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lunes, 11 de agosto de 2008

VINUM SABBATI -- TERROR -- ARTHUR MACHEN

VINUM SABBATI -- TERROR -- ARTHUR MACHEN
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VINUM SABBATI
Arthur Machen
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Mi nombre es Leicester; mi padre, el mayor general Wyn Leicester,
distinguido oficial de artillería, sucumbió hace cinco años a una compleja
enfermedad del hígado, adquirida en el letal clima de la india. Un año después,
Francis, mi único hermano, regresó a casa después de una carrera
excepcionalmente brillante en la universidad, y aquí se quedó, resuelto como
un ermitaño a dominar lo que con razón se ha llamado el gran mito del
Derecho. Era un hombre que parecía sentir una total indiferencia hacia todo lo
que se llama placer; aunque era más guapo que la mayoría de los hombres y
hablaba con la alegría y el ingenio de un vagabundo, evitaba la sociedad y se
encerraba en la gran habitación de la parte alta de la casa para convertirse en
abogado. Al principio, estudiaba tenazmente durante diez horas diarias; desde
que el primer rayo de luz aparecía en el este hasta bien avanzada la tarde
permanecía encerrado con sus libros. Sólo dedicaba media hora a comer
apresuradamente conmigo, como si lamentara el tiempo que perdía en ello, y
después salía a dar un corto paseo cuando comenzaba a caer la noche. Yo
pensaba que tanta dedicación sería perjudicial, y traté de apartarlo
suavemente de la austeridad de sus libros de texto, pero su ardor parecía más
bien aumentar que disminuir, y creció el número de horas diarias de estudio.
Hablé seriamente con él, le sugerí que ocasionalmente tomara un descanso,
aunque fuera sólo pasarse una tarde de ocio leyendo una novela fácil; pero él
se rió y dijo que, cuando tenía ganas de distraerse, leía acerca del régimen de
propiedad feudal y se burló de la idea de ir al teatro o de pasar un mes al aire
libre. Confieso que tenía buen aspecto, y no parecía sufrir por su trabajo, pero
sabía que su organismo terminaría por protestar, y no me equivocaba. Una
expresión de ansiedad asomó en sus ojos, se veía débil, hasta que finalmente
confesó que no se encontraba bien de salud. Dijo que se sentía inquieto, con
sensación de vértigo, y que por las noches se despertaba, aterrorizado y
bañado en sudor frío, a causa de unas espantosas pesadillas.
—Me cuidaré —dijo—, así que no te preocupes. Ayer pasé toda la tarde sin
hacer nada, recostado en ese cómodo sillón que tú me regalaste, y
garabateando tonterías en una hoja de papel. No, no; no me cargaré de
trabajo. Me pondré bien en una o dos semanas, ya verás.
Sin embargo, a pesar de sus afirmaciones, me di cuenta que no mejoraba,
sino empeoraba cada día. Entraba en el salón con una expresión de
abatimiento, y se esforzaba en aparentar alegría cuando yo lo observaba. Me
parecía que tales síntomas eran un mal agüero, y a veces, me asustaba la
nerviosa irritación de sus gestos y su extraña y enigmática mirada. Muy en
contra suya, lo convencí de que accediera a dejarse examinar por un médico, y
por fin llamó, de muy mala gana, a nuestro viejo doctor.
El doctor Haberden me animó, después de la consulta.
—No es nada grave —me dijo—. Sin duda lee demasiado, come de prisa y
vuelve a los libros con demasiada precipitación y la consecuencia natural es
que tenga trastornos digestivos y alguna mínima perturbación del sistema
nervioso. Pero creo, señorita Leicester, que podremos curarlo. Ya le he
recetado una medicina que obtendrá buenos resultados. Así que no se
preocupe.
Mi hermano insistió en que un farmacéutico de la colonia le preparara la
receta. Era un establecimiento extraño, pasado de moda, exento de la
estudiada coquetería y el calculado esplendor que alegran tanto los
escaparates y estanterías de las modernas boticas. Pero Francis le tenía mucha
simpatía al anciano farmacéutico y creía a ciegas en la escrupulosa pureza de
sus drogas. La medicina fue enviada a su debido tiempo, y observé que mi
hermano la tomaba regularmente después de la comida y la cena.
Era un polvo blanco de aspecto común, del cual disolvía un poco en un
vaso de agua fría. Yo lo agitaba hasta que se diluía, y desaparecía dejando el
agua limpia e incolora. Al principio, Francis pareció mejorar notablemente; el
cansancio desapareció de su rostro, y se volvió más alegre incluso que cuando
salió de la universidad; hablaba animadamente de reformarse, y reconoció que
había perdido el tiempo.
—He dedicado demasiadas horas al estudio del Derecho —decía riéndose—
; creo que me has salvado justo a tiempo. Bien, de cualquier modo, seré
canciller, pero no debo olvidarme de vivir. Haremos un viaje a París, nos
divertiremos, y nos mantendremos alejados por un tiempo de la Biblioteca
Nacional.
He de confesar que me sentí encantada con el proyecto.
—¿Cuándo nos vamos? —pregunté—. Podríamos salir pasado mañana, si
te parece.
—No, es demasiado pronto. Después de todo, no conozco Londres todavía,
y supongo que un hombre debe comenzar por entregarse a los placeres de su
propio país. Pero saldremos en una o dos semanas, así que practica tu francés.
Por mi parte, de Francia sólo conozco las leyes, y me temo que eso no nos
servirá de nada.
Estábamos terminando de comer. Tomó su medicina con gesto de catador,
como, si fuera un vino de la cava más selecta.
—¿Tiene algún sabor especial? —pregunté.
—No; es como si fuera sólo agua. —Se levantó de la silla y empezó a
pasear de arriba abajo por la habitación, sin decidir qué hacer.
—¿Vamos al salón a tomar café? —le pregunté—. ¿O prefieres fumar?
—No; me parece que voy a dar un paseo. La tarde está muy agradable.
Mira ese crepúsculo: es como una gran ciudad en llamas, como si, entre las
casas oscuras, lloviera sangre. Sí. Voy a salir. Pronto estaré de vuelta, pero me
llevo mi llave. Buenas noches, querida, si es que no te veo más tarde.
La puerta se cerró de golpe tras él, y le vi caminar rápidamente por la
calle, balanceando su bastón, y me sentí agradecida con el doctor Haberden
por esta mejoría.
Creo que mi hermano regresó a casa muy tarde aquella noche, pero a la
mañana siguiente se encontraba de muy buen humor.
—Caminé sin pensar adónde iba —dijo gozando de la frescura del aire, y
vivificado por la multitud cuando me acercaba a los barrios más transitados.
Después, en medio de la gente, me encontré con Orford, un antiguo
compañero de la universidad, y después... bueno, nos fuimos por ahí a
divertirnos. He sentido lo que es ser joven y hombre. He descubierto que tengo
sangre en las venas como los demás. Me he citado con Orford para esta noche;
algunos amigos nos reuniremos en el restaurante. Sí, me divertiré durante una
semana o dos, y todas las noches oiré las campanadas de las doce. Y después
tú y yo haremos nuestro pequeño viaje.
Fue tal el cambio de carácter de mi hermano, que en pocos días se
convirtió en un amante de los placeres, en un indolente asiduo de los barrios
alegres, en un cliente fiel de los restaurantes opulentos y en un excelente
crítico de baile. Engordaba ante mis ojos, y no hablaba ya de París, pues
claramente había encontrado su paraíso en Londres. Yo me alegré, pero no
dejaba de sorprenderme, porque en su alegría encontraba algo que me
desagradaba, aunque no podía definir la sensación. El cambio le sobrevino
poco a poco. Seguía regresando en las frías madrugadas; pero yo ya no le oía
hablar de sus diversiones, y, una mañana, cuando desayunábamos juntos, lo
miré de pronto a los ojos y vi a un extraño frente a mí.
—¡Oh, Francis! —exclamé— ¡Francis, Francis! ¿Qué has hecho?
Y dejando escapar el llanto, no pude decir ni una palabra más. Me retiré
llorando a mi habitación, pues aunque no sabía nada, lo sabía todo, y por un
extraño juego del pensamiento, recordé la noche en que salió por primera vez,
y el cuadro de la puesta de sol que iluminaba el cielo ante mí: las nubes, como
una ciudad en llamas, y la lluvia de sangre. Sin embargo, luché contra esos
pensamientos, y consideré que tal vez, después de todo, no había pasado nada
malo. Por la tarde, a la hora de comer, decidí presionarlo para que fijara el día
de comenzar nuestras vacaciones en París. Estábamos charlando
tranquilamente, y mi hermano acababa de tomar su medicina, que no había
suspendido para nada. iba yo a abordar el tema, cuando las palabras
desaparecieron de mi mente, y me pregunté por un segundo qué peso helado
e intolerable oprimía mi corazón y me sofocaba como si me hubieran
encerrado viva en un ataúd.
Habíamos comido sin encender las velas. La habitación había pasado de la
penumbra a la lobreguez, y las paredes y los rincones se confundían entre
sombras indistintas. Pero desde donde yo estaba sentada podía ver la calle, y
cuando pensaba en lo que iba a decirle a Francis, el cielo comenzó a
enrojecerse y a brillar, como durante aquella noche que tan bien recordaba; y
en el espacio que se abría entre las dos oscuras moles de casas apareció el
horrible resplandor de las llamas: espeluznantes remolinos de nubes
retorcidas, enormes abismos de fuego, masas grises como el vaho que se
desprende de una ciudad humeante y una luz maligna brillando en las alturas
con las lenguas del más ardiente fuego, y en la tierra, como un inmenso lago
de sangre. Volví los ojos a mi hermano; las palabras apenas se formaban en
mis labios, cuando vi su mano sobre la mesa. Entre el pulgar y el índice tenía
una marca, una pequeña mancha del tamaño de una moneda de seis peniques
y el color de un moretón. Sin embargo, por algún sentido indefinible, supe que
no era un golpe. ¡Ah!, si la carne humana pudiera arder en llamas, y si la llama
fuese negra como la noche... sin pensamiento ni palabras, el horror me invadió
al verlo, y en lo más profundo de mi ser comprendí que era un estigma.
Durante algunos interminables segundos, el manchado cielo se oscureció como
si se tratara de la medianoche, y cuando la luz volvió, me encontraba sola en
la silenciosa habitación. Poco después, pude oír cómo salía mi hermano.
A pesar de que ya era tarde, me puse el sombrero y fui a visitar al doctor
Haberden, y en su amplio consultorio, mal iluminado por una vela que el
doctor trajo consigo, con labios trémulos y voz vacilante pese a mi
determinación, le conté todo lo que había sucedido desde el día en que mi
hermano comenzó a tomar la medicina hasta la horrible marca que había
descubierto hacía apenas media hora.
Cuando terminé, el doctor me miró durante un momento con una
expresión de gran compasión en su rostro.
—Mi querida señorita Leicester —dijo— usted se ha angustiado por su
hermano; se preocupa mucho por él, estoy seguro , ¿no es así?
—Sí, me tiene preocupada —dije Desde hace una o dos semanas no he
estado tranquila.
—Muy bien. Ya sabe usted lo complicado que es el cerebro.
—Comprendo lo que quiere usted decir, pero no estoy equivocada. He
visto con mis propios ojos todo lo que acabo de decirle.
—Sí, sí; por supuesto. Pero sus ojos habían estado contemplando ese
extraordinario crepúsculo que tuvimos hoy. Es la única explicación. Mañana lo
comprobará a la luz del día, estoy seguro. Pero recuerde que siempre estoy a
su disposición para prestarle cualquier ayuda que esté a mi alcance. No dude
en acudir a mí o mandarme llamar si se encuentra en un apuro.
Me marché intranquila, completamente confusa, llena de tristeza y temor,
y sin saber que hacer. Cuando nos reunimos mi hermano y yo al día siguiente,
le dirigí una rápida mirada y descubrí, con el corazón oprimido, que llevaba la
mano derecha envuelta en un pañuelo. La mano en la que había visto aquella
mancha de fuego negro.
—¿Qué tienes en la mano, Francis? —le pregunté con firmeza.
—Nada importante. Anoche me corté un dedo y me salió mucha sangre.
Me lo vendé lo mejor que pude.
—Yo te lo curaré bien, si quieres.
—No, gracias, querida, esto bastará. ¿Qué te parece si desayunamos?
Tengo mucha hambre.
Nos sentamos, y yo lo observaba. Comió y bebió muy poco. Le tiraba la
comida al perro cuando creía que yo no miraba. Había una expresión en sus
ojos que nunca le había visto; cruzó por mi mente la idea de que aquella
expresión no era humana. Estaba firmemente convencida de que, por
espantoso e increíble que fuese lo que había visto la noche anterior, no era una
ilusión, ni era ningún engaño de mis sentidos agobiados, y, en el transcurso de
la mañana, fui de nuevo a la casa del médico.
El doctor Haberden movió la cabeza contrariado e incrédulo, y pareció
reflexionar durante unos minutos.
—¿Y dice usted que continúa tomando la medicina? Pero, ¿por qué? Según
tengo entendido, todos los síntomas de que se quejaba desaparecieron hace
tiempo. ¿Por qué sigue tomando ese brebaje, si ya se encuentra bien? Y, a
propósito, ¿dónde encargó que le prepararan la receta? ¿Con Sayce? Nunca
envío a nadie allí; el anciano se está volviendo descuidado. Supongo que no
tendrá usted inconveniente en venir conmigo a su casa; me gustaría hablar
con él.
Fuimos juntos a la tienda. El viejo Sayce conocía al doctor Haberden, y
estaba dispuesto a darle cualquier clase de información.
—Según tengo entendido, usted lleva varias semanas preparando esta
receta mía al señor Leicester —dijo el doctor, entregándole al anciano un
pedazo de papel.
—Sí —dijo—, y ya me queda muy poco. Es una droga muy poco común, y
la he tenido embodegada durante mucho tiempo sin usarla. Si el señor
Leicester continúa el tratamiento, tendré que encargar más.
—Por favor, déjeme ver el preparado —dijo Haberden.
El farmacéutico le dio un frasco. Haberden le quitó el tapón, olió el
contenido y miró con extrañeza al anciano.
—¿De dónde sacó esto? —dijo—. ¿Qué es? Además, señor Sayce, esto no
es lo que yo prescribí. Sí, sí, ya veo que la etiqueta está bien, pero le digo que
ésta no es la medicina correcta.
—La he tenido mucho tiempo —dijo el anciano, aterrado—. Se la compré a
Burbage, como de costumbre. No me la piden con frecuencia, y la he tenido
desde hace algunos años. Como ve usted, ya queda muy poco.
—Sería mejor que me lo diera —dijo Haberden—. Me temo que ha habido
una equivocación.
Nos marchamos de la tienda en silencio; el médico llevaba bajo el brazo el
frasco envuelto en papel.
—Doctor Haberden —dije, cuando ya llevábamos un rato caminando—,
doctor Haberden.
—Sí —dijo él, mirándome sobriamente.
—Quisiera que me dijese qué ha estado tomando mi hermano dos veces al
día durante poco más de un mes.
—Francamente, señorita Leicester, no lo sé. Hablaremos de esto cuando
lleguemos a mi casa.
Continuamos caminando rápidamente sin pronunciar palabra, hasta que
llegamos a su casa. Me pidió que me sentara, y comenzó a pasear de un
extremo al otro de la habitación, con la cara ensombrecida por temores nada
comunes.
—Bueno —dijo al fin—. Todo esto es muy extraño. Es natural que se
sienta alarmada, y debo confesar que estoy muy lejos de sentirme tranquilo.
Dejemos a un lado, se lo ruego, lo que usted me contó anoche y esta mañana,
aunque persiste el hecho de que durante las últimas semanas el señor
Leicester ha estado saturando su organismo con un preparado completamente
desconocido para mí. Como le digo, eso no es lo que yo le receté. No obstante,
está por ver qué contiene realmente este frasco.
Lo desenvolvió, vertió cautelosamente unos pocos granos de polvo blanco
en un pedacito de papel y los examinó con curiosidad.
—Sí —dijo—. Parece sulfato de quinina, como usted dice; forma
escamitas. Pero huélalo.
Me tendió el frasco, y yo me incliné a oler. Era un olor extraño,
empalagoso, etéreo, irresistible, como el de un anestésico fuerte.
—Lo mandaré analizar —dijo Haberden—. Tengo un amigo que se dedica a
la química. Después sabremos qué hacer. No, no; no me diga nada sobre la
otra cuestión. No quiero escucharlo de momento. Siga mi consejo y procure no
pensar más en eso.
Aquella tarde, mi hermano no salió como siempre después de la comida.
—Ya me he divertido lo suficiente —dijo con una risa extraña— y debo
volver a mis viejas costumbres. Un poco de leyes será el descanso adecuado,
tras una dosis tan sobrecargada de placer —sonrió para sí mismo. Poco
después subió a su habitación. Su mano seguía vendada.
El doctor Haberden pasó por casa unos días más tarde.
—No tengo ninguna noticia especial para usted —dijo—. Chambers está
fuera de la ciudad, así que no sé nada que usted no sepa sobre la sustancia.
Pero me gustaría ver al señor Leicester, si está en casa.
—Está en su habitación —dije—. Le diré que está usted aquí.
—No, no; yo subiré. Quiero hablar con él con toda tranquilidad. Me
atrevería a decir que nos hemos alarmado mucho por muy poca cosa. Al fin y
al cabo, sea lo que sea, parece que ese polvo blanco le ha sentado bien.
El doctor subió, y, al pasar por el recibidor, lo oí llamar a la puerta, abrirse
ésta, y cerrarse después. Estuve esperando en el silencio de la casa durante
más de una, hora, y la quietud se volvía cada vez más intensa, mientras las
manecillas del reloj caminaban lentamente. Oí arriba el ruido de una puerta
que se abría vigorosamente, y el médico bajó. Sus pasos cruzaron el recibidor
y se detuvieron ante la puerta. Respiré largamente y con dificultad, vi mi cara,
en un espejo, demasiado pálida, mientras él volvía y se paraba en la puerta.
Había un indecible horror en sus ojos; se sostuvo con una mano en el respaldo
de una silla, su labio inferior temblaba como el de un caballo; tragó saliva y
tartamudeó una serie de sonidos ininteligibles, antes de hablar.
—He visto a ese hombre —comenzó, en un áspero susurro—. Acabo de
pasar una hora con él. ¡Dios mío! ¡Y estoy vivo y entero! Yo que me he
enfrentado toda mi vida con la muerte y conozco las ruinas de nuestra
fortaleza... ¡Pero eso no, Dios mío, eso no! —y se cubrió el rostro con las
manos para apartar de sí alguna horrible visión.
—No me mande llamar otra vez, señorita Leicester —dijo, recobrando un
poco la compostura—. Nada puedo hacer ya por esta casa. Adiós.
Lo vi bajar las escaleras tembloroso, y cruzar la calzada en dirección a su
casa. Me dio la impresión de que había envejecido diez años desde la mañana.
Mi hermano permaneció en su habitación. Me dijo con voz apenas
reconocible que estaba muy ocupado, que le gustaría que le dejara su comida
afuera de la puerta, y que me hiciera cargo de los criados. Desde aquel día, me
pareció que el arbitrario concepto que llamamos tiempo había desaparecido
para mí. Vivía con la continua sensación de horror, llevando a cabo
mecánicamente la rutina de la casa, y hablando sólo lo imprescindible con los
criados. De vez en cuando salía a pasear una hora o dos y luego volvía a casa.
Pero tanto dentro como fuera, mi espíritu se detenía ante la puerta cerrada de
la habitación de arriba, y, temblando, esperaba que se abriera.
He dicho que apenas me daba cuenta del tiempo, pero supongo que
debieron transcurrir un par de semanas, desde la visita del doctor Haberden,
cuando un día, después del paseo, regresaba a casa reconfortada con una
sensación de alivio. El aire era dulce y agradable, y las formas vagas de las
hojas verdes flotaban en la plaza como una nube; el perfume de las flores
hechizaba mis sentidos. me sentía feliz y caminaba con ligereza. Cuando iba a
cruzar la calle para entrar a casa, me detuve un momento a esperar que
pasara un carro y miré por casualidad hacia las ventanas. instantáneamente se
llenaron mis oídos de un fragor tumultuoso de aguas profundas y frias; el
corazón me dio un vuelco y cayó en un pozo sin fondo, y me quedé
sobrecogida de un terror sin forma ni figura. Extendí ciegamente una mano en
la oscuridad para no caer, mientras, las piedras temblaban bajo mis pies,
perdían consistencia y parecían hundirse. En el momento de mirar hacia la
ventana de mi hermano, se abrió la persiana, y algo dotado de vida se asomó
a contemplar el mundo. No, no puedo decir si vi un rostro humano o algo
semejante; era una criatura viviente con dos ojos llameantes que me miraron
desde el centro de algo amorfo representando el símbolo y el testimonio de
todo el mal y la siniestra corrupción. Durante cinco minutos permanecí inmóvil,
sin fuerza, presa de la angustia, la repugnancia y el horror. Al llegar a la
puerta, corrí escaleras arriba, hasta la habitación de mi hermano, y lo llamé.
—¡Francis, Francis! —grité—. Por el amor de Dios, contéstame. ¿Qué es
esa bestia espantosa que tienes en la habitación? ¡Sácala, Francis, arrójala
fuera de aquí!
Oí un ruido como de pies que se arrastraban, lentos y cautelosos, y un
sonido ahogado, como si alguien luchara por decir algo. Después, el sonido de
una voz, rota y apagada, pronunció unas palabras que apenas pude entender.
—Aquí no hay nada —dijo la voz—. Por favor, no me molestes. No me
encuentro bien hoy.
