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martes, 19 de octubre de 2010

O-U-I-J-A -- Sergio Mars





O-U-I-J-ASergio Mars


 Tras una ventana, bañados por la luz escarlata que anuncia la proximidad del ocaso, cuatro amigos aguardaban el momento en que el astro rey dejara de posar su vigilante mirada sobre el mundo. La espera no se haría mucho más larga. Las lejanas montañas, cual gigantesco párpado, ya habían comenzado a ocultar el ardiente disco. Poco a poco, en su imparable rotación, la Tierra iba dándole la espalda a la fuente de toda vida.
—Ya casi —susurró uno de ellos.
—¡Silencio! —ordenó entre dientes otro.
Finalmente el sol quedó reducido a un único punto, que lanzó un desesperado rayo tratando de resistirse al avance de la noche. El punto desapareció y sólo un menguante fulgor podía ya atestiguar que alguna vez una estrella había reinado sobre todo el cielo.
—Comencemos —volvió a ordenar la voz autoritaria.
Con manos temblorosas, otra de las imprecisas figuras abrió lo que parecía ser una cajita y extrajo un palillo que procedió a raspar contra uno de los lados de la caja. Tal era su nerviosismo que, en vez de lograr que el fósforo prendiera, únicamente consiguió desmenuzar la cabeza contra la rugosa superficie. Se escuchó una risita.
—¡No es tan fácil como creéis estando a oscuras! Deberíamos utilizar un encendedor —se defendió el frustrado iluminador.
—Debe hacerse así —dictaminó de nuevo la misma voz de antes—. ¡Oh, cállate ya, Amparo! —dijo luego, dirigiéndose hacia donde proseguía la risita nerviosa.
Al segundo intento la cerilla prendió y una trémula luz esparció tétricas sombras por la estancia. Con sumo cuidado acercó la llama a una de las siete velas negras que se distribuían alrededor del centro de la mesa formando un círculo y la encendió. Cuando se disponía a hacer lo propio con la siguiente una mano lo detuvo y habló la cuarta persona.
—Una cerilla por vela.
—Cristina tiene razón. La esencia de los cirios no debe fusionarse más que en el humo por encima de la tabla. Está claramente especificado en el libro —corroboró el que parecía haber asumido el papel de líder.
—¡Gastaremos innecesariamente cerillas! —se quejó el aleccionado.
—Venga ya, Sebas, haz lo que te dicen —le animó Amparo desde el otro extremo de la mesa.
Con un encogimiento de hombros, Sebastián agitó el fósforo que tenía en la mano hasta extinguirlo y procedió a encender una a una el resto de las velas. Finalmente las siete se encontraron coronadas por una flamígera cabellera y una luz ancestral reconquistó el feudo que la electricidad le había arrebatado.
—¿Y ahora qué? —preguntó Sebastián con la cajetilla aún en las manos.
—Ahora siéntate en tu sitio —le indicó Cristina que, tan pronto fue obedecida, dijo al otro chico, que se sentaba a su derecha:
—Empecemos de una vez, Luis.
—Sí.
Luis extrajo un libro de uno de los bolsillos de su cazadora, colgada en el respaldo de su silla, y lo abrió sobre la mesa. Se trataba de un libro barato, con las tapas de plástico y una encuadernación que ya había empezado a dejar escapar hojas. Aproximadamente cada veinte páginas el feo sello de la biblioteca municipal mancillaba lo que en un tiempo fuera tersa superficie del papel. Ayudándose de unos clips estratégicamente colocados para marcar las páginas relevantes Luis se dispuso a leer con voz profunda.
—"Henos aquí cuando los tenebrosos dedos de las Tinieblas se extienden por el mundo prestos a encerrarnos en el puño de la noche. Nosotros, que hemos renunciado al poder protector del sol, nos declaramos hijos de la oscuridad y nos encomendamos a su servicio" —en este punto se detuvo unos momentos y, alzando la vista, sonrió a los demás—. "En estas horas sombrías en que los planos de existencia se aproximan tenderemos un puente entre este mundo y el siguiente, entre nuestra existencia y la siguiente, entre nuestra vida y la siguiente."
