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viernes, 16 de noviembre de 2012

HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT AIRE FRIO

HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT
AIRE FRIO



Me pides que explique por qué siento miedo de la corriente de aire frío; por qué
tiemblo más que otros cuando entro en un cuarto frío, y parezco asqueado y
repelido cuando el escalofrío del atardecer avanza a través de un suave día
otoñal. Están aquellos que dicen que reacciono al frío como otros lo hacen al
mal olor, y soy el último en negar esta impresión. Lo que haré está relacionado
con el más horrible hecho con que nunca me encontré, y dejo a tu juicio si ésta
es o no una explicación congruente de mi peculiaridad.
Es un error imaginar que ese horror está inseparablemente asociado a la
oscuridad, el silencio, y la soledad. Me encontré en el resplandor de media
tarde, en el estrépito de la metrópolis, y en medio de un destartalado y vulgar
albergue con una patrona prosaica y dos hombres fornidos a mi lado. En la
primavera de 1923 había adquirido un almacén de trabajo lúgubre e
desaprovechado en la ciudad de Nueva York; y siendo incapaz de pagar un
alquiler nada considerable, comencé a caminar a la deriva desde una pensión
barata a otra en busca de una habitación que me permitiera combinar las
cualidades de una higiene decente, mobiliario tolerable, y un muy razonable
precio. Pronto entendí que sólo tenía una elección entre varias, pero después de
un tiempo encontré una casa en la Calle Decimocuarta Oeste que me asqueaba
mucho menos que las demás que había probado.
El sitio era una histórica mansión de piedra arenisca, aparentemente fechada a
finales de los cuarenta, y acondicionada con carpintería y mármol que
manchaba y mancillaba el esplendor descendiendo de altos niveles de opulento
buen gusto. En las habitaciones, grandes y altas, y decoradas con un papel
imposible y ridículamente adornadas con cornisas de escayola, se consumía un
deprimente moho y un asomo de oscuro arte culinario; pero los suelos estaban
limpios, la lencería tolerablemente bien, y el agua caliente no demasiado
frecuentemente fría o desconectada, así que llegué a considerarlo, al menos, un
sitio soportable para hibernar hasta que uno pudiera realmente vivir de nuevo.
La casera, una desaliñada, casi barbuda mujer española llamada Herrero, no me
molestaba con chismes o con críticas de la última lámpara eléctrica achicharrada
en mi habitación del tercer piso frente al vestíbulo; y mis compañeros inquilinos
eran tan silenciosos y poco comunicativos como uno pudiera desear, siendo
mayoritariamente hispanos de grado tosco y crudo. Solamente el estrépito de
los coches en la calle de debajo resultaban una seria molestia.
Llevaba allí cerca de tres semanas cuando ocurrió el primer incidente extraño.
Un anochecer, sobre las ocho, oí una salpicadura sobre el suelo y me alertó de
que había estado sintiendo el olor acre del amoniaco durante algún tiempo.
Mirando alrededor, vi que el techo estaba húmedo y goteante; aparentemente la
mojadura procedía de una esquina sobre el lado de la calle. Ansioso por detener
el asunto en su origen, corrí al sótano a decírselo a la casera; y me aseguró que
el problema sería rápidamente solucionado.
El Doctor Muñoz, lloriqueó mientras se apresuraba escaleras arriba delante de
mí, tiene arriba sus productos químicos. Está demasiado enfermo para medicarse - cada
vez está más enfermo - pero no quiere ayuda de nadie. Es muy extraña su enfermedad -
todo el día toma baños apestosos, y no puede reanimarse o entrar en calor. Se hace sus
propias faenas - su pequeña habitación está llena de botellas y máquinas, y no ejerce
como médico. Pero una vez fue bueno - mi padre en Barcelona oyó hablar de él - y tan
sólo le curó el brazo al fontanero que se hizo daño hace poco. Nunca sale, solamente al
tejado, y mi hijo Esteban le trae comida y ropa limpia, y medicinas y productos
químicos. ¡Dios mío, el amoniaco que usa para mantenerse frío!
