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domingo, 22 de marzo de 2009

INFERNO -- Larry Niven & Jerry Pournelle


INFERNO
Larry Niven & Jerry Pournelle




***

­Para Dante Alighieri

1

Pensé en lo que era estar muerto.
Recordaba perfectamente todos los detalles de aquella última estupidez, hasta el más mínimo. Cuando terminó yo estaba muerto. Pero, ¿cómo podía pensar en lo que era estar muerto si había muerto?
Cuando se me pasó la histeria me dediqué a pensar en ello. Tenía montones de tiempo para pensar.
Llámenme Allen Carpentier. Es el nombre que usé como escritor, y alguien lo recordará. Era uno de los escritores de ciencia ficción más conocidos del mundo y tenía montones de seguidores. No escribía el tipo de relatos que ganan premios pero resultaban entretenidos y había escrito muchos. Todos los aficionados me conocían. Alguno debería acordarse de mí.
Ellos fueron los que me mataron. Al menos, me dejaron hacerlo. Es un viejo juego. En las convenciones de ciencia ficción los aficionados intentan conseguir que su autor favorito pille una buena borrachera. Después pueden irse a sus casas y dedicarse a explicar que Allen Carpentier pilló una curda de campeonato y que ellos estaban ahí para verlo. Van embelleciendo sus relatos hasta que acaban creando auténticas leyendas sobre cómo se portan los escritores en las convenciones de ciencia ficción. Pero lo hacen con buena intención, para divertirse. La verdad es que me aprecian, y yo les aprecio a ellos.
Eso creo. Pero los premios Hugo se conceden según las votaciones de los aficionados, y para ganar tienes que ser popular. Me han nominado cinco veces a los premios y jamás he ganado ni uno, por lo que ese año me propuse hacer un montón de amistades. En vez de esconderme en un cuartucho con otros escritores me fui a una fiesta de aficionados y me dediqué a beber en una habitación llena de chavales bajitos y feos con la cara llena de granos, tipos altos y serios con todas las pintas de haber estudiado en Harvard, chicas con el pelo largo y grasiento, chicas que no estaban del todo mal vestidas para enseñar que no estaban del todo mal y, para mi gusto, demasiada poca gente que tuviera un mínimo de educación.
¿Recuerdan la fiesta de Guerra y paz? Sí, ésa donde uno de los personajes le apuesta a los demás que es capaz de sentarse en el alféizar de una ventana y beberse toda una botella de ron sin agarrarse a nada... Bueno, pues yo hice la misma apuesta que él.
El hotel donde se celebraba la convención era bastante grande y la habitación se encontraba en el octavo piso. Trepé por el alféizar y me quedé sentado con los pies rozando las piedras de la fachada. La contaminación se había disipado y la ciudad de Los Angeles tenía un aspecto precioso. Incluso con las restricciones de energía había luces por todas partes, ríos de luz que se movían por las autopistas, el resplandor azulado de las piscinas situadas cerca del hotel: toda una parrilla de luces que se extendía hasta donde llegaban mis ojos. También había fuegos artificiales, pero no sé qué estarían celebrando.
Me dieron una botella de ron.
—Eres increíble, Allen —dijo un adolescente de mediana edad. Tenía acné y le olía el aliento, pero editaba una de las revistas de ciencia ficción que tiraban más ejemplares. No habría sabido reconocer una referencia literaria ni aunque le mordiera en la nariz—. Eh, menuda caída...
—Cierto. Hace una noche preciosa, ¿verdad? Ahí está Ar­turo, ¿la ves? La estrella que más se mueve. En los últimos tres mil años se ha desplazado un par de grados. Igual que si estuviera haciendo carreras.
Las últimas y triviales palabras de Allen Carpentier: una conferencia estúpida destinada a gente que no sólo conocía ya lo que les estaba diciendo, sino que lo habían leído en uno de mis relatos. Cogí la botella de ron y eché la cabeza hacia atrás para beber.
Fue igual que beberse ácido de batería ardiendo. No resul­taba nada agradable. Mañana lo lamentaría. Pero los aficiona­dos empezaron a gritar a mi espalda, y eso me hizo sentir bien hasta que me di cuenta del porqué gritaban. Asimov acababa de entrar en la habitación. Asimov escribía artículos científi­cos, relatos, novelas y comentarios sobre la Biblia, Byron y Shakespeare, y producía más material en un año de lo que nadie puede escribir en toda una vida. Yo solía robar datos e ideas de sus artículos. Los aficionados le estaban aclamando a gritos mientras que yo me jugaba el cuello para ofrecerles el mayor espectáculo de todas las convenciones en que Allen Carpentier se había emborrachado.
Sin nadie mirando.
La botella ya estaba medio vacía cuando mis reflejos se activaron, produciéndome una oleada de náuseas que derra­maron una buena cantidad de ron ya engullido en mi nariz y senos nasales. Me doblé hacia adelante para toser y expulsar el líquido de mis pulmones y salí disparado de la ventana.
No creo que nadie me viera caer.
Fue un accidente, un accidente estúpido provocado por el alcohol y, de todas formas, fue culpa de los aficionados. ¡No tenían por qué haberme dejado hacer eso! Y fue un accidente, estoy seguro de ello. No sentía tanta pena hacia mí mismo.
La ciudad seguía estando tachonada de luces. Un cohete estalló derramando puntitos de fuego amarillo y verde que se recortaron contra el cielo estrellado. Mientras caía, pegado al hotel, pude disfrutar de un panorama muy agradable. Y me pareció que tardaba mucho en llegar al suelo.

2

La gran sorpresa era que aún podía sorprenderme. De hecho, que podía sentir alguna emoción, la que fuera. Que existía.
Estaba, pero no estaba. Tenía la impresión de que era capaz de ver pero no había nada que ver, sólo un color uniforme, una especie de bronce metalizado. A veces oía algún que otro ruido, pero no tenían ningún significado. Y cuando miré hacia abajo no pude ver mi cuerpo.
Intenté moverme pero no pasó nada. Sentí como si me hubiera movido. Mis músculos habían enviado las señales de posición adecuadas. Pero no había pasado nada, nada en absoluto.
No podía tocar nada, ni tan siquiera a mí mismo. No podía sentir, ver o percibir nada aparte de mi propia postura corporal. Sabía que estaba sentado, o de pie, o caminando, o hecho un nudo, igual que un contorsionista, pero no sentía nada de nada.
Grité. Pude oír el grito y grité pidiendo ayuda. No obtuve respuesta alguna.
Muerto. Tenía que estar muerto. Pero los muertos no piensan en la muerte. ¿En qué piensan los muertos? Los muertos no piensan. Y yo estaba pensando, pero estaba muerto. Eso me pareció tan gracioso que sufrí un ataque de histeria. Después logré controlarme y volví a darle vueltas a lo mismo, una y otra vez.
Muerto. Esto no se parecía en nada a ninguna de las ense­ñanzas religiosas. Cuando vivía jamás me había dejado conta­giar por las religiones pero no había ninguna que hubiera ad­vertido a sus fieles de algo semejante. Desde luego, no estaba en el Cielo y aquello estaba demasiado vacío para ser el Infierno.
Mira, Carpentier: esto es el Cielo pero tú eres el único que ha conseguido llegar hasta él. ¡Ja!
No podía estar muerto. Entonces, ¿qué me pasaba? ¿Estaría congelado? ¡Congelado! ¡Claro, me han convertido en un carámbano! La convención se celebraba en Los Angeles, allí donde había nacido el movimiento para congelar a los muertos y allí donde tiene más seguidores. Debieron congelarme. Me habían metido en un ataúd de doble pared lleno de nitrógeno líquido y cuando intentaron revivirme algo salió mal. ¿Qué soy ahora? ¿Un cerebro encerrado en una botella, alimentado por tubos de distintos colores? ¿Por qué no intentan hablar conmigo?
¿Por qué no me matan?
Quizá aún tienen alguna esperanza, quizá creen que conse­guirán despertarme. Esperanzas. Quizá aún hay esperanzas, después de todo.
Al principio pensar en equipos de especialistas que trabaja­ban para conseguir que volviera a convertirme en un ser humano me resultó muy halagador. ¡Los aficionados! ¡Se habían dado cuenta de que todo era culpa suya y decidieron pagar los gastos! ¿En qué año me despertaría? ¿Y cómo sería todo? Puede que hasta la definición de humano hubiera cambiado.
¿Habrían conseguido la inmortalidad? ¿La estimulación de los centros cerebrales que controlaban los poderes psíquicos? ¿Habría imperios que abarcasen miles de mundos? ¡Yo había escrito sobre todos esos temas y mis libros seguirían en circu­lación! Sería famoso, yo había escrito sobre...
Había escrito relatos sobre culturas del futuro que robaban carámbanos para conseguir piezas de repuesto que usar en los trasplantes. ¿Sería eso lo que me había sucedido? ¿Habrían despedazado mi cuerpo para utilizarlo como piezas de repues­to? Entonces, ¿por qué seguía estando vivo?
Porque no podían utilizar mi cerebro.
¡Pues que lo tirasen a la basura!
Quizá todavía no eran capaces de utilizarlo.
No sé cuánto tiempo estuve allí. No sentía pasar el tiempo. Grité mucho. Corrí eternamente hacia ninguna parte y sin ningún propósito: no podía quedarme sin aliento y jamás acabé encontrándome con un muro. Escribí novelas, docenas de ellas, dentro de mi cabeza, sin tener ninguna forma de consignarlas por escrito. Reviví aquella última fiesta de la convención un millar de veces. Jugué conmigo mismo. Recordé cada detalle de mi vida, con una sinceridad brutal que jamás había poseído antes; ¿qué otra cosa podía hacer? Y mientras hacía todo eso me aterrorizaba la idea de volverme loco, y luchaba contra ese terror, porque podía acabar haciéndome enloquecer...
Creo que no me volví loco. Pero todo siguió igual, igual, igual, igual, hasta que volví a gritar.
¡Sacadme de aquí! ¡Por favor, alguien, quien sea, sacadme de aquí!
Y no pasó nada, claro está.
¡Desenchufad esto y dejadme morir! ¡Haced que pare! ¡Sacadme de aquí!
Nada.
En, Carpentier. ¿Recuerdas «El escalofrío»? El héroe de tu relato era un carámbano y dejaron que su temperatura bajara demasiado. Su sistema nervioso se había convertido en un superconductor. Nadie sabía que él seguía vivo, con­vertido en un pedazo de hielo sólido pero pensando y chillando dentro de su cabeza sintiendo aquel frío horrible...
¡No! ¡Por el amor de Dios, sacadme de aquí!

Estaba tumbado sobre mi costado izquierdo, en un campo, sintiendo la tierra bajo mi cuerpo, bañado por una cálida luz. Estaba mirándome el ombligo, ¡y podía verlo! Jamás habría podido imaginar que vería algo tan maravilloso. Tenía miedo de moverme; mi ombligo y yo podíamos reventar igual que una burbuja de jabón. Necesité mucho tiempo para reunir el valor necesario y levantar la cabeza.
Pude ver mis manos, mis pies y todo el resto de mi cuerpo. Cuando movía los dedos podía ver cómo se agitaban.
Y estaba entero, intacto. Era como si jamás hubiera caído ocho pisos para acabar convirtiéndome en gelatina.
Vestía una especie de camisón blanco bastante holgado y un poco abierto por el pecho. No me sorprendió demasiado, claro, pero, ¿dónde estaba el hospital? No creía que se dedi­caran a despertar Durmientes en mitad de un prado, ¿verdad?
Y, ¿dónde estaban? No había nadie más visible. Estaba en un campo, con señales de pisadas aquí y allá, y el suelo iba haciendo pendiente hasta convertirse en un barrizal. Alcé la cabeza y él estaba detrás mío. Un hombre gordo, alto pero con la cantidad suficiente de carne y grasa como para que al principio no me fijara en su talla. Tenía un gran mentón cuadrado que asomaba hacia adelante, y ése fue el primer rasgo de su cara en el que me fijé. Tenía los labios gruesos y la frente despejada, y dedos cortos, fuertes y de uñas romas. Llevaba un camisón de hospital como el mío.
Era hermoso. Todo era hermoso. Todo salvo mi ombligo. ¿Qué cómo era mi ombligo? ¡Magnifique!
—¿Te encuentras bien? —me preguntó.
Habló con un acento peculiar: mediterráneo; español, qui­zá, o italiano. Estaba mirándome fijamente.
—¿Te encuentras bien? —volvió a preguntarme.
—Sí. Creo que sí. ¿Dónde estoy?
Se encogió de hombros.
—Ésa es la primera pregunta que hacen todos. ¿Dónde crees que estás?
Meneé la cabeza y sonreí, sólo por el placer de hacerlo. Todo era un placer: moverme, ver cómo me movía, sentir el contacto de la tierra en mis nalgas y saber que algo se opondría a mis movimientos. Ver mi cuerpo bañado por la luz era un puro éxtasis. Alcé los ojos hacia el cielo.
No había cielo.
De acuerdo, tiene que haber cielo. Ya lo sé. Pero no vi nada. ¿Nubarrones? Pero no había ninguna nube que ver, sólo una capa grisácea que me pareció horrible incluso en mi estado actual, con mi devoradora hambre de sensaciones.
Me encontraba en mitad de un campo que se extendía unos tres kilómetros hasta llegara unas colinas amarronadas. En las colinas había gente, muchas personas que corrían detrás de algo que no pude distinguir con claridad. Me senté en el suelo, queriendo ver mejor el horizonte.
Las colinas terminaban en una gran pared que se extendía en ambas direcciones hasta allí donde podían ver mis ojos. La pared parecía tan recta como la línea de un matemático, pero tuve la sensación de que se curvaba hacia dentro, de una forma casi imperceptible, antes de esfumarse en la oscuridad. Había algo raro en la perspectiva, pero no puedo explicar con precisión qué era, sólo que no parecía estar del todo bien.
Las colinas y el barrizal formaban una gran franja situada entre la pared y un río de aguas veloces tan negras como la tinta. El río se encontraba a un kilómetro y medio de distancia y desde donde yo estaba no parecía muy ancho. Podía verlo perfectamente, lo cual era otra distorsión sensorial, ya que se encontraba demasiado lejos para que pudiese ver todos aque­llos detalles.
Más allá del río había campos verdes y edificios blancos de aspecto mediterráneo, complejos amurallados de líneas cuadradas y aire clásico, algunos de ellos bastante grandes. No estaban colocados en ningún orden particular, y el efecto general resultaba bastante agradable. Me volví hacia la pared.
Me pareció que no era demasiado alta. Lo bastante para que trepar por ella resultara algo difícil, quizá unas dos o tres veces mi estatura, que es de metro ochenta. Mis problemas con la perspectiva hicieron que calcularlo me resultara algo difícil. El punto más cercano de la pared podría haber estado a dos kilómetros de distancia o a diez, aunque diez me parecía una cifra ridícula.
Tragué una honda bocanada de aire y los olores que percibí no me gustaron nada. Fétidos y un tanto acres, podredumbre y un perfume repugnantemente dulzón para disimular el olor de la muerte, flores de naranjo mezcladas con aromas de hospital, y todo ello lo bastante sutil como para no haberlo notado antes pero indiscutiblemente repugnante. No hablaré muy a menudo de los olores, pero siempre estaban ahí. Uno acaba acostumbrándose a casi todos los tipos de pestilencia y pronto dejas de percibirlos, pero esta mezcla era demasiado fuerte y los componentes cambiaban con una frecuencia exce­siva. Te acostumbrabas a una mezcla determinada, y un ins­tante después ya había variado.
En el suelo había una botellita de bronce cuya forma recordaba a la de un ánfora clásica. Calculé que podría conte­ner como un cuarto de litro. Dejando aparte al hombre era el único objeto visible.
—Olvidémonos de dónde estoy —le dije—. ¿Dónde he esta­do? No recuerdo haber perdido el conocimiento. Estaba gri­tando, y ahora me encuentro aquí. ¿Dónde estuve?
—Primero preguntas dónde estás. Después dónde has estado. ¿No se te ocurre ninguna otra cosa que decir? —Estaba frunciendo el ceño con una cierta desaprobación, como si yo no le gustara ni pizca. Entonces, ¿qué estaba haciendo aquí?
Sacarme de donde quiera que hubiese estado, naturalmente.
—Sí. Gracias.
—Deberías darle las gracias a Aquel que me ha enviado.
—¿Quién te ha enviado?
—Le pediste ayuda...
—No recuerdo haberle pedido ayuda a nadie. —Pero enton­ces me di cuenta de que había utilizado una letra mayúscula—. Sí. «Por el amor de Dios», dije... ¿Y bien?
Sus gruesos labios se retorcieron en una mueca y sus ojos se llenaron de preocupación. Cuando volvió a mirarme ya no lo hizo con disgusto, sino con una profunda simpatía.
—Muy bien. Tendrás que aprender montones de cosas. En primer lugar, responderé a tus preguntas. ¿Dónde estás? Estás muerto, y te encuentras ante el Vestíbulo del Infierno. ¿Dónde estabas? —Su pie calzado con una sandalia golpeó la botella de bronce—. Ahí dentro.
Mierda y maldición, estoy en el manicomio y el lunático en jefe ha venido a hablar conmigo.
Carpentier despierta mil años después de su última zambu­llida y su torpe aterrizaje y ya se ha metido en líos. Cucharas, tenedores y palillos chinos, semáforos, la forma en que un hombre se pone los pantalones..., quizá tenga que volver a aprenderlo todo. La ley y las costumbres cambian mucho en mil años. Puede que la sociedad ni tan siquiera considere que Carpentier está cuerdo.
Pero despertadle en un manicomio del siglo treinta rodeado por chalados del siglo treinta, ¿y ahora qué? ¿Cómo puede adaptarse a lo que tenga que adaptarse?
Había más botellas esparcidas por el suelo, algunas mayo­res que la mía, otras más pequeñas. No sé por qué no las había visto antes. Cogí una y enseguida la dejé caer. Me quemó los dedos y de su interior brotaban unos leves ruidos.
Parecía una voz humana hablando un idioma extranjero, una voz que estaba gritando maldiciones. Sí, por el tono no podía ser ninguna otra cosa. Una interminable ristra de gritos y maldiciones...
¿Qué razón podía impulsarles a meter radios en viejas botellas de bronce y dejarlas tiradas por el suelo del manico­mio? Tenía que elaborar un poco más mi hipótesis.
La gente de las colinas seguía corriendo. Habían vuelto al sitio donde estaban cuando les vi por primera vez y, fuera lo que fuese lo que estaban persiguiendo, aún no lo habían atrapado. ¿Dejarán que los chalados de un manicomio futuro se dediquen a correr en círculos?
¿Dónde había estado? ¿Dónde? Por aquí no había ningún hospital, ni instalaciones para conservar a un carámbano, ya fuese en todo o en parte: no había nada salvo aquel loco y un montón de botellas de bronce y gente que corría en círculos y..., y una especie de insectos. Algo zumbó por el aire y se lanzó como un kamikaze sobre mi oído. Algo más me picó en la nuca. Empecé a darme de bofetadas, moviendo las manos frenéticamente, pero no había nada que ver.
Hasta el dolor era agradable.
Mi «salvador» estaba esperando pacientemente a que le diera alguna respuesta. Seguirle la corriente hasta obtener más información no me haría ningún daño.
—De acuerdo, estoy en el Vestíbulo del Infierno y estaba dentro de una botella. Una botella de genio. ¿Cuánto tiempo estuve metido ahí? —Le dije la fecha en que me había caído de la ventana.
Se encogió de hombros.
—Ya descubrirás que aquí el tiempo no tiene el mismo significado al que estabas acostumbrado. Tenemos todo el tiempo que podamos llegar a necesitar. La eternidad se extien­de ante nosotros. No puedo decirte cuánto tiempo estuviste metido dentro de esa ánfora, pero sí puedo asegurarte que no tiene importancia.
¿Que no tiene importancia? ¡Casi me vuelvo loco ahí dentro! Comprenderlo hizo que empezara a temblar y el hombre gordo se arrodilló junto a mí, todo preocupación, para ponerme una mano en el hombro.
—Se acabó. Dios no permitirá que vuelvas al interior de la botella. No puedo asegurarte que no debas pasar por algo peor antes de que abandones el Infierno. Habrá cosas mucho peores que eso. Pero con fe y esperanza serás capaz de soportarlas, y al final podrás marcharte de aquí.
—Qué gran consuelo.
—Infinito. ¿Es que no lo has comprendido? ¡Sé cómo salir de aquí!
—¿Sí? Yo también. Basta con subir por esa pared.
Se rió. Estuve escuchándole durante un rato, hasta que el sonido se fue haciendo más bien irritante. Finalmente, logró controlar sus carcajadas y acabó convirtiéndolas en risitas.
—Lo siento, pero todos suelen decir eso. Supongo que la única solución es dejar que lo intentes. Después de todo..., tenemos montones de tiempo. —Volvió a reírse.
Y ahora, ¿qué? ¿Me delataría si trataba de trepar por la pared? Me puse en pie y me sorprendió lo bien que me encontraba, dejando aparte los insectos y el olor. Mis ejerci­cios imaginarios dentro de la botella...
Miren, no importa dónde pasé realmente todo ese tiempo, a efectos prácticos estaba dentro de la botella, ¿verdad? Sí, creo que es la forma más cómoda de expresarlo. Bueno, pues mis ejercicios dentro de la botella habían sido bastante útiles. Empecé a caminar rápidamente hacia la pared.
Cada vez que el suelo bajaba de nivel se volvía fangoso: el barro me llegaba hasta los tobillos y dentro de él había peque­ños seres vivos. Intenté ir por las zonas más altas. El hombre gordo se mantenía pegado a mí. No tenía ni idea de cómo librarme de él.
—Ya que vamos a caminar juntos —le dije pasado un rato—, creo que podrías revelarme tu nombre, ¿no?
—Me llamo Benito. Llámame Benny, si quieres.
—De acuerdo, Benito. —Benny me parecía demasiado amis­toso—. Mira, Benito, ¿no quieres salir de aquí?
Di justo en el blanco. Se quedó quieto, con su rostro convertido en un torbellino emocional como jamás había visto.
—Sí —dijo pasados unos segundos.
—Pues entonces trepa conmigo por la pared.
—No puedo. Y tú tampoco puedes hacerlo. Ya lo verás. —No quiso decirme nada más, y se limitó a mantenerse a mi altura mientras que yo seguía avanzando.
Y avanzando.
Y avanzando, avanzando, avanzando. La pared estaba muy lejos. Tenía razón en lo de la perspectiva. Me pareció que ya llevábamos caminando más de una hora, y la pared no daba la impresión de estar más cerca que antes.
Caminamos hasta quedar agotados, y la pared seguía es­tando a una gran distancia. Acabé dejándome caer en el barro y me dediqué a espantar insectos.
—No parecía estar tan lejos... Y, de todas formas, ¿qué altura tiene? Debe ser inmensa.
—Sólo mide tres metros de alto.
—No digas tonterías.
—Mira hacia atrás.
Me llevé la mayor sorpresa de mi vida. El río se encontraba a unos cinco kilómetros de distancia, en vez de a uno. Y habíamos estado caminando durante horas. Pero...
Benito asintió con la cabeza.
—Podríamos pasarnos toda la eternidad caminando y jamás lograríamos llegar hasta la pared. Y tenemos a nuestra dispo­sición toda la eternidad. No, ya veo que no me crees. Muy bien, convéncete por ti mismo. Sigue caminando hacia la pared. Continúa hasta estar seguro de que nunca podrás alcanzarla y después te diré cómo podemos escapar de aquí.
Necesité unas cuantas horas, pero acabé creyéndole.
La pared era como la velocidad de la luz. Podíamos acer­carnos a ella, pero jamás seríamos capaces de alcanzarla. Igual que la velocidad de la luz, o el fondo de un agujero negro, pero sin parecerse a ninguna otra cosa del universo que yo conocía.
Así jamás conseguiríamos salir de este sitio.
Y..., ¿dónde estábamos?