—Acojonante, ¿verdad? No podíamos creérnoslo cuando encontramos el libro en la sección de cuentos —susurró Sebastián al oído de Amparo.
—¿Queréis callaros? —siseó Cristina, que no perdía sílaba de la lectura.
Con una mueca de disgusto dirigida a los causantes de la interrupción, Luis prosiguió:
—"Los cirios delimitan la puerta. La tabla es la puerta. El medallón es la llave que abrirá el camino hacia otros planos de realidad. Nos arrogamos el papel de Señores para accionar la llave y abrir la puerta. Nos investimos del poder de los elementos, de la mística de los puntos cardinales, de la furia de los titanes que reinaron antes que los dioses que reinaron antes que el hombre. Así doblegaremos las fuerzas de la razón y nos enfrentaremos sin miedo a los horrores que habitan al otro lado. Esto declaramos nosotros, los Dwulab Danjiri, Aquellos que Tienen Poder Sobre los Universos."
Tras una breve pausa en que todos, inconscientemente, mantuvieron el aliento Luis indicó:
—Ahora debemos cogernos de las manos.
Así lo hicieron, y quizás sus sonrisas eran un poco más amplias que de costumbre y tal vez la dilatación de sus pupilas se debiera a algo más que la escasez de luz. Luis notó en sus manos las sudorosas manos de las dos chicas. Como una corriente eléctrica pareció traspasarle mientras captaba la tensión transmitida de piel a piel. Le excitó comprender que ellas posiblemente estarían sintiendo lo mismo. Miró hacia el frente y se encontró con los ojos de Sebastián, que parecían desafiarle a tacharle nuevamente de iluso. ¡Estaba funcionando! Su sonrisa se hizo un poco menos forzada pero, al mismo tiempo, más ávida. Bajó la vista y continuó leyendo:
—"Invocamos ahora a un Centinela. Exigimos su presencia. Aunque tenga que ser arrancado de las garras de la muerte. Aunque la muerte sea preferible a la agonía de servirnos. Aunque pongamos en peligro nuestra existencia espiritual por el simple motivo de pensar en Él. Ojalá el Centinela sea benévolo o sus poderes demasiado débiles para dañarnos pues nuestra condena sería eterna y nuestro sufrimiento inimaginable."
En este punto tuvo que pararse para humedecerse los labios con la punta de la lengua. Notaba los músculos de sus brazos tirantes y el sudor resbalando por sus sienes. Notó como la mano de Cristina temblaba en la suya y alzó la vista hacia ella. Sonreía, pero sus ojos brillaban febrilmente y su respiración era apresurada. Luis le devolvió la sonrisa turbado, inquiriéndose si su propia faz mostraría tal grado de ansiedad. Tragó saliva y prosiguió:
—"Oh tú, Set, señor de las sombras, Plutón, Kali, Lucifer, Baal, préstanos tu esclavo para abrirnos el camino. Oh tú, Isis, protectora de la humanidad, Minerva, Siva, Astarté, Artemisa, concédenos tu sirviente para protegernos de todo mal. Lo que tenga que ocurrir ocurrirá. Nuestra suerte está en manos del destino. Lo que los hados hayan decretado acontecerá y nada podrá ya evitarlo. Concentrémonos ahora en recibir la revelación porque quizás sea lo último que volvamos a hacer por propia voluntad por toda la eternidad."
El silencio descendió sobre ellos con tal intensidad que podían oír como la cera fundida resbalaba por la superficie de los cirios, acicateada por el calor de las llamas. Observaron como hipnotizados el modo en que huían las viscosas gotas del fuego que las había creado. El modo en que iban tornándose más y más rígidas a medida que descendían, hasta quedar congeladas en filigranas de bulboso azabache. La invocación había resultado ser más impactante de lo que los dos chicos habían creído posible mientras la leían entre chanzas en un iluminado rincón de la moderna biblioteca. La oscuridad, las velas, la tabla ouija entre ellas, todo se conjuraba para dotarla de un marco mucho más aterrador.
