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lunes, 25 de octubre de 2010

TODO LO QUE AMAS TE SERÁ ARREBATADO.







Stephen King
TODO LO QUE AMAS TE SERÁ ARREBATADO.

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Era el Motel 6 en la Interestatal 80 (I-80), justo al oeste de Lincoln, Nebraska. La nevada que
había empezado a media tarde, había descolorido la virulenta señal amarilla, a una tonalidad
pastel más amable, como la luz desvaneciéndose en un crepúsculo de Enero. El viento estaba
cerrándose con esa calidad de amplificación vacía que uno sólo encuentra en la monótona
parte central del país, normalmente en época invernal. Eso sólo significaba nada más que
molestias ahora, pero si la gran nevada llegaba esta noche - los pronosticadores del tiempo no
podían tomar una determinación, al parecer - entonces, la interestatal sería cerrada por la
mañana. Eso no era nada para Alfie Zimmer.
Recibió su llave de un hombre con chaleco rojo, continuó conduciendo, hacia el extremo del
largo bloque gris de hormigón. Había estado vendiendo en el Medio Oeste durante veinte años,
y había formulado cuatro reglas básicas para asegurar el resto de su noche. Primero, siempre
reserva por adelantado. Segundo, reserva en un motel de franquicia si es posible - tu Holiday
Inn, tu Ramada Inn, tu Comfort Inn, tu Motel 6. Tercero, siempre pide un cuarto en el
extremo. De esa manera, lo peor que puedes tener es sólo un grupo de vecinos ruidosos.
Último, pide un cuarto que empiece con un uno. Alfie tenía cuarenta y cuatro años, demasiado
viejo para ser un maldito camionero que levanta prostitutas, comer bistecs de pollo frito, o
arrastrar su equipaje escaleras arriba. En estos días, los cuartos en el primer piso eran
normalmente reservados para los no fumadores. Alfie los alquilaba y sin embargo fumaba.
Alguien había tomado el espacio frente al Cuarto 190. Todos los espacios a lo largo del edificio
estaban ocupados. Alfie no estaba sorprendido. Podrías hacer una reservación, garantizarla,
pero si llegabas tarde (tarde en un día como este era pasando las 4 PM), tenías que estacionar
y caminar. Los automóviles correspondientes a los pájaros tempraneros estaban agrupados en
una larga línea junto al bloque gris de hormigón, y a las brillantes puertas amarillas, sus
ventanas ya estaban cubiertas con una capa de nieve ligera.
Alfie condujo, dobló en la esquina y estacionó con la nariz de su Chevrolet apuntada a la
extensión blanca del campo de algún granjero, oscureciéndose en el gris del final del día. En el
límite más lejano de la visión, podía ver brillar las luces de una granja. Allí dentro, ellos
estarían resguardados. Aquí fuera, el viento soplaba lo suficiente fuerte para mecer el
automóvil. La nieve se deslizó más allá, haciendo desaparecer las luces de la granja por unos
momentos.
Alfie era un hombre grande con una cara florida y la ruidosa respiración de un fumador. Vestía
un sobretodo, porque cuando estabas vendiendo eso era lo que a las personas les gustaba ver.
No una chaqueta. Los tenderos vendían a la gente vistiendo chaquetas y gorras John Deere, y
la gente no les compraba. La llave del cuarto yacía sobre el asiento su lado. Esta estaba atada
a un diamante de plástico verde. La llave era una llave real, no una tarjeta magnética. En la
radio, Clint Black estaba cantando "Nothin' but the Tail Lights." Era una canción country.
Lincoln ahora tenía una emisora FM de rock, pero la música rock-n-roll no le parecía adecuada
a Alfie. No ahí afuera, donde si cambiabas a la banda de AM, aún podías oír a viejos hombres
enfadados invocando el fuego infernal.
Apagó el motor, puso la llave del 190 en su bolsillo, y verificó para asegurarse que todavía
tenía allí su cuaderno, también. Su viejo compañero.
"Salven a los judíos rusos," dijo, recordándose a sí mismo. "Gane fabulosos premios."
Salió del automóvil y una ráfaga de viento lo golpeó fuerte, meciéndolo sobre sus talones,
flameando sus pantalones alrededor de sus piernas, haciéndolo reír con la agitada risa del
fumador sorprendido.
Sus muestras estaban en el maletero, pero no las necesitaría esta noche.
No, ésta noche no, en absoluto. Sacó su maleta y su portafolios del asiento trasero, cerró la
puerta, luego apretó el botón negro de su llavero electrónico. Ese aseguraba todas las puertas.
El rojo encendía una alarma, lo que se suponía que usabas si ibas a ser asaltado. Alfie nunca
había sido asaltado. Supuso que algunos pocos vendedores de comidas gourmet lo eran, sobre
todo, en esta parte del país. Había un mercado de comidas gourmet en Nebraska, Iowa,
Oklahoma, y Kansas; incluso en las Dakotas, aunque muchos quizá no lo creerían. A Alfie le
había ido bastante bien, especialmente durante los últimos dos años, cuando consiguió conocer
los más profundos reveses del mercado - pero éste nunca iba a igualar el mercado para,
digamos, fertilizantes. Qué él aún podía oler, incluso ahora, en el viento invernal que le
congelaba las mejillas y las tornaba a una tonalidad más oscura de rojo.
Se mantuvo de pie donde estaba durante un momento más, esperando que el viento
amainara. Lo hizo, y pudo ver brillar de nuevo las luces de la granja. Y era posible que tras
esas luces, la esposa de algún granjero estuviera, incluso ahora, calentando una olla de Sopa
Cottager de guisantes o quizá el pastel para el horno microondas Cottager Shepherd's o Pollo
Francés? Lo era. Era tan posible como el infierno. Mientras, su marido miraba las primeras
noticias, descalzo, con los pies en calcetines sobre un almohadón, y en el piso de arriba, su
hijo jugando un juego de vídeo en su GameCube, y su hija sentada en la tina, con su mentón
hundido en fragantes burbujas, su pelo atado con una cinta, leyendo "El Compás Dorado" por
Philip Pullman, o quizás uno de los libros de Harry Potter, que eran los favoritos de la hija de
Alfie, Carlene.
Todo eso sucediendo tras las brillantes luces, la conexión universal de alguna familia girando
fácilmente en su enchufe, pero entre ellos y el borde de este estacionamiento había una milla
y media de campo llano y blanco, en la declinante luz de un cielo bajo, agonizando con la
estación.
Alfie se imaginó brevemente caminando dentro de ese campo, con sus zapatos de ciudad, su
portafolio en una mano y su maleta en la otra, labrando su rumbo a través de los surcos
helados, llegando finalmente, tocando a la puerta; la puerta se abriría y olería sopa de
guisantes, aquel buen y sano olor, y oiría al meteorólogo de la KETV en el otro cuarto diciendo
"Pero ahora mirad este sistema de baja presión viniendo justo encima de las Montañas
Rocosas”.
¿Y qué le diría Alfie a la esposa del granjero? Qué sólo se dejó caer por ahí para cenar? ¿Le
aconsejaría él que salvara a los judíos rusos, que ganara valiosos premios? ¿Comenzaría
diciendo, "Señora, según por lo menos una fuente que yo he leído recientemente, todo lo que
amas te será arrebatado?" Ésa sería una buena manera de abrir conversación, seguro que a la
esposa del granjero le interesaría el caminante extraño que simplemente había atravesado el
campo este de su marido para golpear en su puerta. Y cuando ella lo invitara a pasar, para
contarle más, él podría abrir su portafolio y darle un par de sus libros de muestra, contándole
que una vez que ella descubriera la marca Cottager de delicadezas gourmet para servir
rápidamente, casi con seguridad le gustaría seguir a los placeres más sofisticados de Ma Mère.
¿Y, a propósito, había probado ella el caviar? Muchos lo habían hecho. Incluso en Nebraska.
Congelándose. De pié aquí y congelándose.
Dejó atrás el campo y las brillantes luces en el extremo lejano y caminó al motel, moviéndose
con cuidadosos pasos cortos de modo que no se fuera de culo. Lo había hecho antes, Dios lo
sabía.
Oooops! en cincuenta estacionamientos de moteles. Le había pasado en la mayoría de estos
antes, de hecho, y supuso que eso era al menos parte del problema. Había un saliente, para
que él pudiera salir de la nieve.
Había una máquina de Coca-cola con una señal que decía "USE CAMBIO EXACTO". Había una
máquina de hielo y una máquina de golosinas con barras de caramelo y varios tipos de papas
fritas, detrás de tirabuzones de metal parecidos a los de somieres. No había señal de CAMBIO
EXACTO en la máquina de golosinas. Desde el cuarto a la izquierda del suyo, en el que
pretendía suicidarse, Alfie podía oír las primeras noticias, pero sonarían mejor en aquella
lejana granja, estaba seguro de eso. El viento retumbaba. La nieve se arremolinó alrededor de
sus zapatos de ciudad, y entonces Alfie se permitió entrar en su cuarto. El interruptor de la luz
estaba a la izquierda. Lo encendió y cerró la puerta.