Me volví, horrorizada pero impotente. Me preguntaba por qué me habría
mentido Francis, pues había visto, aunque sólo fuera por un momento, la
aparición aquella, demasiado nítida para equivocarme. Me senté en silencio,
consciente de que había sido algo más, algo que había visto en el primer
instante de terror antes de que aquellos ojos llameantes se fijaran en mí. Y,
súbitamente, lo recordé. Al mirar hacia arriba, las persianas se estaban
cerrando, pero tuve tiempo de ver a aquella criatura, y al evocarla, comprendí
que la imagen no se borraría jamás de mi memoria. No era una mano; no
había dedos que sostuvieran el postigo, sino un muñón negro que la
empujaba. El torpe movimiento de la pata de una bestia se había grabado en
mis sentidos, antes de que aquella oleada de terror me arrojara al abismo. Me
horroricé al recordar esto y pensar que aquella espantosa presencia vivía con
mi hermano. Subí de nuevo y lo llamé desesperadamente, pero no me
contestó. Aquella noche, uno de los criados vino a mi y me contó con cierto
recelo que hacía tres días que colocaba regularmente la comida junto a la
puerta y después la retiraba intacta. La sirvienta había tocado, pero sin
obtener respuesta; sólo oyó los mismos pies arrastrándose que yo había oído.
Pasaron los días, uno tras otro, y siguieron dejándole a mi hermano las
comidas delante de la puerta y retirándolas intactas, y aunque llamé
repetidamente a la puerta, no conseguí jamás que me contestara. La
servidumbre quiso entonces hablar conmigo. Al parecer, estaban tan
alarmados como yo. La cocinera dijo que, cuando mi hermano se encerró por
vez primera en su habitación, ella empezó a oírle salir por la noche, y
deambular por la casa; y una vez, según dijo, oyó abrirse la puerta del
recibidor, y cerrarse después. Pero hacía varias noches que no oía ruido
alguno. Por último, la crisis se desencadenó; fue en la penumbra del atardecer.
El salón donde me encontraba se fue poblando de tinieblas, cuando un alarido
terrible desgarró el silencio y oí unos precipitados pasos escabullirse por la
escalera. Aguardé, y un segundo después irrumpió la doncella en el cuarto y se
quedó delante de mí, pálida y temblorosa.
—¡Oh, señorita Helen! —murmuró—. ¡Por Dios, señorita Helen! ¿Qué ha
pasado? Mire mi mano, señorita, ¡mire esta mano!
La conduje hasta la ventana, y vi una mancha húmeda y negra en su
mano.
—No te comprendo —dije—. ¿Quieres explicarte?
—Estaba arreglando su habitación hace un momento —comenzó—. Estaba
cambiando las sábanas, y de repente me cayó en la mano algo mojado; miré
hacia arriba y vi que era el techo, que estaba negro y goteaba justo encima de
mí.
Primero la miré con severidad y luego me mordí los labios.
—Ven conmigo —dije—. Trae tu vela.
La habitación donde yo dormía estaba debajo de la de mi hermano, y al
entrar sentí que yo temblaba también. Miré el techo; en él había una mancha
negra y húmeda, que goteaba persistente sobre un charco horrible que
empapaba la blanca ropa de mi cama.
Me lancé escaleras arriba y toqué con fuerza la puerta.
—¡Francis, Francis, hermano mío! ¿Qué te ha pasado?
Me puse a escuchar. Hubo un sonido ahogado; luego, un gorgoteo y un
vómito, pero nada más. Llamé más fuerte, pero no contestó.
A pesar de lo que el doctor Haberden había dicho, fui a buscarlo.
Le conté, con los ojos arrasados en lágrimas, lo que había sucedido, y él
me escuchó con una expresión de dureza en el semblante.
—En recuerdo de su padre —dijo finalmente—, iré con usted, aunque nada
puedo hacer por él.
Salimos juntos; las calles estaban oscuras, silenciosas y densas por el
calor y la sequedad de varias semanas. Bajo los faroles de gas, el rostro del
doctor se veía blanco. Cuando llegamos a casa, le temblaban las manos.
No dudamos, sino que subimos directamente. Yo sostenía la lámpara y él
llamó con voz fuerte y decidida:
—Señor Leicester, ¿me oye? Insisto en verlo. Conteste de inmediato.
No hubo respuesta, pero los dos oímos aquel gorgoteo que ya he mencionado.
—Señor Leicester, estoy esperando. Abra la puerta en este instante, o me
veré obligado a echarla abajo —dijo. Y llamó una tercera vez, con una voz que
hizo eco por todo el edificio—: ¡Señor Leicester! Por última vez, le ordeno abrir
la puerta.
—¡Ah! —exclamó, después de unos pesados momentos de silencio—,
estamos perdiendo el tiempo. ¿Sería tan amable de proporcionarme un
atizador o algo parecido?
Corrí a una pequeña habitación donde guardábamos las cosas viejas y
encontré una especie de azadón que me pareció le serviría al doctor.
—Muy bien —dijo—, esto funcionará. ¡Pongo en su conocimiento, señor
Leicester —gritó por el ojo de la cerradura—, que voy a destrozar la puerta!
Luego comenzó a descargar golpes con el azadón, haciendo saltar la
madera en astillas. De pronto, la puerta se abrió con un grito espantoso de una
voz inhumana que, como un rugido monstruoso, brotó inarticuladamente en la
oscuridad.
—Sostenga la lámpara —dijo entonces el doctor. Entramos y miramos
rápidamente por toda la habitación.
—Ahí está —dijo el doctor Haberden, dejando escapar un suspiro—. Mire,
en ese rincón.
Sentí una punzada de horror en el corazón. En el suelo había una masa
oscura y pútrida, hirviendo de corrupción y espantosa podredumbre, ni líquida
ni sólida, que se derretía y se transformaba ante nuestros ojos con un
gorgoteo de burbujas oleaginosas. Y en el centro brillaban dos puntos
llameantes, como dos ojos. Y vi, también, cómo se sacudió aquella masa en
una contorsión temblorosa, y cómo trató de levantarse algo que bien podía ser
un brazo. El doctor avanzó, alzó el azadón y descargó un golpe sobre los dos
puntos brillantes; y golpeó una y otra vez, enfurecido. Finalmente reinó el
silencio.
Un par de semanas más tarde, cuando ya me había recobrado de la
terrible impresión, el doctor Haberden vino a visitarme.
—He traspasado mi consultorio —comenzó—. Mañana emprendo un largo
viaje por mar. No sé si volveré a Inglaterra algún día; es muy probable que
compre un pequeño terreno en California y me quede allí el resto de mi vida.
Le he traído este sobre, que usted podrá abrir y leer cuando se sienta con
fuerza y valor para ello. Contiene el informe del doctor Chambers sobre la
muestra que le remití. Adiós, señorita, adiós.
En cuanto se marchó, abrí el sobre y leí los papeles. No podía esperar.
Aquí está el manuscrito, y, si me lo permiten, les leeré la asombrosa historia
que narra:
"Mi querido Haberden —comenzaba la carta—: Le pido mil perdones por
haberme retrasado en contestar su pregunta sobre la sustancia blanca que me
envió. A decir verdad, he dudado un tiempo sobre qué determinación tomar,
pues hay tanto fanatismo y ortodoxia en las ciencias físicas como en la
teología, y sabía que si yo me decidía a contarle la verdad, podría ofender
prejuicios que alguna vez me fueron caros. No obstante, he decidido ser
sincero con usted, así que, en primer lugar, permítame entrar en una breve
aclaración personal.
"Usted me conoce, Haberden, desde hace muchos años, como un
escrupuloso hombre de ciencia. Usted y yo hemos hablado a menudo de
nuestras profesiones, y hemos discutido el abismo insondable que se abre a los
pies de quienes creen alcanzar la verdad por caminos que se aparten de la vía
ordinaria de la experiencia y la observación de la materia. Recuerdo el desdén
con que me hablaba usted una vez de aquellos científicos que han escarbado
un poco en lo oculto y han insinuado tímidamente que tal vez, después de
todo, no sean los sentidos la frontera eterna e impenetrable de todo
conocimiento, el inmutable límite, más allá del cual ningún ser humano ha
llegado jamás. Nos hemos reído cordialmente, y creo que con razón, de las
tonterías del 'ocultismo' actual, disfrazado bajo nombres diversos:
mesmerismos, espiritualismos, materializaciones, teosofías, y toda la
complicada infinidad de imposturas, con su maquinaria de trucos y conjuros,
que son la verdadera armazón de la magia que se ve por las calles
londinenses. Con todo, a pesar de lo que le he dicho, debo confesarle que no
soy materialista, tomando este término en su acepción más común. Hace
muchos años me convencí —me he convencido a pesar de mi anterior
escepticismo—, de que mi vieja teoría de la limitación es absoluta y totalmente
falsa. Quizá esta confesión no le sorprenda en la misma medida en que le
hubiera sorprendido hace veinte años, pues estoy seguro de que *no habrá
dejado de observar que, desde hace algún tiempo, ciertas hipótesis han sido
superadas por hombres de ciencia que no son nada menos que
trascendentales; y me temo que la mayor parte de los modernos químicos y
biólogos famosos no dudarían en suscribir el díctum de la vieja escolástica,
Omnía exeunt ín mysterium, que significa que toda rama del saber humano, si
nos remontamos a sus orígenes y primeros principios, se desvanece en el
misterio. No tengo por qué agobiarlo ahora con una relación detallada de los
dolorosos pasos que me han conducido a mis conclusiones. Unos cuantos
experimentos de lo más simple me dieron motivo para dudar de mi propio
punto de vista, el tren de pensamiento que surgió en aquellas circunstancias
relativamente paradójicas, me llevó lejos. Mi antigua concepción del universo
se ha venido abajo; estoy en un mundo que me resulta tan extraño y temible
como las interminables olas del océano a los ojos de quien lo contempla por
primera vez desde Darién. Ahora sé que los límites de los sentidos, que
resultaban tan impenetrables que parecían cerrarse en el cielo y hundirse en
unas tinieblas de profundidad inalcanzable no son las barreras tan
inexorablemente herméticas que habíamos pensado, sino velos finísimos y
etéreos que se deshacen ante el investigador y se disipan como la neblina
matinal de los riachuelos. Sé que usted no adoptó jamás una postura
extremadamente materialista; usted no trató de establecer una negación
universal, pues su sentido común lo apartó de tal absurdo. Pero estoy
convencido de que encontrará lo que digo extraño y repugnante a su habitual
forma de pensar. No obstante, Haberden, lo que digo es cierto; y en nuestro
lenguaje común, se trata de la verdad única y científica, probada por la
experiencia. Y el universo es más espléndido y más terrible de lo que
imaginábamos. El universo entero, mi amigo, es un tremendo sacramento, una
fuerza, una energía mística e inefable, velada por la forma exterior de la
materia. Y el hombre, y el sol, y las demás estrellas, la flor, y la yerba, y el
cristal del tubo de ensayo, todos y cada uno, son tanto materiales como
espirituales y están sujetos a una actividad interior.
Probablemente se preguntará usted, Haberden, adónde voy con todo esto;
pero creo que una pequeña reflexión podrá aclararlo. Usted comprenderá que,
desde semejante punto de vista, cambia la concepción entera de todas las
cosas, y lo que nos parecía increíble y absurdo podría ser posible. En resumen,
debemos mirar con otros ojos la leyenda y las creencias, y estar preparados
para aceptar hechos que se habían convertido en fábulas. En verdad, esta
exigencia no es excesiva. Al fin y al cabo, la ciencia moderna admite
hipócritamente muchas cosas. Es cierto que no se trata de creer en la brujería,
pero ha de concederse cierto crédito al hipnotismo; los fantasmas están
pasados de moda, pero aún hay mucho que decir sobre la teoría de la
telepatía. Póngale un nombre griego a una superstición y crea en ella, y será
casi un proverbio.
"Hasta aquí mi aclaración personal. Ahora bien, usted me envió un frasco
tapado y sellado, que contenía una pequeña cantidad de un polvo blanco y
escamoso, y que cierto farmacéutico proporcionó a uno de sus pacientes. No
me sorprende que usted no haya conseguido ningún resultado en sus análisis.
Es una sustancia que hace muchos cientos de años cayó en el olvido y que es
prácticamente desconocida hoy en día. jamás hubiera esperado que me llegara
de una farmacia moderna. Al parecer, no hay ninguna razón para dudar de la
veracidad del farmacéutico. Efectivamente, como dice, pudo comprar en un
almacén las sales que usted prescribió; y es muy posible también que
permanecieran en su estante durante veinte años, o tal vez más. Aquí
comienza a intervenir lo que llamamos azar o casualidad: durante todos estos
años, las sales de esa botella han estado expuestas a ciertas variaciones
periódicas de temperatura; variaciones que probablemente oscilan entre los
cinco y los 30 grados centígrados. Y, por lo que se aprecia, tales alteraciones,,
repetidas año tras año durante periodos irregulares, con distinta intensidad y
duración, han provocado un proceso tan complejo y delicado que no sé si un
moderno aparato científico, manejado con la máxima precisión, podría producir
el mismo resultado. El polvo blanco que usted me ha enviado es algo muy
diferente del medicamento que usted recetó; es el polvo con que se preparaba
el Vino Sabático, el Vínum Sabbati. Sin duda habrá leído usted algo sobre los
aquelarres de las brujas, y se habrá reído de los relatos que hacían temblar a
nuestros mayores: gatos negros, escobas y maldiciones formuladas contra la
vaca de alguna pobre vieja. Desde que descubrí la verdad, he pensado a
menudo que, en general, es una gran suerte que se crea en todas estas
supercherías, pues de este modo se ocultan muchas otras cosas que es
preferible ignorar. No obstante, si se toma la molestia de leer el apéndice a la
monografía de Payne Knight encontrará que el verdadero sabbath era algo
muy diferente, aunque el escritor haya felizmente callado ciertos aspectos que
conocía muy bien. Los secretos del verdadero sabbath datan de tiempos muy
remotos, y sobrevivieron hasta la Edad Media. Son los secretos de una ciencia
maligna que existía muchísimo antes de que los arios entraran en Europa.
Hombres y mujeres, seducidos y sacados de sus hogares con pretextos
diversos, iban a reunirse con ciertos seres especialmente calificados para
asumir con toda justicia el papel de demonios. Estos hombres y estas mujeres
eran conducidos por sus guías a algún paraje solitario y despoblado,
tradicionalmente conocido por los iniciados y desconocido para el resto del
mundo. Quizá a una cueva, en algún monte pelado y barrido por el viento, o a
un recóndito lugar, en algún bosque inmenso. Y allí se celebraba el sabbath.
Allí, a la hora más oscura de la noche, se preparaba el Vinum Sabbati, se
llenaba el cáliz diabólico hasta los bordes y se ofrecía a los neófitos, quienes
participaban de un sacramento infernal; sumentes caficem principis inferorum,
como lo expresa muy bien un autor antiguo. Y de pronto, cada uno de los que
habían bebido se veía atraído por un acompañante (mezcla de hechizo y
tentación ultraterrena) que lo llevaba aparte para proporcionarle goces más
intensos y más vivos que los del ensueño, mediante la consumación de las
nupcias sabáticas. Es difícil escribir sobre estas cosas, principalmente porque
esa forma que atraía con sus encantos no era una alucinación sino, por
espantoso que parezca, el hombre mismo. Debido al poder del vino sabático —
unos pocos granos de polvo blanco disueltos en un vaso de agua—, la morada
de la vida se abría en dos, disolviéndose la humana trinidad, y el gusano que
nunca muere, el que duerme en el interior de todos nosotros, se transformaba
en un ser tangible y externo, y se vestía con el ropaje de la carne. Y entonces,
a la medianoche, se repetía y representaba la caída original, y el ser espantoso
oculto bajo el mito del Árbol del Bien y del Mal era nuevamente engendrado.
Tales eran las nuptiae sabbatí.
"Prefiero no decir más. Usted, Haberden, sabe, tan bien como yo que no
pueden infringirse impunemente las leyes más triviales de la vida, y que un
acto tan terrible como éste, en el que se abría y profanaba el santuario más
íntimo del hombre, era seguido de una venganza feroz. Lo que comenzaba con
la corrupción, terminaba también con la corrupción."
Debajo está lo siguiente, escrito por el doctor Haberden:
"Por desgracia, todo esto es estricta y totalmente cierto. Su hermano me
lo confesó todo la mañana en que estuve con él. Lo primero que me llamó la
atención fue su mano vendada, Y lo obligué a que me la enseñara. Lo que vi
yo, un hombre de ciencia, me puso enfermo de odio. Y la historia que me vi
obligado a escuchar fue infinitamente más espantosa de lo que habría sido
capaz de imaginar. Hasta me sentí tentado a dudar de la Bondad Eterna, que
permite que la naturaleza ofrezca tan abominables posibilidades. Y si no
hubiera visto usted el desenlace con sus propios ojos, le habría pedido que no
diera crédito a nada de todo esto. A mí no me quedan más que unas semanas
de vida, pero usted es joven, y quizá pueda olvidarlo.
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Dr. Joseph Haberden.

UN HABITANTE DE CARCOSA -- TERROR -- AMBROSE BIERCE

UN HABITANTE DE CARCOSA -- TERROR -- AMBROSE BIERCE
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UN HABITANTE
DE CARCOSA
Ambrose Bierce
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“Existen diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en otras se
desvanece por completo con el espíritu. Esto solamente sucede, por lo general, en la
soledad (tal es la voluntad de Dios), y, no habiendo visto nadie ese final, decimos
que el hombre se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, lo
que es de hecho verdad. Pero, a veces, este hecho se produce en presencia de
muchos, cuyo testimonio es la prueba. En una clase de muerte el espíritu muere
también, y se ha comprobado que puede suceder que el cuerpo continúe vigoroso
durante muchos años. Y a veces, como se ha testificado de forma irrefutable, el
espíritu muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos, resucita en el
mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.”
Meditando estas palabras de Hali (Dios le conceda la paz eterna), y
preguntándome cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee ciertos indicios,
pero duda si no habrá algo más detrás de lo que él ha discernido, no presté atención
al lugar donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un viento helado que
revivió en mí la conciencia del paraje en que me hallaba. Observé con asombro que
todo me resultaba ajeno. A mi alrededor se extendía una desolada y yerma llanura,
cubierta de yerbas altas y marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa del
otoño, portadora de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, se
erigían unas rocas de formas extrañas y sombríos colores que parecían tener un
mutuo entendimiento e intercambiar miradas significativas, como si hubieran
asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí
y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola conspiración de
silenciosa expectativa.
A pesar de la ausencia del sol, me pareció que el día debía estar muy avanzado,
y aunque me di cuenta de que el aire era frío y húmedo, mi conciencia del hecho era
más mental que física; no experimentaba ninguna sensación de molestia. Por encima
del lúgubre paisaje se cernía una bóveda de nubes bajas y plomizas, suspendidas
como una maldición visible. En todo había una amenaza y un presagio, un destello
de maldad, un indicio de fatalidad. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un
insecto. El viento suspiraba en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la yerba
gris se curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido,
ningún otro movimiento rompía la calma terrible de aquel funesto lugar.
Observé en la yerba cierto número de piedras gastadas por la intemperie y
evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas, cubiertas de musgo, y
medio hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas, otras se inclinaban en
ángulos diversos, pero ninguna estaba vertical. Sin duda alguna eran lápidas
funerarias, aunque las tumbas propiamente dichas no existían ya en forma de
túmulos ni depresiones en el suelo. Los años lo habían nivelado todo. Diseminados
aquí y allá, los bloques más grandes marcaban el sitio donde algún sepulcro
pomposo o soberbio había lanzado su frágil desafío al olvido. Estas reliquias, estos
vestigios de la vanidad humana, estos monumentos de piedad y afecto me parecían
tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar tan
descuidado y abandonado, que no pude más que creerme el descubridor del
cementerio de una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se había extinguido
hacía muchísimos siglos.
Sumido en estas reflexiones, permanecí un tiempo sin prestar atención al
encadenamiento de mis propias experiencias, pero después de poco pensé: "¿Cómo
llegué aquí?". Un momento de reflexión pareció proporcionarme la respuesta y
explicarme, aunque de forma inquietante, el extraordinario carácter con que mi
imaginación había revertido todo cuanto veía y oía. Estaba enfermo. Recordaba
ahora que un ataque de fiebre repentina me había postrado en cama, que mi familia
me había contado cómo, en mis crisis de delirio, había pedido aire y libertad, y cómo
me habían mantenido a la fuerza en la cama para impedir que huyese. Eludí
vigilancia de mis cuidadores, y vagué hasta aquí para ir... ¿adónde? No tenía idea.
Sin duda me encontraba a una distancia considerable de la ciudad donde vivía, la
antigua y célebre ciudad de Carcosa.
En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida humana. No se veía
ascender ninguna columna de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningún perro
guardián, ni el mugido de ningún ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que
ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de misterio y de terror debida a mi cerebro
trastornado. ¿No estaría acaso delirando nuevamente, aquí, lejos de todo auxilio
humano? ¿No sería todo eso una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis
mujeres y a mis hijos, tendí mis manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las
piedras ruinosas y la yerba marchita.
Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. Un animal salvaje —un lince—
se acercaba. Me vino un pensamiento: "Si caigo aquí, en el desierto, si vuelve la fiebre
y desfallezco, esta bestia me destrozará la garganta." Salté hacia él, gritando. Pasó a
un palmo de mí, trotando tranquilamente, y desapareció tras una roca.
Un instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de la tierra un poco
más lejos. Ascendía por la pendiente más lejana de una colina baja, cuya cresta
apenas se distinguía de la llanura. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el fondo
de nubes grises. Estaba medio desnudo, medio vestido con pieles de animales; tenía
los cabellos en desorden y una larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco
y flechas; en la otra, una antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba
lentamente y con precaución, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por
la alta yerba.