Amparo, que se había reído de la ocurrencia al serle propuesta unas horas antes, estaba ahora inauditamente circunspecta, notando como su corazón martilleaba en su pecho, tratando de autoconvencerse de que era debido a la emoción. Frente a ella Cristina, que era la única que se lo había tomado en serio desde el principio, aguardaba expectante el momento de comenzar verdaderamente la sesión. Sebastián, por su parte, se maravillaba de que un texto ridículo, que ya había leído cinco veces, tuviera el poder de intranquilizarlo de tal manera. Así, cada uno sintiendo la tensión de los demás, iban acumulando ansiedad, su nerviosismo catalizado por las manos de sus compañeros en las propias.
—Deberíamos empezar ya —dijo Sebastián con un hilo de voz.
Los demás asintieron aunque sólo Cristina encontró fuerzas para exhalar un entrecortado sí. Pese a la unánime aquiescencia hubo de pasar todavía un rato antes de que los cuatro se soltaran de las manos con dificultad, como si su posición normal fuera la de asirse mutuamente. De hecho, por un momento, les pareció una acción tan impensable como separarlas de sus muñecas e igualmente factible. Aún transcurrieron unos instantes más durante los cuales cuatro pares de ojos se fijaron obsesivamente en el medallón situado sobre la tabla, en su mismo centro. El extraño abalorio parecía poseer más dimensiones de las tres usuales y a todos les pareció como si temblara y se volviera irreal por momentos. Pese a esta impresión cuando posaron los dedos de sus manos sobre él, tímidamente al principio, lo notaron sólido, aunque extrañamente frío contra sus calenturientas yemas.
—¿Qué debería ocurrir? —preguntó al cabo de unos instantes Cristina.
—Se supone que ahora el medallón se moverá deletreando las respuestas —le contestó Luis.
—¿Qué respuestas si aún no hemos formulado ninguna pregunta? —fue la replica.
Entonces, súbitamente, la metálica joya comenzó a desplazarse sobre la superficie pulida de la madera. El roce entre ambos materiales llenó la habitación de un ominoso sonido, monótono pero, al mismo tiempo, rico en matices insospechados, como poseedor de una cadencia propia alejada de la percepción y la experiencia humana. El tiempo pareció detenerse mientras el medallón trazaba su errático camino hacia la primera letra.
—Be —comunicó innecesariamente a los demás Cristina.
—¡Se mueve! ¡Se mueve! —gritó fascinada Amparo con una ligera nota histérica en su voz.
—U —prosiguió declamando imperturbablemente Cristina.
Trazaron entonces las convergentes manos un extraño giro que las devolvió al punto de partida.
—¿U? —manifestó Cristina mientras entornaba los ojos con un asomo de enojo en su expresión.
El medallón trazó un nuevo tirabuzón y fue a detenerse otra vez sobre la misma vocal. Cristina alzó exasperada la vista y miró ceñuda a los dos chicos. Amparo, apercibiéndose de su gesto dudó un momento entre el alivio y el despecho y, finalmente decidida, retiró la mano derecha de su lugar sobre el medallón y propinó una fuerte palmada en el hombro a Luis.
—¡Eh, que no ha sido idea mía!
Efectivamente, al otro lado de la mesa Sebastián contenía a duras penas la risa. Ni corta ni perezosa, Amparo se revolvió contra él y descargó un puñetazo contra su brazo.
—Lo.. lo siento —se disculpó entre estertores de hilaridad—. ¡Pero tendrías que haber visto tu cara...! —y prorrumpió en carcajadas haciendo temblar el medallón sobre la tabla ouija.
Amparo, roja de indignación, estaba apunto de levantarse cuando Cristina preguntó:
—¿Estás ahí?
El temblor de la joya dejó de ser aleatorio y cobró súbitamente propósito dirigiéndose raudamente y sin titubeos hacía la S. Tomados por sorpresa Sebastián y Amparo apenas podían creer lo que estaba sucediendo. El primero dejó de reír y observó a través de la bruma de sus lágrimas el milagro, con la luz de las velas fragmentada en rutilantes chispas bañándolo todo. En cuanto a Amparo apenas si tuvo tiempo de volver a situar su mano derecha junto a las otras. Y no fue hasta después de haberlo hecho que comprendió que se había adelantado al movimiento del medallón, como si inconscientemente hubiera sabido que iba a detenerse sobre la I.
