
el murmullo de un motor acercándose. Venía un coche.
Me di prisa en volver al otro lado de la brecha del murete, recogiendo la mochila. Los faros
del coche que se acercaba estaban a media colina.
Saqué el pulgar justo cuando me enfocaban, deslumbrándome un poco. Antes de que
empezara a frenar ya supe que pararía. Es curioso, pero a veces lo sabes. Que se lo pregunten a
cualquiera que haya hecho mucho autostop.
El coche pasó de largo con las luces de freno encendidas y paró bruscamente en el arcén,
cerca del final del murete de piedra que separaba el cementerio de Ridge Road. Corrí con la
mochila rebotándome en la rodilla. Era un Mustang, uno de esos tan elegantes de finales de los
sesenta y principios de los setenta. El motor hacía tanto ruido que quizá el silenciador no pasara la
siguiente inspección técnica. Pero no era problema mío.
Abrí la puerta y subí. Al ponerme la mochila entre los pies noté un olor que me sonaba de
algo, un poco molesto.
-Gracias -dije-. Muchas gracias.
El chico que iba al volante llevaba vaqueros desteñidos y una camiseta negra con las mangas
cortadas. Estaba bronceado y era muy musculoso, con una línea azul tatuada alrededor del bíceps
derecho. Llevaba una gorra al revés. Junto al cuello de la camiseta había un pin, pero no distinguí
qué ponía.
-De nada, hombre -dijo él-. ¿Vas a la ciudad?
-Sí -contesté.
En aquella parte del mundo, decir «la ciudad» era decir Lewiston, la única población un poco
grande al norte de Portland. Al cerrar la puerta vi que del retrovisor colgaba un ambientador de
fragancia de pino. Era lo que olía. En cuestión de olores no era mi noche: primero a meado, y
ahora a pino artificial. En fin, al menos me había recogido alguien. Debería haberme sentido
aliviado. Y cuando el del Mustang pisó el acelerador y volvió a Ridge Road, haciendo rugir el
motor de su reliquia, intenté convencerme de que en efecto me sentía aliviado.
-¿A qué vas a la ciudad? -preguntó el conductor.
Tenía más o menos mi edad. Debía de ser un chico de Lewiston que estudiaba en el instituto
técnico de Auburn, a menos que trabajara en alguna de las escasas fábricas textiles que quedaban
en la zona. Seguro que el Mustang se lo había arreglado en las horas muertas, porque era lo típico
de los de la ciudad: beber cerveza, fumar un poco de maría y arreglar el coche. O la moto.
-Se casa mi hermano y soy el padrino -mentí espontáneamente. Por alguna razón preferí que
no se enterara de lo de mi madre. Pasaba algo raro. No sabía qué, ni si tenía sentido pensarlo, pero
estaba seguro-. Mañana ensayamos la boda. Y por la noche es la despedida de soltero.
-¿Sí? ¿En serio?
Me miró con los ojos muy abiertos, volviendo hacia mí una cara agraciada, de labios
carnosos que sonreían un poco y mirada incrédula.
-Sí -confirmé. .
Tenía miedo. De repente, porque sí, volvía a tener miedo. Pasaba algo raro, quizá desde que
me había animado el viejo del Dodge a pedirle un deseo a una luna infectada en vez de a una
estrella. O desde el momento en que cogí el teléfono y oí decir a la señora McCurdy que tenía
malas noticias.
-Ah, pues muy bien -dijo el chico de la gorra al revés-. Un hermano que se casa. ¡Muy bien,
hombre! ¿Cómo te llamas?
Sentí auténtico pavor. Todo era raro, absolutamente todo, sin saber yo por qué ni cómo había
ocurrido tan deprisa. Algo, sin embargo, sí sabía: que tenía tan pocas ganas de que supiera mi
nombre el del Mustang como de contarle lo que haría en Lewiston. Y eso que a Lewiston no
llegaría. De repente estuve seguro de que no volvería a ver Lewiston. Fue como adivinar que
pararía el coche. Y luego el olor. Sobre el olor también estaba seguro de algo. No procedía del
ambientador, sino de... debajo.
-Hector -dije, dando el nombre de mi compañero de piso-. Hector Passmore.
Mi boca seca lo pronunció con fluidez y calma. Mejor. Dentro de mí, algo insistía en que no
dejara traslucir mi sensación de que pasaba algo raro. Era mi única oportunidad.
Él se giró un poco hacia mí, y tuve ocasión de leer el pin: HE MONTADO EN LA BALA
DE THRILL VILLAGE, LACONIA. Lo conocía. Era un parque de atracciones. Hasta había estado
una vez.
También me fijé en una línea gruesa de color negro que le rodeaba el cuello, igual que el
tatuaje del brazo, con la diferencia de que la raya del cuello no era ningún tatuaje. Estaba cruzada
por varias decenas de pequeñas marcas verticales. Eran los puntos que le habían dejado al volverle
a coser la cabeza.
-Encantado, Hector-dijo-. Yo me llamo George Staub.
Tuve la sensación de que la mano me flotaba, como en un sueño. Recé porque lo fuera, pero
no: tenía toda la nitidez de la realidad. El olor de encima era pino. El de debajo correspondía a
algún producto químico, seguramente formol. Iba en coche con un muerto.
El Mustang se comía Ridge Road a cien por hora, persiguiendo sus luces largas bajo el
fulgor de una luna lustrosa como un pin. Los árboles a ambos lados de la carretera se
contorsionaban al viento. George Staub me sonrió con ojos vacíos, me soltó la mano y volvió a
concentrarse en la carretera. Yo había leído Drácula en el instituto, y me acordé de una frase que
sonó en mi cabeza como una campana rota: «Los muertos conducen deprisa.»
Hay que evitar que sepa que lo sé. La frase fue otra campanada. No era mucho, pero sí lo
único que tenía. Hay que evitarlo. Hay que evitarlo. Pensé dónde estaría aquel viejo. ¿En casa de
su hermano, tranquilamente? ¿O era uno de ellos? ¿Nos seguía a pocos metros con su viejo Dodge,
encogido al volante y estirándose el braguero? ¿También estaba muerto? Probablemente no. Según
Bram Stoker los muertos conducen deprisa, pero el viejo no había pasado de setenta por hora.
Sentí en la garganta el hervor de una risa demente, y la contuve. Si me oía reír lo sabría. Y había
que evitar que lo supiera, porque era mi única esperanza.
-Las bodas son lo mejor que hay -dijo él.
-Sí -contesté-. Tendría que hacerlo todo el mundo al menos dos veces.
Mis manos estaban una encima de la otra, muy apretadas. Noté las uñas de una hincándose
en los nudillos de la otra, pero era una sensación lejana, noticias de otro país. Lo esencial era evitar
que él se enterara. Estábamos rodeados de bosque, y la única fuente de luz era el óseo resplandor
de una luna sin corazón. No podía permitir que supiese que yo sabía que estaba muerto. Porque no
era un simple e inofensivo fantasma, no. Los fantasmas sólo se ven, pero para recoger a alguien en
la carretera hay que ser otra cosa. ¿De qué clase de ser se trataba? ¿Un zombi? ¿Un demonio? ¿Un
vampiro? ¿Ninguna de las tres cosas?
George Staub rió.
-¡Dos veces! ¡Toda mi familia, vamos!
-Y la mía -dije. Mi voz sonó tranquila, como la de un simple autostopista de charla con el
conductor para retribuirle el favor-. La verdad es que los entierros son lo mejor que hay.
-Las bodas -me corrigió él.
A la luz del salpicadero, su cara era como de cera, como la de un cadáver antes de la
sesiónde maquillaje. Lo más horrible era la gorra al revés. Era una invitación a preguntarse cuánto
quedaba debajo. Yo había leído que en la funeraria sierran la parte de arriba del cráneo, extraen el
cerebro y rellenan el hueco con una especie de algodón con tratamiento químico. Quizá para evitar
que la cara se hunda.
