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lunes, 19 de marzo de 2012

PERFECCIONAMIENTO DE SI MISMO - ERNESTO WOOD







PERFECCIONAMIENTO DE SI MISMO

ERNESTO WOOD

 



CAPITULO 1

EL PODER DEL PENSAMIENTO


Somos muchos los que en la época actual, estamos convencidos que el destino de cada hombre está en sus propias manos y que, por lo tanto, podemos producir en nuestra vida una marcada dife­rencia, si seguimos cierto método para el propio desarrollo. El que así piensa, cualquiera sea su religión, no cree en la existencia de la suerte o de accidentes de cualquiera clase. Cree que el hom­bre se ha desarrollado siguiendo el curso de una evolución presidida por Dios haciéndose cada vez más divino por medio de la conquista del mundo, que constituye su medio ambiente; de modo que, aunque es esencialmente divino en su naturaleza, debe obtener de dentro de si mismo su plena divinidad, o sea adquirida por el ejercicio y desarrollo de sus propios poderes de voluntad cons­ciente, amor y comprensión. Debido a esto, tiene para nosotros particular interés el propio desarrollo. Consideramos que el hombre que sabiamente se educa a sí mismo, puede recorrer en tres años en el camino del progreso, lo que recorrería en treinta años yendo al acaso, sin usar delibe­radamente su voluntad, en la adquisición del gran objetivo de la vida humana. Aun en el caso en que no creamos en el glorioso destino del hombre, que será nuestro por el propio esfuerzo en vivir como los hombres en realidad debieran, llenos de voluntad, de amor y pen­samiento; queda sin embargo, el hecho de que podemos tener plena prueba, dentro de pocas semanas o meses, del valor que para nuestra vida tiene el desarrollo deliberado de nuestros po­deres mentales. Debo sólo advertir, que el hombre que desarrolla altamente sus poderes mentales sin desarrollar al mismo tiempo su amor, y sin alentar constantemente un sentimiento de altruismo para sus semejantes de todas las condiciones sociales, será un factor perjudicial para otras personas, tanto como para sí mismo. Por lo tanto, digo, que si habéis decidido emprender vuestro mejora­miento mental, debéis resolveros al mismo tiempo a que vuestros acrecentados poderes mentales no sean usados solamente para enriquecer vuestra propia vida, sino para hacer más felices también a todos los que el destino llevó a vuestro alrededor. Me propongo tratar, ahora, de los pocos conocidos poderes de la mente, que mucho he estudiado últimamente al hacer inves­tigaciones psíquicas y cuya sistematización es hoy una ciencia que llama poderosamente la atención de los más esclarecidos cien­tíficos. Antes de entrar en materia, será tal vez útil señalar el hecho de que muchos de los investigadores están penetrados de que tienen que afrontar algunos peligros al intentar conseguir nuevos conocimientos; pero saben también que cuando se dedican a estas investigaciones se hallan protegidos por tres principios, sin aplicar los cuales no inician el trabajo. En primer término, el motivo que los guía debe ser científico, y de ninguna manera habrán de pre­tender que las leyes de la naturaleza se acomoden a su gusto principal, descartando, por el contrario, todos sus deseos perso­nales con excepción de uno solo: el de buscar la verdad de tales hechos. Saben perfectamente que todo nuevo conocimiento ver­dadero resulta siempre provechoso para la humanidad y que las decepciones nacidas de los temores e impaciencias por obtener resultados de acuerdo con los propios deseos personales, conducen a los más grandes y penosos errores. En segundo lugar, el investigador debe practicar la más rígida pureza de vida, corporal, emocional y mental, pues sabe muy bien que las fuerzas con las que se relacionará en su obra, se conver­tirán en una fuente de peligro para él mismo, si no se cuida en el sentido indicado. En tercer término, deberá mantener siempre en estado po­sitivo su voluntad, cuidándose de no caer en la condición de receptividad pasiva, para no convertirse en muñeco o instrumento de otras entidades, que en vez de ayudarle consumirían sus pro­pias fuerzas de conocimiento, voluntad, pensamiento y emoción. Si quien se propone estudiar no reúne esas tres condiciones, no debe dedicarse a esta clase de investigaciones. Citaré, ahora, algunas condiciones generales sobre el poder del pensamiento. Es sabido por todos, que lo que pensamos tiene gran influencia sobre nuestro cuerpo, y esto de muchas maneras: por ejemplo, que las inquietudes y los sufrimientos pueden causar disturbios muy serios en las secreciones digestivas. Los estados mentales tristes y desagradables pueden transformar, con el trans­curso del tiempo, un rostro agradable, dejándolo con expresión perfectamente repulsiva. En estos últimos tiempos se han propa­gado mucho las ideas de M. Coué que sostiene, que todo lo que preocupe nuestra mente o imaginación tiene su consiguiente expresión en las actividades corporales, de modo que los pensa­mientos de salud conducen al bienestar y los de enfermedad y vejez (que desgraciadamente son tan comunes) producen el decai­miento y la decrepitud. Me permitiré citar un ejemplo relatado por M. Coué que nos enseña el modus operoodi de la imaginación. Se trata del caso de un hombre que está aprendiendo a manejar un automóvil o una bicicleta. Este hombre abandona su casa por la mañana temprano, cuando no hay tráfico, eligiendo los caminos más anchos y mejor conservados de la ciudad. Supongamos, dice M. Coué, que el ca­mino tenga veinte metros de ancho y que cuando nuestro hombre avanza con inseguridad, ve de pronto a la distancia algunas pie­dras en medio del camino, que pueden haber caído de un carro de material. Inmediatamente se alarma. Comienza a decirse a si mismo: "¡Oh! Yo espero que no he de tropezar con esas piedras"; pero no obstante, por su temor, cuando se acerca ellas se agrandan, aumentan más y más en su imaginación, al extremo que llegan a ocupar más espacio que todo el resto del ancho del camino, que es de 20 metros, como dijimos. Entonces inevitablemente sucede lo siguiente: en contra de su voluntad, o mejor dicho en contra de su deseo, se encamina directamente hacia las piedras, con una exactitud mucho mayor que la que hubiéramos podido esperar de un experto automovilista, que deliberadamente se hubiese propuesto irse sobre ellas, Aquí tenemos la obra de la imaginación; en otras palabras, del poder del pensamiento. Hace poco encontré algunos ejemplos notables de esta acti­vidad mental en los periódicos norteamericanos. En el Boston Sunday Herald apareció un extenso articulo, que contenía las opiniones de los artistas americanos más prominentes, que se dedican a trabajos comerciales, como, por ejemplo, a hacer dibujos de anuncios y pintar carteles; una innovación, como ustedes saben, que marca una nueva era para el arte y para los artistas, y por medio de la cual se contribuye a mejorar la vida cotidiana de miles de personas. Estos artistas se han ocupado durante años en producir carátulas para revistas y figuras de anuncios, especial­mente de belleza femenina, y declaran que no les cabe la menor duda, de que dichas figuras y dibujos, según se lo atestigua su propia experiencia, han creado un nuevo tipo de mujer nortea­mericana, precisamente, por medio de la acción de la imaginación en la gente joven, que se fija en los dibujos y desea asemejarse a ellos. Uno de los casos más notables, lo relata Mr, Clarence Underwood, pintor de tipos célebres de belleza de colegiales, quien dice refiriéndose a su propia hija: "Muchos años atrás suspendí repentinamente la pintura de la mujer de tipo rubio que dominaba en mis obras, y empecé a dibujar otra muchacha. La gente me preguntó quién era esa muchacha, y verdaderamente no supe contestarles, pues yo mismo no lo sabía. No era de ninguna manera el modelo del que me servía para pintar, como tampoco resultó ser una combinación de modelos diferentes. Era más bien una personalidad imaginaria, y, por lo menos para mí, un tipo ideal. Mi pequeña hija Valeria, de seis años de edad, se entusiasmó tanto con mi creación, que llegó a quererla entraña­blemente. A cada rato entraba en mi taller y se colocaba detrás de mi silla para mirar cómo pintaba, sin hacer caso de que le tenía prohibida la entrada, Durante años continué pintando esa misma cara con muy pocas variaciones. Cuando Valeria creció, unos quince años más tarde, vi con sorpresa que ella era la imagen viviente de aquella cara famosa que yo había ideado y dibujado durante tantos años. Sé que el cariño y admiración que mi hija sentía hacia aquellas caras dibujadas fueron las causas de ese fenómeno. Mis viejos amigos no dejaron de recalcar la semejanza; pero cuando yo creé la figura, Valeria era tan pequeña que su carita no tenia más semejanza con mi creación que la que con ella tiene mi propia cara. El aspecto actual de la cara de Valeria se fue modificando de acuerdo con la cara del dibujo que amaba, y lo mismo puede conseguir cualquier otra niña. La joven americana de hoy, está muy lejos de imaginar, en qué forma tan decisiva han contribuido los ideales de los artistas para la conformación de su exterior actual. Las aseveraciones del citado pintor son reforzadas por las del no menos famoso dibujante Charles Dana Gibson, creador de la "Gibson Girl", que dice: "La palabra tipo como referente a be­lleza es un poco difícil de definir; pero si se duda de que verdaderamente hay un cambio en el tipo de las personas a través de las generaciones, no tiene usted más que fijarse en los viejos re­tratos daguerrotipos de nuestras bisabuelas. Encontrará el número requerido de ojos, orejas, bocas y narices; pero en estas dos últimas generaciones ha cambiado la configuración de la cara y de la ca­beza, aparte naturalmente de los arreglos propios de la moda y del tocador. Descontando los fenómenos de herencia y los cambios causados por el progreso, el bienestar, la manera de vivir, etc., debe de haber algo que ha obrado para producir el citado cambio. Es mi firme creencia que ese algo es la máquina de imprenta, la litografía y el progreso en las artes gráficas que han hecho posible la distribución de ilustraciones, a las cuales debe atribuirse una importancia decisiva en el sentido indicado". W. T. Benda el gran dibujante de carátulas de revistas dice: "Yo sé que cuando una joven se fija en cierto tipo de belleza y admira ese tipo fuertemente, sucede que inconscientemente se produce en ella una tendencia a asemejarse al dibujo que admira. Este es un hecho comprobado por muchos artistas del lápiz y del pincel". Mr. Haskell Coffin resume la cuestión en la siguiente forma: "Todos nosotros somos más o menos la expresión física de nuestros pensamientos. Una joven se impresiona mentalmente por todo lo que ve. La joven americana con su mente plástica está rodeada por todos lados con la gráfica idea de algún ideal. Es natural que la joven, con el tiempo, tienda a parecerse a lo que permanentemente ve, observa y admira". Mr. Howard Chandler Christy, una autoridad en materia de bellezas americanas, cuya opinión es escuchada en todos los con­cursos de belleza, dice que la joven americana de hoy día ha au­mentado en estatura varias pulgadas, debido a las ilustraciones de las revistas que así la han imaginado y descrito, y asegura que la estatura y configuración del cuerpo es influenciada por el deseo individual. Algo muy parecido ocurre con la influencia prenatal de los pensamientos de la madre, cuando son poderosos y persistentes. Fue ésta la idea de las antiguas madres griegas que acostumbraban contemplar bellas estatuas, a fin de que sus hijos nacieran her­mosos. Deseo citar dos casos que he leído hace poco en los perió­dicos. Uno es el caso de la señora Ruth J. Wilde, de Brooklyn, cuya hija ganó un premio en un concurso en el cual tuvo que competir con otras hermosas niñas. Esta madre cuenta, que durante el tiempo de grandes dificultades, tanto materiales como emocio­nales, en que quedó sola en el mundo, se propuso que su hijita fuera una chica hermosísima. Para esto visitó con frecuencia el museo de Brooklyn y tuvo por costumbre contemplar las estatuas de Venus y de Adonis; llevaba además siempre consigo la carátula de una revista con una cabeza dibujada por el conocido artista Boileau, y de esta manera, modeló mentalmente la hermosa hija, que resultó después verdaderamente tal. "Lo raro del caso es", afirmó la señora Wilde, "que todo lo que he soñado y esperado de mi hija, en cuanto a aspecto físico, se verificó plenamente. Los médicos aseguraron que nunca vieron una criatura como ésa; di­jeron que era como un ángel". Como se ve, he tenido éxito con mi procedimiento. Mirando la carita de mi hija reconocí la imagen de la cara pintada por Boileau. Y supe también que su figura se desarrollaría de acuerdo con las líneas de belleza de mis estatuas". El otro caso, es el de la señora Virginia Knapp, de Nueva York. Su hija fue elegida hace poco como la Venus de los Estados Unidos, en un certamen de belleza que tuvo lugar en Madison Square Garden. Esta madre concentró sus pensamientos sobre objetos hermosos. Acostumbraba pasearse sola en medio de las bellezas de la naturaleza, y rogó al cielo que le diera algo de esos encantos a su hijita, y esta madre atribuyó la notoria belleza de su hija, no a un fenómeno de herencia, sino a su propia voluntad y determinación en los días prenatales. En estos casos vemos la influencia directa del pensamiento sobre el cuerpo sensitivo de la criatura en gestación, porque es bien sabido que no existe abso­lutamente ninguna conexión nerviosa entre la madre y la criatura aún no nacida. Hasta ahora me he referido solamente al efecto del pensa­miento sobre el cuerpo, que es entre las cosas materiales una de las más sensitivas en este sentido. Pero también el pensamiento tiene sus efectos sobre nuestro carácter lo mismo que sobre la con­dición y capacidad de nuestra voluntad, sobre nuestra manera de pensar, en nuestros sentimientos, como también sobre nuestras relaciones con los objetos materiales y con las personas, aunque éstas se encuentren a gran distancia. He notado algunos ejemplos que me fueron relatados por mi padre hace muchos años, entre los cuales figuran las observaciones que un caballero hacía, ayu­dándose de estadísticas, sobre el juego de la ruleta en Monte Carlo. Estaba convencido de que las personas que se entregaban al juego con el temor de perder eran comúnmente los perdidosos, mientras que aquéllas que jugaban con confianza o al menos con indife­rencia, ganaban con mucha más frecuencia. Dicho sea de paso, nuestro poder de pensamiento efectivamente tiene mucho que ver con lo que nosotros llamamos accidentes de la vida. Por medio de nuestros pensamientos tendemos lazos invisibles hacia los objetos en que pensamos, lazos que tienden a provocar atracción entre dichos objetos y producen su acercamiento o realización. Permitidme ahora que os haga el relato de algunas experien­cias y experimentos recientes, que he realizado sobre el particular, principalmente en la India e Inglaterra. Hace algunos años un grupo de ingleses entre los que figuraba yo, resolvimos hacer una investigación científica de los poderes poco conocidos de la mente, para lo cual formamos un centro y concurríamos con regularidad a los experimentos. Empezamos nuestro trabajo con la investigación sobre un asunto de los más sencillos, me refiero a la trasmisión del pensamiento de una mente a otra, con la exclusión absoluta de signos, señales y sonidos. Con este propósito aplicamos un pro­cedimiento que podría llamarse "la batería" de las mentes. Éramos unas doce personas en la reunión. A uno de los asistentes, sentado sobre una silla en el centro de la habitación, se le vendaban cuidadosamente los ojos por medio de un paño ancho y oscuro, mientras el resto de los miembros estaban ubicados a su alrededor, formando un semicírculo con un radio de diez o doce pies. Luego el que estaba sentado en el extremo del semicírculo escribía el nombre de un objeto común sobre un pedazo de papel y lo pa­saba a los demás para que lo leyeran todos. Después, de acuerdo con una señal, todos debían concentrarse sobre la idea del objeto, y desear, o mejor dicho, querer intensamente que el pensamiento respectivo entrara en la mente del miembro receptor, quien, según se ha dicho, tenía los ojos vendados. Éste mantenía su mente tranquila, no pensando en sus propios asuntos, sino observando únicamente lo que pasaba ante su plácida visión mental. En seguida descubrimos que dos de los nuestros eran singularmente aptos para recibir estos mensajes del pensamiento, mientras que otros sólo podían hacerlo con éxito mucho menor. Permitidme citar algunos ejemplos que mostrarán los distin­tos medios por los cuales nuestros pensamientos alcanzaban las mentes receptivas. En una ocasión hice circular la palabra gato. La persona que estaba recibiendo el mensaje dijo: "No veo nada, pero puedo oír alguien que llama MISI-MISI". Un poco más tarde hice circular la palabra "reloj", y el caballero que hacía de receptor pudo precisar muy bien el mensaje, pues dijo: "Puedo ver la manecillas de un reloj", A veces el pensamiento alcanzaba la mente del receptor en forma de una figura, de un dibujo, unas veces en palabras, otras veces como una mera idea sobre el tema u objeto. Estábamos muy satisfechos con el éxito de nuestras transferen­cias de pensamiento, que en poco tiempo se convirtieron en tan exactas y certeras con varios de nuestros miembros, que podíamos transmitir pensamientos de persona a persona con un ciento de regularidad, dadas ciertas combinaciones de emisores y recepto­res, lo que nos alentó a continuar después con la transmisión de ideas más difíciles. De esta manera trabajamos con un éxito perfecto, usando en serie todos los proverbios ingleses que podía­mos recordar. Por ejemplo, en una ocasión pensé en el proverbio inglés que dice: "muchos cocineros echan a perder el guiso". La persona que recibía el mensaje se mantuvo algunos instantes en actitud expectante, y dijo después: "¡Ah¡ Veo una figura, un cua­dro. Hay una pieza. Un número de hombres caminan y se entrecruzan en sus caminos derribando algunas cosas. Están vestidos con gorros y sacos blancos. ¡oh! Ya sé, son cocineros”. Repitió entonces el proverbio del caso. Este fue un ejemplo típico. En nuestro grupo tuvimos dos personas especialmente aptas para recibir mensajes, una señora y un caballero, y ambas tuvieron un éxito del ciento por ciento en las pruebas a que fueron sometidas. He tenido nuevas demostraciones muchas veces, en la India, donde he residido por un período continuo de doce años y medio. En los pueblos de aquel país hay muchas personas que dominan estas fuerzas; pero muy raras veces dan su confianza al hombre blanco, quien generalmente no simpatiza con los ideales y con las normas de sencillez de la vida de estas gentes. Recuerdo una ocasión en la cual