Conocía el cuarto; era el cuarto de sus sueños. Era convencional. Las paredes eran blancas. En
una había un cuadro de un muchacho pequeño con un sombrero de paja, dormido con una
caña de pescar en la mano. Había una alfombra verde en el suelo, de un cuarto de pulgada de
algún material esencialmente sintético. Ahora mismo hacía frío aquí, pero cuando oprimiera el
botón para encender la calefacción en el tablero de mando del ‘Climatron’ bajo la ventana, el
lugar se caldearía rápidamente. Se pondría caluroso probablemente. Un tocador corría a lo
largo de una pared. Había una TV sobre él. Sobre la TV había un cartoncillo con la leyenda
PELÍCULAS PULSANDO UN BOTÓN! impreso en él.
Había camas dobles gemelas, cada una cubierta con luminosos cobertores dorados que habían
sido colocados bajo las almohadas y luego los habían deslizado sobre ellas, de tal manera, que
las almohadas parecían cadáveres de infantes. Había una mesa entre las camas con una Biblia
Gideon, una guía de canales de televisión, y un teléfono del color de carne en ella. Más allá de
la segunda cama estaba la puerta que daba al baño. Cuando encendías la luz allí, el ventilador
se activaba, también. Si querías luz, también tenías ventilación. No había manera de evitarlo.
La luz en sí era fluorescente, con fantasmas de moscas muertas dentro. En el mueble a un
costado del lavabo había una hornilla y una olla eléctrica Proctor-Silex y paquetes pequeños de
café instantáneo. Había un cierto olor aquí, mezcla de un poco del áspero líquido de limpieza y
del moho en la cortina de la ducha. Alfie los conocía todos. Había soñado con todo aquello
hasta lo de la alfombra verde, pero eso no era ningún logro, era un sueño fácil. Pensó
encender la estufa, pero ésta traquetearía, también, y, además, ¿cuál era el punto?
Alfie desabotonó su sobretodo y puso su maleta al pie de la cama más próxima al baño. Puso
su portafolios sobre el cobertor dorado. Se sentó, con los lados de su sobretodo colgando hacia
afuera, como la falda de un vestido. Abrió el portafolios, hojeando a través de varios folletos,
catálogos, y hojas de pedido; Finalmente encontró el arma. Era un revólver Smith & Wesson,
calibre .38. Lo puso sobre las almohadas, en la cabecera de la cama.
Encendió un cigarrillo, atrajo el teléfono, entonces recordó su cuaderno. Metió la mano en el
bolsillo derecho de su saco, y lo tomó. Era viejo, de espiral, comprado por un dólar cuarenta y
nueve en la sección papelería de algún "cinco-y-diez centavos" olvidado, en Omaha o en
Ciudad Sioux o quizá en Jubilee, Kansas. La tapa estaba arrugada y casi completamente ajena
a cualquier escritura que pudiese haber llevado alguna vez. Algunas de las páginas se habían
arrancado parcialmente, libres del rollo de metal que servía como pasta del cuaderno, pero
aún estaban todas allí. Alfie había estado llevando este cuaderno durante casi siete años,
incluso desde los días en que vendía lectoras de códigos de Productos Universales para
Simonex.
Había un cenicero en el estante bajo el teléfono. Ahí fuera, algunos de los cuartos de motel
aún venían con ceniceros, incluso en el primer piso. Alfie lo pescó, puso su cigarro en la
ranura, y abrió su cuaderno. Hojeó a través de páginas escritas con cien plumas diferentes (y
unos lápices), haciendo una pausa para leer un par de anotaciones. En una leyó: "Le chupé la
polla a Jim Morrison, con mi fruncida boca de muchacho (Lawrence, Kansas)". Los baños
estaban llenos con graffitis homosexuales, la mayoría pesados y repetitivos, pero " fruncida
boca de muchacho" era bastante bueno. Otro era "Albert Gore, de mis putas la mejor (Murdo,
Dakota del Sur)".
La última página, a tres cuartas partes del cuaderno, tenía simplemente dos anotaciones. "No
mastiques el chicle Trojan, sabe exactamente a caucho (Avoca, Iowa)". Y: “Mierdilla amiguilla,
saliste flojiya (Papillion, Nebraska)". Alfie estaba enloquecido con éste. Algo sobre las
terminaciones "-lla, -lla" y luego, zaz, tenías la “ya." Podría no ser más que el error de un
analfabeto (estaba seguro que esa sería la opinión de Maura) pero ¿por qué pensar así? ¿Qué
tan divertido era eso? No, Alfie prefería (incluso ahora) creer que "-lla, -lla"... espera por
esto... "-ya", era una construcción intencional. Algo furtivo pero juguetón, con la percepción de
un poema de E. E. Cummings.
Rebuscó entre las cosas del bolsillo interior de su abrigo, sintiendo papeles, un viejo boleto de
peaje, una botella de píldoras - que había dejado de tomar - y finalmente, encontró la pluma
que siempre se escondía entre la basura. Era hora de anotar los hallazgos de hoy. Dos buenos,
ambos de la misma área de descanso, uno sobre el urinario que había usado, el otro escrito
con un punzón en el estuche de mapas al lado de la máquina Hav-A-Bite (Golosinas, que en
opinión de Alfie, vendía una línea de producto superior, que por alguna razón habían sido
eliminados en las áreas de descanso de la I-80, aproximadamente hacía cuatro años.) Por
estos días, Alfie a veces viajaba dos semanas y tres mil millas sin encontrar nada nuevo, o
incluso una variación viable de algo viejo. Ahora, dos en un día. Dos en el último día. Como
una suerte de presagio.
Su pluma tenía COMIDAS COTTAGER EL BUEN PRODUCTO! escrito en letras doradas a lo largo
del barril, al lado del logotipo, una choza de paja con humo saliendo de la extravagantemente
torcida chimenea.
Sentado allí en la cama, todavía en su sobretodo, Alfie se inclinó pensativamente sobre el viejo
cuaderno para que su sombra cayera en la página. Debajo de "No mastiques el chicle Trojan" y
"Mierdilla, amiguilla, saliste flojiya", Alfie agregó "Salve a los judíos rusos, gane fabulosos
premios (Walton, Nebraska)" y "Todo lo que amas te será arrebatado (Walton, Nebraska)".
Vaciló. Raramente agregaba notas, le gustaba que sus hallazgos permanecieran inmutables.
La explicación tornaba lo exótico en mundano (o eso es lo que había llegado a creer; en los
primeros años había anotado mucho más libremente), pero de vez en cuando una nota a pie
de página aún parecía ser más ilustrativa que desmitificante.
Marcó con un asterisco la segunda anotación- "Todo lo que amas te será arrebatado (Walton,
Nebraska)". - trazó una línea de dos pulgadas sobre el fondo de la página, y escribió.* 1
Volvió a poner la pluma en su bolsillo, preguntándose por qué él o cualquiera, continuaría con
algo de esto, estando tan cerca de concluir con todo. No podía pensar en una sola respuesta.
Pero por supuesto, seguías respirando, también. No podías detenerlo sin una escabrosa
cirugía.
El viento corría en ráfagas afuera. Alfie miró brevemente hacia la ventana, donde la cortina
(también verde, pero una tonalidad diferente de la alfombra) había sido colocada. Si la abría,
podría ver cadenas de luz por encima de la Interestatal 80, cada faro luminoso marcando seres
vivos que corrían por la carretera. Luego miró hacia abajo, a su libro. Tenía intención de
hacerlo, en efecto.
Era solo que... bueno...
"Un respiro" dijo, y sonrió. Tomó su cigarro, sacándolo del cenicero, fumó, lo devolvió a la
ranura, y hojeó de nuevo a través del libro. Las anotaciones recordaban miles de paradas de
camiones y expendios de pollo a orillas del camino y áreas de descanso de carretera, de la
manera en que ciertas canciones en la radio pueden traer recuerdos específicos de un lugar,
un tiempo, de la persona con la que estabas, lo que estabas bebiendo, lo que estabas
pensando.
"Aquí estoy sentado, con el corazón destrozado, intenté cagar pero sólo he pedorreado". Todos
sabemos ese, pero aquí había una variación interesante proveniente de Bistecs Doble D en
Hooker, Oklahoma: "Aquí estoy sentado, no lo saco, intento cagar salsa de taco. Sé que voy
una bomba a tirar, sólo espero no explotar." Y desde Casey, Iowa, donde la SR 25 cruza la I-
80: "Mi madre me hizo puta." A lo que alguien había agregado en caligrafía muy diferente:
"¿Si yo proporciono el hilo, ella me haría una?".