-Las bodas -dije con labios insensibles, y hasta me reí un poco; una risita breve y águda-.
Quería decir bodas.
-Siempre se dice lo que se quiere decir -contestó el conductor sin perder la sonrisa.
Lo mismo que pensaba Freud, según mis lecturas de la asignatura de psicología. Dudé que el
del Mustang supiera mucho de Freud. Los expertos en Freud no llevan camisetas sin mangas, ni
gorras al revés. Pero le bastaba con lo que sabía. Yo había dicho entierro. ¡Cielo santo, había dicho
entierro! Entonces me di cuenta de que jugaba conmigo. Yo quería ocultarle que sabía que estaba
muerto. Él quería ocultarme que sabía que yo sabía que estaba muerto. Por lo tanto, había que
ocultarle que yo sabía que él sabía que...
El mundo empezó a oscilar ante mis ojos. Enseguida se pondría a girar, a girar cada vez más
deprisa, y lo perdería. Cerré los ojos. En la retina se me había grabado la forma de la luna, que se
volvía verde.
-¿Te encuentras mal? -preguntó él. Su tono de preocupación era espeluznante.
-No -contesté abriendo los ojos.
Todo había recuperado su estabilidad. El dolor que sentía en el dorso de la mano, donde se
me hincaban las uñas, era intenso y real. Como el olor. No sólo a ambientador de pino, ni a algo
químico. También olía a tierra.
-¿Seguro? -insistió él.
-Es que estoy un poco cansado. Llevo muchas horas de autostop, y a veces me marea tanto
coche. -De repente tuve una inspiración-. Oye, ¿sabes qué? Que mejor me bajo. Con un poco de
aire fresco se me pasará el mareo. Pasará otro coche y...
-Sería incapaz -dijo él-. ¿Dejarte ahí fuera? Ni hablar. El próximo coche podría tardar una
hora, y no es seguro que parase. Tengo que cuidarte. ¿Cómo dice la canción? «Llévame a tiempo a
la iglesia», ¿no? Nada, que no te dejo bajar. Abre un poco la ventanilla. Ya sé que aquí dentro no
huele precisamente a rosas; colgué el ambientador, pero estos trastos no chutan. Claro que hay
olores que cuestan más de quitar.
Quise coger la manivela de la ventanilla y darle una vuelta para que entrase aire fresco, pero
los músculos del brazo estaban inertes. No tuve más remedio que quedarme en la misma postura,
con las manos juntas y clavándome las uñas. Una parte de los músculos se negaba a funcionar, y
otra a detenerse. Qué ironía.
-Es como lo del nene que se compra un Cadillac casi nuevo por setecientos cincuenta dólares
-dijo él-. Lo sabes, ¿no?
-Sí -dije con los labios entumecidos. No conocía el chiste, pero tenía clarísimo que de aquel
individuo no quería escuchar ningún chiste-. Es muy conocido.
La carretera, delante, daba saltos como en las viejas películas en blanco y negro.
-¡Joder si es conocido! Resulta que buscaba un coche y ve un Cadillac casi nuevo en un
jardín.
-Te digo que ya...
-Yen la ventanilla hay un letrero que pone: «En venta. De particular a particular.»
Llevaba un cigarrillo encajado en la oreja. Lo cogió, y con el movimiento se levantó un poco
la camiseta. Vi otra raya negra con marcas. Luego se inclinó hacia el tablero de mandos para
apretar el encendedor, y la camiseta volvió a su sitio.
-Sabe que no tiene para un Cadillac, que no le llega ni de lejos, pero tiene curiosidad, ¿vale?
Total, que va a ver al de la casa y le dice: «¿Cuánto cuesta un coche así?» Entonces va el dueño,
cierra la manguera que tiene en la mano (porque estaba lavando el coche, ¿vale?) y dice: «Mira,
chaval, hoy es tu día de suerte. Setecientos cincuenta dólares y te lo llevas.»
El encendedor saltó. Staub lo extrajo y presionó la espiral contra la punta del cigarrillo.
Luego dio una calada, y vi que le salían hilillos de humo entre los puntos que cerraban la incisión
del cuello.
-El nene mira por la ventanilla y ve que el cuentakilómetros sólo marca diecisiete mil.
Entonces le dice al de la manguera: «Muy gracioso. Como una mosquitera en un submarino.» El
dueño contesta: «Oye, que no es broma; saca el dinero y te lo quedas. ¡Coño, si quieres hasta te
acepto un cheque, porque te veo cara de honrado!» Y dice el nene...
Miré por la ventanilla. La verdad es que conocía el chiste de haberlo oído años antes,
seguramente en el instituto. En la versión que me habían contado el coche era un Thunderbird,
pero el resto era igual. El chico dice: «Que sólo tenga diecisiete años no quiere decir que sea
idiota. Un coche así no lo vende nadie por setecientos cincuenta billetes, y menos con tan poco
kilometraje.» Entonces el dueño le dice que lo hace porque el coche huele mal y el olor no se
puede quitar; lo ha intentado de todas las maneras, en vano. Resulta que estaba de viaje de
negocios y estuvo fuera muchos días, al menos...
-... un par de semanas -dijo el conductor. Sonreía como cuando cuentas un chiste para
partirse de risa-. Y que al volver encontró el coche en el garaje con su mujer dentro. Llevaba
muerta casi tanto tiempo como él de viaje. No supo si se había suicidado o le había dado un
infarto, pero estaba toda hinchada, y el coche apestaba. Por eso tenía tantas ganas de venderlo. -Se
rió-. Qué puntazo, ¿no?
-¿Y él no había llamado a casa? -Era mi boca hablando sola. Mi cerebro estaba paralizado-.
¿Se marcha dos semanas de viaje de negocios y no llama ni una vez para ver cómo está su mujer?
-La cuestión no es ésa. La cuestión es que es una ganga. ¿Quién se resistiría? A las malas
siempre se puede conducir con la ventanilla abierta, ¿no? Además, es una historia. Ficción. La he
recordado por la peste que hay en este coche, que es un hecho real.
Silencio. Y pensé: Ahora espera que yo diga algo, que corte con esto. Ganas tenía, pero... ¿y
luego? ¿Qué haría él?
Se frotó con el pulgar el pin de la camiseta, donde ponía YO HE MONTADO EN LA BALA
DE THRILL VILLAGE, LACONIA. Tenía las uñas sucias de tierra.
-Es de donde vengo -dijo-. De Thrill Village. Trabajé para un tío y me dio un pase para todo
el día. Iba a venir mi novia, pero llamó diciendo que estaba enferma; a veces la regla le duele
mucho y tiene unos mareos de la hostia. Lástima, pero es lo que pienso siempre: ¿Qué alternativa
hay? ¿Que no le venga la regla? Malo para los dos. -Soltó una especie de carcajada, más parecida a
un ladrido-. Total, que fui solo. No tenía sentido dejar el pase sin usar. ¿Tú has estado en Thrill
Village?
-Sí -contesté-. Una vez, a los doce años.
-¿Y con quién ibas? -preguntó-. ¡Porque supongo que no irías solo! Teniendo doce años...
Eso no se lo había dicho, ¿verdad? No. Estaba jugando al gato y el ratón. Tuve la idea de
abrir la puerta, lanzarme a la oscuridad y protegerme la cabeza con los brazos, pero sabía que él
me retendría. Además no podía levantar los brazos. Como, máximo podía seguir presionando las
manos.
-No -dije-.Fui con mi padre. Me llevó él. -¿Subiste a la Bala? ¡Qué cabrona! Yo cuatro
veces. ¡joder! ¡Te quedas cabeza abajo! -Me miró y profirió otra risa inexpresiva y perruna. En los
ojos se le reflejaba la luz de la luna, convirtiéndolos en círculos blancos, ojos de estatua. Y
comprendí que estaba algo más que muerto: estaba loco-. ¿Subiste o no, Alan?