Esta extraña aparición me sorprendió, pero no me causó alarma. Me dirigí hacia
él para interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abordé con el familiar saludo:
—¡Que Dios te guarde!
No me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.
—Buen extranjero —proseguí—, estoy enfermo y perdido. Te ruego me
indiques el camino a Carcosa.
El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió
caminando y desapareció.
Sobre la rama de un árbol seco un búho lanzó un siniestro aullido y otro le
contestó a lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de una brusca fisura en las nubes a
Aldebarán y las Híadas. Todo sugería la noche: el lince, el hombre portando la
antorcha, el búho. Y, sin embargo, yo veía... veía incluso las estrellas en ausencia de
la oscuridad. Veía, pero evidentemente no podía ser visto ni escuchado. ¿Qué
espantoso sortilegio dominaba mi existencia?
Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más
convendría hacer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero aún guardaba cierto
resquemor acerca de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Más aún,
experimentaba una sensación de alegría y de fuerza que me eran totalmente
desconocidas, una especie de exaltación física y mental. Todos mis sentidos estaban
alerta: el aire me parecía una sustancia pesada, y podía oír el silencio.
La gruesa raíz del árbol gigante (contra el cual yo me apoyaba) abrazaba y
oprimía una losa de piedra que emergía parcialmente por el hueco que dejaba otra
raíz. Así, la piedra se encontraba al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque
estaba muy deteriorada. Sus aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roídos; su
superficie, completamente desconchada. En la tierra brillaban partículas de mica,
vestigios de su desintegración. Indudablemente, esta piedra señalaba una sepultura
de la cual el árbol había brotado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían
saqueado la tumba y aprisionado su lápida.
Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramas acumuladas sobre
la lápida. Distinguí entonces las letras del bajorrelieve de su inscripción, y me incliné
a leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre...! ¡La fecha de mi nacimiento...! ¡y la
fecha de mi muerte!
Un rayo de sol iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía
en pie de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el rosado oriente. Yo estaba en pie,
entre su enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el
tronco!
Un coro de lobos aulladores saludó al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos
traseros, solos y en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos irregulares
que llenaban a medias el desierto panorama que se prolongaba hasta el horizonte.
Entonces me di cuenta de que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de
Carcosa.
* * *
Tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al
médium Bayrolles.

El Gran Dios Pan -- TERROR -- Arthur Machen -- LOS MITOS DE CTHULHU

El Gran Dios Pan -- TERROR -- Arthur Machen -- LOS MITOS DE CTHULHU
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El Gran Dios Pan -- Arthur Machen
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I.
El experimento
—Estoy contento de que hayas venido, Clarke; de hecho, muy
contento. No estaba seguro de que pudieras darte el tiempo.
—Pude hacer algunos arreglos por unos pocos días; las cosas no
están muy activas justamente ahora. Pero Raymond, ¿no tienes dudas?
¿Es absolutamente seguro?
Los dos hombres paseaban lentamente por la terraza frente a la casa
del doctor Raymond. El sol oriental aún colgaba sobre la línea montañosa,
pero brillaba con un pálido resplandor rojizo que no producía sombras, y
el aire estaba en calma; una dulce brisa vino desde el bosque en la ladera,
colina arriba, y con ella, por intervalos, el suave y murmurante arrullo de
las palomas silvestres. Abajo, en el largo y hermoso valle, el río
serpenteaba entre las colinas solitarias y, minetras el sol flotaba y se
desvanecía hacia el oeste, una suave bruma, de un blanco puro, comenzó
a emerger desde las colinas. El doctor Raymond se volvió seriamente
hacia su amigo:
—¿Seguro? Por supuesto que lo es. La operación es en sí misma una
intervención perfectamente simple, cualquier cirujano podría hacerla.
—¿Y no hay peligro durante alguna otra etapa?
—Ninguno; absolutamente ningún riesgo físico. Te doy mi palabra.
Siempre eres tan tímido, Clarke, siempre, pero tú conoces mi historia. Me
he dedicado a la medicina trascendental durante los últimos veinte años.
He sido llamado farsante, charlatán e impostor, sin embargo, todo el
tiempo supe que me encontraba en el camino correcto. Hace cinco años
alcancé la meta, y cada día desde entonces ha sido una preparación para
lo que haremos esta noche.
—Me gustaría creer que todo eso es cierto —Clarke frunció el
entrecejo y miró dubitativamente al doctor Raymond—. ¿Estás
perfectamente seguro, Raymond, que tu teoría no es una fantasmagoria
—por cierto que una visión espléndida, sin embargo, una mera visión
depués de todo?
El Dr. Raymond detuvo su marcha y se volvió seriamente. Era un
hombre de mediana edad, macilento y delgado, de complexión amarillo
pálida, sim embargo, mientras le respondía y enfrentaba a Clarke, un
rubor asomó en sus mejillas.
—Mira a tu alrededor, Clarke. Puedes ver las montañas, las colinas,
como ondulación tras ondulación, puedes ver los bosques y los huertos,
los campos maduros de maíz, y las praderas que se extienden hasta los
lechos de caña junto al río. Puedes verme aquí a tu lado, y oír mi voz;
mas te digo, que todas estas cosas —sí, desde la estrella que acaba de
brillar en el cielo hasta el suelo sólido bajo tus pies— te digo, que todas
son sólo sueños y sombras; las sombras que ocultan a nuestros ojos el
verdadero mundo. Existe un mundo real, pero trasciende este glamour y
esta visión, y se encuentra más allá de todo esto, tras un velo. No sé si
alguna vez algún ser humano ha corrido ese velo; sin embargo, Clarke, sé
que tú y yo lo veremos levantarse esta misma noche, en los ojos de otra
persona. Quizá piìenses que todo esto es un sinsentido extravagante;
puede ser extraño, pero es real, y los antiguos sabían lo que significaba
descorrer ese velo. Lo llamaban presenciar al dios Pan.
Clarke se estremeció; la bruma blanca que se juntaba sobre el río
estaba helada.
—Esto es realmente asombroso —dijo—. Estamos parados al borde
de un mundo extraño, si lo que dices, Raymond, es verdad. ¿Debo
suponer que el cuchillo es absolutamente necesario?
—Sí. Una pequeña lesión en la sustancia gris, eso es todo; un
insignificante reordenamiento de ciertas células, una alteración
microscópica que escaparía a la atención de noventa y nueve de cien
especialistas. Clarke, no quiero molestarte hablándote de mi oficio; podría
darte muchos detalles técnicos que sonarían imponenetes, mas tú
quedarías tan iluminado como estás ahora. Sin embargo, supongo que
habrás leido, por casulidad, en las apartadas esquinas de tu periódico,
acerca de los inmensos pasos que se han dado recientemente en la
fisiología del cerebro. El otro día divisé un párrafo de la teoría de Digby, y
de los descubrimientos de Browne Feber. ¡Teorías y descubrimientos!
Donde ellos se encuentran ahora yo ya estuve hace quince años, y no
necesito decirte que no he estado inactivo durante los últimos quince
años. Bastará que te diga que, hace cinco años hice el descubrimiento al
que aludí cuando dije que hace diez años había alcanzado la meta. Luego
de años de labor, luego de años de esfuerzo y de andar a tientas en la
oscuridad, luego de días y noches de desilusiones y, algunas veces, de
desesperación, en los cuales, una que otra vez, temblaba y me ponía
helado ante el pensamiento de que quizá otros estaban buscando lo que
yo buscaba; pero por fin, depués de tanto tiempo, una punzada de alegría
estremeció mi alma y supe que el largo viaje había llegado a su fin. A
través de lo que parecía y aún parece suerte, por la sugerencia de un
pensamiento fútil desprendido de las líneas familiares y los caminos que
había recorrido cientos de veces, la verdad me invadió, y ví, delineado en
líneas de visión, un mundo completo, una esfera desconocida; islas y
continentes, y grandes océanos, en los cuales barco alguno ha navegado
(según creo) desde que el hombre alzó por primera vez su mirada y
vislumbró el sol y las estrellas del cielo, y la tranquila tierra debajo.
Pensarás que esto es sólo lenguaje alegórico, Clarke, pero es tan difícil ser
literal. Y, sin embargo, no sé si acaso lo que estoy insinuando no pueda
ponerse en términos sencillos y aislados. Por ejemplo, actualmente este
mundo nuestro se encuentra completamente conectado con cables y
alambres de telégrafo; y con algo menor que la velocidad del
pensamiento, cruzan como un relámpago desde el amanecer al atardecer,
desde norte a sur, a través de las inundaciones y los desiertos. Supón que
un eléctrico de hoy se diera cuenta que él y sus colegas han estado
meramente jugando con guijarros, confundiéndolos con las bases del
mundo, supón que un hombre como aquél vislumbrara el espacio infinito
extendiéndose abierto frente a la corriente, y las voces de los hombres
viajando a la velocidad del trueno hacia el sol y más allá del sol, hacia los
sistemás más alejados, y el eco de la voz articulada de los hombres en el
desolado vacío que confina nuestro pensamiento. En relación a las
analogías, ésta es una muy buena analogía de lo que he hecho; puedes
entender ahora un poco de lo que sentí aquí una tarde; una tarde de
verano como ésta y el valle luciendo como ahora. Yo me encontraba aquí
y, frente a mí, vi el abismo inefable e impensable que se abre profundo
entre dos mundos, el mundo de la materia y el mundo del espíritu; vi el
vacío y gran abismo extenderse mortecino frente a mí, y, en aquel
instante, un puente de luz saltó desde la tierra hacia la orilla desconocida,
y el abismo fue unido. Puedes mirar en el libro de Browne Faber, si lo
deseas, y te darás cuenta que hasta el día de hoy los hombres de ciencia
son incapaces de dar cuenta de la presencia, o de especificar, las
funciones de un cierto grupo de neuronas del cerebro. Aquel grupo es, así
como era, tierra de nadie, sólo una pérdida de espacio para poner teorías
imaginativas. Yo no estoy el la posición de Browne Faber ni de los
especialistas, yo estoy perfectamente enterado de las posibles funciones
de aquellos centros nerviosos en el esquema de las cosas.Con un toque
puedo hacerlas entrar en juego, con un toque digo, puedo liberar la
corriente, con un toque puedo completar la comunicación entre este
mundo de los sentidos y... podremos terminar la oración más tarde. Sí, el
cuchillo es necesario; mas imagina lo que ese cuchillo realizará. Nivelará
totalmente la sólida muralla de los sentidos y, probablemente, por primera
vez desde que el hombre fue creado, un espíritu cotemplará un mundo de
espíritus. Clarke, ¡Mary verá al dios Pan!
—Pero, ¿recuerdas lo que me escribiste?. Pensé que era requisito que
ella... —susurró el resto al oído del doctor.
—No, para nada, para nada. Esas son tonterías. Te lo aseguro. De
hecho, es mejor como está; estoy completamente seguro de eso.
—Considera bien el asunto, Raymond. Es una gran responsabilidad.
Algo podría salir mal; serías un hombre miserable por el resto de tus días.
—No, no lo creo, aún si lo peor sucediera. Como sabes, yo rescaté a
Mary de la cuneta y de una muerte casi segura, cuando era una niña;
pienso que su vida es mía, para usarla como estime conveniente. Vamos,
se está haciendo tarde, mejor entramos.
El doctor Raymond encabezó la marcha hacia la casa, a través del
hall, y hacia abajo por un largo y oscuro corredor. Sacó una llave de su
bolsillo y abrió una pesada puerta, y le indicó a Clarke la entrada a su
laboratorio. Éste había sido alguna vez una sala de billar, iluminado por
una cúpula de vidrio en el centro del techo, donde aún brillaba una luz
triste y gris sobre la figura del doctor, mientras encendía una lámpara de
pesada pantalla y la ponía sobre una mesa en el centro de la habitación.
Clarke miró a su alrededor. Escasamente un pie del muro se
mantenía desnudo; por todos lados había estantes atiborrados con
botellas y frasquitos, de todas las formas y colores, y a un extremo se
encontraba un pequeño librero estilo Chippendale. Raymond le apuntó:
—¿Ves aquel pergamino de Osward Crollius? Él fue uno de los
primeros en mostrarme el camino, aunque pienso que él mismo jamás lo
encontrara. Éste es un extraño dicho suyo: "En cada grano de trigo se
esconde el alma de una estrella"
No habían muchos muebles en el laboratorio. La mesa en el centro,
en una esquina un mesón de piedra con un desagüe, las dos butacas en
las que Raymond y Clarke estaban sentados; eso era todo, excepto una
silla de extraña apariencia en el extremo más alejado de la habitación.
Clarke la miro y alzó sus cejas:
—Sí, ésa es la silla —dijo Raymond—. Debemos ponerla en posición.
Se levantó y empujó la silla hacia la luz, y comenzó a elevarla y a bajarla,
dejando el asiento abajo, poniendo el respando en varios ángulos, y
ajustando la pisadera. Se veía bastante cómoda, y Clarke pasó su mano
sobre el terciopelo verde, mientras el doctor manipulaba las palancas.
—Clarke, ponte cómodo. Yo tengo un par de horas de trabajo ante
mí, tuve que dejar algunos asuntos para el final.
Raymond se dirirgió hacia el mesón de piedra, mientras Clarke,
melancólicamente, lo observaba inclinarse sobre una hilera de frascos y
encender la llama bajo el crisol. El doctor tenía una pequeña lámpara de
mano, ensombrecida como la más grande, en una saliente sobre su
instrumental. Clarke, sentado en las sombras, examinó la gran sala en
penumbras, asombrándose ante los grotescos efectos del contraste entre
la luz brillante y la oscuridad indefinida. Pronto tuvo conciencia de un
extraño olor en la habitación, al comienzo la mera sugerencia de un olor,
pero al hacerse más definido se sorprendió de no evocar una farmacia o
un pabellón. Clarke se encontró a sí mismo esforzándose inútilmente por
analizar la sensación y, poco conciente, comenzó a pensar en un día,
quince años atrás, que pasó vagando a través de los bosques y paderas
cercanas a su propio hogar. Era un caluroso día de comienzos de agosto,
el calor había desdibujado con una suave bruma los contornos de todas
las cosas y de todas las distancias, y la gente que obeservaba el
termómetro hablaba de un registro anormal, de una temeperatura que era
casi tropical. Extrañamente, aquel caluroso día de los cincuentas emergió
nuevamente en la imaginación de Clarke; la sensación de encandilamiento
por la luz del sol que lo invadía todo, parecía anular las sombras y las
luces del laboratorio, y sintió nuevamente el aire caliente golpeando en
ráfagas sobre su rostro, y vio el resplandor elevándose de la turba, y oyó
los millares de murmullos del verano.
—Espero que el olor no te moleste, Clarke; no hay nada dañino en él.
Te pone un tanto soñoliento, eso es todo.
Clarke oyó las palabras claramente, y se dio cuenta de que Raymond
se dirigía a él, sin embargo, no podía salirse de ese letargo. Sólo podía
pensar en la caminata solitaria que había tomado, quince años atrás; era
la última visión que tenía desde que era niño de los campos y bosques
que había conocido, y ahora, todo eso surgía en una luz brillante, como
una fotografía, ante él. Y por encima de todo llegó hasta su nariz el aroma
del verano, el olor mezclado de las flores, de los bosques y de los lugares
templados en lo profundo de las verdes profundidades, emanando
producto del calor del sol; y el aroma de la buena tierra, yaciendo con los
brazos abiertos y los labios sonrientes, abrumándolo todo. Sus fantasías le
hicieron vagar, como había vagado hace mucho tiempo atrás, desde los
campos hacia el bosque, recorriendo un pequeño sendero entre la maleza
brillante de las hayas; mientras el hilo de agua que goteaba desde la
piedra caliza sonaba como una melodía de ensueño. Sus pensamientos
comenzaron a extraviarse y a fundirse con otros pensamientos; la avenida
de hayas se transformó en un sendero entre las encinas, y
eventualmente, alguna parra trepaba de rama en rama, confinando a los
oscilantes zarcillos y se inclinaba a causa de sus uvas púrpuras, y las
escasas hojas verdigrises del olivo silvestre contrastaban con las oscuras
sombras de la encina. Clarke, en los prufundos pliegues del sueño, estaba
conciente que el sendero que partía de la casa de su padre lo había
llevado hacia un país desconocido. Repentinamente, mientras reflexionaba
sobre la extrañeza de todo esto, el murmullo del verano fue reemplazado
por un silencio infinito que parecía cernirse sobre todas las cosas, el
bosque estaba en silencio. Y por un momento se encontró cara a cara con
una presencia, que no era hombre ni bestia, ni vivo ni muerto, sino todas
las cosas a la vez, la forma de todas las cosas pero desprovisto de forma.
Y en ese momento, el sacramento entre el cuerpo y el ama se disolvió y
una voz pareció gritar: "déjennos salir", y entonces vino la oscuridad más
oscura, de más allá de las estrellas, la oscuridad de lo eterno.
Clarke se despertó de un sobresalto y vio a Raymond vertiendo unas
cuantas gotas de un líquido oleoso en un frasquito verde, tapándolo
apretadamente.
—Estuviste dormitando —le dijo—, el viaje debe haberte agotado.
Todo está listo. Iré por Mary; estaré de vuelta en diez minutos.
Clarke se reclinó en su butaca, reflexionando. Le parecía como si
solamente hubiera pasado de un sueño a otro. Casi esperaba ver las
paredes del laboratorio derretirse y disolverse, y depertar en Londres,
estremeciéndose frente a sus propias ensoñaciones. Pero finalmente la
puerta se abrió y el doctor regresó. Tras de él venía una joven de
aproximadamente diecisiete años, toda vestida de blanco. Era tan
hermosa que Clarke no se extrañó de lo que el doctor le había escrito. Su
rostro, cuello y brazos se habían sonrojado, pero Raymond se mantenía
inconmovible.
—Mary —le dijo—, ha llegado el momento. Eres completamente libre.
¿Estás dispuesta a confiarte enteramente a mí?
—Sí, querido.
—¿Oíste eso, Clarke? Tú eres mi testigo. Mary, aquí está la silla. Es
bastante simple. Sólo siéntate y recuéstate. ¿Estás lista?
—Si, querido, completamente lista. Bésame antes de comenzar.
El doctor se inclinó y la besó benévolamente en los labios.
—Ahora cierra tus ojos —le dijo.
La joven cerró sus párpados, como si estuviera cansada y anhelara
dormir, y Raymond puso el frasquito verde bajo su nariz. Su rostro se
puso blanco, más blanco que su vestido; luchó suavemente, mas luego,
con el sentimiento de sumisión tan fuerte en su interior, cruzó los brazos
sobre su pecho, como una niña pequeña a punto de decir sus oraciones. El
brillo de la lámpara cayó de lleno sobre ella, y Clarke observó los cambios
pasar rápidamente por su rosotro, como cambian las colinas cuando las
nubes del verano flotan sobre el sol. Y luego allí estaba ella, totalmente
quieta y pálida, mientras el doctor levantaba uno de sus párpados. Estaba
completamente inconciente. Raymond presionó con fuerza una de las
palancas e instantáneamente la silla se hundió hacia atrás. Clarke osbervó
cómo le cortaba el cabello, trazando un círculo parecido a una tonsura.
Raymond acercó la lámpara y sacó de su maletín un pequeño y brillante
instrumento, Clarke se volteó estremeciéndose. Al mirar nuevamente el
doctor estaba vendando la herida que había hecho.
—Despertará en cinco minutos —Raymond se mantenía aún
perfectamente tranquilo—. No hay nada más que hacer, sólo podemos
esperar.
Los minutos pasaban lentamente; podían oír el lento y pesado tic tac
de un antiguo reloj en el pasillo. Clarke se sentía enfermo y débil; sus
rodillas temblaban, casi no podía mantenerse en pie.
Repentinamente, mientras vigilaban, percibieron un largo suspiro y,
de súbito, el color perdido regresó a las mejillas de la joven y sus ojos se
abrieron. Clarke se amilanó ante ellos. Brillaban con una luz
impresionante, mirando a la distancia, y un gran asombro se dibujó en su
rostro, y sus brazos se estiraron como para asir lo invisible; sin embargo,
en un instante el asombro se disolvió y fue reemplazado por el más
abominable terror. Los músculos de su rostro se convulsionaron
horriblemente, temblando desde la cabeza a los pies; su alma parecía
estremecerse y luchar dentro de ese hogar de carne. Fue una visión
espantosa, y Clarke se precipitó hacia adelante mientras ella caía al suelo,
temblando.
Tres días despues Raymond condujo a Clarke junto al lecho de Mary.
Ella se encontraba completamente despierta, moviendo su cabeza de lado
a lado y gesticulando inexpresivamente.
—Sí —dijo el doctor, aun completamente sereno—, es una lástima, se
ha convertido en una idiota sin remedio. Sin embargo, no se pudo evitar
y, después de todo, ella ha visto al Gran Dios Pan.
_
II.