3

Me senté en el suelo y traté de quitarme de encima a los insectos mientras que Benito volvía a explicármelo todo.
—Hemos muerto y estamos en el Infierno. Esto es el Vestí­bulo del Infierno, el sitio donde van a parar aquellos que no quisieron tomar decisiones en vida. Los que no son ni carne ni pescado, ni creyentes ni blasfemos... Ya les verás cuando lleguemos a las colinas. Persiguen un estandarte que jamás conseguirán alcanzar.
Entonces me acordé.
—¿El Infierno de Dante?
Benito asintió, con su gran mandíbula cuadrada moviéndo­se arriba y abajo igual que las fauces de una ballena.
—Ah, así que has leído el Infierno. Estupendo. De allí saqué la primera pista sobre cómo salir de aquí. Tenemos que bajar...
—Claro, hay que bajar hasta el fondo de todo. —Algo sobre un lago de hielo, y un agujero en el centro del lago. Había pasado mucho tiempo desde que leí a Dante. Y, para empezar, no tenía ni idea de en qué podía ayudarme el recordar un libro escrito en el siglo trece. Esto no podía ser el auténtico Infierno, era imposible. Por ejemplo, la cosmo­logía de Dante era ridícula...
Entonces, ¿dónde había ido a parar?
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que éste es el sitio descrito por Dante?
—¿Qué otro sitio podría ser? Todo lo que describía está aquí, hasta el último detalle.
Y yo llevaba muerto mucho tiempo. ¿Siglos? ¿Qué clase de civilización sería capaz de construir una copia exacta del Infierno de Dante? Una especie de Infiernolandia. ¿Sería quizá parte de un parque de diversiones, como la Tierra de la Frontera en el complejo de Disneylandia? Quizá no hubiera nada aparte de Infiernolandia...
¿Y quién era Benito? ¿Un chalado, o un carámbano revi­vido como yo?
La pared. ¿Cómo se las habían arreglado para llevar a cabo ese truco? La pared no se había movido y no cabía duda de que yo sí me había movido. ¿Alguna especie de efecto de campo local? ¿Una distorsión temporal? ¿Una curvatura del espacio? Vamos, Carpentier, tú escribías sobre esas cosas. ¿Cuál es la explicación? ¡No la forma en que lo hicieron, sólo una forma plausible de hacerlo!
—En primer lugar, debemos cruzar el río —estaba diciendo Benito—. ¿Me creerás si te digo que no debes intentar cruzarlo a nado, y que no debes permitir que te caiga encima ni una sola gota, o también quieres hacer la prueba por ti mismo?
—Y si me tiro de cabeza al río, ¿qué ocurrirá?
—Que te encontrarás igual que cuando estabas dentro de la botella. Consciente y sin poder moverte. Pero hará mucho frío, y te sentirás francamente mal, y estarás metido allí toda la eternidad sabiendo que todo ha sido culpa tuya.
Me estremecí y agité la mano para espantar a un insecto. Podía estar mintiendo. No pensaba intentarlo.
Lo que había al otro lado del río parecía muy agradable, y si queríamos encontrar el agujero de salida descrito por Dante Alighieri, situado en el centro de Infiernolandia, tendríamos que llegar allí. ¡Al infierno con eso de llegar al centro! Que me dejen llegar hasta esas casas del otro lado y ya me daré por satisfecho.
—Y al otro lado del río, ¿quién hay?
—Los paganos virtuosos —me respondió Benito—. Aquellos que nunca llegaron a conocer la Palabra de Dios, pero que observaron sus Mandamientos. No se les persigue. Puede que su destino sea el más cruel de todos los que contiene este sitio.
—¿Porque no se les tortura?
—Porque creen ser felices. Vamos a verles, así podrás descubrirlo por ti mismo.
—¿Cómo?
—Hay un transbordador. Hubo un tiempo en el que era un simple bote de remos, pero...
—El Infierno empezó a tener exceso de población. Llegaba demasiada gente nueva. Claro, claro. —Y cuando visité Dis­neylandia había estado en un barco fluvial del Mississippi lo bastante grande como para que cincuenta o sesenta personas pasearan por su cubierta. El barco daba vueltas por un laguito que compartía con un clipper en miniatura. Los Constructores de Infiernolandia tenían cierto sentido del humor: sustituir el viejo bote de Caronte por un transbordador...
Quizá allí pudiéramos conocer a algún cliente que hubiera pagado para conseguir su entrada. No creía que Benito fuera de ésos. Por su comportamiento, parecía más bien un católico, y de los fanáticos.
Y, ¿quién era yo? Nadie me había dado ningún papel al que ceñirme. ¿Cuáles son los habitantes de Infiernolandia?
¿Cuáles son los habitantes de Infiernolandia?
Las almas de los condenados. ¿Sería ése mi trabajo actual? ¿Hacer de alma de condenado para entretener a los turistas? No me parecía un papel demasiado agradable.
Alejarse de la pared requirió tanto tiempo como el que habíamos necesitado para ir hacia ella. Bueno, al menos eso poseía cierta lógica. Este sitio tenía sus leyes. Si pudiera averiguar cuáles eran esas leyes...
Cuando pasamos junto a la botella que había estado a mi lado al despertarme torcimos hacia la izquierda y nos dirigi­mos rumbo al río. Una vieja canción de borrachera típica de las convenciones de ciencia ficción se repetía continuamente dentro de mi cabeza. «Si comida y cobijo a los hombres no diste, cada noche y todas las noches, el fuego te quemará hasta dejarte en los huesos, y que Cristo acoja tu alma.» ¿Estaba realmente en ese sitio, en un auténtico Infierno, un lugar donde aquellos que no creían en Dios recibían su justo castigo?
Aterrador. Eso significaba que Dios existía, y quizá Jonás hubiera sido tragado por una ballena en el mar Mediterráneo, y Josué Ben Nun llegó a detener la rotación de la Tierra por una estupidez...
Había algo apoyado en una roca. Al principio no pude distinguirlo con claridad: un montículo color rosa con una cabellera cubriendo su costado. Nos acercamos un poco más y el montículo se convirtió en doscientos kilos de mujer sentada en aquel fango apestoso, con las piernas cruzadas. Un enjambre de insectos zumbaba a su alrededor. La mujer no intentaba asustarlos.
Nos miró con unos ojos carentes de vida. Benito me cogió del brazo e intentó hacer que apretara el paso, pero me lo quité de encima. Quizás aquella mujer no estuviera demasiado cuerda, pero había una posibilidad de que pudiera revelarme algo. Benito no parecía dispuesto a darme ninguna informa­ción, y yo necesitaba ayuda.
Me puse en cuclillas junto a ella y le miré a la cara. Resultaba patética: no daba la impresión de que fuera capaz de ayudar a nadie, incluida ella misma. En el fondo de aquellos túneles de grasa había unas minúsculas chispas de vida, gris opaco recortándose sobre un telón negro. Ojos que habían perdido toda la esperanza, ojos que casi carecían de vida.
—¿Y bien? —dijo.
Su voz era una especie de murmullo enronquecido.
—No sé dónde estoy. Acabo de llegar aquí y necesito saberlo. ¿Puedes ayudarme?
—¡Ayudarte! ¡Me morí y después de morirme esto es lo que me pasó!
—¿Te moriste?
—¿De qué otra forma puedes llegar al Infierno? —Alzó la voz, como queriendo que le prestara más atención, pese a mi sorpresa e incredulidad. Sentí toda la fuerza de su aliento, una oleada detrás de otra—. ¿Qué hice? ¡No me merezco esto! No tendría que estar aquí —gimoteó—. Yo era hermosa. Podía comer igual que un caballo y quemaba toda esa comida en una hora. ¡Y cuando me desperté estaba aquí, con este aspecto! —Bajó la voz hasta dejarla convertida en un suave murmullo, como el de quien va a hacerte una confidencia—. Estamos en manos de un poder infinito e infinitamente sádico.
Me eché hacia atrás. Otra vez.
—¿No puedes hacer nada al respecto? —le preguntó Benito.
—Claro. Puedo correr detrás de los estandartes para mante­nerme delgada. ¿Y de qué sirve eso? No te dejarán hacer nada útil, nada que tenga ni el más mínimo significado.
Me estremecí. Yo podría estar en su misma situación.
—¿Y qué razón pueden tener para hacerte esto?
—Yo... Creo que quizá fuera porque diez millones de gordos maldecían continuamente mi nombre. —Su voz se cargó de veneno—. Gente gorda, gorda, gorda, gente que no tenía fuerza de voluntad y carecía de todo respeto hacia sí misma.
—¿Por qué?
—¡Por hacer mi trabajo! ¡Porque intentaba ayudar a la gente, intentaba salvarles de ellos mismos! ¡Por prohibir los ciclamatos, por eso! Era por su propio bien —siguió diciendo—. No puedes confiar en la gente, son incapaces de hacer nada con moderación. Hay personas capaces de comer tantos ciclamatos que acaban poniéndose enfermas. Necesitan que se les ayude. ¡Y esto es lo que he conseguido por ayudarles!
—Estamos intentando escapar. ¿Quieres venir con nosotros? Benito cree que si llegamos al centro de esta casa de locos quizá podamos salir.
Una leve chispa de interés ardió en sus ojos. Contuve el aliento. Mi bocaza me había hecho caer de una ventana; ¿cuándo aprendería a mantenerla cerrada? Si decidía acompa­ñarnos jamás conseguiríamos salir de allí. ¿En qué podía ayudarnos?
Intentó levantarse y acabó volviendo a derrumbarse contra la roca.
—No, gracias.
—Como quieras. —Intenté pensar en alguna frase que pudie­ra utilizar como despedida pero, ¿de qué serviría? Si todo iba bien, jamás volvería a verla, así que me limité a marcharme y ella dejó que su cabeza se hundiera en los montículos de grasa que formaban su abultado cuello.
—¿Qué son los ciclamatos? —me preguntó Benito mientras nos alejábamos de ella.
Agité la mano para asustar a un insecto. Los insectos estaban por todas partes y no paraban de picarnos, pero Benito no se tomaba la molestia de espantarlos.
—Un sustituto del azúcar. Para la gente que quiere perder peso.
Frunció el ceño.
—Si hay demasiada comida, supongo que lo mejor es comer menos y compartirla con los que no tienen nada, ¿verdad?
Contemplé su gordo vientre y no le respondí.
—Yo también estoy en el Infierno —me recordó.
—Ah. Y también pueden hacerte lo que le hicieron a ella... —Me estremecí. Habíamos tenido suerte.
—Me parece que no opinas igual que ella, ¿eh?
—Idiotas... Si le hubieran dado tanto azúcar a las ratas de control como ciclamatos a las del grupo experimental, habrían conseguido matar antes a las ratas de control. Lo único que consiguieron fue condenar a mucha gente a la obesidad. No había ningún producto que pudiera sustituir adecuadamente a los ciclamatos. Conozco a un tipo que compró cajas y cajas de una bebida dietética con ciclamatos justo antes de que la prohibición entrara en vigor. Solía ofrecer cajas de «Tab añejo» como regalo de navidades. Y eran muy apreciadas.
Benito no dijo nada.
—Conozco a una pareja que solía ir con bastante frecuencia al Canadá para comprar ciclamatos. Fue una decisión estúpi­da. —Miré por encima de mi hombro y vi el informe montículo rosa—. De todas formas, creo que se les ha ido un poco la mano con ella.
—¿No es justo?
—¿Cómo puedes decir que eso sea justo? —No añadí nada más, pero recordé lo que la mujer había dicho. «Estamos en manos de un poder infinito e infinitamente sádico.»
Y, ¿quién diablos era Benito? ¿Un cliente que había pagado su entrada y estaba divirtiéndose? ¿Un alma condenada, igual que yo? ¿O uno de los empleados de Infiernolandia? Hablaba igual que un fanático religioso; parecía aceptar cuanto veía, sin el más mínimo criterio propio.
Seguirle podía acabar resultando muy arriesgado. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? De una cosa sí estaba seguro: si era capaz de opinar que aquella mujer había sido tratada con justicia, no era mucho mejor que un demonio.
Eh, Carpentier. ¿Crees que un Infierno artificial tendría demonios artificiales? Examiné a Benito con un poco más de atención. Estaba empezando a quedarse calvo. No tenía cuer­nos en la frente.
Parecíamos estar cubriendo mucha distancia, como si el efecto que hacía quedar tan lejos a la pared estuviera funcio­nando al revés. Y de repente nos encontramos formando parte de una gran multitud que iba hacia el río. Nadie les obligaba a seguir avanzando, pero todos ponían cara de malos amigos y no hablaban entre ellos. Todo el mundo parecía absorto en sí mismo, sin mirar hacia dónde iba.
El capitán del transbordador tenía una larga barba blanca y ojos como ascuas de carbón. Cada vez que alguien tardaba más de la cuenta en subir dejaba escapar un chillido de rabia. Acabamos apelotonándonos en la cubierta, formando una masa tan compacta que no podíamos movernos.
—¡Otra vez tú! —Sus ojos llameantes se clavaron en Benito—. ¡Ya has estado aquí antes! ¡Bueno, te aseguro que no volverás a escapar! —Y golpeó a Benito con una gran porra. El golpe sonó tan fuerte que creí habría hecho pedazos el cráneo de mi guía, pero Benito se limitó a tambalearse.
La cubierta siguió llenándose más y más hasta que final­mente no pude ni ver. Y el transbordador empezó a moverse. A esas alturas creo que habría preferido seguir donde estaba, pero no había forma alguna de salir de la embarcación.
Dos voces estaban susurrando cerca de mi oído:
—¿Por qué no paraste cuando grité?
—Porque me asustaste y conseguiste que quitara el pie del freno. Al menos ahora ya no tendré que aguantar más tus instrucciones de copiloto...
—Pero estamos en el Infierno, cariño. Seguramente nos meterán en un coche sin frenos. Puede que incluso te propor­cionen una bocina. Estoy segura de que te encantaría.
—¡Cállate! ¡Cállate!
La mujer se calló. Se hizo el silencio. Las multitudes nunca guardan silencio. Era como si nadie tuviera nada que decir.
El transbordador llegó a tierra firme.
—Todo el mundo abajo —gritó Caronte—. ¡Almas condena­das! ¡Almas condenadas para toda la eternidad! ¡Habéis toma­do el nombre de Dios en vano, y ahora pagaréis por ello!
«¡A la mierda Dios y todo el resto del mundo!» «¡Que te jodan!» «¡Viva el pueblo!» «¡Cabrones, desgraciados, sois todos unos cabrones, deja de pisarme el pie!» «Yo no tendría que estar aquí» «Pero, ¿qué he hecho? Venga, decidme qué he hecho...» «Malditos seáis todos, ¡cuando morí yo era un hombre!»
Avanzamos dándonos codazos y empujones, intentando mantenernos de pie entre el gentío. Y, finalmente, nos encontramos al otro lado del río. La multitud estaba corriendo colina abajo, siguiendo un sendero delimitado por dos muros de un grosor bastante considerable. Intenté quedarme algo rezagado, esperando que Benito acabaría perdiéndose entre la muchedumbre. No tuve tanta suerte. El sendero daba muchas vueltas, por lo que no podíamos ver qué nos esperaba, pero eso no me molestaba demasiado: cuando llevábamos unos cuantos minutos en él ya no había nadie visible.
Intenté trepar por el muro. Apenas si había donde cogerse, y no lo conseguí. Después del cuarto intento me quedé acucli­llado junto al muro, gimoteando.
—¿Quieres que te ayude? —me preguntó Benito.
—Claro. Dijiste que la única forma de salir de aquí era cuesta abajo, ¿no?
—Y así es, pero tenemos tiempo. Podemos probar. Vuelve a intentarlo, te echaré una mano.
Un poco más y habría conseguido que saliera volando por encima del muro. Logré sujetarme a la parte superior y miré hacia abajo. Benito parecía estar esperando a que le ayudara a subir.
¿Y ahora qué, Carpentier? Te ha ayudado, ¿no? Merece que le ayudes. Sí, pero, ¿por qué? Olvídate de él, no hará más que causarte problemas.
Pero él sabe muchas cosas, cosas de las que yo no tengo ni idea. Y me sacó de la botella.
Ah, ¿sí? Benito te ha sacado de una botella en la que no cabría ni medio litro de ron, ¿eh? ¡Venga, olvídate de él!
No tuve el tiempo necesario para tomar una decisión. Mientras estaba pensando qué hacer Benito empezó a trepar por el muro igual que un alpinista, aprovechando grietas y asideros que yo apenas si podía distinguir. Unos instantes después ya había pasado una mano por encima del muro, llegando hasta donde estaba yo. Seguía respirando tan tranquilamente como antes, y no protestó porque me hubiera quedado inmóvil viéndole trepar, en vez de echarle una mano.
Me di la vuelta para contemplar el paisaje. Sí, la verdad es que esta Infiernolandia parecía haber sido creada siguiendo el modelo de Dante. Un cuarto de siglo antes el Infierno había sido uno de los libros básicos de mi curso de Literatura Mundial Comparada. Lo leí, prestándole el mínimo de aten­ción necesario. Apenas si me acordaba del argumento, pero, desde luego, el sitio que describía no era nada agradable. Una cámara de torturas concebida a escala divina, con todo el sabor medieval imaginable.
Empecé a recordar vagamente unas cuantas imágenes del libro: diablos con tridentes, árboles parlantes que sangraban, gigantes y centauros, fuego, serpientes... Pero, ¿eran imágenes del Infierno real o lugares comunes procedentes de los libros del mago de Oz y los dibujos animados de Disney? No impor­ta, Carpentier. No vas a ir más lejos.

4

Al otro lado de la pared todo era precioso. Bajé de un salto al suelo, cubierto por una hermosa capa de hierba. La atmósfera estaba muy limpia, igual que en la cima de una montaña, con ese olor a fresco que sólo puedes encontrar después de haber hecho un buen trayecto con tu mochila a la espalda en un país remoto. Los insectos habían desaparecido. Nos dirigimos hacia las casitas de líneas rectas y ángulos cuadrados, con la luz del crepúsculo dándole a sus paredes el color de las piedras.
Había mucha gente a nuestro alrededor. Mujeres, hombres y niños: un montón de niños, demasiados, y todos observán­donos con sus grandes ojos muy abiertos (también había ojos rasgados: el Infierno parecía gozar de un considerable grado de integración racial). Tanto los niños como los adultos pare­cían sentir una gran curiosidad hacia nosotros pero nadie nos dirigió la palabra.
Y tampoco querían estar cerca de nosotros. Cada vez que nos acercábamos a ellos se apartaban rápidamente.
Resultaba bastante embarazoso. Pensé que debíamos se­guir llevando con nosotros los olores de la zona del Vestíbulo, aquella fétida pestilencia a rosas y podredumbre. Tendríamos que encontrar un sitio donde lavarnos.
—Creo que esto va a gustarme —dije.
Benito me miró con una cierta curiosidad pero lo único que dijo fue:
—Agradable, ¿verdad? Aquí no hay castigos.
La palabra me molestó. Castigos significa que hay una autoridad, alguien con más poder que tú y una posición moral superior. No podía aceptar eso. Estábamos en manos de los Constructores de Infiernolandia, y al otro lado del río negro ya había averiguado cuanto necesitaba saber sobre sus opinio­nes morales.
Pero no le dije nada de eso a Benito.
—Entonces, ¿éstos son los clientes privilegiados del Infier­no? —le pregunté con voz jovial.
—Sí. —Benito no sonreía—. Nunca pecaron. Si hubieran conocido a la Iglesia habrían podido llegar al Cielo.
—¿Y los niños?
—No fueron bautizados.
Había oído algo de eso en las creencias católicas. Pero incluso estando en Infiernolandia el destino de aquellos niños me parecía demasiado duro.
—Creía que iban al Limbo.
—Llámale Limbo si quieres. Éste es el Primer Círculo del Infierno. —Se calló, como si no supiera muy bien qué decir a continuación—. Algunas leyendas afirman que estos niños volverán a nacer.
¡Aquí había tantos niños como adultos! Igual que si los Constructores hubieran conseguido un descuento por la can­tidad... Hmmm. ¿Sería posible que todas aquellas criaturas fuesen androides?
Quizá todo acabara reduciéndose a un mero problema económico. Los niños androides serían más baratos que los adultos: más pequeños, menos reflejos... ¿Sería más barato construir androides que buscar seres humanos y capturarlos? No tenía forma de averiguarlo, no sin saber cuál era la fuente de todo: quiénes eran los Constructores o el por qué estaba aquí, por qué una mano desconocida me había metido en este sitio sin yo saberlo o sin dar mi consentimiento. Y si lo habían hecho conmigo, ¿por qué no con un millar de personas más? ¿Por qué no mil millones?
Benito no iba a ayudarme mucho en eso. Parecía aceptar todo lo que veía sin hacerse ni la más mínima pregunta al respecto.
Robots o seres humanos, niños o adultos: todos parecían felices. Salvo aquellos que estaban más cerca de nosotros...
—Benito, ¿qué les pasa?
—Se dan cuenta de que no debemos estar aquí. Yo vengo de una parte más profunda del Infierno y el olor de los abismos sigue pegado a mi alma.
—Pero yo no vengo de ahí.
Su sonrisa era casi una mueca.
—A ti tampoco te aceptarán.
No estaba tan seguro de eso como él. Si encontraba una forma de asearme, y ropas distintas... Hmmm. Dejar sin sen­tido a alguien y robarle la toga: ¿por qué no? Bueno, en parte porque si me pillaban quizá fueran capaces de hacerme pedacitos. Y en parte porque aquí no había ningún sitio donde actuar con discreción. En las casas, quizá. O...
Señalé hacia lo que podría haber sido un planetario termi­nado en cúpula, el edificio más cercano visible.
—¿Qué es eso?
Benito miró hacia allí.
—Nunca lo había visto.
—Vamos.
Me siguió, pero de mala gana.
—Quizá no nos dejen entrar. Es un edificio público, pero nosotros no pertenecemos a la categoría de público adecuada.
—Nosotros... —No llegué a completar la frase: un patriarca de blanca barba vestido con una especie de sábanas ribetea­das de púrpura acababa de agarrarme por el brazo. Me preguntó algo en una lengua que no entendí, y por el tono parecía bastante enfadado—. Vuelve a tus papelotes —le contesté.
Frunció el ceño.
—¿Inglés reciente? Te he preguntado por qué invades un sitio que no está hecho para ti.
—Estoy inspeccionando el lugar. ¿Sois felices aquí? ¿Estáis satisfechos?
Soltó un bufido.
—No.
—Entonces, ¿por qué no os marcháis? —le preguntó Benito—. Hay una forma de salir.
El hombre barbudo le miró de arriba abajo mientras que unos cuantos transeúntes se paraban a escuchar nuestra con­versación.
—¿Y en qué dirección se encuentra esa salida? —le pre­guntó.
—Cuesta abajo. Hay que llegar al centro. Conocer el mal es una forma de acabar conociendo el bien.
Como diálogo era más bien horroroso. El hombre barbudo parecía pensar lo mismo que yo.
—No pongo en duda que sepas mucho sobre las profundi­dades del Infierno —le dijo con cierta malicia— Pero creo que mientes.
—¿Por qué iba a mentir? Queremos salir del Infierno... —Benito se vio interrumpido por una ronca carcajada. Estába­mos empezando a atraer toda una multitud, y no parecía demasiado amistosa—. Todos podéis salir de aquí. —Benito se había puesto terriblemente serio—. Venid conmigo, internaos más y más en el Infierno. Aprended a odiar el mal...
—¿La salvación a través del odio? —preguntó uno de los hombres de mayor edad—. Qué forma tan extraña de salvarse.
Benito parecía conocerle.
—Sí, Epicteto, eso es lo que debéis aprender. No se trata de odiar a los hombres, sino de odiar sus pecados. Y eso es algo que no puede hacerse con moderación. Ahora sabes cuál es la verdad. Sabes que la razón por sí sola no es suficiente. Debes pedir que se te conceda la gracia...
Decidí aprovechar el sermón para escurrir el bulto. La muchedumbre se había quedado en silencio, aguardando cortésmente a que Benito terminara de hablar. Lo que podía haber sido un linchamiento de masas se había convertido en una discusión erudita.
¿Cuánto duraría? Benito estaba intentando empujarles en una dirección que ellos no pensaban aceptar, y no les caía nada bien. Cuando me miraban lo hacían con la misma expresión que utilizaban para él; una especie de ingenuo desprecio condimentado con una pizca de mofa. Querían salir de allí y no creían que hubiera ninguna salida, y si de algo estaban seguros era de que no pensaban escuchar durante mucho rato a un hombre que no tenía por qué estar entre ellos.
Benito estaba predicando el odio y ellos le odiaban. Tendría que haber tenido algo más de sentido común. Como yo.
La cúpula: no podía ser un planetario. Allí no había cielo. Lo más probable era que fuese una casa de baños donde podría quitarme de encima ese olor pestilente y quizá lograra encontrar una toga olvidada en un rincón. Empecé a subir hacia allí.
No había centinelas. Pasé por entre unas columnas dóricas y subí unos peldaños de mármol negro hasta llegar a un gran suelo de mármol negro. Media docena de personas hablaban formando un círculo. Parecían estar perdidas en la lejanía pero aunque yo me encontraba muy distante de ellas nada más verme se pusieron de espaldas y siguieron hablando.
El lenguaje no me resultaba nada familiar.
El lugar estaba tan vacío como todo lo que había visto desde que abandonamos la zona de las botellas. Seis hijos de perra con muy malos modales y algo situado en el centro del negro suelo de mármol. Podría haber sido una escultura o podría haber sido una máquina. Era un grueso anillo plateado de unos cuatro metros de altura, sosteniéndose de lado y con un tablero de control en la base.
El tablero parecía capaz de funcionar. Los mandos tenían etiquetas en inglés. Un interruptor (con ENCENDIDO y APA­GADO), una palanca y una especie de hendidura con un control encajado en ella. La hendidura iba de una punta a otra del tablero.
Probé suerte con la palanca. Podía moverse en seis direc­ciones: izquierda, derecha, adelante, atrás, empujar y tirar. Cuando accioné el interruptor el aire contenido dentro del anillo empezó a volverse opaco y acabó convirtiéndose en un espacio estrellado.
Era un planetario.
Le di a la palanca pero no pasó nada.
Examiné más atentamente las señales que había junto a la hendidura. Eran de tipo logarítmico, y según las etiquetas indicaban pársecs por segundo. El control estaba puesto al final de la ranura izquierda.
Lo llevé hacia la derecha y volví a probar suerte con la palanca.
El universo saltó hacia adelante y me golpeó en la cara. ¡Whoosh! Las estrellas pasaron velozmente junto a mí, dejándome atrás; un sol vino hacia mis ojos, estalló en una fracción de segundo de intolerable brillantez y se esfumó. Y me encontré tumbado de espaldas a un par de metros del planetario.
¡Eso sí que era un auténtico planetario!
La media docena de nativos me estaba observando con leves expresiones de diversión. A la mierda con ellos. Volví al tablero de mandos, bajé el control hasta un parsec/segundo y luego a una décima parte de eso. Accioné la palanca.
Esta vez el movimiento resultó mucho más lento, pero aun así era claramente perceptible. Iba hacia una estrella blanco azulada; moví el control para reducir la velocidad a medida que me iba acercando. Entré en ella.
La luz tendría que haberme quemado los ojos. Pero ni tan siquiera resultaba dolorosa. Qué extraño...
Pasé por el centro de la estrella (azul rayos X) y salí por el otro lado (tremendas protuberancias precediéndome por el espacio) hasta llegar al vacío. ¿Y ahora qué? ¿Buscar un planeta? ¿Una estrella distinta? Estaba contemplando una extensión de negrura llena de chispas y lo más fácil sería encontrar una estrella pero me encantaría lanzarme hacia un mundo del tipo terrestre. Sumergirme en él, examinarlo capa por capa, ver su reluciente corazón de níquel y hierro... Espera, esa manchita blanca no demasiado brillante podría ser una enana amarilla. Moví el control...
Una gran mano cayó pesadamente sobre mi hombro.
Me retorcí igual que un hombre electrocutado. Me di la vuelta y me encontré con el linchamiento de masas que creía haber dejado atrás: unos cincuenta hombres muy corpulentos formaban un círculo alrededor de la Máquina Para Ir a Cual­quier Sitio, conmigo y Benito como centro.
—Vas a marcharte de aquí —dijo el hombre de la barba blanca que hablaba inglés.
—¡Maldita sea...! —dije yo—. ¿Por qué? No hay nadie que quiera utilizar esta condenada máquina. ¡Me he pasado la vida esperando encontrar algo como esto!
—No queremos tenerte aquí —me dijo—. Hemos esperado porque pensábamos que un mensajero de los dioses se encar­garía de llevársete. Podríamos haberle hecho preguntas... pero ya hemos tolerado tu presencia demasiado tiempo. En cuanto a la máquina... —Una comisura de sus labios se tensó levemente hacia arriba—. Si eres capaz de llevártela, puedes quedarte con ella.
Le maldije. Y dejé de maldecirle en cuanto sus amigos de anchos hombros empezaron a converger sobre mí. ¡Había varios que llevaban armadura! El círculo se fue apretando más y más, conmigo y con Benito en el centro.
—Benito, ¿no puedes detenerles? —le pregunté en un susurro.
—¿Cómo? —Y me miró.
Sí, claro.
Pero de haber sabido lo que nos esperaba más abajo, creo que habría intentando plantarles cara.