—¡Funciona! —exclamó deleitada Cristina.
Los demás únicamente pudieron asentir.
—¿Qué hacemos ahora? —inquirió Amparo.
El extraño movimiento volvió a hacerse patente. PREGUNTA, deletreó.
—Esto no puede estar ocurriendo de verdad —dictaminó Sebastián con los ojos abiertos como platos.
—Rápido, pensad en una pregunta adecuada —urgió Luis.
—¿He aprobado el examen de ayer? —inquirió Amparo acercando sus labios al medallón como si tratara de hacerse oír mejor.
Ningún movimiento se hizo patente.
—¿Sólo se te ocurre esa bobada? ¿Nos encontramos en el umbral mismo de las más asombrosas revelaciones y sólo piensas en unas notas que obtendrás de todos modos dentro de pocos días? —le amonestó Cristina—. Debemos pensar bien nuestras preguntas. No sabemos qué reglas rigen el mundo más allá de la tabla.
—¿Existe la vida tras la muerte? —preguntó con expresión de total concentración Luis.
SINO fue la respuesta.
—¿Sino? —se extrañó Sebastián—. ¿Qué cojones quiere decir con ‘sino’?
—Podría estar predeterminado para cada uno —aventuró Amparo—. Ya sabéis, destino.
—No creo que la contestación sea tan enrevesada —se opuso Luis.
—Podrían ser dos palabras. A lo mejor trata de decirnos ‘sí y no’ —conjeturó Cristina.
—Lo cual no resuelve mucho la cuestión —refunfuñó Amparo.
—Haced el favor de formular preguntas más concretas —ordenó Sebastián.
—¡Más concretas aún! ¿Te parece poco concreto si existe vida tras la muerte? ¿Si tan listo te crees por qué no preguntas tú? —le repuso airado Luis.
Sebastián miró a derecha e izquierda con actitud nerviosa antes de fijar su mirada sobre el medallón. Pareció que iba a formular una pregunta pero se lo pensó mejor y guardó todavía unos instantes de silencio antes de indagar:
—¿Quién es tu amo?
El sonido de roce fue ahora mucho más intenso, como si la contestación precisara de mayor énfasis. YO, indicó.
—Impresionantemente concreto —se burló Luis.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Amparo, que había palidecido considerablemente—. ¡No es un Centinela, es un Señor!
—Yo creo más bien que alguien vuelve a tratar de burlarse del resto —dijo Cristina, lanzando una mirada suspicaz a los dos chicos.
—Te juro que yo no tengo nada que ver —le aseguró Luis al sentirse acusado.
Después miró hacia su mano derecha, que había intentado alzar para dar fuerza a su alegato, sólo para constatar que tenía los músculos demasiado agarrotados como para obedecerle. Con una mueca de desconcierto comenzó a flexionar lentamente los dedos de la mano con tal de recuperar la circulación en la zona.
—Vamos, vamos, dejémonos de tonterías y saquemos algo útil de todo esto —dijo Amparo.
—Creo que deberíamos volver al tema propuesto por Luis —votó Cristina.
—¿A qué viene tanta morbosidad? —quiso saber Sebastián—. Dejad a los muertos en paz.
—No me interesan los muertos, sólo la muerte —se defendió Cristina.
—Estoy de acuerdo con Sebas. ¿Podríamos tratar de cualquier otro tema? Por favor —suplicó Amparo.
—No, aún no hemos concretado bastante —dijo Luis con rencor—. Adelante, Cristina, pregunta.
La aludida cerró los ojos unos momentos, concentrándose, y luego preguntó con una sonrisa en los labios:
—¿Es cierto lo del túnel con la luz blanca al fondo?
DEPENDE, fue la respuesta marcada por el movimiento del medallón. La joya parecía cobrar precisión con cada nueva pregunta, desplazándose entre las letras raudamente, siguiendo la trayectoria más corta.
