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viernes, 2 de octubre de 2009

EL HORROR EN LA PLAYA MARTIN



H.P. Lovecraft y Sonia H. Greene

El Horror en la Playa Martin(The Horror At Marti's Beach)
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Nunca escuché una explicación convincente y adecuada del horror de la Playa Martin. A pesar de un gran número de testigos, no hay dos que concuerden entre sí; y el testimonio tomado por autoridades locales contiene las más sorprendentes discrepancias.
Quizás esta vaguedad sea normal en vista del carácter inaudito del horror en sí, el terror más paralizante para todos aquellos que lo vieron, y de los esfuerzos hechos por la elegante posada Wavecrest para silenciar todo luego de la publicidad creada por el Prof. Ahon y su artículo "¿Están los poderes hipnóticos reservados a los Seres Humanos?"
Contra todos estos obstáculos me esfuerzo en presentar una versión coherente; he visto el espantoso hecho y creo que debería darse a conocer en vista de las aterradores posibilidades sugeridas. La Playa Martin es una vez más un lugar populoso, un balneario muy visitado, y yo tiemblo cuando pienso en ello. Sin embargo, no puedo mirar al océano sin temblar.
El destino no carece siempre de un sentido de drama y clímax. En consecuencia el terrible suceso del 8 de agosto fue seguido por un período de menor excitación en torno a la Playa Martin. Todo comenzó el 17 de mayo, cuando la tripulación de un pesquero, el "Alma of Gloucester", bajo el mando del capitán James P. Orne, mató, tras una batalla de casi cuarenta horas, a un monstruo marino cuyo tamaño y aspecto produjeron luego gran conmoción en círculos científicos y que ciertos naturalistas de Boston tomaran grandes recaudos para su preservación taxidérmica.
El animal tenía unos 50 pies de longitud y era de forma cilíndrica, de unos diez pies de diámetro. Inconfundiblemente era un pez branquiado, en su mayor afiliación; pero tenía ciertas curiosas modificaciones, tales como rudimentarias extremidades delanteras en forma de seis patas con dedos en lugar y de aletas pectorales (las que promovían las más amplias especulaciones entre los especialistas). Su extraordinaria boca, su gruesa y escamosa piel y su único y profundo ojo eran maravillas apenas menos remarcables que su colosal tamaño; y cuando los naturalistas se pronunciaron diciendo que era una criatura recién nacida, de pocos días de vida, el interés del público tomó dimensiones extraordinarias.
El Capitán Orne, con astucia yanqui, obtuvo un buque lo suficientemente grande como para albergar al monstruo en su bodega, y arreglar allí la exhibición del trofeo. Aplicando una cuidada carpintería, logró montar un excelente museo marino, y zarpó hacia el sur, hacia el lujoso distrito marino de la Playa Martin. Una vez que ancló en el muelle del hotel se dedicó a recaudar onerosas cuotas de admisión.
La intrínseca prodigiosidad de la bestia y la importancia biológica para muchos turistas científicos, se combinaron para convertirse en la sensación de la temporada. Era absolutamente único, único a níveles de revolución científica, eso estaba bien comprendido. Los naturalistas habían demostrado que este ejemplar difería radicalmente de un inmenso animal pescado en las costas de la Florida; éste, siendo obviamente un habitante de profundidades increíbles, quizás de miles de pies, poseía un cerebro y unos órganos que indicaban una vasta evolución, algo totalmente fuera de lo hasta ahora relacionado con la tribu piscícola.
La mañana del 20 de julio la atención del público se centró en la pérdida del buque y su extraño tesoro. En la tormenta de la noche precedente se había librado de sus amarras y desvanecido para siempre de la vista del ser humano, llevándose consigo al único guardia que había dormido a bordo, a pesar del vendaval. El Capt. Orne, respaldado por el excesivo interés científico y asistido por un gran número de barcos pesqueros desde Gloucester, emprendió una exhaustiva búsqueda, pero sin más resultados que la incitación de comentarios e interés. El 7 de agosto se perdió toda esperanza y el Capt. Orne regresó a Wavecrest para resolver sus negocios en la Playa Martin y conversar con algunos de los científicos que aún permanecían allí. El horror se desató el 8 de agosto.
Fue en la penumbra, cuando las grises gaviotas sobrevolaban cerca de la costa y la luna comenzaba a resplandecer sobre las aguas. La escena es importante de recordar, puesto que cada impresión cuenta. En la playa había varias personas paseando y algunos bañistas rezagados, provenientes de las casas de campo que se elevan modestamente en las colinas del norte o de la adyacente posada, cuyas imponentes torres proclamaban su fidelidad a la riqueza y la grandeza.