5

Benito no pensaba rendirse y siguió intentando convencer­les incluso mientras nos llevaban hacia la pared.
—¡Podéis salir de este sitio! —les gritaba—. ¡Héctor! ¡Eneas! ¡No sois cobardes, no debéis quedaros en un sitio agradable cuando podéis conseguirlo todo yendo a otro lugar! ¡Venid con nosotros!
No le hicieron ningún caso.
Debajo de aquellas armaduras había músculos muy duros: demasiado duros para luchar con ellos, incluso suponiendo que fueran hombres, cosa que dudaba. Héctor, Eneas: conocía esos nombres. Recordé al robot de Abe Lincoln que tenían en Disneylandia. Quizá la armadura fuera parte de sus cuerpos. Con placas que podían levantarse para inspeccionar el inte­rior...
—¿Dónde está Virgilio? —seguía gritando Benito—. Ya no está aquí, ¿verdad? ¿Y el emperador Trajano?
—Tuvimos nuestra oportunidad —le dijo el más alto de ellos, el que tenía las espaldas más anchas—. No la aprovechamos. No habrá ninguna otra.
—¿Es que nadie ha venido aquí desde entonces? —les pre­guntó Benito.
Los soldados se rieron amargamente.
—Sí, han venido muchos.
—¿Y os parece razonable suponer que nunca tendrán oca­sión de marcharse?
Habíamos llegado a la pared.
—Pensaremos en ello —dijo uno de los soldados—. Y ahora, fuera de aquí. Volved adonde debéis estar. —La puerta se cerró a nuestras espaldas con un golpe seco.
Me acerqué a la pared y empecé a examinarla sin demasia­da alegría. Los asideros que Benito había utilizado eran tan pequeños que incluso a una araña le habría costado bastante subir por ellos.
Benito me observó con una sonrisa sarcástica.
—Nunca te rindes, ¿eh?
—No.
—La perseverancia es una gran virtud. La necesitarás, pero debes aprender también otras virtudes, como la prudencia. ¿Qué sucederá si vuelves a entrar en el Primer Círculo?
—Puede que esta vez no consigan pillarnos. No pienso acercarme a nadie hasta no haberme dado un baño y cambiado de ropas.
—No tientes a los ángeles —dijo Benito. Hablaba muy en serio. Sí, ¿y por qué no? Estaba en Infiernolandia y esperaba encontrarme demonios, ¿verdad? ¿Por qué no ángeles?
—Ese mensajero que esperaban ver llegar... Querían que apareciese.
—Ellos sí. Pero nosotros somos fugitivos, Allen.
No había ningún asidero utilizable. Y esta vez Benito no me ayudaría. Seguía intentando trepar por la pared cuando una gran muchedumbre apareció por el otro extremo del pasaje. Hice un último intento de subir mientras que el gentío avan­zaba hacia nosotros en un silencio terrible, igual que una inundación. Y un instante después cayeron sobre nosotros y nos arrastraron.
Estábamos en un palacio de mármol. Era enorme, y carecía de mobiliario. Las paredes estaban cubiertas con frescos en los que había toros, delfines y jóvenes muy guapas que llevaban falditas y unas chaquetillas abiertas por delante para enseñar sus pechos. El palacio estaba iluminado con antorchas soste­nidas por aros de bronce clavados a las paredes, y no se veía ningún signo de tecnología moderna.
Dejando aparte al palacio en sí. El edificio era enorme, con una estancia detrás de otra, con inmensas escaleras junto a las que había columnas adornadas con inscripciones escritas en una lengua que no conseguí leer. Era demasiado grande; tenía que estar hecho con hormigón pretensado o con otro material aún mejor que ése. Me habría gustado quedarme por allí para echarle una mirada pero estábamos atrapados por la muche­dumbre. Nadie hablaba ni nos prestaba atención. Me alegré de tener a Benito para que me hiciera compañía. Las multitudes de gente desconocida siempre me han molestado, y ésta era peor que los usuarios del metro de Nueva York: todo el mundo parecía absorto en sí mismo.
Acabamos llegando a una sala colosal con una abertura al otro extremo. Miré por entre las columnas. El suelo bajaba rápidamente de nivel hasta perderse en el paisaje más lúgubre y desolado que jamás había visto. El castillo se encontraba suspendido junto a una hondonada enorme, un cuenco en el que habría podido caber un mundo entero. En sus profundida­des se veía la sombra del humo y el destello de las llamas. Todo parecía cubierto por una especie de neblina que no permitía ver demasiado lejos.
Al final de la gran sala de audiencias había un trono. Estaba ocupado por un alienígena. Tenía un aspecto vagamente bovi­no, pero se le habría podido confundir con un hombre de gran tamaño, a no ser por su cola.
¡Cola!
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Minos. El Juez de los Muertos —dijo Benito.
Los Constructores parecían haber metido algo de mitología egipcia o cretense en su cristianismo. O era eso o habían tenido que deformar su paisaje para dar cabida en él a un auténtico alienígena. Teniendo el tiempo y las ganas para ello, y quizá con algo de ayuda de unos buenos ingenieros biológicos, no me costaba demasiado creer que una res pudiera acabar con­virtiéndose en un bípedo inteligente. Yo mismo había escrito relatos sobre ese tipo de cosas.
¿Sería Minos uno de los Constructores?
La gente iba avanzando hasta colocarse delante del mons­truo. No pude oír qué estaba diciéndole la chica del vestido amarillo, pero la criatura sonrió, moviendo la cabeza. Y de repente su cola salió disparada hacia adelante enroscándose una y otra vez alrededor de la chica. La levantó por los aires.
La cola se fue estirando igual que los miembros del Hom­bre Elástico que salía en las historietas. La chica salió dispa­rada por entre dos columnas y se encogió más y más hasta convertirse en un puntito. La cola de Minos debía tener dece­nas de kilómetros de largo. Unos instantes después la cola volvió velozmente hacia su propietario mientras que el puntito en que se había convertido la chica caía lentamente igual que un solitario copo de nieve.
Había estado dispuesto a suspender mi incredulidad duran­te cierto tiempo pero esto era demasiado. Me eché a reír histéricamente.
Nadie se dio cuenta. Nadie salvo Benito, que me observó con cierta curiosidad mientras me esforzaba por recuperar el dominio de mí mismo. Le cogí por el brazo, señalé hacia «Minos» y le dije:
—¡No puede hacer eso!
¡Ya estaba volviendo a hacerlo! La cola se estiró por entre las columnas igual que si fuera una serpiente infinita, dejó caer a un hombre vestido con uniforme de cartero por entre la oscuridad y regresó velozmente hacia su propietario.
¡Pero no había espacio para eso! Aun ignorando el momento cinético de ese miembro..., tanto peso situado al extremo de semejante longitud tendría que haberlo doblado y, ¿cómo era posible que una cola, una cola flexible fuera lo bastante fuerte para mantenerse casi recta? Pero, olvidémonos de eso y dígan­me: ¿dónde estaba el espacio suficiente para permitir que dece­nas de kilómetros de cola se enroscaran dentro de su cuerpo?
No tenía los pies clavados al suelo; le estuve observando hasta que vi cómo los movía. Así pues, la cola no estaba almacenada debajo del suelo...
—¿Te encuentras bien? —me preguntó Benito.
Estaba empezando a verlo todo gris; sentía un picor en el cuerpo, igual al que experimentas cuando se te empieza a dormir un pie.
—Voy a desmayarme —le dije.
—No puedes desmayarte aquí. Aguanta. —Me puso la mano en el hombro y apretó.
La cola se enroscó alrededor de una mujer de cabello oscuro, bastante bonita, rodeándola una y otra vez hasta dejarla casi oculta, subió por el aire y la mandó dando tumbos hacia la hondonada. Después le tocó el turno a un hombre vestido con uniforme de taxista. Tres vueltas de cola y salió disparado hacia el espacio. Y otro, y otro más...
En aquella sala había millares de personas. Nos moriríamos de hambre mucho antes de que nos llegara el turno.
Pero no tenía hambre, y no la había tenido desde que salí de la botella, y de eso ya hacía unas cuantas horas. Además, al tiempo parecía haberle pasado algo bastante raro. «Minos» no parecía tener ninguna prisa. Al contrario. Se tomaba su tiempo para tratar cada caso, y había montones de casos, pese a lo cual la multitud iba disminuyendo mucho más deprisa de lo que habría sido lógico.
¿Adonde iban? No vi a nadie saliendo de la estancia, pero tenía que haber otras salas de audiencia, y gente que utilizaba pasadizos laterales para llegar a ellas. Tenía que haber cente­nares, quizá miles de copias de ese «Minos».
Todo esto es ridículo. ¡Pero esa cola, Carpentier...! ¿Escondida en el hiperespacio, entrando y saliendo de alguna línea temporal alternativa...? Si los Constructores poseen una tecnología semejante, ¿cuánto tiempo estuviste muerto? ¿Diez mil años? ¿Un millón de años?
Nos había tocado el turno. Fuimos hacia el trono, juntos. Muy pocas parejas se habían acercado a él.
—Sodomitas, ¿eh? —dijo Minos—. Séptimo Círculo, Tercer Nivel. ¿O tenéis algo peor que confesar?
—Me niego a responder basándome en que... —empecé a decir.
Cuando fruncía el ceño Minos se parecía muchísimo a un toro irritado, y no recordaba en nada a una máquina. Se volvió hacia Benito.
—Ya has estado aquí antes. ¿Por qué has abandonado el sitio que te corresponde?
—No sabía que eso fuera asunto tuyo. Como puedes ver, voy y vengo libremente por todo el Infierno.
—Sí. ¿Cómo lo haces?
—Porque así ha sido ordenado. No tienes derecho a ponerme trabas.
Minos me señaló con la mano.
—¿Y este otro?
—Viene del Vestíbulo —dijo Benito—. Te hago notar que ha venido por voluntad propia. Quizá no debas juzgarle.
—Abogados... —Minos se rió—. Siempre tengo problemas con los abogados. Hay tantos sitios adecuados para la gente de su calaña... Bien, ¿y adonde pensáis ir?
—Hacia abajo.
—De vuelta al Primer Círculo.
Habíamos hablado a la vez. Minos se rió.
—No puedes volver ahí. ¿Estás seguro de que no quieres que te juzgue, Allen Carpenter? Mi juicio es justo y equitativo. Quizá consigas labrarte un destino peor que la justicia.
—¡Basta! —le ordenó Benito. Estuve a punto de dar un salto.
Benito había cambiado. Su mentón se había endurecido en una mueca desafiante, y su rostro mostraba una calma inflexible: un aura de poder parecía flotar alrededor de su cuerpo. Hubo un tiempo en el que estaba acostumbrado a que todos le obedecieran.
—Tengo permiso para juzgar... —Y, de repente, la voz de Minos sonó débil y petulante.
—Ya me has juzgado. ¿Qué otro poder tienes? Y este hombre no se encuentra bajo tu jurisdicción. Déjanos marchar.
—No podéis volver arriba.
—No. Iremos hacia abajo.
Minos se rió. Su mano señaló los peldaños que nacían en su trono y bajaban hasta la gran hondonada.
—Marchaos. ¡Podéis partir! —Empezamos a bajar los pelda­ños y Minos siguió riendo, y sus carcajadas burlonas resonaron en nuestros oídos hasta que perdimos de vista el palacio.

6

Mientras hubo peldaños pudimos avanzar sin problemas.
Desgraciadamente, no tardaron en llevarnos hasta una la­dera bastante abrupta cuyo ángulo de inclinación seguía sien­do de unos cuarenta y cinco grados, más o menos. Y, al mismo tiempo, empezó a hacer viento. Benito y yo nos pusimos de cara a las rocas y seguimos bajando a cuatro patas.
De hecho, el huracán que soplaba dentro de mi cabeza (¿Dónde guarda su cola esa criatura que se parece a Minos? ¿Quién es Benito, cómo puede darle órdenes a un ser inhuma­no que juzga a todos los que se presentan ante él? ¿Será esto el Infierno de un escritor de ciencia ficción, un sitio donde todas las leyes físicas funcionan caprichosamente y los enig­mas carecen de respuesta?), no era nada comparado con el huracán hacia el que estábamos avanzando. Nos pegamos a la roca, agarrándonos a ella y buscando asideros en el suelo.
—Minos te llamó Carpenter en vez de Carpentier —gritó Benito.
Yo mismo había estado preguntándome cómo era posible que aquel monstruo hubiera llegado a enterarse de eso.
—Es mi auténtico apellido —le grité a Benito—. Añadí la «i» para hacerlo más interesante y fácil de recordar. Escribí con ese nombre. —Y cuando hablaba conmigo mismo (pero eso no se lo dije) hablaba con Carpentier. Había adquirido esa cos­tumbre cuando estaba esforzándome por aprender de memoria la pronunciación de mi nuevo apellido.
Llegamos a una gran cornisa. Me quedé tumbado en el suelo y miré a mi alrededor.
Alguien estaba bailando, con el aullido del viento como música.
Era todo huesos, barriga y una larga cabellera que empe­zaba a encanecer por las sienes. Saltaba, bailaba y agitaba los brazos igual que un pájaro, con una hosca decisión en su poco agraciado rostro.
—Eh, amigo... —le grité al viento. No esperó a oír mi pregunta.
—¡Si pudiera despegar! —gimió—. ¡El tipo del casco tiene una docena!
¡Eh, lo había acertado a la primera! ¡Estaba metido en un manicomio del futuro concebido para albergar psicodramas a gran escala! Que intenten llevar a la práctica sus delirios y quizás acaben encajando en esa sociedad imposible de imagi­nar que les ha expulsado de su seno... Y en ese maravilloso instante, antes de seguir la dirección de su mirada, tuve res­puestas a todas las preguntas.
El aire estaba lleno de gente que volaba. No es que consiguieran volar adonde querían, claro está. El viento les dominaba. Les metía en un embudo de aire y, un instante después, les hacía salir despedidos en todas direccio­nes. Una ráfaga de aire les hizo avanzar; la ráfaga chocó contra la montaña y las corrientes producidas por el impacto hicieron girar locamente a los prisioneros del viento. Volaban igual que Kleenex usados en un huracán pero parecían personas, y aullaban igual que nativos de Kansas a los que un tornado ha pillado fuera de sus casas.
La mayor parte de ellos formaban parejas: un hombre y una mujer. Pero vi a un hombre rodeado por una docena de chicas, un amasijo de cuerpos que giraba en la punta de una columna de aire ascendente.
El tipo huesudo de la cornisa echó a correr agitando los brazos. En la base de la colina había unos cuantos hombres y mujeres, y todos intentaban volar. Me agarré con todas mis fuerzas a la roca y seguí tal y como estaba.
—Los Carnales —gritó Benito intentando hacerse oír por en­cima del viento—. Son los que destrozaron sus vidas por culpa de la lujuria. Supongo que esos de ahí abajo son los amantes que no lograron ser correspondidos. Cuando lleguemos a la siguiente cornisa estaremos más seguros. —Empezó a reptar.
—¡Benito! ¡Eso es! —grité—. ¡Saldremos de aquí volando!
Se dio la vuelta y me miró, asombrado. Fue un error. El viento se deslizó por debajo de sus hombros, le alzó en vilo y le arrojó hacia mí.
Logré cogerle por el tobillo. Estuvo a punto de arrancarme el brazo, pero tenía los dedos metidos en una grieta y aguanté. Benito se dobló sobre sí mismo y fue tirando de mi antebrazo hasta quedar nuevamente pegado al suelo.
—Gracias —gritó.
—De nada. Ojalá pudieras haber visto tu expresión. —Estaba bastante contento de mí mismo, como si hubiera logrado coger al vuelo un vaso que el codo de alguien había hecho caer de la mesa. ¡Buenos reflejos, Carpentier!—. Saldremos de aquí vo­lando —le grité alegremente al oído—. Volaremos por encima de la pared. ¡Construiremos un planeador!
—Hubo un tiempo en el que yo también era muy tozudo. Quizá aún lo sea. Allen, ¿es lo que deseas?
—Puedes apostar a que sí. Construiremos un planeador. ¡Escucha, si pesamos tan poco que la primera ráfaga de viento que sopla es capaz de arrastrarnos, probablemente no necesi­taremos nada mucho más complicado que una gran cometa! Eh, busquemos un refugio y hablaremos del asunto.
Empezamos a reptar.
El clima fue cambiando a medida que perdimos altitud. Pero no mejoró. El viento se fue calmando; ya no necesitába­mos agarrarnos a las rocas y podíamos oírnos hablar. Pero una llovizna helada empezó a caer sobre nosotros.
No paraba de pensar en el planeador y la pérdida de altura empezó a molestarme.
—Necesitamos un sitio donde construirlo —dije—. Un sitio protegido del viento. Necesitamos tela, un montón de tela, y necesitamos madera. Probablemente también necesitaremos herramientas.
Benito asintió.
—Hay un sitio... Un gran pantano, la Estigia. Allí crecen árboles. En cuanto a la tela y las herramientas, podemos cruzar la Estigia y obtenerlos de la pared.
—¿Cuántas paredes tenéis aquí?
Benito sonrió secamente.
—Ninguna como la que nos espera. Hierro al rojo vivo.
Le creí. Infiernolandia no parecía un sitio demasiado sutil.
—¿Queda muy abajo? A cada paso que damos perdemos un poco de altura.
—Aún falta una buena distancia. —Benito se rió—. Un pla­neador... Quizá seas el primero que ha pensado en eso. Si podemos lanzarlo desde la colina que domina la Estigia, podremos usar las corrientes de aire caliente producidas por las paredes al rojo vivo. —dijo, y volví a encontrarme metido en la lluvia helada.
Habíamos llegado a otro nivel distinto. Me puse en pie y miré a mi alrededor. Barro semicongelado extendiéndose por doquier. Y en el barro había seres humanos, medio hundidos en él igual que troncos. La lluvia estaba convirtiéndose en granizo. Un agua fría y llena de basuras empezó a fluir junto a mis tobillos.
—Contemplad el distrito de los alquileres más bajos —dije.
Logré que Benito dejara escapar una risita.
—Todavía no —dijo, y si hasta ahora me había faltado poco para temblar, decidí que ya había llegado el momento de hacerlo. Movió su brazo, señalando con él cuanto nos rodeaba, y dijo—: Los Glotones.
—No tengo ganas de verles. Venga, sigamos avanzando.
Y nos adentramos por entre el fango.
Pese a la oscuridad y a estar medio cegado por el granizo logré no pisar a ninguna de aquellas víctimas medio enterra­das. Algunas alzaron la cabeza para vernos pasar, obsequián­donos con miradas en las que se leía la misma y cansada desesperación, y volvieron a inclinar la cabeza en cuanto nos alejamos.
El número de hombres y mujeres era aproximadamente idéntico, y sus cuerpos iban desde una agradable opulencia hasta la obesidad y la gordura más repugnante. Había tres o cuatro en tan mal estado como la mujer del Vestíbulo. Me pregunté si les complacería saber cuál había sido su destino.
Y hubo un momento en el que me limpié el barro de los ojos, dejando escapar un imaginativo torrente de maldiciones, y cuando aparté la mano le encontré delante mío, mirándome; un hombre de largos cabellos rubios con la misma constitución que un atleta olímpico.
—Allen Carpentier —dijo con tristeza—. Así que también tú has caído en sus manos...
Examiné su rostro con algo más de atención y logré reco­nocerle.
—¿Petri? ¡Jan Petri! ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Tú no eras un glotón!
—Jamás hubo hombre alguno menos culpable del pecado de gula que yo —dijo con amargura— Mientras que todos esos desgraciados se atracaban con cuanto se les ponía a tiro, desde la carne de cerdo hasta las babosas de jardín —y, Allen, la verdad es que tú hacías igual que ellos—, yo cuidaba de mi cuerpo. Alimentos naturales. Vegetales orgánicos. Nada de carne. Nada de sustancias químicas. No bebía. No fumaba. No... —Logró contenerse antes de terminar la frase—. No te pagué para que fueras mi abogado, ¿verdad? No sé por qué he de contarte todo esto... Tú también has acabado aquí. Pertene­cías a los CERDOS, ¿no?
—Sí. —Se refería a los Comensales Especialmente Refinados Del Obsceno Sibaritismo, cuyo único propósito en la vida era ir de restaurantes. Me había unido a ellos porque algunos de sus miembros me caían bastante bien—. Pero no pienso que­darme aquí. Creo que no es el sitio adecuado para mí.
Se limpió el rostro, intentando verme con más claridad.
—Bueno, ¿y adonde vas?
—Quiero salir de este sitio. ¿Por qué no vienes conmigo? —No resultaría un compañero muy agradable, al menos hasta que hubiéramos conseguido darle un baño, pero sabía que no nos haría ir más despacio. De todos los fanáticos de la salud que he conocido no había ninguno que pudiera igualar a Petri. Solía correr quince kilómetros al día. Pensé que podía ayudar­nos a construir el planeador.
—¿Y cómo vais a salir del Infierno?
Vaya, así que también habían logrado convencerle...
—Iremos cuesta abajo durante cierto tiempo. Después...
Petri ya había empezado a menear la cabeza.
—No vayas hacia abajo. He oído contar cosas sobre algunos de esos sitios. Ataúdes al rojo vivo, demonios... Lo que quieras y más.
—No pensamos ir muy lejos. Vamos a construir un planea­dor para que nos lleve por encima de los muros.
—Ah, ¿sí? ¿Y dónde iréis luego? —La idea parecía divertirle mucho—. Lo único que conseguirás es meterte en más líos, ¿y para qué? Lo mejor que puedes hacer es conformarte con lo que te den, por muy injusto que te parezca.
—¿Injusto? —le preguntó Benito.
Petri se volvió rápidamente hacia él.
—¡Sí, infiernos, injusto! ¡No soy ningún glotón!
Benito meneó la cabeza, profundamente entristecido.
—La glotonería es prestarle una atención excesiva a las cosas de la tierra y, sobre todo, a lo que comes o dejas de comer. Lo que importa es la obsesión, no la cantidad.
Petri le contempló en silencio durante unos segundos.
—Vete a la mierda —acabó diciéndole con voz cansada, y volvió a hundirse en el barrizal. Antes de dejarle atrás pude oír su voz, hablando en un susurro consigo mismo—. Al menos yo no estoy gordo como esos animales. Yo sé cuidarme.
Estaba algo enfadado con Benito.
—No tenías por qué insultarle. Podríamos haber utilizado sus músculos. Eh...
Benito percibió el pánico que había en mi voz.
—¿Sí?
—¡Yo asistí al funeral de Petri! Tanto cuidar de su salud y acabó viéndose atrapado en la revuelta callejera de Watts... ¡Pero estoy seguro de que no le congelaron! ¡Su cuerpo fue incinerado!
—¿Congelarle?
No quise perder el tiempo explicándoselo. Petri había sido incinerado, le habían convertido en gases y ceniza. ¿Cómo habrían conseguido revivirle? ¿Cómo era posible que los Constructores de esta Infiernolandia hubieran llegado a encon­trar nada de él, ni tan siquiera los datos precisos para construir una copia robot? O una célula con la que fabricar un clon suyo... ¡Un cuerpo incinerado no puede estar más muerto!
Quizá tuvieran una especie de cámara temporal, algo que obedecía a unos principios físicos desconocidos. Pero si habían recreado a Petri debían ser capaces de grabar el pasado. Bueno, admitamos que pueden hacer eso, admitamos también que tienen campos capaces de retorcer el espacio, así como toda la ingeniería genética precisa para crear a Minos y para hacer que Carpentier no necesite comer, beber o dormir, y que pueden controlar el clima, y reducir la masa corporal de toda esa gente atrapada en el viento, y los conocimientos necesarios para construir toda Infiernolan­dia...
Carpentier, si son tan poderosos, ¿estás seguro de que quieres oponerte a ellos?
Por supuesto que no. ¡Lo único que quiero es salir de este sitio!
—Estás muy pensativo —dijo Benito—. Mira por dónde vas.
Me detuve justo al borde de un precipicio. Después seguí a Benito por un sendero lleno de curvas, un sitio bastante peligroso. El sendero iba y venía por el risco y había muchos puntos donde caer al abismo resultaba francamente fácil. Eso me asustó mucho. Después de todo, ya me había caído una vez...
Y, finalmente, pudimos ponernos en pie. Ya no granizaba.
La situación parecía haber mejorado bastante. Aun así, la zona de sombras que había bajo nosotros seguía estando llena de ruidos raros, ruidos que mi mente identificó como típicos de algún trabajo de construcción. Crash. Un largo silencio, con voces gritando órdenes demasiado lejanas para que resultaran comprensibles.
Crash.