—Ya estamos otra vez —dijo con un mohín de disgusto Amparo.
—Vamos a abandonar ya este tema. ¿De acuerdo? —propuso con marcado nerviosismo Sebastián al tiempo que comenzaba a temblar ligeramente.
—No, no podemos abandonar, aún no hemos recibido una repuesta satisfactoria —le respondió Luis esbozando una mueca feroz—. Sigue preguntando.
Cristina se apresuró a complacerlo.
—¿Qué significa la luz?
El medallón se movió de la E a la P y de esta a la O y así hasta completar la palabra PORTAL. Ya no se deslizaba suavemente sobre la superficie de la tabla sino que iba trazando a su paso estrías cada vez más profundas, dejando la superficie de la madera surcada de arañazos. Quienquiera que lo moviera estaba empleando una gran fuerza.
—¿Un portal a dónde? ¿A la otra vida? —inquirió Amparo embelesada.
El medallón se desplazó, levantando virutas a su paso, para contestar. SI.
—¡Ya basta! ¿Me oís? ¡Ya basta! —ordenó Sebastián sin poder apartar sus manos de encima del medallón.
—Aún no. Quiero saber qué ha querido decir con eso de ‘depende’ —dijo Cristina—. ¿Quiénes no ven la luz?
En esta ocasión el sonido de rozamiento fue acompañado por un entrecortado gemido producido por Sebastián. Indiferente a este hecho, el medallón marcó inflexiblemente su respuesta: ASESINOS.
—¡No os atreváis a hacerlo! ¡Esta broma está llegando demasiado lejos! —profirió Sebastián mientras un hilo de baba le bajaba por la comisura de la boca.
Amparo, asustada, se dirigió hacia Luis y Cristina y les dijo:
—Paremos ya. ¿No veis lo alterado que está?
Súbitamente, el medallón comenzó a moverse de nuevo a una velocidad vertiginosa, agitando violentamente los brazos de los cuatro jóvenes. Amparo gritó cuando golpeó con su brazo izquierdo una de las velas, que salió despedida salpicando de cera fundida a Sebastián, quien apenas se apercibió de este hecho. El chico estaba más allá de cualquier sensación física, contemplando con creciente horror como iba siendo deletreada la palabra que temía. En esta ocasión no hubo la menor pausa entre cada letra pero, aún así, nadie tuvo dificultades para comprenderla: SUICIDAS.
—¿Por qué me hacéis esto? ¿Por qué? —gritó Sebastián desesperado, rompiendo a llorar.
Ajeno a cualquier pensamiento compasivo, el medallón prosiguió inexorablemente su camino. HOLAHIJO. Y tras una pausa. VENCONPAPA.
—¡Hijos de puta! —exclamó Sebastián al tiempo que propinaba un violento empujón a la mesa, tumbándola y esparciendo las velas por toda la habitación.
—¡Tranquilízate, Sebastián! ¡No pretendíamos esto! —le aseguró Cristina.
Sebastián se irguió con una mirada enloquecida. Frente a él Luis pugnaba por apartar la mesa de encima suyo y Amparo gritaba y sollozaba mientras se aferraba, con los puños crispados, al borde de su asiento.
Sin saber cómo actuar, Cristina alzó una mano tranquilizadora hacia Sebastián, mientras buscaba las palabras adecuadas para calmarlo. Únicamente pudo entreabrir los labios sin llegar a proferir ningún sonido, ya que Sebastián se abalanzó sobre ella enarbolando el medallón que había mantenido asido en sus manos.
—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate de una vez! ¡Ya basta de meteros con mi padre! ¡Callaos! ¡Callaos...!
Y con cada palabra el medallón descendía sobre la cabeza de Cristina con una fuerza nacida en la desesperación y la locura. Posiblemente el primer golpe acabó ya con su vida pero, con posterioridad, el forense halló imposible determinar dónde había sido propinado ese primer golpe. La cabeza de la chica quedó pronto reducida a una masa informe de sangre y materia cefálica que se derramaba entre los pegajosos mechones de un pelo que había sido rubio y ya parecía negro a la luz rojiza de las desparramadas velas. Esquirlas de hueso asomaban sólo para ser machacadas de nuevo con un frenesí animal. Mudo de espanto, Luis trataba de ponerse en pie procurando no verse salpicado por la sangre de su amiga. Todavía en su silla, Amparo constituía el contrapunto ruidoso a su mutismo.