Había empezado a coleccionarlos cuando vendía UPCs, anotando varios trozos de graffitis en el
cuaderno de espiral sin saber al principio por qué estaba haciéndolo. Simplemente eran
divertidos, o desconcertantes, o ambas cosas al mismo tiempo. Y así, poco a poco, se había
ido fascinando con estos mensajes de la interestatal, donde las únicas otras comunicaciones
parecían ser faros de automóvil sumergidos, cuando los pasabas bajo la lluvia, o quizá alguien
de mal humor insultándote con su dedo del medio levantado, cuando ibas por la senda
peatonal halando un penacho de nieve detrás de ti. Llegó a comprender gradualmente - o
quizás sólo era esperanza - que algo estaba sucediendo aquí. El ritmo estilo e. e. cummings
1 * “Para leer esto, debes además mirar hacia la rampa de salida a la carretera del área de descanso Walton, es decir la
partida de los transeúntes." (En el libro, ésta frase está puesta a modo de nota al pié, por ende, respeté ese formato).
del "mierdilla, amiguilla saliste flojiya" por ejemplo, o la rabia inarticulada del “1380 de la
Avenida Oriental mata a mi madre, TOMA SUS JOYAS."
O toma este viejo: "Aquí estoy sentado, los cachetes en la mano, pariendo otro tejano". El
ritmo, cuando lo considerabas, era extraño. No el yambo2, pero alguna rara fórmula de terceto
con la tensión en el tercero: "Aquí estoy sentado, los cachetes en la mano, pariendo otro
tejano". Es cierto, se estropeó un poco al final, pero eso sumó de algún modo a su
memorabilidad, le dio esa vuelta nemotécnica decisiva del final. Había pensado en muchas
ocasiones, que si él pudiera regresar a la escuela, tomaría algunos cursos, consiguiendo todo
ese adecuado material de pasos y métrica. Saber acerca de lo que estaba hablando en lugar
de correr en una cuerda floja de intuición. Todo lo que en realidad recordaba claramente de la
escuela era el pentámetro yámbico: "Ser o no ser, ésa es la cuestión." Él había visto eso en el
baño de hombres en la I-70, de hecho, a lo que alguien había agregado, "La pregunta real es
quién era tu padre, idiota".
Ahora, estos tercetos, cómo les decían ellos? ¿Eran intervalos?
No lo sabía. El hecho de que pudiera averiguarlo no parecía importante, pero podría
averiguarlo, sí. Era algo sobre lo que las personas daban clases; no era ningún gran secreto.
O toma esta variación, que Alfie también había visto cruzando el país: "En el cagadero, estoy
aquí sentado, pariendo de Maine un policía montado” Siempre era Maine, no importaba dónde
estabas, siempre era el policía estatal de Maine, y ¿por qué? Porque ningún otro estado
encajaría. Maine era el único de los cincuenta estados cuyo nombre consistía en una sola
sílaba. Y aún, de nuevo, estaba en tercetos: "En el cagadero, estoy aquí sentado".
Él había pensado en escribir un libro. Sólo uno pequeño. El primer título que se le había
ocurrido era "No mires aquí arriba, estás meando tus zapatos", pero no podías titular un libro
así. No, y tener la razonable esperanza de que alguien lo publicara para la venta en una
tienda, de todos modos. Y, además de, eso era ligero. Sin sustancia. Se había ido
convenciendo a lo largo de los años que algo estaba sucediendo aquí, y no era insustancial. El
título por el que se había decidido finalmente, era una adaptación de algo que había visto en el
retrete de un área de descanso en las afueras del Fuerte Scott, Kansas, en la Carretera 54.
"Yo Maté a Ted Bundy: El Código Secreto del Tránsito de las Carreteras de América." Por Alfred
Zimmer. Eso sonaba misterioso y ominoso, casi erudito. Pero no lo había hecho. Y aunque
había visto "Si yo proporciono el hilo, ella me haría una?" Agregado a "Mi madre me hizo puta"
a lo largo del país, él nunca había expuesto (al menos por escrito) sobre la notable carencia de
simpatía, de sensibilidad de "sólo vive con ello", de la respuesta. O qué hay sobre "Mammon3
es el Rey de New Jersey?" Cómo explicaría uno por qué New Jersey lo hacía cómico y el
nombre de algún otro estado probablemente no lo haría? El sólo intentarlo lo haría parecer
arrogante. Él era sólo un hombre insignificante, después de todo, con el trabajo de un hombre
insignificante. Él vendía cosas. Una línea de cenas heladas, actualmente.
Y ahora, por supuesto... ahora...
2 Pié de poesía griega y latina de dos sílabas, una breve y la otra larga.
3 Mammon: además de un nombre propio, también significa dinero en efectivo, búsqueda de riqueza, lucro, y/o
provecho económico. En el original dice: “Mammon is the King of New Jersey”.
Alfie dio otra profunda calada a su cigarrillo, lo aplastó, y llamó a casa. No esperaba encontrar
a Maura y no lo hizo. Era su propia voz grabada la que le contestó, acabando con el número de
su teléfono celular. Eso serviría de mucho; el teléfono celular estaba en el maletero del
Chevrolet, roto. Él nunca había tenido buena suerte con los aparatos.
Después de la señal dijo, "Hola, soy yo. Estoy en Lincoln. Está nevando. Recuerda la cacerola
que ibas a llevarle a mi madre. Estará esperándola. Y preguntó por los cupones de Red Ball. Sé
que piensas que está loca en ese aspecto, pero complácela, ¿de acuerdo? Es vieja. Dile a
Carlene que papá le manda saludos." Hizo una pausa, entonces por primera vez en
aproximadamente cinco años agregó "te amo."
Colgó, pensó en otro cigarrillo - no te preocupes por el cáncer pulmonar, no ahora - y se
decidió en contra de éste. Puso el cuaderno, abierto en la última página, al lado del teléfono.
Recogió el arma y sacó el cilindro. Totalmente cargado. Cerró el cilindro con un golpecito de su
muñeca, entonces deslizó el cañón corto en su boca. Sabía a aceite y a metal. Pensó: “Aquí
estoy sentado, a punto de relajarme, y planeo una puta bala tragarme” Sonrió abiertamente
alrededor del cañón. Era terrible. Nunca habría puesto eso en su libro.
Entonces, otro pensamiento se le ocurrió y volvió a poner el arma en su funda, sobre la
almohada, atrajo el teléfono de nuevo hacia él, y una vez más marcó el número de su casa.
Esperó por su voz recitando el inútil número del teléfono celular, entonces dijo, "yo de nuevo.
No te olvides de la cita de Rambo con el veterinario pasado mañana, ¿vale? También las tiras
sea-jerky por la noche. Realmente ayudan a sus caderas. Adiós."
Colgó y levantó el arma de nuevo. Antes de que pudiera poner el cañón en su boca, su mirada
cayó en el cuaderno. Frunció el entrecejo y soltó el arma. El libro estaba abierto en las últimas
cuatro anotaciones. Lo primero que vería quienquiera que respondiese al disparo sería su
cadáver, yaciendo sobre la cama más cercana al baño, su cabeza colgando y sangrando sobre
la alfombra verde. Lo segundo, sin embargo, sería el cuaderno de espiral, abierto en la última
página escrita.
Alfie imaginó a algún policía, algún policía montado estatal de Nebraska, que nunca había
escrito sobre alguna pared de baño, debido a la disciplina de la escansión, leyendo esas
anotaciones finales, quizá dirigiendo el viejo cuaderno estropeado hacia él con la punta de su
propia pluma. Leería las primeras tres anotaciones - "El chicle Trojan" "el mierdilla amiguilla",
"Salve a los judíos rusos" - y los desecharía como demenciales. Leería la última línea, "Todo lo
que amas te será arrebatado", y decidiría que el tipo muerto había recobrado un poco de
racionalidad al final, sólo lo suficiente para escribir una sensata nota de suicidio a mitad del
camino.
A Alfie no le gustó la idea de que las personas pensaran que estaba loco (un examen extenso
del libro, el cual contenía información como "Medger Evers está vivo y coleando en
Disneylandia", sólo confirmaría esa impresión). Él no estaba loco, y las cosas que había escrito
aquí a lo largo de los años no eran dementes, tampoco. Estaba convencido de eso. Y si
estuviera equivocado, si éstos fueran los delirios de lunáticos, necesitaban ser examinadas aún
más estrechamente. Aquello de no mires aquí arriba, estás meando tus zapatos, por ejemplo,
¿era eso humor? ¿O un gruñido de rabia?