7

El sendero llevaba hasta una planicie de arcilla seca. Cuan­do llegamos al fondo Benito, sin abrir la boca, puso el brazo ante mi pecho indicándome que debía quedarme quieto. No sentí ni el más mínimo deseo de discutir con él. Ya me había dado cuenta de que los gritos y el ruido venían hacia nosotros.
La fuente del ruido se acercó a gran velocidad: era un peñasco esférico que tendría como cuatro o cinco metros de diámetro y que avanzaba rebotando sobre aquella superficie agrietada parecida al adobe, rodeado por una multitud que no paraba de chillar. La multitud se encargaba de hacerlo avanzar, corriendo junto a él y empujándolo con la cabeza y los hom­bros, todo un gentío de hombres y mujeres vestidos con los harapos más esplendorosos que jamás hubiera visto. Entre ellos había restos de trajes de noche y terciopelos de la Res­tauración, togas académicas y creaciones originales de Gernreich, todo hecho pedazos y cubierto de suciedad.
El jefe llevaba unos pantalones a rayas, un frac y un anillo que habría hecho atragantar a un hipopótamo.
—¡Esta vez sí! —gritaba a pleno pulmón—. ¡Esta vez... les daremos su merecido!
—Ahora ya podernos pasar —dijo Benito con mucha calma.
—¿A qué venía todo eso?
¡CRACK!
Miré hacia mi izquierda. Dos masas de piedra traslúcida azul claro casi idénticas oscilaban levemente de un lado para otro. Ochenta o noventa seres humanos ataviados con los restos de lo que habían sido trajes elegantes yacían alrededor de las rocas igual que si una mano gigante acabara de espar­cirlos por allí.
Unos cuantos empezaron a levantarse. El jefe agitó el puño y gritó:
—¡Ladrones! ¡Tacaños, acaparadores! La próxima vez... ¡Venga, chicos, tenemos que coger más impulso! —Más y más gente empezó a levantarse del suelo, con expresiones de aturdimiento, y no tardaron en formar dos grupos que se apelotonaron alrededor de los dos peñascos y, con grandes esfuerzos, empezaron a hacerlos moverse en direcciones opuestas. El segundo grupo, el que estaba más lejos de nosotros, vestía de forma distinta: también llevaban harapos, pero sus trajes nunca habían sido gran cosa, ni cuando estaban enteros.
—Los Acaparadores y los Despilfarradores —dijo Benito—. Enemigos naturales. Se pasarán toda la eternidad intentando aplastarse los unos a los otros con esas rocas.
—Benito, juraría que esas rocas...
—¿Sí?
—Olvídalo. Estoy tan aturdido que soy capaz de creer cualquier cosa. —Seguimos avanzando a través de la llanura. A unos doscientos metros por delante de nosotros había una especie de seto que dejaba filtrar parte de los sonidos. Los tacaños estaban llevando su roca hacia allí, queriendo conse­guir una buena distancia por la que tomar carrerilla y hacer otro intento. Les seguimos hasta que llegaron al seto y se detuvieron. Entonces se dieron la vuelta y empezaron a empu­jar la roca en sentido contrario. Un hombre barbudo que vestía los restos de un traje de 1890 se encaró con el otro grupo.
—¡No supisteis aprovechar todo lo bueno que había en vuestras vidas! —les gritó—. ¡Ahora tendréis que pagar por eso!
No podía soportarlo más. Agarré por el hombro a una matrona de ojos llameantes. Se debatió, intentando escapar.
—¡Suéltame! Tenemos que aplastar a esos derrochadores...
—¿Habéis conseguido aplastarles alguna vez?
—No.
—¿Y crees que esta vez vais a conseguirlo?
—¡Puede que sí!
—Oh, claro —dije yo—. Oye, ¿qué pasaría si dejarais de empujar esa roca y os tomarais un descanso?
Examinó mi rostro, buscando alguna señal que le revelara si era retrasado mental.
—Nos harían papilla.
—Bueno, ¿y suponiendo que los dos bandos decidierais dejarlo?
Se apartó de mí y corrió hacia el peñasco, pegando el hombro a la roca azul, y todos empezaron a empujar para hacerla pasar por encima de un obstáculo del terreno.
—No podemos confiar en ellos —me gritó la mujer—. Y aun si pudiéramos... Tenemos que seguir. Minos podría...
—Sí, podría llevarse la roca —dije yo—. Ya me parecía haber reconocido ese color...
Algunos miembros del grupo me miraron con suspicacia. Un par de hombres se apartaron de la roca y vinieron hacia mí.
—¡Eh! ¡Esperad! Yo sólo jamás conseguiría llevármela. Y no quiero robárosla...
Eso les calmó. Uno de ellos, un hombre que vestía los restos de una blusa de campesino, me dijo:
—Los hay que llevamos aquí los años de Dios. La reina Artemesia dice que cuando vino el pedrusco aún tenía facetas. Debía ser muy bonito... —Y dejó escapar un suspiro melancó­lico.
Sí, debió serlo. Eh, Carpentier, ¿cuánto tiempo hace falta para desgastar las aristas de un diamante que mide cinco metros? Me volví hacia Benito. Estaba hablando con alguien tumbado en el suelo.
Era un hombre, y tenía las dos piernas aplastadas. La roca debía haberle pasado por encima. Seguía sufriendo los efectos del shock, porque no gritaba de dolor, pero no tardaría en hacerlo. La pulpa que antes había sido un par de piernas estaba cubierta de sangre.
—Tened compasión —nos dijo—, sacadme de en medio. Bastará con que pasen de largo unas cuantas veces, después podré mantenerme apartado de ellos...
No tenía remedio. Su mente estaba en tan mal estado como su cuerpo. Después de todo, quizá fuese lo mejor. Tendríamos que haberle llevado a un hospital pero, ¿por qué molestarse? Estaba acabado.
—Vamos a salir del Infierno —dijo Benito—. Primero iremos hacia abajo...
—¡Oh, no! ¡Ya sé lo que te hacen ahí abajo! Por favor, basta con que me dejéis un poquito más lejos, ¿eh?
Me pregunté dónde podríamos ponerle. Estábamos en una llanura de adobe cocido, sin ningún refugio entre el acantilado y el seto. Pero no podíamos dejarle allí, al descubierto. Le cogí por debajo de los brazos y le llevé a rastras hasta el acantilado para que pudiese morir en paz.
—Gracias —murmuró—. ¿Cómo te llamas?
—Allen Carpentier.
Su rostro se iluminó.
—Yo tenía todos tus libros.
—¡Eh! ¿De veras? —Había empezado a caerme bien.
—Es una pena que no tenga mi colección a mano. Podría pedirte que me los dedicaras. Tenía..., tenía todos tus libros. ¿Has oído hablar alguna vez de mi colección? Me llamo Allister Toomey.
—Claro. —Había conocido a muchos coleccionistas de li­bros y todos ellos, para su desgracia, habían oído hablar de Allister Toomey. Toomey había gastado una considerable herencia en libros, toda clase de libros, desde las primeras ediciones hasta los volúmenes con dos novelas en un solo tomo pasando por las noveluchas baratas y los tebeos que sólo ahora empezaban a resultar dignos de que alguien los adquiriese. Gran parte de sus posesiones habían sido únicas, insustitui­bles. Las guardaba todas en un enorme granero que había logrado conservar, no sé cómo.
Se lo había gastado todo en libros: no le quedaba ni un solo centavo para mantenerlos en las condiciones adecuadas. Los libros fueron pudriéndose dentro de aquel granero. Las ratas y los insectos cayeron sobre ellos, la lluvia empezó a filtrarse por el tejado. Si hubiera vendido unos cuantos habría conse­guido el dinero suficiente para conservar los demás. Había conocido a un montón de coleccionistas, y todos ponían mala cara en cuanto se hablaba de Allister Toomey.
—Supongo que no hace falta que te pregunte por qué estás aquí.
—No. Fui las dos cosas a la vez..., un acaparador y un derrochador. No pertenecía ni a un grupo ni al otro, estaba en medio... Supongo que es justo. Ojalá hubiera aceptado... algu­na de esas ofertas. Pero, ¿qué habría podido vender?
Asentí, dándome la vuelta. Toomey siguió hablando, ahora consigo mismo.
—La colección completa de la revista Analog... No, eso no, desde luego. Y la Alicia en el Pals de las Maravillas tampoco. Estaba dedicada. ¡Dedicada!
Adiós, Allister Toomey, que acababa de morir por segunda vez. Esperé en silencio junto a Benito hasta que la turba nos dejó atrás empujando a su peñasco y echamos a correr.
¡CRACK!
Más allá del seto no había sino una angosta cornisa, y después de ella un acantilado. Su fondo estaba oculto por una espesa capa de niebla, pero se encontraba muy lejos de noso­tros. No parecía haber forma alguna de pasar al otro lado.
Seguimos caminando junto a él durante kilómetros y kilómetros. Detrás del seto había más grupos de gente (¡CRACK!) gritando y maldiciendo (¡CRACK!) en varias lenguas.
Y poco después los sonidos acabaron cambiando. Maqui­naria, tintineo de martillos y taladros, los ruidos que hacen los obreros y sus herramientas.
¡Herramientas! Necesitaríamos herramientas para el pla­neador. Eché a correr hacia adelante.

Una gran parte de la cornisa se había derrumbado y la sima iba desde el acantilado, bajando por toda la ladera, hasta llegar al comienzo del risco que se alzaba sobre ésta. Un arroyo pasaba por el fondo y sus aguas habían hecho que el precipicio fuera todavía más profundo. A lo lejos pudimos ver siluetas humanas que trabajaban frenéticamente para construir una presa.
Y otro grupo, tan frenético como el primero, intentaba destruirla.
A nuestra altura se estaba produciendo una competición similar. Un grupo intentaba construir un puente a través del abismo y otro grupo se esforzaba por desmantelar el puente. Los constructores del puente y sus destructores eran tan nume­rosos que los dos grupos opuestos se extendían unos cincuenta metros en cada dirección. El espectáculo producía la impresión de una considerable cantidad de esfuerzos malgastados.
Me volví hacia Benito pero éste se limitó a encogerse de hombros.
—Es la primera vez que vengo por aquí. No creo que Dante visitara nunca este sitio.
El grupo que teníamos delante estaba formado por obreros de fundición que trabajaban frenéticamente con martillos y remaches para unir vigas, soportes, placas metálicas y cuanto les viniera a las manos. A lo lejos se veía el resplandor de una pequeña forja que fabricaba remaches. Estuve contemplando el espectáculo sin entender nada... hasta que vi a Barbara Hannover.
Y, de repente, lo comprendí todo. Conocía a Barbara desde hacía mucho tiempo. No era cruel y no odiaba a la gente, pero amaba a los animales salvajes por encima de todas las demás cosas. Cada vez que alguien proponía construir algo, lo que fuese —un puente nuevo, una autopista, casas, minas, centrales energéticas, pozos de petróleo o campos de cereal—, ella tenía un millón de razones por las que no se podía hacer. Sincera­mente, creo que si hubiera dado con una forma de conseguirlo, habría permitido que todos los trigales de Kansas volvieran a llenarse de praderas y búfalos.
Añádase a su celo fanático un doctorado en derecho por la universidad de Harvard y uno de los cerebros más brillantes de todo el país, y resultará fácil comprender por qué los amantes del progreso se echaban a temblar en cuanto Barbara se interesaba por lo que estaban haciendo.
Y, naturalmente, estaba intentando derribar su puente. De pronto tuve una idea y examiné más atentamente a los obreros que se esforzaban por construir el puente. Si Barbara estaba en esta zona de Infiernolandia, Peter no podía estar muy lejos... Y allí estaba, colocando remaches. Peter y Barbara habían estado casados durante un tiempo. Un tiempo bastante corto. Al igual que Barbara era incapaz de ver una casa en construcción sin sentir el deseo de conseguir un mandamiento legal para detener las obras y hacer venir a los bulldozer, Peter era incapaz de ver un paisaje hermoso sin sentir el deseo de mejorarlo añadiéndole una cabaña de troncos. Hicimos una excursión juntos. Los ochenta kilómetros del trayecto fueron un largo plan de construcciones y explotación del terreno, con ideas para mejorar el sendero de acceso, edificar albergues, presas de castores artificiales, poner barandillas allí donde el acceso era más difícil... Estuve a punto de matarle antes de que volviéramos al coche.
—Tiene sentido —le dije a Benito—. Sentido artístico, claro. Aquí abajo todo acaba encajando. Tanto Peter como Barbara eran unos fanáticos.
Ninguno de los dos se había fijado en mí. Y, de todas formas, no creía que esa clase de herramientas pudieran sernos de utilidad. Pero corriente arriba se veía un puente de madera, con un grupo dándole los últimos toques mientras que otro grupo intentaba destrozarlo usando sierras.
Contemplé las sierras y se me hizo la boca agua. Una sierra nos bastaría para construir el planeador. Había otras herra­mientas que nos serían de utilidad, pero podíamos improvisar­las, mientras que fabricar una sierra sería bastante difícil. Necesitaba apoderarme de una.
Lo gracioso es que cada grupo utilizaba las herramientas del otro. Por ejemplo, un tipo estaba dando martillazos para clavar una viga en su sitio mientras que otro iba aserrándola por la mitad... y se limitaban a eso, y a gritarse insultos los unos a los otros. Las reglas de Infiernolandia eran más com­plicadas de lo que había pensado en un principio.
O quizá fuera que aquellos robots estaban programados de una forma muy extraña.
Pero, desde luego, se parecían mucho a Pete y Barbara.
Esperé hasta que uno de los progresistas dejó su sierra en el suelo y me lancé hacia ella. Demasiado tarde. Una mujer de rasgos ascéticos la cogió y empezó a utilizarla en el soporte que el hombre había estado terminando.
La próxima vez fui más rápido. La mujer dejó en el suelo su sierra para coger un hacha y yo me apoderé de ella sin perder un segundo. Al lado de la sierra había un berbiquí, una sencilla espiral de acero más valioso que su equivalente en diamantes, y también logré apoderarme de él.
Cualquiera habría pensado que eran diamantes. La señora Cara de Halcón se lanzó sobre mí blandiendo el hacha y su compañero el constructor venía justo detrás de ella. No nece­sitaba un hacha. Podría haberme partido en tres pedazos.
—¡Corre! —grité.
Benito me oyó. Salimos disparados hacia el sendero que llevaba cañada abajo. Era angosto y sinuoso, pero parecía más seguro que cuanto dejábamos atrás.
Por lo menos había conseguido una cosa. Había hecho que aquellos dos cooperasen por primera vez desde que Infiernolandia fue abierta al público.
Por desgracia, el objetivo de su cooperación era hacerme pedacitos. El sendero trazó una curva y empezó a bajar por el risco. Lo seguimos.

8

Tres metros por debajo de donde empezaba el risco había una cornisa y nos detuvimos en ella un momento para recupe­rar el aliento. Me pareció sentir que el risco temblaba y le hablé de ello a Benito.
—No es un buen sitio para quedarse —me advirtió—. Allen, con el tiempo descubrirás que en el Infierno no hay lugares seguros. No importa dónde te detengas..., bueno, no te gustará.
—No me resulta difícil creerlo. —Lo importante era salir de aquí y cuanto más pensaba en ello más me gustaba la idea del planeador. Ahora tenía una sierra que podría utilizar para la armazón, las varillas y los ejes, si es que podía encontrar algo que cortar con ella.
Seguía preguntándome qué utilizaríamos como tela, pero en algún sitio tenía que haber un almacén para la ropa. Lo que llevábamos Benito y yo serviría. Estaba hecho de un tejido muy apretado y resistente, y había logrado desprenderse de la mayor parte del barro y la suciedad a través de la que nos habíamos arrastrado. Lo cogí por una punta y probé la calidad de la tela soplando sobre ella. Apenas si dejó pasar el aire. Iría estupendamente. La cornisa volvió a temblar. Me pregunté si sería algo hecho pensando en nosotros y un instante después me reí de mí mismo. ¿Terremotos a medida? Los Constructores eran poderosos pero, ¿podían ser tan poderosos?
Seguimos por la cornisa hasta que nos detuvo una cascada que caía justo delante de nosotros. El agua era negra y sucia, y apestaba igual que una alcantarilla, pero la cascada fluía hacia abajo y había acabado abriendo un cauce en el risco. Junto al cauce creado por la cascada había asideros donde poner la mano.
¿Cuánto tiempo necesitaría un curso de agua para tallar semejante cauce? Dependería de cuál fuese la composición de la roca. Y, naturalmente, los Constructores podían haberse encargado de crear esos asideros, aunque tenían un aspecto bastante natural.
Pasado un tiempo llegamos al final del risco. El suelo iba bajando de nivel rápidamente. Encontramos un sendero que bordeaba el arroyo pestilente, dando vueltas y serpenteando cada vez más y más hacia abajo, con algunos riscos bastante empinados esparcidos junto a él.
Sería el sitio ideal para lanzar un planeador si podíamos subirlo a uno de ellos. Arrastrarlo hasta ahí arriba, al final de un risco, y empujar... Sí. Las cosas tenían cada vez mejor aspecto pero primero teníamos que construir el planeador y, ¿de qué iba a construirlo? Quería ver aquellos árboles. Apreté la sierra contra mi cuerpo.
Benito estaba mirándome fijamente. Le devolví la mirada.
—Perdóname —dijo—. Agarras esa herramienta de una forma que ya he visto antes.
—Ah, ¿sí?
—Sí, en monjes atormentados por la duda, monjes que se aferraban a un crucifijo para convencerse de que su religión es auténtica.
—Vamos a necesitar esta sierra. Y también necesitaremos otras cosas. Madera, y cuerda para el planeador...
—¿Servirá eso? —Señaló hacia abajo.
Ya casi habíamos llegado al fondo. Estábamos ante un pantano pestilente. Una espesa capa de barro ocultaba la mayor parte de la ciénaga, con sólo algunos puntos de ella visibles a través del barro. Cosas invisibles se agitaban en las sucias aguas, pero también había matorrales y árboles cubier­tos de lianas. ¡Madera! ¡Lianas! ¡Desde luego, con todo eso podía construir un planeador!
—Ahora lo único que necesitamos es tela. Tiene que haber un depósito en algún sitio. O una lavandería. Algo...
Benito suspiró.
—Sí, lo hay.
—¡Magnífico! ¿Podemos conseguir una buena cantidad de trajes como éstos?
—No será sencillo.
—¿Sencillo? —Me reí—. ¡A quién le importa eso, con tal de que salgamos de aquí!
Benito puso cara de decisión, con lo que su rostro recordó mucho al de un bulldog.
—Muy bien. Te ayudaré a conseguir lo que necesitas. Te ayudaré a construir tu planeador. Te ayudaré a llevarlo hacia la dirección que escojas. A cambio, debes prometerme que si este loco plan tuyo fracasa, vendrás conmigo hasta la verda­dera salida.
—Sí, claro, claro. —La verdad es que no le estaba escuchan­do. Me interesaba demasiado el pantano que teníamos delante.
Las cosas que chapoteaban en su interior eran seres huma­nos. Algunos de ellos se limitaban a estar inmóviles, medio sumergidos, diciendo tonterías y con la boca llena de fango y suciedad. Otros luchaban entre sí, pero no logré ver por qué. Agitaban las pestilentes aguas, poniendo al descubierto cria­turas viscosas cubiertas de fango. Una espesa niebla se cernía sobre el lugar, y apenas si podía ver a un par de metros de distancia.
—Por aquí. —Benito se internó en el pantano. Parecía saber lo que estaba haciendo, pues el pantano resultó no ser demasiado profundo: el agua nos llegaba hasta los tobillos. Mis sandalias empezaron a llenarse de un fango viscoso y franca­mente desagradable. De vez en cuando encontrábamos suelo sólido a unos pocos centímetros por debajo del barro.
Fuimos avanzando por entre los árboles y la espesura. Examiné uno de los troncos y utilicé mi sierra para cortar una rama. La madera parecía lo bastante fuerte y era muy flexible. Corté un trozo de liana y descubrí que era muy dura: no se rompería.
¡Lo conseguiríamos! ¡Podíamos construir un planeador!
A medida que nos íbamos adentrando en el pantano el número de personas hundidas en él disminuía, pero a mis oídos llegaban maldiciones proferidas en todos los lenguajes imagi­nables, gente gritándose entre sí, y también pude oír ruido de golpes. De vez en cuando una silueta cubierta de barro inten­taba llegar hasta nosotros pero siempre había otros que la agarraban y la arrastraban de vuelta a la ciénaga. Me estremecí. ¿Por qué hacían eso?
—Los iracundos —dijo Benito—. Y los de mal temperamento. Los pecadores más terribles de todo el Infierno superior. —Iba a decir algo más pero tropezó con un cuerpo tendido en el fango y estuvo a punto de caerse.
Era un hombre cubierto de barro y suciedad, tumbado en posición fetal. Tenía los ojos abiertos y nos estaba mirando. Bueno, en realidad no nos miraba a nosotros, sino al universo en general...
—Hola —le dije.
—Ven con nosotros —añadió Benito—. Hay una salida. —No logró sonar demasiado convincente y, por supuesto, no obtuvo respuesta alguna—. Recuerda que hay una salida. Hacia abajo, aceptándolo todo...
—Venga, se encuentra en estado catatónico. —Que Benito perdiera el tiempo predicándole a un catatónico que parecía un muñeco de goma me resultaba bastante molesto. ¿Sería cierta mi teoría del manicomio? Un psicodrama a gran escala...
Entonces, ¿por qué estaba aquí? ¿Y Jan Petri, y Pete, y Barbara? ¡Era como si los Constructores hubieran revivido a todas las personas que habían existido a lo largo de la historia! Y después habían empezado la tarea de curar a los locos... ¿Pensaban que yo era uno de esos locos?
Más adelante había otro cuerpo, y éste no tenía nada de catatónico. Estaba en pie, mirándonos fijamente, mientras que otros se debatían en el fango a su alrededor. Para dejarle atrás tendríamos que habernos metido en la ciénaga y a juzgar por las ondulaciones del agua no sólo nos cubriría hasta la cabeza, sino que nos veríamos rodeados por los que luchaban. Nunca nos dejarían salir de allí.
—Discúlpanos —le dijo Benito con amabilidad—. El sendero es lo bastante ancho para que pasemos, si tienes la bondad de dar dos pasos hacia adelante.
—Largo.
—No pretenderás impedirnos el paso, ¿verdad? —Benito seguía mostrándose muy amable, pero su voz se había vuelto un poco más seca y dura.
—He necesitado cien años para llegar aquí arriba —dijo aquel hombre— Vosotros nunca habéis estado en el barro. Si fue lo bastante bueno para mí, también lo será para vosotros.
Era un tipo alto, con brazos robustos, y parecía hablar totalmente en serio.
—Hazte a un lado —le dijo Benito. Ahora estaba dando órdenes—. Si quieres puedes venir con nosotros. Si quieres..., y si puedes, cosa que dudo. Pero no nos impedirás salir de aquí. —La voz de Benito seguía teniendo aquel timbre de autoridad que había intimidado a Minos, y por unos instantes hizo que aquel tipo pareciera asustarse un poco.
—¿Te conozco? —le preguntó, mirando fijamente a Benito—. Estoy seguro de que te conozco. Bueno, no importa quién infiernos seas, si quieres pasar tendrás que usar el mismo método que yo usé para subir aquí.
—Amigo, no nos dejas elección —dijo Benito.
—¡Aja! ¡Yo te conozco! Eres Ben... ¡Eh! ¡Suelta! ¡Eh!
Benito le cogió por los hombros y le alzó en vilo, con la misma facilidad que si hubiera sido un niño. Boquiabierto, vi cómo Benito le arrojaba al pantano. Y ni tan siquiera jadeaba.
—Vamos, Allen.
—Sí. Claro. —Le seguí, aturdido, preguntándome quién sería realmente Benito. ¿Un luchador profesional? ¿Un forzudo de circo? Lo que había hecho era imposible. Lo había visto hacer antes, pero no muy a menudo, y Benito no parecía tan fuerte.