La Sra. Herrero desapareció escaleras arriba hacia el cuarto piso, y volví a mi
habitación. El amoniaco cesó de gotear, y mientras limpiaba lo que se había
manchado y abría la ventana para airear, oí los pesados pasos de la casera sobre
mí. Nunca había oído al Dr. Muñoz, excepto por ciertos sonidos como de un
mecanismo a gasolina; puesto que sus pasos eran silenciosos y suaves. Me
pregunté por un momento cuál podría ser la extraña aflicción de este hombre, y
si su obstinado rechazo a una ayuda externa no era el resultado de una
excentricidad más bien infundada. Hay, reflexioné trivialmente, un infinito
patetismo en la situación de una persona eminente venida a menos en este
mundo.
Nunca hubiera conocido al Dr. Muñoz de no haber sido por el infarto que
súbitamente me dio una mañana que estaba sentado en mi habitación
escribiendo. Lo médicos me habían avisado del peligro de esos ataques, y sabía
que no había tiempo que perder; así, recordando que la casera me había dicho
sobre la ayuda del operario lesionado, me arrastré escaleras arriba y llamé
débilmente a la puerta encima de la mía. Mi golpe fue contestado en un inglés
correcto por una voz inquisitiva a cierta distancia, preguntando mi nombre y
profesión; y cuando dichas cosas fueron contestadas, vino y abrió la puerta
contigua a la que yo había llamado.
Una ráfaga de aire frío me saludó; y sin embargo el día era uno de los más
calurosos del presente Junio, temblé mientras atravesaba el umbral entrando en
un gran aposento el cual me sorprendió por la decoración de buen gusto en este
nido de mugre y de aspecto raído. Un sofá cama ahora cumpliendo su función
diurna de sofá, y los muebles de caoba, fastuosas colgaduras, antiguos cuadros,
y librerías repletas revelaban el estudio de un gentilhombre más que un
dormitorio de pensión. Ahora vi que el vestíbulo de la habitación sobre la mía -
la "pequeña habitación" de botellas y máquinas que la Sra. Herrero había
mencionado - era simplemente el laboratorio del doctor; y de esta manera, su
dormitorio permanecía en la espaciosa habitación contigua, cuya cómoda
alcoba y gran baño adyacente le permitían camuflar el tocador y los
evidentemente útiles aparatos. El Dr. Muñoz, sin duda alguna, era un hombre
de edad, cultura y distinción.
La figura frente a mí era pequeña pero exquisitamente proporcionada, y vestía
un atavío formal de corte y hechura perfecto. Una cara larga avezada, aunque
sin expresión altiva, estaba adornada por una pequeña barba gris, y unos
anticuados espejuelos protegían su ojos oscuros y penetrantes, una nariz
aquilina que daba un toque árabe a una fisonomía por otra parte Celta. Un
abundante y bien cortado cabello, que anunciaba puntuales visitas al
peluquero, estaba airosamente dividido encima de la alta frente; y el retrato
completo denotaba un golpe de inteligencia y linaje y crianza superior.
A pesar de todo, tan pronto como vi al Dr. Muñoz en esa ráfaga de aire frío,
sentí una repugnancia que no se podía justificar con su aspecto. Únicamente su
pálido semblante y frialdad de trato podían haber ofrecido una base física para
este sentimiento, incluso estas cosas habrían sido excusables considerando la
conocida invalidez del hombre. Podría, también, haber sido el frío singular que
me alienaba; de tal modo el frío era anormal en un día tan caluroso, y lo
anormal siempre despierta la aversión, desconfianza y miedo.
Pero la repugnancia pronto se convirtió en admiración, a causa de la insólita
habilidad del médico que de inmediato se manifestó, a pesar del frío y el estado
tembloroso de sus manos pálidas. Entendió claramente mis necesidades de una
mirada, y las atendió con destreza magistral; al mismo tiempo que me
reconfortaba con una voz de fina modulación, si bien curiosamente cavernosa y
hueca que era el más amargo enemigo del alma, y había hundido su fortuna y
perdido todos sus amigos en una vida consagrada a extravagantes
experimentos para su desconcierto y extirpación. Algo de fanático benevolente
parecía residir en él, y divagaba apenas mientras sondeaba mi pecho y
mezclaba un trago de drogas adecuadas que traía del pequeño laboratorio.
Evidentemente me encontraba en compañía de un hombre de buena cuna, una
novedad excepcional en este ambiente sórdido, y se animaba en un inusual
discurso como si recuerdos de días mejores surgieran de él.