Consideró usar el inodoro para librarse del cuaderno, entonces meneó la cabeza. Terminaría de
rodillas, con las mangas de su camisa enrolladas, pescando allí, tratando de recuperar la
maldita cosa. Mientras, el ventilador se agitaba y el fluorescente zumbaba. Y a pesar de que la
inmersión podría borronear algo de la tinta, no borraría todo. No lo suficiente. Además, el
cuaderno había estado mucho tiempo con él, viajando en su bolsillo, a través de tantos llanos
y millas vacías del medio oeste. Detestó la idea de arrojarlo al inodoro y tirar de la cadena.
¿La última página, entonces? Ciertamente una página, arrugada, bajaría.
Pero eso dejaría el resto para que ellos (siempre había un ellos) lo descubrieran, toda la clara
evidencia de una mente enferma. Ellos dirían, "Afortunadamente, no decidió visitar un patio de
recreo escolar con un AK-47. Tomando un grupo de chiquillos con él." Y esto seguiría a Maura
como una lata de estaño atada a la cola de un perro. "¿Oíste hablar de su marido?" Se
preguntarían unos a otros en el supermercado. "Se mató en un motel. Dejó un libro lleno de
cosas dementes. Afortunadamente, no la mató a ella". Bien, podría permitirse el lujo de ser un
poco duro respecto a eso. Maura estaba ya grandecita, después de todo. Carlene, por otro
lado... Carlene estaba...
Alfie miró su reloj. En el juego colegial de básquetbol que era donde Carlene se encontraba
ahora mismo. Sus compañeras de equipo dirían la mayoría de las mismas cosas que las
señoras del supermercado dirían, sólo que al oído y acompañado por esas risitas escalofriantes
de colegialas de séptimo grado. Los ojos llenos de alegría y horror. ¿Eso era justo? No, por
supuesto que no, pero no había nada justo en lo que le había pasado a él, tampoco. A veces
cuando estabas cruzando a lo largo de la carretera, veías grandes rizos de caucho que se
habían desenrollado de los neumáticos de recambio que alguno de los independientes
camioneros usara. Así era como él se sentía ahora: como trozos arrojados. Las píldoras lo
empeoraron. Ellas aclaraban tu mente sólo lo suficiente para que vieras el colosal aprieto en el
que estabas.
"Pero no estoy loco" dijo. "Eso no me hace demente." No. Loco podría ser mejor de hecho.
Alfie recogió el cuaderno, lo cerró tal como había cerrado el cilindro dentro de su .38, y se
sentó allí dándose golpecitos contra su pierna. Esto era absurdo.
Absurdo o no, lo fastidió. De la misma manera en que pensar en que una hornilla de la estufa
todavía podría estar encendida, a veces lo fastidiaba cuando estaba en casa, lo fastidiaba
hasta que se levantaba finalmente y lo verificaba, y la encontraba apagada. Sólo que esto era
peor.
Porque amaba el material de su cuaderno. Acumular graffitis – pensar en graffiti - había sido
su trabajo real en estos últimos años, no vender lectoras de códigos de precios o cenas
congeladas que realmente no eran mucho más que las de Swansons o Freezer Queens en
elegantes platos de microondas. La loca exuberancia de "Helen Keller se folló su leñador!" por
ejemplo. Aún, el cuaderno podría ser realmente comprometedor una vez que él estuviese
muerto. Sería como colgarse accidentalmente en el armario porque estabas experimentando
con una nueva manera de hacerte la paja y se te encontrara de esa manera con los
calzoncillos hasta los pies y mierda en los tobillos. Algunas de las cosas en su cuaderno
podrían mostrarse en el periódico, junto con su foto. Hubo un tiempo en que él se habría
mofado de la idea, pero en estos días, cuando incluso los periódicos del Bible Belt especulaban
rutinariamente sobre un lunar en el pene del Presidente, la noción era difícil de descartar.
¿Quemarlo, entonces? No, activaría el maldito detector de humo.
¿Ponerlo detrás del cuadro en la pared? ¿El cuadro del muchacho pequeño con la caña de
pescar y el sombrero de paja?
Alfie consideró esto, entonces cabeceó despacio. No era una mala idea, en absoluto. El
cuaderno de espiral podría quedarse allí durante años. Entonces, algún día en un futuro
distante, caería hacia fuera. Alguien - quizás un huésped, más probablemente una mucama -
lo recogería, con curiosidad. Hojearía sus páginas. ¿Cómo sería la reacción de esa persona?
¿Sorpresa? ¿Asombro? ¿El viejo rascarse la cabeza por el franco desconcierto? Alfie confiaba
bastante en esta última. Porque las cosas en el cuaderno eran confusas. "Elvis mató a Gran
Coño", alguien en Hackberry, Texas, lo había escrito. "La serenidad está siendo convencional"
alguien en Rapid City, Dakota del Sur, había opinado. Y debajo de eso, alguien había escrito,
"No, estúpido, serenidad = (va)2+b, si v = serenidad, a = satisfacción, y b= compatibilidad
sexual."
Detrás del cuadro, entonces.
Alfie estaba a mitad de camino, cruzando el cuarto, cuando recordó las píldoras en el bolsillo
de su saco. Y había más en la guantera del automóvil, diferentes clases pero para la misma
cosa. Eran drogas prescritas, pero no de la clase que el doctor te daba si estuvieras
sintiéndote... bueno... radiante. Por ende, los policías revisarían este cuarto completamente,
buscando otro tipo de drogas y cuando levantaran el cuadro, separándolo de la pared, el
cuaderno caería en la alfombra verde. Las cosas en él parecerían aún más malas, aún más
dementes, debido al reparo que había puesto para esconderlo.
Y ellos leerían la última anotación como una nota de suicidio, simplemente porque era la
última. No importaba donde dejara el libro, eso pasaría. Tan seguro como que la mierda se
pega al culo de América, como algún poeta de autopista del Este de Texas había escrito alguna
vez.
"Si ellos lo encuentran" dijo, y la respuesta simplemente le llegó.
La nieve había espesado, el viento soplaba aún más fuerte, y las brillantes luces al otro lado
del campo habían desaparecido. Alfie estaba de pie al lado de su automóvil cubierto de nieve al
borde del parque de estacionamiento, con su sobretodo ondulando delante de él. En la granja,
todos estarían ahora mirando la TV. La jodida familia entera. Asumiendo que la antena satelital
no se había volado del tejado del granero, eso era. Allá en casa, su esposa e hija debían de
estar llegando a casa, volviendo del juego de básquetbol de Carlene. Maura y Carlene vivían en
un mundo que tenía poco que ver con las interestatales o con cajas de comida rápida volando
bajo las intersecciones y el sonido de 'semis' pasándote a setenta y ochenta e incluso noventa
millas por hora, como una suerte de efecto Doppler. Él no estaba quejándose de eso (o
esperaba no hacerlo); estaba señalándolo simplemente. "Nadie aquí aún cuando lo haya"
alguien en Chalk Level, Missouri, había escrito en una pared del cagadero, y algunas veces, en
aquellos baños de las áreas de descanso había sangre, principalmente sólo un poco, pero una
vez, él había visto una mugrienta cubeta, bajo un arañado espejo de acero, medio llena con
ella. ¿Lo habría notado alguien? ¿Alguien reportaba semejantes cosas?
En algunas áreas de descanso, el informe del tiempo caía constantemente desde los parlantes
sobre las cabezas, y a Alfie la voz que lo daba le sonaba embrujada, la voz de un fantasma
atravesando las cuerdas vocales de un cadáver. En Candy, Kansas, en la Ruta 283, en el
Condado Ness, alguien había escrito, "Mira, yo estoy de pie en la puerta y golpeo", a lo que
alguien más había agregado "Si tu no eres de la Pudlishers Cleering House vete de aquí chico
malo."
Alfie estaba de pie al borde del pavimento, jadeando un poco, ya que el aire estaba muy frío y
lleno de nieve. En su mano izquierda sostenía el cuaderno de espiral, doblado casi en dos. No
había ninguna necesidad de destruirlo, después de todo.
Simplemente lo tiraría en el campo Este del Granjero John, aquí en el lado oeste de Lincoln. El
viento lo ayudaría. El cuaderno saldría volando por el aire a unos veinte pies, y el viento aún
podría hacerlo dar volteretas, alejándolo más, antes de que finalmente fuese atraído contra un
lado del surco, y fuese cubierto. Quedaría enterrado allí todo el invierno, mucho después de
que su cuerpo hubiese sido enviado a casa. Para la primavera, el Granjero John saldría por
éste camino en su tractor, la cabina llena de la música de Patty Loveless, o George Jones, o
incluso Clint Black quizás, y araría el cuaderno de espiral sin verlo, y éste desaparecería en el
esquema de las cosas. Siempre suponiendo que había uno. "Relájate, es tan solo el ciclo del
desagüe” alguien lo había escrito al lado de un teléfono público en la I-35, no muy lejos de
Cameron, Missouri.