9

Acabamos dejando atrás la vegetación y los árboles y llegamos a una zona donde las aguas estaban limpias. Junto a ellas había una gran torre negra. No pude ver a nadie en ella pero de repente se encendió una luz en la ventana de arriba. La luz ardió con el rojo resplandor de un rubí, iluminando todo el pantano.
¿Rojo? ¿Rubí? ¡Un láser! Nada mágico, sólo una señal de láser emitida desde una vieja torre de piedra. Y a lo lejos, en la negrura de la ciénaga, un destello luminoso del mismo color que la señal parpadeó brevemente.
—Phlegyas enseguida vendrá a por nosotros —dijo Benito—. Debes tener cuidado. No digas nada que no debas decir, y procura hablar lo menos posible. Deja que yo me encargue de manejarle.
—Claro. ¿Porqué?
—Porque somos fugitivos y nos estamos aproximando a los..., bueno, a los centros administrativos del Infierno. Aquí hay demonios. Centinelas. Pueden hacernos cosas terribles.
—Apuesto a que sí pueden. —Ya había visto bastantes atro­cidades. Quizá los únicos locos de este sitio fueran los Cons­tructores... Parecía gustarles mucho el dolor.
De algún punto situado detrás de nosotros llegaron gritos de rabia y agonía, así como un fuerte chapoteo. Creí ver ondulaciones en la zona de agua limpia que se extendía ante nosotros.
Y entonces algo fue cobrando forma en la penumbra, algo que avanzaba hacia nosotros.
Era un bote. Un hombretón barbudo con una tiara de oro en su frente se mantenía de pie en la popa sosteniendo un gran remo entre sus manos. Remaba lentamente pero el bote se movía. Estuve a punto de reírme. Desde luego, no se esforzaba lo suficiente para conseguir semejante velocidad... El bote debía tener algún tipo de propulsión a chorro oculta, o algo semejante.
—¡He vuelto a pillarte! —graznó el hombretón—. Ah, Benito, atrapado una vez más. ¡Buen trabajo! —Me miró, y su sonrisa no tardó en desvanecerse—. ¿Quién eres?
No respondí.
—¿Fuiste sentenciado al Infierno inferior?
—Phlegyas, ocúpate de tus asuntos —dijo Benito—. Acerca el bote a la orilla. No tengo ganas de meterme en tu sucio pantano.
—No te gusta el frío, ¿eh? —Phlegyas parecía encontrar eso muy divertido—. ¡Bueno, allí donde vas pronto dejarás de tener los pies fríos! Sube a bordo, Benito, sube a bordo. El otro tiene que quedarse aquí, naturalmente. Mis órdenes sólo hablan de ti. —Volvió a mirarme—. ¿No tienes un pase de Minos? ¿Algún documento? No puedes venir.
—Vendrá con nosotros —dijo Benito—. La decisión ha sido tomada en el lugar cuyas decisiones deben cumplirse. Y ahora, acerca el bote a la orilla.
Phlegyas se encogió de hombros.
—De acuerdo, de acuerdo, ya veo que conoces la fórmula... —Su voz se había convertido en un desagradable gemido quejumbroso—. Desde que Dante publicó ese libro esto ha sido un auténtico infierno... Te sorprendería saber la cantidad de gente que utiliza eso conmigo. Y no puedo hacer nada por evitarlo, claro.
Subimos al bote y tomamos asiento cautelosamente en él. Me di cuenta de que el bote no se hundía ni un solo centímetro. ¿Es que no pesábamos nada? ¡En ese caso, podríamos caminar por encima del pantano! Pero eso era una estupidez, porque el pantano no paraba de hervir y burbujear, lleno de cuerpos... y nos habíamos hundido en el barro hasta los tobillos. Aún podía oler esa pestilencia en mis pies.
De vez en cuando una nariz aparecía por encima del agua: alguien tragando aire. Unos instantes después volvía a esfu­marse. ¿Cuánta gente habría en ese pantano? Pude oír gritos de rabia, dolor y agonía, así como maldiciones proferidas en todos los lenguajes, pero la penumbra y la niebla hacían que me fuera imposible distinguir ningún detalle.
Phlegyas remaba rápidamente y el bote no tardó en apar­tarse de la orilla. La niebla nos encerró en un círculo de agua oscura en la que se agitaban rostros contorsionados por el esfuerzo de gritar, tripas de gallina y el resto de basuras y excrementos que llegaban de la tierra de los Derrochadores y los Acaparadores.
A veces una sucia garra brotaba del agua intentando aga­rrarse a la borda y Phlegyas la golpeaba con una pértiga de casi dos metros que tenía preparada. Remar con un solo brazo no parecía costarle ningún esfuerzo.
—¿Sabes una cosa? Con los auténticos supervisores esa fórmula no funciona —dijo. Se puso bien la tiara y nos miró con expresión hosca—. Me arrebataron el poder necesario para tomar decisiones. Cometí un par de errores, sólo un par de miserables errores, y ahora creen que pueden arreglárselas mejor sin mí. Más de dos mil años de servicio y los recién llegados tienen más poder que yo. No es justo, ¿entiendes? Bastardos. Bastardos idiotas... Pero espera y verás, no te dejarán seguir sin un pase.
—Cállate, viejo —dijo Benito.
—Humph. —Phlegyas empezó a remar más deprisa. El bote salió disparado hacia adelante. Ahora podía distinguir una tenue claridad rojiza. La niebla empezó a despejarse y pronto pudimos sentir el calor.
Delante nuestro había muros. Los muros tenían torres y algunas de esas torres brillaban con una luz rojo cereza. El calor irradiado ya empezaba a resultar molesto. Un gran barrizal iba de las torres al pantano, y pude ver un embarcadero situado al extremo de una angosta cala.
Fuimos hacia él. Un hombre apareció por una puerta de la pared. Era viejo y andaba encorvado, con paso cojeante. Llevaba una caja que tendría como un metro de arista y unos tres centímetros de altura.
Se dirigió hacia el agua y utilizó una pala para llenar su caja de barro. Después se dio la vuelta y echó a correr, con su túnica revoloteando detrás de él. Acabó metiéndose a toda velocidad por la puerta de la que había salido. No tenía sentido.
Me volví hacia Benito pero él se limitó a encogerse de hombros. Tampoco entendía nada.
Entramos en la cala.
—Puedes dejarnos en el embarcadero —dijo Benito.
—De eso nada. —Phlegyas siguió remando.
—Sería más cómodo.
—Aja.
—Entonces, ¿por qué no nos dejas allí? —le pregunté.
—Porque no estoy obligado a ello —respondió Phlegyas. Siguió remando hasta que llegamos a otro embarcadero—. Las reglas dicen que de una terminal de transbordo a otra, y ahí es donde vamos. No dicen nada sobre paradas en la Cala de Himuralibima.
Benito frunció el ceño pero no dijimos nada. El bote llegó hasta el atracadero. No había nadie para recibirnos, y la verdad es que no lo lamenté.
—Fuera, fuera —gritó Phlegyas—. Hay más en camino. Los viejos como yo nunca descansamos, nunca... Fuera, fuera. —Alargó la mano hacia su pértiga y salimos del bote antes de que pudiera golpearnos con ella. Apenas estuvimos fuera del bote Phlegyas empezó a remar, yendo hacia la otra orilla tan deprisa como si el bote fuera una lancha motora.
La ciudad se encontraba a medio kilómetro de distancia caminando por aquel barrizal de fango endurecido y pestilente. Los muros estaban calientes, aunque aquí no tanto como en otros puntos. Un kilómetro y medio a nuestra izquierda se veía la torre iluminada por una claridad rojo cereza.
¡Corrientes de aire caliente! Aquí habría corrientes de aire caliente. Si pudiéramos llevar el planeador a través del panta­no... Haría falta suerte y tendríamos que subir muy arriba de ese risco para conseguirlo, pero podía hacerse.
—Ten mucho cuidado —dijo Benito—. Tendré que engañar a los funcionarios. No se te ocurra sacarles de su error.
—¿Quieres decir que vas a contarles mentiras? Oh, Benito, pero eso es pecado... Si dices mentiras podrías acabar yendo al Infierno.
Benito se lo tomó muy en serio.
—Lo sé. Es una de las razones por las que estoy aquí.
—Hum, pero serán mentiras dichas por una buena causa...
—Creía que mis mentiras eran por una buena causa. —Se encogió de hombros—. El Mandamiento habla de dar falso testimonio y, por extensión, del engaño malicioso, y el fraude, y las perversiones de la honradez y el honor. No vamos a hacer nada de eso y, como tú dices, es por una buena causa. O eso espero. Estamos pisando terreno peligroso, Allen.
—Vamos —le dije. Fui hacia la puerta que podía ver ante nosotros. Nunca se me ocurriría volver a gastarle ese tipo de bromas.
Cada vez hacía más y más calor. A nuestra izquierda, cerca de la torre al rojo vivo, se veían los restos de una gran puerta arrancada de sus goznes. Y delante de ella había cosas mon­tando guardia. Estaban a bastante distancia de nosotros y allí había la cantidad de niebla y humo suficiente para que no pudiera distinguirlas con claridad. Pero las siluetas parecían bastante extrañas, como si estuvieran deformadas. No quise preguntarle a Benito qué eran.
Llegamos a una puerta de tipo holandés abierta en la parte superior y con un mostrador en la mitad de abajo. Un chorro de calor brotaba de la abertura. Un hombre de expresión aburrida que llevaba un gran cuello duro y parecía salido de una novela de Dickens era visible al otro lado de la puerta, en un pequeño despacho. Sus flacos rasgos transmitían una fuerte impresión de mal humor, y el calor no debía hacer mucho por mejorar su estado de ánimo. Tenía un escritorio que recordaba a los que se ven en los grabados con que ilustran la historia de Scrooge, una cosa de madera bastante alta. Estaba de pie delante de ella, pues en el despacho no había sillas ni taburetes. Llegamos al mostrador y esperamos.
Y esperamos, y esperamos, sintiendo cada vez más y más calor, mientras que el oficinista revolvía los papeles de su escritorio. Parecía estar leyendo todas y cada una de las líneas de un inmenso documento que tendría una docena de páginas. De vez en cuando usaba un lápiz rojo para marcar alguna línea. Cuando vi que parecía dispuesto a seguir pasando páginas y hacer anotaciones sin dignarse ni tan siquiera mirarnos, di un puñetazo en el mostrador.
—¿Somos invisibles o qué? —le pregunté.
—Un momento, señor. Un momento, por favor. Aquí anda­mos muy cortos de personal, señor. Tendrá que esperar, señor. —Convirtió cada «señor» en una maldición.
—Haría mejor atendiéndonos. —La voz de Benito tenía ese timbre seco, aquel pequeño matiz de aviso. El oficinista miró a su alrededor con cara de preocupación. Estaba claro que ninguno de los dos le resultábamos familiares, lo cual no tenía nada de sorprendente.
—Sus documentos, por favor.
—No tenemos documentos —respondió Benito.
—Oh, vaya, vaya, así que hoy va a ser uno de esos días... —murmuró el oficinista—. Bien, si no tienen documentos no pueden entrar. Las reglas son muy estrictas. Tendrán que volver y conseguir documentos. —Fue nuevamente hacia su escritorio y empezó a examinar los papeles que había esparci­dos sobre él.
—Tenemos que entrar: venimos a cumplir una misión —dijo Benito—. Que nos ponga obstáculos no le hará ningún bien a su historial.
El oficinista nos miró, muy nervioso. Volvió a examinar­nos atentamente, fijándose en el barro que cubría nuestras túnicas y notando la pestilencia emanada por nuestras sandalias. Aquello pareció animarle.
—¿Qué cargo desempeñan dentro? —preguntó.
—No tenemos ningún puesto fijo —respondió Benito.
—No puedo ayudarle, señor. Me limito a encargarme de los registros del Sexto Círculo. La ventanilla de al lado, por favor. —Volvió a su escritorio. Esperamos. Benito empezó a silbar una cancioncilla bastante monótona. El oficinista acabó vol­viéndose de nuevo hacia nosotros—. ¿Sigue aquí, señor? Ya se lo he dicho. La ventanilla de al lado, por favor.
—Ahora debemos ir al Sexto Círculo.
—¿Por qué no me lo han dicho antes? —protestó el oficinis­ta—. Muy bien. —Metió la mano en un armarito y sacó de él lo que parecían volúmenes escritos a mano y trocitos de lápiz—. Si no tienen los documentos apropiados, tendrán que rellenar estos impresos.
Los impresos tenían veinte páginas llenas de cuadraditos, y constaban de original y nueve copias. No sólo no había papel carbón disponible, sino que los cuadraditos ocupaban lugares distintos en cada copia, aunque todos pedían la misma infor­mación.
—Creo que no nos molestaremos en llenarlos —dijo Benito.
Perdí los estribos.
—¿Para qué infiernos necesita saber todo eso? ¡El tipo san­guíneo de mi bisabuela! Por qué he de rellenar este impreso?
—Tienen que rellenarlos. —El oficinista parecía cada vez más y más irritado—. Como pueden ver están en blanco, ¿no? Y, como pueden ver, hace falta rellenarlos. Miren, allí lo dice, arriba de todo: «Sustitución de documentos perdidos, petición D-345t-839y-4583, a entregar con nueve copias». Sin esa información no puedo hacer nada por ustedes.
—¿No hay excepciones?
—Por supuesto que hay excepciones, señor. Hace dos mil años hubo una. Eso fue antes de mi época, pero aún hablan de ello. —Se estremeció—. Pero, obviamente, usted no es Él. ¿Alguno de los dos está vivo? ¿Es que alguno de ustedes puede llamar a los ángeles? Eso también está en el libro. —Sus ojos fueron hacia un estante lleno de folios que había encima de su escritorio—. Volumen sesenta y uno, página ochocientos no­venta y cuatro, párrafo setenta y siete punto ochenta y dos... Me alegra que hayamos pasado a utilizar el sistema decimal, pero a la mayor parte de nosotros no nos gusta... Allí lo dice muy claro, cualquiera que sea capaz de llamar a los ángeles podrá pasar. Pero si piensan hacer su petición amparándose en esa regla tendrán que ir a la puerta principal. No me demues­tren que pueden hacerlo. Limítense a ir a la puerta principal y ellos se encargarán de ustedes.
—Pero usted no piensa dejarnos pasar —dijo Benito—. ¿Ni tan siquiera si le digo que en caso de que no lo haga va a meterse en graves apuros?
—Conozco mi deber. No pasarán por aquí.
—De acuerdo. Ha hecho usted bien —dijo Benito—. Si nos hubiera dejado entrar habríamos dado parte de ello. Ahora puede esperar un informe favorable. ¿Quién es su jefe?
El oficinista miró fijamente a Benito.
—La señora Playfair. Antiguamente encargada de una esta­feta de correos. Pero...
—Oh, vaya —dijo Benito—. Creo que, después de todo, no podré ayudarle. Entregarle el informe a ella no serviría de nada...
El oficinista estaba bastante nervioso.
—¿Por qué no, señor? —El «señor» ya no era una maldición.
—No tengo autorización para revelárselo.
—Ah. Quiere decir... —Tragó saliva. No sé qué estaba ima­ginándose que iba a pasarle a la señora Playfair pero, fuera lo que fuese, parecía tenerle tremendamente preocupado—. Pero, ¿qué le sucederá a su gente? ¿Qué será de mí!
Benito puso cara de abatimiento.
—Ya conoce las reglas...
—¡Pero yo siempre he actuado correctamente. Mis archivos están perfectamente ordenados... Oh, vaya, oh, vaya, le dije que no debía haber dejado entrar a ese hombre en la sala de registros, le dije que no tenía las credenciales adecuadas, ¡se lo dije! Fue todo culpa suya, se lo dije... Mis archivos están perfectamente ordenados. Y ellos ni siquiera les echarán un vistazo, se limitarán a... —Había empezado a retorcerse las manos y sus ojos iban y venían por el despacho, contemplando su escritorio y sus archivos.
Benito frunció el ceño.
—Sería una pena verle acabar metido en pez hirviendo...
—¡EN PEZ HIRVIENDO! —gritó el oficinista.
—¿Está seguro de que todos sus archivos se encuentran perfectamente ordenados? —le preguntó Benito.
—¡Por supuesto que sí! Mire, usted mismo puede verlo. —Hizo algo que abrió la puerta.
Benito y yo entramos en el despacho. Benito cogió uno de los volúmenes manuscritos y lo hojeó.
—Lo mantiene al día, ¿verdad? ¿Todas las revisiones en su sitio a medida que se van produciendo? ¿Dónde están todas sus hojas de revisión por cumplimentar?
—No tengo ninguna —dijo secamente el oficinista.
—Hmmm. —Benito cogió el fajo de impresos que había sobre el escritorio del oficinista—. ¡Esto no está bien! —Empezó a examinarlos rápidamente.
—¡Pero es que aún no había comprobado la séptima copia! —gimió el oficinista—. ¡Estaba haciéndolo cuando me interrum­pieron! No puede informar de mí por eso, estaba intentando atenderles y...
Benito le devolvió los impresos. El oficinista los repasó y sacó de ellos un abultado juego de papeles. Las primeras seis páginas estaban rellenadas con lápiz y después el color de la sustancia utilizada para escribir cambiaba haciéndose más oscuro. Benito los examinó con curiosidad.
—Eso apenas si puede leerse.
—Se le acabó el lápiz —dijo el oficinista—. Volumen cuatro, página noventa y ocho, párrafo seis: allí dice bien claro que el solicitante no puede usar más de un lápiz, así que le hice rellenar los demás impresos con otra cosa. Usó su sangre.
—¿Su propia sangre? —pregunté yo.
—¿De dónde si no iba a sacar sangre? —El oficinista se volvió hacia Benito—. ¿Quién es este hombre?
—Está bajo mi custodia. Testigo. No es asunto suyo, no se preocupe por eso. —Le devolvió los impresos—. Parece estar en orden.
—Gracias. —Una oleada de alivio se extendió por el rostro del oficinista.
—Había una línea muy difícil de leer. La próxima vez debería ser más cuidadoso.
—Sí, señor. Desde luego, señor. ¿Ha terminado con esto?
Benito asintió. El oficinista cogió el papel —la copia número siete del juego de nueve—, y lo arrojó a la papelera del rincón. El papel se incendió. Me quedé mirándolo. ¿Un hombre había utilizado su propia sangre para rellenar ese impreso? Examiné los impresos que el oficinista nos había entregado.
Y, cierto, en la parte superior de la copia número siete, decía «DESTRUIR». La copia número ocho era para el «SO­LICITANTE» y la copia número nueve tenía que ser «ENVIADA A LA SECCIÓN DE ESTADÍSTICA».
—¿De qué se acusará a la señora Playfair? —preguntó el oficinista en voz baja.
Benito frunció el ceño.
—Tengo entendido que hay problemas con los uniformes y el aprovisionamiento...
—Pero si nosotros no tenemos nada que ver con eso.
—Precisamente —dijo Benito con voz sentenciosa. El ofici­nista puso cara de haberlo entendido todo de repente. Asintió—. Ahora nos encargaremos de echarle un vistazo a eso —dijo Benito—. Siga así, esto...
—MacMurdo. Vincent MacMurdo. ¿Se acordará?
—Desde luego. —Benito abrió la puerta interior del despacho y la mantuvo abierta para que pasara. Crucé el umbral, inten­tando no correr.