Su voz, siendo extraña, era, al menos, apaciguadora; y no podía entender como
respiraba a través de las enrolladas frases locuaces. Buscaba distraer mis
pensamientos de mi ataque hablando de sus teorías y experimentos; y recuerdo
su consuelo cuidadoso sobre mi corazón débil insistiendo en que la voluntad y
la sabiduría hacen fuerte a un órgano para vivir, podía a través de una mejora
científica de esas cualidades, una clase de brío nervioso a pesar de los daños
más graves, defectos, incluso la falta de energía en órganos específicos. Podía
algún día, dijo medio en broma, enseñarme a vivir - o al menos a poseer algún
tipo de existencia consciente - ¡sin tener corazón en absoluto!. Por su parte,
estaba afligido con unas enfermedades complicadas que requerían una muy
acertada conducta que incluía un frío constante. Cualquier subida de la
temperatura señalada podría, si se prolongaba, afectarle fatalmente; y la
frialdad de su habitación - alrededor de 55 ó 56 grados Fahrenheit - era
mantenida por un sistema de absorción de amoníaco frío, y el motor de gasolina
de esa bomba, que yo había oído a menudo en mi habitación.
Aliviado de mi ataque en un tiempo asombrosamente corto, abandoné el frío
lugar como discípulo y devoto del superdotado recluso. Después de eso le
pagaba con frecuentes visitas; escuchando mientras me contaba investigaciones
secretas y los más o menos terribles resultados, y temblaba un poco cuando
examinaba los singulares y curiosamente antiguos volúmenes de sus estantes.
Finalmente fui, puedo añadir, curado del todo de mi afección por sus hábiles
servicios. Parecía no desdeñar los conjuros de los medievalistas, dado que creía
que esas fórmulas enigmáticas contenían raros estímulos psicológicos que,
concebiblemente, podían tener efectos sobre la esencia de un sistema nervioso
del cuál partían los pulsos orgánicos. Había conocido por su influencia al
anciano Dr. Torres de Valencia, quién había compartido sus primeros
experimentos y le había orientado a través de las grandes afecciones de
dieciocho años atrás, de dónde procedían sus desarreglos presentes. No hacía
mucho el venerable practicante había salvado a su colega de sucumbir al hosco
enemigo contra el que había luchado. Quizás la tensión había sido demasiado
grande; el Dr. Muñoz lo hacía susurrando claro, aunque no con detalle - que los
métodos de curación habían sido de lo más extraordinarios, aunque envolvía
escenas y procesos no bienvenidos por los galenos ancianos y conservadores.
Según pasaban las semanas, observé con pena que mi nuevo amigo iba, lenta
pero inequívocamente, perdiendo el control, como la Sra. Herrero había
insinuado. El aspecto lívido de su semblante era intenso, su voz a menudo era
hueca y poco clara, su movimiento muscular tenía menos coordinación, y su
mente y determinación menos elástica y ambiciosa. A pesar de este triste
cambio no parecía ignorante, y poco a poco su expresión y conversación
emplearon una ironía atroz que me restituyó algo de la sutil repulsión que
originalmente había sentido.
Desarrolló extraños caprichos, adquiriendo una afición por las especias exóticas
y el incienso Egipcio hasta que su habitación olía como la cámara de un faraón
sepultado en el Valle de los Reyes. Al mismo tiempo incrementó su demanda
de aire frío, y con mi ayuda amplió la conducción de amoníaco de su habitación
y modificó la bomba y la alimentación de su máquina refrigerante hasta poder
mantener la temperatura por debajo de 34 ó 40 grados, y finalmente incluso en
28 grados; el baño y el laboratorio, por supuesto, eran los menos fríos, a fin de
que el agua no se congelase, y ese proceso químico no lo podría impedir. El
vecino de al lado se quejaba del aire gélido de la puerta contigua, así que le
ayudé a acondicionar unas pesadas cortinas para obviar el problema. Una
especie de creciente temor, de forma estrafalaria y mórbida, parecía poseerle.
Hablaba incesantemente de la muerte, pero reía huecamente cuando cosas tales
como entierro o funeral eran sugeridas gentilmente.
Con todo, llegaba a ser un compañero desconcertante e incluso atroz; a pesar de
eso, en mi agradecimiento por su curación no podía abandonarle a los extraños
que le rodeaban, y me aseguraba de quitar el polvo a su habitación y atender
sus necesidades diarias, embutido en un abrigo amplio que me compré
especialmente para tal fin. Asimismo hice muchas de sus compras, y me quedé
boquiabierto de confusión ante algunos de los productos químicos que pidió de
farmacéuticos y casas suministradoras de laboratorios.