Las Memorias del Señor Clarke
Clarke, el caballero elegido por el Dr. Raymond para presenciar el
extraño experimento del dios Pan, era una persona en cuyo carácter la
cautela y la curiosidad estaban peculiarmente mezcladas. En sus
momentos de seriedad pensaba en lo inusual y lo excéntrico con una
abierta aversión, sin embargo, en lo profundo de su corazón, exhibía una
ingenua curiosidad respecto a los elementos más esotéricos y recónditos
de la naturaleza humana. Esta última tendencia había prevalecido cuando
aceptó la invitación de Raymond y, aunque su juicio siempre había
repudiado las teorías del doctor, considerándolas como las necedades más
extravagantes, secretamente abrazaba la creencia en la fantasía, y se
hubiera regocijado de ver confirmada aquella creencia. Los horrores que
presenció en aquel espantoso laboratorio resultaron, hasta cierto punto,
terapéuticos; era conciente de estar involucrado en un asunto no del todo
honorable, y por muchos años después, se aferró firmemente a lo trivial,
rechazando todas las oportunidades de investigación ocultista. De hecho,
sobre un principio homeopático, por algún tiempo asisitió a las sesiones de
distinguidos médiums, esperando que los torpes trucos de aquellos
caballeros le llevaran a enemistarse con cualquier tipo de misticismo, sin
embargo, el remedio, aunque cáustico, no era eficaz. Clarke sabía que aún
se consumía por lo invisible, y, poco a poco, la antigua pasión comenzó a
reafirmarse, al tiempo que el rostro de Mary, estremeciéndose y
convulsionado con un desconocido terror, se desvanecía lentamente en su
memoria. Ocupado todo el día en labores tanto serias como lucrativas, la
tentación de relajarse por la tarde era muy grande, especialmente durante
los meses de invierno, cuando el fuego echaba un cálido fulgor sobre su
cómodo departamento de soltero, y una botella de algún vino escogido
descansaba presto a la mano. Una vez digerida la cena, haría una breve
pretensión de leer el periódico de la tarde, sin embargo, el mero catálogo
de noticias palidecía pronto ante él, y Clarke se descubría echando
vistazos de cálido deseo en dirección de un antiguo escritorio japonés, que
se erguía a una agradable distancia del hogar. Como un niño frente a un
armario atestado, por unos pocos minutos lo rondaba indeciso, pero el
placer siempre prevalecía, y Clarke terminaba por acercar su silla, prender
una vela y sentarse frente al escritorio. Sus casilleros y cajones rebosaban
con documentos acerca de los más mórbidos temas, y en su espacio
cerrado, descansaba un gran volumen manuscruito, en el cual,
esmeradamente, había introducido los tesoros de su colección. Clarke
sentía un magnífico desdén hacia la literatura publicada; la historia más
fantasmagórica dejaba de interesarle si resultaba estar impresa; su único
placer se encontraba en la lectura, compilación y reorganización de lo que
él llamaba, sus "Memorias para probar la Existencia del Diablo" y,
entregado a esta ocupación, la tarde parecía volar y la noche parecía muy
corta.
Durante una velada en particular, una horrible noche de diciembre
oscurecida por la niebla y congelada con escarcha, Clarke apuró su cena
y, escasamente, se dignó a observar su acostumbrado ritual de tomar el periódico y dejarlo nuevamente a un lado. Se paseó dos o tres veces por
la habitación, abrió el escritorio, se mantuvo estático por un momento, y
se sentó. Se reclinó, absorbido por una de esas ensoñaciones de las que
era objeto y, al fin, sacó su libro y lo abrió en la última entrada. Allí
habían tres o cuatro páginas densamente cubiertas por la redonda y
ornada caligrafía de Clarke, y al principio, había escrito lo siguiente, a
mano y en una letra algo más grande:
"Singular narración relatada por mi Amigo, el Doctor Phillips. Me ha
asegurado que todos los hechos relatados aquí son estricta y
completamente Verdaderos, pero se niega a entregar, ya sea los Apellidos
de las Personas Afectadas, o los Lugares donde estos Extraordinarios
Eventos sucedieron.
El señor Clake comezó a leer, por décima vez, la narración, dando un
vistazo de vez en cuando a las notas que había hecho a lápiz cuando su
amigo lo sugería. Una de sus gracias era enorgullecerse de una cierta
habilidad literaria; pensaba bien de su estilo, y se esforzó en arreglar de
forma dramática las circunstancias. Leyó la siguiente historia:
"Las personas involucradas en esta exposición son: Helen V., quien,
si aún está viva, debe ser una mujer de veintitrés, Rachel M., ya fallecida,
quien era un año menor que la anterior, y Trevor W., un idiota, de 18
años. Estas personas, durante el período de la historia, habitaban en una
villa en los límites de Gales, un lugar de alguna importancia durante la
época de ocupación Romana, pero ahora un caserío disperso de no más de
quinientas almas. Se empalma sobre terreno elevado, aproximadamente a
seis millas del mar, y se encuentra protegida por un extenso y pintoresco
bosque.
"Hace unos once años atrás, Helen V. llegó a la aldea bajo
circunstancias peculiares. Era sabido que, siendo huérfana, fue adoptada
en su infancia por un pariente lejano, quien la crió en su hogar hasta que
cumplió los doce años. Sin embargo, pensando que sería mejor para la
niña tener compañeros de juegos de su misma edad, publicó en varios
periódicos locales avisos buscando un buen hogar para una niña de doce
en una cómoda hacienda. Este aviso fue contestado por el señor R., un
granjero acomodado, de la adea antes mencionada. Siendo sus
referencias satisfactorias, el caballero envió a su hija adoptiva con el
señor R. La joven portaba una carta, en la cual se estipulaba que la niña
debería tener una habitación para ella sola y afirmaba que sus cuidadores
no necesitaban preocuparse por el tema de su educación, pues ella estaba
lo suficientemente educada para la posición que ocuparía en la vida. De
hecho, el señor R. fue dado a entender que debía permitir a la niña
encontrar sus propias actividades y pasar el tiempo como ella deseara.
Puntualmente, el Sr. R. la recibió en la estación más cercana, a siete
millas de su casa, y al parecer no advirtió nada fuera de lo común acerca
de la niña, excepto que se mostraba reservada reapecto a su antigua vida
y a su padre adoptivo. Sin embargo, ella era diferente a la gente del
pueblo; su piel era de un oliva pálido y claro, y sus rasgos eran bien
marcados, en cierto modo, tenía un tipo extranjero. Al parecer, se
acostumbró fácilmente a la vida de la granja, y se convirtió en la favorita
de los niños, quienes algunas veces la acompañaban en sus vagabundeos
por el bosque, ya que éste era su pasatiempo favorito. El Señor R. relata
que conocía los vagabundeos solitarios de la joven, salía inmediatamente
depués del desayuno, y no retornaba hasta depués del atardecer, y que,
sintiendose intranquilo de que una jovencita se encontrara sola fuera de la
casa por tantas horas, se comunicó con su padre adoptivo, quién
respondió, en una breve nota, que Helen debía hacer lo que eligiera. En el
invierno, cuando los caminos del bosque son intransitables, pasaba la
mayor parte del tiempo en su dormitorio, donde dormía sola, de acuerdo a
las instrucciones de su pariente. Fue durante una de estas expediciones al
bosque cuando sucedió el primero de los singulares incidentes con los
cuales la niña está conectada, siendo aproximadamente un año después
de su llegada al pueblo. El invierno anterior había sido
extraordinariamente severo, la nieve se había acumuldo hasta grandes
profundidades, y la escarcha se había mantenido por un período sin
precedente, y el verano siguiente fue igual de notable por su calor
excesivo. Durante uno de los días más calurosos de dicho verano, Helen
V. abandonó la casa para dar uno de sus largos paseos por el bosque,
llevando con ella, como era usual, algo de pan y carne para almorzar. Fue
vista por algunos hombres en los campos dirigiéndose hacia la antigua
Calzada Romana, un verde sendero que recorre la parte más alta del
bosque. Se sorprendieron al observar que la niña se había quitado el
sombrero, a pesar de que el calor del sol era casi tropical. Mientras
pasaba, un obrero de nombre Joseph W. trabajaba en el bosque cerca de
la Calzada Romana. A las doce de día su hijo Trevor le llevó al hombre su
comida de pan y queso. Después de la merienda, el chico, de
aproximadamente siete años en aquella época, dejó a su padre en el
trabajo para buscar flores en el bosque, y el hombre, que podía
escucharlo gritar con deteleite ante sus descubrimientos, no se sintió
intranquilo. Sin embargo, repentinamente, se horrorizó al escuchar los
gritos más espantosos, evidentemente producto de un gran terror, que
procedían de la dirección en que su hijo había ido. Rápidamente dejó sus
herramientas y corrió para ver qué había sucedido. Siguiendo su pista por
el sonido, encontró al pequeño niño corriendo precipitadamente, y se
encontraba, era evidente, terriblemente asustado. Al preguntarle, el
hombré se enteró que el niño, luego de recoger un ramillete de flores se
sintió cansado y se acostó en el pasto quedándose dormido. Fue
súbitamente despertado, como relató, por un ruido peculiar, una especie
de canto —así lo llamó— y, atisbando a través de las ramas, vio a Helen
V. jugando en el pasto con un "extraño hombre desnudo", a quien fue
incapaz de describir con más detalle. Dijo haberse sentido terriblemente
asustado y que corrió alejándose y llamando a su padre. Joseph W. se
dirigió al lugar indicado por su hijo, y encontró a Helen V. sentada en el
pasto en el centro de un claro, o de un espacio abierto dejado por los
quemadores de carbón. Irritadamente la culpó de haber asustado a su
pequeño hijo, pero ella negó completamente la acusación y se rió de la
historia del niño sobre un "hombre extraño", historia a la cual él mismo no
le atribuía mucho crédito. Joseph W. llegó a la conclusión de que el niño
había despertado con un súbito temor, como a veces les sucede a los
niños, mas Trevor persistía en su historia, y continúo en aquel evidente
estrés hasta que finalmente su padre lo llevó a casa, esperando que su
madre fuese capaz de consolarlo. Sin embargo, por varias semanas el
niño les dio a sus padres muchas preocupaciones: sus maneras se
tornaron nerviosas y extrañas, negándose a abandonar la cabaña solo, y
alarmando constantemente a la familia al despertar gritando: ¡El hombre
del bosque! ¡Padre! ¡Padre!"
Con el transcurso del tiempo, sin embargo, la impresión pareció
desgastarse y, cerca de tres meses después, acompañó a su padre a la
casa de un caballero del vecindario para el cual Joseph W. ocasionalmente
trabajaba. El hombre fue conducido al estudio y el pequeño niño fue
dejado sentado en la recepción. Pero pocos minutos después, mientras el
caballero daba sus instrucciones a W., los dos fueron espantados por un
grito desgarrador y el sonido de una caída. Precipitándose fuera
descubrieron al chico sin sentido sobre el suelo, su cara desfigurada por el
terror. Inmediatamente llamaron al doctor, quien luego de examaminarlo
declaró que el niño había sufrido una especie de ataque, producto de un
shock inesperado. El niño fue llevado a uno de los dormitorios, y luego de
un tiempo recuperó la conciencia, pero solo para pasar a un estado,
descrito por el médico, como histeria violenta. El doctor le suministró un
sedante fuerte, y en el curso de dos horas, le declaro capaz de caminar a
casa. Pero al pasar por la recepción, los paroxismos de terror retornaron,
con más violencia. El padre notó que el niño apuntaba hacia algún objeto
y oyó el antiguo grito, "¡El hombre del bosque!", y mirando hacia la
dirección señalada vio una cabeza de piedra de apariencia grotesca, que
había sido edificada en la pared sobre una de las puertas. Al parecer,
recientemente el dueño de la casa había hecho algunas alteraciones en
sus establecimientos, y mientras cavaba en las fundaciones de algunas
dependencias el hombre encontró una curiosa cabeza, evidentemente del
período Romano, la que había sido dispuesta en la manera descrita. Los
arqueólogos más experimentados del distrito habían declarado que la
cabeza era la de un fauno o de un sátiro. (El doctor Phillips me cuenta que
él ha visto la cabeza en cuestión, y me asegura que nunca ha percibido
una manifestación tan vívida de intensa maldad).
Pero cualquiera haya sido la causa, este segundo golpe pareció
demasiado severo para el joven Trevor, y actualmente sufre de una
debilidad del intelecto, que ofrece escasa esperanza de recuperación. El
asunto, en aquel tiempo, causó una gran de sensación, y Helen fue
detenidamente interrogada por el señor R., pero sin resultados, pues ella
negaba resueltamente que habia asustado o molestado a Trevor de alguna
forma.
El segundo suceso con el que el nombre de la niña está conectado
tuvo lugar hace aproximadamente seis años, y es de un carácter aún más
extraordinario.
A comienzos del verano de 1882, Helen trabó una amistad, de
características peculiarmente íntimas, con Rachel M., la hija de un
próspero granjero de la vecindad. Esta joven, un año menor que Helen,
era considerada por la mayoría como la más linda de las dos, a pesar de
que los rasgos de Helen se habían suavizado en gran medida mientras
crecía. Las dos niñas, que estaban juntas cada vez que fuera posible,
exhibían un singular contraste, la una con su clara y olivácea piel, casi de
apariencia italiana, y la otra con el proverbial rojo y blanco de nuestros
distritos rurales. Debe mencionarse, que los pagos que señor R. hacía
para la mantención de Helen, eran conocidos en la villa por su excesiva
generosidad, y era de impresión general que algún día ella heredaría de
su pariente una gran suma de dinero. De esta forma, los padres de Rachel
no se oponían a la amistad de su hija con la joven, e incluso fomentaban
la intimidad, aunque ahora se arrepienten amargamente de haberlo
hecho. Helen aún conservaba su extraordinaria inclinación por el bosque
y, en varias ocasiones Rachel la acompañaba. Ambas amigas salían
temprano por la mañana y se quedaban en el bosque hasta el crepúsculo.
Una o dos veces después de aquellas excursiones la señora M. notó algo
peculiar en el comportamiento de su hija; se la veía ida y lánguida, como
ha sido expresado, "diferente a sí misma", sin embargo, estas
peculiaridades le parecieron demasiado insignificantes como para ser
comentadas. Mas una tarde, luego del retorno de Rachel al hogar, su
madre oyó un ruido que sonaba como un llanto reprimido en la habitación
de la joven, y al entrar la encontró tirada sobre su cama, medio desnuda,
evidentemente presa de una gran angustia. Tan pronto como vio a su
madre exclamó: "Ah, madre, madre, ¿por qué me permitiste ir al bosque
con Helen?". La señora M. se sorprendió frente a tan extraña pregunta, y
procedió a indagar. Rachel le relató una extravagante historia. Contó
que..."
Clarke cerró el libro con un estruendo y volvió su silla hacia el fuego.
La tarde en que su amigo se encontraba sentado en esa misma silla,
narrando su historia, Clarke lo había interrumpido en un punto algo
posterior a este, cortando sus palabras en un paroxismo de horror. "¡Dios
mío! —exclamó— Piensa, piensa en lo que estás diciendo. Es demasiado
increíble, demasiado monstruoso; cosas como esas no pueden suceder en
este modesto mundo, donde los hombres y mujeres viven y mueren, y
luchan, y conquistan, o quizá caen bajo el dolor y el arrepentimiento, y
sufren de extrañas suertes por varios años; pero no esto, Phillips, no
cosas como estas. Debe haber alguna explicación, alguna salida de este
terror. Porque, hombre, si tal situación fuera posible, nuestra tierra sería
una pesadilla."
Sin embargo, Phillips había contado su historia hasta el final,
concluyendo:
"Su huída permanece hasta hoy como un misterio; se desvaneció a
plena luz del sol; la vieron caminado por una pradera y, pocos minutos
después, ya no estaba allí".
Clarke trató de imaginarse el asunto una vez más, sentado junto al
fuego, y su mente nuevamente se estremeció y retrocedió, consternada
ante la visión de tales horribles e innombrables elementos, entronados
como estaban, triunfantes en la carne humana. Ante él se extendía la
oscura visión de la verde calzada en el bosque, como su amigo la había
descrito; vio las hojas oscilantes y las temblorosas sombras sobre el
pasto, vio la luz del sol y las flores, y, en la distancia, ambas figuras se
acercaban hacia él. Una era Rachel, ¿y la otra?
Clarke ha tratado de no creer en ello, sin embargo, al final del relato,
como está escrito en su libro, puso la siguiente inscripción:
ET DIABOLUS INCARNATE EST. ET HOMO FACTUS EST.
_
III.
Ciudad de Resurrecciones
—¡Dios mío, Herbert! ¿Es esto posible?
—Sí, mi nombre es Herbert. Creo que conozco su cara también, pero
no recuerdo su nombre. Mi memoria está estropeada.
—¿No recuerdas a Villiers de Wadham?
—Así es, así es. Ruego me disculpes Villiers, nunca pensé que le
estaba mendigando a un antiguo amigo de universidad. Buenas noches.
—Mi querido amigo, esta prisa es innecesaria. Mis habitaciones están
cerca de aquí, pero no iremos allí inmediatamente. ¿Qué te parece si
caminamos un poco por Shaftesbury Avenue? Pero Herbert, ¿cómo en
nombre del cielo llegaste a esta situación?
—Es una larga historia, Villiers, y extraña también, pero puedes
escucharla si así lo deseas.
—Vamos, entonces. Toma mi brazo, no luces muy fuerte.
La dispar pareja se movió lentamente por la calle Rupert; el uno en
sucios y funestos andrajos, y el otro, ataviado en el uniforme
reglamentario de un hombre de ciudad, ordenado, lustroso y
distinguidamente acomodado. Villiers había salido de su restaurant luego
de una excelente cena de muchos platos, asistido por un congraciador
frasco de Chianti. Mas, en aquel marco mental que casi era crónico en él,
se había demorado junto a la puerta, atisbando alrededor en la mortecina
luz de la calle, en busca de aquellos misteriosos incidentes y personas que
abundan en las calles de Londres a cada hora. Villiers se enorgullecía de sí
mismo por ser un hábil explorador de aquellos oscuros laberintos y
desvíos de la vida londinense, y en esta improductiva ocupación
desplegaba una asiduidad que era digna de actividades más serias. De
esta forma, se encontraba junto al poste de luz examinado a los
transeúntes con una abierta curiosidad y con la seriedad sólo conocida por
el comensal sistemático, cuando, habiendo recién enunciado en su mente
la siguiente fórmula: "Londres ha sido llamada la ciudad de los
encuentros; pero es más que eso, es la ciudad de las Resurrecciones", sus
reflexiones fueron súbitamente interrumpidas por un lastimero gemido
junto a él, y un lamentable pedido de limosna. Miró a su alrededor con
enojo, y con un súbito impacto se vio confrontado con la prueba
encarnada de sus pomposas fantasías. Allí, a su lado, la cara alterada y
desfigurada por la pobreza y desgracia, el cuerpo escasamente cubierto
por unos grasientos y mal traidos andrajos, se encontraba su antiguo
amigo Charles Herbert, quién se había matriculado el mismo día que él,
con el cual había sido feliz y sagaz por doce revueltos períodos
académicos. Ocupaciones diferentes y diversos intereses habían
interrumpido la amistad, y hacía seis años que Villiers no veía a Herbert; y
ahora lo encontraba, a esa ruina de hombre, con dolor y desaliento,
mezclado con una cierta curiosidad respecto a qué espantosa cadena de
circunstacias lo habrían arrastrado a tan triste situación. Villiers sintió
junto con la compasión, todo el deleite del aficionado a los misterios, y se
felicitó por sus pausadas especulaciones fuera del restaurant.
Caminaron en silencio por algún tiempo, y más de algún transeúnte
miró sorprendido aquel insólito espectáculo de un hombre bien vestido con
un indiscutible mendigo aferrado a su brazo. Villiers, dándose cuenta de
esto, dirigió los pasos hacia una oscura calle en el Soho. Aquí repitió su
pregunta:
—¿Cómo diablos sucedió, Herbert? Siempre creí que asumirías una
gran posición en Dorsetshire. ¿Acaso tu padre te desheredó?
¿Seguramente no?
—No, Villiers; obtuve toda la propiedad cuando mi pobre padre
murió, falleció un año después que dejé Oxford. Fue un buen padre para
mí, y lamenté su muerte sinceramente. Pero tú sabes cómo son los
jovenes; pocos meses después me vine a la ciudad y entré en sociedad.
Tuve, por supuesto, presentaciones excelentes, y logré divertirme mucho
de una forma sana. Jugaba un poco ciertamente, pero nunca a grandes
riesgos, y las pocas apuestas que hice en las carreras me dieron dinero —
sólo unos cuantos peniques, tú sabes—, pero suficiente para pagar los
puros y aquellos placeres insignificantes. Fue durante mi segunda
temporada que la marea cambió. ¿Por supuesto supiste que me casé?
—No, nunca escuché nada sobre eso.
—Si, me casé Villiers. Conocí a una joven, una muchacha de la más
maravillosa y extraña belleza en la casa de ciertas personas que conocía.
No podría decirte su edad; nunca la supe. Hasta donde puedo
imaginarme, debo pensar que tendría cerca de diecinueve cuando
trabamos conocimiento. Mis amigos la habían conocido en Florencia; les
había contadoque era huérfana, hija de padre Inglés y madre Italiana, y
los cautivó tal como me cautivó a mí. La primera vez que la vi fue durante
una velada nocturna. Yo estaba junto a la puerta, conversando con un
amigo cuando de repente, sobe el murmullo y barullo de la conversación,
escuché una voz que pareció estremecer mi corazón. Estaba cantando una
canción italiana. Me la presentaron esa tarde, y a los tres meses me casé
con Helen. Villiers, esa mujer, si es que puedo llamarla mujer, pervirtió mi
alma. En la noche de bodas me encontré sentado en su habitación de
hotel, escuchándola. Ella estaba sentada sobre la cama, mientras yo la
escuchaba hablar con su hermosa voz. Habló de cosas que aún ahora no
me atrevería a susurrar en la noche más oscura, aunque estuviera en
medio del desierto. Villiers, puedes creer que conoces la vida, y Londres, y
lo que sucede día y noche en esta horrorosa ciudad; podrás haber
escuchado las palabras de los más viles, pero te digo, que no puedes
concebir lo que yo sé, ni siquiera en tus sueños más fantásticos y
repugnantes podrías imaginar una pálida sombra de lo que yo he oído... y
visto. Sí, visto. He visto lo increíble, horrores tales que incluso yo mismo
algunas veces me detengo en medio de la calle, y me pregunto si es
posible que un hombre sea testigo de tales cosas y sobreviva. En un año,
Villiers, era un hombre arruinado, en cuerpo y alma... en cuerpo y alma.