un anciano caballero hindú me dijo, hablando sobre estos asuntos: "La transmisión del pensamiento es muy sen­cilla. Fije usted su mente sobre algo: no solamente voy a leer su pensamiento, sino que hasta conseguiré que ese joven que vemos allí le diga lo que usted está pensando". Diciendo esto, indicó a un joven que estaba sentado a la distancia de unos veinte pies de nuestro grupo de oyentes. Acto continuo me figuré la cabeza y la cara de un caballero que conocía (el coronel Olcott). El an­ciano caballero me miró por unos pocos segundos, luego dirigió su mirada hacia el joven citado, y en seguida el joven me dio una descripción exactísima. Quizá el ejemplo más notable de transmisión del pensamiento que he experimentado ocurrió en una ciudad del sur de la India, en una ocasión en que dos amigos hindúes me llevaron a visitar un anciano caballero, bien conocido allí como mago. Pasé toda una mañana conversando con él sobre estos asuntos, y nuestras rela­ciones fueron muy cordiales, pues graduado en la Universidad de Madrás, hablaba perfectamente el inglés. Este caballero me mos­tró una serie de hechos interesantes relacionados con el poder del pensamiento. Así, pudo controlar el latido de su corazón y la co­rriente de su sangre (cosas nada útiles para el vulgo, pero muy interesantes para el estudiante de psicología). Me invitó a que acer­cara mi oído a su pecho descubierto y que le indicara cuándo deseaba que suspendiera los latidos de su corazón. Hice lo indicado y su corazón cesó de latir. ¡Puedo aseguraros que me apresuré a decide: "¡Hágalo marchar otra vez"! Luego procedió a demostrar el control de la sangre. Tomó un clavo de unas dos pulgadas de largo y se lo introdujo en la carne de las piernas, abriéndose así una herida. Luego me dijo: "Indique ahora cuándo quiere que la sangre fluya y cuándo quiere que cese de fluir por la herida". Le dije: "Deje circular la sangre". Acto seguido salió sangre por la herida; cuando dije: "Hágala parar", ésta dejó de fluir, y cuando repetí: "Déjela correr", volvió a salir otra vez la sangre. Finalmente, limpió la herida, restregó sus ma­nos sobre el sitio y ya no quedó ni la menor traza de la herida. Luego me dijo: "Si usted quiere, puedo hacer lo mismo con cual­quier otro cuerpo, como lo hice con el mío. Puedo regular la corriente de su sangre exactamente lo mismo. Voy a mostrárselo con su propia pierna". Debo confesar, sin embargo, que como esta proposición me tomó de sorpresa, no tuve el valor de dejarlo hacer aquel experimento, de lo cual me arrepentí luego, pues cuando regresé a aquella ciudad y traté de dar con esta persona, ya se había marchado, ignorándose su paradero. Ahora deseo hablaros de las pruebas que este señor me dio de la transmisión del pensamiento. Sacó de un cajón y de su cuarto un paquete de naipes y entregándomelo, me preguntó si las cartas estaban en orden. Examiné el juego de naipes y le contesté que me parecía que se trataba de un paquete perfecto de cartas. Luego, escribió algo sobre un pedacito de papel, lo dobló y me pidió que lo guardara en el bolsillo, cosa que hice. "Ahora", me dijo, "mezcle bien las cartas como usted quiera, y colóquelas todas boca abajo sobre el piso". Yo estaba sentado en el suelo a manera de los pueblos orientales. Mezclé las cartas y las distribuí, siempre con sus caras hacia abajo, en rededor mio sobre el suelo. "Levante ahora la carta que usted quiera", me dijo el anciano caballero, "fíjese bien en la carta que levanta y mire después lo que dice el papelito que yo le di". Extendí mi mano de manera que la elección de la carta fuese de lo más casual posible, tomé una de las cartas que levanté luego, fijándome cuál era. Después, saqué del bolsillo el papelito que me había dado el anciano y lo desdoblé. En ese papel encon­tré escrito el nombre de la carta que yo había levantado. Y eso que el anciano no había tocado para nada las cartas, con excepción del momento en que me las había entregado. Repitió este experimento dos veces más con dos amigos míos, siempre con el mismo éxito. Luego se me ocurrió que yo podría hacer un experimento, y le pedí repitiera su hazaña. Me dio un nuevo pedazo de papel. Mezclé mis cartas y las repartí como anteriormente, pero esta vez, en el momento de levantar una de las cartas, concentré mi mente sobre el caballero y silenciosamente le envié el siguiente mensaje: "Ahora, cualquiera que sea la carta que usted ya eligió, yo no la quiero". Levanté luego una carta, me fijé bien en ella, abrí luego el papelito y vi que no coincidían esta vez. Era indes­criptible la sorpresa del caballero cuando le alcancé la carta esco­gida y el papelito para que hiciera la correspondiente verificación. Evidentemente, jamás había sufrido semejante fracaso. Luego le conté lo que yo había hecho. "Bien", me dijo, "esto explica el asunto. El procedimiento es más o menos así: Yo me fijo en una carta particular y la anoto en el papel. Luego, hago la transmisión del pensamiento de aquella carta sobre su mente, sin que usted se dé cuenta. Este pensamiento opera sobre su brazo y dirige su mano al sitio exacto donde se encuentra la carta y que es conocido por su mente interna, si bien no por su conciencia externa. Si usted contrapone su voluntad a la mía, no puedo obligarlo a levan­tar la carta que yo he elegido". Luego, mis dos amigos trataron de seguir ese ejemplo, pero el anciano los obligó siempre a levan­tar la carta que él había escogido. Cuando relaté después estas experiencias a algunos amigos, opinaron que yo podía haber estado hipnotizado, de manera que creía firmemente haber visto en realidad las cosas maravillosas que relataba. Yo, por mi parte, no creo en tal hipnotización. Conversé con este caballero toda la mañana, mientras duraban los experimentos; en todo momento estuve en poder de mis faculta­des de razonamiento lógico; recordé, después, cada detalle que había pasado y luego hasta traté de experimentar con el mismo experimentador, cosa que verdaderamente tomó de sorpresa a mi huésped. Pero, si yo hubiera deseado aún más pruebas, las habría obtenido, pues me fueron suministradas más tarde, en una ocasión en que estaba a dos mil millas de distancia del domicilio del anciano, en el norte de la India. Una tarde, después de una jornada bastante pesada, estaba sentado en mi pieza, en mi propio colegio de Sind, en compañía de dos amigos, uno de los cuales era miembro del cuerpo docente, como profesor de ciencias políticas. Este caballero, un hindú, que se había graduado con distinción en la universidad de Oxford, había aprendido durante su perma­nencia en Inglaterra suertes de juegos de naipes, que requerían gran habilidad de mano, y precisamente aquella tarde estaba entre­teniéndonos con esas habilidades. Mi pensamiento estaba muy alejado en ese momento de cualquier investigación psíquica; me ocupaba más bien de los serios problemas del momento, relaciona­dos con el movimiento político, que habían entusiasmado a los estudiantes del colegio, y que, según mi opinión, iban a influir muy seriamente en el porvenir de los mismos. De repente, sin aviso previo, oí la voz de un hombre de carne y hueso, voz que parecía hablar en el centro de mi cabeza. Esa voz sólo dijo seis palabras: "Cinco de bastos, tiente esta prueba". En seguida tuve la intuición de que esto tenía relación con lo que experimenté en casa del caballero hindú, y obedeciendo la voz, escribí las palabras "cinco de bastos" en un pedacito de papel; lo doblé y pedí a mi amigo, el profesor, guardara el papelito en su bolsillo. Luego le pedí que mezclara bien sus cartas, que yo no había tocado para nada, y que las extendiera por el suelo con las caras hacia abajo, y que, hecho esto, levantara una carta y se fijase luego en lo que estaba escrito en el papel. Cuando levantó su carta resultó ser el cinco de bastos, y pueden ustedes imaginarse su sorpresa, cuando encontró esto escrito sobre el papelito que tenía en su bolsillo. No sé cómo me fue dirigida la misteriosa voz: pero sabiendo lo que sé sobre el poder del pensamiento, no consi­dero demasiado aventurada la creencia de que el anciano que se encontraba a unas dos mil millas de distancia, haya tenido cono­cimiento de nuestra ocupación, y que me sugirió mentalmente la realización del experimento, ayudándome para tener éxito. Ahora, quiero volver a mi relato de nuestro grupo en Inglaterra. Cuando nos habíamos convencido de que el pensamiento puede ser transmitido con relativa facilidad y certeza, empezamos a preguntamos: "¿Cómo se verifica esta transmisión? ¿Acaso va como una onda a través del éter, o hay transmisión de algo mate­rial, que aunque invisible para nuestros ojos no deja de tener carácter objetivo?" Los experimentos nos demostraron acabada­mente que los pensamientos tienen un efecto real sobre las cosas, que es muy distinto de su influencia sobre las mentes. Uno de los experimentos que hicimos para probar esto fue particularmente concluyente. Busqué 14 o 15 tarjetitas blancas, del tamaño de las de visita, y las preparé tomando cada tarjeta en mi mano, y tratando de impresionarla con una figura de objeto conocido y familiar a todos. En una, por ejemplo imaginé una casa, en otra un elefante, en otra una mosca, y así sucesivamente. Al hacer esto, escribí también con la letra más diminuta y fina, en una esquina de cada tarjeta, una palabra para indicar mi pensamiento y poder reconocer así otra vez la tarjeta. Luego las puse dentro de un pequeño canasto abierto, que coloqué detrás de mí y con los ojos cerrados saqué una cartulina que puse sobre una pequeña mesa. Alguien preguntaba después al receptor (quien, mientras tanto, permanecía con los ojos vendados en el centro de la pieza), qué es lo que había sobre la cartulina. Recuerdo varios de los casos. En uno de ellos, el receptor dijo: "Veo un cuadro; una gallina rodeada de sus pollitos se encuentra en un patio de chacra, escarba el suelo y les busca alimentos". Después que el receptor había di­cho eso me dirigía por mi parte a la mesa, levantaba la cartulina y encontraba escrito sobre la misma la palabra "gallina". En otro experimento fue una rata, en otro una avispa. Hemos repetido la experiencia muchas veces con éxito constante. Con esto tenemos la indicación de que el pensamiento no sólo puede ser transmitido directamente de mente a mente, sino tam­bién a objetos materiales, que el pensamiento se fija en estos obje­tos y queda allí durante algún tiempo y que puede ser visto por las personas sensitivas. Puede decirse, así, que todos los objetos son afectados por el pensamiento que la gente se forja al respecto; por ejemplo, un ladrillo de la muralla de una iglesia será diferente de un ladrillo sacado de la pared de un hospital, o de una escuela o de una cárcel, y puede reconocerse a cada uno de ellos entre otros diversos. Creo que muchas personas han experimentado ocasionalmente el hecho de esta recepción del pensamiento por medio de objetos, sin que se hayan dado cuenta de lo que pasa en su propia mente. Pero esto especialmente cuando la mente se en­cuentra quieta, cuando dormimos, y nuestro sueño es excitado por tales formas de pensamiento. Me acuerdo de una experiencia que hice en el Sur de la India, cuando me encontraba en un viaje de inspección de escuelas y colegios. Llegué una vez a cierto cole­gio de campo, donde tuve que pasar la noche, con cuyo motivo pusieron a mi disposición una pequeña casita de la vecindad. Esa noche soñé viva y prolongadamente con Sud Africa y cuando desperté de mañana, me pregunté qué podría haberme inducido a soñar de tal manera sobre Sud Africa, que es el último sitio del globo que pueda merecerme algún interés. Luego averigüé que yo había ocupado el cuarto de una maestra recientemente llegada de Sud Africa donde había vivido una larga serie de años. No re­cuerdo que haya habido alguna cosa visible dentro de la pieza, que hubiera podido sugerir tal sueño en mi mente. He oído mu­chos relatos parecidos de personas que han tenido sueños análogos en camarotes de vapores y trenes, cuartos de hotel, y en otros sitios. Sé muy bien que se necesita muy poco para soñar, y que muchas veces es suficiente dormir en sitios extraños. Pero he tenido suficiente experiencia para convencerme de que nuestros sueños extraños son muchas veces el resultado de formas de pensa­miento, más bien que sugestiones de sonidos o vistas físicas. Una vez, al viajar de Hull a Finlandia, en un pequeño vapor, una se­ñora después de la primera noche pasada en el buque, describió un sueño extremadamente lúcido que había tenido, en el cual pudo contemplar unos lagos, los más hermosos que hubiera visto y tantos y tan grandes que no podía abarcarlos con la mirada, y que estaban llenos de islas, con abundante vegetación arbórea. Yo le pregunté qué era lo que ella conocía de Finlandia. No tenía ella conocimiento alguno de que era un país de lagos hermosísimos. No había visto fotografía ni paisajes de Finlandia, como tampoco había leído al respecto guía alguna del viajero, pues no se inte­resaba por las bellezas naturales de dicho país. Le mostré un álbum con vistas de Finlandia y le enseñé fotografías de los lagos finlan­deses, ante los cuales expresó su mayor sorpresa, diciendo que eran exactamente idénticos a los lagos que ella había visto en su sueño. Esta señora confirmó su declaración, cuando más tarde contemplamos un verdadero lago de Finlandia. Estoy seguro que en el camarote de la señora no habla ningún objeto capaz de sugerir tales escenas lacustres a su mente. Sin duda alguna eran las formas de pensamientos emitidas por los ocupantes anteriores del cama­rote, las causantes del sueño de la señora. Algunos miembros de nuestro grupo de investigación alcan­zaron un perfeccionamiento tal, en el asunto que nos ocupa, que dos de los receptores pudieron hacer sus observaciones en un tiem­po mucho menor que el que los demás necesitaban para formular los mensajes. Decían: "No solo podemos ver el pensamiento cuando el remitente nos lo dirige, sino también como el pensamiento se concreta primero en la mente del mismo emisor, identificándolo ya allí entre un sinnúmero de pensamientos de otra clase, que rodean la vecindad de la mente transmisora. La forma del pensa­miento experimenta un crecimiento y se torna más clara y defi­nida, y luego destacándose se dirige hacia el receptor. Podemos identificar a cualquiera de ustedes por las condiciones de su mente, por sus pensamientos habituales y por los colores y formas con que ellos se visten, y, muy especialmente, por la más grande de las formas de pensamiento que les rodea, los pensamientos que cada cual tiene respecto a su propia persona. Se nos ocurrió otro punto que se presentaba a la experimen­tación. ¿Puede acaso la mente por si misma, como instrumento y receptor de nuestro pensamiento, ser vista e identificada, cuando el cuerpo del observador está privado de la vista física, por una venda que cierre sus ojos? Para esto hicimos el siguiente experi­mento. Colocamos una cantidad de sillas esparcidas por toda la habitación, la que tenía piso de madera, e hicimos, que nuestro receptor se sentara, como de costumbre, en medio de ella. Nosotros circulábamos por la pieza haciendo mucho ruido y luego nos sen­tábamos de improviso. El receptor tenía que identificarnos luego, cosa que efectuó con una seguridad perfecta. Después nos levan­tamos y cambiamos nuestros sitios y fuimos también identificados en tal forma, que no podíamos dudar del éxito del experimento, ya que tuvimos un ciento por ciento del éxito en las pruebas. Cuando le preguntamos al identificador de qué manera nos veía, y si era lo mismo que si recibiera de nosotros mensajes mentales, nos contestó sin vacilación alguna: "No, es muy diferente. Sé per­fectamente cuando me mandan un mensaje mental y sé cuando soy yo el que veo. Ahora en este momento los veo a ustedes, o mejor dicho, a las mentes de ustedes". Las mismas personas y también otras que yo he conocido, tanto en Europa como en Asia, podrían declarar que ellas pueden ver esta mente no sólo dentro del cuerpo, sino también separada del cuerpo y alejándose del mismo en ciertas ocasiones, como por ejemplo, cuando una per­sona está melancólica, cuando está hipnotizada o cuando está bajo la acción de un anestésico, cuando duerme y cuando muere. En relación a esto último, se ha repetido numerosas veces la clara afirmación de la existencia de los que comúnmente llamamos muer­tos, con todos sus caracteres y cualidades adquiridos en la tierra, en este mundo mental del cual sólo estamos separados por una valla de ignorancia causada por los sentidos. Sobre esto he tenido también corroboración y evidencia en la India. Me acuerdo de una ocasión en la cual acompañé a un amigo hindú para visitar a un anciano que no obstante ser ciego, era todo un sabio. Llegamos a su domicilio para enterarnos que algu­nos días antes se había mudado a otra localidad. Durante tres días fuimos de un pueblo a otro en su búsqueda y viajando por toda clase de caminos y en toda suerte de vehículos, en tren, en coche y hasta a pie, cruzando bosques y ríos. Finalmente lo encontramos una mañana, durmiendo en una pequeña casa de la calle principal de un pueblo grande. Nos sentamos, allí, cuando de pronto el ciego se despertó y se levantó, nos llamó por nuestros nombres, y nos contó que nos había esperado especialmente en esa aldea la última noche para vernos. Y nos hizo toda la descripción del viaje que habíamos hecho para dar con él, manifestando habernos visto cuando estábamos viajando en tren y también en coche. Nos probó que era un hombre de vastos conocimientos, y que a pesar de estar físicamente ciego, se daba perfectamente cuenta de los de­más mundos que lo rodeaban, mundos en los cuales, a su vez, la mayoría de las personas están completamente ciegas. No es posible que yo siga indefinidamente con el relato de estas experiencias. Termino la conferencia de esta noche con la aseveración que en este mundo hay muchas personas que han quedado convencidas, por la experiencia, de que el pensamiento tiene relación estrecha con las cosas, y de que hay un gran poder dentro de nosotros, de cuya existencia la humanidad, en general, está aún muy poco enterada en su estado actual de progreso evo­lutivo. En nuestra vida material sólo nos separa nuestra manera de pensar, que en cada uno puede ser diferente; pero de todos modos, el pensamiento de cada cual influye constantemente sobre el del vecino, tanto para el bien como para el mal. Es muy pro­bable que el noventa por ciento de los pensamientos de la mayoría de las gentes no sean exclusivamente sus propios pensamientos, sino más bien tomados del mar de pensamientos ajenos que nos rodea constantemente. En cambio, cabe ciertamente dentro de lo posible, desarrollar nuestro propio deber de pensamiento con el objeto de convertirnos en centro de gran beneficio, aunque para ello no pronunciemos ni una sola palabra.