10

Benito me siguió, cerrando la puerta a su espalda. Me dejé caer contra la pared, con todo el cuerpo temblando de risa.
Pero enseguida me aparté de ella. La pared estaba ardiendo. Olí a tela chamuscada. Un segundo más y me habría hecho una buena quemadura.
Estábamos en un pasillo que se extendía infinitamente en ambas direcciones. Tenía unos tres metros de ancho por otros tantos de alto, y a lo largo de él había puertas situadas a intervalos regulares. La gente iba y venía rápidamente en ambos sentidos, sin prestarnos ninguna atención.
¡Y había gente de todas clases! Hombres y mujeres con túnicas muy holgadas, con uniformes del Correo de los Esta­dos Unidos, con trajes coloniales, con los cuellos duros que llevaba el oficinista dickensiano, con uniformes militares, vestidos de mandarines chinos, con trajes modernos, llevando monos con insignias en las que se veían planetas, estrellas y soles llameantes..., un torbellino de humanidad que no paraba de moverse y nos apartaba de su camino igual que si no estuviéramos allí.
Nadie iba a fijarse en nosotros por lo extraño de nuestra vestimenta.
El viejo que habíamos visto fuera pasó junto a nosotros, casi corriendo. Llevaba una caja llena de fango recién recogido y mientras corría no paraba de removerlo con un palo. Le vimos meterse por una puerta y desaparecer.
Alguien se había parado junto a nosotros y estaba riéndose. Vestía una toga romana.
—¿Habla inglés? —le pregunté.
—Desde luego. —Seguía riéndose.
—¿Quién era ése? —le pregunté.
El hombre dejó de reírse y me miró fijamente. Llevaba una especie de tabla de madera cubierta de cera y sobre la cera había letras.
—¿Eres nuevo aquí? —me preguntó.
—Venimos de otra división —se apresuró a decir Benito. Bajó la voz—. Misión especial.
El romano se apartó un poco.
—No creo que estéis interesados en Himuralibima, ¿verdad? Es nuestro funcionario más respetado.
Benito le miró, como quien sabe muy bien de qué está hablando. Yo seguía poniendo cara de no entender nada.
—El secretario de Hammurabi, ya sabes... Inventó los regis­tros.
—Ah —dije yo. ¿Hammurabi? Oh, claro, es el secretario de Hammurabi. Y yo soy Napoleón Bonaparte—. Pensaba que después de todos estos años le habrían permitido descansar un poquito, ¿no?
—Pero es que no puede descansar —protestó el romano—. Le han ofrecido jubilarse pero tiene que rellenar los impresos adecuados y en su caso, naturalmente, están en escritura cuneiforme. Y, ¿te has fijado en el calor que hace aquí dentro?
No podía aguantarlo. Eché la cabeza hacia atrás y solté una carcajada que casi era un rugido. Me reí sin parar, auténticas olas de risa que me ahogaban, pensando en aquel primer burócrata que intentaba rellenar los impresos de su jubilación antes de que el calor secara el barro...
¿La Cala de Himuralibima?
Benito se limitó a asentir.
—Muy apropiado. Estoy seguro de que tendrá usted trabajo que hacer, signor...
—Oh, sí, por supuesto —dijo el romano—. Discúlpenme. —Pasó junto a nosotros y se alejó andando rápidamente por el pasillo. Nuestro oficinista salió de su despacho. El romano se detuvo ante él y los dos empezaron a hablar en susurros.
—Allen, ¿es que siempre has de hacer preguntas innecesa­rias? —me dijo Benito.
—Soy escritor. Y, naturalmente, hago preguntas.
—Por favor, deja de hacerlas. Aquí no. Por el momento estamos a salvo. Piensan que... —Me hizo una leve seña con los ojos.
No moví ni un músculo, limitándome a mirar. El romano había hecho pararse a otra persona y estaba hablando con él. El joven al que había hecho pararse, vestido con el uniforme del ejército de los Estados Unidos de los años 30, movió la cabeza, asintiendo. Unos instantes después hizo pararse a otra persona y los dos empezaron a miramos disimuladamente. Hicieron pararse a unos cuantos más...
—Están hablando de nosotros —dije.
—Sí. Y esperemos que estén diciendo lo que más nos conviene. Ahora tenemos que encontrar el centro de suminis­tros.
Allí donde íbamos éramos precedidos y seguidos por mur­mullos. Y, además, la gente se apartaba de nuestro camino. Si queríamos cruzar un umbral, si dábamos la más mínima im­presión de que ése era nuestro deseo, se producía una conmo­ción general en la que todos se esforzaban por abrírnosla.
—Desde luego, te tienen mucho miedo —dije—. Saben quién eres. —Lo cual era llevarme bastante ventaja.
—Creo que muy pocos de ellos me han visto o han oído hablar de mí —respondió Benito.
Oh, ¿de veras?
—Pues sabes moverte por este sitio.
—No. Sé moverme por las burocracias. Ésta es igual que cualquier otra.
—¿Fuiste burócrata?
Vaciló durante un par de segundos antes de responderme.
—Supongo que podrías llamarlo así.
—Y, exactamente, ¿qué...?
Una voz angustiada ahogó el final de mi frase. Estábamos pasando ante una puerta abierta y oímos la voz de una mujer gritando, llena de rabia y dolor.
—¡Pero ese impreso tiene veintisiete páginas! ¿Todo eso por una sola herramienta?
Eché una mirada, vi un perfil aquilino que me resultaba familiar, me di la vuelta y seguí caminando.
—No se te ocurra mirar —dije sin apenas mover los labios.
La otra voz nos siguió a medida que nos alejábamos.
—Tendría que haber cuidado más su sierra. Las reglas son muy claras...
En la puerta siguiente había una larga fila de personas desnudas, hombres gordos, chicas guapas, mujeres feas, tipos duros..., todas las formas y variedades de la humanidad, igual que el mostrador de recepción en una convención de nudistas. Estaban intentando llegar a un mostrador donde un tipo gordo les entregaba ropas mientras que dos mujeres flacas como palos iban anotando información en más impresos.
¿Qué era esto? ¿El centro de suministros de Infiernolandia? ¿Y quiénes eran esas personas, empleados, espectadores o...?
¿...o que?
Nos pusimos en cola, las únicas personas vestidas presen­tes. Un tipo delgado con una toga de erudito medieval salió de la nada, fue detrás del mostrador y habló en susurros con el encargado de repartir las ropas. El encargado hizo venir a sus dos ayudantes y todos empezaron a hablar en susurros.
Finalmente una de las mujeres salió de detrás del mostrador. Llevaba un mono de una clase que no pude reconocer, azul oscuro con extrañas insignias.
—¿Qué podemos hacer por ustedes? —preguntó. Intentaba mostrarse agradable, y estaba muy claro que jamás había aprendido cómo conseguirlo.
—A este hombre le han dado la ropa equivocada —dijo Beni­to—. Va vestido igual que yo. En nuestra sección un aprendiz de mensajero nunca lleva el uniforme de un supervisor.
La mujer frunció el ceño. Benito no daba la impresión de ir vestido como un supervisor. Parecía alguien escapado de un pabellón psiquiátrico para enfermos violentos. Y yo también. Pero Benito se limitó a devolverle la mirada y pasados unos cuantos segundos la mujer bajó los ojos.
—¿Y qué debería llevar? —preguntó.
—Un taparrabos. Y en mi sección hay nueve veteranos que tienen taparrabos y no tienen traje. Es intolerable.
—Oh. —No sabía cómo tomárselo. Volvió al mostrador y habló en voz baja con la otra mujer.
Mientras tanto la fila había seguido moviéndose. El encar­gado de repartir la ropa examinó sus papeles y luego alzó los ojos hacia el hombre gordo que estaba en el primer lugar de la cola. Fue hacia los estantes que había detrás del mostrador y volvió con un traje de abigarrado colorido que tenía mangas de terciopelo abiertas a los lados y unos pantalones ceñidos. Estaba claro que eran demasiado pequeños para él.
—No bueno. Doble más no bueno. Demasiado pequeño. Período erróneo —protestó el gordo.
—Mala suerte, amigo. Todos tenemos nuestros problemas. ¡El siguiente!
Las dos mujeres fueron hacia él y le dijeron algo en voz baja. El encargado nos miró.
—Eh, esto, señores... ¿puedo ayudarles en algo?
Tres hombres nos ayudaron a llevar la ropa mientras que un cuarto cerraba el desfile con unos fajos de papel llenos de sellos y cintas. Benito ni me miraba; se limitaba a ir delante como dando por sentado que todos le seguiríamos, y eso hicimos.
Doblamos una esquina y se paró.
—Ya está bien —dijo—. Denle todo eso a Allen. Ustedes tienen trabajo que hacer, y esto es tarea suya.
—Desde luego, señor. ¿Podemos hacer algo más por usted? —Aquella mujer llevaba uniforme de policía, con un aspecto vagamente norteamericano, aunque la insignia tenía una for­ma bastante extraña. Hablaba sin usar ningún artículo. Cuando hablaba con sus subordinados usaba un lenguaje que no enten­dí. Me daba miedo preguntarle en qué fecha había muerto.
—He dicho que ya está bien —respondió Benito—. Otras personas se encargarán de venir a buscarnos. Pueden irse.
—Gracias, señor. —La marimacho se dio la vuelta y se marchó, seguida por los demás.
En cuanto se hubo esfumado Benito pareció encogerse sobre sí mismo. Encorvó los hombros, el seco ángulo de su mentón se esfumó y casi dio la impresión de que iba a caerse.
Después se rió.
—Bien... Nada cambia. Ahora debemos salir de aquí antes de que alguien le hable de todo esto a un agente de seguridad interna.
—Esa gente cree que... ¿Qué es lo que creen? ¿Que somos funcionarios muy importantes?
—No. Naturalmente que no. Saben que nos limitamos a fingirlo.
—Entonces, ¿qué...?
—Pero no pueden estar seguros de ello. Podríamos ser funcionarios muy importantes. Pero la mayor parte de ellos creen que pertenecemos a la policía secreta.
—Pero, ¿cómo sabes que aquí hay una policía secreta?
Benito pareció entristecerse.
—Allen, tiene que haberla. No puedes dirigir un estado burocrático sin tener policía secreta. Ven.
Encontramos una puerta que daba al exterior y Benito entregó uno de los documentos que había ido recogiendo. Cruzamos el umbral y volvimos a encontrarnos en la llanura de fango. Una brisa pestilente deliciosamente fría acarició mi cuerpo.
—Ahhh...—dije.
Lejos, a nuestra derecha, el anciano acababa de volver a llenar su caja de barro. Echó a correr hacia la puerta, escribien­do frenéticamente.

11

Me di la vuelta, sonriendo. Me había puesto los fardos de ropa sobre la cabeza, y su peso resultaba difícil de sostener.
—¿Y ahora qué?
Benito estaba mirando hacia el pantano.
—No lo sé.
—¿Qué?
—No lograremos convencer a Phlegyas de que vuelva a llevarnos al otro lado. Me temo que deberemos nadar. —Dejó su fardo de ropas en el suelo, cogió el primer vestido y lo utilizó como cuerda con que atar los demás.
¿Nadar? ¿A través de eso? No era la suciedad lo que me asustaba. Era aquel burbujear de gente irritada tanto en el agua como por debajo de ella. Si dábamos con alguien parecido a ese tipo que Benito había arrojado al agua... ¡Si nos encontrá­bamos con media docena de ellos mientras íbamos cargados con pesados fardos de ropa húmeda!
—Espera un momento, Benito. Vamos a probar otro sistema.
—Pues ve delante, Allen.
Me detuve el tiempo necesario para atar mi fardo tal y como había hecho Benito con el suyo. Después empecé a caminar hacia la derecha, siguiendo la Cala de Himuralibima. Se trataba de una elección deliberada: esta parte de la pared tenía ventanas y puertas.
El agua me llegaba hasta la cintura y eso no me gustaba nada, pero era la única forma de averiguar lo que deseaba saber. Por lo menos, conseguiría retrasar un poco el momento de nadar. Y, con suerte...
—Tenemos montones de tiempo. No paras de repetirlo.
—Cierto. Me pregunto qué esperas encontrar.
Mi pie rozó algo blando.
Su cuerpo era claramente visible bajo unos sesenta centí­metros de agua: una mujer negra de huesos finos, con su cabello flotando alrededor de un rostro fláccido, igual que una corona de algas. Hice una pregunta estúpida.
—¿Está muerta?
—Naturalmente —dijo Benito.
Estaba enroscada en posición fetal. Le di la vuelta para sacarle la cabeza del agua y su cuerpo permaneció igual de rígido. No había ningún signo de putrefacción, y ninguna señal de vida. Pero cuando le puse la mano en el cuello, buscándole el pulso, lo encontré.
—Catatónica. —Y empecé a irritarme—. Otra catatónica. De todas las... Nosotros no castigamos a los locos por los crímenes que puedan haber cometido. ¿Qué derecho tienen los Cons­tructores a meter locos en el Infierno?
—¿Los Constructores?
—Olvídalo. De todas las... Benito, ¿puedes sostenerlos dos fardos durante un momento?
Benito se puso mi fardo en el otro hombro y esperó mien­tras que yo metía las manos en el agua para colocar mejor a la mujer.
Catatonia. Es una enfermedad bastante rara, pero práctica­mente incurable. En casi cualquier hospital mental puedes encontrar a uno o dos catatónicos. Puedes usarlos para un sinfín de bromas, todas idénticas, ya que un catatónico adoptará cualquier postura en que le coloques y la mantendrá indefinidamente.
Cada interno cree que es el primero en comprender las posibilidades que eso ofrece. Lleva al enfermo catatónico a la cafetería del hospital, le coloca al lado de la puerta y le deja allí, con el pulgar pegado a la nariz o con el dedo medio rígidamente extendido. ¡Divertidísimo!
A veces se lleva una sorpresa...
Tuve que ponerme encima de sus rodillas para estirarle las piernas pero finalmente logré dejarlas bien rectas. Seguía estando demasiado echada hacia atrás, con sus ojos contem­plando el infinito a través de unos tres centímetros de agua sucia. Seguí apoyado en sus rodillas para hacer palanca y metí la mano debajo del agua, cogiéndola por los hombros y tirando de ella hasta dejarla sentada.
Ahora podría respirar.
...a veces ese interno amante de las travesuras se lleva una sorpresa. Apenas si ha terminado de poner bien la mano del paciente, con el pulgar adecuadamente pegado a la nariz, cuando esa mano se convierte en un puño y el puño en la cabeza de guerra de un proyectil. Los catatónicos son terriblemente fuertes. Tienen que serlo, si quieren mantener eternamente la misma postura.
Y aquella mujer estaba sentada. Movió el brazo e intentó hacerme un agujero en la ingle. Estuvo muy cerca de conse­guirlo. Grité y me doblé sobre mí mismo, tragando aire. Pero, en realidad, lo que hice fue retorcerme indefenso en el pantano y tragar un montón de agua sucia.
Intenté erguirme. Mis pulmones seguían deseando chupar agua. Centímetro a centímetro, fui llevando mi boca hasta la superficie, tragué una buena bocanada de aire dulzón y pesti­lente, y grité.
Benito venía chapoteando hacia mí. Le hice señas, indicán­dole que retrocediera. ¡Si dejaba caer las ropas para ayudarme, su peso quedaría cuadruplicado!
Se detuvo. Esperé a que el dolor cediera un poco e intenté levantarme. Cuando descargué el peso en mis piernas tuve la misma sensación que si la mujer hubiera vuelto a golpearme. Fui hacia la orilla, con el cuerpo encorvado.
El labio inferior de la mujer se encontraba justo en la superficie del agua. Tenía el brazo recto, con el puño apretado.
—No armes jaleo —le dije amargamente cuando pasé junto a ella. No me respondió, y seguía teniendo todo el aspecto de estar muerta. El agua chorreaba de su nariz.
No intenté buscar más catatónicos. Poco a poco, fui logran­do enderezarme. Benito me seguía pacientemente, llevando los dos fardos de ropa: los dos avanzábamos con el agua hasta la cintura. Traté de ignorar toda la basura que flotaba en el pantano. No podía ensuciarme más de lo que ya estaba.
La textura del fondo había cambiado. Bajo una película de barro resbaladizo había losas algo inclinadas de ángulos bas­tante pronunciados y en las que era fácil patinar... Me quedé quieto. Benito me imitó.
—¿Te das cuenta? —le pregunté.
Benito no lo había notado.
—¿De qué debería darme cuenta?
—¡La Cala de Himuralibima, de eso estoy hablando! No podemos saber hasta dónde llega, pero debería permitirnos cruzar un buen trecho de pantano. Dame eso. —Cogí uno de los fardos y empecé a meterme en el pantano. Los puntos de apoyo eran bastante precarios y las losas no resultaban demasiado seguras pero era mejor que nadar.
Y, teniendo la sensación de que me había ganado el derecho a fanfarronear un poco, decidí ejercerlo.
—No he parado de preguntarme adonde iba a parar el barro seco. Se encogería un poco al evaporarse el agua pero, aun así, esta cala es enorme. ¿Dónde van tirando las losas de barro cuando Himuralibima se da por vencido? Pensé que quizá encontrara una auténtica montaña de losas. También era posi­ble que no desearan tener montones de tabletas de arcilla inútiles en sus zonas de trabajo. Quizá tengan miedo de que alguien les acuse de incompetencia y descuido.
»Bien, pues tenía razón. Alguien ha estado tirando las tablillas en la cala. Y cada cien años, más o menos, tiene que ir un poquito más lejos para tirarlas. De lo contrario, asomarían por encima de la superficie.
—Muy inteligente, Allen.
—Muchas gracias. —No había forma alguna de saber hasta dónde podríamos llegar, pero ya nos habíamos internado una buena distancia en el pantano, y el agua sólo nos llegaba a las pantorrillas. Contén el aliento y formula un deseo, Carpentier. O limítate a contener el aliento: puede que dentro de un segundo te encuentres con el agua hasta la cabeza...
Ya casi habíamos terminado de cruzar el pantano antes de que se terminaran las tablillas. Llevaban un tiempo inclinán­dose hacia abajo y yo había ido siguiendo su inclinación, caminando con tanto cuidado como si pisara huevos, con el fardo de ropas en equilibrio sobre mi cabeza. El agua me llegaba al mentón cuando el barro se volvió blando y terrible­mente resbaladizo.
Bueno, algo es algo. Encontré una especie de cornisa sumergida y la fui siguiendo con el agua hasta la cintura: después empecé a subir. Estaba acercándome a la orilla, con Benito detrás, cuando se nos acabó la suerte.
El hombretón de anchos hombros que nos obstruía el paso era el mismo que nos había impedido pasar antes. Al recono­cernos dio un paso hacia atrás pero en cuanto comprendió cuál era nuestra situación sonrió.
Me volví hacia Benito.
—¿Te importa dejarme probar suerte?
—Si crees que servirá de algo...
—Yo escribía ciencia ficción, ¿recuerdas? Debería ser capaz de explicarle una idea complicada a un imbécil.
No había bajado la voz. El hombretón dio un par de pasos hacia nosotros, diciendo «¿A quién estás llamando imbécil?».
—Olvídate de eso —le dije—. Tienes problemas mucho más graves en que pensar. ¿Recuerdas la lección de vuelo?
Volvió a sonreír.
—¡Me gustaría ver al viejo Benito intentándolo con los brazos llenos de sábanas!
—No podría —dije yo, procurando hablar despacio y con la máxima claridad—. Tendría que dejarlas antes. En el pantano. —Silencio—. Se ensuciarían mucho. —Silencio—, Imagínate cuánto le disgustaría eso.
Le miré a los ojos. Estaba logrando que lo entendiera.
—¿Por qué no te echas a un lado mientras lo piensas? —le dije.
—Hay tipos que prefieren hablar a pelear —dijo despectiva­mente. Giró sobre sí mismo y volvió a tierra firme.