Alfie echó el libro hacia atrás, para arrojarlo, entonces, bajó el brazo. Odiaba dejarlo ir, ésa era
la verdad. Ésa era el punto final sobre el que siempre hablaba todo el mundo. Pero las cosas
estaban mal, ahora. Levantó otra vez el brazo, y entonces, lo bajó de nuevo. En su dolor e
indecisión empezó a llorar sin ser consciente de ello. El viento se resopló a su alrededor,
camino a dondequiera que fuese. No podría seguir viviendo de la manera en que había estado
viviendo, lo sabía demasiado bien. Ni un día más.
Y un tiro en la boca sería más fácil que cualquier cambio de vida, sabía eso, también. Mucho
más fácil que esforzarse en escribir un libro que pocas personas pudiesen leer (si es que había
alguna). Levantó el brazo de nuevo, llevó la mano con el cuaderno hacia atrás, a su oreja,
como un lanzador que se prepara para tirar una bola rápida, entonces, se quedó parado de esa
manera. Se le había ocurrido una idea. Contaría hasta sesenta. Si las brillantes luces de la
granja reaparecían en cualquier momento durante ese conteo, él intentaría escribir el libro.
Para escribir un libro así, pensó, tendrías que empezar hablando sobre cómo medir distancias
en cuentakilómetros de color verde, y del propio grosor de la tierra, y cómo sonaba el viento
cuando salías de tu automóvil en una de aquellas áreas de descanso en Oklahoma o Dakota
del Norte. De cómo éste sonaba casi como palabras. Tendrías que explicar el silencio, y cómo
los baños siempre olían a orina y a los grandes pedos vacíos de viajeros ausente, y de cómo
en ese silencio, las voces en las paredes empezaban a hablar. Las voces de aquellos que
habían escrito y luego se habían marchado. La narración dolería, pero si el viento amainaba y
las brillantes luces de la granja regresaban, él lo haría, de todas formas.
Si no lo hacían, él arrojaría el cuaderno al campo, volvería al cuarto 190 (siguiendo justo a la
izquierda de la máquina de golosinas), y se dispararía, tal como lo había planeado.
De un modo o de otro.
De un modo o de otro.
Alfie estaba de pie allí, contando hasta sesenta dentro de su cabeza, esperando ver si el viento
amainaba.
Me gusta conducir, y soy particularmente adicto a esas largas carreteras
interestatales, donde no ves más que praderas a cada lado y los bloques grises
de hormigón de un área de descanso cada cuarenta millas más o menos. Los
baños del área de descanso siempre están llenos de graffitis, algunos de ellos
sumamente raros. Yo empecé a coleccionar estos mensajes desde ninguna
parte, guardándolos en un cuaderno de bolsillo, bajando otros de Internet (hay
dos o tres sitios web dedicados a ellos), y finalmente encontrando la historia a
la que pertenecían.
Ésta es. No sé si es buena o no, pero me preocupe mucho por el solitario
hombre que la protagoniza y realmente espero que las cosas resultaran bien
para él. En el primer proyecto lo hacían, pero Bill Buford de The New York
Times sugirió un final más ambiguo. Él probablemente tenía razón, pero todos
nosotros podemos rezar una oración por los Alfie Zimmers del mundo.

martes, 19 de octubre de 2010

O-U-I-J-A -- Sergio Mars





O-U-I-J-ASergio Mars


 Tras una ventana, bañados por la luz escarlata que anuncia la proximidad del ocaso, cuatro amigos aguardaban el momento en que el astro rey dejara de posar su vigilante mirada sobre el mundo. La espera no se haría mucho más larga. Las lejanas montañas, cual gigantesco párpado, ya habían comenzado a ocultar el ardiente disco. Poco a poco, en su imparable rotación, la Tierra iba dándole la espalda a la fuente de toda vida.
—Ya casi —susurró uno de ellos.
—¡Silencio! —ordenó entre dientes otro.
Finalmente el sol quedó reducido a un único punto, que lanzó un desesperado rayo tratando de resistirse al avance de la noche. El punto desapareció y sólo un menguante fulgor podía ya atestiguar que alguna vez una estrella había reinado sobre todo el cielo.
—Comencemos —volvió a ordenar la voz autoritaria.
Con manos temblorosas, otra de las imprecisas figuras abrió lo que parecía ser una cajita y extrajo un palillo que procedió a raspar contra uno de los lados de la caja. Tal era su nerviosismo que, en vez de lograr que el fósforo prendiera, únicamente consiguió desmenuzar la cabeza contra la rugosa superficie. Se escuchó una risita.
—¡No es tan fácil como creéis estando a oscuras! Deberíamos utilizar un encendedor —se defendió el frustrado iluminador.
—Debe hacerse así —dictaminó de nuevo la misma voz de antes—. ¡Oh, cállate ya, Amparo! —dijo luego, dirigiéndose hacia donde proseguía la risita nerviosa.
Al segundo intento la cerilla prendió y una trémula luz esparció tétricas sombras por la estancia. Con sumo cuidado acercó la llama a una de las siete velas negras que se distribuían alrededor del centro de la mesa formando un círculo y la encendió. Cuando se disponía a hacer lo propio con la siguiente una mano lo detuvo y habló la cuarta persona.
—Una cerilla por vela.
—Cristina tiene razón. La esencia de los cirios no debe fusionarse más que en el humo por encima de la tabla. Está claramente especificado en el libro —corroboró el que parecía haber asumido el papel de líder.
—¡Gastaremos innecesariamente cerillas! —se quejó el aleccionado.
—Venga ya, Sebas, haz lo que te dicen —le animó Amparo desde el otro extremo de la mesa.
Con un encogimiento de hombros, Sebastián agitó el fósforo que tenía en la mano hasta extinguirlo y procedió a encender una a una el resto de las velas. Finalmente las siete se encontraron coronadas por una flamígera cabellera y una luz ancestral reconquistó el feudo que la electricidad le había arrebatado.
—¿Y ahora qué? —preguntó Sebastián con la cajetilla aún en las manos.
—Ahora siéntate en tu sitio —le indicó Cristina que, tan pronto fue obedecida, dijo al otro chico, que se sentaba a su derecha:
—Empecemos de una vez, Luis.
—Sí.
Luis extrajo un libro de uno de los bolsillos de su cazadora, colgada en el respaldo de su silla, y lo abrió sobre la mesa. Se trataba de un libro barato, con las tapas de plástico y una encuadernación que ya había empezado a dejar escapar hojas. Aproximadamente cada veinte páginas el feo sello de la biblioteca municipal mancillaba lo que en un tiempo fuera tersa superficie del papel. Ayudándose de unos clips estratégicamente colocados para marcar las páginas relevantes Luis se dispuso a leer con voz profunda.
—"Henos aquí cuando los tenebrosos dedos de las Tinieblas se extienden por el mundo prestos a encerrarnos en el puño de la noche. Nosotros, que hemos renunciado al poder protector del sol, nos declaramos hijos de la oscuridad y nos encomendamos a su servicio" —en este punto se detuvo unos momentos y, alzando la vista, sonrió a los demás—. "En estas horas sombrías en que los planos de existencia se aproximan tenderemos un puente entre este mundo y el siguiente, entre nuestra existencia y la siguiente, entre nuestra vida y la siguiente."
—Acojonante, ¿verdad? No podíamos creérnoslo cuando encontramos el libro en la sección de cuentos —susurró Sebastián al oído de Amparo.
—¿Queréis callaros? —siseó Cristina, que no perdía sílaba de la lectura.
Con una mueca de disgusto dirigida a los causantes de la interrupción, Luis prosiguió:
—"Los cirios delimitan la puerta. La tabla es la puerta. El medallón es la llave que abrirá el camino hacia otros planos de realidad. Nos arrogamos el papel de Señores para accionar la llave y abrir la puerta. Nos investimos del poder de los elementos, de la mística de los puntos cardinales, de la furia de los titanes que reinaron antes que los dioses que reinaron antes que el hombre. Así doblegaremos las fuerzas de la razón y nos enfrentaremos sin miedo a los horrores que habitan al otro lado. Esto declaramos nosotros, los Dwulab Danjiri, Aquellos que Tienen Poder Sobre los Universos."
Tras una breve pausa en que todos, inconscientemente, mantuvieron el aliento Luis indicó:
—Ahora debemos cogernos de las manos.