Pensé decirle que se equivocaba de nombre, que me llamaba Hector, pero ¿de qué servía? Ya
se acercaba el final.
-Sí -susurré. Fuera estaba todo negro menos la luna. Pasaban las árboles, contorsionándose
como si bailaran. Debajo de nosotros se deslizaba la carretera a gran velocidad. El indicador de
velocidad marcaba ciento treinta. Ya estábamos montados en la bala. Los muertos conducen
deprisa-. Sí, la Bala. Sí que subimos.
-Mentira -dijo él. Dio una calada al cigarrillo, y volví a ver los hilillos de humo saliendo por
la incisión cosida del cuello-. Tú no subiste. Y menos con tu padre. Te pusiste en la cola, pero ibas
con tu madre. Había mucha cola, porque en la Bala siempre hay un montón de gente esperando, y
ella no quiso quedarse a pleno sol. Entonces ya estaba gorda y le molestaba el calor. Tú la
agobiaste todo el día: venga a agobiarla, venga a agobiarla. Y luego fíjate qué risa: al llegar al
principio de la cola te rajaste. ¿A que sí?
No respondí. Tenía la lengua pegada al paladar.
Él movió la mano, de piel amarillenta y uñas sucias a la luz del salpicadero del Mustang, y
me cogió las mías. Con el contacto se quedaron sin fuerza y se separaron como cuando un nudo se
deshace por arte de magia al tocarlo la varita del prestidigitador. Tenía la piel fría y como de
serpiente.
-¿A que sí?
-Sí -musité-. Al acercarnos y ver lo alto que era... y que arriba, donde daba la vuelta, gritaban
todos... me rajé. Ella me dio una bofetada y no me dirigió la palabra hasta llegar a casa. No subí a
la Bala.
Al menos hasta ahora.
-Pues deberías, oye, porque es lo mejor. Es donde hay que subir. El resto no vale nada, al
menos en Thrill Village. Volviendo a casa paré a comprar unas cervezas en la tienda que hay en la
frontera del estado. Pensaba pasar por casa de mi novia y darle un pin de broma. -Se dio unos
golpecitos en el pin de la camiseta, bajó la ventanilla y arrojó el cigarrillo al viento de la noche-.
Pero ya debes de saber qué pasó.
Naturalmente que lo sabía. ¡Como si no fuera el típico cuento de fantasmas! Tuvo un
accidente con el Mustang, y la policía, al llegar, encontró el coche destrozado y a él muerto dentro:
el cuerpo contra el volante y la cabeza en el asiento trasero, con la gorra al revés y los ojos vacíos
mirando el techo fijamente. Desde entonces, cuando hay luna llena y sopla viento (¡uuuuu! ),
aparece en Ridge Road. Volvemos enseguida, después de un breve mensaje de nuestro
patrocinador. Ahora sé algo más que antes: que las peores historias son las que se han oído toda la
vida. Son las verdaderas pesadillas.
-Los entierros son lo mejor que hay -dijo, y rió-. Es lo que has dicho, ¿no? Ha sido una
metedura de pata, Al. Está clarísimo. La has metido hasta el fondo.
-Déjame salir -susurré-. Por favor.
-Hombre, eso habría que hablarlo -dijo volviéndose hacia mí-. ¿Sabes quién soy, Alan?
-Un fantasma -dije.
Hizo un ruido impaciente por la nariz, y las comisuras de los labios le apuntaron hacia abajo
a la luz del cuentakilómentros.
-¡Venga, tío, que tan corto no eres! Fantasma es el puto Casper. ¿Yo floto? ¿Ves que sea
transparente?
Levantó una mano y la abrió y cerró ante mí. Oí el crujido seco y sin lubricar de sus
tendones. Entonces intenté decir algo, no recuerdo qué, pero no tiene importancia porque no me
salió nada.
-Soy una especie de mensajero -dijo Staub-. Como de Seur, pero salido de la puta tumba. ¿Te
gusta? La verdad es que salimos bastante a menudo, cuando se dan las circunstancias adecuadas.
¿Sabes qué pienso? Que el que manda, Dios o lo que sea, debe de tener ganas de juerga. Siempre
quiere comprobar si te quedas con lo que tienes o si puede convencerte para que optes por lo de
detrás de la cortina. Aunque tiene que coincidir todo. Como esta noche. Tú solo... con tu mamá
enferma... intentando que te lleve alguien...
-¿Verdad que si me hubiera quedado con el viejo no habría pasado nada? -dije.
Ahora el olor de Staub ya no tenía secretos: era la suma del olor punzante a productos
químicos y la peste de carne en descomposición. Me extrañó no haberlo comprendido desde el
principio, haberlo confundido con otra cosa.
-No sé qué decirte -repuso Staub-. Puede que el viejo que dices también estuviera muerto.
Pensé en la voz estridente del anciano, como de cristales rotos, y en el chasquido de su
braguero. No, no estaba muerto, y yo había cambiado el olor a pipí de su viejo Dodge por algo
mucho peor.
-Pero bueno, no tenemos tiempo de comentarlo. Dentro de ocho kilómetros volveremos a ver
casas. Tres más y estaremos en el municipio de Lewiston. O sea que tienes que decidir ahora.
-¿Decidir qué? -Aunque creía saberlo.
-Quién sube a la Bala y quién se queda abajo, tú o tu madre. -Me miró con sus ojos de
ahogado, ojos llenos de luna. Como sonreía más que antes, vi que le faltaban casi todos los dientes
a causa del accidente. Dio unos golpecitos en el volante-. Me llevo a uno de los dos, y ya que estás
aquí eliges tú. ¿Qué contestas?
En mis labios estuvo a punto de formarse «no lo dices en serio», pero ¿qué sentido tenía esa
afirmación? Pues claro que lo decía en serio. Con una seriedad mortal.
Pensé en todos los años que mi madre y yo habíamos pasado juntos, Alan y Jean Parker
contra el mundo. Ratos buenos, muchísimos, y malos, malos de verdad, también bastantes. Parches
en los pantalones y cenas a base de caldo. Casi todos los otros niños tenían veinticinco centavos
semanales para comer caliente; a mí siempre me daban un bocadillo de mantequilla de cacahuete o
un poco de mortadela con pan del día anterior, como en el proverbial cuento del niño pobre que
acaba haciéndose millonario. Y ella venga a trabajar en no sé cuántos restaurantes y bares para que
tuviéramos para vivir. Aquella vez que pidió un día libre para hablar con el de la seguridad social,
ella con su mejor conjunto de chaqueta y pantalón, y él en la mecedora de la cocina, trajeado, con
un traje que hasta un niño de nueve años, que era los que tenía yo, veía que era mucho mejor que el
de ella, con una carpeta en las rodillas y bolígrafo en mano. Ella contestando a las preguntas
insultantes y violentas que le hacía el hombre, pero sin perder la sonrisa forzada y hasta
ofreciéndole más café porque dependía del informe el que le dieran-cincuenta dólares más al mes,
cincuenta míserables billetes. En la cama y llorando después de marcharse él. Luego, conmigo
sentado en su regazo, intentando sonreír y diciendo que los asistentes sociales eran todos unos
cabrones; y riéndonos los dos, porque habíamos descubierto que más valía reírse. Cuando estás
solo en el mundo con una madre gorda y fumadora compulsiva, la única manera de no volverte
loco o de no dar puñetazos en las paredes suele ser la risa. Y no sólo por eso, sino por otras
razones; porque para la gente como nosotros, los de abajo, los que pasaban corriendo por el mundo
como los ratones de los dibujos animados, había veces en que reírse de los hijos de puta era la
única venganza posible. Ella aceptando cualquier trabajo, haciendo horas extras, vendándose los
tobillos cuando se le hinchaban, apartando las propinas en un jarrón donde ponía «Fondo para la
universidad de Alan» (sí, ja, ja, como en el proverbial cuento de niño pobre que acaba haciéndose
millonario) y repitiéndome mil veces que trabajase mucho, que otros niños quizá pudieran hacer el
vago en el cole, pero que yo no podía porque ni guardando propinas hasta el día del juicio Final
habría bastante, que no esperara ir a la facultad como no fuera tirando de becas y préstamos, y
tenía que ir, no tenía más remedio que ir, porque era la única salida para mí... y para ella. Pues eso,
que trabajé mucho, como una mula, porque ciego no era: veía lo gruesa que estaba, lo mucho que
fumaba (era su único placer privado... su único vicio, para el que tenga esa manera de ver las
cosas), y era consciente de que llegaría el día en que se volverían las tornas y sería yo el que
tuviera que cuidarla. Quizá me lo permitiera la formación académica y un trabajo como Dios
manda. Quería ambas cosas; las quería porque la quería a ella. Era una mujer irritable y
malhablada (el día en que hicimos cola y no quise subir a la Bala no fue la única vez en que me
gritó y me pegó una bofetada), pero a pesar de ello la quería. En parte hasta por ello. Cuando me
pegaba, la quería tanto como cuando me daba un beso. ¿Se entiende? No, yo tampoco. Pero no
pasa nada. Dudo que puedan resumirse las vidas, ni explicarse las familias, y ella y yo éramos una
familia, la más pequeña que hay: una familia de dos, un secreto entre dos. Si me lo hubieran
preguntado, habría dicho que por ella estaba dispuesto a todo. Que era exactamente lo que me
estaban pidiendo. Me pedían morir por ella, morir en su lugar, aunque ella ya hubiera vivido la
mitad de su vida, y probablemente mucho más. Yo acababa de empezar la mía.