SEGUNDA PARTE

12


—Decididamente, la situación de Allen Carpentier está me­jorando.
—¿Cómo has dicho? —Benito estaba mirando hacia el pan­tano, un paisaje de árboles medio podridos envueltos en niebla.
—Tenemos un sitio tranquilo donde trabajar, he logrado fabricar unas cuantas herramientas de pedernal y disponemos de todos los materiales necesarios para el planeador. ¿Qué más podemos pedir?
Benito suspiró y yo volví al trabajo. Lo primero era encon­trar un sitio desde el que lanzar el planeador. Nos encontrába­mos en una pequeña área algo más elevada que el resto: tendría unos treinta metros cuadrados y se encontraba pegada a la base del risco. Aquel tipo de tan pésimo temperamento se interponía entre nosotros y todo lo demás. No dejaría pasar a nadie, y no tenía intención de molestarnos. La niebla apenas si me dejaba ver su espalda.
Primero lo primero. Utilicé un tronco para alisar una zona de suelo más grande de lo que iba a ser el planeador y después corté un arbolillo bastante flexible para que sirviese de quilla. Pasado un rato tenía toda una colección de arbolillos de varias longitudes y grosores.
Hay que dibujar el esquema del planeador en el suelo y después vas colocando los listones —en este caso, los arbolillos—, en los puntos más importantes. Con eso consigues una buena curvatura. Así es como los hermanos Wright diseñaron aeroplanos, y así diseñaron el Pájaro Loco de la Douglas. Los aeroplanos no empezaron a ser diseñados en mesas de dibujo hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando la era de la aviación ya tenía bastantes años de adelanto. Antes de aquello los construían en el suelo, igual que se hizo con las embarcaciones durante siglos enteros.
No tengo ni idea de cuánto tiempo necesité para que me saliera bien. No tenía prisa, y Benito jamás intentó hacer que me apresurase. Pasado un tiempo, incluso acabó entusiasmán­dose un poco con la idea.
¿Han intentando alguna vez colocar listones curvados y hacer que se mantengan en una posición determinada atándo­los con lianas? Listones que han sido creados usando sauces del pantano, naturalmente... Como forma de ir desarrollando la paciencia, hay pocos trabajos que puedan compararse a ése...
Finalmente la cosa acabó pareciéndose a un planeador. Las alas no eran demasiado simétricas, y las superficies de control se movían sobre soportes de madera con clavijas fabricadas usando cuchillos de pedernal y metidas en agujeros hechos con taladros de pedernal; la tela estaba cosida con zarcillos de liana metidos en agujeros hechos con un espino; pero parecía un planeador.
Me acordé de esos nativos de los mares del sur que adora­ban a los aviones y los cargamentos que éstos dejaban caer.
Los isleños habían lamentado mucho ver marcharse a los aeroplanos cuando terminó la Segunda Guerra Mundial. Los magos nativos fabricaron simulacros de aeroplanos y pistas de aterrizaje. Era un intento de magia simpática destinada a conseguir que los auténticos aeroplanos volvieran trayendo consigo los grandes días del comercio y los cargamentos. Le hablé a Benito de los Cultos del Cargamento, para gran diver­sión suya, y sólo más tarde comprendí qué me había hecho pensar en ellos.
Lo que estaba construyendo jamás lograría tener el aspecto de nada que no fuera la tosca imitación de un aeroplano. ¡Pero volaría!
Me pasé casi tanto tiempo haciendo herramientas como trabajando en el planeador. Un taladro: cójase un pedazo de madera curvado, igual que el utilizado para hacer un arco; désele una buena curvatura y, en vez de una flecha, coja usted un pedazo de madera flexible. Ate la madera curvada al pedazo de madera. Coloque el pedazo de pedernal para taladrar en un extremo y fíjelo allí. Necesitará un bloque de madera o roca dura sobre el que la punta de la rama girará libremente, ya que antes habrá hecho una pequeña depresión. Sostenga ese bloque en una mano, ponga la punta del taladro donde quiera y empiece a mover la madera curvada con la otra mano, adelante y atrás. La rama gira. La punta de pedernal gira. En aproxima­damente una semana habrá podido hacer un agujero.
Había oído decir que los fabricantes de barcos de Asia preferían usar sus taladros de madera a los taladros eléctricos norteamericanos. Deben estar locos.
Trabajé. No había nada que pudiera distraerme. Los Cons­tructores debían haber hecho alteraciones bastante radicales en mi cuerpo. No tenía hambre, sed o sueño, no podía sentir ninguna excitación sexual y nunca necesitaba ir al cuarto de baño. Me pregunté en qué me habría convertido. ¿Cuál era mi fuente de energía actual? ¿Una fuente de energía que no necesitaba alimentos y no producía ningún tipo de desperdi­cios? Si se trataba de algún tipo de energía transmitida me­diante ondas Benito y yo lograríamos desconectarnos a noso­tros mismos en cuanto hubiéramos llevado el planeador más allá de la pared.
Más allá de la pared... No había pensado mucho en eso. ¿Qué encontraríamos al otro lado? Dante había hablado de un bosque oscuro, un lugar salvaje y desolado. ¿Por qué no? Un mundo de baja gravedad, sin que nadie le hubiera puesto obstáculos al desarrollo de la vegetación nativa...
Sin ningún tipo de garantías, Carpentier. Quizá no hubiera nada más que la misma Infiernolandia, un tremendo cono construido en un espacio sin atmósfera con una masa puntual, un agujero negro cuántico, por ejemplo, colocado en el extre­mo para proporcionarle gravedad. En ese caso, moriríamos.
Seguí trabajando.
Y, finalmente, allí estaba. El Cucurucho de Helado, por Carpentier y Compañía. «Esto es un modelo para demostra­ciones, señora. El modelo final tendrá muchos más accesorios, como tren de aterrizaje, sillones para la tripulación y remaches metálicos...»
—¿Crees que eso aguantará? —Benito no parecía particular­mente preocupado. Sus palabras expresaban una mera curio­sidad abstracta.
—Creo que sí. No deberíamos someterlo a ninguna tensión excesiva, pero me he dado cuenta de que no pesamos tanto como deberíamos. Infiernolandia parece estar construida en un planeta de menos gravedad que la Tierra.
—Tu fantasía particular es la más curiosa de cuantas he encontrado hasta ahora en este lugar. Bueno, si es capaz de volar supongo que lo mejor será intentarlo... Cuanto más pronto hayas terminado con esta idiotez, antes podremos llegar al centro y escapar.
Estuve a punto de matarle. Con que el Cucurucho de Helado no le parecía hermoso... ¡Volaría! Y, como forma de escapar, era mucho mejor que la suya.
No intenté matarle por tres razones. Primera, me habría roto el cuello. Segundo, Benito me había sido útil como guía; me había conseguido la tela. Tercero, necesitaba su ayuda para llevar el Cucurucho de Helado a un punto de ese risco que teníamos encima lo bastante alto como para lanzarlo.
Fuimos subiendo el planeador por la cuesta y lo izamos hasta que el suelo se alejó de nosotros en una brusca caída a pico. El pantano no paraba de hervir y burbujear, con pálidas lucecitas reluciendo por entre las extrañas siluetas de los matorrales y árboles.
—Si caemos allí abajo jamás lograremos salir —dije—. ¿Pue­des manejar este trasto?
—He volado en ellos. —Benito se rió, con un auténtico buen humor.
—¿Cómo?
—Ya he hecho esto antes. Lanzamos el planeador desde un risco mucho más alto. Un soldado austríaco vino a sacarme de una situación algo apurada. —Se instaló ante los controles.
Esa historia me resultaba familiar... pero Benito estaba mirando hacia el pantano, y no quise hacerle preguntas al respecto. Tenía un aspecto terriblemente pesado y corpulento para ser piloto de planeador, y necesité recordarme a mí mismo que no pesábamos tanto como deberíamos pesar. Puse las manos en el fuselaje y empujé.
No habría funcionado, de no ser porque apenas si debíamos tener masa. Ni en aquellos momentos podía dejar de pensar en ello. El problema irritaba mi mente igual que un diente roto atrae a la lengua. ¿Cómo era posible que tuviéramos peso y no tuviéramos masa? El peso estaba mal y...
Infiernolandia. La Disneylandia de los Condenados. ¿Cuán­to tiempo me habían tenido dentro de esa botella? La ley de Clarke pasaba una y otra vez por mi cabeza, un viejo axioma de la ciencia ficción: «Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia».
En mi época hacer que tanta gente careciera no de peso sino de masa sólo habría podido conseguirse mediante la magia..., lo sobrenatural. No había forma alguna de extraer la inercia y dejar el peso, ni tan siquiera en la teoría. Pero ellos podían hacerlo..., los Constructores, Divinidad S.A. ¿Porqué? Debía haberles costado mucho. ¿Qué cantidad de público dispuesto a pagar tenían?
¿Quién nos estaba observando ahora?
Seguí empujando el planeador y un instante después me encontré demasiado ocupado para seguir pensando. El pla­neador cayó igual que una piedra, conmigo agarrado a la cola, arrastrándome hacia adelante para llegar al asiento de atrás. Desde luego, Benito sabía cómo manejarlo... Nos dejó caer, esquivando el risco por un pelo, hasta que hubimos adquirido la velocidad suficiente; después niveló el planea­dor, llevándonos por encima del pantano y hacia la ciudad al rojo vivo.
Dis. Dante había descrito esa ciudad en la que se veían torres al rojo vivo, con demonios montando guardia en sus murallas. Yo no había visto ningún demonio. Pero estaba dispuesto a creer en su existencia. Si los Constructores podían crear a Minos, serían capaces de hacer demonios.
Nos encontrábamos a unos treinta metros por encima del pantano y manteníamos una altura constante. El estofado infer­nal que teníamos debajo debía emitir corrientes de aire caliente. Un instante después pasamos por encima de la pared y Benito nos hizo girar bruscamente hacia la izquierda para meternos en la corriente de aire ascendente. El planeador empezó a subir, deslizándose a lo largo de la suave curva de la pared.
—Esto no va a servir de nada, ¿comprendes? —gritó Benito.
—Estamos subiendo, ¿no? —Señalé hacia abajo. El pantano se había encogido de tal forma que podía ver la silueta del risco más allá de él. Risco y pared al rojo vivo eran dos arcos de círculos concéntricos.
El paisaje que teníamos a la derecha parecía perderse en el infinito. Una espesa cortina de vapor se alzaba más allá de lo que daba la impresión de ser el mayor laberinto jamás cons­truido. A través de los desgarrones que el viento creaba en la cortina pude distinguir fábricas que eructaban un desagradable polvo negruzco, una hilera de torres eléctricas, el brillo ama­rillento de un desierto..., y todo aquello seguía y seguía, sin acabar nunca.
¿Cuánto había costado? Miles de veces más que Disneylandia. ¿Qué clase de gente sería capaz de construir Infiernolandia y poblarla con almas condenadas a su pesar?
Si esto funcionaba, nunca llegaría a saberlo.
Estábamos a una altura superior a la de los riscos de nuestra izquierda. Daba la impresión de que habíamos subido deprisa, mucho más deprisa de lo que teníamos derecho a esperar. Pero apenas teníamos peso y carecíamos de masa. El planeador sólo tenía su propio peso estructural que levantar. Seguimos su­biendo hasta encontrarnos en la horrible niebla gris que hacía de cielo en Infiernolandia.
Apestaba: excremento, aceite, contaminación, olor a hos­pitales y mataderos..., todos los olores más horribles combi­nados. Ni tan siquiera quedaba el consuelo de sentir el honrado y familiar olor de los vestuarios masculinos.
—Tendremos que dar la vuelta —dijo Benito—. No podemos seguir dentro de la corriente ascendente si no sabemos dónde está.
—Tienes razón. ¡Adelante!
Giramos hacia la izquierda y seguimos en línea recta. La niebla empezó a disiparse. ¡Lo estábamos consiguiendo! Estábamos pasando sobre los anillos que tanto nos había costado atravesar. Un vendaval cargado de cuerpos sin peso nos hizo rebotar de un lado a otro y acabó soltándonos. Pasamos sobre el palacio de Minos. Era mayor de lo que había pensado. El muro estaba delante nuestro, íbamos a conseguirlo.
¡Chupaos ésa, Constructores! ¡No podéis tener encerrado en el Infierno a un escritor de ciencia ficción!
Aun así, ningún héroe sobre el que valiera la pena escribir habría abandonado Infiernolandia dejando tantas preguntas por contestar. Habría encabezado una revolución contra los Constructores, sin importarle que el triunfo fuera casi imposi­ble. El planeador habría sido utilizado con propósitos de reconocimiento, no para escapar.
Heinlein, Van Vogt, «Doc» Smith, Robert Howard, todos los hombres que escribieron relatos sobre héroes llenos de recursos: ¿qué pensarían de mí ahora? ¿A quién le importa eso? ¡Adelante, Carpentier! ¡Adelante, adelante!
Las villas del Primer Círculo pasaron rápidamente bajo nosotros.
Y, de repente, nos encontramos volviendo a perder altitud. El planeador empezó a descender rápidamente cuando pasá­bamos por encima del río y su frialdad. Tendría que habérmelo imaginado.
—¡No estamos lo bastante altos! —grité.
—Obviamente no. ¿Y ahora qué hacemos?
—¡Llévanos de vuelta a las comentes de aire caliente! Sube más, para que podamos volver a intentarlo.
—Como desees. —No hizo ningún comentario de que no fuese a funcionar. Se limitó a girar nuevamente hacia la izquierda y nos llevó de regreso al cuenco. Hacia los vientos. La iluminación de Infiernolandia no resultaba buena ni tan siquiera por debajo de la niebla gris. Penumbras y noche por todas partes. Infiernolandia era un gran embudo que llevaba hacia abajo, hacia abajo..., abajo, donde Benito decía que debíamos ir. Y estábamos volando en ese sitio.
De repente nos encontramos metidos en los vientos. La gente flotaba a nuestro alrededor igual que hojas otoñales, algunos en grupos, otros solos. Un torbellino delante nuestro, que Benito evitó. Y ahora hacia la izquierda para metemos en una corriente ascendente, con siluetas humanas que agitaban los brazos mientras subían, indefensas, hacia el techo invisible de Infiernolandia. Un segundo antes de que se desvanecieran en aquella pestilente niebla gris, la comente de aire dejó de subir y las siluetas salieron disparadas hacia los lados.
—Allí —le dije, señalando con la mano. Benito se encogió de hombros en un gesto muy expresivo.
—¡Estoy empezando a cansarme de tu actitud derrotista!
Nos llevó hacia la corriente de aire y de repente nos encontramos subiendo tan deprisa como si fuéramos en un ascensor. Vi pasar rostros sorprendidos y unas cuantas vícti­mas del torbellino intentaron nadar hacia nosotros a través del aire, pero estaban subiendo más deprisa que nuestro planea­dor. No podían alcanzarnos. Me alegré de ello. Quizá no tuviéramos masa pero podía sentir el rugido del viento en mis oídos, tirándome del pelo, y tener un montón de gente agarrada a las alas crearía una turbulencia insoportable. Nos estrellaría­mos.
Salimos de la corriente de aire y nos vimos arrastrados junto con los demás. Y, naturalmente, nos encontrábamos allí donde empezaba la niebla, por lo que apenas si podíamos ver nada debajo nuestro. ¡Exacto! Estábamos a la misma altura que antes, y mucho más cerca de la pared.
—¡Ahora! —grité.
Cuando giró hacia la pared Benito llegó a sonreírme. ¡Esta vez lo conseguiríamos!
Cuando giraba algo bastante grande le dio en la cara y le hizo derrumbarse contra su asiento. Un instante después ese algo cayó sobre mí. Luché por quitármelo de encima y aquella cosa se debatió entre mis brazos. Habíamos recogido un pasajero.
—¡Déjame los controles! ¡Era piloto de planeador! —El autoestopista logró apartarse de mí y se instaló en el otro asiento.
Benito no intentó resistirse.
—Déjale hacer —dijo.
El planeador giró con una tremenda rapidez. Habíamos perdido altura. Pude ver algo por encima del hombro del desconocido: risco, pantano, una línea de un rojo brillante...
Empezamos a girar y nos encontramos más allá del lugar de los vientos, volviendo hacia los círculos interiores de In­fiernolandia.
El desconocido nos sacó del giro. No lo hizo con demasiada sutileza. Se limitó a usar los alerones para detener nuestra rotación y después tiró de los alerones de cola, manteniéndolos bien sujetos. Volvíamos a volar en línea recta, yendo hacia el pantano. El desconocido nos miró, mostrando un rostro delga­do y jovial y una corta cabellera revuelta por el viento.
—¿Adonde?
—Arriba y lejos de aquí. Por encima de la pared.
—Buena idea, pero hay un problema. —Movió la mano, señalando hacia el risco. Estábamos bastante por debajo del nivel de los vientos.
—Ahí abajo hay murallas al rojo vivo —le dije—. Buenas corrientes de aire caliente... Giraremos a su alrededor hasta encontrarnos lo bastante arriba, después volveremos a meter­nos en los vientos...
—No pienso hacerlo.
—¡Tenemos que hacerlo! Esos vientos están llenos de co­rrientes ascendentes. Antes de que te entrometieras estábamos lo bastante arriba para salir de este sitio.
—Y ahora estamos abajo, donde tenemos que estar —dijo Benito.
—¡Olvídate de eso!
Se encogió de hombros.
—Ahora no podemos seguir ningún otro camino.
—Ni hablar. —Volvimos hacia el pantano, sintiendo la pre­sión del aire que apenas si era lo bastante fuerte para mante­nernos a la altura actual. Si no lográbamos encontrar una corriente que subiera nos estrellaríamos en el pantano.
El problema era que estábamos buscando algo invisible. No puedes ver el viento, sólo puedes ver lo que hace. Me dediqué a buscar turbulencias creadas por el calor, o formaciones roco­sas que pudieran romper una corriente de aire horizontal y mandarla hacia arriba; cualquier cosa. Cuando el viento estaba lleno de actores, reclutas o lo que fuesen, localizar las corrientes de aire ascendente había sido muy sencillo...
Delante nuestro, por entre la penumbra, podíamos ver el resplandor rojo cereza de los muros de Dis. Se parecía un poco a la primera imagen de una ciudad en pleno desierto de Nevada y por un momento pensé en café y comida, máquinas tragape­rras y chicas...
Estábamos encima de un punto caliente del pantano. Una silueta se alzó del fango y nos amenazó con el puño. Llevaba un complicado peinado afro, lleno de rizos. Dejó de interesarse en nosotros cuando un hombre que llevaba una gran túnica blanca y una gorra puntiaguda se levantó del fango y empezó a amenazarle a su vez. Cuando nos alejamos de allí ya estaban en pleno combate.
—Tómatelo con calma —le dije a nuestro piloto—. Cuando nos sacaste del giro creo que vi doblarse un poco el ala izquierda.
—Sí, yo también lo noté. ¿Con qué has construido esta cosa?
Se lo dije. Puso cierta cara de preocupación.
—¿A qué clase de planeadores estás acostumbrado? —le pregunté.
—A los hipersónicos.
—¿Eh? —dijo Benito.
—¿Qué? —dije yo.
El desconocido se rió.
—Jerome Leigh Corbett, a vuestro servicio. Era piloto de lanzadera espacial. Tenía una docena de vuelos en mi haber y entonces... ¿Habéis tenido alguna vez uno de esos días en que todo sale mal?
—Desde luego que sí —dije yo. Benito se rió, asintiendo.
Parecía que estábamos a la altura suficiente para llegar a las murallas. Estaban tan cerca que podíamos distinguir sus detalles a través de la penumbra y el brillo rojizo. Corbett daba la impresión de saber qué hacía.
El barro oscuro que teníamos debajo empezó a removerse. Una mano brotó de él, con el dedo medio extendido. Las telarañas y el musgo que colgaba de las ramas no se movían. No había viento, nada; sólo las ondulaciones del fango.
—Uno de esos días... —dijo Corbett—. Primero, un retraso de veintiséis horas mientras reemplazábamos uno de los propulsores sólidos. Eso no fue más que una pequeña molestia. Perdimos uno de los tres motores principales al subir. Después, cuando nos pusimos en órbita, una de las abrazaderas de los depósitos de combustible se negó a funcionar. ¿Alguno de vosotros dos sabe qué aspecto tiene una lanzadera espacial?
Dije que yo sí lo sabía. Benito dijo que no tenía ni idea.
—Bueno, el tanque es grande, redondeado y barato. Lleva­mos los motores principales en el dardo, la sección con alas, pero dejamos que el tanque se queme en la atmósfera. Si no hubiéramos podido desprendernos del tanque allí arriba bajar habría sido inútil.
—¿Y lo conseguiste?
—Claro. Encendimos los motores orbitales a ráfagas hasta que la abrazadera funcionó dejándonos libres del tanque. Después tuvimos que usar más combustible para volver a nuestra órbita. Se suponía que debíamos dejar carga y cambiar de órbita pero no teníamos el combustible suficiente. Tuvimos que bajar.
Benito ponía cara de no entender absolutamente nada. Para él todo aquello debía sonarle a tonterías.
—¿Qué pasó? —le pregunté a Corbett.
—No lo sé. Salí de la nave y le eché una mirada a la abrazadera del tanque. Juro que no parecía haber nada malo. Pero quizá fuese fatiga del metal, o quizá la escotilla que había encima de la abrazadera tuviera algo que ver... Bueno, de todas formas ya estábamos a medio descenso, yendo tan deprisa como un meteoro, cuando se nos quemó el morro. Oí gritar a los técnicos de mantenimiento en la sala de instrumentos —eran la carga que no había podido entregar—, y un instante después todo el morro se volatilizó ante mí. Desperté en ese transbor­dador. La multitud me fue empujando hasta llegar a Minos y él me arrojó al torbellino.
—¿Y por qué estás aquí? —preguntó Benito. Corbett sonrió.
—Ser piloto de lanzadera da mucho prestigio. Las chicas me apreciaban.
Estábamos sobre los muros de Dis y giramos para seguir la corriente de aire. Sentí la consoladora presión de mi asiento en el trasero... y el ala izquierda se dobló por la mitad. El Cucurucho de Helado se dio la vuelta y empezó a caer.
Corbett bajó el morro. El ala, liberada de la presión, se enderezó. Pero cuando intentó subir volvió a doblarse. Habría­mos estado en mejor situación si la parte dañada se hubiera soltado, pero seguía unida al resto del planeador, tirando de nosotros hacia abajo.
Corbett hizo cuanto pudo. Intentó volar con el ala rota, subiendo el alerón de la derecha para compensar el planeador. Con eso logramos cierto impulso ascendente pero no había duda sobre el desenlace final: acabaríamos estrellándonos.
Dentro de los muros de Dis había tumbas. Docenas, cente­nares, miles de tumbas, algunas reluciendo con un brillo rojizo, otras a oscuras. Todo el paisaje visible estaba cubierto de tumbas.
Y en los muros había... cosas. No se parecían a esos encantadores diablillos que salen en los dibujos animados de Disney. Parecían enfadadas con nosotros y en cuanto las vio Corbett hizo bajar el planeador para conseguir más velocidad y alejarse de ellas.
El ala se dobló del todo. Corbett empezó a manejar los controles igual que un virtuoso del órgano, pasando por enci­ma de las tumbas y dirigiéndose hacia un área despejada llena de vapor que se encontraba detrás de ellas, a un nivel algo más bajo, pero ya habíamos perdido demasiada altura y seguíamos perdiéndola, íbamos hacia las tumbas...
Caímos en medio de ellas. El planeador besó el extremo de una tumba, rebotó y chocó de frente con una pared de hierro al rojo vivo.

13

Las llamas se alzaban rugiendo a mi alrededor, como si un depósito de gasolina se hubiera incendiado. Logré liberarme del fuselaje y rodé sobre mí mismo para salir de él, dándome manotazos frenéticamente al verme cubierto por las llamas. Cuando intenté ponerme a cuatro patas descubrí que mi pierna derecha se negaba a funcionar. Me arrastré por el suelo, tirando de mi pierna inútil, gimoteando de miedo mientras que el fuego me rodeaba y el aire que respiraba iba haciéndose insoporta­blemente cálido.
Seguí hasta encontrarme a unos doce metros de distancia. Tenía las uñas rotas, y mis manos estaban llenas de cortes causados por los guijarros del suelo. Rodé sobre mi espalda para mirar hacia atrás, temiendo el momento de echarle un vistazo a mi pierna y sabiendo que no tenía más remedio. ¿Qué había hecho conmigo mismo?
Alguien estaba gritando.
Ignoré el fuerte dolor que hacía palpitar mi pierna y volví los ojos hacia el planeador. Benito había salido despedido de los restos. Estaba corriendo hacia el planeador.
Corbett se encontraba atrapado entre el fuselaje y la tumba de hierro al rojo vivo, gritando igual que un alma condenada.
La idea de sacarle de allí ni se me pasó por la cabeza. Dentro de unos segundos estaría muerto. Su piel ya había empezado a llenarse de ampollas y estaba respirando una mezcla de humo y aire supercaliente. ¿Cómo podía gritar de esa forma con los pulmones destrozados? Era hombre muerto.
Benito no había pensado en eso. Corrió en línea recta hacia las llamas. Lleno de incredulidad, le vi tirar del brazo de Corbett, sin conseguir nada, mientras que el fuego rugía a su alrededor. Benito empezó a coger los restos llameantes del fuselaje con los dedos y los apartó, manoteando frenéticamen­te para liberar a Corbett.
¡Idiota! ¡Conseguiría que me quedase solo en este sitio, con la pierna destrozada, sin guía y sin nadie que me ayudara! Logré sentarme en el suelo e intenté levantarme para ir en su ayuda, pero el dolor de mi pierna era insoportable. Tuve que mirar hacia abajo.
Y contemplé dos fragmentos astillados de hueso blanco y rojo que asomaban de mi muslo. Sangre de un rojo brillante brotaba de la piel desgarrada. La sangre tenía aquel color rojo fuerte casi imposible de la sangre arterial. No lograba apartar mis ojos de ella.
No era la primera vez que me rompía un hueso. Cuando estaba en la universidad hice una mala jugada de fútbol y me fracturé un nudillo. Estuve a punto de perder el conocimiento, no sólo por el dolor, sino por la mera idea de que en mi interior había algo roto. Apenas si pude ir a la clínica. Y ahora estaba mirando los dos extremos de un fémur roto mientras que mi sangre se perdía a cada latido del corazón. Pensé que iba a desmayarme. Pero no fue así, y al final acabó ocurriéndoseme que debería hacerme un torniquete antes de quedarme sin sangre.
No tenía nada con que hacerlo, sólo mi túnica. Cogí el extremo entre los dientes y tiré con las dos manos. Nada, no había forma de romperla, y mientras tanto un chorro de roja sangre seguía brotando de mi muslo.
¡Benito! ¡Tenía una herida terrible y un hueso roto, pero aún había forma de salvarme! ¿Qué hacía Benito perdiendo el tiempo con un caso desesperado, un hombre al que apenas si había llegado a conocer, ¡un polizón! No era justo.
Corbett seguía gritando y Benito luchaba con el fuselaje. ¿De dónde sacaba fuerzas el piloto? Tendría que estar muerto, con los pulmones consumidos y el corazón parado, pero seguía gritando mecánicamente como si algo le arrancara aquellos sonidos de dolor.
El piloto quedó libre gracias a un último tirón de Benito y los dos se apartaron del fuselaje. Benito se puso en pie y tiró de Corbett, llevándolo a rastras hacia mí. Benito estaba cha­muscado y casi sin pelo, con las manos quemadas y llenas de ampollas. Corbett era un cadáver calcinado, negro de la cabeza a los pies, con algo de carne color bistec poco hecho asomando por entre las grietas de su piel ennegrecida. No tenía ojos. Y, pese a todo, de aquellos labios hinchados y negros seguían brotando sonidos. Sentí deseos de taparme los oídos.
—¡Estúpido! —dije—. ¡Estúpido, estúpido, estúpido! ¡Tanto daba, dentro de un minuto estará muerto!
—Se curará —dijo Benito—. Antes ya estaba muerto.
—¿Que se curará?
—Desde luego.
Un terrible dolor me recorrió la pierna. Miré hacia abajo... y no pude apartar la vista. Seguí mirando, fascinado.
Ya no perdía sangre. Los dos extremos del hueso se fueron haciendo invisibles a medida que la piel crecía para cubrirlos. La piel creció y creció, cerrando la herida y dejando mi pierna retorcida en una posición bastante extraña. Y, sin que yo hiciera nada, la pierna fue enderezándose lentamente.
Una vieja cicatriz que me había hecho pescando reapareció lentamente allí donde antes estaba un hueso astillado y cubier­to de sangre. El dolor se convirtió en un picor terrible. Y también el picor acabó desapareciendo.
Estaba curado.
Corbett había dejado de gritar. Ahora se limitaba a gemir suavemente. Le miré, temiendo lo que vería y temiendo tam­bién el no mirar. Gruesas placas de piel ennegrecida estaban desprendiéndose de su cuerpo y la piel que asomaba bajo ella tenía el rojo brillante de quien ha tomado demasiado sol, no el color de la carne cruda. Su tatuaje, igual que mi cicatriz, fue formándose bajo la piel igual que una foto revelándose por sí sola. Volvió a gemir y abrió los párpados.
Y ahora sus órbitas tenían ojos. Corbett me miró con una débil sonrisa en los labios.
—Supongo que no puedes volver a morir. Aunque cuando estaba ahí hubo algunos momentos en los que deseé que fuera posible...
—Es un deseo inútil y malsano —dijo Benito—. Los muertos no pueden morir.
—No. —Corbett empezó a inspeccionar su cuerpo.
Me puse en pie, aún inseguro. Benito me observaba sin decir nada. Podía mantenerme erguido. Podía caminar. Lo hice. Di unos cuantos pasos hacia la tumba reluciente, hasta que el calor se hizo casi insoportable, y la contemplé.
Bueno, Carpentier, habrá que cambiar de teoría, ¿no? Cor­bett no es ningún robot. Los Constructores habrían tenido que poner nueva piel bajo esa piel calcinada. Tendrían que haber planeado todo esto por anticipado. Tendrían que ser omnis­cientes.
¿Y qué hay de tu pierna, Carpentier? ¿Qué hay de tu pierna?
Ingeniería biológica. Regeneración rápida. Añadir ése a sus otros poderes. Pueden deformar el espacio y, posible­mente, el tiempo. Pueden quitarle la masa a un cuerpo humano dejándole el peso. Pueden meter la cola de Minos en..., ¿dónde? ¿El hiperespacio? Saben controlar el clima hasta sus más mínimos detalles y tienen robots infinitamente adaptables.
Y pueden alterar tu cuerpo, Carpentier, tu cuerpo, de tal forma que éste cura en minutos, y hacerlo sin que tú sepas que te han proporcionado tal habilidad.
La teoría empieza a volverse algo disparatada, ¿verdad, Carpentier? Un bonito juego de racionalizaciones, pero no va a funcionar. Entonces, ¿qué diferencia hay entre estos Cons­tructores y el mismísimo Dios? ¿Qué puede hacer Dios que ellos no puedan?
Y una pequeña parte de mi mente no podía evitar el acordarse de lo que había gritado antes de salir de la botella.
Corbett se había puesto en pie y estaba quitándose pedazos de piel carbonizada tan grandes como platillos del pecho y los hombros.
—Hace calor —dijo.
Asentí, saliendo de mi aturdimiento. Hacía calor. Incluso a las tumbas que no brillaban les faltaba poco para estar al rojo vivo. Esparcidos por entre las tumbas se veían agujeros de los que brotaban chorros de llamas. Corbett, con su nueva piel, debía encontrarse bastante incómodo.
Recordé dónde estábamos. Tras los muros de Dis. ¿Cómo saldríamos de allí? Nos hallábamos rodeados por tumbas al rojo vivo, llamas, fuego..., calor por todas partes, salvo en una dirección, donde se veía asomar la oscuridad entre el resplan­dor rojo.
—Tenemos que salir de aquí —le dije a Benito—. O nos asaremos hasta..., nos asaremos hasta... —¿Hasta qué? ¿Hasta morir? No podíamos morir. No se puede morir dos veces, Carpentier.
—Por supuesto que debemos marcharnos —dijo Benito—. Recuerda tu promesa. Te ayudé con el planeador, y no funcio­nó. Ahora no tienes otra elección. Iremos hacia abajo.
—¿Por dónde? —En aquel momento no me importaba.
—No estoy seguro. Tanto da, podemos ir hacia un sitio donde estemos menos incómodos. —Nos llevó hacia la oscuri­dad. Las tinieblas nos atraían, prometiéndonos algo mejor que aquel calor y esa atmósfera asfixiante. Avanzamos por entre las tumbas ardientes y los grandes agujeros parecidos a mar­mitas dentro de los que bailaban las llamas. Junto a cada agujero había una gran tapa, con el tamaño justo para cubrir el orificio.
Allí donde terminaba la región cálida daba comienzo una neblina de un blanco marmóreo. El calor desapareció igual que si hubiéramos cruzado por una compuerta aislante, pero no había compuerta alguna. Ni tan siquiera me sorprendió. Para sorprenderme hacía falta algo más que barreras invisibles contra el calor.
Corbett entró tambaleándose en un pasillo y se dejó caer al suelo con un suspiro de alivio, la espalda apoyada en el frío mármol. Tuvo que inclinarse un poco para que su cabeza no topara con los adornos de estaño y latón que la cubrían.
Estábamos en el interior de lo que parecía un edificio interminable. Los pasillos tenían unos cinco metros de ancho y una altura aproximadamente igual. Cada pared estaba cubierta con cuadrados de mármol e hileras de placas metáli­cas y unos pequeños..., ¿qué? ¿Jarrones? Me acerqué a la pared y examiné unas cuantas placas, leyendo lo que ponía en ellas. Nombre, fecha de nacimiento, fecha de la muerte. De vez en cuando, algún poema estúpido. Todo aquello eran tumbas y esas cosas de latón eran jarrones y, naturalmente, no había flores en ellos. El pasillo se extendía interminablemente, y parecía bifurcarse a intervalos bastante frecuentes. Millones de tumbas...
—Más incrédulos —dije.
—Sí —respondió Benito.
—Pero yo también era un incrédulo. Era agnóstico.
—Por supuesto.
—¿A qué viene eso de por supuesto?
—Te encontré en el Vestíbulo —dijo Benito—. Pero ahora conoces la verdad.
Una respuesta de dos sílabas se me atascó en la garganta. En Infiernolandia la verdad era algo muy escurridizo. Podía hablar de tecnologías avanzadas hasta que el Infierno se con­gelara y Benito seguiría diciendo que todo eso eran milagros.
Había presenciado un milagro. Una fractura se había cura­do delante de mis ojos. ¡Y yo no era ningún robot!
Pero este sitio tenía que ser artificial. Era algo construido, diseñado. Estaba seguro de eso.
De acuerdo, Carpentier. Algo construido necesita la existencia de un constructor. Tiene que haber un diseñador. Busca a un Jefe de Ingenieros para los Constructores y llámale..., ¿qué nombre le das? ¿Los viejos y buenos nombres de los aficionados, nombres como Dhios, Dhu, Roscoe o el Techo? No. Llámale el Gran Jujú.
Pregunta, Carpentier. ¿Qué diferencia hay entre las habili­dades del Gran Jujú y las de Dios Todopoderoso?
¿El tamaño? Este sitio es tan grande como un pequeño planeta. Carpentier, no tienes forma alguna de saber si el Gran Jujú no puede construir a una escala todavía mayor... Mundos, estrellas, universos enteros.
¿Leyes naturales? Puede dejarlas sin efecto a voluntad. Un embudo tan grande como un mundo, tan estable como lo sería una esfera en el espacio normal. Y..., y puede resucitar a los muertos. ¡A mí, por ejemplo! A Corbett, quien es imposible que fuera congelado después de morir. Jan Petri, el adicto a la comida sana, incinerado, Carpentier, quemado hasta convert­irse en un montón de cenizas grasientas y unos cuantos peda­zos de hueso, y ahora devuelto a la vida para que sea posible torturarle.
El Gran Jujú puede crear. Puede destruir. Puede resucitar a los muertos y curar a los enfermos. ¿Acaso le atribuyeron algún poder más a Jesucristo?
Volví la vista hacia las tumbas al rojo vivo. Seguían emi­tiendo calor, pero ni una sola partícula de él podía llegar hasta aquellos fríos pasillos de mármol donde estábamos.
—¿Hay gente dentro de esas tumbas?
Benito asintió.
—Herejes.
La palabra daba miedo. Herejes. Creían en los dioses equivocados, o adoraban al dios correcto de una forma equivocada. Y por esa razón habían sido resucitados para que fuera posible torturarles metiéndoles en cajas de hierro ardiendo.
Yago lo dice. «Credo in un Dio crudel» Creo en un Dios cruel. Y eso es lo que debes creer tú, Carpentier. La habilidad para crear un cosmos no presupone ninguna superioridad moral. No hemos visto ninguna prueba capaz de convencernos de que los juicios morales del Gran Jujú son mejores que los nuestros. ¿Acaso Dios torturaría a la gente?
Recordaba vagamente mis lecciones de la escuela domi­nical. No. Pero..., sí. Era una de las razones por las que me había vuelto agnóstico. ¿Cómo podía adorar a un Dios que poseía una mazmorra privada llamada Infierno? ¡Eso podía estar bien para Dante Alighieri, un italiano del renacimiento! ¡Pero Carpentier tenía unos patrones morales algo más elevados!
Una voz brotó de las profundidades de mi mente, una voz cansada que susurraba perdida en un montón de grasa. Esta­mos en manos de un poder infinito e infinitamente sádico.
Estábamos en el museo privado del Gran Jujú.
—Tenemos que salir de aquí.
—Desde luego —dijo Corbett, y se quedó callado—. ¿Eso es música?
Agucé el oído. Música, sonando en algún punto de aquellos corredores de mármol. Algo dulzón y meloso, una obra menor de algún compositor importante, una pieza llena de notas melodramáticas decidida a utilizar todos los trucos. Alegría artificial en el Infierno.
—Encaja —dije—. Bien, admitiendo que estamos condena­dos, ¿cómo salimos de aquí? ¿Qué dirección tomamos?
Benito miró a su alrededor.
—Nunca había estado por esta parte.
—No quiero volver ahí fuera —insistió Corbett—. No a menos que no tengamos más remedio.
—De acuerdo. Tenemos tiempo de sobra —dije yo. Y me eché a reír.
Era un sonido horrible. Mis carcajadas rebotaron en el laberinto y volvieron a mí desde todas las direcciones imagi­nables, convertidas en sollozos desgarradores. Intenté parar. Corbett y Benito estaban mirándome fijamente. Intenté expli­cárselo:
—Tenía razón. Por una vez, tenía razón. Todo ese tiempo metido en la botella, todas esas teorías y conjeturas, y di en el blanco, al menos una vez. ¡La inmortalidad! Cuando me despertaran poseerían el secreto de la inmortalidad. —Maldita sea, estaba llorando.
Corbett me cogió del brazo.
—Vamos, Allen.
Seguimos pasillo adelante.