Así lo hicieron, y quizás sus sonrisas eran un poco más amplias que de costumbre y tal vez la dilatación de sus pupilas se debiera a algo más que la escasez de luz. Luis notó en sus manos las sudorosas manos de las dos chicas. Como una corriente eléctrica pareció traspasarle mientras captaba la tensión transmitida de piel a piel. Le excitó comprender que ellas posiblemente estarían sintiendo lo mismo. Miró hacia el frente y se encontró con los ojos de Sebastián, que parecían desafiarle a tacharle nuevamente de iluso. ¡Estaba funcionando! Su sonrisa se hizo un poco menos forzada pero, al mismo tiempo, más ávida. Bajó la vista y continuó leyendo:
—"Invocamos ahora a un Centinela. Exigimos su presencia. Aunque tenga que ser arrancado de las garras de la muerte. Aunque la muerte sea preferible a la agonía de servirnos. Aunque pongamos en peligro nuestra existencia espiritual por el simple motivo de pensar en Él. Ojalá el Centinela sea benévolo o sus poderes demasiado débiles para dañarnos pues nuestra condena sería eterna y nuestro sufrimiento inimaginable."
En este punto tuvo que pararse para humedecerse los labios con la punta de la lengua. Notaba los músculos de sus brazos tirantes y el sudor resbalando por sus sienes. Notó como la mano de Cristina temblaba en la suya y alzó la vista hacia ella. Sonreía, pero sus ojos brillaban febrilmente y su respiración era apresurada. Luis le devolvió la sonrisa turbado, inquiriéndose si su propia faz mostraría tal grado de ansiedad. Tragó saliva y prosiguió:
—"Oh tú, Set, señor de las sombras, Plutón, Kali, Lucifer, Baal, préstanos tu esclavo para abrirnos el camino. Oh tú, Isis, protectora de la humanidad, Minerva, Siva, Astarté, Artemisa, concédenos tu sirviente para protegernos de todo mal. Lo que tenga que ocurrir ocurrirá. Nuestra suerte está en manos del destino. Lo que los hados hayan decretado acontecerá y nada podrá ya evitarlo. Concentrémonos ahora en recibir la revelación porque quizás sea lo último que volvamos a hacer por propia voluntad por toda la eternidad."
El silencio descendió sobre ellos con tal intensidad que podían oír como la cera fundida resbalaba por la superficie de los cirios, acicateada por el calor de las llamas. Observaron como hipnotizados el modo en que huían las viscosas gotas del fuego que las había creado. El modo en que iban tornándose más y más rígidas a medida que descendían, hasta quedar congeladas en filigranas de bulboso azabache. La invocación había resultado ser más impactante de lo que los dos chicos habían creído posible mientras la leían entre chanzas en un iluminado rincón de la moderna biblioteca. La oscuridad, las velas, la tabla ouija entre ellas, todo se conjuraba para dotarla de un marco mucho más aterrador.
Amparo, que se había reído de la ocurrencia al serle propuesta unas horas antes, estaba ahora inauditamente circunspecta, notando como su corazón martilleaba en su pecho, tratando de autoconvencerse de que era debido a la emoción. Frente a ella Cristina, que era la única que se lo había tomado en serio desde el principio, aguardaba expectante el momento de comenzar verdaderamente la sesión. Sebastián, por su parte, se maravillaba de que un texto ridículo, que ya había leído cinco veces, tuviera el poder de intranquilizarlo de tal manera. Así, cada uno sintiendo la tensión de los demás, iban acumulando ansiedad, su nerviosismo catalizado por las manos de sus compañeros en las propias.
—Deberíamos empezar ya —dijo Sebastián con un hilo de voz.
Los demás asintieron aunque sólo Cristina encontró fuerzas para exhalar un entrecortado sí. Pese a la unánime aquiescencia hubo de pasar todavía un rato antes de que los cuatro se soltaran de las manos con dificultad, como si su posición normal fuera la de asirse mutuamente. De hecho, por un momento, les pareció una acción tan impensable como separarlas de sus muñecas e igualmente factible. Aún transcurrieron unos instantes más durante los cuales cuatro pares de ojos se fijaron obsesivamente en el medallón situado sobre la tabla, en su mismo centro. El extraño abalorio parecía poseer más dimensiones de las tres usuales y a todos les pareció como si temblara y se volviera irreal por momentos. Pese a esta impresión cuando posaron los dedos de sus manos sobre él, tímidamente al principio, lo notaron sólido, aunque extrañamente frío contra sus calenturientas yemas.
—¿Qué debería ocurrir? —preguntó al cabo de unos instantes Cristina.
—Se supone que ahora el medallón se moverá deletreando las respuestas —le contestó Luis.
—¿Qué respuestas si aún no hemos formulado ninguna pregunta? —fue la replica.
Entonces, súbitamente, la metálica joya comenzó a desplazarse sobre la superficie pulida de la madera. El roce entre ambos materiales llenó la habitación de un ominoso sonido, monótono pero, al mismo tiempo, rico en matices insospechados, como poseedor de una cadencia propia alejada de la percepción y la experiencia humana. El tiempo pareció detenerse mientras el medallón trazaba su errático camino hacia la primera letra.
—Be —comunicó innecesariamente a los demás Cristina.
—¡Se mueve! ¡Se mueve! —gritó fascinada Amparo con una ligera nota histérica en su voz.
—U —prosiguió declamando imperturbablemente Cristina.
Trazaron entonces las convergentes manos un extraño giro que las devolvió al punto de partida.
—¿U? —manifestó Cristina mientras entornaba los ojos con un asomo de enojo en su expresión.
El medallón trazó un nuevo tirabuzón y fue a detenerse otra vez sobre la misma vocal. Cristina alzó exasperada la vista y miró ceñuda a los dos chicos. Amparo, apercibiéndose de su gesto dudó un momento entre el alivio y el despecho y, finalmente decidida, retiró la mano derecha de su lugar sobre el medallón y propinó una fuerte palmada en el hombro a Luis.
—¡Eh, que no ha sido idea mía!
Efectivamente, al otro lado de la mesa Sebastián contenía a duras penas la risa. Ni corta ni perezosa, Amparo se revolvió contra él y descargó un puñetazo contra su brazo.
—Lo.. lo siento —se disculpó entre estertores de hilaridad—. ¡Pero tendrías que haber visto tu cara...! —y prorrumpió en carcajadas haciendo temblar el medallón sobre la tabla ouija.
Amparo, roja de indignación, estaba apunto de levantarse cuando Cristina preguntó:
—¿Estás ahí?
El temblor de la joya dejó de ser aleatorio y cobró súbitamente propósito dirigiéndose raudamente y sin titubeos hacía la S. Tomados por sorpresa Sebastián y Amparo apenas podían creer lo que estaba sucediendo. El primero dejó de reír y observó a través de la bruma de sus lágrimas el milagro, con la luz de las velas fragmentada en rutilantes chispas bañándolo todo. En cuanto a Amparo apenas si tuvo tiempo de volver a situar su mano derecha junto a las otras. Y no fue hasta después de haberlo hecho que comprendió que se había adelantado al movimiento del medallón, como si inconscientemente hubiera sabido que iba a detenerse sobre la I.
—¡Funciona! —exclamó deleitada Cristina.
Los demás únicamente pudieron asentir.
—¿Qué hacemos ahora? —inquirió Amparo.
El extraño movimiento volvió a hacerse patente. PREGUNTA, deletreó.
—Esto no puede estar ocurriendo de verdad —dictaminó Sebastián con los ojos abiertos como platos.
—Rápido, pensad en una pregunta adecuada —urgió Luis.
—¿He aprobado el examen de ayer? —inquirió Amparo acercando sus labios al medallón como si tratara de hacerse oír mejor.
Ningún movimiento se hizo patente.
—¿Sólo se te ocurre esa bobada? ¿Nos encontramos en el umbral mismo de las más asombrosas revelaciones y sólo piensas en unas notas que obtendrás de todos modos dentro de pocos días? —le amonestó Cristina—. Debemos pensar bien nuestras preguntas. No sabemos qué reglas rigen el mundo más allá de la tabla.
—¿Existe la vida tras la muerte? —preguntó con expresión de total concentración Luis.
SINO fue la respuesta.
—¿Sino? —se extrañó Sebastián—. ¿Qué cojones quiere decir con ‘sino’?
—Podría estar predeterminado para cada uno —aventuró Amparo—. Ya sabéis, destino.
—No creo que la contestación sea tan enrevesada —se opuso Luis.
—Podrían ser dos palabras. A lo mejor trata de decirnos ‘sí y no’ —conjeturó Cristina.
—Lo cual no resuelve mucho la cuestión —refunfuñó Amparo.
—Haced el favor de formular preguntas más concretas —ordenó Sebastián.
—¡Más concretas aún! ¿Te parece poco concreto si existe vida tras la muerte? ¿Si tan listo te crees por qué no preguntas tú? —le repuso airado Luis.
Sebastián miró a derecha e izquierda con actitud nerviosa antes de fijar su mirada sobre el medallón. Pareció que iba a formular una pregunta pero se lo pensó mejor y guardó todavía unos instantes de silencio antes de indagar:
—¿Quién es tu amo?
El sonido de roce fue ahora mucho más intenso, como si la contestación precisara de mayor énfasis. YO, indicó.