-¿Qué, Al? ¿Qué dices? -preguntó George Staub-. Se acaba el tiempo.
-No puedo tomar una decisión así -contesté con voz ronca. La luna navegaba encima de la
carretera, veloz y brillante-. No es justo pedírmelo.
-Ya lo sé. Es lo que dicen todos. -Bajó la voz-. Pero tengo que advertirte una cosa: si
llegamos a las primeras casas y no has decidido nada, tendré que llevarme a los dos. -Frunció el
entrecejo, pero enseguida recuperó el buen humor, como dándose cuenta de que no era todo tan
malo-. Si os cojo a los dos podríais hacer juntos el camino en el asiento de atrás, y hablar del
pasado...
-¿El camino? ¿Adónde?
No contestó. Quizá no lo supiera.
Pasaban los árboles, borrosos como tinta negra. Corrían los faros y pasaba el asfalto. Yo
tenía veintiún años. No era virgen, pero sólo me había acostado una vez con una chica, y como
estaba borracho casi no me había enterado de nada. Me `, apetecía ir a mil sitios (Los Ángeles,
Tahití...), hacer mil cosas. Mi madre tenía cuarenta y ocho años. ¡Eran muchos, joder! Había sido
una buena madre, me había cuidado y había trabajado como una burra, pero ¿acaso su vida la había
elegido yo? ¿Yo había pedido nacer? ¿Le había exigi. do que viviera sólo para mí? Tenía cuarenta
y ocho años. Yo veintiuno. Tenía toda la vida por delante, que se dice. De acuerdo, pero ¿era la
manera de juzgarlo? ¿Cómo se tomaba una decisión así? ¿Podía tomarse?
Bosque pasando a toda velocidad. La luna arriba, como un ojo luminoso y mortal.
-Te aconsejo que te des prisa -dijo George Staub-. Se acaba el campo.
Abrí la boca y quise decir algo, pero sólo me salió un suspiro reseco.
-Esto te irá bien -dijo él, buscando algo detrás.
Volvió a subírsele la camiseta, y yo a entrever algo que podía haberme ahorrado
perfectamente: la línea negra de puntos en la barriga. ¿Dentro quedaban intestinos o sólo relleno
empapado de productos químicos? Reapareció su mano con una lata de cerveza. Debía de ser de
las que había comprado en la tienda fronteriza durante su último viaje en coche.
-Ya me lo conozco -dijo-. Con la tensión se te seca la boca. Toma.
Yo cogí la lata, tiré de la anilla y bebí un largo sorbo. Dejaba un sabor frío y amargo en la
garganta. Desde entonces no he vuelto a beber ni una gota de cerveza. No puedo. Me cuesta hasta
verla anunciada por la tele.
Delante del coche, en la oscuridad donde soplaba el viento, brilló una luz amarilla.
-Deprisa, Al, que esto hay que acelerarlo. Es la primera casa, encima de esta colina. Si
quieres decirme algo, que sea ya.
La luz desapareció y reapareció con algunas más. Eran ventanas. Detrás había gente normal
haciendo cosas normales: ver la tele, dar comida al gato o pelársela en el cuarto de baño, por qué
no.
Nos vi en la cola de Thrill Village. Vi a Jean y Alan Parker: una mujer gorda con un vestido
de tirantes y manchas oscuras de sudor en las axilas, y al lado su hijo pequeño. Staub tenía razón:
ella no quería hacer cola. Pero yo me había puesto pesadísimo. También era verdad. Entonces me
había dado una bofetada. Sí, pero había hecho cola conmigo. juntos habíamos hecho muchas colas.
Podía repasarlo todo otra vez, volver a contrastar los argumentos a favor y en contra, pero no había
tiempo.
-Llévatela a ella -dije, viendo correr hacia el Mustang las luces de la primera casa. Mi voz
sonó ronca, brusca, estridente-. Llévate a mi madre, no a mí.
Tiré al suelo la lata de cerveza y me cubrí la cara con las manos. Entonces él me tocó, me
tocó la camisa por delante, se entretuvo toqueteando y, como en un fogonazo, entendí que había
sido una prueba. No la había pasado, y ahora Staub me arrancaría el corazón directamente del
pecho, como un djinn maligno en un cuento cruel árabe. Luego apartó los dedos (como
renunciando en el último momento), y su mano pasó de largo. Por un momento se me llenaron de
tal modo la nariz y los pulmones de olor a muerto que estuve seguro de estarlo yo. Entonces se oyó
el clic de la puerta al abrirse y entró un chorro de aire fresco que barrió la peste a cadáver.
-Felices sueños, Al -me gruñó al oído antes de empujarme fuera.
Salí disparado a la noche de octubre, caí cerrando los ojos, levantando las manos y tensando
el cuerpo contra un impacto que me rompería los huesos. Quizá grité, pero no me acuerdo bien.
No se produjo ningún impacto, y después de una eternidad me di cuenta de que ya estaba en
el suelo. Lo sentí debajo. Entonces abrí los ojos, pero volví a cerrarlos enseguida con todas mis
fuerzas. El brillo de la luna era cegador. Me produjo una punzada de dolor en todo el cerebro, sin
quedarse detrás de los ojos, que es donde suele doler después de haber mirado una luz intensa, sino
yendo hasta el fondo, justo encima de la nuca. Noté que tenía fríos y mojados las piernas y el culo,
pero me dio igual. Estaba en el suelo. Lo demás me era indiferente.
Me incorporé con los codos y volví a abrir los ojos, con cautela. Creo que ya sabía dónde
estaba, y bastó una simple mirada en derredor para confirmarlo: en el cementerio rural de la colina
de Ridge Road. Ahora tenía la luna prácticamente a pico, con un fulgor intenso pero un tamaño
mucho menor que hacía un rato. La niebla se había hecho más densa y cubría el cementerio como
una manta. La atravesaban algunas lápidas como islas de piedra. Intenté levantarme y se me repitió
la punzada detrás de la cabeza. A1 palparme noté un bulto y algo pegajoso. Me miré la mano. A la
luz de la luna, la sangre que me manchaba la palma parecía negra.