Finalmente Sebastián paró de golpear a Cristina, dejando el medallón profundamente incrustado en su cerebro, y se volvió hacia Luis. Entonces sí que gritó. Gritó como no lo había hecho desde su infancia. Como no lo hacia desde que sabía que los monstruos sólo habitaban en su imaginación. Gritó por todos aquellos años de ingenuidad mientras retrocedía a ciegas hasta la pared y se ponía en pie.
Profiriendo un alarido, Sebastián se lanzó hacia su amigo con las manos extendidas frente a él formando dos cepos que buscaban su garganta. Con un brusco movimiento, Luis las esquivó lanzándose hacia su derecha. Movido por la inercia, Sebastián golpeó la pared. Un espeluznante crujido se hizo audible por encima de los gritos al tiempo que varios huesos se partían por múltiples lugares, convirtiendo las manos de Sebastián en amasijos informes de los que colgaban inútiles jirones de carne y sangre. Pese al terrible dolor que debería estar sintiendo no se detuvo sino que, girando en redondo, se enfrentó de nuevo a Luis.
Más allá del pánico, Luis reaccionaba ya por puro instinto. Agitó sus brazos buscando con qué defenderse y tropezando con las patas de una de las sillas, que asió con la fuerza de la demencia. Cuando Sebastián se cernió sobre él la volteó, estrellándola contra sus costillas y rompiéndole no menos de tres, al tiempo que destrozaba también la silla. Lo que no había logrado la primera lesión sí lo logró ésta, y Sebastián se detuvo tambaleante. Abrió la boca y dejó escapar un espumarajo sanguinolento que le informó a Luis que una de las costillas quebradas había perforado un pulmón.
La escena pareció petrificarse durante unos instantes mientras los ojos de Sebastián parecían nublarse, reclamados por la inconsciencia. Sólo la sangre y la cera, goteando espesas desde la cabeza destrozada de Cristina, y las múltiples heridas de Sebastián por una parte y los tendidos cirios por otra, parecían conservar cierta animación.
La paz fue efímera. Recobrando el sentido, si no la lucidez, Sebastián se impulsó hacia Luis, que gimoteaba aferrado todavía a los restos de la astillada silla. Un muñón sangriento se estampó contra su mejilla y luego otro. Las esquirlas de hueso, que eran todo lo que quedaba de los dedos, rasgaron sus mejillas causándole profundos cortes. Ciego por la sangre, las lágrimas y el dolor, Luis golpeó con sus manos que aún sujetaban, cual estacas, los fragmentos de su anterior arma. No hubo nuevos golpes que laceraran aún más su piel, pero notó como por entre sus manos fluía un líquido caliente en cantidad tal que no dejaba lugar a la especulación.
Poco a poco el mundo volvió a rodearle. Los gritos de Amparo, que creía extinguidos, volvieron a estimular sus oídos y sus ojos comenzaron a perfilar las sombras de la habitación, iluminada ahora por las dos únicas velas que seguían encendidas. Una gran urgencia descendió sobre Luis y empujó compulsivamente el cuerpo de Sebastián, que había quedado tendido sobre él. Por unos instantes espantosos creyó que el muerto trataba todavía de aferrarse a él y arrastrarlo a su destino, pero descubrió que la estaca homicida se había enganchado en su camisa. Con un último esfuerzo apartó de sí el cadáver, desgarrándose la camisa, y se puso en pie.
Como en un sueño, fue tomando conciencia de lo acontecido. Tratando de postergar lo inevitable se fijó en Cristina, que yacía casi en medio de la estancia en un charco de su propia sangre. Después, muy lentamente, buscó con la vista los despojos de Sebastián. Se horrorizaba ante lo que iba descubriendo, pero no podía simplemente mirar hacia otro lado. Los ojos sin vida de su amigo reclamaban toda su atención. Comenzó a respirar entrecortadamente.