—Impresionantemente concreto —se burló Luis.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Amparo, que había palidecido considerablemente—. ¡No es un Centinela, es un Señor!
—Yo creo más bien que alguien vuelve a tratar de burlarse del resto —dijo Cristina, lanzando una mirada suspicaz a los dos chicos.
—Te juro que yo no tengo nada que ver —le aseguró Luis al sentirse acusado.
Después miró hacia su mano derecha, que había intentado alzar para dar fuerza a su alegato, sólo para constatar que tenía los músculos demasiado agarrotados como para obedecerle. Con una mueca de desconcierto comenzó a flexionar lentamente los dedos de la mano con tal de recuperar la circulación en la zona.
—Vamos, vamos, dejémonos de tonterías y saquemos algo útil de todo esto —dijo Amparo.
—Creo que deberíamos volver al tema propuesto por Luis —votó Cristina.
—¿A qué viene tanta morbosidad? —quiso saber Sebastián—. Dejad a los muertos en paz.
—No me interesan los muertos, sólo la muerte —se defendió Cristina.
—Estoy de acuerdo con Sebas. ¿Podríamos tratar de cualquier otro tema? Por favor —suplicó Amparo.
—No, aún no hemos concretado bastante —dijo Luis con rencor—. Adelante, Cristina, pregunta.
La aludida cerró los ojos unos momentos, concentrándose, y luego preguntó con una sonrisa en los labios:
—¿Es cierto lo del túnel con la luz blanca al fondo?
DEPENDE, fue la respuesta marcada por el movimiento del medallón. La joya parecía cobrar precisión con cada nueva pregunta, desplazándose entre las letras raudamente, siguiendo la trayectoria más corta.
—Ya estamos otra vez —dijo con un mohín de disgusto Amparo.
—Vamos a abandonar ya este tema. ¿De acuerdo? —propuso con marcado nerviosismo Sebastián al tiempo que comenzaba a temblar ligeramente.
—No, no podemos abandonar, aún no hemos recibido una repuesta satisfactoria —le respondió Luis esbozando una mueca feroz—. Sigue preguntando.
Cristina se apresuró a complacerlo.
—¿Qué significa la luz?
El medallón se movió de la E a la P y de esta a la O y así hasta completar la palabra PORTAL. Ya no se deslizaba suavemente sobre la superficie de la tabla sino que iba trazando a su paso estrías cada vez más profundas, dejando la superficie de la madera surcada de arañazos. Quienquiera que lo moviera estaba empleando una gran fuerza.
—¿Un portal a dónde? ¿A la otra vida? —inquirió Amparo embelesada.
El medallón se desplazó, levantando virutas a su paso, para contestar. SI.
—¡Ya basta! ¿Me oís? ¡Ya basta! —ordenó Sebastián sin poder apartar sus manos de encima del medallón.
—Aún no. Quiero saber qué ha querido decir con eso de ‘depende’ —dijo Cristina—. ¿Quiénes no ven la luz?
En esta ocasión el sonido de rozamiento fue acompañado por un entrecortado gemido producido por Sebastián. Indiferente a este hecho, el medallón marcó inflexiblemente su respuesta: ASESINOS.
—¡No os atreváis a hacerlo! ¡Esta broma está llegando demasiado lejos! —profirió Sebastián mientras un hilo de baba le bajaba por la comisura de la boca.
Amparo, asustada, se dirigió hacia Luis y Cristina y les dijo:
—Paremos ya. ¿No veis lo alterado que está?
Súbitamente, el medallón comenzó a moverse de nuevo a una velocidad vertiginosa, agitando violentamente los brazos de los cuatro jóvenes. Amparo gritó cuando golpeó con su brazo izquierdo una de las velas, que salió despedida salpicando de cera fundida a Sebastián, quien apenas se apercibió de este hecho. El chico estaba más allá de cualquier sensación física, contemplando con creciente horror como iba siendo deletreada la palabra que temía. En esta ocasión no hubo la menor pausa entre cada letra pero, aún así, nadie tuvo dificultades para comprenderla: SUICIDAS.
—¿Por qué me hacéis esto? ¿Por qué? —gritó Sebastián desesperado, rompiendo a llorar.
Ajeno a cualquier pensamiento compasivo, el medallón prosiguió inexorablemente su camino. HOLAHIJO. Y tras una pausa. VENCONPAPA.
—¡Hijos de puta! —exclamó Sebastián al tiempo que propinaba un violento empujón a la mesa, tumbándola y esparciendo las velas por toda la habitación.
—¡Tranquilízate, Sebastián! ¡No pretendíamos esto! —le aseguró Cristina.
Sebastián se irguió con una mirada enloquecida. Frente a él Luis pugnaba por apartar la mesa de encima suyo y Amparo gritaba y sollozaba mientras se aferraba, con los puños crispados, al borde de su asiento.
Sin saber cómo actuar, Cristina alzó una mano tranquilizadora hacia Sebastián, mientras buscaba las palabras adecuadas para calmarlo. Únicamente pudo entreabrir los labios sin llegar a proferir ningún sonido, ya que Sebastián se abalanzó sobre ella enarbolando el medallón que había mantenido asido en sus manos.
—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate de una vez! ¡Ya basta de meteros con mi padre! ¡Callaos! ¡Callaos...!
Y con cada palabra el medallón descendía sobre la cabeza de Cristina con una fuerza nacida en la desesperación y la locura. Posiblemente el primer golpe acabó ya con su vida pero, con posterioridad, el forense halló imposible determinar dónde había sido propinado ese primer golpe. La cabeza de la chica quedó pronto reducida a una masa informe de sangre y materia cefálica que se derramaba entre los pegajosos mechones de un pelo que había sido rubio y ya parecía negro a la luz rojiza de las desparramadas velas. Esquirlas de hueso asomaban sólo para ser machacadas de nuevo con un frenesí animal. Mudo de espanto, Luis trataba de ponerse en pie procurando no verse salpicado por la sangre de su amiga. Todavía en su silla, Amparo constituía el contrapunto ruidoso a su mutismo.
Finalmente Sebastián paró de golpear a Cristina, dejando el medallón profundamente incrustado en su cerebro, y se volvió hacia Luis. Entonces sí que gritó. Gritó como no lo había hecho desde su infancia. Como no lo hacia desde que sabía que los monstruos sólo habitaban en su imaginación. Gritó por todos aquellos años de ingenuidad mientras retrocedía a ciegas hasta la pared y se ponía en pie.
Profiriendo un alarido, Sebastián se lanzó hacia su amigo con las manos extendidas frente a él formando dos cepos que buscaban su garganta. Con un brusco movimiento, Luis las esquivó lanzándose hacia su derecha. Movido por la inercia, Sebastián golpeó la pared. Un espeluznante crujido se hizo audible por encima de los gritos al tiempo que varios huesos se partían por múltiples lugares, convirtiendo las manos de Sebastián en amasijos informes de los que colgaban inútiles jirones de carne y sangre. Pese al terrible dolor que debería estar sintiendo no se detuvo sino que, girando en redondo, se enfrentó de nuevo a Luis.
Más allá del pánico, Luis reaccionaba ya por puro instinto. Agitó sus brazos buscando con qué defenderse y tropezando con las patas de una de las sillas, que asió con la fuerza de la demencia. Cuando Sebastián se cernió sobre él la volteó, estrellándola contra sus costillas y rompiéndole no menos de tres, al tiempo que destrozaba también la silla. Lo que no había logrado la primera lesión sí lo logró ésta, y Sebastián se detuvo tambaleante. Abrió la boca y dejó escapar un espumarajo sanguinolento que le informó a Luis que una de las costillas quebradas había perforado un pulmón.
La escena pareció petrificarse durante unos instantes mientras los ojos de Sebastián parecían nublarse, reclamados por la inconsciencia. Sólo la sangre y la cera, goteando espesas desde la cabeza destrozada de Cristina, y las múltiples heridas de Sebastián por una parte y los tendidos cirios por otra, parecían conservar cierta animación.
La paz fue efímera. Recobrando el sentido, si no la lucidez, Sebastián se impulsó hacia Luis, que gimoteaba aferrado todavía a los restos de la astillada silla. Un muñón sangriento se estampó contra su mejilla y luego otro. Las esquirlas de hueso, que eran todo lo que quedaba de los dedos, rasgaron sus mejillas causándole profundos cortes. Ciego por la sangre, las lágrimas y el dolor, Luis golpeó con sus manos que aún sujetaban, cual estacas, los fragmentos de su anterior arma. No hubo nuevos golpes que laceraran aún más su piel, pero notó como por entre sus manos fluía un líquido caliente en cantidad tal que no dejaba lugar a la especulación.