Al segundo intento logré ponerme en pie y me quedé vacilando entre las lápidas, con la
niebla hasta la rodilla. Luego di media vuelta, vi la brecha del muro y detrás Ridge Road. No vi mi
mochila, oculta por la niebla, pero sabía que estaba allí. La encontraría saliendo a la carretera por
la rodada izquierda. ¡Seguro que tropezaba, para más inri!
Conque ahí estaba mi historia, bien envuelta y con un lacito: había parado a descansar en una
colina, había entrado en el cementerio para echar un vistazo y, al apartarme de la tumba de George
Staub, había tropezado de la manera más tonta, cayéndome y dándome con la cabeza contra una
lápida. ¿Cuánto había durado mi inconsciencia? No dominaba la técnica de leer la hora exacta por
la posición de la luna, pero menos de una hora no podía haber pasado. Suficiente para haber
soñado que iba en coche con un muerto. ¿Cuál? ¡Cuál iba a ser! George Staub, el nombre que
había leído en la lápida justo antes de quedarme grogui. El típico final, ¿no? «¡Qué pesadilla he
tenido!» ¿Y si llegaba a Lewiston y encontraba muerta a mi madre? Pues nada, lo achacaría a una
simple corazonada nocturna. Se trataba de la típica anécdota para contar años después al final de
una fiesta. La gente asentiría pensativamente, poniéndose muy seria, y algún atontado con coderas
en la americana diría que en el cielo y en la tierra hay cosas que nuestra filosofía no puede
explicar. Luego...
-Luego nada -grazné. La parte superior de la niebla se movía a gran velocidad, como en
un espejo empañado-. Esto no se lo cuento a nadie. Qué va. Ni cuando me esté muriendo.
No obstante, si de algo estaba seguro era de que había ocurrido todo tal como lo recordaba.
George Staub me había recogido con su Mustang, con la cabeza cosida al cuello y exigiéndome
una elección. Y yo había elegido; viendo llegar las luces de la primera casa, había cambiado mi
vida por la de mi madre casi sin dudar. Lo comprensible del acto no atenuaba mi sensación de
culpa. Suerte que nadie se enteraría. Parecería una muerte natural (¡qué coño!, lo sería), y yo no
pensaba desmentirlo.
Salí del cementerio por la rodada izquierda, y al chocar con el pie en la mochila la recogí y
volví a ponérmela a la espalda. Justo entonces aparecieron unos faros al pie de la colina, como
siguiendo un guión. Yo levanté el pulgar con la extraña seguridad de que era el viejo del Dodge.
Sí, seguro que volvía a buscarme. Era el toque final que requería la historia para redondearse del
todo.
Pero no era el viejo, sino un granjero mascando tabaco en una camioneta Ford cargada con
cestas de manzanas; alguien perfectamente normal, ni viejo ni muerto.
-¿Adónde vas? -preguntó, y al saberlo dijo-: Pues nos va bien a los dos.
Menos de cuarenta minutos después, a las nueve y veinte, frenó delante del hospital.
-Buena suerte. Espero que tu madre se recupere.
-Gracias -dije abriendo la puerta.
-Se nota que has estado nervioso, pero seguro que está bien. Una cosa: eso mejor que te lo
desinfectes.
Señaló mis manos. Las miré y vi varios arcos profundos y morados en cada dorso. Entonces
me acordé del dolor de clavarme las uñas sin poder evitarlo. Y me acordé de los ojos de Staub
reflejando la luna como agua luminosa. «¿Subiste a la Bala? -me había preguntado-. ¡Qué cabrona!
Yo cuatro veces.»
-Oye -dijo el conductor de la camioneta-, ¿te encuentras bien?
-¿Qué?
-Es que tiemblas.
-Estoy bien -dije-. Gracias otra vez.
Cerré la puerta del vehículo y enfilé el camino de entrada, ancho y con una hilera de sillas de
ruedas que reflejaban la luz de la luna.
Me dirigí al mostrador de información recordándome que debía poner cara de sorpresa al
enterarme de que mi madre había muerto. Si no me veían sorprenderme les parecería raro... o lo
atribuirían al shock... o a que no nos llevábamos bien... o...
Tan enfrascado estaba en aquellos pensamientos que al principio no entendí las palabras de
la mujer de detrás del mostrador, y tuve que pedirle que las repitiera.
-He dicho que está en la 487, pero aún no puedes subir. Las visitas son a partir de las nueve.
-Pero...
De repente se me iba la cabeza, y me cogí al borde del mostrador. El vestíbulo tenía
fluorescentes. Con una luz tan fuerte y homogénea se me veían mucho los cortes de las manos:
ocho arquitos morados justo encima de los nudillos, como ocho sonrisas. Tenía razón el de la
camioneta: había que desinfectarlos.
La mujer del mostrador me miró pacientemente. La tarjeta que llevaba la identificaba como
Yvonne Ederle.
-Pero... ¿está bien?
Miró el ordenador.
-Aquí sale una S, que quiere decir satisfactorio. Además, la cuarta planta es para casos
normales. Si tu madre hubiera empeorado la habrían llevado a la UCI, que está en la tercera.
Seguro que mañana la encontrarás muy bien. Las visitas son a partir de...
-Es mi madre -dije-. Vine en autostop de la Universidad de Maine sólo para verla. ¿No
puedo subir, al menos unos minutos?
-A veces se hicen excepciones para los parientes más cercanos -dijo ella sonriéndome-. Veré
si puedo arreglarlo.
Cogió el teléfono y pulsó unos botones. Debía de llamar a la enfermera del cuarto piso. Vi
los siguientes dos minutos como si poseyera el don de la clarividencia. La de información,
Yvonne, preguntaría si podía subir el hijo de Jean Parker, la de la 487 (sólo para darle un beso y
ánimos a su madre). Entonces la enfermera diría: «¡Ay, Dios mío! Es que la señora Parker ha
fallecido hace un cuarto de hora; acabamos de enviarla al depósito y no hemos podido actualizar el
ordenador. ¡Qué horror! »
La mujer del mostrador dijo:
-¿Muriel? Soy Yvonne. Aquí abajo hay un chico que se llama... -Me miró arqueando las
cejas, y le di mi nombre-. Alan Parker. Es el hijo de Jean Parker, la de la 487. Pregunta si puede...
-se interrumpió y escuchó. Seguro que la enfermera del cuarto piso le decía que Jean Parker había
muerto-. Vale -dijo Yvonne-. Muy bien. -Se quedó mirando al vacío; luego sujetó el auricular con
el hombro y me dijo-Ha mandado a Anne Corrigan a ver cómo está. No tardará nada.
-Es interminable.
Yvonne frunció el entrecejo.
-¿Cómo?
-Nada -dije yo-. Es que se me ha hecho muy larga la noche y...
-... y tienes miedo por tu madre. Normal. Me parece que eres muy buen hijo. Dejarlo todo y
venir corriendo así...
Intuí que el conocimiento de mi conversación con el joven conductor del Mustang habría
cambiado drásticamente la opinión de Yvonne Ederle sobre mí, pero claro, no lo sabía. Era un
secretito que compartíamos George y yo.
Expuesto a la luz de los fluorescentes, aguardando el regreso de la enfermera del cuarto piso,
tuve la impresión de que pasaban varias horas. Yvonne tenía delante unos papeles. Repasó uno con
el bolígrafo, poniendo marcas concisas al lado de algunos nombres, y se me ocurrió que si de veras
existía un Ángel de la Muerte debía de ser como aquella mujer, una funcionaria con ordenador y
demasiado papeleo. Yvonne seguía sujetando el auricular entre la oreja y el hombro. El altavoz
solicitó la presencia del doctor Farquahr en radiología. «Doctor Farquahr», repitió. Mientras tanto,
en la cuarta planta, la enfermera Anne Corrigan estaría mirando a mi madre, a quien habría
encontrado muerta en la cama con los ojos abiertos. Estaría aflojándose la horrorosa mueca de su
boca, impresa por el derrame.