A buena distancia había otro grupo de espectadores, que descansaban en las terrazas cubiertas e iluminadas de la posada, y que disfrutaban de la música del suntuoso salón. Estos testigos, incluídos el Capt. Orne y su grupo de científicos, se unieron al grupo de la playa antes que el horror progresara demasiado; lo mismo hicieron muchos de la posada. Ciertamente no hubo carencia de testigos, sino que confundieron en sus relatos por el miedo y la duda aquello que vieron.
No hay registro exacto de la hora en que comenzó todo, aunque la mayoría dijo que la luna estaba "a un pie" por encima del vaporoso horizonte. Mencionaron la luna porque lo que vieron pareció sutilmente conectado con esta. Era una especie de furtiva y deliberada onda que parecía venir desde la lejana línea del horizonte a través de una trémula senda, difusa por los reflejos de la luna, y que pareció atenuarse antes de llegar a la costa.
Muchos no se dieron cuenta de esta onda hasta que la recordaron por los siguientes eventos. Pero pareció haber sido muy marcada, diferenciada en altura y movimiento de las olas contiguas. Algunos la vieron como sutil y calculada. Y como si se extinguiera taimadamente por los remotos arrecifes negros. De pronto un grito de muerte centelló desde el agua salada; un grito de angustia y desesperanza que inmediatamente movió la piedad de todos aquellos que lo escucharon.
Los primeros en responder fueron los dos bañeros de turno; robustos hombres en atavío de baño, con su oficio proclamado en letras rojas a través de sus pechos. Acostumbrados al trabajo de rescate y a los gritos de los que corren peligro de ahogarse, no pudieron hallar nada familiar en las ululaciones de ultratumba; pero sus sentidos del deber les hicieron ignorar este detalle y procedieron a seguir el curso usual del trabajo.
Apresuradamente tomaron un cojinete inflado con aire, aferrado a una bobina de soga, uno de ellos corrió a través de la costa hasta la escena en donde ya se había apiñado la multitud; desde ahí lanzó el objeto, luego de girarlo varias veces para ganar velocidad, en dirección hacia donde había venido el sonido. Luego que el cojinete desapareció entre las olas, el gentío curioso aguardó para ver a aquel cuyo dolor había sido tan grande, impacientes de que el bañero lo condujera de nuevo a la playa.
Pero pronto quedó claro que el rescate no sería rápido; por más que los dos bañeros tiraban de la soga, no podían mover aquel objeto que estaba al otro extremo. En cambio notaron que algo hacía fuerza, igual y aún mayor, en la dirección opuesta. En cierto momento ambos guardias fueron arrastrados de sus posiciones hacia el agua por la extraña fuerza que había apoderado del salvavidas.
Uno de ellos, recobrándose al instante, clamó por ayuda, a la multitud en la playa, en donde se hallaba la bobina con el remanente de la soga. Al siguiente instante los hombres más forzudos, entre los que se contaban el Capt. Orne en primer lugar, comenzaron a pujar junto con los guardavidas. Más de una docena de rudas manos estaban ahora remolcando desesperadamente la gruesa cuerda.
Entre más fuerte bregaban, la extraña fuerza igualaba el esfuerzo al otro extremo; y debido a que en ningún momento se relajaba, la cuerda se volvió rígida como el acero. Los pujadores, al igual que los espectadores por su curiosidad, se vieron consumidos por la naturaleza de esta fuerza marina. La idea de un hombre ahogado había sido ya deshechada e insinuaciones de ballenas, submarinos, monstruos y demonios eran libremente tenidas en cuenta. Todos seguían tirando con la sombría determinación de descubrir el misterio.
Finalmente se decidió que una ballena se habría engullido el salvavidas. El Capt. Orne, ya como líder natural, gritó a quienes estaban en tierra firme que sería necesario un bote como medio para acercarse, arponear y cazar al leviatán oculto. Varios hombres se dispersaron en busca de una embarcación adecuada, en tanto que otros fueron a suplantar al capitán en la tensa cuerda, ya que su lugar era lógicamente al frente de la partida que se formaría para tripular el bote. Su idea de la situación era muy clara y no se limitaba a una ballena, ya que se había entreverado con un monstruo mucho más extraño. Se preguntaba como podría actuar y manifestarse un adulto de esa misma especie a la que pertenecía el infante de cincuenta pies.
Entonces, con espantosa brusquedad, todos comprendieron el hecho crucial que mutó el marco de maravilla y sorpresa reinante hasta ese momento en uno de horror, y el grupo de trabajadores y testigos se vieron presa del pánico. El Capt. Orne, dejando su lugar en la soga, se dio cuenta que no podía quitar las manos de su lugar, que estaban adheridas con inenarrable fuerza; y en un segundo comprendió que era incapaz de retirarse de la cuerda. Su apuro fue adivinado instantáneamente por los demás, y cada uno probó su propia situación llegando a la conclusión de que todos estaban en una misma condición. El hecho no podía ser negado: cada uno de los hombres estaba irresistiblemente retenido a la línea de cáñamo que lenta, horrible e implacablemente los empujaba hacia el mar.