Una creciente e inexplicable atmósfera de pánico parecía elevarse alrededor de
su apartamento. La casa entera, como había dicho, tenía un olor rancio; pero el
aroma en su habitación era peor - a pesar de las especias y el incienso, y los
acres productos químicos de los baños, ahora incesantes, que él insistía en
tomar sin ayuda. Percibí que debía estar relacionado con su dolencia, y me
estremecía cuando reflexioné sobre que dolencia podía ser. La Sra. Herrero se
apartaba cuando se encontraba con él, y me lo dejaba sin reservas a mí; incluso
no autorizaba a su hijo Esteban a continuar haciendo los recados para él.
Cuándo sugería otros médicos, el paciente se encolerizaba de tal manera que
parecía no atreverse a alcanzar. Evidentemente temía los efectos físicos de una
emoción violenta, aún cuando su determinación y fuerza motriz aumentaban
más que decrecía, y rehusaba ser confinado en su cama. La dejadez de los
primeros días de su enfermedad dio paso a un brioso retorno a su objetivo, así
que parecía arrojar un reto al demonio de la muerte como si le agarrase un
antiguo enemigo. El hábito del almuerzo, curiosamente siempre de etiqueta, lo
abandonó virtualmente; y sólo un poder mental parecía preservarlo de un
derrumbamiento total.
Adquirió el hábito de escribir largos documentos de determinada naturaleza,
los cuáles sellaba y rellenaba cuidadosamente con requerimientos que, después
de su muerte, transmitió a ciertas personas que nombró - en su mayor parte de
las Indias Orientales, incluyendo a un celebrado médico francés que en estos
momentos supongo muerto, y sobre el cuál se había murmurado las cosas más
inconcebibles. Por casualidad, quemé todos esos escritos sin entregar y
cerrados. Su aspecto y voz llegaron a ser absolutamente aterradores, y su
presencia apenas soportable. Un día de septiembre con un solo vistazo, indujo
un ataque epiléptico a un hombre que había venido a reparar su lámpara
eléctrica del escritorio; un ataque para el cuál recetó eficazmente mientras se
mantenía oculto a la vista. Ese hombre, por extraño que parezca, había pasado
por los horrores de la Gran Guerra sin haber sufrido ningún temor.
Después, a mediados de octubre, el horror de los horrores llegó con pasmosa
brusquedad. Una noche sobre las once la bomba de la máquina refrigeradora se
rompió, de esta forma durante tres horas fue imposible la aplicación
refrigerante de amoníaco. El Dr. Muñoz me avisó aporreando el suelo, y trabajé
desesperadamente para reparar el daño mientras mi patrón maldecía en tono
inánime, rechinando cavernosamente más allá de cualquier descripción. Mis
esfuerzos aficionados, no obstante, confirmaron el daño; y cuando hube traído
un mecánico de un garaje nocturno cercano, nos enteramos de que nada se
podría hacer hasta la mañana siguiente, cuando se obtuviese un nuevo pistón.
El moribundo ermitaño estaba furioso y alarmado, hinchado hasta
proporciones grotescas, parecía que se iba a hacer pedazos lo que quedaba de
su endeble constitución, y de vez en cuando un espasmo le causaba chasquidos
de las manos a los ojos y corría al baño. Buscaba a tientas el camino con la cara
vendada ajustadamente, y nunca vi sus ojos de nuevo.
La frialdad del aposento era ahora sensiblemente menor, y sobre las 5 de la
mañana el doctor se retiró al baño, ordenándome mantenerle surtido de todo el
hielo que pudiese obtener de las tiendas nocturnas y cafeterías. Cuando volvía
de mis viajes, a veces desalentadores, y situaba mi botín ante la puerta cerrada
del baño, dentro podía oír un chapoteo inquieto, y una espesa voz croaba la
orden de "¡Más, más!". Lentamente rompió un caluroso día, y las tiendas
abrieron una a una. Pedí a Esteban que me ayudase a traer el hielo mientras yo
conseguía el pistón de la bomba, o conseguía el pistón mientras yo continuaba
con el hielo; pero aleccionado por su madre, se negó totalmente.