CAPITULO 2

METODOS  DE ENTRENAMIENTO MENTAL




Vamos a tratar, ahora, sobre los métodos requeridos para un correcto entrenamiento o disciplina mental, en forma práctica, explicando varios ejercicios por medio de los cuales, practicándolos moderadamente, podremos obtener realmente una gran suma de poder mental. No es posible, en el corto tiempo de que dispo­nemos, hacer más que escoger algunos de los ejercicios más im­portantes y fundamentales. Sin embargo, la práctica de estos ejercicios, ilumina la mente en todo sentido. Para empezar, supongo que vosotros entráis en una pieza, donde estando solos, os sentáis, cerráis los ojos y comenzáis a observar lo que sucede cuando ponéis ante vuestra mente una idea particular. Supongamos, por ejemplo, que pensáis en un ele­fante. Observaréis que dos procesos tienen lugar. El primero es el de la idea del elefante, que forma una especie de caja que contiene muchas otras ideas, las que, a medida que os concen­tráis sobre la primera, emergen y parecen colocarse a su alrededor. Por lo tanto, tan pronto como menciono la palabra "elefante", vosotros notáis que, a su alrededor, surgen muchas ideas en la mente. Por ejemplo, podéis pensar en algunas particularidades del elefante, como son sus grandes orejas, o su peculiar trompa; po­déis pensar en su inteligencia y temperamento filosófico; podéis pensar en una ocasión particular en que habéis visto un elefante, en el jardín zoológico, o en vuestros viajes. Debe notarse que las ideas que provienen de pensar en un elefante no son accidentales, sino que están de acuerdo con una ley. Cuando pensáis en un elefante, podéis pensar también en un hipopótamo, o en un rino­ceronte, o en la India; pero no es probable que penséis, entonces, en un colibrí o un sombrero de copa alta. Existen ciertas leyes definidas completamente conocidas, que mantienen concatenados los pensamientos en la mente, exactamente lo mismo que la gra­vedad, el magnetismo, la cohesión y las leyes similares, gobiernan la unión de los objetos materiales del mundo físico. Antes de proseguir, quiero demostraros la existencia de estas leyes y haceros ver algo de su importancia, Con este propósito, leeré lentamente una lista de palabras, que os pido tratéis de recordar. “Lapicera, Ruido, Negro, Calavera, Relámpago, Mano, Cañón, Tinta, Luz, Terror, Cabeza, Trueno, Fantasma, Ejército, Oscu­ridad". Veamos ahora, cuántos de los presentes son capaces de repe­tir la lista. Yo os haré recordar la primera palabra, que era "lapi­cera"[1]. Creo que el auditorio se ha portado bien al recordar aunque sea unas pocas palabras, porque la prueba era realmente difícil. No esperaba que alguien fuera capaz de repetir la lista; haberlo hecho hubiera sido un notable caso de memoria. Ahora leeré otra lista y volveremos a ensayar. "Ejército, Cañón, Ruido, Trueno, Relámpago, Luz, Oscuridad, Negro, Tinta, Lapicera, Mano, Cabeza, Calavera, Fantasma, Terror". Mi primera palabra fue "Ejército". ¿Quién puede recordar la segunda? [2]. Permitidme, ahora, deciros que las palabras en esta segunda lista son exactamente las mismas de la primera. La única diferencia entre las dos listas está en el distinto orden de las palabras y la razón por la que pudisteis recordarlas en el segundo caso, fue que las ordené de acuerdo con la ley de asociación de las ideas. Me atrevo a sostener, que si durante el curso de nuestras lecturas nos tomáramos la molestia de detenernos ante cada nueva idea o trozo de información, pensando en su relación con otras ideas similares ya existentes en la mente, no tendríamos dificultades para retener y reproducir en cualquier momento el conocimiento adqui­rido. Una de las principales razones de que la mayoría de la gente tenga una memoria tan pobre, y tan poco control sobre el conte­nido de su propia mente, es la de que tienen el hábito de poner en la mente todos sus nuevos conocimientos, de un modo desordenado, de suerte que la acumulación de conocimientos semeja más bien un montón de materiales arrojados en un sitio vacante, que una casa bien plantada por el arquitecto y bien edificada por los constructores. Voy a seguir dándoles las cuatro leyes fundamentales del pen­samiento, de modo que podáis usarlas en los ejercicios, que des­pués describiré. Notad primero, que entre vuestros pensamientos acerca de un elefante, habrá ideas de cosas que se le asemejan mucho, ideas de otros animales como el hipopótamo, el rinoceron­te, la ballena o el camello. En esto estriba la primera ley de la atracción de las ideas. Los pensamientos de las cosas semejantes se mantienen juntos y con facilidad se sugieren los unos a los otros. Demos un nombre a esta misma primera ley, llamándola de rela­ción de objeto y clase, y otros objetos de la misma clase. La segunda ley relaciona el todo con la parte de modo que, cuando pensáis en el elefante, probablemente formáis cuadros mentales esenciales de su trompa, orejas y cola. Vale la pena notar a este respecto, que mucho de lo que la mayoría de la gente piensa es muy imperfecto. Tenemos la propensión a pensar únicamente en algunas partes del todo, o en una parte como representante del todo. Por ejemplo, no hace mucho tiempo algunos amigos en los Estados Unidos me preguntaron algo sobre una señora a quien he conocido por muchos años y que estaba por hacerle una visita. Me preguntaron si su cabello era negro o rubio. No pude decirlo, por más que conozco bien a esa señora. Sin duda al pensar en ella mi mente ha pintado sólo ciertas partes, y otras partes vagamente; y con claridad algunas, como la nariz, los ojos, constitu­ción general, y el porte, omitiendo seguramente el color de su cabello. Sin embargo, yo creía conocerla bien hasta el momento en que fui sorprendido con esa pregunta. Hace poco tiempo puse a prueba a un amigo mío con algunas preguntas investigadoras. Por la cadena me enteré que llevaba reloj, y, entonces, le pre­gunté: "¿Puedes decirme si los números de tu reloj son romanos como se usaban antes, o los arábigos de más reciente moda?". "¡Vaya!", replicó sin titubear, "por cierto, que son romanos". Sacó entonces su reloj y el asombro se pintó en su rostro. "Por Júpiter", exclamó, "son arábigos, y pensar que he estado usando este reloj durante siete años, y nunca lo había notado". El creía conocer su reloj, pero en realidad sólo pensaba en una parte de él, y esta parte le representaba el todo. Le hice entonces otra pregunta: "Supongo que tú sabes ca­minar y también correr." "¡Sí", me dijo, "por cierto". "Bien", le repliqué, "dime entonces cuál es la diferencia entre el caminar y el correr". Quedó intrigado por largo rato. Se puso a caminar por la pieza y luego a correr, observándose al mismo tiempo detenida­mente. Por último dijo: "Ya la tengo. Cuando uno camina tiene siempre un pie sobre el suelo, mientras que al correr los dos pies están en el aire al mismo tiempo". La respuesta era correcta, pero él no lo había observado antes; con seguridad que ahora conoce su reloj y lo que es el correr mejor que lo que hasta ese entonces lo hacía. La tercera ley expresa la relación entre el objeto y cualidad. Así, pienso en el elefante como filósofo, en el perro como guardián fiel y el gato como artista. La cuarta ley implica las observaciones de semejanza y diferencia entre las cosas, de objeto y clase, de todo y parte, o de objeto y cualidad. Tiene relación con nuestras experiencias pro­pias de carácter familiar o impresionante, y más que todo tiene mucho que hacer con la imaginación. Si he visto o pensado mucho en dos cosas juntas, la fuerza de sus efectos unidos sobre mi con­ciencia tenderá a asociarlas para siempre en mi mente. Por eso titu­laré la cuarta ley: "De la experiencia familiar". Así, por ejemplo, si pienso en una pluma probablemente pensaré también en un tintero, porque las dos cosas se encuentran juntas en mi experien­cia; en cambio, no pensaré en la pintura blanca. Si pienso en una cama, pensaré en el dormir y no en el baile. Si pienso en el Brasil, pensaré también en el café y el maravilloso Amazonas, mas no en el arroz ni en los montes Himalaya. Cada uno de los otros objetos tiene un fondo independiente de experiencias, compuesto de re­cuerdos o sucesos: grupos de cosas oídas, vistas o pensadas, ya sea vivida o repetidamente. Ahora bien, aunque todas las mentes trabajan bajo las mismas leyes, lo hacen con diferente grado de vitalidad, es decir, de poder y cantidad. Algunas trabajan rápidamente, otras con lentitud; al­gunas tienen mucho que ofrecer, otras muy poco. Supongamos que vais a sentaros a escribir una composición sobre el gato. Puede ser que los pensamientos fluyan abundantemente desde lo recóndito de vuestra mente, puede suceder que tengáis que estar sentados, mordiendo la punta de la lapicera, durante largo rato antes de que comiencen a aparecer. Considerad a este respecto la diferencia entre la mente de un poeta y la del común trabajador. El poeta encuentra todo lleno de sugestiones. Recuerdo el caso de un amigo mío, que es uno de los mejores poetas irlandeses. Un día, pasando en bicicleta por una callejuela de una ciudad de Irlanda, vio a un niño sentado sobre una cerca soplando pompas de jabón, con una pipa de barro y una vasija con agua. Esto no hubiera llevado ins­piración alguna a la mente común; pero en cambio la de mi amigo pronto empezó a trabajar produciendo sus tesoros y cuando llegó a su casa estaba en condiciones de escribir un gran poema sobre el tema de los globos de jabón. No sólo escribió sobre el niño de la cerca; sino también de los globos que inflamos en todo momento con nuestro pensamiento; y hasta de los globos que Dios sopla en el espacio, los grandes mundos que a Él han de parecerle tan fugaces, como las burbujas de jabón, al muchachito de la callejuela del pueblo. En pocas palabras, algunas mentes son más brillantes que las otras y nosotros queremos que la nuestra sea vigorosa y aguda. Queremos pensar en muchas ideas, pensarlas bien y pensar en todo lo que rodea el objeto de nuestra consideración; y no desde un solo lado o punto de vista, como lo hacen los pensadores tímidos o con prejuicios. Al hacer que nuestra mente sea vivaz, debemos también tratar de evitar el peligro que acecha en todas partes a los cerebros esclarecidos. El pensador rápido que, digamos, está por escribir sobre algún tema, como la reforma carcelaria o la educación, encontrará que los pensamientos surgen con rapidez en su mente, y a menudo será cautivado por uno de los primeros y remontándose por él escribirá brillantemente en ese sentido; pero perdiendo probablemente algo de suma importancia, por haberse alejado del tema central antes de haberlo considerado desde todos los puntos de vista. A veces una mente más torpe, o por lo menos más lenta, será más equilibrada y, por lo tanto nos llevará más cerca de la verdad. De modo que, mientras queremos una mente rápida y no difícil de poner en marcha, como motor de automóvil barato en fría mañana de invierno, sino una que tenga un buen arranque automático; tampoco queremos una que dispare, sino que se detenga lo suficiente sobre el tema elegido, para permitir ob­servarlo desde todo punto de vista, antes de partir en exploraciones de pensamientos hechos sobre líneas diferentes. Os daré ahora un ejercicio que mejorará la mente bajo todo aspecto, dándole ordenación, ingenio y firmeza. Es la simplicidad misma. Para este ejercicio debéis disponer de un cuarto de hora, una o dos veces por día, durante un mes. Sentaos solos en un lugar donde no temáis ser molestados y elegid cada día un tema par­ticular para vuestro pensamiento. Digamos que el primer día to­máis la idea de una vaca. Decíos entonces: "Ahora voy a pensar todo lo que pueda acerca de la vaca antes que en otra cosa. A lo menos pasaré un cuarto de hora con este tema. Y no pensaré simplemente al acaso, sino de acuerdo con las leyes generales del pensamiento". Cerrando los ojos imaginaos una vaca y decid: "Pri­mera ley: Objeto y Clase y otros Objetos de la misma clase", y pensáis: "una vaca es un animal cuadrúpedo, mamífero, puede haber también otras clases, y otros miembros de esas clases son la oveja, el caballo, el perro, el gato, el cerdo" y así sucesivamente, hasta haber extraído de vuestra mente todos los pensamientos que con la vaca, en cuanto a clase, tienen relación. Conoceréis entonces, lo que es una vaca como no lo habíais hecho antes. Conocemos las cosas por comparación con otras, no­tando, aunque sea rápidamente, sus semejanzas y diferencias. Cuando definimos una cosa, mencionamos su clase y los caracteres en que se diferencia de otros miembros de la misma clase. Así, una silla es una mesa con cierta diferencia; ambas son partes del mobiliario y ambas son soportes. Y cuando más comparamos una cosa con otras en esta forma, tanto mayor será nuestro conoci­miento de ella. Cuando hayáis trabajado por completo este ejer­cicio por medio de la primera ley, comparando nuestra vaca con otras criaturas respecto a sus semejanzas y diferencias, la llegaréis a conocer bien, y no confusamente. Pasad entonces a la segunda división: la de los todos y las partes; y pensad distintamente en las partes de la vaca: ojos, nariz, orejas, rodillas, pezuñas, etc., y lo mismo de sus partes internas, si estáis al corriente de la anatomía y fisiología animal. En tercer lugar, viene la ley relacionada con los objetos y sus cualidades. Pensad en las cualidades físicas de la vaca: su tamaño, color, forma y hábitos, y también en sus cualidades mentales y emocionales, en lo que sea posible discernirlas. Por último, viene la cuarta división, en la que pasaréis revista: "las vacas que he conocido", o sea, las experiencias particulares que habéis tenido con las vacas que se han grabado en vuestra imaginación. Habréis, entonces, expuesto todos los pensamientos de que sois capaces, relacionados directamente en vuestra mente con la idea de una vaca. Habréis practicado algo de concentración de pensa­miento correcto y consecuente, algo de organización de la acumu­lación de conocimientos en la mente, algo de observación; y este ejercicio efectuado durante un mes, hará en realidad a vuestra mente mucho más esclarecida de lo