Un horror mudo se sucedió; un horror durante el cuál los espectadores quedaron petrificados, sumidos en la inmovilidad y el caos mental. Su completa desmoralización se reflejó en las conflictivas narraciones que proporcionaron luego, y las pusilánimes excusas que ofrecieron por sus aparentes inacciones. Yo fui uno de ellos, lo sé.
Todos los que pujaban, luego de una serie de frenéticos gritos y fútiles quejidos, sucumbieron a la paralizante influencia y guardaron silencio frente a tan desconocidos poderes. Estaban bajo la luz de la luna, pujando ciegamente contra una espectral condenación, e inclinándose monótonamente hacia atrás y hacia adelante, a medida que el agua trepaba primero a sus rodillas, luego a sus caderas. La luna se ocultó parcialmente tras una nube, y en la penumbra la línea de hombres semejaba algún siniestro y gigantesco ciempiés, retorciéndose en garras de una muerte terrible.
La cuerda se volvía cada vez más dura, a medida que la puja entre ambos extremos se incrementaba. Las olas iban ocupando cada vez más terreno a la playa, avanzando lentamente, hasta que las arenas, pobladas tardíamente por niños risueños y amantes susurrantes, eran engullidas por la inexorable marea. La manada de espectadores, atacados por el pánico, iba retrocediendo a medida que el agua le empantanaba los pies, mientras la aterrorizada línea de contendientes seguían ondulando, con medio cuerpo sumergido, y ahora a considerable distancia de su audiencia. El silencio era completo.
La multitud, habiendo logrado una desordenada retirada más allá del alcance de la marea, observaba con muda fascinación; sin poder brindar una palabra de advertencia o de ánimo, mucho menos intentar alguna clase de auxilio. Había en el aire un pavor pesadillesco de mal inminente, algo que nunca antes se había visto.
Los minutos parecían alargarse en horas. Aún la serpiente humana de torsos ondulantes se podía ver por encima del mar. Ondulaba rítmicamente, lenta y horriblemente, con la garantía de la muerte. Espesas nubes ocultaron nuevamente la luna, y la luz que iluminaba el agua desapareció.
La línea de cabezas serpenteante ya ondulaba muy débilmente; de vez en cuando se veía algún rostro lívido fulgurando pálido en la oscuridad. Las nubes se acumularon hasta que de sus interiores surgieron afiladas lenguas de fuego. Los truenos surgieron, suaves al principio, luego incrementándose hasta llegar a una ensordecedora y demente intensidad. Entonces sobrevino uno culminante - que pareció reverberar tierra y mar -, tras el cual se desató un aguacero de tal violencia que pareció que se hubieran abierto de par en par las compuertas del cielo.
Los testigos actuaron instintivamente, a pesar de la ausencia de conciencia y pensamiento coherente, y se retiraron hacia la loma sobre la que se elevaba la terraza de la posada. Los rumores habían llegado a los turistas del interior, así que los refugiados se encontraron con que las demás personas estaban tan aterrorizadas como ellos mismos. Creo que se vociferaron algunas palabras de terror, pero no puedo asegurarlo.
Varios de los que estaban en la posada se habían retirado paranoicos a sus cuartos. Otros se quedaron para observar la línea de cabezas meneantes que aún se veía por encima de las ascendientes olas cada vez que un relámpago iluminaba la playa. Recuerdo haber pensado en esas cabezas y los desorbitados ojos que contendrían; ojos que podían reflejar bien todo el pánico, el terror, y el delirium de un universo maligno; todas las culpas, pecados, miserias, esperanzas perdidas y deseos no satisfechos, miedo, repugnancia y angustia de las edades, desde el principio de los tiempos; ojos iluminados con todos los dolores espirituales de los eternamente ígneos infiernos.
Y cuando miré más allá de las cabezas, mi imaginación conjuró otro ojo; un ojo individual, igualmente encendido, aunque con un propósito tan perturbador para mi mente, que la visión de pronto se desvaneció. Presas de una desconocida fuerza, la línea de condenados se sumergió; sus gritos silenciados y plegarias no elevadas solo serán conocidas por los demonios de las olas y del nocturno viento.
El torrente que el enfurecido cielo estaba expeliendo en medio de un loco cataclismo de sonidos satánicos pareció aminorar. Entre el resplandor de los fogonazos, una voz celestial resonó contra las blasfemias del infierno, y la agonía de todos los idos reverberó en un apocalíptico y ciclópeo estrépito. Fue el fin de la tormenta, ya que el espantoso temporal cesó y la luna, una vez más, alumbró con sus pálidos rayos sobre un mar extrañamente calmo.
Ya no había línea de cabezas. El agua estaba calma y desierta, y solo era alterada por las ondas de lo que parecía ser un remolino, en el mismo lugar de donde provino primeramente el grito. Y cuando miré hacia esa traicionera zona, con febril imaginación y sentidos agobiados, se escurrió en mis oídos, proveniente de un abismo inmensamente profundo, el débil y siniestro eco de una risa.