—Pero, Herbert, ¿tu propiedad? Tenías tierras en Dorset.
—La vendí; los campos y los bosques, la querida y antigua casa...
todo.
—¿Y el dinero?
—Se lo llevó todo.
—¿Y luego te dejó?
—Si; desapareció una noche. No sé adónde fue, pero estoy seguro de
que si la viera otra vez eso me mataría. El resto de mi historia no
interesa; sórdida miseria, eso es todo. Quizá pienses que he exagerado y
he hablado para causar efecto, Villiers; pero no te he contado ni la mitad.
Podría contarte ciertas cosas que te convencerían, pero nunca más
tendrías un día feliz. Pasarías el resto de tu vida como yo, un hombre
maldito, un hombre que ha visto el infierno.
Villiers llevó al desafortunado a sus habitaciones, y le dio alimento.
Herbert logró comer un poco, y escasamente tocó el vaso de vino
dispuesto ante él. Se sentó taciturno junto al fuego, y pareció aliviado
cuando Villiers lo despidió con un pequeño presente en dinero.
—A propósito, Herbert —dijo Villiers, mientras se separaban en la
puerta—, ¿cuál era el nombre de tu esposa? Creo que dijiste Helen.
¿Helen cuánto?
—El nombre por el que pasaba cuando la conocí era Helen Vaughan,
pero cuál sería su verdadero nombre, no podría decirlo. No creo que
tuviera algún nombre. Sólo los seres humanos tienen nombres, Villiers, no
podría decirte nada más. Adiós. Sí, no dejaré de llamar si necesito algo en
lo que puedas ayudarme. Buenas noches.
El hombre salió a la amarga noche, y Villiers regresó junto al fuego.
Había algo acerca de Herbert que lo impactó inexpresadamente; no sus
pobres andrajos ni las marcas que la pobreza había impreso en su rostro,
sino más bien un terror indefinido que colgaba de él como una niebla.
Había reconocido que él mismo no estaba desprovisto de culpa; la mujer,
había declarado, lo había pervertido en cuerpo y alma, y Villiers sintió que
este hombre, alguna vez su amigo, había actuado en escenas de una
maldad que está más allá del poder de las palabras. Su histroria no
necesitaba de confirmación, él mismo era la prueba encarnada de ella.
Villiers meditó con curisidad acerca de la historia que había oído, y se
preguntó si había oído tanto el principio como el final de ella. No —pensó
—, ciertamente no el final, probablemente sólo el comienzo. Un caso como
este es como un nido de cajas Chinas; abres una tras otra y descubres un
exótico artificio en cada caja. Seguramene el pobre Herbert no es más que
una de las cajas exteriores; hay algunas más extrañas que le siguen.
Villiers no pudo desligar su mente de Herbert y su historia, la que
pareció más desenfrenada a medida que pasaba la noche. El fuego parecía
arder débilmente, y el frío aire de la mañana se filtraba dentro de la
habitación; Villiers se levantó dando una mirada sobre su hombro y,
estremeciéndose ligeramente, se fue a la cama.
Unos días después encontró a uno de sus conocidos en su club, se
llamaba Austin y era famoso por su íntimo conocimento de la vida
londinense, tanto en sus fases tenebrosas como luminosas. Villiers, aún
repleto de su encuentro en el Soho y sus consecuencias, pensó que quizá
Austin podría echarle algo de luz a la historia de Herbert, y así, luego de
un poco de charla informal, lanzó la pregunta:
—¿Por casualidad sabes algo de un hombre llamado Herbert —
Charles Herbert?
Austin se volteó seriamente y miró a Villiers con asombro.
—¿Charles Herbert? ¿No estabas en la ciudad hace tres años? No;
¿entonces no oíste acerca del caso de Paul Street? Causó gran sensación
en aquel tiempo.
—¿Cuál fue el caso?
—Bueno, un caballero, un hombre de muy buena posición fue hallado
muerto, tiesamente muerto, en el terreno de cierta casa en Paul Street,
lejos de Tottenham Court Road. Por supuesto que la policía no hizo el
descubrimiento; si te pasas despierto toda la noche y tienes luz en tu
ventana, el policía llamará a tu puerta, sin embargo, si sucede que yaces
muerto en el patio de alguien, te dejan solo. En este caso, como en
muchos otros, la alarma fue dada por una suerte de vagabundo; no me
refiero a un vago común, o a un hargán de alguna taberna, sino a un
caballero, cuyo negocio o placer, o ambos, lo convirtieron en un
espectador de Londres a las cinco de la mañana. Este individuo estaba,
como dijo, "yendo a casa", no se supo desde dónde ni hacia dónde, y tuvo
la ocasión de pasar por Paul Street entre las cuatro y las cinco a.m. Algo
captó su mirada en el número 20; bastante absurdamente dijo, que la
casa tenía la fisonomía más desagradable que había visto, pero que de
todas formas había mirado. Se sorprendió bastante al ver a un hombre
yaciendo sobre las piedras, sus extremidades completamente agazapadas,
y su rostro vuelto hacia arriba. A nuestro caballero el rostro le pareció
extrañamente espectral y, de esta forma, partió corriendo en busca del
policía más cercano. Al comienzo, el alguacil se inclinaba a tratar el caso
ligeramente, sospechando una borrachera común; sin embargo, se dirigió
al lugar y, luego de mirar el rostro del hombre, cambió su tono, bastante
rápidamente. El madrugador, quien había recogido este "gusanito", fue
enviado en busca del doctor, mientras el policía golpeaba y llamaba a la
puerta de la casa, hasta que una desaliñada sirvienta, luciendo más que
un poco dormida, abrió la puerta. El alguacil le señaló el contenido del
terreno a la sirvienta, quien gritó lo suficientemente fuerte para despertar
a toda la calle, mas no sabía nada acerca del hombre; nunca lo había visto
en la casa, etcétera. Mientras tanto, el descubridor original había
regresado con el médico, y lo siguiente fue ingresar al área. La reja estaba
abierta, por lo que el cuarteto completo bajó pesadamente las escaleras.
El doctor escasamente necesitó un momento de inspección; dijo que el
pobre tipo había estado muerto por varias horas. Entonces fue cuando el
caso se puso interesante. El muerto no había sido asaltado, y en uno de
sus bolsillos estaban sus papeles identificándolo como...bueno, como un
hombre de buena familia y medios, un favorito de la sociedad, un enemigo
de nadie, hasta donde se puede saber. No te digo su nombre, Villiers,
porque nada tiene que ver con la historia, además no es nada bueno
desentrañar estos asuntos de los muertos cuando no hay familiares vivos.
El siguiente punto curioso fue que el médico no pudo acordar cómo
encontró su muerte. Habían algunos ligeros moretones en los hombros,
pero eran tan tenues que parecía como si hubiese sido empujado
rudamente fuera por la puerta de la cocina, y no arrojado por sobre la reja
desde la calle o, más aún, arrastrado escaleras abajo. Sin embargo, no
había absolutamente ninguna otra marca de violencia en él, por cierto
ninguna que diera cuenta de su muerte; y cuando hicieron la autopsia, no
habían rastros de veneno, de ningún tipo. La policía, obviamente, quería
saber todo acerca de las personas del número 20 de Paul Street, y aquí
nuevamente, como he escuchado de fuentes privadas, surgieron uno o
dos puntos muy curiosos. Al parecer los ocupantes de la casa eran el
señor y la señora Charles Herbert; se decía que él era un terrateniente, lo
que impactó a la gente pues Paul Street no era exactamente un lugar en
el cual buscar a la burguesía hacendada. En cuanto a la señora Herbert,
nadie parecía saber quién o qué era y, entre nosotros, imagino que los
que se sumergieron tras la historia, se encontraron en aguas más bien
extrañas. Por supuesto que ambos negaron saber algo acerca del fallecido
y, por falta de evidencia en contra de ellos, fueron dejados en libertad. Sin
embargo, algunas cosas muy extrañas salieron respecto a ellos. A pesar
de que eran entre las cinco y las seis de la mañana cuando el muerto fue
removido, un gran gentío se reunió, y varios de los vecinos corrieron a ver
qué estaba sucediendo. Eran bastante desatados en sus cometarios, en
todo caso, y de estos apareció que el número 20 tenía muy mala fama en
Paul Street. Los detectives trataron de rastrear estos rumores hacia algún
fundamento sólido de los hechos, pero no pudieron agarrarse de nada. La
gente negaba con su cabeza y elevaban sus cejas pues los Herberts les
parecían más bien "raros", "mejor no ser visto entrando a su casa", y
etcétera. Pero no había nada tangible. Las autoridades estaban
moralmente convencidas que el hombre había encontrado su muerte, de
alguna u otra forma, en la casa y que había sido arrojado fuera por la
puerta de la cocina, pero no podían probarlo, y la ausencia de indicios de
violencia o envenenamiento los dejó impotentes. Un caso singular, ¿no es
cierto?. Pero curiosamente, hay algo más que no te he dicho. Resulta que
conozco a uno de los médicos que fue consultado acerca de la causa de
muerte, y algún tiempo después de la investigación me lo encontré, y le
pregunte acerca del tema. "¿Realmente quieres decirme —le dije—, que te
viste desconcertado con el caso, y que realmente no sabes de qué murió
aquel hombre?" "Discúlpame —respondió— conozco perfectamente bien la
causa de la muerte. Blank murió de miedo, de un verdadero y espantoso
terror; nunca durante el curso de mi práctica he visto rasgos tan
terriblemente desfigurados, y le he visto las caras a un sinnúmero de
muertos". El doctor era usualmente un tipo bastante sereno, pero un
cierta intensidad en sus modos me impresionó, sin embargo, no pude
sonsacarle nada más. Supongo que Hacienda no encontró la manera de
procesar a los Herberts por asustar a un hombre hasta matarlo; de
cualquier forma, nada se hizo, y el caso se retiró de la mente de los
hombres. ¿Por casualidad, sabes tú algo sobre Herbert?
—Bueno —contestó Villiers—, era un antiguo amigo de universidad.
—No me digas. ¿Viste alguna vez a su esposa?
—No, nunca. Perdí de vista a Herbert por muchos años.
—Es extraño, ¿verdad?, separarse de un hombre en la puerta de la
universidad o en Paddington, no saber nada de él por años, y luego,
encontrarlo asomando su cabeza en tan extraño lugar. Pero a mí me
hubiera gustado ver a la señora Herbert; se dicen cosas extraordinarias
acerca de ella.
—¿Qué clase de cosas?
—Bueno, casi no sé cómo contártelo. Todos los que la vieron en la
corte policial dijeron que era, al mismo tiempo, la mujer más hermosa y la
más repulsiva, sobre la que hayan fijado sus ojos. Hablé con un hombre
que la había visto, y te lo aseguro, realmente se estremecía mientras
trataba de describirme a la mujer, mas no podía decir por qué. Parece que
ella era una especie de enigma; y yo creo que si aquel muerto hubiera
podido contar cuentos, habría narrado unos extraordinariamente raros. Y
nuevamente nos encontramos frente a otro acertijo, ¿que podría haber
querido el señor Blank (lo llamaremos así, si no te molesta) en una casa
tan extravagante como la del número 20?. Es un caso del todo extraño,
¿no lo crees?.
—Realmente lo es, Austin; un caso extraordinario. Nunca pensé, al
preguntarte por mi antiguo amigo que me encontraría frente a tan extraño
metal. Bueno, debo irme, buen día.
Villiers se alejó, pensando en su propia idea ingeniosa de las cajas
Chinas; aqui había un artificio exótico, de hecho.
_
IV.
El Descubrimiento en Paul Street

Pocos meses después del encuentro entre Villiers y Herbert, el señor
Clarke se encontraba, como era usual, sentado junto al hogar después de
la cena, cuidando resueltamente que sus fantasías no erraran en dirección
a su escritorio. Por más de una semana había logrado mantenerse lejos de
sus "Memorias", abrigando esperanzas de una completa auto-reformación;
sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, no podía acallar el interés y la
extraña curiosidad que el caso que había escrito, excitaba en él. Le había
expuesto el caso, o más bien un resumen de él , en forma de supuesto, a
un amigo científico, quien meneó su cabeza pensando que Clarke se
estaba volviendo excéntrico, y durante esta noche en especial, Clarke se
esforzaba en racionalizar la historia, cuando un repentino golpe a la
puerta lo sacó de sus meditaciones
—El señor Villiers le busca, señor.
—¡Dios mío!. Villiers, es muy amable de tu parte venir a visitarme, no
te había visto en muchos meses, debo pensar que cerca de un año. Entra,
entra. ¿Cómo estás, Villiers? ¿Necesitas algún consejo sobre inversiones?
—No, gracias, creo que todo lo que tengo en ese sentido está
completamente a salvo. No, Clarke, vine más bien a consultarte sobre una
materia realmente curiosa de la cual me enteré no hace mucho. Me temo
que puedas encontrarla del todo abusurda cuando te la cuente. A veces yo
mismo lo hago, y por esa razón decidí recurrir a tí, pues sé que eres un
hombre pragmático.
El seños Villiers ignoraba las "Memorias para probar la existencia del
Diablo".
—Bueno, Villiers, estaré feliz de darte mi consejo, si mi habilidad lo
permite. ¿Cuál es la naturaleza del caso?
—Es un asunto del todo extraordinario. Tú me conoces, siempre
mantengo los ojos abiertos en las calles, y durante mi vida me he
encontrado con tipos relamente extraños, y casos extraños también, pero
creo que éste, los sobrepasa a todos. Hace cerca de tres meses venía
saliendo de un restaurant una desagradable noche de invierno; había
consumido una cena importante y una buena botella de Chianti, y me
detuve un momento en la acera, pensando acerca del misterio que hay
alrededor de las calles de Londres y de los visitantes que las recorren. Una
botella de vino rojo da alas a estas fantasías, Clarke, y me atrevo a decir
que debo haber pasado a través de una página pero fui interrumpido por
un mendigo que había aprarecido trás de mí, y hacía las peticiones
usuales. Pos supuesto mire a mi alrededor y este mendigo resultó ser lo
que quedaba de un viejo amigo mío, un hombre llamado Herbert. Le
pregunté cómo había llegado a tan miserable pasar, y me lo dijo.
Caminamos por una de aquellas largas y oscuras calles del Soho, y allí
escuché su historia. Dijo que se había casado con una mujer hermosa,
algunos años más joven que él y, según dijo, lo había pervertido en
cuerpo y alma. No entró en detalles; dijo que no se atrevía, que lo que
había visto y oído lo acechaba día y noche, y al mirar en su rostro supe
que decía la verdad. Había algo respecto al hombre que me hacía
estremecer. No sé por qué, pero estaba allí. Le di algo de dinero y lo
despedí, y te aseguro que cuando se fue jadeé al respirar. Su presencia
parecía congelar la sangre.
— Yo creo que el pobre tipo contrajo un matrimonio imprudente, y,
en ingles llano, se fue por las malas.
—Bueno, esucha esto —Villiers le contó a Clarke la historia que había
oído de Austin—. Ya ves —finalizó— casi no hay duda de que este señor
Blank, quienquiera que haya sido, muriera de un verdadero terror;
presenció algo tan espantoso, tan terrible, que le arrebató la vida. Y lo
que vio, seguramente lo vio en aquella casa, la cual, de una u otra forma,
tiene una mala reputación en el vecindario. Tuve curiosidad de ir y ver el
lugar por mí mismo. Es una calle del tipo deprimente; las casa son
sufucientemente antiguas para ser despreciables y terribles, pero no lo
suficientemente viejas para ser extravagantes. Hasta donde pude
observar, la mayoría de ellas eran hospedajes, amobladas y no
amobladas, y casi cada casa tenía tres campanillas en su puerta. Aquí y
allá, los primeros pisos habían sido transformados en negocios de la clase
más corriente; es una calle lúgubre, en todos los sentidos. Encontré que el
número 20 estaba en alquiler, y fui donde el agente y obtuve la llave. Por
supuesto que no hubiera escuchado nada de los Herberts en ese cuarto,
pero le pregunté al hombre, directamente, hace cuánto habían dejado la
casa y si habían habido otros inquilinos mientras tanto. Me miro
extrañamente por un minuto, y me dijo que los Herberts la habían
abandonado inmediatamente depués de lo enojoso, como lo llamaba, y
desde entonces la casa ha permanecido vacía.
Villiers se detuvo por un momento.
—Siempre me he sentido atraído por entrar a las casa vacías, hay
una suerte de fascinación en los desolados cuartos vacíos, con los clavos
en las paredes, y el polvo acumulado sobre los afeízares de las ventanas.
Pero no gocé entrando al número 20 de Paul Street. Difícilmente había
puesto un pie dentro del pasaje, cuando noté un extraño y pesasdo
sentimiento en el aire de la casa. Por supuesto que todas las casas vacías
son sofocantes, y otras cosas, pero esto era algo totalmente diferente; no
te lo puedo describir, pero parecía cortar la respiración. Fui a la habitación
delantera y a la trasera, y a las cocinas escaleras abajo; todas estaban
suficientemente sucias y polovorientas, como esperarías, mas había algo
extraño en todas ellas. No podría definirlo, sólo se que me sentí raro. Sin
embargo, una de las habitaciones del primer piso era la peor. Era una
habitación más bien grande, y alguna vez el papel mural debió haber sido
alegre, pero cuando yo la vi, la pintura, el papel, y todo eran de lo más
lúgubre. Y la habitación estaba llena de horror; sentí rechinar mis dientes
al poner la mano sobre la puerta, y cuando entré, pensé que iba a
desmayarme. Sin embargo, me dominé y me situé junto a la pared del
fondo, preguntándome qué diablos podría haber en esa habitación que
hacía temblar mis extremidades y hacía latir mi corazón como si estuviera
en la hora de la muerte. En una esquina había un montón de períodicos
esparcidos por el suelo; comencé a mirarlos. Eran periódicos de hace tres
o cuatro años, algunos de ellos medio rasgados y algunos arrugados,
como si hubieran sido usados para embalar. Di vuelta toda la pila, y entre
ellos encontré un curioso dibujo —te lo mostraré inmediatamente. Pero no
pude quedarme en la habitación, sentía que me aplastaba. Agradecí haber
salido de allí al aire abierto, sano y salvo. La gente me miraba mientras
caminaba por la calle, y un hombre dijo que estaba borracho. Me
tambaleaba de un lado a otro de la acera, y lo más que pude hacer fue
llegar donde el agente con la llave e irme a casa. Estuve en cama por una
semana, sufriendo de lo que mi doctor diagnosticó como impacto nervioso
y agotamiento. Uno de esos días estaba leyendo el períodico y me topé
por casualidad con el siguiente titular: "Murió de hambre". Era lo usual, un
hospedaje típico en Marleybone, una puerta cerrada durante varios días, y
un hombre muerto en su silla cuando forzaron la puerta."El fallecido —
decía el párrafo— era conocido como Charles Herbert, y se cree que
alguna vez fue un próspero hacendado. Su nombre fue familiar para el
público tres años atrás en conexión con la misteriosa muerte en Paul
Street, Tottenham Court Road, siendo el difunto el inquilino de la casa
número 20, en cuyo terreno fue encontrado muerto un caballero de buena
posición, bajo circunstancias no desprovistas de sospechas". Un trágico
final, ¿verdad?. Pero después de todo, si lo que me contó era verdad, y
estoy seguro que lo era, la vida de aquel hombre era una completa
tragedia, y una tragedia de la suerte más extraña que la que pusieron en
las tablillas.
—Y esa es la historia, ¿no es cierto?
—Sí, esa es la historia.
—Bueno, Villiers, realmente no sé que decir al respecto. No hay duda
que existen circunstancias en el caso que parecen peculiares, el
descubrimiento de un muerto en el terreno de la casa de Herbert, por
ejemplo, y la extraordinaria opinión del médico respecto a la causa de la
muerte; sin embargo, despues de todo, es posible que todos esos hechos
puedan ser explicados de una forma directa. En relación a tus propias
sensaciones cuando visitaste la casa, sugiero que pudieron deberse a una
imaginación vívida; debes haber estado meditando, en un estado
semiconciente, sobre lo que habías escuchado. No veo exactamente qué
más podría decirse o hacerse al respecto; evidentemente crees que hay
un misterio de algún tipo, pero Herbert está muerto; ¿dónde propones
buscar?.
—Propongo buscar a la mujer; la mujer con la que se casó. Ella es un
misterio.
Los dos hombres estaban en silencio junto al fuego; Clarke se
felicitaba por haber mantenido el personaje de abogado del lugar común,
y Villiers se envolvía en sus oscuras fantasías.
—Creo que fumaré un cigarrillo —dijo finalmente, y pasó su mano por
el bolsillo palpando la cajetilla de cigarros.
—¡Ah! —dijo, sobresaltándose ligeramente—. Había olvidado que
tenía algo que mostrarte. ¿Recuerdas que te dije que había encontrado un
curioso bosquejo entre el montón de períodicos viejos en la casa de Paul
Street?. Aquí está.
Villiers sacó un pequeño paquete de su bolsillo. Estaba cubierto con
un papel marrón, y asegurado con un cordel, y los nudos ofrecían
problemas. A pesar de sí mismo, Clarke sintió curiosidad; se inclinó en su
silla mientras Villiers deshacía con esfuerzo el cordel, y desenvolvía la
cubierta exterior. Dentro había una segunda envoltura de papel que
Villiers sacó, y sin una palabra, le alcanzó el pequeño pedazo de papel a
Clarke.