Yvonne escuchó por el auricular y enderezó un poco el torso. Después dijo:
-Ya. Muy bien. Tranquila. Sí, mujer. Gracias, Muriel. -Colgó y me miró solemnemente-.
Dice Muriel que subas, pero que sólo puedes visitarla cinco minutos. Tu madre ya se ha medicado
para la noche y está un poco atontada.
Me quedé mirándola, boquiabierto. A ella se le borró la sonrisa.
-¿Seguro que te encuentras bien?
-Sí -dije-. Es que pensaba...
Recuperó la sonrisa, esta vez de comprensión.
-Lo piensa mucha gente -dijo-. Es normal. De repente te llaman, sales disparado... Es normal
pensar lo peor, pero si tu madre estuviera grave, Muriel no te dejaría subir. Créeme.
-Gracias -dije-. Muchas gracias.
Di media vuelta, pero antes de alejarme oí decir a Yvonne:
-Una pregunta: ¿por qué llevas ese pin si vienes del norte, de la Universidad de Maine?
¿Thrill Village no está en Nueva Hampshire?
Me miré la camisa y vi el pin prendido en el bolsillo: YO HE MONTADO EN LA BALA
DE THRILL VILLAGE, LACONIA. Recordé el miedo de que Staub me arrancase el corazón, y
comprendí: antes de arrojarme fuera me había puesto el pin en la camisa. Era su manera de
marcarme, de impedirme no creer en nuestro encuentro. Lo decían los cortes del dorso de mis
manos, y el pin de la camisa. Me había pedido que eligiera, y yo había elegido.
Entonces ¿cómo podía estar viva mi madre?
-¿Esto? -Lo toqué con la yema del pulgar, y hasta le saqué un poco de brillo-. Es un amuleto.
-Era una mentira tan atroz que poseía cierto esplendor-. Me lo dieron hace mucho tiempo, cuando
estuve allí con mi madre. Subimos a la Bala.
Yvonne sonrió como si nunca hubiera oído nada tan tierno.
-Abrázala y dale un beso muy grande -dijo-. Verte hará que duerma mejor que cualquier
pastilla que puedan darle los médicos. -Señaló en una dirección-.Los ascensores están detrás de esa
esquina.
Como ya había pasado el horario de visita, yo era el único que esperaba el ascensor. A la
izquierda había un cubo de basura, al lado de la puerta del quiosco, que estaba cerrado y a oscuras.
Me quité el pin y lo tiré al cubo. Luego me limpié las manos en el pantalón. Justo entonces se abrió
la puerta de un ascensor. Entré y pulsé la cuarta. La cabina empezó a subir. Encima de la botonera
había un cartel anunciando que la semana siguiente habría una campaña de donación de sangre. Al
leerlo tuve una idea... aunque más que una idea fue una certeza. Mi madre se estaba muriendo justo
ahora, yendo yo hacia su planta en aquel amplio y lento ascensor. Habiendo elegido yo, me
correspondía encontrarla. Pura lógica.
Se abrió la puerta del ascensor frente a otro cartel. En éste había un dedo delante de unos
labios, todo al estilo de los dibujos animados, y debajo la advertencia « ¡Nuestros pacientes
agradecen su silencio!» El ascensor daba a un pasillo que se extendía en ambas direcciones. Las
habitaciones con número impar estaban a la izquierda. Fue por donde enfilé, con la sensación de
que a cada paso me pesaban más las zapatillas. Empecé a detenerme al llegar a la altura de los 470,
y me quedé parado entre la 481 y la 483. No podía. Del pelo me salía, en lentos chorritos, un sudor
frío y pegajoso como jarabe medio congelado. Tenía el estómago hecho una bola, como un puño
en un guante de goma. No, no podía. Mejor dar media vuelta y huir como un gallina, un mierda,
que es lo que era. Iría a Harlow en autostop y por la mañana llamaría a la señora McCurdy. Por la
mañana sería todo más fácil de asumir.
Empecé a volverme, pero de repente una enfermera asomó la cabeza en la habitación que
había a dos puertas... la de mi madre.
-¿Señor Parker? -preguntó en voz baja.
Hubo un momento enloquecido en que casi lo negué. Luego asentí.
-Entre, deprisa, que está a punto de irse.
Eran las palabras que esperaba. Aun así me produjeron un calambre de miedo en todo el
cuerpo, haciéndome flaquear las rodillas.
La enfermera lo advirtió, y acudió presurosa con un ruido de faldas y cara de susto. En el pin
dorado que llevaba en el pecho ponía «Arme Corrigan».
-¡No, no; me refería al sedante! Está a punto de dormirse. ¡Pero qué idiota soy! Ella está
bien, señor Parker; le he dado Ambien y ahora se dormirá. ¡No irá a desmayarse usted!
Me cogió del brazo.
-No -dije yo, sin saber si era verdad.
Todo me daba vueltas, y los oídos me zumbaban. Pensé en los saltos que había dado la
carretera, aquella carretera de película en blanco y negro, con la luz plateada de la luna. «¿Subiste
a la Bala? ¡Qué cabrona! Yo cuatro veces.»
Anne Corrigan me acompañó a la habitación y vi a mi madre. Siempre había sido una mujer
grande, y la cama del hospital era corta y estrecha, pero ella casi parecía perdida. Su pelo, que ya
era más gris que negro, estaba diseminado por la almohada. Sus manos reposaban en el dobladillo
de la sábana como manos de niño, o incluso de muñeca. No presentaba ninguna mueca como la
que había imaginado yo en su cara, pero sí la piel amarillenta. Tenía los ojos cerrados, pero cuando
la enfermera murmuró su nombre, se abrieron. Eran de un azul oscuro e irisado, lo más joven que
tenía, y completamente vivos. Al principió parecieron extraviados, hasta que me encontraron. Uno
subió. El otro tembló, se levantó un poco y volvió a bajar.
-Al -susurró.
Fui hacia ella rompiendo a llorar. Había una silla junto a la pared, pero ni me fijé. Me agaché
y la abracé. Olía a cálido, a limpio. Le di un beso en la sien, otro en la mejilla y otro en la boca.
Ella levantó la mano y me tocó varias veces debajo de un ojo.
-No llores -susurró-, no hace falta.
-He venido enseguida de enterarme -dije-. Me lo dijo Betsy McCurdy.
-Le pedí... fin de semana -dijo ella-. Le dije que vinieras... el fin de semana.
-Sí, claro. Y un cuerno -repuse, abrazándola.
-¿... arreglado... coche?
-No -dije-, he hecho autostop.
-¡Joder! -dijo ella.
Se notaba que tenía que hacer un esfuerzo con cada palabra, pero las pronunciaba bien, y no
advertí ninguna desorientación. Sabía quién era ella, quién yo, dónde estábamos y por qué. La
única señal de que le hubiera ocurrido algo era la debilidad de su brazo izquierdo. Sentí un alivio
inmenso. Todo había sido una broma cruel de Staub... a menos que no existiera ningún Staub, y
a,fin de cuentas fuera cierto lo del sueño, aunque parezca cursi. Estando al lado de mi madre,
delante de su cama, abrazándola y detectando reminiscencias de su perfume Lanvin, la idea del
sueño me pareció mucho más verosímil.
-¡Al! Tienes... sangre en... el cuello de la camisa.
Se le cerraron los ojos, pero volvieron.a abrirse lentamente. Imaginé que debían de pesarle
tanto los párpados como a mí las zapatillas en el pasillo.
-No pasa nada, mamá. Es que me he dado un golpe en la cabeza.
-Ah, bueno. Tienes que... cuidarte.
Volvieron a caer los párpados, y de nuevo a subir, pero más lentamente.
-Convendría dejarla dormir, señor Parker -dijo la enfermera a mis espaldas-. Ha tenido un
día durísimo.
-Lo sé. -Volví a darle un beso en la mejilla-. Me marcho, mamá, pero vendré mañana.