Post – Mortem -- Mariano Bertello


Post – Mortem
Mariano Bertello

I

El hombre enfundado en el guardapolvo blanco levantó suavemente la funda
plástica que cubría el cuerpo inerte del muchacho. Lo miró fijamente, con un poco de
lástima, y corrió un mechón de cabello negro de su frente con suma delicadeza. Observó
las cuencas oculares, donde la sangre comenzaba su proceso de coagulación. Donde una
vez habían reinado dos ojos azules llenos de vida ahora no había nada, solo oscuridad.

Alguien los había quitado.

Un escalofrío recorrió su espalda como un río helado. A pesar de que hacía más
de veinte años que era médico forense, la vacuidad de las órbitas lo hacían sentir
incómodo. Decidió bajar su mirada lentamente hacia la herida sangrante ubicada en el
tronco del chico, era un tajo largo y profundo, en forma de Y invertida que abarcaba
todo el pecho y el abdomen.

Con un leve temblor de manos recogió un par de pinzas que descansaban sobre
una pequeña bandeja de acero resplandeciente. Con ellas tomó cada uno de los colgajos
de piel y los retiró hacia los costados, dejando al descubierto la parrilla costal y los
órganos internos del cuerpo.

Hizo un leve recorrido superficial con la mirada y confirmó sus sospechas.

El esternón había sido abierto con una sierra y separado para tener un mejor
acceso al corazón, el cual ya no estaba en su lugar. Lo mismo había ocurrido con ambos
riñones, los cuales habían sido seccionados con precisión quirúrgica. Al cabo de unos
segundos retomó las pinzas y volvió a dejar todo como lo había encontrado.

Dirigió la vista una vez más a la cara del muchacho y suspiró. Le abrió la boca
con un movimiento rápido pero carente de violencia alguna, y acercó su nariz a la
misma.