que era antes, dándole una agudeza útil y evidente, no sólo durante el tiempo del ejercicio, sino en todo momento, cualquiera que sea el asunto en que os ocupéis. Hay otras dos cosas de las que quiero hablar en esta confe­rencia. Una es el Estudio y la otra el Pensamiento. Ambas requieren el empleo de la concentración. Mi primer consejo respecto al estudio seria: "¡Estudiad!". Todo el que quiera conservar sus poderes mentales, sin que disminuyan con la declinación de los sentidos físicos, debería tener un tema de ocupación mental, al cual dedicar algún tiempo, de tres a cinco días por semana; no cada día, porque esto tiende a fatigar. Recomiendo a todo joven, hombre o mujer, que al dejar el colegio o liceo, mantenga uno de sus temas de estudio como ocupación mental, o tome algún otro que le interese. No importa que sea una rama de las matemáticas, historia, biología, geología, filosofía, moral, religión, arte; cualquiera de éstas, o una rama de ellas. El hecho más importante respecto al estudio, es que el estudiante use su mente bajo el control de la voluntad, es decir, por determinación desde adentro, no simplemente respondiendo al es­timulo de los sucesos y necesidades de la vida diaria, como es el caso cuando pensamos en los problemas de la vida. Si un hombre ha estado pensando sólo en respuesta a los estímulos externos, es seguro que cuando los poderes físicos del oído, la vista, etc., empiecen a declinar y las cosas externas no ejerzan, como antes, la misma influencia sobre la atención, la curiosidad empezará a des­aparecer y la actividad mental también disminuirá. Pero, cuando un hombre ha usado su mente desde adentro y la ha acostumbrado a obedecer a los impulsos de su propia voluntad, no hay razón para que sus poderes mentales no sigan mejorando aún en la edad avanzada del cuerpo, y esto es, en efecto, lo que generalmente sucede. Hay, sin embargo, todavía, otros beneficios resultantes de poseer un tema de trabajo mental. Tarde o temprano tendréis la satisfacción de sentir que sois dueños de alguna línea de pensa­mientos, o tema de los conocimientos humanos y apreciaréis la fuerza e indescriptible felicidad del sentido interno de la voluntad. Las lecturas que la mayoría de nosotros hacemos pueden ofre­cernos una oportunidad para el desarrollo del poder mental. Temo que, con frecuencia, su efecto sea completamente contrario, porque no hay nada más destructivo para la organización mental y el poder del pensamiento, que el hábito de las lecturas más diversas, sin propósito y sin pensamiento posterior o anterior. Si conocéis algunas personas que no saben leer o que leen raramente, podréis observar que la condición de su mente es, en general, superior a la de las personas que leen. Lo que ellos conocen, lo conocen bien; sus ideas son vívidas y están a su alcance cuando las nece­sitan; pero estas ventajas están contrapesadas por la gran poquedad de su contenido mental. No hay razón para que no tengamos per­fecta claridad y vigor mental, conjuntamente con amplios conocimientos; e indudablemente esto puede conseguirse por la lectura en forma correcta. Tal vez tengamos que leer un poco menos que antes; pero leeremos mejor. Con este propósito seguir el consejo de Emerson: "Leed con objeto de corrección, no de información". En otras palabras, pensad primero y leed después. Algunas pocas personas leen pri­mero y piensan después, lo que es bueno, aunque no lo mejor; pero, temo que la mayoría de la gente simplemente lea y no piense en absoluto. Las raras personas que realmente aprovechan sus lec­turas son las que piensan primero y después leen. Esto significa que cuando escogéis lo que vais a leer, supongamos que sea un capítulo sobre las costumbres de cierta clase de mamíferos, no abriréis el libro, y os diréis: "¿Qué es lo que sé acerca de las cos­tumbres de este animal?”. Puede ser mucho, poco, o casi nada, pero de todos modos debéis revisar vuestros conocimientos antes de empezar a aumentarlos. Ahora podéis abrir el libro y empezar a leer; el resultado será que comprenderéis y recordaréis más de lo usual, posiblemente casi todo lo que leáis. Se habrán despertado en vuestra mente muchas preguntas definidas e indefinidas sobre el tema, y los conocimientos ya existentes se habrán arreglado en forma determinada. La expectativa engendrada por el pensamiento previo provee a la mente de asideros de muchos puntos, que de otro modo apenas se hubieran notado, y el arreglo y predisposición de los conocimientos ofrece lugar adecuado para los nuevos. De suerte que, ante todo, vosotros tenéis ideas propias y aumentáis por la lectura. Ganáis en esta forma no sólo conocimientos y una mente bien ordenada, sino también con el ejercicio, que da por resultado potencia de la mente y de la voluntad. Quiero a continuación dar un consejo a los estudiantes que trabajan con un determinado libro de texto, que necesitan dominar para los exámenes, o con otro propósito. Emplead la concentración en vuestro estudio. Es el más poderoso instrumento que la mente posee. Facilita los medios para la clara comprensión y retención segura de las ideas en los recónditos repliegues de la mente. Es singular la poca fe que mucha gente tiene en lo que podríamos llamar los bolsillos de la mente: la misma falta de confianza que tienen los chicos en los bolsillos de sus vestidos. Recuerdo que cuando yo era niño, mi madre me envió una vez a un almacén, a media milla de distancia de nuestra casa, para comprar algo que ella necesitaba con urgencia. En el viaje yo hice dos cosas: apreté fuertemente la moneda de modo de sentir constantemente su pre­sión en la palma de la mano y me puse a repetir el nombre de la cosa que iba a comprar. Por cierto que yo no podía confiar al bolsillo la importante moneda; no tenía suficiente conocimiento de las leyes de la naturaleza, para estar seguro de que no me fallarían en una cuestión de tanta importancia. Y estuve muy próximo a olvidar el nombre de la cosa, que hubiera recordado sin el menor esfuerzo, al no haber estado tan ansioso de no olvidarlo. Este es a menudo el estado de la mente del estudiante. Supon­gamos que va a leer su texto de química. Tiene que estudiar cinco páginas en las que, digamos, hay cinco ideas que debe aclarar perfectamente, que debe comprender. Bien; comienza en la primera página con la idea número uno, aplica todo el poder de su atención y obtiene una clara comprensión. Ahora pasa a la página dos y a la segunda idea; pero no deja de preocuparse de la idea primera. Siente como necesidad de tener un ojo sobre ella, para que no se escape de su mente y se pierda. No está seguro de tenerla en su poder, a menos de verla o sentirla. En consecuencia, no puede emplear toda su atención en el dominio de la idea número dos. De modo que la posesión de ésta se hace algo indefinida, y su ansiedad es mayor que antes cuando tiene que aplicarse a la ter­cera idea. Todavía menos poder de atención puede dar a la cuarta, estando preocupado de la primera, muy ansioso de la segunda y más ansioso de la tercera. Su conocimiento de la idea número cinco será en extremo vaga. Y cuando termine su curso de estudio, su conocimiento de todo el tema será muy desigual y confuso. Algunas cosas le son claras, otras nebulosas, otras invisibles; y su éxito en el examen dependerá grandemente de su suerte en las preguntas. Más aún, sus conocimientos no le prestan gran utilidad para estu­dios más profundos, por ser tan desigual en sus partes elementales. Este poco afortunado estudiante me recuerda al irlandés que, según el cuento, trabajaba en una granja, y se le mandó a traer unos chanchitos. Después de mucho correr cogió a uno por la cola. Teniéndolo con la mano izquierda, corrió y agarró otro. Teniendo a los dos, corrió a coger a un tercero. No se refiere cómo terminó la tarea. Naturalmente, que después de haber agarrado el primero debió encerrarlo, y luego hacer lo mismo con los otros. Y esto es precisamente lo que el estudiante debe hacer con sus ideas. Que comprenda plenamente la primera idea y la encierre en su mente por un acto de concentración. Cuando la idea se le ha hecho clara, recuéstese en su silla y póngase a observarla con calma y firmeza durante un cuarto de minuto: esto es concentración. Puede ahora abandonar el tema, mientras aplica su atención a la segunda idea, confiando que la otra acudirá a su mente cuando la necesite. Así podrá dar la misma completa atención a la idea número dos, y sucesivamente a todas las otras. Usando este método de concen­tración, su conocimiento será uniforme y permanente. No hay nada como la ansiedad para debilitar la memoria y la mente; mientras que experimentando el valor de la concentración, pronto se tiene tanta confianza en su poder que, el antes fatigado y dis­gustado estudiante, puede darse una vida de lo más descansada. Llegamos ahora a la cuestión del pensamiento. Recordaréis que al principio dije que, al observar vuestra mente encontraréis que dos procesos se verifican con respecto al pensamiento escogido, como en el ejemplo del elefante; y que en el primer proceso notábamos muchos pensamientos emergiendo de la idea central y dis­poniéndose a su alrededor. Ahora, observad el proceso que sigue al primero. Vuestra atención se sale del tema original y se dirige a uno de los nuevos pensamientos que se han presentado, y ahora este nuevo pensamiento ocupa el centro del escenario, mientras que el pensamiento original queda como subordinado y relativa­mente debilitado. Así, entre mis muchos pensamientos acerca del elefante, hay uno que se ha hecho fuerte y permanente; un relato sobre uno de esos inteligentes animales que solía mendigar a los visitantes del Zoológico donde se encontraba y que cuando recibía un níquel de cinco céntimos, lo pasaba a un vecino vendedor de frutas que, en cambio, le daba un racimo de bananas. A veces, la gente le daba monedas de un céntimo, y él entonces, las guardaba hasta tener cinco, con las que compraba, como de costumbre, las bananas. Pues bien, este racimo de bananas ha desplazado ahora de mi mente al elefante, tan lejos, que me encuentro contemplando una escena familiar en la India del Sud, donde las altas palmeras están cargadas de frutas, de cocos. En esta escena hay muchos indígenas y ahora me encuentro mirando a esta gente y reflexio­nando sobre la gran influencia de un poco de mezcla de sangre aria en los pueblos prearios . . . y así sucesivamente. Brevemente, diré que existe una cadena de pensamientos, una sucesión de ideas o flujo de ideación. A veces es simplemente una derivación al acaso; otras, es pensamiento definido. Pues bien, nosotros queremos ser capaces de pensar, teniendo bajo el control de la voluntad la cadena de pensamientos, de modo que el flujo siga una vía elegida previamente por nosotros. La mente es afecta a vagar siguiendo la línea de menor resistencia; a pensar en ideas que el hábito o el interés han hecho más fáciles; como si dijéramos: gusta bajar la pendiente. En cambio, cuando pensamos, vamos hacia arriba, llegando a una altura o complejidad de pensamiento que antes estaba fuera de nuestro alcance. Esto es lo que, por ejemplo, hace un estudiante cuando re­suelve un problema de geometría; y si su pensamiento ha sido bien formado, sus conclusiones serán realidades tan claras para su conciencia, como lo eran sus premisas al empezar. Si este no fuera el caso, no avanzará mucho más allá en su comprensión. La mente asciende de plataforma en plataforma, de estadio en estadio, y es nuestra tarea aumentar, por medio del pensar, la calidad y exten­sión de nuestra conciencia mental. Sobre esta cuestión, mi consejo a los estudiantes es: que nunca os sumerjáis demasiado de improviso en el pensamiento de vuestro problema. Empezad en la concentración. Concentraos sobre vues­tros datos, revisadlos y considerad sus cualidades y especialmente las que tengan relación unas con otras. Cuando hayáis hecho esto, podéis empezar a pensar en el problema y entonces no os moles­taréis con el constante esfuerzo de recordar datos, que habríais olvidado en parte. La concentración al empezar el pensamiento es de gran ayuda; indudablemente es esencial, y podéis obtener mucho de su poder por medio de la primera práctica que describí en esta conferencia y recordad siempre que la concentración es una pausa calmosa sobre una idea o imagen mental, sin exhibición de fuerza, así como no la usaríais para mantener un poco de agua en vuestras manos. Cuando pensáis sobre algo y los pensamientos se hagan vagos o borrosos, es porque llegan al limite de vuestro usual alcance o altura mental; cuando habéis trabajado bastante en vuestro pro­blema y vuestro pensamiento empieza a vacilar, no divaguéis en busca de una solución; pero tampoco abandonéis el tema, sino que volved a los comienzos. Volved a concentraros en el nivel en que vuestro pensamiento empezó a hacerse confuso, o más bien, con­templad con calma cualquier idea que hayáis podido aferrar. Abandonad entonces el tema, y cuando lo volváis a tomar, en seguida o en el futuro, encontraréis que habéis hecho como una plataforma, sobre la cual seréis capaces de manteneros, para luego alcanzar pensamientos todavía más elevados. Para terminar, quiero deciros que cuando estáis empeñados en un entrenamiento mental como el que he escrito, no sólo desarrolláis los poderes mentales de vuestra familiar vida cotidiana, sin que estáis ayudando una evolución más profunda de vuestro carácter y de poderes ocultos en vosotros mismos, porque esa parte mas profunda de vuestra naturaleza -que, equivocadamente lla­mamos el ser superior- se ejercita por el dominio y desarrollo de la personalidad externa, con todo su conjunto de hábitos físicos, emocionales y mentales. Y así, las verdaderas actividades de nuestra vida diaria, sirven indirectamente los propósitos más profundos de nuestro permanente ser espiritual. Solo tengo que agregar, que el que tome en esta forma el entrenamiento de si mismo, encontrará ciertamente en pocos meses tan robustecida y enriquecida su vida, que comprenderá que el más grande gozo posible, aun para la personalidad, se obtiene trabajando en el servicio del ser superior.