-No... hagas autostop... Peligroso.
-Descuida, le pediré a la señora McCurdy que me traiga. Tú duerme.
-Si sólo... duermo -dijo ella-. Estaba descargando el lavavajillas... y me dio mucho dolor de
cabeza. Me caí, y al despertarme... estaba aquí. -Me miró-. Ha sido un derrame... Dice el doctor...
que no es muy grave.
-Estás perfectamente -dije.
Me incorporé y le cogí la mano. Tenía la piel fina como la seda. Era una mano de persona
mayor.
-He soñado que... estábamos en aquel parque de atracciones... Nueva Hampshire -dijo.
Yo la miré y noté que el cuerpo se me enfriaba.
-¿Sí?
-Sí, haciendo cola para... aquello que subía tanto... ¿Te acuerdas?
-La Bala -dije-. Sí, mamá, sí que me acuerdo.
-Tenías miedo... y te grité.
-No, mamá...
Su mano apretó la mía, y se le marcaron las comisuras de los labios casi hasta formar
hoyuelos. Era una sombra de su típica cara de impaciencia.
-Sí -dijo-. Te grité y... te di una bofetada. En... la nuca, ¿verdad?
-Sí, supongo -cedí-. Es donde solías dármelas.
-Mal hecho -dijo ella-. Hacía calor y estaba cansada, pero... hice mal. Quería decirte... que lo
siento.
Volvieron a llorarme los ojos.
-Tranquila, mamá, que ya ha pasado mucho tiempo.
-Al final no subiste -susurró ella.
-Sí -dije-, al final sí.
Me sonrió. La vi pequeña y débil, muy distinta de aquella mujer enfadada, sudada y
musculosa que me había gritado al llegar al final de la cola, la que me había dado una bofetada en
la nuca. Seguramente vio algo en la cara de uno de los que hacían cola, porque la recuerdo
diciendo «¿Y tú qué miras, guapo?» mientras me arrastraba de la mano, y yo lloriqueaba bajo el
sol de verano; frotándome la nuca... Y eso que no me dolía, porque tampoco había sido un golpe
muy fuerte. Más que nada me acuerdo del alivio de apartarme de aquella estructura alta que giraba,
con sus dos cápsulas, una en cada extremo; de aquella máquina giratoria de gritos.
-Por favor, señor Parker, que ya es la hora -dijo la enfermera.
Cogí la mano de mi madre y le di un beso en los nudillos.
-Volveré mañana -dije-. Te quiero, mamá.
-Y yo a ti... Alan... Perdóname todas las bofetadas que... te he dado. No eran maneras.
Sí que eran maneras. Las suyas. No sabía cómo decirle que lo entendía, que lo aceptaba.
Formaba parte de nuestro secreto familiar, algo susurrado en las terminales nerviosas.
-Vuelvo mañana. ¿Vale, mamá?
No contestó. Habían vuelto a cerrársele los ojos, y esta vez no volvieron a abrirse. El pecho
le subía y bajaba con lentitud y regularidad. Me aparté de la cama sin dejar de mirarla.
Cuando estuve en el pasillo, le dije a la enfermera:
-¿Se recuperará? ¿Del todo?
-Eso nunca se puede saber, señor Parker. La atiende el doctor Nunnally, que es muy buen
médico. Mañana por la tarde pasará por esta planta y se lo podrá preguntar...
-Dígame usted su opinión.
-Yo creo que se recuperará -dijo la enfermera, acompañándome por el pasillo en dirección al
ascensor-. Las constantes vitales están muy bien, y todos los efectos residuales indican que el
derrame no ha sido grave. -Frunció el entrecejo-. Claro que tendrá que hacer algunos cambios. De
dieta... de estilo de vida...
-Se refiere al tabaco.
-Sí, sí; eso fuera.
Lo dijo como si para mi madre abandonar un hábito de toda la vida fuera tan fácil como
quitar un florero de la mesita del salón y ponerlo en el recibidor. Pulsé el botón de llamada del
ascensor y la puerta del de antes se abrió. Se notaba que después de las horas de visita bajaba
mucho el ritmo del hospital.
-Gracias por todo -dije.
-De nada, y perdone por el susto que le he dado. ¡Hay que ser tonta!
-Descuide -dije yo, pese a estar de acuerdo-. No tiene importancia.
Subí al ascensor y pulsé el botón del vesti'bulo. La enfermera levantó la mano y movió los dedos.
Yo me despedí con el mismo gesto, y nos separó la puerta corrediza. La cabina empezó a bajar. Me
miré las marcas de uñas en el dorso de ambas manos y pensé que era un desastre, el
másdespreciable de los seres. Aunque sólo hubiera sido un sueño, seguía siendo el ser más
despreciable: «Llévatela a ella», había dicho. Era hijo suyo y aun así había dicho: «Llévate a mi
madre, no a mí.» Ella me había criado, por mí se había matado a trabajar, en pleno verano había
hecho cola en un parque de atracciones de tres al cuarto de Nueva Hampshire, y al final yo casi no
había dudado. «Llévatela a ella, no a mí.» Gallina, gallina, gallina de mierda.
Al bajar del ascensor, levanté la tapa del cubo de basura y lo vi en el interior de un vaso de
plástico con restos de café: YO HE MONTADO EN LA BALA EN THRILL VILLAGE,
LACONIA.
Rescaté el pin del café que lo mojaba, lo sequé en los vaqueros y me lo metí en el bolsillo.
Había sido mala idea tirarlo. Ahora era mi pin, tanto si se trataba de un amuleto como si daba mala
suerte. Salí del hospital saludando a Yvonne sin detenerme. Fuera la luna cabalgaba en el tejado de
la noche, irradiando su extraña luz etérea sobre el mundo. Nunca me había sentido tan cansado ni
con tan pocos ánimos. Deseé poder elegir por segunda vez. Me habría decidido por la otra opción.
¡Qué extraño! Creo que habría sido menos duro encontrarla muerta, que es lo que esperaba. ¿No
era el típico final de aquella clase de cuentos?
«En el pueblo no te recoge nadie», había dicho el viejo del braguero, y con más razón que un
santo. Atravesé todo Lewiston a pie (tres docenas de manzanas por Lisbon Street y nueve por
Canal Street), inventariando todos los bares con jukebox emitiendo viejas canciones de Foreigner,
Led Zeppelin y AC/DC, y ni una vez saqué el pulgar. No habría servido de nada. Llegué al puente
DeMuth a las once pasadas. Cuando estuve en el lado de Harlow le enseñé el dedo al primer coche
que pasó. Dos horas después sacaba la llave de debajo de la carretilla roja, al lado de la puerta del
cobertizo, y a los diez minutos estaba en la cama. justo antes de dormirme pensé que era la primera
vez que dormía solo en casa.
Me despertó el teléfono a las doce y cuarto. Temí que fuese del hospital para decirme que mi
madre había fallecido hacía unos minutos por culpa de un empeoramiento repentino. Lo sentimos,
señor Parker. Pero no, sólo era la señora McCurdy, que quería cerciorarse de que había llegado
bien a casa e informarse en detalle acerca de mi visita nocturna al hospital. (Me hizo repetírselo
tres veces, y al término de la tercera empecé a sentirme como en un interrogatorio por asesinato.)
También llamaba para preguntarme si quería ir con ella en coche al hospital. Le dije que
encantado.
Al colgar crucé la habitación en dirección a la puerta. Había un espejo de cuerpo entero, y en
él vi a un joven alto y sin afeitar, con un poco de tripa y unos calzoncillos anchos por toda
indumentaria.
-Hay que recuperarse, chaval -le dije a mi reflejo-. No puedes pasarte toda la vida pensando
que cada vez que suena el teléfono es para decirte que se ha muerto tu madre.
De hecho no habría sido así. El tiempo, como siempre, iría borrando el recuerdo. Aun así era
sorprendente la realidad e inmediatez que conservaba la noche pasada, nítida en todos sus ángulos.