Poco a poco el mundo volvió a rodearle. Los gritos de Amparo, que creía extinguidos, volvieron a estimular sus oídos y sus ojos comenzaron a perfilar las sombras de la habitación, iluminada ahora por las dos únicas velas que seguían encendidas. Una gran urgencia descendió sobre Luis y empujó compulsivamente el cuerpo de Sebastián, que había quedado tendido sobre él. Por unos instantes espantosos creyó que el muerto trataba todavía de aferrarse a él y arrastrarlo a su destino, pero descubrió que la estaca homicida se había enganchado en su camisa. Con un último esfuerzo apartó de sí el cadáver, desgarrándose la camisa, y se puso en pie.
Como en un sueño, fue tomando conciencia de lo acontecido. Tratando de postergar lo inevitable se fijó en Cristina, que yacía casi en medio de la estancia en un charco de su propia sangre. Después, muy lentamente, buscó con la vista los despojos de Sebastián. Se horrorizaba ante lo que iba descubriendo, pero no podía simplemente mirar hacia otro lado. Los ojos sin vida de su amigo reclamaban toda su atención. Comenzó a respirar entrecortadamente.
Casi agradeció la distracción que le permitió escapar a la contemplación del cadáver. Casi, ya que, aún antes de confirmarlo con sus ojos, supo de dónde procedía la humedad que corría por sus perneras. Sus manos, teñidas de negro en la semioscuridad de la habitación, colgaban inanimadas a ambos lados de su cuerpo. Sintió la necesidad imperiosa de justificarse, de confesar, necesitaba un recipiente donde volcar su culpa y lo encontró.
Alzando ligeramente los brazos, con las palmas hacia arriba, delimitadas por los curvados dedos, se dirigió hacia Amparo. Trató de hablar pero lo único que logró fue gorgotear incoherentemente. La chica, en el cénit de su terror, incrementó si cabe la potencia de sus alaridos y comenzó a manotear intentando alejar de sí a Luis. Ajeno a nada que no fuera su propio sufrimiento interior, el chico continuó avanzando y posó una de sus manos en el hombro de Amparo, derramando oscuros chorretones por su impoluta camiseta.
Habiendo alcanzado el límite de su resistencia, la chica se levantó como impulsada por un resorte y trató de alejarse, con tan mala fortuna que sus pies se enredaron con las patas de su silla y perdió el equilibrio. Sabiendo anticipadamente lo que iba a ocurrir, Luis sólo pudo asistir horrorizado a la caída de Amparo. Como si fuera a cámara lenta vio como su cabeza se dirigía inexorablemente hacía el canto de la rinconera de mármol que adornaba una de las esquinas. Observó con diáfana claridad como la coronilla se hundía a instancias del salvaje golpe y el cuello se torcía hasta más allá de lo permitido por las articulaciones. Supo, sin el menor asomo de duda, que Amparo había muerto incluso antes de quedar tendida en el suelo, inmóvil y con los ojos observando un horizonte que ya no estaba en este mundo.
Luis cayó de rodillas entre los cuerpos inanimados de sus amigos. Sin más lágrimas que derramar, se limitó a permanecer emitiendo un grito silencioso que, de hacerse audible, desgarraría la misma esencia de la realidad. Se llevó las manos al rostro, aspiró el fuerte aroma de la sangre y degustó el sabor de la matanza. Su mente se reveló contra su torturada memoria y se forzó a olvidar todo lo sucedido. Lo consiguió, pero entonces sus ojos redescubrieron el cadáver de Amparo. Volvió a conseguirlo sólo para encontrarse a sí mismo contemplando el cráneo destrozado de Cristina. Lo logró en un último y desesperado intento por conservar la cordura, pero la tentativa se vio frustrada por la visión del lacerado cuerpo de Sebastián. Así que Luis tuvo que enfrentarse a la verdad desnuda, sin poder mitigar su impacto mediante engaños o fantasías. Y la verdad era una fuerza arrolladora que barría todo pensamiento racional a su paso.
Entre los escombros de su razón quedó una única idea. Debía borrar toda huella de lo acontecido. Si lograba hacer desaparecer los efectos sería como si la causa jamás hubiera existido. Indeciso, exploró toda la habitación tratando de decidir por dónde empezar. Consideró inicialmente volver a poner los muebles en su sitio, pero en lo más profundo de su ser sabía que su disposición no era más que un detalle accesorio. Lo que realmente proclamaba su culpabilidad eran los cuerpos sin vida de sus compañeros.
Incapaz de enfrentarse al mudo reproche que le lanzaban los otros dos, centró su atención en los restos de Cristina. Con movimientos torpes e imprecisos se dirigió hacia donde su amiga había quedado tendida en una posición grotesca. A punto estuvo de caer cuando resbaló en un charco de sangre, pero pudo mantenerse erguido hasta encontrarse a pocos centímetros de su destino. En ese momento le fallaron las piernas y cayó de rodillas. Gimió, manteniendo las manos en su regazo, frotándoselas insistentemente mientras lágrimas enrojecidas las bañaban.
Llegó por fin al punto en que el impulso que había tomado posesión de él se hizo irresistible y alargó una mano temblorosa hacia el medallón enterrado en su nicho orgánico. Probó a retirarlo, pero su superficie estaba resbaladiza y no podía ejercer una presa adecuada con una sola mano. Cerrando los ojos y apartando la cabeza tanto como pudo, utilizó ambas manos para lograr su propósito. No bien hubo extraído el objeto homicida del interior de la herida por él causada notó como comenzaba a desprender calor, un calor que pronto se convirtió en insoportable. Soltó el medallón con un grito, inspeccionándose las manos, buscando las ampollas que debía haberle ocasionado, pero la ensangrentada superficie de sus dedos no mostraba el menor signo de quemazón.
Abandonó toda vacilación, con un único pensamiento dominándole por completo, y se lanzó frenéticamente a la tarea de reconstruir el cráneo de Cristina. Recogió del suelo todos los fragmentos de hueso que pudo localizar y procedió de igual forma con los cúmulos de masa encefálica que se habían ido acumulando alrededor de la cabeza. Cuando no pudo encontrar más material con que rellenar la terrible herida, empezó a rellenarla con sangre que recogía del suelo con ambas manos formando un cuenco. Luis veía como su acción no comportaba ninguna diferencia en el estado general del cadáver, pero había perdido la capacidad de actuar por propia voluntad.
¿Cuánto tiempo duró aquel delirio? Imposible saberlo. Hubiera podido continuar su fútil labor hasta que los restos de Cristina se descompusieran entre sus dedos y no quedara de ellos más que polvo. Hubiera seguido amontonando dicho polvo en su infructuosa lucha contra el paso inexorable del tiempo, pero un sonido vino a turbar la quietud de su santuario de horror. Alarmados por los golpes y los gritos, los vecinos se habían decidido a investigar lo que ocurría en aquel piso. Animados por el restablecimiento de la quietud, se habían agrupado frente a la puerta y llamaban suavemente mientras inquirían por lo acontecido.
Los tenues golpes en la madera hicieron que Luis cobrara plena conciencia del universo que se extendía más allá de las cuatro paredes de la sala. Abrumado, cayó de costado situándose en posición fetal, con un pulgar en la boca. Temblaba. Los golpes en la puerta se hicieron más vigorosos, más insistentes. Cuando comenzó a sonar el timbre estrepitosamente, Luis salió de su letargo y, ante la imposibilidad de ocultar su pecado, buscó desesperado una vía de escape. Sus ojos se detuvieron sobre la ventana y la solución se le hizo evidente. Huiría sí, pero no sólo de las acusadoras voces de los demás sino incluso del clamoroso chillido de su propia conciencia. Se dirigió tambaleándose hacia su liberación.
Un tercer piso. Debería ser suficiente. Miró por última vez hacia el exterior, a través de un cristal que le había visto crecer, que le había protegido del viento y de la lluvia, que no podría protegerlo de sí mismo. Tomó impulso y se lanzó al vacío, de cabeza, dispuesto a acabar con su sufrimiento. En el último instante su instinto se sobrepuso y agitó los brazos frenéticamente tratando de frenar su caída pero ya era tarde. Lo último que vio fue una franja del paso cebra creciendo desde una minúscula línea hasta ocupar todo su mundo y luego, oscuridad.
Su consciencia hizo un último esfuerzo por no perder el contacto con el mundo. Ya no sentía el dolor. Tampoco veía nada e igualmente le habían abandonado los sentidos del gusto y del olfato. Únicamente su oído seguía transmitiendo información a su agonizante cerebro: los gritos y pasos apresurados de los escasos transeúntes, una televisión en alguna parte, unas sirenas que parecían ir aumentando poco a poco su fuerza, pero, por encima de todo, un sonido tenue pero potente, un sonido inverosímil, un sonido que no debería estar produciéndose. En algún punto, por encima de su desmadejada figura, se escuchaba un roce de metal sobre madera. Subiendo y bajando de intensidad, subiendo y bajando, como siguiendo el entrecortado ritmo de una salvaje carcajada.

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