Hubo un silencio mortal en la habitación durante cinco minutos. Los
dos hombres estaban tan quietos que podían oír el sonido del anticuado
reloj que se encotraba afuera en el hall, y en la mente de uno de ellos, la
lenta monotonía del sonido despertó una memoria lejana. Miraba
intensamente el boceto a tinta y lápiz de la cabeza de la mujer; era
evidente que había sido dibujado con gran ciudado y por un verdadero
artista, ya que el alma de la mujer asomaba por sus ojos, y los labios se
abrían en una extraña sonrisa. Clarke observaba inmóvil el rostro; le trajo
a la memoria una tarde de verano, hace mucho tiempo; nuevamente
presenció el largo y hermoso valle, el río serpenteando entre las colinas,
las praderas y los maizales, el pálido sol rojizo, y la blanca y fría bruma
elevándose del agua. Escuchó una voz hablándole a traves de las oleadas
de años, diciendo: "Clarke, ¡Mary verá al Dios Pan!" , y luego se
encontraba en la siniestra habitación junto al doctor, escuchando el
pesado tic tac del reloj, esperando y observando, observando la figura que
se encontraba tendida en la silla verde bajo la lámpara. Mary se levantó,
él miró en sus ojos y su corazón se enfrío en su interior.
—¿Quién es esta mujer? —dijo finalmente. Su voz era seca y rasposa.
—Es la mujer con la que Herbert se casó.
Clarke miró nuevamente el boceto; no era Mary después de todo.
Indudablemente era el rostro de Mary, pero había algo más, algo que no
había visto en los rasgos de Mary cuando entró al laboratorio vestida de
blanco con el doctor, tampoco en su horrible despertar, ni cuando yacía
gesticulando en la cama. Fuera lo que fuera, la mirada que venía de
aquellos ojos, la sonrisa en los labois llenos, o la expresión del rostro
entero, hizo estremecer a Clarke en lo más recóndito de su alma, y
reflexió de manera inconciente sobre las palabras del doctor Phillips: "el
presentimiento de maladad más vívido que he visto". Mecánicamente
volteó el papel en su mano y miró la parte de atrás.
—¡Dios mío, Clarke! ¿Que sucede? Estás pálido como la muerte.
Villiers saltó violentamente de su silla, mientras Clarke se reclinaba
con un quejido, dejando caer el papel de sus manos.
—No me siento muy bien, Villiers, soy objeto de estos ataques.
Sírveme un poco de vino; gracias, esto servirá. Me sentié mejor en unos
minutos.
Villiers recogió el caído boceto y lo volteó como Clarke había hecho.
—¿Viste eso? —dijo—. Así fue como la identifiqué como el retrato de
la esposa de Herbert, o debo decir su viuda. ¿Cómo te sientes ahora?
—Mejor, gracias, fue sólo un mareo pasajero. No creo que te entienda
claramente. ¿Qué dijiste que te permitió identificar la imagen?
—Esta palabra —Helen— estaba escrita atrás. ¿No te dije que su
nombre era Helen? Sí, Helen Vaughan.
Clarke lanzó un gemido; no había ninguna sombra de duda.
—Ahora —dijo Villiers—, ¿no estas de acuerdo que en la historia que
te he contado esta noche, y el papel que esta mujer juega en ella, hay
algunos puntos muy extraños?
—Sí, Villiers —musitó Clarke—, realmente es una historia extraña;
una extraña historia, realmente. Debes darme tiempo para reflexionar
sobre ella, y quizá pueda ayudarte y quizá no. ¿Te retiras ahora? Bueno,
buenas noches Villiers, buenas noches. Ven a visitarme en el transcurso
de una semana.
__
V.
La carta de advertencia
—¿Sabes Austin —dijo Villiers, mientras ambos amigos paseaban
serenamente a lo largo de Picadilly una agradable mañana de mayo—
sabes que estoy convencido que lo que me contaste acerca de Paul Street
y de los Herberts es un mero episodio de una historia extraordinaria?
Además, debo cofesarte que cuando te pregunté por Herbert hace unos
meses atrás, recién me lo había encontrado.
—¿Lo habías visto? ¿Dónde?
—Me pidió limosna una noche en la calle. Se encontraba en la
condición más lamentable, pero reconocí al hombre y lo tuve contándome
su historia, o por lo menos un esbozo de ella. En resumen, llegó a lo
siguiente: había sido arruinado por su mujer.
—¿De qué forma?
—No me lo dijo; sólo dijo que ella lo había destruido, en cuerpo y
alma. El hombre está muerto ahora.
—¿Y que fue de su mujer?
—Ah, eso es lo que me gustaría saber, y pretendo encontrarla tarde o
temprano. Conozco a un hombre llamado Clarke, un tipo seco, de hecho,
un hombre de negocios, pero suficientemente despierto. Tú comprendes a
lo que me refiero, no despierto en el mero sentido comercial de la palabra,
sino que un hombre que realmente sabe algo acerca del hombre y la vida.
Bueno, le expuse el caso y realmente se impresionó. Dijo que necesitaba
ser considerado y me pidió que volviera en el transcurso de una semana.
Pocos días después, recibí esta extraordinaria carta.
Austin tomó el sobre, extrajo la carta y leyó con curiosidad. Decía lo
siguiente:
_
"MI QUERIDO VILLIERS,
he pensado en el caso sobre el cual me
consultaste la otra noche, y mi consejo es el siguiente. Arroja el retrato al
fuego, borra la historia de tu mente. Nunca le dediques otro pensamiento,
Villiers, o te arrepentirás. Pensarás, sin duda, que poseo alguna
información secreta, y hasta cierto punto ese es el caso. Pero sólo conozco
un poco; sólo soy como un viajero que ha atisbado sobre el abismo y se
ha retirado con horror. Lo que sé, es suficientemente extraño y terrible,
sin embargo, más allá de mi conocimiento hay profundidades y horrores
aún más espantosos, más increíbles que cualquier cuento narrado una
noche de invierno junto al fuego. He resuelto no explorar ni un ápice más
allá, y nada conmoverá tal resolución, y si valoras tu felicidad tomarás la
misma determinación.
Ven a verme de todos modos; pero hablaremos de temas más
alegres que éste.
Austin dobló metódicamente la carta, y se la devolvió a Villiers.
—Ciertamente es una carta particular —dijo— ¿a qué se refiere el
hombre con el retrato?
—¡Oh! Había olvidado mencionar que estuve en Paul Street e hice un
descubrimiento.
Villiers relató su historia como lo había hecho con Clarke, miestras
Austin escuchaba en silencio. Parecía intrigado.
—¡Qué curioso que experimentaras una sensación tan desagradable
en aquella habitación! —dijo finalmente—. Difícilmente creo que haya sido
una mera cuestión de la imaginación; en resumen, un sentimiento de
repulsión.
—No. Era más físico que mental. Era como si en cada inhalación,
respirara alguna emanación mortífera, que parecía penetrar en cada
nervio, hueso y tendón de mi cuerpo. Me sentí tironeado de pies a cabeza,
mis ojos comenzaron a oscurecerse, fue como la entrada a la muerte.
—Sí, sí, realmente muy extraño. Como ves, tu amigo confesó que hay
una historia muy oscura conectada con esta mujer. ¿Percibiste alguna
emoción particular en él cuando le relatabas tu experiencia?
—Sí. Se puso muy débil, pero me aseguró que no era más que un
ataque pasajero de los cuales era objeto.
—¿Le creíste?
—En el momento lo hice, pero ahora no. Escuchó lo que yo tenía que
decir con bastante indiferencia, hasta que le mostré el retrato. Entonces
fue cuando el ataque del que hablo le sobrevino. Te aseguro que lucía
cadavérico.
—Entonces debe haber visto a la mujer alguna vez. Sin embargo,
puede haber otra explicación; puede haber sido el nombre y no el rostro,
el que le era familiar. ¿Qué crees tú?
—No podría decírtelo. Hasta donde creo, fue luego de voltear el
retrato en su mano que casí se cae de la silla. El nombre, como sabes,
estaba escrito en la parte de atrás.
—¡Correcto! Después de todo, es imposible llegar a una conclusión en
un caso como este. Odio el melodrama, y nada me choca más que la
trivialidad y el tedio de las historias comerciales de fantasmas; pero
Villiers,realmente parece que hay algo muy extraño en en fondo de todo
esto.
Sin darse cuenta, los dos hombres habían doblado por Ashley Street,
dirigiéndose al norte de Picadilly. Era una calle larga, y más bien sombría,
mas aquí y allá, un gusto más brillante había iluminado las oscuras casas
con flores, y cortinas alegres, y una agradable pintura en las puertas.
Villiers observaba al tiempo que Austín terminaba de hablar, y miró una
de aquellas casas; de cada alféizar colgaban geranios, rojos y blancos y
cada ventana estaba cubierta con cortinas de color narciso.
—Se ve alegre, ¿no te parece? —dijo.
—Sí, y el interior es aún más alegre. Una de las casas más
agradables de la temporada, así he oído. Yo mismo no he estado allí, pero
he conocido a varios hombres que sí lo han hecho, y me cuentan que es
notablemente jovial.
—¿De quién es la casa?
—De una tal señorita Beaumont.
—¿Y quién es ella?
—No sabría decirte. He escuchado que viene de Sud América, pero
después de todo, quién es ella es de poca importancia. Es una mujer muy
rica, no cabe duda de ello, y algunas de las personas más distinguidas se
han asociado con ella. He escuchado que posee un claret espléndido, un
vino verdaderamente maravilloso, que debe haberle costado una suma
fabulosa. Lord Argentine me estaba contando al respecto; estuvo allí la
tarde del domingo pasado. Me ha asegurado que nunca había probado un
vino como ese y, como sabes, Argentine es un experto. A propósito, eso
me recuerda, debe ser una mujer del tipo singular, esta señora Beaumont.
Argentine le preguntó acerca de la antiguedad del vino y, ¿qué crees que
le respondió?. "Al rededor de unos mil años, creo". Lord Argentine pensó
que lo estaba engañando, tú sabes, pero cuando se río ella le dijo que
hablaba totalmente en serio y le ofreció mostrarle la jarra. Por supuesto
que luego de eso no pudo decir nada más; pero me parece algo anticuado
para una bebida, ¿no te parece? Bueno, ya llegamos a mis habitaciones.
¿Quieres pasar?
—Gracias, creo que lo haré. No he visto la tienda de curiosidades
hace un buen tiempo.
Era una habitación ricamente amoblada, aunque extravagantemente,
donde cada jarrón, armario y mesa, y cada alfombra, jarra y ornamento
parecían ser una cosa aparte, preservando cada una su propia
individualidad.
—¿Algo fresco últimamente? —dijo Villiers luego de un rato.
—No; creo que no. ¿Ya viste esos cántaros extraños, no es cierto? Me
lo imaginaba. No creo haberme topado con nada durante las últimas
semanas.
Austin examinó la pieza de aparador en aparador, de estante a
estante, en busca de alguna nueva rareza. Finalmente, sus ojos se
posaron sobre un extraño cofre, agradable y exquisitamente tallado, que
se encontraba en una oscura esquina del cuarto.
—Ah —dijo— lo estaba olvidando, tengo algo que mostrarte. Austin
abrió el cofre, extrajo un grueso volumen empastado, lo dejó sobre la
mesa, y retomó el cigarro que había dejado a un lado.
—Villiers, ¿conociste a Arthur Meyrick, el pintor?
—Algo. Lo vi una o dos veces en la casa de un amigo mío. ¿Qué ha
sido de él? No he escuchado la mención de su nombre por algún tiempo.
—Murió.
—¡Díos mío! Tan joven, ¿verdad?
—Si, tenía sólo treinta cuando murió.
E l Gran Dios Pan A rthur Machen
—¿De qué falleció?
—No lo sé. Era un íntimo amigo mío, y un tipo realmente bueno.
Acostumbraba a venir y hablar conmigo durante horas, era uno de los
mejores conversadores que he conocido. Incluso podía hablar de la
pintura, y eso es más de lo que se puede decir de la mayoría de los
pintores. Hace aproximadamente dieciocho meses comenzó a sentirse
estresado, y en parte siguiendo mi consejo, se embarcó en una especie de
expedición errante, sin un final ni un objetivo muy definidos. Me parece
que Nueva York sería uno de sus primeros puertos, pero nunca supe de él.
Hace tres meses recibí este libro, acompañado de una cortés nota de un
doctor inglés trabajando en Buenos Aires, afirmando que había atendido al
fallecido señor Meyrick durante su enfermedad, y que el difunto había
expresado el intenso deseo de que el paquete sellado debía serme enviado
luego de su muerte. Eso era todo.
—¿Y no escribiste para pedir nuevos pormenores?
—He pensado en hacerlo. ¿Tú me aconsejarías escribirle al doctor?
—Ciertamente. ¿Y el libro?
—Estaba sellado cuando lo recibí. No creo que el doctor lo haya
mirado.
—¿No es algo muy extraño? ¿Era Meyrick un coleccionista?
—No, no lo creo, difícilmente un coleccionista. Dime, ¿qué es lo que
piensas de estas vasijas Ainu?
—Son singulares, pero me gustan. Pero, ¿no me vas a mostrar el
legado del pobre Meyrick?
—Si. Sí, por cierto. Lo que sucede es que es un objeto bastante
peculiar y no se lo he mostrado a nedie. Si yo fuera tú, no diría nada al
respecto. Aqui está.
Villiers cogió el libro y lo abrió a azar.
—No es un volumen impreso, entonces —dijo.
—No. Es una colección de dibujos en blanco y negro hechos por mi
pobre amigo Meyrick.
Villiers dio vuelta la primera página, estaba en blanco; la segunda
llevaba una pequeña inscripción que decía:
"Silet per diem universus, nec sine horror secretus est; lucet
mocturnis ignibus, chorus Aeipanum undique personatur: audiuntur et
cantus tibiarum, et tinnitus cymbalorum per oram maritimam".
En la tercera página había un diseño que sobresaltó a Villiers y miró
imediatamente a Austin; éste miraba abstraidamente por la ventana.
Villiers volteó página tras página, absorto, a pesar de sí mismo, en las
epantosas Noches de Walpurgis de la maldad, una maldad extraña y
monstrousa, que el artista había plasmado en duro blanco y negro. Las
figuras de Faunos, Sátiros y Aegipos bailaban frente a sus ojos, la
oscuridad de la espesura, la danza en las cumbres, las escenas de costas
solitarias, en verdes viñedos, en lugares desiertos y rocosos, pasaron
fente a él: un mundo frente al cual el alma humana se retrae y se
estremece. Villiers pasó rápidamente las páginas restantes; había visto
suficiente, mas el dibujo de la última págna captó su mirada, cuando casi
cerraba el libro.
—¡Austin!
—Bueno, ¿qué sucede?
—¿Sabes quién es?
Era el rostro de una mujer, sola en la página blanca.
—¿Que si la conozco? No, por supuesto que no.
—Yo sí.
—¿Quién es?
—Es la señora Herbert.
—¿Estás seguro?
—Estoy perfectamente seguro de ello. ¡Pobre Meyrick! Es un capítulo
más en su historia.
—¿Qué te parecen los diseños?
—Son terribles. Sella el libro nuevamente, Austin. Si yo fuera tú, lo
quemaría; debe ser una horrible compañía aún estando en un cofre.
—Sí, son unos dibujos singulares. Pero me pregunto, ¿qué conexión
había entre Meyrick y la señora Herbert, o qué vínculo había entre ella y
estos diseños?
—¿Quién podría decirlo? Es posible que este asunto termine aquí, y
nunca sepamos, sin embargo, en mi opinión, esta Helen Vaughan o señora
Herbert, es sólo el principio. Volverá a Londres, Austin; pierde cuidado,
ella regresará, y entonces sabremos más acerca de ella. Dudo que sean
noticias muy agradables.
_
VI.
Los Suicidios
Lord Argentine era un gran favorito en la sociedad londinense. A los
veinte años había sido un hombre pobre, adornado por el apellido de una
ilustre familia, sin embargo, forzado a ganarse el sustento como fuera, y
ni el más especulativo de los prestamistas le hubiera confiado 5 peniques
sobre la eventualidad de que alguna vez cambiara su nombre por un título
y su pobreza por una gran fortuna. Su padre había estado lo
suficientemente cerca de la fuente de las cosas buenas como para
asegurar a uno de los miembros vivos de la familia, pero el hijo, aún si
hubiera tomado los votos, no hubiera obtenido más que eso, además, no
tenía vocación para la orden eclasiástia. De esta forma, enfrentó al mundo
con una armadura no mejor que la toga de bachiler y el ánimo de un
joven nieto del hijo, equipamiento con el cual se las ingeniaba de alguna
forma para hacer de esa una batalla bastante tolerable. A los veinticinco el
serñor Charles Aubernon era aún un hombre de luchas y contiendas
contra el mundo, sin embargo, de los siete que se encontraban antes que
él en los lugares más altos de su familia, sólo quedaban tres. Estos
tres,aunque "bien vivos", no eran a prueba de la lanza Zulu ni de la fiebre
tifoidea, por lo que, una mañana, Aubernon despertó siendo Lord
Argentine, un hombre de treinta años que había enfrentado las
dificultades de la existencia, y las había conquistado. La situación lo
divertía inmensamente, y resolvió que la riqueza sería tan agradable para
él como lo había sido siempre la pobreza. Luego de algunas
consideraciones, Argentine llegó a la conclusión de que la cena, mirada
como una de las bellas artes, era quizá la ocupación más entretenida
abierta a la humanidad arruinada, de esta forma, sus cenas se hicieron
famosas en Londres, y una invitación para su mesa era algo
codiciosamente deseado. Luego de diez años de señoría y cenas,
Argentine aún rehusaba a cansarse y siguió disfrutando de la vida , y,
como una suerte de infección, era reconocido como causa de alegría para
los demás, en suma, como la mejor de las compañías. De este modo, su
repentina y trágica muerte causó una extensa y profunda sensación. La
gente difícilmente lo creía, aún teniendo el períodico frente a sus ojos y el
grito de "Misteriosa muerte de un noble" resonando por las calles. Mas allí
estaba el párrafo: "Lord Argentine fue hallado muerto esta mañana por su
asistente bajo circunstancias intranquilizantes. Se ha afirmado que no hay
duda de que su señoría se habría suicidado, aunque no se ha encontrado
un motivo para el acto. El fallecido caballero era ampliamente conocido en
sociedad, y muy querido por sus joviales maneras y su regia hospitalidad.
Ha sido sucedido por..." etc, etc.
Lentamente los detalles salieron a la luz, pero el caso era aún un
misterio. El testigo principal del interrogatorio era el ayudante del difunto,
quien afirmó que la noche anterior a la muerte Lord Argentine había
cenado con una señora de buena posición, cuyo nombre fue suprimido por
los períodicos. Lord Argentine había regresado aproximadamente a las
once y había informado a su hombre que no requeriría de sus servicios
hasta la mañana siguiente. Un poco más tarde, el sirviente tuvo la
oportunidad de pasar por el hall y asombrarse al ver a su amo saliendo
tranquilamente por la puerta principal. Se había cambiado la tenida de
noche y vestía un abrigo Norfolk, unos bombachos, y un sombrero bajo
color marrón. El ayudante no tenía ninguna razón para suponer que Lord
Argentine lo había visto, y aunque su amo rara vez se quedaba hasta
tarde, jamas pensó en lo que ocurriría a la mañana siguiente al llamar a
su puerta un cuarto para las nueve, como era usual. No recibió respuesta,
y luego de golpear una o dos veces, entró a la habitación y vio el cuerpo
de Lord Argentine inclinado en ángulo desde los pies de la cama.
Descubrió que su amo había atado firmemente una cuerda a uno de los
postes cortos de la cama, y luego hizo un nudo corredizo y se lo deslizó al
redor del cuello, el pobre hombre debe haberse dejado caer
resueltamente, para morir lentamente estrangulado. Vestía el delgado
traje con el que el sirviente lo había visto salir, y el doctor que fue llamado
declaró que la su vida se había extinguido hacía más de cuatro horas.
Todos los papeles, cartas, y demases, estaban en perfecto orden, y no se
descubrió nada que apuntara remotamente a algún escandalo, fuera
grande o pequeño. Hasta aquí llegaba la evidencia; nada más pudo ser
descubierto. Varias personas se encontraban presentes en la cena a la que
Lord Argentine había asistido, y a todas ellas les pareció que se
encontraba de un humor afable, como siempre. Sin embargo, el asistente
afirmó que su amo le había parecido algo agitado al llegar a casa, mas la
alteracióm era a su manera muy tenue, de hecho, dificilmente perceptible.
Buscar más pistas parecía inútil, y la sugerencia de que Lord Argentine
había sufrido de un repentino ataque de manía suicida aguda, fue
ampliamente aceptado.
Sin embargo, resultó de otra manera, cuando dentro de las tres
semanas siguientes, otros tres caballeros, uno de ellos un noble, y dos
hombres más de buena posición y abundantes medios, perecieron
atrozmente en casi la misma forma. Lord Swanleigh fue encontrado una
mañana en su vestidor, colgando de un gancho fijado a la pared, y el
señor Collier-Stuart y el señor Herries habían elegido morir como Lord
Argentine. Ninguno de los casos tenía explicación; uno cuantos hechos
conocidos: un hombre vivo en la tarde y un cadáver con el rostro
hinchado y amoratado, en la mañana. La policía se vio obligada a
decalrarse impotente para arrestar o explicar los sórdidos asesinaos de
Whitechapel; sin embargo, ante los horribles suicidios de Picadilly y
Mayfair se encontraban atónitos, porque ni siquiera la sola ferocidad que
había servido como explicación de los crímenes del East End, podía servir
en el West. Todos estos hombres que habían resuelto morir una muerte
tormentosa y vergonzosa eran ricos, prósperos y, según las apariencias,
enamorados del mundo, y ni siquiera la investigación más detallada pudo
descubrir en alguno de los casos alguna sombra de un motivo latente.