Reconoció el aroma al instante:

- Cloroformo- musitó entre dientes.

Se acercó a la bandeja metálica y retiró un extraño aparato, mezcla de lupa y
linterna, y una pinza semejante a una de depilación. Introdujo el aparato en la boca e
investigó durante unos segundos. Acto seguido introdujo la pinza, y con ella retiro un
delgadísimo hilo blanco, el cual fue a parar directo a una bolsa de polietileno rotulada
“EVIDENCIA”.

Acabado esto, cerró la boca y ésta emitió un chasquido desagradable. Luego
meneó un poco la cabeza y decidió dar por concluida la autopsia. Cubrió nuevamente el
cuerpo con la mortaja plástica e hizo una pausa para respirar (si es que eso aún era
posible) y aclarar su mente.

Sabía lo que debía hacer, sin embargo había muchas cosas que no entendía, y que
seguramente nadie entendería tampoco. ¿Por qué había muerto el niño y no él?. Espero
unos breves instantes, pero no hubo respuesta. Su mente le aventuró la posibilidad de
que Dios o “alguien” le había dado algo así como una oportunidad única para corregir
las cosas, una última chance para hacer justicia, y aunque ésta era una teoría un poco
descabellada, se abrazó a ella, al no surgir otra opción.

Decidió que ya no podía perder más tiempo, y se encaminó con pasos lentos hacia
el armario que reposaba tranquilamente contra la pared. Abrió uno de sus chirriantes
cajones y retiró unas hojas de papel que tenían el membrete del hospital.

Se dirigió al pequeño escritorio y apoyó las hojas sobre el mismo. Tuvo que
desechar la primera porque al parecer había rozado su guardapolvo y ahora lucía un
extraño garabato de sangre.

Retiró un bolígrafo azul del portalápices y comenzó a escribir.

Con el correr de los minutos notó cómo su escritura se iba deformando, las letras
se alargaban y estiraban ante sus ojos. Era claro que sus tendones se estaban
endureciendo y sus manos adoptaban la forma de una garra animal.

- Me queda poco tiempo- pensó para sí mismo.

Al cabo de un rato logró terminar su cometido. Tomó el papel con las palmas de
ambas manos y lo depositó lentamente sobre el cuerpo del chico. Giró torpemente sobre
sus talones y avanzó trastabillando en su intento de llegar a la otra mesada de mármol
disponible en la morgue. A ese punto ya no lograba pensar con claridad. Se sentía
mareado y confundido, perdido en un mar de incógnitas que ya no serían respondidas.

Se tomó un pequeño descanso para recuperar el aire, pero su pecho ya no se inflaba
como de costumbre. Sus músculos estaban cada vez más rígidos.

Lastimosamente consiguió sentarse sobre la mesada, se agachó con extrema
dificultad y pudo escuchar cómo las vértebras de su espalda crujían como ramas secas.

Tomó el cartón identificatorio y volvió a colgarlo en el dedo gordo de su pie
derecho. Luego se recostó en la mesada. No sintió el frío abrazo del mármol, pero eso
no le extrañó, los nervios estaban muriendo, y con ellos la percepción de las cosas.

Con el único ojo que le quedaba (el otro y la parte izquierda de su cara habían
desaparecido luego de que la bala impactara su rostro), pudo ver como se acercaba el
Dr. Santos, el otro patólogo forense encargado de las autopsias, caminando
enérgicamente por el pasillo.

- Bien... él sabrá qué hacer.- pensó.

Cubrió su cuerpo con una funda similar a la del muchacho, tuvo tiempo para una
última sonrisa y luego todo fue oscuridad...

II

El Dr. Santos entró como una tromba a la sala de autopsias, tal era su costumbre,
pero inmediatamente amainó su paso al encontrar la hoja de papel sobre el cuerpo tieso
del joven Andrés Valencia. Eran las 2:30 de la madrugada, y en teoría sólo dos personas
tenían acceso a la morgue después de las doce de la noche. Una de ellas era él, y la otra
yacía muerta en la mesada contigua desde hacía ya más de cuatro horas.