CAPITULO 3

COMO SE FORMA EL CARACTER



Consideremos la naturaleza del hombre tal como se encuentra en este mundo y el papel que juega en la ininterrumpida sucesión de los acontecimientos. Para aclarar esto, tomaré el ejemplo de un péndulo que supondremos formado por una bolita asegurada al extremo de un hilo atado al techo. Algo toca a la pelotita; es mi mano que la golpea arrojándola de su posición vertical. Como es un péndulo, oscila y de vuelta golpea contra mi mano. Esta es la característica de un péndulo. Da a mi golpe una simple reacción. No se detiene a pensar antes de venir de vuelta. Supongamos ahora que cierro el puño y golpeo a un hombre. ¿Me devolverá el golpe con la precisión mecánica del péndulo? No, por cierto. Primero sentirá el golpe, y si es un hombre poco evolucionado, golpeará a su vez tan pronto como lo sienta, casi sin pensar. Pero si es hombre de cierto carácter, tres cosas tendrán lugar antes que reaccione: primero sentirá; luego pensará en ello, aunque sea rápidamente; y finalmente decidirá qué hacer. Tal hombre actuará guiado desde su interior. La acción excitante que sobre él ejercen las circunstancias no lo priva del ejercicio de su pensamiento y voluntad. En cambio, los sentimientos de un hombre de escaso desarrollo son agitados tan fácilmente por los aconteci­mientos, que la reacción interior de su ser es casi automática. Decimos, entonces, que ese hombre tiene reacción emocional, lo que, es común en la gente no desarrollada. Algunas gentes tienen una alta conciencia de su vida interior, mientras que otras no. Los deseos que gobiernan la vida de los hombres son visibles de acuerdo con esto. Así un hombre vive para comer, para gozar de los placeres que produce el sentido del gusto, y cuando llega a pensar es ideando un plan que le permita conseguir algún comestible que desea, o algo que estimule su palabra agotada por el exceso. Otro hombre come para vivir, con­siderando la satisfacción de un apetito sano sólo como un medio que conduce a un objeto: la conservación del cuerpo en que vive. Y, ¿qué será la vida para éste? Será actividad de la conciencia, goce del pensamiento, del amor y de la voluntad. Hombre de carácter es aquél en quien la vida interna es más fuerte que la naturaleza corporal externa. La naturaleza corporal del hombre está en realidad compuesta por tres partes: la física, la emocional y la mental: porque las emo­ciones y los pensamientos habituales forman parte, en un sentido muy real, del ser corporal humano, y pueden reaccionar absoluta­mente sin requerir la atención del hombre mismo. Como dije antes, si golpeáis en la calle a un hombre cualquiera, inmediatamente se  indignará, enrojecerá y probablemente devolverá el golpe. Se con­duce de acuerdo con sus hábitos mentales y corporales, y poco se hace sentir en su modo de obrar la presencia del hombre ver­dadero. Sus emociones son fijas, casi automáticas. Similarmente, un hombre puede tener prejuicios mentales, políticos o sociales, que no son más que ideas fijas, que lejos de constituir pensamientos, en realidad obstaculizan los pocos que su poseedor es capaz de tener. Pero el hombre de carácter es un alma viviente, que tiene sentimientos, ideas y voluntad propia, y que es capaz de ejerci­tarlos empleando su cuerpo con algún propósito surgido desde dentro de si mismo. Observemos, ahora, cuáles son los propósitos en la vida que surgen desde dentro del hombre. Con la espontaneidad con que el pájaro en la rama canta al llegar la primavera, regocijándose con el aire tibio y los rayos del sol, así el corazón del hombre palpita y se regocija al sentir o ver la luz de los ideales humanos, que con su calor lo llaman a aumentar la actividad vital, la since­ridad, el amor y la expresión de su propio ser. Considerad, por ejemplo, el ideal de la libertad, en su más amplio sentido. ¿Quién no responde al glorioso pensamiento de liberación de las trabas de nuestro medio ambiente y de las limitaciones de nuestras presentes condiciones corporales? ¿Quién no desearía volar veloz sobre las nubes tempestuosas en busca de la morada del cometa, en vez de aprisionarse con el cuello y la corbata, y ser el esclavo de la pluma o de la máquina, durante cincuenta semanas por año? El hombre tiene el ideal de la libertad, y gradualmente lo va realizando por dos medios: el descubrimiento y la aplicación de las leyes que rigen las fuerzas de la naturaleza en su vida exterior, y el control de su propia mente y de su propio cuerpo. Lo último es necesario, porque la libertad y los poderes externos, los bienes, las posiciones e influencias, son fuentes de esclavitud a menos que el hombre tenga un real dominio de si mismo. Sin el propio gobierno no puede haber dominio de las cosas externas. Cuando alguien dice que busca el éxito en la vida -¿y quién no lo busca?- está reconociendo su alianza con el gran ideal de la libertad, que desde dentro nos impulsa hacia adelante, hacia una vida más amplia; pero muy equivocado está cuando piensa que puede tener éxito en las cosas externas; sin desarrollar primero el éxito interior, que consiste en la posesión de una fuerte voluntad. Recuerdo el caso de una familia de cinco hermanos que me era muy conocida. Comenzaron disponiendo de una módica entrada, por lo que tenían mucho que trabajar para lograr éxito y posición en el mundo. Con el tiempo, dos de los hermanos empezaron a tener mucho éxito en sus negocios, de modo que a la edad de treinta años aproximadamente ambos eran ricos. A los treinta y cinco los dos hermanos eran obesos y empezaron a enfermar; a los cuarenta estaban constantemente en manos de los médicos, y a los cuarenta y cinco ambos habían muerto después de diez años de vida sumamente desgraciada. El mundo llamaba a éstos los dos hermanos afortunados de la familia y los admiraba. Sin embargo, ambos fueron unos fracasados. La causa no fue la riqueza; sino lo débil de su voluntad y la falta de propio control, que los condujo a permitir que sus bienes se convirtieran en el desastre de sus vidas. Al enriquecerse se hicieron holgazanes, no caminaban porque podían ir en coche, se hicieron demasiado indulgentes en el comer y beber, no ingerían alimentos sanos ni cantidades razonables; cavaron sus fosas con sus propios dientes, como alguien ha dicho con acierto. En cambio, los otros tres hermanos que sólo tuvieron éxito moderado en sus negocios, están ahora viejos, sanos y felices, rodeados de sus familias. No quiero decir con esto que la riqueza no sea deseable. Por el contrario, lo es, y mucho. Pero siempre será una fuente de desgracia para el hombre que no ha buscado antes las riquezas interiores de una fuerte voluntad, de un buen corazón y de una mente vigorosa. Vale la pena detenerse a considerar la naturaleza de los bienes. Muy frecuentemente las gentes se consideran poseedoras de dinero, casas, tierras y otros bienes, cuando en realidad el hecho es que son esclavas de esas cosas. Las cosas las poseen. Suponed que en dos diferentes ocasiones salís de viaje, llevando en una cien pesos y en otra diez mil. Cuando viajáis con los diez mil pesos, puede que os sintáis muy ansiosos, temiendo constantemente ser asaltados por los ladrones; mientras que con sólo cien pesos en vuestros bolsillos viajaréis con el corazón alegre, sin acordaros para nada de que existen ladrones en el mundo. La ansiedad socava vuestra felicidad, vuestra fuerza, vuestra virilidad. Análogamente, si se os exige que caminéis por un tablón de veinte centímetros de ancho colocado sobre el suelo, lo haréis conservando perfecto equilibrio; pero, imaginaos caminando por el mismo tablón colocado atravesando una calle, entre las ventanas de dos altos edificios. Pensaréis, en este caso, en las consecuencias de una caída, temblaréis y no podréis caminar en línea recta por vuestra falta de control sobre la mente y la imaginación. Adquirid el propio control, y seréis capaces de encarar las grandes cosas sin que merme vuestro poder, ni vuestra felicidad; y por el contrario, tendréis un aumento de ambas. Se cuenta del Gran Napoleón que, cuando se acostaba durante sus campañas, daba instrucciones de que no se le despertara para darle la buena nueva en caso de victoria, pero pedía se le llamara inmediatamente en el caso contrario, a fin de poder prestar ayuda. Podía dormir tranquilamente en una situación que hubiera arruinado los nervios de un hombre ansioso. Conocí a una familia que se atormentaba por alcanzar la posesión de cosas triviales. Eran relativamente pobres, pero debían vivir en un vecindario de gente "bien", porque se preocupaban mucho de la opinión que sobre ellos tuvieran los demás. Por la misma razón, también debían tener en la sala una vitrina con vajilla de plata. Esta vajilla era causa de gran ansiedad, porque la familia no se atrevía a dejar sola la casa, y siempre había dis­cusión sobre quién debía quedarse para cuidar los preciosos ob­jetos. Si querían ir al teatro, alguno debía quedarse; el placer de los que iban quedaba empañado por el recuerdo del que quedaba sin ir, y cuyos sentimientos no trataré de describir. Si un ladrón hubiera robado la vajilla, habría sido una bendición para esa gente, que no podía poseerla sin sentir ansiedad. Conocí una vez a una señora que era aficionada a caminar y salía con frecuencia. Pero un día que se compró un par de zapatos muy lindos y delicados, ya no le gustaba hacer largas caminatas por temor a gastarlos; pero, por otra parte, tenía la suficiente lógica para no sentir placer en dejarlos en la casa. Y a causa de ello puso prematuro fin a sus paseos. La sabiduría en esta cuestión, como decían los antiguos es­toicos, consiste en medir la propia fuerza contra las posesiones. Hay un cuento sobre un rico que habiendo llegado a la conclusión de que sus bienes eran una gran causa de disgustos, se deshizo de ellos y se fue a vivir en una cueva. Llevó consigo una cosa de que gustaba mucho, una hermosa vasija de bronce. Esa vasija solía estar ante la puerta de su morada, con la co­tidiana provisión de agua. Sin embargo, durante sus meditaciones y paseos, el hombre estaba constantemente molesto por el temor de que le robaran el vaso de bronce. Un día llegó un ladrón y se lo llevó, y cuando el anciano observó el hecho, se sorprendió al darse cuenta de que se alegraba en vez de entristecerse, y dijo con mucha satisfacción: "Pues la próxima vez que venga un ladrón, no encontrará un hermoso vaso de bronce, sino uno de barro que no valdrá la pena robar". No penséis, sin embargo, que la idea estoica consistía en que toda la gente debiera abandonar los ne­gocios y las posesiones: recordad, por otra parte, el caso del famoso emperador Marco Aurelio que podía tratar los asuntos de Estado sin disgustos ni ansiedades. La lección que puede sacarse de esta parte del tema es que no hay éxito exterior sin fuerza de voluntad interna, y no hay fuerza de voluntad que no se exprese primero en el propio carácter y en la propia personalidad. Si buscáis el éxito, desarrollad vuestra propia voluntad, y emplead el trabajo de la vida con tal propósito, luego seguirá el verdadero éxito exterior. Vale la pena recordar que no puede haber fracaso en la vida del hombre que busca primero las cosas de adentro, o insiste en usar su voluntad en constante empeño, no importa cuáles sean las dificultades de su vida exterior. Este hombre no tiembla ante las vicisitudes de la vida, y no transforma la suya en mezquina y estrecha, por exceso de cuidados. Aquél que ha desarrollado su voluntad, la parte más esencial del carácter, es el que mejor puede controlar las circunstancias, y tarde o temprano consigue el éxito material. El éxito espiritual conduce también al éxito material; pero el éxito material por si solo no da sino satisfacciones tem­porales. Suponed que habéis empleado vuestra voluntad valerosamente, tratando en toda forma posible de tener éxito, ya sea en hacer fortunas o en llegar a ser un hábil músico, y que habéis fracasado, según el decir, debido a alguna causa externa. No hay en realidad tal fracaso: quien ensaya no fracasa, sino cuando deja de ensayar. Habéis usado vuestra voluntad, la habéis desarrollado; por lo tanto tenéis dentro de vosotros lo que queda como fruto de todo es­fuerzo, esto es, la fuerza de carácter que proviene del ejercicio de la voluntad. Si hubierais tenido éxito material, podríais haber go­zado riquezas o habilidad durante un corto tiempo, pero por último éstas hubieran desaparecido. Nadie, en cambio, os puede quitar el éxito esencial y la felicidad que inevitablemente acompañan a la fuerza de carácter. Dejad de juzgar las cosas a través de vuestros sentimientos y prejuicios temporales, simpatías o antipatías; va­loradlas de acuerdo con su utilidad para el desarrollo del carácter, y tendréis el secreto de la felicidad y del éxito. Para todos nosotros la cuestión seria: ¿cómo podemos tener una vigorosa voluntad? No se necesita leer muchos libros para en­contrar la respuesta. No hay necesidad de pagar centenares de pesos en cursos de estudio de psicología. No hay necesidad de buscar oportunidades especiales. Todo lo que hay que hacer es poner en práctica lo aconsejado por el gran filósofo norteameri­cano Emerson: "Haced cada día algo que no os agrade". Tenéis pereza, pues hay que hacer algo; hacedlo ahora. Os sentís con timidez, tenéis que presentaros a alguien y no sabéis cómo seréis recibido? Id de inmediato a pesar de vuestro temor, o mejor dicho, por eso mismo, y alegraos de la oportunidad que se os brinda para ganar fortaleza. Hay en nuestra vida diaria y en el dominio de nuestro cuerpo, centenares de pequeñas cosas que pueden servir como medio para conseguir una de las más grandes cosas de la Vida: el desarrollo del carácter. Para esto sólo hay que recordar y aplicar la sabia fórmula: "Haced cada día algo que no queráis hacer". Ser fiel a la propia inspiración es también signo de voluntad y de fuerza de carácter. De esta fidelidad ha habido ejemplos muy notables en la historia. Pensemos en los hombres que tomaron parte en los descubrimientos y en el desarrollo del arte del vuelo mecánico, más o menos al principio de este siglo. Fueron hombres que tenían una idea en su mente: la de que era posible a los hom­bres volar. Determinados a encontrar los medios, tuvieron que afrontar las dificultades y peligros más grandes. Gastaron todo su dinero en sus talleres en la construcción de máquinas que fraca­saron unas tras otras. Siendo hombres de tanta capacidad, dejaron perder las oportunidades que se les ofrecían para ganar buena remuneración dedicándose a una de las ramas ordinarias de las actividades humanas. Dieron todo su dinero, tiempo y energía a la tarea elegida. Arriesgaron sus vidas y la integridad de sus cuerpos y por cierto que los primeros experimentadores tuvieron terribles accidentes y casi todos sufrieron una muerte violenta. Por encima de todo, tuvieron que afrontar la constante mofa de sus semejantes, de sabios e ignorantes. Recuerdo un artículo que leí hace algunos años en una vieja enciclopedia escocesa sobre el tema de la aviación, y en el que el autor, un instruido profesor de la universidad de Glasgow o Edimburgo, ocupaba dos grandes co­lumnas en demostrar matemáticamente que siempre sería impo­sible, en absoluto, para el hombre, volar con una máquina más pesada que el aire, y continuaba de esta suerte para al final ridi­culizar profusamente a los desgraciados que se empeñaban en ello. Pero esos hombres, afrontando todo eso se mantuvieron