Casi agradeció la distracción que le permitió escapar a la contemplación del cadáver. Casi, ya que, aún antes de confirmarlo con sus ojos, supo de dónde procedía la humedad que corría por sus perneras. Sus manos, teñidas de negro en la semioscuridad de la habitación, colgaban inanimadas a ambos lados de su cuerpo. Sintió la necesidad imperiosa de justificarse, de confesar, necesitaba un recipiente donde volcar su culpa y lo encontró.
Alzando ligeramente los brazos, con las palmas hacia arriba, delimitadas por los curvados dedos, se dirigió hacia Amparo. Trató de hablar pero lo único que logró fue gorgotear incoherentemente. La chica, en el cénit de su terror, incrementó si cabe la potencia de sus alaridos y comenzó a manotear intentando alejar de sí a Luis. Ajeno a nada que no fuera su propio sufrimiento interior, el chico continuó avanzando y posó una de sus manos en el hombro de Amparo, derramando oscuros chorretones por su impoluta camiseta.
Habiendo alcanzado el límite de su resistencia, la chica se levantó como impulsada por un resorte y trató de alejarse, con tan mala fortuna que sus pies se enredaron con las patas de su silla y perdió el equilibrio. Sabiendo anticipadamente lo que iba a ocurrir, Luis sólo pudo asistir horrorizado a la caída de Amparo. Como si fuera a cámara lenta vio como su cabeza se dirigía inexorablemente hacía el canto de la rinconera de mármol que adornaba una de las esquinas. Observó con diáfana claridad como la coronilla se hundía a instancias del salvaje golpe y el cuello se torcía hasta más allá de lo permitido por las articulaciones. Supo, sin el menor asomo de duda, que Amparo había muerto incluso antes de quedar tendida en el suelo, inmóvil y con los ojos observando un horizonte que ya no estaba en este mundo.
Luis cayó de rodillas entre los cuerpos inanimados de sus amigos. Sin más lágrimas que derramar, se limitó a permanecer emitiendo un grito silencioso que, de hacerse audible, desgarraría la misma esencia de la realidad. Se llevó las manos al rostro, aspiró el fuerte aroma de la sangre y degustó el sabor de la matanza. Su mente se reveló contra su torturada memoria y se forzó a olvidar todo lo sucedido. Lo consiguió, pero entonces sus ojos redescubrieron el cadáver de Amparo. Volvió a conseguirlo sólo para encontrarse a sí mismo contemplando el cráneo destrozado de Cristina. Lo logró en un último y desesperado intento por conservar la cordura, pero la tentativa se vio frustrada por la visión del lacerado cuerpo de Sebastián. Así que Luis tuvo que enfrentarse a la verdad desnuda, sin poder mitigar su impacto mediante engaños o fantasías. Y la verdad era una fuerza arrolladora que barría todo pensamiento racional a su paso.
Entre los escombros de su razón quedó una única idea. Debía borrar toda huella de lo acontecido. Si lograba hacer desaparecer los efectos sería como si la causa jamás hubiera existido. Indeciso, exploró toda la habitación tratando de decidir por dónde empezar. Consideró inicialmente volver a poner los muebles en su sitio, pero en lo más profundo de su ser sabía que su disposición no era más que un detalle accesorio. Lo que realmente proclamaba su culpabilidad eran los cuerpos sin vida de sus compañeros.
Incapaz de enfrentarse al mudo reproche que le lanzaban los otros dos, centró su atención en los restos de Cristina. Con movimientos torpes e imprecisos se dirigió hacia donde su amiga había quedado tendida en una posición grotesca. A punto estuvo de caer cuando resbaló en un charco de sangre, pero pudo mantenerse erguido hasta encontrarse a pocos centímetros de su destino. En ese momento le fallaron las piernas y cayó de rodillas. Gimió, manteniendo las manos en su regazo, frotándoselas insistentemente mientras lágrimas enrojecidas las bañaban.