Según los informes policiales, Valencia, el muchacho asesinado, había sido
atacado mientras se recuperaba de una deshidratación en una sala intermedia en el ala
Este. De acuerdo a los primeros peritajes, el asesino fue sorprendido en el momento del
crimen por David Azconzábal, médico forense encargado de la morgue del hospital y
compañero de Santos, quien al tratar de detener al asesino fue baleado con
consecuencias nefastas, muriendo en el acto. Tres disparos, uno al corazón, uno al
cuello y el último al rostro. Tres disparos, cada uno de ellos mortífero por sí solo.

Con ojos vidriosos y al borde de las lágrimas, Santos contempló desde lejos los
restos de su colega con inmensa amargura.

Su mirada volvió a posarse sobre el chico, más exactamente sobre la nota que
descansaba sobre su pecho. Estiró su brazo izquierdo y la recogió, leyó sus líneas en
silencio y muy cuidadosamente. Cuando terminó, se tomó un breve segundo para
releerla y observar el cuerpo sin vida de su colega en la mesa de autopsias. Estaba
confundido.

Se llevó la mano izquierda a la boca y comprimió su labio inferior con un gesto
pensativo.

“Esto no puede ser”- dijo para sus adentros, y sintió como se le aflojaban las
rodillas. Miró nuevamente el cuerpo del Dr. Azconzábal, implorando por una
explicación que no llegaría nunca.

A continuación cruzó la habitación primero con pasos vacilantes y luego casi
corriendo para abalanzarse sobre el teléfono.

El número que marcaba era el 911.

III

Nota encontrada sobre el cadáver de Andrés Valencia por el Dr. Claudio Santos:

A quien corresponda:

Realmente no sé cómo comenzar, ni cuánto tiempo me queda, así
que iré directo al grano.

Mientras realizaba un último recorrido por el ala Este antes de marcharme a casa,
escuché unos sonidos extraños que salían de la habitación 217, algo así como ruidos de pelea. El
sector estaba en completo silencio y no había un alma. Lo primero que pensé es que el paciente
de ese cuarto se había caído de su cama o que alguien necesitaba atención urgente. Entré
rápidamente en la habitación, y lo que observé me dejó sin aliento.

El Dr. Julio Minelli estaba cabalgado sobre el cuerpo de un paciente (un muchacho joven y
delgado), con un bisturí ensangrentado en su mano derecha y un pañuelo en la otra. Al notar mi
intromisión se sobresaltó, me miró con ojos enloquecidos y velozmente extrajo un revólver
calibre .45 de su cinturón.

Mi último recuerdo consciente es la detonación del arma.

Después de eso y por un breve período de tiempo no hubo nada, absolutamente nada.

Luego llegó el dolor, un dolor terrible y lacerante, como si alguien arrancara toda la piel de
mi cuerpo de un solo tirón, como si me estuviera quemando vivo, el dolor de volver a nacer.

No sabía dónde estaba, ni en qué posición me encontraba, hasta que giré la cabeza y vi a mi
lado el cuerpo del joven paciente de la 217.

Una voz desconocida tronó en mi cabeza:

- “Tienes poco tiempo, así que ponte a trabajar rápido, haz lo tuyo.”

Sin detenerme a pensarlo dos veces comencé con la autopsia del chico.

El examen post mortem revela la extirpación de corazón, riñones y globos oculares, el
nivel de las secciones vasculares es compatible con el protocolo de transplantes, por lo que no
sería extraño que la intención de Minelli sea el comercio de los mismos en el mercado negro.

En su boca hay restos de paño con esencia de cloroformo (ver evidencia).

Minelli guarda un arma en la cajonera de su oficina, la investigación determinará que
se trata del mismo calibre que las balas que se alojan en mi cuerpo.

Esos son los hallazgos más significativos, los cuales pueden conducir a la policía a la
detención del criminal. Por favor, vea los medios necesarios para que esto ocurra lo más
pronto posible. La justicia debe ser servida, y ahora queda en sus manos.

Es todo, el tiempo se agota rápidamente.

Cuiden a mi familia y envíenle todo mi amor.

“La vida encierra muchos misterios, y la muerte es quizá el más grande de todos ellos.”

D. Azconzábal
Médico Forense.
Hospital Santa Helena.

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