fieles a su ideal y al final nos dieron con éxito el aeroplano que en el futuro puede resultar de enorme beneficio a la humanidad. Esos hombres vivían de su interior. Tenían carácter; las comodidades, el lujo, las riquezas, la seguridad, todo lo abandonaban, en su búsqueda de mayor poder y libertad para la humanidad. Tales caracteres son los que forman los zapadores, pioneros, del progreso humano. Mas, el progreso humano, individual o colectivo, no depende sólo del carácter forjado por la voluntad. Depende también del pensamiento claro y fuerte, grande y noble. La humanidad persigue tres ideales: libertad, comprensión y unidad. Actuar con valor, pero sin inteligencia, sólo podría producirnos constantes males. Además, los hombres de carácter quieren conocer la verdad de las cosas y comprender la vida y el mundo. En esto también hay una fuente de felicidad y progresos infinitos para el hombre. Un hombre de carácter debe ambicionar una poderosa inteligencia capaz de pensar realmente, y una mente libre de prejuicios. Hay muchos que tienen una mente capaz de adquirir las ideas que otros han ilustrado; pero son incapaces de hacerlo por si mis­mos. Tales hombres tienen prejuicios, que por eufemismo llaman "opiniones". No han llegado a esas opiniones por pensamientos conscientes, sino que han aceptado el primer cuadro mental plau­sible o placentero que sobre un tema dado se les ha presentado en un periódico o en otra publicación, sin reflexionar hondamente al respecto, sin mirar los diferentes lados del tema, desde distintos puntos de vista. Tal vez han aceptado los modos de ver que más agradan a sus propios sentimientos, que causan menos molestias a sus pensamientos o que producen menos disturbios o menos cri­ticas de si mismos. Han confundido la comodidad y el placer mental con la verdad, como si ambos fueran prueba de que estamos en lo cierto. El hombre de carácter siempre estará interesado en el significado y naturaleza de las cosas, y tratará siempre de conocerlas tal como en realidad son, no como a él le gustaría que fueran. Sobre tal verdad se ha construido ese edificio de conoci­mientos, que llamamos ciencia moderna. La búsqueda de la verdad es doble en sus beneficios para el hombre. Le da grandes conocimientos y desarrolla la mente haciéndola más fuerte y capaz de alcanzar ideas grandes y elevadas. Aquí cabe preguntarse: ¿cómo podemos desarrollar la mente pen­sadora para que pueda hacerse un instrumento realmente valioso de la conciencia? La mayoría de nosotros pasamos cierto tiempo leyendo y ocasionalmente unos pocos tenemos el tino necesario para leer libros buenos. He aquí una oportunidad para el desarrollo de la mente. Seguid el consejo de Emerson que decía: "Leed para corregiros, no para informaros", es decir, pensad primero y leed después. Algunas personas leen primero y piensan después, lo que, sin duda, es bueno; la mayoría lee simplemente sin pensar, cuando lo mejor de todo es pensar primero y leer después. Suponed que vais a leer algo que queréis comprender, una lección de historia o química, o un artículo sobre el salitre de Chile. No abráis vuestro libro sumergiéndoos de inmediato en el tema. Con el libro cerrado decios: "Bien, ¿qué es lo que ya se sobre el salitre de Chile?". Revisad mentalmente todos los conocimientos que tengáis sobre el tema, pequeños o grandes, claros o confusos, y no permitáis que la mente, por impaciente o por perezosa, se dirija al libro antes de haber terminado esta revisión. Abrid entonces el libro y leed; lo encontraréis lleno de sugerencias e informaciones que apenas hu­bierais notado sin esa revista mental previa. Habréis en esa forma preparado vuestra mente. Existen en ella muchas preguntas no formuladas que actúan como ganchos para aferrar nuevos conoci­mientos. Los conocimientos ya existentes han tomado una forma definida, en la cual los nuevos encontrarán lugar adecuado. Nunca podréis estimar demasiado el valor que tiene la práctica del pensar previo a la lectura, para la obtención de conocimientos y para la educación de la mente cuyas ideas se mejoran, corrigen y extienden. Y esto tiene el mérito de poder aplicarse en miles de ocasiones en la vida diaria. El valor de la verdad es fácil de comprender. Tiene relación con la expansión de la vida mental, la estructura de los conocimien­tos y el poder del pensamiento. La falta de verdad hace que decline el poder del pensamiento. Consideremos los edificios, elevados que se construyen ahora en los Estados Unidos de América, por ejem­plo, el gran Woolworth Office Building de Nueva York, que tiene 250 metros de altura. La elevación de ese edificio depende de dos cosas: la excelencia del material y la bondad de la mano de obra. El acero con que su armazón está hecho, tiene una composición purísima y las paredes son perfectamente rectas. Su fortaleza de­pende de la calidad del material y del trabajo, no de la cantidad. Por lo tanto, representa lo que para los hombres es una realización espiritual, siendo la calidad la marca de las cosas espirituales. Si tuvierais que construir con ladrillos comunes una pared de la altura de ese edificio, por mucho espesor que le dierais, no se sostendría, porque el peso de los ladrillos de arriba aplastaría, reduciendo a polvo, a los de abajo. De modo que, lo que no es la verdad más perfecta, no puede ser otra cosa que un peligro para la estructura de la mente. El tercer y último ideal de que tengo que hablar, es el de la unidad. Día a día, la humanidad va sintiendo más, que la riqueza de nuestra vida depende de nuestra existencia común como humanidad. Como seres separados jamás nos hubiera sido posible ser lo que somos. Existe una especie de fraternidad en la obtención del éxito, de suerte que lo que uno gana puede ser compartido con los demás sin pérdida para él. Por ejemplo, los sabios han estudiado durante centenares de años para llegar a descubrir al­gunas valiosas leyes de la naturaleza, que ahora pueden enseñarse a los estudiantes en tres o cuatro años. El trabajo de los artistas, músicos, arquitectos, etc., constantemente enriquece nuestra mente y nuestra vida. Todo el que ha pasado años de trabajo en alguna clase de obra o de servicio, ha evitado para el futuro innumerables años de trabajo a otros, a la vez que ha agregado a su vida las riquezas ganadas por lo demás. Nuestra condición material actual se ha tornado llevadera, y hasta placentera por el hecho de la fraternidad humana. Así también nuestra vida social, mental, moral y religiosa. Sin las cosas realizadas por los pensadores del pasado y que se han conservado, "qué seria de nuestras mentes? Sin idioma, sin tradiciones, sin literatura, seriamos salvajes vivientes en las selvas y nada más que eso durante millones de años. Esta unidad de vida es algo que todos podemos sentir, y cuando esto acontece lo denominamos amor. Cristo amó a todos los hombres. No era esto una extravagancia, digna de mera cu­riosidad y asombro. Era un gran ejemplo. Preocuparse de los sen­timientos y pensamientos de su prójimo, ser capaz de mirar el mundo a través de sus ojos, este es el carácter del hombre parecido a Cristo. Tal sentimiento de unidad se encuentra en todos los hombres buenos y es lo que engrandece sus vidas. Considerad al avaro de la antigüedad: bajaba al sótano, la lámpara en la mano, para regocijarse con sus monedas de oro que hacía correr entre los dedos, temeroso de cualquier sombra o sonido, mirando hacia atrás constantemente, para ver si alguien había descubierto su secreto. Este hombre no se engrandecía, ni su vida se expandía. Sus sentimientos eran sin duda intensos, pero sólo en un estrecho sentido; por otra parte, su vida estaba llena de sobresaltos, y su felicidad marchita. ¡Cuán distinta es la vida del hombre que ama a su familia, a su país, a la humanidad y a todos sus semejantes en el mundo! Queda libre de las limitaciones de un pequeño cuerpo humano y de su estrecho medio ambiente. Vive la vida de una comunidad o de un gran número de hombres. Es grande; tiene sentimientos generosos, porque el amor lo ha enaltecido. ¡Cuán cierto es que el amor nos introduce a la vida, no solo del cuerpo físico, sino del más elevado mundo espiritual! Al pensar esto, muchos dirán: "¿Qué puedo hacer para engrandecer mi vida en esa forma? ¿Hay acaso para ello también alguna fórmula sencilla?". La hay. Notad ante todo que hay tres emociones que experimentamos con relación a los demás y que son malas: el orgullo, el odio y el miedo. El hombre orgulloso mira con placer a otro más ignorante o más débil, o más desgraciado que él. Se deleita apreciando la distancia que existe entre ellos, porque esto le da el sentimiento de su propia grandeza. No es un hombre de ideales, porque el hombre de ideales se mide a sí mismo por lo que ve por encima de él. Un hombre semejante carece de ideales: por eso es orgulloso.¿Qué hacer entonces si encontráis que sentís una emoción de esa naturaleza para con otra persona? Supongamos, por ejemplo, que sois una señora bien vestida, "a la última moda", y os sentís muy satisfecha porque todas las demás van relativamente mal ves­tidas. Vuestro interés no consiste en estar bien vestida, lo que sería meritorio, sino en ser superior a las otras, lo que es una cosa dis­tinta y egoísta. "Cuánto mejor sería si todas pudieran estar bien vestidas; que espléndido sería poder ayudarlas con el ejemplo o con la instrucción", estos serían pensamientos de amor. El verdadero orgullo es, sin embargo, todavía más vicioso, porque tiene interés en hundir a los demás en el lodo para poder aún alejarse más de ellos. ¿Como podéis libraros de tal emoción? Reemplazándola por un sentimiento de amorosa bondad. Tendréis, primero, que notar que cuando tal orgullo surge en la mente es porque estáis pensando casi enteramente en vosotros mismos. Tenéis entonces que deciros: "Voy a dejar de pensar en mí mismo y tratar de comprender cómo aparece la vida a las demás personas". Tan pronto como comenzáis a mirar el mundo a través de los ojos del hombre que yace en el Iodo, el orgullo desaparece, la compasión toma automáticamente su lugar y vuestro gran deseo es entonces levantarlo, haciendo así desaparecer la distancia que os separa de él. En el caso del odio puede usarse el mismo método. Miraos a vosotros mismos a través de los ojos de la persona que os ha ofendido, considerad su po­sición y por encima de todo, dejad de pensar en vosotros mismos, y el enojo será reemplazado por un sentimiento amistoso. La ter­cera emoción mala es la del miedo, que puede destruir casi todas vuestras virtudes. Considerémosla someramente. Si hay un hombre que está en una posición que pueda inspirarme miedo, algo tengo yo que aprender de él. El miedo me haría huir para refugiarme en la comodidad o en la seguridad; pero la sabiduría me dice que mi aparente enemigo es a menudo mi mejor amigo. Si yo olvido mi debilidad egoísta, seré capaz de reemplazar el miedo por la admiración, que es la emoción que más enseñanza me puede pro­ducir. Así, poseyendo compasión, amistad y admiración en lugar de orgullo, odio y miedo, nos haremos hombres de verdadero ca­rácter, por esa cualidad del amor que forma la más perfecta unidad humana. Todo esto se obtiene por el empleo de esa llavecita del "He de pensar en mi prójimo y no en mí mismo", cada vez que sintamos una de las tres malas emociones. Trataré ahora de resumir los principales principios sobre los que se basa la ciencia de la formación del carácter. En primer lugar, la evolución o el progreso del hombre depende enteramente de la respuesta que éste da al impulso vital que llena el mundo. Este impulso lo siente cada hombre como un deseo de libertad, de comprensión y de unidad con los demás. Estos tres ideales, representan una expansión de vida más allá de nuestra inmediata expectativa o poder de adquisición. Pero a medida que los hom­bres trabajan con estos ideales constantemente en vista, como lo hacen muchos, va aumentando su libertad, crece su poder de comprensión y su sentimiento de unidad con los demás. Su vida aumenta con el uso, y goza cada vez más de la felicidad esencial, que constituye la vida misma. Los tres ideales son, por lo tanto, como distantes estrellas en el firmamento, que orientan nuestra marcha y nos alumbran siem­pre más, a medida que proseguimos el sendero de la vida. Mas, nosotros llevamos tres lámparas que fueron encendidas en esas estrellas, y que iluminan el confuso subsuelo que yace bajo nuestros pies. Son ellas las virtudes del valor, la veracidad y el amor. Arreglad la masa de emociones rebeldes y pensamientos confusos que hacen que vuestra vida sea sin afectos; simplificaos y concentraos, y decios: "Recordaré en toda ocasión que debo vivir con valor, amor y sinceridad". Estudiaos, en seguida, vosotros mismos, para encontrar cuál es en vuestro caso el más fuerte y el más débil de los tres poderes de conciencia; cuál es el que actúa como motivo principal en vues­tra vida y cuáles en cambio se dejan arrastrar. ¿Es vuestro deseo por comprender, mayor que vuestro amor o que vuestro impulso por tomar parte en la acción? ¿O es vuestro impulso hacia la acti­vidad lo que os conduce al conocimiento y el goce de la sociedad humana? Cuando hayáis encontrado vuestro más fuerte y vuestro más débil impulso, no continuéis gozando todavía del más fuerte sino que obligadlo a que os impulse a desarrollar el más débil. Esto servirá para suavizar el sendero de la vida, tanto para vosotros como para los demás. Os dará firmeza, os afianzará en la vida, y os permitirá mayor rapidez en vuestro progreso. El desarrollo intenso de una de las partes de vuestra naturaleza, con descuido de las demás, producirá un carácter desequilibrado, que debido a su fuerza, producirá males para todos. No hay tal vicio efectivo en el carácter humano; hay más bien desequi­librio, y así un gran error o un gran pecado debe su importancia a la cualidad más fuerte. Gran voluntad actuando conjuntamente con la ignorancia o el egoísmo; gran amor, actuando con ignorancia; grandes conocimientos actuando sin amor... tales son los errores de comisión. Pero los de omisión son igualmente grandes: por ejemplo, un amor que se abandona a inútil desesperación, desprovisto de pensamiento y acción, u obstaculizando por igno­rancia la Libertad del objeto de ese amor; pensamientos que no tienen relación con la vida de acción y con la asociación con los demás; y muchas otras combinaciones defectuosas. El hombre desequilibrado es el pecador. El hombre poderoso y equilibrado es el verdadero santo. Hay, sin embargo, un tercer tipo de hombre, que es equilibrado, pero débil en todas sus cualidades, y a quien se llama "buen hombre". Hay más esperanzas en el progreso de un pecador que en el del débil buen hombre. Un gran pecador puede hacerse rápidamente un gran santo, por el poder que lo hace grande en su pecado. Los grandes hombres tienen grandes faltas, pero se libran de ellas súbitamente; los pequeños hombres tienen pequeñas faltas, pero parece que éstas duran para siempre. Finalmente, os diré que en la formación del carácter debéis recordar siempre que nuestra vida es inmortal. No hay barrera que se oponga a su progreso, y lo que se gana es para siempre, empleándose como medio de mayor progreso en la vida que nos aguarda; en la que lo mismo que en esta vida presente, por nues­tros esfuerzos en vivir la verdadera vida, gozaremos de gran con­ciencia y de los poderes que ahora admiramos en los Maestros de nuestra raza humana.