Había horror en el ire, y los hombres se miraban unos a otros al
encontrarse, cada uno preguntándose si el otro sería la víctima de la
quinta tragedia sin nombre. Los periodistas revisaban en vano sus
apuntes en busca de material con el cual mezclar artículos anteriores.Y el
períodico matutino era abierto en más de algún hogar con un sentimiento
de terror; nadie sabía cuándo o dónde atacaría el próximo golpe.
Poco tiempo después del último de estos terribles sucesos, Austin fue
a visitar al señor Villiers. Sentía curiosidad por saber si Villiers había
tenido éxito en descubrir alguna pista fresca de la señora Herbert, ya
fuera a través de Clarke o de otra fuente, y a penas se hubo sentado hizo
la pregunta.
—No —dijo Villiers—, le escribí a Clarke pero sigue inexorable, y he
tratado por otros canales sin resultados. No he podido saber qué ha sido
de Helen Vaughan después de dejar Paul Street, pienso que deber haberse
ido al extranjero. Pero para serte franco Austin, no le he prestado mucha
atención al tema durante las últimas semanas; conocía íntimamemnte al
pobre Herries, y su terrible muerte ha sido un gran golpe para mí, un gran
golpe.
—Lo creo —contestó Austin solemnemente—, tú sabes que Argentine
era amigo mío. Si recuerdo correctamente, estuvimos hablando de él ese
día que viniste a mis habitaciones.
—Sí; era en relación a aquella casa en Ashley Street, la casa de la
señora Beaumont. Dijiste algo acerca de Argentine cenando allá.
—De hecho. Seguramente sabrás que fue allí donde Argentine cenó la
noche antes... antes de su muerte.
—No, no había escuchado eso.
—Oh, si; el nombre fue excluído de los períodicos para ahorrarle
molestias a la señora Beaumont. Argenitne era un gran favorito suyo, y se
comentaba que ella se encontraba en un terrible estado.
Una curiosa expresión asomó en el rostro de Villliers; parecía indeciso
acerca de hablar o no. Austin comenzó nuevamente.
—Nunca experimenté tal sentimiento de horror como cuando leí el
informe de la muerte de Argentine. En el momento no lo comprendí, y
tampoco ahora. Lo conocía bien, y mi entendimiento se ve completamente
superado al pregutnarme por qué posible causa él —o cualquiera de los
otros— podría haber resuelto morir a sangre fría, de aquella espantosa
manera. Tú sabes cómo los hombres murmuran sobre cada personaje de
Londres, y te aseguro que cualquier escándalo enterrado o esqueleto
escondido habría aparecido en un caso como este; pero nada por el estilo
ha sucedido. Y respecto a la teoría de manía, bueno, eso está muy bien
para la improvisación del forense, pero todos sabemos que es una
tontería. La manía suicida no es una pequeña infección.
Austin se hundíó en un oscuro silencio. Villiers también estaba en
silencio, observando a su amigo. La expresión de indecisión aún se movía
por su rostro; parecía sopesar sus pensamientos en una balanza, y las
consideraciones que estaba tomando lo mantenían en silencio. Austin
trató de quitarse de encima las memorias de tragedias tan imposibles y
confusas como el laberinto de Dédalo, y comenzó a hablar con voz
indiferente de sucesos más agradables y de las aventuras de la
temporada.
—Esa señora Beaumont —dijo— de la cual hablábamos, es un gran
éxito; ha tomado Londres casi por asalto. La conocí la otra noche en
Fulham; realmente es una mujer extraordinaria.
—¿Conociste a la señora Beaumont?
—Sí; estaba rodeada por un verdadero séquito. Supongo que podría
decirse que es muy atractiva, sin embargo, hay algo en su rostro que no
me agradó. Sus rasgos son exquisitos, pero la expresión es extraña. Y
durante todo el tiempo que la estuve observando, y luego, cuando me
dirigía a casa, tuve la curiosa sensación de que me era familiar, de alguna
u otra forma.
—La debes haber visto en la calle.
—No, estoy seguro que nunca había visto a la mujer; eso es lo que lo
hace misterioso. Y según creo, nunca he visto a nadie como ella; lo que
sentí fue como un recuerdo lejano y velado, vago pero persistente. La
única sensación con la que puedo compararlo es ese extraño sentimiento
que se tiene a veces en los sueños, cuando las ciudades fantásticas, las
tierras maravillosas y los personajes fantasmales nos parecen familiares y
habituales.
Villiers asintió y echó un vistazo sin dirección al rededor de la
habitación, posiblemente en busca de algo sobre lo que continuar la
conversación. Sus ojos se posaron en un antiguo cofre situado debajo de
un escudo gótico, parecido en cierta forma a aquél en que el artista había
escondido su extraño legado.
—¿Le escribiste al doctor acerca del pobre Meyrick? —preguntó.
—Sí, le escribí pidiéndole todos los pormenores respecto a su
enfermedad y su muerte. No espero recibir respuesta durante otras tres
semanas o un mes. Pensé que también debería indagar si Meyrick conocía
a alguna mujer inglesa apellidada Herbert, y si ese era el caso, si el doctor
podía entregarme información sobre ella. Sin embargo, es muy posible
que Meyrick se halla encontrado con ella en Nueva York, o México, o San
Franciasco. No tengo idea del alcance o dirección de sus viajes.
—Sí, y es muy posible que esta mujer tenga más de un nombre.
—Exactamente. Hubiera deseado pensar en pedirte el retrato de ella
que posees. Podría haberlo incluido en mi carta al doctor Matthews.
—Podrías haberlo hecho; nunca se me había ocurrido. Debemos
enviarlo ahora.¡Escucha! ¿Qué están gritando esos niños?
Mientras los dos hombres conversaban, un ruido confuso de gritos
había aumentado gradualmente en intesidad. El ruido se elevaba desde la
parte este y cobraba fuerzas en Picadilly, acercándose más y más, como
un torrente de sonido; agitando las calles usualmente tranquilas, y
haciendo de cada ventana el marco para una cara, curiosa o excitada. Los
gritos y las voces reverberaban a lo largo de la silenciosa calle donde vivía
Villiers, haciéndose más claras a medida que avanzaban, y mientras
Villiers hablaba, la respuesta subió desde la acera:
"¡Los Horrores del West End; otro espantoso suicidio; informe
completo!"
Austin se se precipitó escaleras abajo y compró un periódico, y le leyó
a Villiers, mientras el alboroto en la calle se elevaba y decaía. La ventana
estaba abierta y el aire parecía estar lleno de ruido y terror.
"Otro caballero ha caído víctima de la terrible epidemia de suicidios
que, durante el último mes, ha prevalicido en West End. El señor Sydney
Crashaw, de Stoke House, Fulhan y King's Pomeroy, Devon, fue hallado
muerto a la una de esta tarde, luego de una prolongada búsqueda,
colgado a la rama de un árbol en su jardín. El difunto caballero cenó
anoche en el Club Carlton y su salud y humor se veían como siempre.
Abandonó el club cerca de las diez y, algo más tarde fue visto caminando
sin prisa por St. James Street. Luego de esto, se le pierde el rastro a sus
movimientos. Apenas encontrado el cuerpo se llamó al médico, pero era
evidente que la vida se había extinguido hace tiempo. Hasta donde se
sabe, el señor Crashaw no tenía ningún tipo de problema o ansiedad. Este
doloroso suicidio, como se recordará, es el quinto de su clase en el último
mes. Las autoridades de Scotland Yard son incapaces de sugerir alguna
explicación para estos terribles sucesos."
Austin dejó el periódico con un mudo horror.
—Dejaré Londres mañana —declaró—, esta es una ciudad de
pesadilla. ¡Qué espantoso es esto, Villiers!
El señor Villiers estaba sentado junto a la ventana, tranquilamente
mirando a la calle. Había escuchado atentamente al informe del períodico,
y la huella de indecisión había desaparecido de su rostro.
—Espera, Austin —replicó— he decidido mencionarte un asunto que
sucedió anoche. ¿Creo que se afirmaba que Crashaw había sido visto con
vida en St. James Street, poco después de las diez?
—Sí, eso creo. Miraré nuevamente. Si, estás en lo cierto.
—Correcto. Entonces, me encuentro en la posición de contradecir
completamente el relato. Crashaw fue visto después de eso; de hecho,
considerablemente más tarde.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque por casualidad vi a Crashaw, cerca de las dos de esta
madrugada.
—¿Viste a Crashaw? ¿Tú, Villiers?
—Sí, lo vi claramente, de hecho, nos separaban tan sólo unos pocos
pasos.
—¿Dónde, en nombre del cielo, lo viste?
—No lejos de aquí. Lo ví en Ashley Street. Precisamente cuando salía
de una casa.
—¿Reconociste cuál era la casa?
—Sí. Era la de la señora Beaumont.
—¡Villiers! Piensa en lo que estás diciendo; debe haber algún error.
¿Cómo podría Crashaw haber estado en casa de la señora Beaumont a las
dos de la mañana? Seguro, seguro debes haber estado soñando, Villiers;
siempre has sido algo fantaseoso.
—No; estaba completamente despierto.Incluso si hubiera estado
soñando, como tú dices, lo que ví me hubiera despertado efectivamente.
—¿Lo que viste? ¿Qué viste? ¿Había algo extraño en Crashaw? Pero
no lo puedo creer, es imposible.
—Bueno, si lo deseas te contaré lo que vi, o si te place, lo que creo
haber visto. Puedes juzgar por tí mismo.
—Muy bien, Villiers.
El ruido y el clamor de la calle se habían extinguido, aunque algunos
sonidos de gritos aún llegaban repentinamente desde la distancia, y el
apagado y pesado silencio se parecía a la calma que sigue al terremoto o
a la tormenta. Villiers dio la espalda a la ventana y comenzó a hablar.
—Anoche yo estaba en una casa cerca de Regent's Park y al dejarla,
me asaltó la idea de caminar a casa en vez de tomar un cabriolé. Era una
noche lo suficientemente clara y agradable, y luego de unos minutos ya
tenía las calles para mí solo. Es curioso, Austin, estar solo en Londres de
noche, las lámparas alargándose en perspectiva, y el silencio sin vida, y
quizá de repente, la acometida y estruendo de un coche sobre las piedras
y los cascos de los caballos echando chispas. Caminaba vigorosamenete
pues me sentía algo cansado de estar fuera en la noche, y cuando los
relojes daban las dos, doblé por Ashley Street, la que, como sabes, está
en mi camino. Estaba más tranquila que nunca y eran pocas las lámparas;
en resumen, lucía tan oscura y tenebrosa como un bosque en invierno.
Había recorrido casi la mitad de la calle cuando oí el sonido de una puerta
cerrándose suavemente y, como es natural, miré para ver quién andaba
allí como yo, a tales horas. Por casualidad hay una lámpara cerca de la
casa en cuestión y vi a un hombre en el portal. Recién había cerrado la
puerta y su cara estaba hacia mí, inmediatamente reconocí a Crashaw.
Nunca lo conocí tanto como para hablarle, sin embargo, lo había visto
frecuentemente, por lo que estoy seguro que no confundí a mi hombre. Le
miré a la cara por un momento, y entonces —debo decir la verdad—
emprendí una buena carrera y seguí corriendo hasta que estaba en mi
propia puerta.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Porque verle la cara a ese hombre me congeló la sangre.
Nunca habría imaginado que una combinación de pasiones como aquella
podría haber fulgurado en los ojos de ningún hombre. Casi me desmayé al
mirar. Sabía que había atisbado en los ojos de un alma perdida, Austin. El
exterior de ese hombre permanecía, pero todo el infierno estaba detro de
él. Una lasciva furiosa y un odio que era como el fuego, más la pérdida de
toda esperanza y la completa oscuridad de la desesperación parecían dar
alaridos a la noche, aunque su boca estaba cerrada. Estoy seguro que no
me vio; no veía nada de lo que tú o yo podemos ver, sin embargo, lo que
prensenciaba espero que jamás lo veamos. No sé cuándo murió; supongo
que dentro de una hora, o quizá dos, pero cuando pasé por Ashley Street
y oí la puerta cerrándose, el hombre ya no pertenecía a este mundo. Lo
que ví fue la cara de un demonio.
Hubo un intervalo de silencio en la habitación cuando Villiers terminó
de hablar. La luz estaba menguando y todo el tumulto de una hora atrás
se había acallado por completo. Austin había inclinado su cabeza al final
del relato, y las manos cubrian sus ojos.
—¿Qué puede significar todo esto? —dijo finalmente.
—Quién sabe, Austin, quién sabe. Este es un asunto oscuro, pero
creo que será mejor que quede entre nosotros por ahora, sea como sea.
Veré si puedo saber algo acerca de esa casa a través de algunos canales
privados de información, y si me encuentro con algo, te lo haré saber.
_
VII.
Encuentros en el Soho

Tres semanas más tarde Austin recibió una nota de Villiers,
pidiéndole que lo visitara aquella noche o la siguiente. Eligió la fecha más
cercana. Encontró a Villiers sentado, como era usual, junto a la ventana,
aparentemente perdido en meditaciones en el adormecedor tráfico de las
calles. A su lado había una mesa de bambú, un objeto fantásico,
enriquecido con oropel y exóticas escenas pintadas, y sobre ella había una
pila de papeles arreglados y rotulados tan pulcramente como cualquier
cosa en la oficina del señor Clarke.
—Bueno, Villiers, ¿has hecho algunos descubrimientos durante las
últimas tres semanas?
—Eso creo: aquí tengo uno o dos apuntes que me impactaron por su
singularidad, y hay un informe sobre el cual quisiera llamar tu atención.
—¿Y estos documentos se relacionan con la señora Beaumont? ¿Era
realmente Crashw a quien viste esa noche en la puerta de la casa de
Ashley Street?
—En relación a ese asunto mi creencia se mantiene inalterada, sin
embargo, ninguna de mis indagaciones ni sus resultados tiene alguna
especial relación con Crashaw. Pese a eso, mis inventigaciones han tenido
un extraño resultado. ¡He descubierto quién es la señora Beaumont!
—¿A qué te refieres con quién es ella?
—Me refiero a que tú y yo la conocemos mejor bajo otro nombre.
—¿Cuál es ese nombre?
—Herbert.
—¡Herbert! —Austin repitió esta palabra aturdido por la sorpresa.
—Sí, la señora Herbert de Paul Street, o Helen Vaughan, cuyas
anteriores aventuras desconocía. Tuviste razón al reconocer la expresión
de su rostro; al llegar a casa observa el rostro del libro de horrores de
Meyrick, y conoceras la fuente de tus recuerdos.
—¿Tienes pruebas de esto?
—Sí, la mejor de las pruebas. He visto a la señora Beaumont, ¿o debo
decir la señora Herbert?
—¿Dónde la viste?
—En un lugar donde difícilmente esperarías ver a una dama que vive
en Ashley Street, Picadilly. La vi entrando a una casa en una de las calles
más despreciables y de peor reputación del Soho. De hecho, yo había
concertado una cita, aunque no con ella, y ella estaba precisamente allí,
en el mismo lugar y al mismo tiempo.
—Todo esto parece muy sorprendente, pero no puedo llamarlo
increíble. Debes recordar Villliers, que yo he visto a esta mujer en la
corriente aventura de la sociedad londinense, conversando y riéndose,
sorbiendo su café en un salón común y corriente, con gente común y
corriente. Pero tú sabes lo que dices.
—Lo sé; no me he permitido ser guiado por conjeturas ni fantasías.
No era con la intención de descubrir a Helen Vaughan que buscaba a la
señora Beaumont en las oscuras aguas de la vida londinense, sin
embargo, ese ha sido el resultado.
—Debes haber estado en lugares extraños, Villiers.
—Sí, he estado en lugares bastante extraños. Como sabes, hubiera
sido inútil dirigirme a Ashley Street y haberle pedido a la señora
Beaumont que me hiciera un corto esbozo de su historia pasada. No;
asumiendo que, como tuve que asumir, sus antecedentes no eran de los
más limpios, era bastante seguro que en algún período pasado debió
haberse movido en círculos no tan refinado como los actuales. Si ves lodo
en la superficie del arroyo, puede estar seguro que alguna vez estuvo en
el fondo. Y yo fui hacia el fondo. Siempre me he sido aficionado a
sumergime en la Calle Extraña por placer, y me di cuenta que mi
conocimiento de la localidad y sus habitantes me era muy útil. Tal vez sea
innecesario mencionar que mis amigos jamás habían escuchado el apellido
Beaumont, y como yo jamás había visto a la dama y no podía dar su
descripción, tuve que ponerme a trabajar de una manera indirecta. La
gente del lugar me conoce; eventualmente he podido prestarles algún
servicio, asi que no pusieron ninguna dificultad en darme su información;
estaban concientes que yo no tenía ninguna comunicación directa o
indirecta con Scotland Yard. Sin embargo, tuve que eliminar una buena
cantidad de líneas antes de obtener lo que quería, y cuando pesqué el pez
no pensé ni por un momento que ese era mi pez. Sin embargo escuché lo
que me decían desde un constitucional aprecio por la información inútil, y
me encontré en posesión de una historia muy curiosa, aunque como
imaginé, no la historia que buscaba. Resultó ser lo siguiente..
Arpoximadamente cinco o seis años atrás, una mujer de apellido Raymond
apareció repentinamente en el barrio al que me refiero. Me la describieron
como una mujer bastante joven, probablemente de no más de diecisiete o
dieciocho, muy atractiva, y luciendo como sui vienera del campo. Me
equivocaría si dijera que ella encontró su nivel entrando a este barrio en
particular, o asociándose con esta gente, pues por lo que me contaron,
pensaría que la peor pocilga de Londres es demasiado buena para ella. La
persona de la cual obtuve la información, no un gran puritano como
puedes suponer, se estremeció y se puso pálido al contarme acerca de las
infamias sin nombre de las que se le acusaba. Después de vivir allí por un
año, o quzá un poco más, desapareció tan repentinamente como había
llegado, y no supieron nada de ella hasta la época del caso de Paul Street.
Al principio venía a su guarida ocasionalmente, luego con más frecuencia
y finalemente, se estabeció allí como antes, y premaneció por seis u ocho
meses. No tiene sentido que entre en detalles acerca de la vida que la
mujer llevaba; si quieres detalles puedes mirar en el legado de Meyrick.
Aquellos diseños salieron de su imaginacón. Ella desapareció nuevamente,
y nadie del lugar la vio hasta hace unos pocos meses atrás. Mi informante
me contó que había tomado algunas habitaciones en una casa que me
indicó, y que tenía el hábito de visitarlas una o dos veces a la semana,
siempre a las diez de la mañana. Esperaba que realizara una de esas
visitas cierto día de la semana pasada, y de acuerdo a ello logré estar
vigilando, acompañado de mi cicerone un cuarto para las diez, y la hora y
la dama llegaron con igual puntualidad. Mi amigo y yo nos encontrabamos
bajo un pasaje abovedado, algo retirado de la calle, sin embargo, ella nos
vio y me dirigió una mirada que me tomará tiempo olvidar. Aquella mirada
fue suficiente para mí; sabía que la señora Raymond era la señora
Herbert; mientras que la señora Beaumont se había ido completamente de
mi cabeza. Entró a la casa, y vigilé hasta las cuatro de la tarde, cuando
salió, y luego la seguí. Fue una larga cacería, y tuve que mantener gran
cuidado de mantenerme a lo lejos, en un segundo plano, pero sin perder
de vista a la mujer. Me llevó por el Strand, luego hacia Westminster, para
continuar por St Jame's Street, y a lo largo de Picadilly. Me sentí de lo
más extraño cuando la vi doblar por Ashley Street; la idea de que la
señora Herbert era la señora Beaumont vino a mi mente, pero parecía
demasiado imposible para ser verdad. Esperé en la esquina, sin perderla
de vista en ningún momento, poniendo especial cuidado en identificar la
casa en la que se había detenido. Era la casa de las cortinas alegres, la
casa de las flores, la casa de la cual Crashaw salió la noche en que se
colgó en su jardín. Casi me estaba yendo con mi descubrimiento, cuando
vi que un carruaje vacío viró y se detuvo frente a la casa, llegué a la
conclusión que la señora Herbert tomaría un paseo, y tenía razón. Allí, de
casualidad, me enconré con un hombre que conocía, y estuvimos
conversando a poca distancia del camino por donde pasaría el carruje, que
se encontraba a mis espaldas. No habíamos estado allí ni diez minutos
cuando mi amigo se quitó el sombrero, di un vistazo a mi alrededor y allí
vi a la dama a la que había estado siguiendo todo el día. "¿Quién es ella?"
—le pregunté. Y su respuesta fue: "La señora Beaumont; vive en Ashley
Street". Después de eso no cabía ninguna duda. No sé si ella me vio, pero
creo que no lo hizo. Inmediatamente regresé a casa y, considerándolo,
pensé que tenía un caso suficientemente bueno como para presentarme
donde Clarke.
—¿Por qué donde Clarke?
—Porque estoy seguro de que Clarke conoce hechos acerca de esta
mujer, hechos de los que yo no sé nada.
—Bueno, ¿qué pasó entonces?
El señor Villiers se reclinó en su butaca y miró a Asutin
reflexivamente un momento antes de contestar su pregunta:
—Mi idea era que Clake y yo deberíamos visitar a la señora
Beaumont.
—¿Jamás irías a una casa como esa? No, no, Villiers, no puedes
hacerlo. Además, considera qué resultado...
—Pronto te lo diré. Pero iba decirte que mi información no terminaba
aquí; sino que fue completada de una forma extraordinaria.
Mira este lindo paquetito manuscrito; está compaginado, como ves, y
tuve que perdonar la atenta coquetería de una banda de cinta roja.