Seguía viendo el rostro agraciado de Staub bajo su gorra al revés, el cigarrillo detrás de la oreja y,
a cada calada, los hilillos de humo escapándose por la incisión del cuello. Seguía oyendo su voz
contando la anécdota del Cadillac a precio de ganga. El tiempo embotaría el filo y pondría romas
las aristas, pero tardaría lo suyo. A fin de cuentas conservaba el pin, que estaba al lado de la puerta
del lavabo, encima de la cómoda. Era mi souvenir. ¿O no vuelven con un recuerdo todos los
protagonistas de cuentos de fantasmas, algo que demuestre la verdad de lo ocurrido?
En el rincón del dormitorio había un equipo de música del año de la pera. Busqué entre mis
cintas viejas para escuchar algo mientras me afeitaba. Encontré una que ponía «folk mix» y la metí
en el casete. La había grabado en el instituto, y casi no me acordaba de su contenido. Bob Dylan
cantaba la muerte solitaria de Hattie Carroll, y Tom Paxton a su amigo trotamundos.
Luego Dave van Ronk empezó a cantar sobre la cocaína, y a la mitad de la tercera estrofa me
quedé parado con la máquina en la mejilla. «Tengo la cabeza llena de whisky, y la barriga de
ginebra -cantaba Dave con su voz rasposa-. Dice el médico que me matará, pero no ha dicho
cuándo.» Claro. He ahí la respuesta. Mi mala conciencia me había llevado a suponer que mi madre
moriría de inmediato. Tampoco Staub lo había desmentido (¿cómo, si no se lo había preguntado?),
pero evidentemente era mentira.
«Dice el médico que me matará, pero no ha dicho cuándo.»
¿Qué sentido tenía flagelarse tanto? ¿Mi decisión no se ajustaba al orden natural de las
cosas? ¿No era normal que los hijos sobrevivieran a los padres? El muy hijo de puta había querido
asustarme, hacer que me sintiera culpable, pero ¿qué necesidad tenía yo de tragármelo? ¿O no
acabábamos subiendo todos a la Bala?
Sólo intentas encontrar una excusa, algo que te haga sentir bien. Quizá sea verdad lo que
piensas... pero cuando Staub te pidió que eligieras, la elegiste a ella. Eso no hay manera de
esquivarlo, aunque te estrujes el cerebro. La elegiste a ella.
Abrí los ojos y me miré la cara en el espejo.
-Hice lo que tenía que hacer -dije.
No acababa de creérmelo, pero pensé que a la larga me convencería.
Fui a ver a mi madre con la señora McCurdy, y estaba un poco mejor. Le pregunté si se
acordaba del sueño sobre Thrill Village, y ella negó con la cabeza.
-Casi no me acuerdo ni de que vinieras ayer por la noche -dijo-. Tenía un sueño que me
moría. ¿Tiene alguna importancia?
-No, qué va -dije, y le di un beso en la sien-. Ninguna.
Mi madre salió del hospital cinco días después. Al principio cojeaba un poco, pero se le pasó y al
mes volvía a trabajar. Empezó con media jornada, pero acabó otra vez con jornada completa,como
si no hubiera pasado nada. Yo volví a la universidad y conseguí trabajo en Pat's Pizza, en el centro
de Orono. No pagaban mucho, pero me dio para arreglar el coche. Mejor, porque había perdido el
poco gusto que tenía al autostop.
Mi madre intentó dejar de fumar, y al principio le fue bien, pero en abril, al empezar las
vacaciones, volví de la universidad un día antes y me encontré la cocina tan llena de humo como
de costumbre. Ella me miró avergonzada, pero también desafiante.
-No puedo -dijo-. Perdona, Al; ya sé que tú no quieres que fume, y que es malo, pero sin
fumar siento un vacío que no lo llena nada más. Como mucho me arrepiento de haber empezado.
Dos semanas después de licenciarme, mi madre tuvo otro derrame, aunque leve. Ante las
reconvenciones del médico hizo otro intento de abandonar el tabaco, pero engordó más de veinte
kilos y volvió a sucumbir. Dice la Biblia: «Como el perro vuelve a su vómito.» Siempre me ha
gustado esa frase. Yo encontré empleo a la primera (suerte, imagino), un trabajo bastante bueno en
Portland, y emprendí el de convencerla de que renunciara al suyo. Al principio fue difícil. Podría
haber desistido, pero cierto recuerdo me impulsaba a seguir escarbando en sus defensas.
-Deberías ahorrar para ti, no cuidarme -decía ella-. Un día, Al, querrás casarte, y lo que te
hayas gastado en mí te faltará para tu vida de verdad.
-Mi vida de verdad eres tú -dije, dándole un beso-. Es así, te guste o no.
Acabó tirando la toalla.
Siguieron años bastante buenos, un total de siete. No vivíamos juntos, pero iba a verla casi a
diario. Jugábamos mucho a las cartas y veíamos muchas películas en el vídeo que yo le había
comprado. Nos reíamos a capazos, que decía ella. Ignoro si esos años se los debo a George Staub,
pero fueron buenos. En cuanto a la noche de mi encuentro con Staub, no se cumplió mi expectativa
de que el recuerdo se volviera borroso o pareciera un sueño; cada incidente, desde el del viejo
diciéndome que pidiera un deseo a la luna llena, a los dedos toquetéandome la camisa al ponerme
Staub el pin, conservó toda su claridad. Y llegó el día en que ya no encontré el pin. Era consciente
de habérmelo llevado al instalarme en mi pisito de Falmouth; lo guardaba en el cajón superior de la
mesita de noche, junto con un par de peines, mis dos juegos de gemelos y un pin político de hacía
muchos años con un chiste sobre Bill Clinton y el sexo seguro, pero el caso es que se perdió. Y
uno o dos días después, cuando sonó el teléfono, supe por qué lloraba la señora McCurdy. Era la
mala noticia que nunca había dejado de esperar; se acabó lo que se daba.
Una vez terminado el funeral y el velatorio, cuando se marchó el último integrante de un
desfile de dolientes que parecía interminable, regresé a la casita de Harlow donde había vivido mi
madre sus últimos años, fumando y comiendo donuts con cobertura de azúcar. Hasta entonces
habíamos sido Jean y Alan Parker contra el mundo. Ahora sólo quedaba yo.
Revisé sus pertenencias, aparté los pocos documentos pendientes de algún trámite y llené
varias cajas, poniendo a un lado de la habitación lo que quería quedarme y al otro lo que donaría a
la beneficencia. Cuando ya faltaba poco para acabar, me arrodillé, miré debajo de su cama y
encontré lo que había estado buscando sin acabar de reconocer que lo buscaba: un pin polvoriento
donde ponía YO HE MONTADO EN LA BALA THRILL VILLAGE, LACONIA. Lo cogí y
apreté el puño. La aguja se me clavó en la carne, pero apreté más y me regodeé amargamente en el
dolor. Cuando volví a separar los dedos, los ojos se me habían llenado de lágrimas y se habían
duplicado las palabras del pin, en una superposición de líneas borrosas. Era como mirar una
película en tres dimensiones sin gafas apropiadas.
-¿Ya estás contento? -pregunté a la silenciosa habitación-. ¿Ya basta? -Como era de esperar,
no hubo respuesta-. No sé por qué te molestaste. ¿De qué coño servía?
Nada, ninguna respuesta. ¿Por qué iba a haberla? Todo se reduce a hacer cola. Hacer cola
debajo de la luna y formular un deseo a su luz infectada. Haces cola y los oyes gritar; pagan para
tener miedo, y la Bala nunca decepciona. Cuando te toca, una de dos: o subes o sales corriendo. Yo
creo que el resultado acaba siendo el mismo. Debería haber algo más, pero la verdad es que no. Se
acabó lo que se daba.
Coge tu pin y sal.

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