CAPITULO 4

COMO EDUCAR AL CIUDADANO



Como una introducción al tema que desarrollaré esta tarde, quiero presentar dos fórmulas a vuestra atenta consideración. La primera es "que el hombre que quiera hacer lo más que pueda para si mismo, debe hacer todo lo que más pueda por los demás", o, dicho en otros términos, el servicio de los demás es el camino hacia dos grandes objetivos: la propia perfección y la fe­licidad. Os presentaré dos ejemplos. Casi todos los profesores saben que pueden aprender más enseñando a los demás, que estudiando solos. Hay algo que hace que el conocimiento que se alcanza en la enseñanza y el servicio, sea para la mente algo vital, preciso, libre de vaguedad y palabrería. Cuando sentimos un gran pesar, espe­cialmente un sentimiento doloroso, es el servicio de los demás, el pensar en otros lo que más pudiese aliviarnos. Así durante la gran guerra, muchas señoras y niñas que perdieron a sus esposos, her­manos o hijos, buscaban el apaciguamiento de su dolor trabajando en los hospitales u otras instituciones de beneficencia general. Seria muy importante que cada ciudadano comprendiera que su mayor progreso y felicidad está en el servicio de sus semejantes, y que nuestros colegios, liceos y universidades, orientan la mente y las emociones de la juventud hacia ese hecho tan importante. Mi segunda fórmula es: La "Comunidad o Gobierno que quiera trabajar en su propio beneficio, debe hacer lo que más pueda en bien de todo ciudadano." Este concepto de que el Estado existe para el individuo, es de la mayor importancia. Hay algunos gobiernos que piensan primero en si mismos y legislan para su propia conveniencia, y emplean el terrorismo, la ignorancia y la represión de los caracteres fuertes, para poder gobernar fácilmente una nación pasiva, u obligar a los ciudadanos a la uniformidad. Este es el estado de espíritu de algunas personas en la India - que felizmente no han podido retener el poder supremo-, que dicen: "qué lástima que el gobierno haya fomentado la educación” y permitido que los hindúes conocieran lo que son las democracias europeas o americanas; si los hubiéramos mantenido en la ignorancia, no nos molestarían ahora con sus peticiones de par­ticipar ampliamente en el Gobierno. Es inútil decir, que son los intereses que esas personas tienen en el país, los que extravían en tal forma su criterio. Pero, sabemos con seguridad algo y es que los ciudadanos tímidos e ignorantes son el mayor peligro para cualquier comunidad, y que la independencia y la iniciativa forman grandes hombres, conocedores de la ley y el orden, aptos para trabajar por la prosperidad común y deseosos de hacerlo. La otra política producirá ciudadanos cobardes, y políticos o legisladores corrompidos, ambos ejemplares típicos del egoísmo, que es el gran enemigo de las nacionalidades. Dejadme recordaros el dicho de que la historia de una nación puede escribirse en la biografía de unas pocas personalidades. En nuestras escuelas debemos alentar el individualismo y el carácter, el valor y la fe en el triunfo del bien. Nunca sabemos de dónde saldrán nuestros futuros grandes hombres, en la política, en la ciencia, en la filosofía, en la industria o en el arte; no sabemos cuántos producirá nuestro país, pero sí sabemos que leyes rígidas, que enseñanzas autoritarias y estrechas en los colegios, y falta de oportunidad para el desarrollo y expre­sión de su genio, desviarán de su camino, con pérdida irreparable para nuestra patria y nuestra civilización. Puede observarse que, durante las dos últimas generaciones, las diversas profesiones han ido a buscar su perfeccionamiento en las escuelas. Antes había una cierta educación general igual para todos; en cuanto el joven abandonaba el liceo o el colegio podía después de un estudio previo relativamente breve, graduarse de médico, abogado, ingeniero o profesor; pero, gradualmente las profesiones se han tornado tan complejas que ha sido necesario un mayor estudio y disciplina, de suerte que han entrado a formar parte de los cursos de nuestras escuelas. Últimamente el estudio del comercio, de la agricultura y de la economía doméstica han seguido los mismos rumbos; y son hoy considerados como temas culturales y educativos, y no como antes, en que se les estimaba como meras expresiones de las realidades de la vida, impuestas a los hombres por las necesidades corporales. Pero, hay una profesión además de aquella que corresponde a nuestra particular vocación a la cual en estos tiempos modernos, todos pertenecemos, y que es de la mayor importancia, pues exige no solamente conocimiento sobre las cosas, sino también el sabio conocimiento de los hombres. Esta es la profesión de los derechos ciudadanos, que merece un sitio preponderante y honorífico entre los cursos escolares. Tres cosas hay que tener presentes al preparar a los estudiantes para ejercitar sus derechos y deberes de ciudadanos. 1° Cada ciudadano debe ser apto para algo, debe estar ca­pacitado por lo menos para hacer algo bien hecho. En otras pala­bras, debe estar preparado para la vocación que le corresponde. 2° Debe poseer, por el correcto desarrollo de emociones ade­cuadas, el sentido de que él es parte de la comunidad. 3° Debe enseñársele a ser hombre correcto y aseado, obe­diente a las leyes naturales de la salud y la higiene.
Me ocuparé sucesivamente, con mayores detalles, de estos tres aspectos del problema. La división de las profesiones fijada para los hindúes, en sus antiguos tiempos, por su gran legislador Manú, dura hasta hoy, y servirá para guiar nuestro pensamiento. Hay cuatro clases de ciudadanos: 1°) Los productores; 2°) Los organizadores y distribuidores; 3°) Los protectores y 4°) Los profesores y maestros.
La primera división comprende la numerosa clase de los tra­bajadores manuales de toda especie; y nuestro trabajo para con ellos, así como para con todos los alumnos que no manifiesten especiales aptitudes para las otras tres actividades, consiste en vigilar que se les capacite para llegar a adquirir habilidad en dos o más ramas de actividad, de modo que se consiga que en la comunidad, los trabajadores inexpertos sean los menos, y que los más estén en condiciones de cambiar su labor, si circunstancias especiales así lo requieren. Puede decirse que todos los estudiantes que no demuestran aptitud para las demás divisiones, están en la primera, de que acabamos de hablar. El segundo grupo comprende la gran variedad de ocupaciones que se relacionan con los trabajos de organización en la agricul­tora, en la industria, en las manufacturas y los transportes, y con el expendio de productos y mercaderías de todas clases. Hay mu­chos estudiantes que teniendo habilidad constructiva, no demues­tran ninguna tendencia literaria, filosófica o científica, y que pue­den ser orientados en esas líneas de actividad. El profesor que conoce bien a sus alumnos, puede fácilmente seleccionarlos y reco­mendarles los cursos de estudio que más les conviene seguir para su porvenir; además su destreza constructora puede reconocerse en el modo como juegan ajedrez. Los protectores son los directores encargados de la protección de los ciudadanos y del cumplimiento de la ley, con sus divisiones mental y física de ejército, policía y cargos judiciales. Y, por último, el término educador o maestro incluye a todos los que se dedican, por varios medios, al descubrimiento y difusión de la verdad y de los conocimientos, de la ciencia y del arte, la ley, la filosofía y la religión. No quiero entrar en detalles sobre esta parte de mi trabajo; quiero sólo insinuar orientaciones generales al pensamiento, e insistir en el hecho de que cada estudiante deberá recibir una educación secundaria y superior, que lo capacite para ejercitar después, en forma eficiente y positiva, sus actividades de ciudadano en una cualquiera de estas líneas. Llegamos ahora al problema de las emociones, que es el más importante de todos, y deseo dar a conocer algo de un curso de educación cívica, para el que escribí hace algunos años, un texto dedicado a los colegios hindúes. Pero deseo, antes, señalar el sitio que ocupa el cultivo de las emociones en la educación escolar. Se presta mucha atención al desarrollo intelectual y al físico, pero generalmente se descuidan las emociones o se las dirige por caminos extraviados. Hay algo que podremos constatar con toda claridad: las emociones y las intenciones que se desarrollan en el niño durante diez o quince años de vida escolar, son las que, en la mayor parte de los casos, gobernarán las actividades del resto de su vida. Considerad la emoción del miedo en las escuelas y liceos. A veces es el miedo a los guantes, golpes u otros castigos físicos; pero, aun en los establecimientos que ya se han adelantado a semejante barbarie, queda el miedo a las palabras duras, el ridículo y la inquietud por el resultado de los exámenes. A muchos estudiantes les parece que no han sido bien reci­bidos en este mundo y que su país no les necesita. Les parece oír que sus padres y maestros les dicen: "aplícate todo lo que puedas en tus estudios, no porque el conocimiento sea interesante y útil por sí mismo, sino porque tienes que rendir exámenes, y si no lo consigues tendrás después una vida muy miserable. Tendrás que ocupar una posición servil, y hacer trabajo humilde y poco honroso. Pero, si alcanzas éxito en ellos, lograrás bienestar, respeto y tranquilidad". Esta es una de las aplicaciones de las leyes del miedo. Se induce al estudiante a trabajar durante años impulsado por móviles de temor. ¿Y qué clase de ciudadano resultará, cuando este joven haya dado con éxito sus exámenes? Si es rico, antepondrá su propia comodidad, su nombre y su tranquilidad al bienestar general; buscará actividades que le den nombre o que le propor­cionen dinero, y trabajará siempre secretamente en contra del bien público para asegurar su posición y su dinero. No le critiquéis por obrar así. La culpa es de la educación que recibió, que ha desarrollado sus peores emociones de egoísmo, vanidad y, principal­mente, de temor. Si es pobre, tratará de asegurar lo poco que tiene, se humillará ante los falsos poderosos, y temerá todo progreso y empresa nueva. Es menester introducir una atmósfera emocional bien eficiente y positiva en las escuelas y colegios. Se debe nombrar profesores que amen la enseñanza y que sientan devoción por el progreso de la humanidad. Y ellos infundirán su propio entusiasmo en la vida de los estudiantes y les darán rectas intenciones. Enseñarán la historia de la humanidad no dando en ella sitio preponderante a las páginas sangrientas, que llenan las apasionadas vidas de reyes y conquistadores, sino haciendo ver el beneficio que todos here­damos por el trabajo realizado en el pasado y su relación con las comunidades humanas presentes y futuras. Dirán al alumno: ¡Trabaja! La humanidad necesita de hom­bres buenos. Hay siempre un sitio honroso para todo el que tenga algo bueno que hacer. Es probable que, si te empeñas, puedas dejar al mundo mejor de lo que lo encontraste. Además del sentimiento de solidaridad, hay dos grandes emo­ciones que pueden inspirar a los estudiantes a vivir y trabajar, y en las cuales se regocijan, nueve sobre diez de los que no han estado demasiado recluidos en un ambiente de egoísmo y desgaste de su virilidad: Son el Patriotismo, y la Devoción y Aspiración religiosa. En algunos de mis colegios en la India, fijé lo que llamábamos el Periodo Patriótico, un tiempo de cuarenta y cinco minutos cada semana, durante los cuales los maestros y alumnos de todos los cursos, se reunían en un gran salón. En el escenario poníamos el retrato de uno de los grandes personajes hindúes de los tiempos pasados o presentes, adornado con flores, siguiendo así la cos­tumbre con que en la India se honra siempre a quien se quiere distinguir. Empezábamos nuestra reunión con un canto patriótico, en el que todos tornábamos parte, describiendo la belleza y fer­tilidad de la madre patria. Después, uno de los profesores, o tam­bién, a veces, alguno de los alumnos más adelantados, pronunciaba durante media hora un discurso preparado anticipadamente, rela­tando la vida y trabajos del gran hombre que se trataba de honrar, y los beneficios que reportó a su patria y a sus conciudadanos. Durante el año escolar podíamos, así, hacer conocer a los alumnos más de treinta de sus prohombre: religiosos, soldados, hombres de estado, poetas, reformadores, científicos, artistas, etc. El orador se escogía, en cada ocasión, entre algún sincero admirador del elogiado, y se le dejaba en libertad de tratar el tema: esto permitía acostumbrar a los estudiantes a oír, con tranquilidad, diferentes puntos de vista y opiniones, y a juzgarlos imparcialmente. Esto les enseñaba a ser fuertes y reservados, como el perfecto caballero de quien habla Confucio: "Un caballero es siempre imparcial; pero nunca neutral." No puedo descubriros la emoción de los escolares en nuestras reuniones, los vivas, el fuego del entusiasmo y de la resolución que se despertaba en sus jóvenes corazones, ni el vigor de esos cientos de voces entonando el himno final.  De un modo semejante, teníamos también el Período Religioso, en que se trataba de las vidas y pensamientos de esclare­cidos religiosos y santos de la India, o de otras partes del mundo. Sólo una condición podía hacer que este trabajo fuera provechoso: devoción sincera de parte del orador, y perfecta independencia de dogmas o de espíritu de propaganda de parte de las autoridades del colegio. El orador podía elogiar a cualquier maestro o doctrina; pero no debía hablar mal de ninguna; ésa era la única restricción. Creíamos en el triunfo de la verdad en el corazón humano, que las estratagemas, engaños, oscuridad y dogmatismo sólo pueden hacer daño a la sensibilidad religiosa de los estudiantes, e imposibilitar su camino hacia los pies de la Divinidad. La aspiración religiosa es natural en la juventud, siempre que la escuela no la asfixie por el empleo de toda su energía en los estudios meramente intelectuales. Nada de extraordinario tenía, entonces, que hubiera en nuestro colegio muchas pequeñas socie­dades religiosas y que muchos alumnos acostumbraran reunirse a las tardes para leer sus libros religiosos favoritos o poesías, y que a veces meditaran y oraran. Con patriotismo y religión en los establecimientos de instruc­ción, podremos muy pronto formar una nación briosa y pura, que se alce llena de dignidad, de honor y de poder; pero sin ser una amenaza para nadie, entre las naciones todas del orbe. Desearía describir brevemente, ahora, el curso de educación cívica, que dura seis años, destinado a los niños de 8 a 14 años. Muchos de los textos que tratan este tema fracasan en sus propósitos, porque las lecciones que dan no tienen relación con las cosas en que el niño tiene experiencia propia. Empezarán, tal vez, con el grabado de un viejo señor muy venerable, revestido de túnica y peluca, precedido de un majestuoso ujier con su gran lanza. Debajo podréis leer: "¿Qué es esto?" (diré como paréntesis que no me sorprende la pregunta), a lo que se contesta: "Es un juez que tomará asiento en el tribunal, y que aplicará las leyes", o cosas así por el estilo. Después, os dirá lo que es el voto y otras cosas: pero, ninguna de ellas alcanza a impresionar la mente de los niños. Por obedecer al profesor, se darán el trabajo de recordar palabras que apenas entienden. Si el estudio del civismo ha sido un fracaso, en muchos de los establecimientos educacionales de Europa, se debe a que los textos han sido malos y la enseñanza peor. No podéis agregar algo a la mente del niño, si no hay nada en ella. Debéis despertar primero un pensamiento claro y vigoroso, que contenga ya algo de su experiencia sensorial y sobre lo que sienta curiosidad de saber. Recuerdo una experiencia propia cuan­do recién fui a la escuela. Se trataba de la llamada clase de religión, y el maestro tenía en el pizarrón un gran mapa de Egipto y Palestina, y explicaba los viajes de los judíos en los tiempos bíblicos. Tal vez no hablaba muy claro; pero, recuerdo que tomé algún interés en el asunto, porque pensé que se estaba refiriendo a los pájaros migratorios. En mi joven imaginación pensé en algo así como los cuervos. Los pájaros me interesaban, los judíos no, ni en lo más mínimo. No es porque los niños no razonen; sino porque sólo lo hacen con las cosas en que toman un interés emotivo. Me atreveré a daros un ejemplo. Una niñita gritaba desesperadamente en la calle... un benévolo caballero se le acercó y le preguntó qué le pasaba. "He perdido un penique". El metió la mano al bolsillo, sacó un penique y lo dio a la niñita. Esta secó sus lágrimas y lo miró con sorpresa. "Usted es un viejo malo", le dijo, "¡usted me lo tenía es­condido!". Así, pues, en el estudio de la educación cívica, debemos re­lacionar el tema con la vida real de los niños, y no esperar que tomen un interés intelectual, sino meramente emotivo, con cierta mezcla de curiosidad, por lo menos durante los tres primeros años del curso. Voy a esbozar el curso completo de seis años, de mi texto sobre la materia, que trata de producir en el estudiante seis distintos despertares de la emoción, uno cada año. Aquí debo advertir que como medio de cultura, no he encontrado nada en todos los textos clásicos que sirva para encauzar un buen estudio de los conocimientos ciudadanos.


PRIMER AÑO

¿ QUE SIGNIFICA SER HOMBRE ?

El curso podría empezar con muchos cuentos sobre la vida real de los animales, insectos y pájaros, llamando la atención en cada caso sobre sus necesidades, alimentos, ropaje y escondites, y la manera como se proveen de todas estas cosas; viene después una serie de relatos, sobre los hombres de distintos países y la manera cómo se abastecen, tanto ellos como sus niños, y las dis­tintas formas en que los animales trabajan por el hombre o le sirven de distracción. Una comparación entre el hombre y los animales, particular­mente con el mono, permitirá llamar la atención a las dos princi­pales ventajas físicas del primero: la posesión de una mano que sirve de herramienta y de un amplio cerebro. Un profesor inteli­gente tiene allí tema para explicar muchas cosas interesantes. "Lo que el hombre puede hacer con las manos", podría dar oportu­nidad para hablar sobre las maravillas de la arquitectura, la ingeniería y todas las manufacturas que llenan el mundo. "Lo que el hombre puede hacer con su cerebro", permitiría la explicación de los poderes y placeres mentales.

SEGUNDO AÑO

¿ QUE LE DEBEMOS AL PASADO ?

Narraciones entresacadas de la historia de la humanidad, ex­plicando cómo los hombres han ido arreglando y mejorando la tierra para su uso, regando los bosques, desecando los pantanos, almacenando el agua, construyendo puentes y caminos. Aquí caben la historia del fuego y de la luz, la historia de la rueda, la del descubrimiento y empleo de las materias textiles y de los metales, la historia de los transportes, la del libro; todas ellas llenas del mayor interés. Aquí también, tienen su lugar las biografías de los Benefactores de la humanidad; estadistas, exploradores, inventores, científicos, comerciantes, productores, poetas, artistas, profetas y santos. El estudiante comprende así su gran deuda para con el pasado, sin el cual seria un hombre primitivo de las selvas, tanto de mente como de cuerpo. Y principia a per­cibir que él es parte de un gran conjunto humano, que es un eslabón entre el pasado y el futuro de una cadena que nos lleva a una gloria siempre creciente y que honra y da provecho al tomar parte en algo tan grandioso.

TERCER AÑO

NUESTRAS RELACIONES CON LOS CONTEMPORANEOS

Este curso empieza con la historia de la camisa; una serie de narraciones, que enseñan al estudiante que la camisa que lleva puesta es suya, debido a las actividades de muchos miles de hombres y mujeres, en todas las partes del mundo. Primero, viene el relato del algodonero y de sus campos de cultivo; la vida de los cultivadores y, después, la historia de la gente que se ocupa de los transportes, manufacturas, expendio, y de todos los que mantienen el movimiento en la gran rueda de la vida humana proveyendo así a sus necesidades. Tiene aquí su lugar la vida de los mineros y de los artesanos de los metales, y las maravillas de la manufactura de cosas tan pequeñas, como los alfileres, agujas y los fósforos y, tan útiles y necesarias como el pan. El estudiante empieza a realizar así, las grandes verdades de la interdependencia física y de la solidaridad humana: comprende que él necesita a todos los hombres, así como todos le necesitan a él; siente la realidad de la fraternidad, la unidad de la huma­nidad. Ahora puede empezar a estudiar las tres grandes funciones de nuestra vida como corporación: los poderes legislativos, eje­cutivos y judiciales; no tal vez en estos términos tan elevados; pero tal vez mejor, estudiando las relaciones en su familia, o el manejo del Club de Fútbol o del comité escolar a que pertenece. Su sentimiento de la solidaridad está ahora completamente despierto. No es la violenta entrega a peligrosas actividades, organizadas por verdades a medias; sino la sabiduría del corazón la que le enseñará que los hombres deben ocupar distintas posiciones en el es­quema de los acontecimientos, en parte por sus distintas habili­dades e imperfecciones y en parte también por las de la comu­nidad aún imperfecta.