¿Cierto que tiene un aire casi legal? Desliza tus ojos por él, Austin. Es la
relación de las diversiones que la señora Beaumont prodigaba a sus
invitados favoritos. El hombre que escribió esto escapó con vida, pero
pienso que no vivirá muchos años. Los doctores le han dicho que debe
haber sufrido algún severo impacto nervioso.
Austín cogió el manuscrito pero nunca lo leyó. Al abrir sus elegantes
páginas al azar, su mirada fue atrapada por una palabra y una frase que
le seguían; y, angustiado, con los labios pálidos y un sudor frío corriendo
como agua por sus sienes, arrojó los papeles al suelo.
—Llévatelo, Villiers, nunca menciones esto nuevamente. ¿Estás hecho
de piedra, hombre? Porque ni el temor ni el horror de la misma muerte, ni
los pensamientos del hombre que se encuentra en el aire punzate de la
mañana sobre la oscura plataforma, condenado, escuchando el tañido de
las campanas, esperando que el severo rayo retumbe, no son nada
comparados con esto. No lo leeré; y jamás podre conciliar el sueño.
—Muy bien, puedo imaginarlme lo que viste. Sí, es lo suficientemente
horrible; pero después de todo es una vieja historia, un antiguo misterio
representado en nuestros días, en las oscuras calles de Londres en vez de
entre los viñedos y los jardines de olivos. Ambos sabemos lo que le ocurre
a aquellos que llegan a conocer al Gran Dios Pan, y aquellos que son
prudentes saben que todos los símbolos son símbolo de algo, no de nada.
De hecho, fue bajo un símbolo exquisito que los hombres velaron, hace
mucho tiempo, su conocimiento de las fuerzas más terribles y más
secretas, fuerzas que se encuentran en el corazón de todas las cosas;
fuerzas ante las cuales el alma de los hombres se marchita y muere, y se
enegrece, como sus cuerpos al electrocutarse. Tales fuerzas no pueden
ser nombradas, no se puede hablar de ellas, no pueden ser imaginadas
excepto bajo un velo y un símbolo, un símbolo que a la mayoría nos
parece una imagen exótica y poética , mientras para otros es un
disparate. De todos modos, tú y yo hemos conocido algo del terror que
debe habitar en el secreto lugar de la vida, manifestado en carne humana;
aquello que no tiene forma tomando para sí una forma. Oh, Austin, ¿cómo
eso puede puede existir? ¿Cómo es que la misma luz del sol no se
oscurece frente a esta cosa ni la sólida tierra se derrite y hierve bajo tal
carga?
Villiers se movía de un lado a otro por la habitación, y las gotas de
sudor resaltaban en su frente. Austin se mantuvo en silencio por un rato,
sin embargo, Villiers lo vio realizando un signo sobre su pecho.
—Nuevamente te digo, Villiers, ¿no serás capaz de entrar en una casa
como esa? Jamás saldrías de ella con vida.
—Sí, Austin. Saldré con vida... y Clarke conmigo.
—¿A qué te refieres? No puedes, no te atreverías...
—Espera un momento. Esta mañana el aire estaba muy fresco y
agradable; soplaba una brisa, incluso por esta calle deprimente, pensé
entonces en dar un paseo. Picadilly se extendía clara frente a mí, el sol
destellaba sobre los carruajes y sobre las hojas temblorosas del parque.
Era una mañana alegre, los hombres y las mujeres miraban hacia el cielo
y sonreían mientras se dirigían a su trabajo o a sus placeres, y el viento
soplata tan despreocupadamente como lo hace sobre las praderas y el
aromático tojo. Pero de una u otra manera me alejé del bullicio y del
alborozo, me descubrí caminando lentamente a lo largo de una tranquila y
oscura calle, donde parecía no existir la luz del sol ni el aire, y donde los
pocos peatones vagabundeaban al caminar, y merodeaban indecisos por
las esquinas y las arcadas. Seguí caminando, sin saber realmente hacia
dónde me dirigía o qué estaba haciendo allí, mas me sentía empujado,
como a veces uno se siente, a explorar aún más allá, con la vaga idea de
alcanzar alguna meta desconocida. De esta forma avancé por la calle,
notando el movimiento en la lechería, y sorprendido por la incongruente
mezcla de pipas de un penique, tabaco negro, dulces, y canciones
cómicas, que aquí y allá se empujaban unas a otras en el reducido espacio
de una sola ventana. Creo que un escalofrío que me recorrió
repentinmente fue lo que en un principio me indicó que había encontrado
lo que quería. Miré desde la acera y me detuve frente a un polvoriento
negocio sobre el cual la inscripción se había borrado, donde los ladrillos de
doscientos años se habían tiznado, donde las ventanas habían acumulado
el polvo de los innumerables inviernos. Vi lo que necesitaba; sin embargo,
creo que pasaron cinco minutos antes de que me calmara y pudiera entrar
y pedir con una voz tranquila y un rostro impasible. Creo que aún así hubo
un ligero temblor en mis palabras, pues el viejo que salió de la recepción,
tambaleándose lentamente entre su mercancía, me observó de un manera
extraña al envolverme el paquete. Le pagué lo que pedía, y me mantuve
inclinado sobre el mostrador con un extraño rechazo a tomar mi
mercadería e irme. Le pregunté por el negocio y me entré que las ventas
no estaban buenas y que los beneficios habían bajado deprimentemente;
que la calle no era la misma que antes de que el tráfico fuera desviado,
pero eso había sido hace cuarenta años, "justo antes que mi padre
muriera" —dijo. Finalmente me alejé y caminé solemnemente; era
realmente una calle lúgubre y estuve feliz de volver a bullicio y al
ruido.¿Quisieras ver mi adquisición?
Austín no dijo nada, pero asintió suavemente con su cabeza; aún se
veía pálido y enfermo. Villiers abrió uno de los cajones de la mesa de
bambú y le enxeño a Austin un largo rollo e cuerda, nueva y resistente; y
en un extremo había un nudo corredizo.
—Es la mejor cuerda de cáñamo —dijo Villiers—, tal como las que se
hacían antes, según me dijo el hombre. Ni una sola pulgada de yuta de
punta a cabo.
Austin apretó los dientes y miró a Villiers, palideciéndo cada vez más.
—No deberías hacerlo —murmuró finalmente—. ¡Por Dios! No te
ensuciarías las manos con sangre —exclamó con una repentina
vehemencia—, ¿no hablas en serio, Villiers, eso te convertiría en un
verdugo?
—No. Ofreceré la opción, dejaré a Helen Vaughan sola con esta sog
por quince minutos en una habitación cerrada. Si cuando entre la cosa no
está hecha, llamaré al policía más cercano. Eso es todo.
—Debo irme. No puedo quedarme ni un minuto más, no puedo
soportar esto. Buenas noches.
—Buenas noches, Austin.
La puerta se cerró, pero se abrió nuevamente en un momento. Austin
estaba en la entrada, pálido y cadavérico.
—Se me estaba olvidando —dijo—, que yo también tengo algo que
contarte. Recibí una carta del doctor Hardon desde Buenos Aires. Me dice
que él atendió a Meytick durante los tres meses anteriores a su muerte.
—¿Y menciona qué se lo llevó a la tumba en la flor de su vida? ¿No
fue la fiebre?
—No, no fue la fiebre. De acuerdo al doctor, fue un colapso total del
sistema, probablemente causado por algún shock severo. Pero asegura
que el paciente no le mencionó nada, por lo que se encontraba en cierta
desventaja para tratar el caso.
—¿Hay algo más?
—Sí, el doctor Harding concluye su carta diciendo: "Creo que esta es
toda la información que puedo darle acerca de su pobre amigo. No estuvo
mucho tiempo en Buenos Aires, y casi no conocía a nadie, a excepción de
una persona que no ostentaba el mejor de los carácteres, y que desde
entonces se ha marchado... una tal señora Vaughan.
_
VIII.
Los Fragmentos
[Hoja de un manuscrito, cubierta con anotaciones hechas a lápiz,
encontrada entre los papeles del conocido médico, doctor Robert
Matheson, de Ashley Street, Picadilly, quien murió repentinamente de un
ataque de apoplejía, a comienzos de 1892. Las notas se enontraban en
latín, muy abreviadas y, evidentemente escritas con gran prisa. El
manuscrito fue descifrado con gran dificultad y algunas palabras han
evadido, hasta ahora, todos los esfuerzos de los expertos contratados. La
fecha, XXV de julio de 1888, está escrita en el costado superior derecho
del manuscrito. Lo siguiente es la traducción del manuscrito del doctor
Matheson]
No sé si acaso la ciencia se vería beneficiada por la publicación de
estas notas, en caso de que pudieran ser publicadas, mas lo dudo. Pero
ciertamente, nunca tomaría la responsabilidad de publicar o divulgar
ninguna palabra de lo que aquí escribo, no sólo en consideración del
juramento que presté libremente a aquellas dos personas que estuvieron
presentes, sino además porque los detalles son demasiado abominables.
Probablemente, luego de una consideración madura y luego de sopesar el
bien y el mal, destruiré este texto, o por lo menos se lo entregaré sellado
a mi amigo D, confiando en su discresión, para usarlo o quemarlo, como
él estime apropiado.
Como era apropiado, hice todo lo que mis conocimientos me sugería
para estar seguro de que no me encontraba delirando. Pasmado en el
comienzo difícilmente podía pensar, pero en poco tiempo estuve seguro
que mi pulso era estable y regular, y que yo me encontraba en mis
cabales. Después de eso fijé tranquilamente mis ojos en lo que estaba
frente a mí.
A pesar que dentro de mí surgieron el horror y la náusea, y un hedor
de podredumbre sofocó mi respiración, me mantuve firme. Fui entonces
privilegiado o maldito, no me atrevo a decir cuál de las dos, de ver aquello
que se encontraba sobre la cama, yaciendo negro como la tinta,
transformándose frente a mis ojos. La piel, la carne, los músculos, los
huesos y la firme estructura del cuerpo humano que yo había creído
invariable y permanente como el diamante, comenzó a derretirse y
disolverse.
Sé que el cuerpo puede ser dividido en sus elementos por agentes
externos, pero me hubiera negado a creer lo que vi. Porque allí había
alguna fuerza interna, de la cual nada sé, que causaba la disolucuión y el
cambio.
Aquí también se econtraba todo el trabajoa través del cual fue creado
el hombre, recreado frente a mis ojos Vi aquella forma oscilando de sexo
a sexo, dividiéndose a sí mismo de sí mismo, y luego nuevamente
reunido. Luego vi el cuerpo descender hacia las bestias desde donde
ascendió, y aquello que estaba en las alturas bajar a las profundidades,
incluso hasta el abismo de todo ser. El principio de la vida, que crea al
organismo, se mantuvo siempre mientras la forma exterior cambiaba.
La luz del cuarto se había transformado en oscuridad, no la oscuridad
de la noche donde los objetos se perciben difusamente, pues yo podía ver
claramente y sin dificultad. Sin embargo, era la negación de la luz; los
objetos se presentaban a mi visión, si puedo decirlo de esta manera, sin
ninguna mediación, de tal manera que si hubiera habido un prisma en la
habitación no hubiera visto ningún color representado sobre él.
Miré y al final no vi nada más que una sustancia gelatinosa. Luego
ascendió nuevamente el escalafón... [aqui el manuscrito se hace ilegible]
... por un momento vi un Forma, perfilada frente a mí en la oscuridad , la
cual no describiré en detalle. Sin embargo, el símbolo de esta forma
puede ser vista en antiguas esculturas y en las pinturas que sobrevivieron
a la lava, demasiado obsenas para ser nombradas... como una horrible e
indescriptible figura, ni hombre ni bestia, fue cambiando hasta tomar
forma humana, cuando finalmente llegó la muerte.
Yo, que presencié todas estas cosas, no sin el gran horror y aversión
de mi alma, escribo aquí mi nombre, declarando que todo lo que puse en
este papel es verdad.
ROBERT METHESON, Med. Dr.
_
***
...Raymond, este es el relato de lo que se y he visto. La carga era
demasiado pesada para llevarla yo solo y, sin embargo, no podía
contárselo a nadie más que a tí. Villiers, quien se encontraba conmigo en
el final no sabe nada de aquel terrible secreto del bosque, de cómo
aquello que ambos vimos perecer sobre la verde y suve hierba, entre las
flores del varano, mitad en la luz mitad en penumbra, sosteniendo la
mano de la joven Rachel, llamó y convocó a aquellos compañeros que
adoptaron la forma de sólidas figuras sobre la tierra que pisamos, convocó
al terror que nosotros sólo podemos insinuar, aquel que sólo podemos
nombrar bajo una figura. No le contaré a Villiers de esto, ni tampoco
acerca de aquel parecido que me impactó como un golpe en el corazón al
ver el retrato, que colmó en el final la copa del terror. No me atrevo a
adivina qué puede siginificar esto. Estoy seguro de que lo que vi perecer
no era Mary, sin embargo, en la última agonía fueron los ojos de Mary los
que me miraron. No sé si existe alguien que pueda mostrarme el último
eslabón de la cadena de este horrible misterio, pero si hay alguien que
puede hacerlo, ese eres tú, Raymond. Y si conoces el secreto, depende de
tí si lo revelas o no, como prefieras.
Te escribo esta carta inmediatamente al regresar a la ciudad. He
estado en el campo durante los últimos día; posiblemente seas capaz de
adivinar dónde. Mientras en Londres el terror y asombro estaban en su
punto máximo —pues la señora Beaumont, como te había contado, era
conocida en sociedad—, le escribí a mi amigo el doctor Phillips, dándole un
breve resumen, más bien una insinuación, de lo que había sucedido, y
pidiéndole que me revelara el nombre de la aldea donde sucedieron los
eventos que me había relatado. Me dio el nombre, pues como dijo sin el
menor titubeo, los padres de Rachel habían fallecido, y el resto de la
familia se habían marchado donde un pariente en el estado de
Washington, seis meses atrás. Me dijo que los padres habían muerto,
indudablemente, debido al dolor y el espanto causados por la terrible
muerte de la hija, y por aquello que había acontecido antes de esa
muerte. La misma tarde del día que recibí la carta de Phillips, ya me
encontraba en Caermaen Y bajo las desmoronadas murallas romanas,
blancas por los inviernos de diecisiete siglos, miré hacia la pradera donde
alguna vez se irguió el templo al "Dios de los Abismos", y ví una casa
brillando en la luz del sol. Era la casa donde Helen había vivido. Me quedé
en Caermaen por varios días. La gente del lugar, descubrí, poco sabían y
aún menos habían adivinado. Aquellos con los que hablé sobre la materia
parecían asombrarse de que un anticuario (asi fue como me presenté) se
preocupara por la tragedia del pueblo, sobre la cual me dieron una versión
muy trivial y, como puedes imaginarte, no les revelé nada de lo que yo
sabía. Pasé la mayoría del tiempo en el gran bosque que se eleva justo
sobre la aldea, escalando la ladera, y se descuelga hacia el río en el valle;
otro hermoso y extenso valle, Raymond, como aquel que observamos una
noche, yendo de un lado a otro frente a tu casa. Por varias horas me
extraviaba en el laberíntico bosque, ahora virando hacia la derecha y
ahora hacia la izquiera, caminando lentamente a lo largo de pasadizos de
maleza, sombríos y helados, incluso bajo el sol del mediodía y
deteniéndome bajo los inmensos robles. Yaciendo en la hierba rala de
algún claro donde el suave y dulce aroma de las rosas silvestres me era
traído por el viento, mezclado con el fuerte perfume del saúco, cuyos
aromas mezclados se parecen al hedor que hay en la habitación de un
muerto, un vaho de incienso y podredumbre. Estuve en los confines del
bosque, observando toda la pompa y desfile de las dedaleras, elevándose
entre los helechos y brillando rojizas en el pronunciado atardecer, y más
allá de ellas, hacía la espesura de la maleza abigarrada, donde los
manantiales bullen desde la roca, regando los juncos, húmedos y nocivos.
Sin embargo, durante todos mis vagabundeos, evité una parte del
bosque; no fue sino hasta ayer que ascendí hasta la cima de la colina, y
me paré sobre la antigua calzada romana que se abre paso a través de la
cresta más alta del bosque. Por aquí habían caminado ellas, Helen y
Rachel, a lo largo de esta tranquila calzada, sobre el pavimento de hierba
verde, encerrada a ambos lados por bancos de tierra roja y protegida por
los elevados setos de hayas. Y por aquí seguí sus pasos, una y otra vez
mirando a través de los espacios entre las ramas, viendo a un lado el
alcane del bosque, extendiéndose lejos hacia la derecha y hacia la
izquierda, y sumergiéndose en el valle. Y, más allá, el oceáno amarillo, y
la tierra allende del mar. Al otro lado se encontraba el valle y el río, y
colina tras colina como onda tras onda, y el bosque, y la pradera, y los
maizales, las brillantes casa blancas, la gran pared montañosa, y los
lejanos picos azules en el norte. Hasta que finalmente llegué al lugar. La
huella ascendía por una suave pendiene y se ensanchaba hacia el espacio
abierto, rodeada por una espesa muralla de maleza, y se estrechaba
nuevamente, para perderse en la distancia y en la tenue y azulosa niebla
de verano.Y en este agradable claro estival Rachel le entregó y le dejó
algo a una joven, quién sabe qué. No me quedé allí por mucho tiempo.
En un pequeño pueblo cercano a Caermaen hay un museo, que
contiene la mayor parte de los vestigios romanos que se han encontrado
durante todas las épocas en los alrededores. El día siguiente a mi llegada
a Caermaen me dirigí al pueblo en cuestión, y aproveché la oportunidad
de inspecconar el museo. Luego de haber visto la mayor parte de las
esculturas en piedra, los baules, anillos, monedas y fragmentos de
pavimento teselado que contiene el lugar, fui llevado ante un pequeño
pilar rectangular de piedra blanca, el cual había sido recientemente
decubierto en el bosque sobre el cual he estado hablando y, como me
enteré indagando, en aquel espacio abierto donde la calzada romana se
ensancha. A un lado del pilar había una inscripción, de la cual tomé nota.
Alguna de las letran han sido borradas, sin embargo pienso que no cabe
duda sobre las otras que puedo proveer. La inscripción es la siguiente:
DEVOMNODENTi FLAvIVSSENILISPOSSvit PROPTERNVPtias
quaSVIDITSVBVMra
"Al gran dios Nodens (el Gran Dios de las Profundidades o de los
Abismos), Flavius Senilis ha erguido este pilar en consideración del
matrimonio que presenció bajo esta sombra"
El guardia del museo me informó que los anticuarios locales se
encontraban muy intrigados, no por la isncripción, o por alguna dificultad
en traducirla, sino por la circunstancia o rito al que se alude.
_
***
... Y ahora, mi querido Clarke, acerca de lo que me cuentas sobre
Helen Vaughan, a quien me dices que viste morir bajo ciscunstancias de lo
más y del más increíble horror. Me sentí interesado por tu relato, sin
embargo, de lo que me contaste yo ya sabía, si no todo, una buena parte.
Comprendo el extraño parecido que notaste entre el retrato y el rostro
mismo; tú viste a la madre de Helen. Recuerdas aquella tranquila noche
de verano, hace muchos años atras, cuando te hablé del mundo más allá
de las sombras y del dios Pan. Recuerdas a Mary. Ella era la madre de
Helen Vaughan, quien nació nueve meses depués de aquella noche.
Mary jamás recobró la razón. Todo el tiempo yació en cama, como tú
la viste, y pocos días después del parto murió. Tengo la idea de que justo
al final me reconoció; me encontraba junto a su cama cuando la antigua
mirada asomó en sus ojos por un segundo, y luego se estremeció y gimió,
y estaba muerta. Hice un funesto trabajo aquella noche en que estuviste
presente; forcé la entrada a la casa de la vida, sin saber o sin importarme
lo que sucedería al entrar allí. Te recuerdo en ese momento diciéndome,
solemne y correctamente también, que, en cierto sentido, había arruinado
la razón de un ser humano a causa de un ridículo experimento basado en
una teoría absurda. Hiciste bien en culparme, sin embargo, mi teoría no
era del todo absurda. Lo que dije que Mary vería, lo vio, pero olvidé que
ningún ojo humano puede presenciar tal visión sin impunidad. Y, como
recién mencioné, olvidé que cuando la casa de la vida es echada abajo de
esa manera, puede entrar aquello para lo cual no poseemos un nombre, y
la carne puede convertirse en un velo de horror que uno no se atrevería a
expresar. Jugué con energías que no comprendía, tu viste el resultado de
ello. Helen Vaughan hizo bien al atarse la cuerda al rededor de su cuello y
morir, a pesar de que la muerte fue horrible. La cara amoratada, la
obsena forma sobre la cama, cambiando y disolviéndose frente a tus ojos,
de mujer a hombre, de hombre a bestia, de bestia a algo peor que las
bestias, todos estos extraños horrores que presenciaste, no me
sorprenden en lo absoluto. Aquello frente a lo que el doctor que mandaron
a buscar vio y frente a lo que se estremeció, yo ya lo había conocido hace
tiempo; supe lo que había hecho desde que la niña nació, y cuando
escasamente tenía cino años la sorprendí, no una vez ni dos, sino muchas
veces, con un compañero de juegos.....tú puedes adivinar de qué tipo.
Para mí era una constante, un horror encarnado, y luego de unos pocos
años sentí que no podía soportarlo más, por lo que mandé a Helen lejos.
Ahora sabes qué asustó al niño en el bosque. El resto de esta espantosa
historia, y todo lo demás que me has contado que tu amigó descubrió, me
las he ingeniado para conocerlo, de tiempo en tiempo, hasta casi el último
capítulo. Y Helen ahora está con sus compañeros...

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