Finalmente, contraté a un desaseado vagabundo que encontré en la esquina de
la Octava Avenida para cuidar al enfermo abasteciéndolo de hielo de una
pequeña tienda donde le presenté, y me empleé diligentemente en la tarea de
encontrar un pistón de bomba y contratar a un operario competente para
instalarlo. La tarea parecía interminable, y me enfurecía tanto o más
violentamente que el ermitaño cuando vi pasar las horas en un suspiro, dando
vueltas a vanas llamadas telefónicas, y en búsquedas frenéticas de sitio en sitio,
aquí y allá en metro y en coche. Sobre el mediodía encontré una casa de
suministros adecuada en el centro, y a la 1:30, aproximadamente, llegué a mi
albergue con la parafernalia necesaria y dos mecánicos robustos e inteligentes.
Había hecho todo lo que había podido, y esperaba llegar a tiempo.
Un terror negro, sin embargo, me había precedido. La casa estaba en una
agitación completa, y por encima de una cháchara de voces aterrorizadas oí a
un hombre rezar en tono intenso. Había algo diabólico en el aire, y los
inquilinos juraban sobre las cuentas de sus rosarios como percibieron el olor de
debajo de la puerta cerrada del doctor. El vago que había contratado, parece,
había escapado chillando y enloquecido no mucho después de su segunda
entrega de hielo; quizás como resultado de una excesiva curiosidad. No podía,
naturalmente, haber cerrado la puerta tras de sí; a pesar de eso, ahora estaba
cerrada, probablemente desde dentro. No había ruido dentro a excepción de
algún tipo de innombrable, lento y abundante goteo.
En pocas palabras me asesoré con la Sra. Herrero y el trabajador a pesar de que
un temor corroía mi alma, aconsejé romper la puerta; pero la casera encontró
una forma de dar la vuelta a la llave desde fuera con algún trozo de alambre.
Previamente habíamos abierto las puertas de todas las habitaciones de ese
pasillo, y abrimos todas las ventanas al máximo. Ahora, con las narices
protegidas por pañuelos, invadimos temerosamente la odiada habitación del
sur que resplandecía con el caluroso sol de primera hora de la tarde.
Una especie de oscuro, rastro baboso se dirigía desde la abierta puerta del baño
a la puerta del pasillo, y de allí al escritorio, donde se había acumulado un
terrorífico charquito. Algo había garabateado allí a lápiz con mano terrible y
cegata, sobre un trozo de papel embadurnado como si fuera con garras que
hubieran trazado las últimas palabras apresuradas. Luego el rastro se dirigía al
sofá y desaparecía.
Lo que estaba, o había estado, sobre el sofá era algo que no me atrevo decir.
Pero lo que temblorosamente me desconcertó estaba sobre el papel pegajoso y
manchado antes de sacar una cerilla y reducirlo a cenizas; lo que me produjo
tanto terror, a mí, a la patrona y a los dos mecánicos que huyeron
frenéticamente de ese lugar infernal a la comisaría de policía más cercana. Las
palabras nauseabundas parecían casi increíbles en ese soleado día, con el
traqueteo de coches y camiones ascendiendo clamorosamente por la abarrotada
Calle Decimocuarta, no obstante confieso que en ese momento las creía. Tanto
las creo que, honestamente, ahora no lo sé. Hay cosas acerca de las cuáles es
mejor no especular, y todo lo que puedo decir es que odio el olor del amoníaco,
y que aumenta mi desfallecimiento frente a una extraordinaria corriente de aire
frío.
El final, decía el repugnante garabato, ya está aquí. No hay más hielo - el
hombre echó un vistazo y salió corriendo. Más calor cada minuto, y los tejidos
no pueden durar. Imagino que sabes - lo que dije sobre la voluntad y los
nervios y lo de conservar el cuerpo después de que los órganos dejasen de
funcionar. Era una buena teoría, pero no podría mantenerla indefinidamente.
Había un deterioro gradual que no había previsto. El Dr. Torres lo sabía, pero la
conmoción lo mató. No pudo soportar lo que tenía que hacer - tenía que
meterme en un lugar extraño y oscuro, cuando prestase atención a mi carta y
consiguió mantenerme vivo. Pero los órganos no volvieron a funcionar de
nuevo. Tenía que haberse hecho a mi manera - conservación - pues como se
puede ver, fallecí hace dieciocho años.

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