CUARTO AÑO

 NEGOCIOS PÚBLlCOS

Ahora puede el estudiante aprender que hay cosas dema­siado grandes para ser de propiedad de un solo hombre y que éste solo las gobierne. Un hombre puede poseer una carreta; pero es mejor que la comunidad sea dueña del camino. Y algo tan importante como un ferrocarril debe por lo general, pertenecer a las comunidades humanas, ya sea una sociedad anónima, la Mu­nicipalidad o el Estado. Vienen, luego, las historias y estadísticas de instituciones pú­blicas: caminos, canales, hospitales, escuelas y colegios, cárceles. parques, etc.

QUINTO AÑO

 EL MANEJO DE LA COSA PUBLICA

¿Quiénes la manejan, por qué lo hacen, y cómo se les nombra? ¿Qué son las Municipalidades? ¿Qué los consejos locales o de dis­trito? ¿Qué las asambleas provinciales, el Parlamento y el Consejo de Estado? ¿Cuál es la diferencia entre las leyes que gobiernan al pueblo, y los reglamentos para los empleados del poder ejecutivo? ¿Qué es el voto y cuál su honorífico uso? Todos éstos son temas llenos de interés, especialmente cuando los jóvenes empiezan a disfrutar las ventajas del propio gobierno, dentro del liceo o universidad.

SEXTO AÑO

LAS NACIONES Y LA HUMANIDAD

Al final queda el estudio de las naciones y de la humanidad. Las formas de gobierno de una nación, las constituciones de los diferentes países de la tierra, las razas humanas y sus caracterís­ticas físicas, emotivas y mentales. Todo esto debe enseñarse dentro del espíritu de fraternidad que nos hace comprender que, así como en una pequeña ciudad hay muchas clases de ciudadanos útiles: ingenieros, médicos, abogados, comerciantes, artesanos y poetas; de ninguno de los cuales podemos esperar toda clase de habilidades y perfecciones, pero sí, que debe cada hombre poder hacer bien, al menos, una cosa; así también hay en la humanidad muchas naciones, que podemos admirar amigable y fraternalmente si hacen algo bien hecho, y que no debe aborrecérselas con loco orgullo y , con el ansia temerosa que producen las guerras, tan sólo porque no tienen las mismas virtudes que nosotros poseemos y que constituyen nuestra propia fuerza.
Tres ideales deben animar el trabajo y la enseñanza de la escuela durante todos estos años y llenar su ambiente, que será entonces el más propicio para desarrollar el corazón de los niños: amor por todos los hombres; verdad pura y sin miedo; y confianza suficiente en el poder y trabajo humanos, al menos la necesaria para creer que puede llegarse a hacer de la vida humana un pa­raíso en la tierra. Otra rama del gran trabajo de educar ciudadanos, está en la debida difusión de los conocimientos sobre las leyes de la salud, de la higiene y de la sanidad. Y en esta materia queremos que nuestra juventud despliegue una salud vigorosa, positiva, resistente a las enfermedades, tan libre como sea posible de los preventivos y medicamentos artificiales. No hay duda que el tiempo dedicado a los deportes y a los juegos está muy bien empleado, aun tomando en cuenta lo que se refiere al progreso mental de los estudiantes. Hace más o menos diez años participé en la fundación de un colegio universitario cerca de la hermosa ciudad montañesa de Madanapalle, en la India Meridional, colegio que tenia en mira apartar a la juventud de la poco recomendable vida de las grandes ciudades. Los expertos de la Universidad de Madrás, de la que este colegio debía depender, trataron de disuadirme. "¿Estaría usted satisfecho, me preguntaban, si tuviera veinte  estudiantes, pues no creemos pueda conseguir mas?". Tuvimos seiscientos el segundo año: Y cuando dedicábamos mucho tiempo a los ejercicios saludables, estos señores movían la cabeza, deplo­rando la perdida lastimosa de tiempo que podría haberse empleado mejor en los libros y predecían el desastre en los exámenes uni­versitarios. Pero cuando llegaron las pruebas nuestros jóvenes alcanzaron el mejor término medio en puntos, porque en sus cerebros circulaba sangre buena y limpia, y habían trabajado con alegría. Y, en el lado teórico, enseñemos a nuestra juventud a conocer las influencias de los alimentos y de las bebidas sobre el cuerpo; la influencia que sobre el tienen también las emociones y las leyes generales de la higiene. En esta materia el sentido de la propia responsabilidad es de la mayor importancia. Temo que mucha gente piense que puede hacer lo que quiera, sin temor de consecuencias lamentables para su cuerpo, ya que después de todo hay siempre un medico a mano que pueda res­taurar la salud. Puede decirse que ha sido esto lo que ha hecho que la misma medicina se torne en causa de muchas enfermedades, así como la absolución de la Iglesia puede llegar a ser, para las mentes per­vertidas, una causa de vicio. No podemos hacer ciudadanos, solamente podemos cultivarlos; deben crecer desde adentro, así como crece la planta desde la semilla, cuyos poderes están mas allá de toda la magia del jar­dinero. Usad la tiranía y produciréis mentalidades de esclavos, que no respetaran las leyes naturales y que solo se inclinaran ante la fuerza. Puedo señalar como un mero ejemplo de esto la practica compulsiva de curaciones, que existe todavía en los Códigos de algunas de las naciones civilizadas del mundo. Cualquiera que sea el resultado físico que ellas producen (sobre lo que hay controversia; pero que ahora no nos importa) en lo que concierne a la mente, creo que esta imposición es mala. Es para el bien del pueblo, se dirá. También decían eso los miembros de la Inquisición española. Esta intervención en la libertad individual, cambia al país en una vasta prisión y desarrolla la criminalidad. No hay esperanzas para la patria, si los pensamientos de nuestros cerebros y la sangre de nuestras venas, pueden dejar de ser positivamente nuestros. De ellos depende nuestra dignidad y nuestra responsabilidad; y nuestro grado de civilización estará siempre representado por la hombría o cobardía del término medio de los ciudadanos. Pero no terminemos con una nota triste, insistiendo sobre las imperfecciones de nuestra presente época. Recordemos, mas bien, que el bien pesa mucho mas que el mal en la balanza, y que el porvenir esta lleno de gloria. El hombre, abandonado e ignorante en medio de la natu­raleza, se ha capacitado para vivir en todos los climas y ha hecho su propio camino hacia el poder y el conocimiento. El hombre de hoy día, devoto de la libertad, de la verdad y del amor, continuará sus progresos hacia un porvenir no muy distante, cuando estos tres deseos armonizados en uno, irradien la plenitud de la vida, y, para alcanzar este fin, nuestra gran arma es tomar ciudadanos ver­daderos para la patria y para la humanidad.


CAPITULO 5

PATRIOTISMO

(Versión  taquigráfica de las palabras agregadas por el señor Wood al finalizar la conferencia anterior).


Antes de finalizar esta conferencia deseo profundizar un poco más el concepto del patriotismo. Existe la idea muy generalizada de que el patriotismo es peli­groso. Sin embargo, el patriotismo bien entendido, es decir, ese patriotismo que se siente orgulloso de las virtudes de la propia patria y que no impide reconocer las virtudes de las ajenas, es un patriotismo que debe ser fomentado, porque llevará a la frater­nidad humana. En efecto, es preciso comprender que la propia patria no puede poseer todas las riquezas, ni engendrar todas las buenas cualidades. Así como no es posible exigir de un individuo que sea un buen ingeniero y construya puentes a la vez que de­fienda un juicio ante los Tribunales, imagine una novela y escriba una linda poesía, tampoco debemos considerar al país, capaz de serlo todo y producirlo todo. Cuando esté más ampliamente defi­nida la idea de que los países e individuos se completan mutua­mente y se necesitan unos a otros, se habrá dado un gran paso hacia la consecución del ideal de la fraternidad universal. Voy a referirme ahora a ciertas experiencias que he tenido en mi vida. Hice un viaje por el Japón, país que despertaba mi curiosidad y me atraía. Allí me puse en contacto con la gente de todas las clases y especialmente de la clase media. Noté que yo, como inglés, no poseía una cualidad que si hubiera sido japonés habría desarrollado en alto grado. Me refiero al alto concepto de la belleza que los japoneses se han formado. En efecto, no hay país en el mundo que pueda preciarse de poseer una mayor delicadeza de sentimientos y mayor veneración por el arte y la belleza que el Japón. Recorriendo sus almacenes, encontramos a cada paso magnificas colecciones de artículos bellos que impresionan profundamente al visitante, y, sin embargo, debo advertir que en los almacenes no se encuentran las cosas más bellas, pues el japo­nés, celoso de aquellas cosas que representan para él el summum de la belleza, las compra y las guarda en su hogar. Un japonés gasta gran parte de sus entradas en comprar objetos preciosos. A pesar de esto el extranjero que visitase una casa japonesa, se sorprendería profundamente al ver ese hogar casi desnudo: no hay amueblados, no hay alfombras, no hay cortinaje ni cuadros en las paredes, ni siquiera sillas, pues el japonés acostumbra sentarse sobre sus propios talones. Pero en las paredes de toda casa japo­nesa hay algo que es esencial en ella, y sin lo cual se consideraría incompleta esa casa. Hay un espacio angosto que llega del suelo al techo. Una cortina de corredera, una vez levantada deja ver una plataforma a una altura de seis pulgadas. Es un Kimono. Sobre esa plataforma el japonés coloca un objeto de arte, que es admi­rado por sus dueños y se deja admirar al visitante. Es un objeto realmente bello que cautiva la atención del que lo mira. Pasamos algunos días. Si volvemos de nuevo a esa casa ya no veremos sobre el Kimono el mismo objeto de arte. Veremos en cambio otro objeto tan precioso, o más aún que el anterior, y que está expuesto allí a la admiración de todos. ¿Comprendéis? Los japoneses gustan de admirar la belleza aisladamente a fin de gustarla en toda su intensidad y en todas sus formas. No comprenden la exposición de muchas cosas de arte a la vez. Las admiran separadamente y es por esto que han logrado adquirir la exacta comprensión del concepto de la belleza, y una delicadeza de senti­mientos que los hace el pueblo más amante de la belleza y poseer  el sentimiento artístico más desarrollado, que consiste precisa­mente en separar las cosas bellas que hay en el mundo. Quiero referirme ahora a una experiencia que tuve en la India. Tenía una tarde desocupada y resolví pasarla en compañía de un profesor, que era un gran conferenciante. En compañía de este hombre comprendí que yo, como inglés, no poseía una cualidad que tendría desarrollada en alto grado si fuera hindú. Este profesor me indicó que me llevaría a su casa a fin de mostrarme las tres cosas que lo hacían feliz. Al entrar a su casa, llamó a sus chicos y tomando asiento en una silla les permitió por largo rato jugar con él a su alrededor. Los niños jugaron con su padre, reci­biendo de él y dándole miles de mimos y caricias. Este hombre parecía transportado de felicidad. Poco después me invitó a otro departamento. Allí por un buen espacio de tiempo me hizo oír la Vina, instrumento nacional hindú, que produce los sonidos más armoniosos que es imaginable concebir, y que él tocaba con ver­dadero sentimiento musical. Terminada la audición, sacó de una mesa un tablero de ajedrez y me propuso jugar una partida. He practicado bastante el juego de ajedrez y creí haría un juego aceptable. El hindú mirándome me dijo: "¿Ve este alfil y este cuadrado?", y me mostró una pieza y uno de los cuatro cuadrados que están al centro del tablero. "Pues, aquí, le daré mate y con el alfil". Me sentí sorprendido y traté de jugar, no para ganar, sino para evitar que sucediese lo que el hindú me había predicho y, sin embargo, las cosas fueron llevadas en tal forma que el hindú me dio jaque mate exactamente donde me lo había indicado y con la pieza mencionada. Yo, que he sido aficionado al juego de ajedrez, y siempre he gustado presenciar el juego de grandes campeones a fin de tratar de leer en el pensamiento de los juga­dores cuál es su intención, me encontré en este caso con que me era imposible descifrar las intenciones del hindú. Permaneció absorto en la contemplación de los libros que había en un estante cercano, y no me permitió ni siquiera conjeturar sobre sus inten­ciones, y, sin embargo, ese hombre trabajaba fuertemente con su pensamiento para lograr dominarme y hacerme realizar sus impe­riosos deseos. Quedé tan sorprendido que le manifesté, que si él lo deseara, podría ir a Europa y batir al campeón del mundo en ajedrez, con lo cual ganaría riquezas y fama. No tuve poder suficiente para hacerle aceptar tal idea, pues según sus palabras, esto no lo haría feliz, y ¿a qué ambicionar riquezas y fama? La idea que este hombre tiene de la felicidad humana es digna de ser anotada. Si los pueblos, los hombres, tuvieran con­cepción clara de lo que constituye para ellos la felicidad, habría menos riñas en el mundo, y las guerras desaparecerían. Es el sentimiento de rivalidad, de querer abarcarlo todo, de apocar las vir­tudes ajenas, lo que produce las pasiones, y los choques; no existe esa ambición sana que consiste en perfeccionarnos, para tener mayor poder para ayudar a los demás, lo que es noble y digno de estímulo; pero sí está en juego el deseo de hacernos más fuertes para dominar, y, si es posible, aplastar a los demás. Tenemos el caso de un individuo inculto, semisalvaje, que vive en estado pri­mitivo. Se asocia a una mujer e inmediatamente la esclaviza premunido de su fuerza física. La obliga a trabajar, a ser su bestia de carga, y, finalmente, la desprecia porque no tiene las mismas cualidades que él y es físicamente inferior. Tenemos un individuo cultivado intelectualmente. Ese individuo no desprecia a su mujer porque es más débil que él. Por el contrario, la mira y respeta por las cualidades y virtudes que él, como hombre, no posee, y a su vez ella respeta y admira a ese hombre desde otro punto de vista. Lo que acontece a esta pareja apliquémoslo a una hermandad. Uno será comerciante, otro abogado. Todos estarán orgullosos de las cualidades de su hermano; pero ninguno sentirá envidia de esas virtudes. Vamos a una esfera más amplia. Supongamos una villa o ciudad. Los miembros de una familia estarán dedicados a una clase de trabajo, y los de otra familia a otra clase. Un alto espíritu de confraternidad los hará ayudarse mutuamente. Los habitantes se sentirán orgullosos de su ciudad, si es limpia. El triunfo de cualquiera de sus hijos, en cualquier rama del saber humano, lo mirarán como propio, y en ninguno de ellos tendrá asidero la idea de envidiar o apocar las acciones de los demás. He visto en California algo curioso. Hay una serie de pequeñas ciudades cercanas unas a otras. Todas son como hermanas, son ciudades limpias, sanas. A la entrada de cada uno de estos pue­blos hay un gran letrero, muy llamativo, que dice: YOU ARE WELCOME TO THIS CITY. (Bienvenido seas a esta ciudad). Y el visitante que se aleja puede leer al reverso de este letrero: COME BACK SOON. (Volved pronto). Entre esas ciudades hay espíritu de confraternidad; rivalizan, es cierto, en procurar bienestar a sus habitantes, tratan de elevarse, de perfeccionarse, a fin de no desmerecer una de otra; pero en este sentimiento va envuelto un ideal de perfeccionamiento constructivo. Comprenden que una ciudad produce artículos que otra no puede producir, o, al menos, que, una ciudad produce con mayor facilidad ciertos productos que a otra le seria muy difícil. Llevemos esta idea a un plano más vasto aún. Supongamos dos países que comprendieran esta política, ¡Cuánto más bien no produciría! Extendamos más aún la vista, y contemplemos los continentes, siguiendo una política semejante, una política de cooperación mutua, lo que nos daría una era de paz universal, mecida a impulsos de la fraternidad.


FIN



[1] Aqui el conferenciante hizo una pausa y esperó que alguien diera la segunda palabra, luego la tercera, y asi sucesivamente. El auditorio fue capaz de recordar solamente tres o cuatro de las palabras en el orden en que fueron dichas. Sin permanecer esperando tanto tiempo que llegara a ser molesto para su auditorio, el conferenciante continuó.
[2] Después de un momento alguien dijo "Cañón" y el conferenciante dijo "bien", y repitió la palabra de modo que todos pudieran oirla. Lo mismo sucedió con la tercera palabra, y, así sucesivamente, el auditorio rápida y correctamente repitió la lista completa.

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