Llegó por fin al punto en que el impulso que había tomado posesión de él se hizo irresistible y alargó una mano temblorosa hacia el medallón enterrado en su nicho orgánico. Probó a retirarlo, pero su superficie estaba resbaladiza y no podía ejercer una presa adecuada con una sola mano. Cerrando los ojos y apartando la cabeza tanto como pudo, utilizó ambas manos para lograr su propósito. No bien hubo extraído el objeto homicida del interior de la herida por él causada notó como comenzaba a desprender calor, un calor que pronto se convirtió en insoportable. Soltó el medallón con un grito, inspeccionándose las manos, buscando las ampollas que debía haberle ocasionado, pero la ensangrentada superficie de sus dedos no mostraba el menor signo de quemazón.
Abandonó toda vacilación, con un único pensamiento dominándole por completo, y se lanzó frenéticamente a la tarea de reconstruir el cráneo de Cristina. Recogió del suelo todos los fragmentos de hueso que pudo localizar y procedió de igual forma con los cúmulos de masa encefálica que se habían ido acumulando alrededor de la cabeza. Cuando no pudo encontrar más material con que rellenar la terrible herida, empezó a rellenarla con sangre que recogía del suelo con ambas manos formando un cuenco. Luis veía como su acción no comportaba ninguna diferencia en el estado general del cadáver, pero había perdido la capacidad de actuar por propia voluntad.
¿Cuánto tiempo duró aquel delirio? Imposible saberlo. Hubiera podido continuar su fútil labor hasta que los restos de Cristina se descompusieran entre sus dedos y no quedara de ellos más que polvo. Hubiera seguido amontonando dicho polvo en su infructuosa lucha contra el paso inexorable del tiempo, pero un sonido vino a turbar la quietud de su santuario de horror. Alarmados por los golpes y los gritos, los vecinos se habían decidido a investigar lo que ocurría en aquel piso. Animados por el restablecimiento de la quietud, se habían agrupado frente a la puerta y llamaban suavemente mientras inquirían por lo acontecido.
Los tenues golpes en la madera hicieron que Luis cobrara plena conciencia del universo que se extendía más allá de las cuatro paredes de la sala. Abrumado, cayó de costado situándose en posición fetal, con un pulgar en la boca. Temblaba. Los golpes en la puerta se hicieron más vigorosos, más insistentes. Cuando comenzó a sonar el timbre estrepitosamente, Luis salió de su letargo y, ante la imposibilidad de ocultar su pecado, buscó desesperado una vía de escape. Sus ojos se detuvieron sobre la ventana y la solución se le hizo evidente. Huiría sí, pero no sólo de las acusadoras voces de los demás sino incluso del clamoroso chillido de su propia conciencia. Se dirigió tambaleándose hacia su liberación.
Un tercer piso. Debería ser suficiente. Miró por última vez hacia el exterior, a través de un cristal que le había visto crecer, que le había protegido del viento y de la lluvia, que no podría protegerlo de sí mismo. Tomó impulso y se lanzó al vacío, de cabeza, dispuesto a acabar con su sufrimiento. En el último instante su instinto se sobrepuso y agitó los brazos frenéticamente tratando de frenar su caída pero ya era tarde. Lo último que vio fue una franja del paso cebra creciendo desde una minúscula línea hasta ocupar todo su mundo y luego, oscuridad.
Su consciencia hizo un último esfuerzo por no perder el contacto con el mundo. Ya no sentía el dolor. Tampoco veía nada e igualmente le habían abandonado los sentidos del gusto y del olfato. Únicamente su oído seguía transmitiendo información a su agonizante cerebro: los gritos y pasos apresurados de los escasos transeúntes, una televisión en alguna parte, unas sirenas que parecían ir aumentando poco a poco su fuerza, pero, por encima de todo, un sonido tenue pero potente, un sonido inverosímil, un sonido que no debería estar produciéndose. En algún punto, por encima de su desmadejada figura, se escuchaba un roce de metal sobre madera. Subiendo y bajando de intensidad, subiendo y bajando, como siguiendo el entrecortado ritmo de una salvaje carcajada.

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