14

Los corredores se iban ramificando, una encrucijada detrás de otra, y todos aquellos pasillos interminables eran iguales, pared tras pared de ataúdes recubiertos de mármol, cada uno de ellos con su jarrón vacío para las flores. Nuestros pasos despertaban ecos apagados. Nuestras sandalias no habían sido tocadas por las llamas. Aquella música jovial seguía sonando, sin hacerse más fuerte, y la luz nunca cambiaba, un eterno punto medio situado entre la penumbra y la claridad. Adelante, siempre igual, un pasillo detrás de otro. Finalmente decidimos detenernos.
—Hemos seguido en línea recta —dije.
Corbett asintió.
—Basta con seguir hasta haber recorrido ciento ochenta grados y podremos salir de aquí. Vamos.
Golpeé una placa de latón con los nudillos, medio en broma, y leí en voz alta el nombre y las fechas. Una silueta humana traslúcida apareció ante mí. La miré, horrorizado, y acabé encogiéndome de hombros. Un fantasma entre otros fantasmas..., ¿qué más daba?
—Disculpe —le dije—, ¿podría indicarnos cómo llegar al muro de Dis?
El fantasma tenía una voz muy débil que parecía a punto de quebrarse.
—¿Muro? ¿Dis? —Una tenue carcajada—. Deben haberle añadido más extensiones al Mausoleo. No recuerdo que «La Pradera» tuviese nada parecido a esto.
—Muy gracioso. Esto no es «La Pradera».
El fantasma pareció enfadarse.
—Se suponía que iban a enterrarme en «La Pradera». Pagué por eso antes de morirme. Estaba en mi testamento. ¿Dónde me encuentro?
—¿Me creería si le dijera que está en el Infierno?
Otra débil carcajada, como si llegara de muy lejos.
—Desde luego que no. Ni tan siquiera creo en los fantasmas. —Y un instante después no hubo nada más que la pared.
Corbett se había puesto a mi espalda y cuando habló me hizo dar un salto.
—Es un riesgo pero, ¿y si probáramos uno de los pasillos perpendiculares? Creo que si giramos a la izquierda y segui­mos en línea recta iremos en la dirección correcta.
El decorado cambió. Ahora había nichos con urnas, mucho más pegados los unos a los otros. Llegamos a una intersección en forma de T y fuimos girando hacia la derecha cada vez que nos era posible. Después otra T y una Y y un gran espacio circular vacío con pasillos alejándose en todas direcciones y un gran monumento justo en el centro...
...y nos encontramos en la parte elegante de la ciudad. Los sarcófagos ya no estaban metidos en la pared, sino que había pequeñas estancias con inmensos óvalos de mármol en el extremo, cubiertos de tallas y protegidos por toda la estatuaria tradicional. Caballeros y seres con alas vagamente asexuados que se suponía eran ángeles y bien podrían haber sido maricas; reproducciones de las obras más famosas de la escultura religiosa; creaciones originales, todas ellas mostrando una tremenda habilidad profesional y un monstruoso mal gusto.
Biblias de piedra abiertas en el capítulo 3 versículo 16 de San Juan. Réplicas de catedrales europeas a escala, con todos los detalles, como juguetes de bronce.
Una de las estancias tenía una verja de bronce y un enorme cerrojo. Todas las placas llevaban el apellido de la misma familia y todas estaban cubiertas de imágenes en relieve y adornadas con una réplica en bronce de la firma que habían usado cuando vivían. Le echamos una mirada, nos sonreímos y seguimos avanzando.
Orgullo. Monumentos increíblemente recargados compra­dos a un precio increíble: tumbas carísimas convertidas en prisiones. Me pregunté si serían copias de los monumentos funerarios de la Tierra. Claro, decidí. El Gran Jujú siempre sabe dar con lo más adecuado.
¿Adecuado?
Sí, en este caso, sí: lo adecuado.
Los pasillos seguían y seguían. Los muertos nos rodeaban por todas partes detrás de sus grandes paredes. Nuestras pasos eran apagadas intrusiones en la música interpretada para aque­llos muertos llenos de orgullo. Los muertos caminaban por entre los muertos. Muertos. Muertos. Muertos. ¡Muertos! Palabra y realidad resonaban con el eco de cada paso. Palabra y realidad martilleaban mi alma. Muertos. Muertos. Muertos. Acabé sentándome en el frío mármol.
—¿Allen? ¿Qué te pasa? —La voz preocupada de Benito sonaba a una gran distancia.
—Vamos, hay que seguir en movimiento. Este sitio me da escalofríos. —Corbett me tocó con la punta del pie—. Venga.
Intenté hablar. No valía la pena pero, finalmente, oí mi propia voz, diciendo:
—Estamos muertos. Muertos. Todo acabó. Intentamos vivir y no lo conseguimos, y ahora estamos muertos. Oh, Corbett, ojalá hubiera muerto como tú.
Aquella música alegre y dulzona se burlaba de mí. Muer­tos. Muertos. Muertos.
Una luz verde se encendía y se apagaba a lo lejos. Estaba viéndola por el rabillo del ojo. Me irritaba, era una molestia, un factor que perturbaba la calma de aquella espesa capa de algodón que iba envolviéndome. Podía ver la fuente de esa luz sin volver la cabeza pero mover los ojos ya era todo un esfuerzo. ¿Por qué molestarse? Pero la luz seguía encendién­dose y apagándose y, finalmente, miré hacia su fuente, un letrero de neón que parpadeaba al final de un pasillo de los muertos. No hacía más que repetir mi pensamiento:

ASÍ SON LAS COSAS
ASÍ SON LAS COSAS
ASÍ SON LAS COSAS

...una y otra vez, sin parar, en un parpadeo de neón verde.
Tan lejos que resultaba inalcanzable, en otro mundo, en otro tiempo. Allen Carpentier había sido enterrado igual que una patata en una ceremonia con el ataúd cerrado. Los aficio­nados habían asistido al funeral —algunos de ellos—, y también habían venido unos cuantos escritores, y después se habían ido a tomar una copa y a hablar sobre los nuevos escritores. Carpentier estaba muerto y eso era todo. Podía especular para siempre sobre la superioridad moral del Gran Jujú, podía vagabundear eternamente a través del Infierno, ¿y qué?

ASÍ SON LAS COSAS
ASÍ SON LAS COSAS

La voz de Corbett resonó débilmente en mis oídos.
—Quizá tengamos que dejarle aquí. Durante la guerra vi pasarle lo mismo a un tipo. Está convirtiéndose en un autista.
—Yo también lo he visto suceder. Muchas veces. ¿Serías capaz de abandonarle aquí?
Tuve la impresión de que Benito me estaba sacudiendo por el hombro.

ASÍ SON LAS COSAS
ASÍ SON LAS COSAS
ASÍ SON LAS COSAS

¿...qué hacía aquel letrero de neón parpadeante en este sitio?
Una horrible sospecha fue abriéndose paso por entre las mantas que envolvían mi cerebro. Aparté a Benito de un empujón y logré ponerme en pie. Avancé tambaleándome hacia aquella luz que se encendía y apagaba. ¿Así son las cosas?
Al final del pasillo había un inmenso edificio cuadrado de mármol negro. El epitafio visible bajo el letrero de neón era largo y ampuloso, expresado en palabras de pocas sílabas y frases breves y sencillas. La historia de la vida de un hombre, una lista de libros y premios...
Corbett y Benito me miraron fijamente cuando volví a reunirme con ellos.
—Pareces dispuesto a matar a alguien —dijo Corbett.
Señalé con el pulgar hacia atrás. Al principio no pude hablar, tan grande era mi irritación.
—Él. ¿Por qué él? Un escritor de ciencia ficción que negaba escribir ciencia ficción porque así ganaba más dinero. Escribió novelas enteras en un lenguaje digno de bebés, incluyendo en ellas dibujos que avergonzarían a un estudiante de sexto curso, llenándolas con ciencia de tercera categoría, y habría podido hacerlo mejor. ¿Cómo es que se merece semejante monumen­to.
Benito me miró con una sonrisa torcida en los labios.
—¿Envidias su tumba?
—¡Ya que quieres saberlo, yo escribía mejor que él antes de salir de la universidad!
—Estar muerto no ha afectado a tu ego —dijo Corbett—. Estupendo. Pensaba que te habíamos perdido.
—¡Tiene jarrones mayores que la botella dentro de la que me metieron!
—Tú eras un agnóstico. Egoísta, sí, pero sin llegar a extre­mos enfermizos —dijo Benito—. A juzgar por el tamaño de su tumba, debió fundar su propia religión. Y, posiblemente, se adoraba a sí mismo.
—No, bromeaba... Bueno, era una especie de broma. Pero fundó por lo menos dos religiones, aunque nunca tuvo segui­dores y tampoco tenía intención de conseguirlos. Una de ellas quería que todo el mundo le contara mentiras amables a los demás. La otra era la Iglesia de la Razonable Competencia Divina. Quizá debería haberme metido en algo semejante.
—¿Por qué no lo hiciste? —me preguntó Corbett.
—Porque burlarse de gente que ha encontrado algo en que creer no sirve de nada. —Me volví hacia aquel inmenso edifi­cio—. Ésa es la razón.
Benito meneó la cabeza, sorprendido.
—Estoy empezando a dudar de tu cordura. Él está ahí dentro. Tú estás aquí fuera, y puedes huir.
No le respondí, pero tenía razón. Le dimos la espalda al edificio. Durante algún tiempo pude ver el reflejo de aquella luz verde parpadeando ante nosotros.

ASÍ SON LAS COSAS

Estábamos perdidos en los interminables pasillos de los muertos. Benito caminaba con una estólida paciencia, pero el rostro de Corbett había adquirido una expresión ceñuda y hosca, cargándose de una desesperación que apenas si lograba contener. Yo guardaba silencio, no queriendo decirles nada.
Pero recordaba la habilidad del Gran Jujú para distorsionar el tiempo y el espacio.
Habíamos caminado mucho. Quizá no hubiera salida.
Y si lográbamos salir del laberinto, ¿qué?
Benito decía que teníamos toda la eternidad. Eternidad en Infiernolandia. O en el Infierno. Gran Jujú o Dios, no impor­taba; el problema era escapar.
Había construido un planeador y el planeador había logra­do volar. Si conseguía atravesar la pared y si encontraba tela para las alas, volvería a intentarlo.
Pero tendría que hacerlo sin Benito.
Prometiste que irías con él, Carpentier. Hasta el centro, bajando, a su manera. Puedes cumplir tu palabra y puedes romperla; pero si la rompes lo harás sin que él te dé ninguna excusa para hacerlo.
¿Y si está loco? ¿Y si es un agente del Gran Jujú?
Entonces tendrás que arreglártelas tú solo.
Tonterías. Benito quizá pudiera engañar a esos malditos burócratas para que nos diesen lo que quisiéramos. Pero yo no sería capaz de conseguirlo. Podía encontrar tela, sí —en el peor de los casos, desnudando a los catatónicos—, pero, ¿cómo cruzar la pared? Había visto demonios en la muralla. Y la puerta estaba vigilada por más demonios.
Miré de soslayo a Benito. Una paciencia estólida, una fe de hierro en Dios y los mapas de Dante Alighieri. Y en la palabra dada por Carpentier. Si lográbamos salir de este laberinto Benito seguiría hacia abajo. Podíamos seguirle o podíamos largarnos.
Sentí calor delante nuestro. Doblamos una esquina y nos encontramos con una pared llena de urnas al rojo vivo. El suelo parecía subir de nivel.
Corbett dejó escapar un grito de alegría.
—¡Por aquí! ¡Hacia la pared! —Su voz sonaba fuera de lugar en aquel mausoleo. Esperé que Benito protestara pero no dijo nada, y me pregunté si sabría algo que ignorábamos—. Podría­mos pasárnoslo realmente en grande —gritó Corbett. Haber encontrado una salida parecía haberle vuelto loco de alegría—. Basta con que abramos esas urnas y tiremos las cenizas al suelo.
—Una vez llegué aún más lejos —dijo Benito—. Intenté establecer un gobierno local.
—¿Y funcionó?
—No.
—¿Por qué?
No obtuvo respuesta. Pronto quedó claro que no la obten­dría. Otra cosa en qué pensar.
Llegamos a una encrucijada en forma de T y volvimos a encontrarnos rodeados de mármol frío. Seguimos por el pasillo durante un trecho, temiendo que acabaríamos volviendo a las interminables hileras de tumbas. El pasillo giró a la izquierda. Doblé la esquina precediendo a los otros dos y me di de narices con una insoportable oleada de calor. Me protegí los ojos con la mano...
—Por favor, ¿quiere darme sus documentos?
Intenté ver algo por entre los dedos.
Estaba ante una gran pared de hierro al rojo vivo, pared en la que había una puerta partida en dos mitades. En la mitad inferior de la puerta, que estaba cerrada, había un mostrador y alguien detrás de él, medio oculto en el oscuro interior y encuadrado por una brillante luz roja. En su mano sostenía un fajo de papeles. Aquel rostro aburrido no daba señales de haberme reconocido. Podía ser el mismo oficinista o uno distinto.
—Sus documentos. Venga, vamos, no dispongo de toda la eternidad. —Empujó el fajo de impresos hacia mí—. Tendrá que rellenar todo esto antes de que pueda subir colina arriba. Son las reglas.
Retrocedí, volviendo a doblar la esquina.
—No hagáis ninguna pregunta —le dije a Benito y a Corbett, que me miraban con expresión interrogativa—. Limitaos a dar la vuelta.
Volvimos por donde habíamos venido, buscando algún sitio por donde girar a la derecha. Acabamos encontrándolo y...
—Por favor, ¿quiere darme sus documentos?
Fui hacia el mostrador pero en realidad estaba examinando la puerta que había detrás del oficinista. Hierro al rojo pero sólo llegaba hasta medio cuerpo. Podíamos saltarla.
El mostrador se puso al rojo blanco cuando me acerqué a él.
—¿Y sus documentos? Tendrá que rellenar estos impresos. No hay excepciones.
Miré a Benito. Se encogió de hombros y se dio la vuelta. Un instante después le seguí, odiándole. No pensaba ayudarme.
Y sabía que todo acabaría así. Tendríamos que ir hacia abajo.

15

La música nos acompañaba allí donde íbamos: dulzura melodramática, temas que recordaban los grandes espacios y la naturaleza o violines alegres, pero nunca himnos funerarios o tonos sombríos. Aquella música jovial era más deprimente que cualquier marcha fúnebre.
Poco a poco me fui dando cuenta de que podíamos oír algo más aparte de la música. No sé si había estado allí todo el tiempo, esperando a que cobráramos conciencia de ello, o si empezó cuando fuimos adentrándonos más en el Infierno.
Los sonidos llegaban de las tumbas. Gemidos. Quejidos. Graznidos de rabia. Maldiciones ahogadas. En una ocasión incluso un alegre silbido, una melodía que contrastaba aguda­mente con la música prefabricada que saturaba la atmósfera.
El aire frío se fue calentando poco a poco. Era nuestra primera señal de que estábamos saliendo del laberinto.
Seguimos las corrientes de aire caliente. Cuando la atmós­fera se volvió tan caliente que estaba llena de vapor, encontra­mos una puerta.
Sonidos bastante inquietantes llegaron a nosotros desde el otro lado: gritos de agonía arrancados a gargantas que ya no podían contenerlos por más tiempo, mezclados con gritos de guerra casi animales y las maldiciones más feroces que jamás hubiera podido imaginarme.
Corbett quiso correr hacia adelante pero Benito le cogió del brazo.
—Con cuidado —nos advirtió.
Nos asomamos a mirar. El suelo caía bruscamente al otro lado del umbral, primero en vertical y después formando una ladera con un ángulo de cuarenta y cinco grados. La pendiente estaba compuesta de tierra cocida por entre la que asomaban afilados fragmentos de pedernal.
El fondo del abismo estaba tapado por el vapor, más o menos como ocurría en el pantano que había junto a Dis, pero aquí el vapor estaba caliente. La niebla se movía incesante­mente y, de vez en cuando, se despejaba dejando ver algo. Poco a poco, fui comprendiendo la imagen global.
Estábamos contemplando un enorme lago cuyas aguas no tenían el color normal. La orilla se curvaba a cada lado hasta quedar ocultada por el vapor. Hombres y mujeres permanecían inmóviles con el agua roja y humeante hasta la cintura, y aullaban. Estaban tan pegados unos a otros como los bañistas de una piscina pública en un domingo veraniego de Kansas, y querían salir.
Algunos lo intentaban, pero no lo conseguían. Hombres armados patrullaban la orilla entre nosotros y las aguas color escarlata. Los guardias iban vestidos como para un baile de disfraces, llevando atuendos militares de todas las épocas y lugares, pero caminaban igual que centinelas cuyos oficiales les están observando. Todos tenían los ojos clavados en el lago y estaban preparados para utilizar sus armas.
Armas: allí había todas y cada una de las armas conocidas por la historia. Pistolas, arcos, hoces, ballestas, lanzadores de dardos, hondas, picas y lanzas, rifles AR-15..., todas prepara­das y a punto de que las utilizaran. Cuando alguien intentaba salir del lago, los centinelas disparaban.
Vi a una mujer vestida de negro casi cortada en dos por la ráfaga de un rifle automático. Lanzó un chillido de agonía y volvió a meterse en el lago, quedándose inmóvil mientras se curaba.
Se curaba. Entonces empecé a comprender todo el signifi­cado de que no pudiéramos morir.
Vi a un hombre con una larga barba que llevaba una corona de oro en la cabeza y tenía el pecho lleno de dardos de ballesta. Era tozudo. Se acercaba a la orilla. Los centinelas disparaban y el hombre retrocedía tambaleándose, con el grito emergien­do igual que un siseo ahogado por entre sus dientes. Se arrancaba los proyectiles del pecho y los arrojaba despectiva­mente al agua... y volvía a dirigirse hacia la orilla.
Y volvía. Y volvía. Era un idiota, pero un idiota muy valiente.
—Supongo que los guardias no están de nuestra parte, ¿verdad? —murmuré.
Benito se estremeció.
—No. Al contrario, si nos cogen... —No llegó a terminar la frase, pero no hacía falta.
Aquellos uniformes hacían que los guardias tuvieran un aspecto ridículo. Algunos de los uniformes me resultaban conocidos. Esvásticas nazis y uniformes de infantería norteamericanos. Guardias del regimiento Coldstream y solda­dos de las tierras altas de Escocia. Azul y gris de la guerra de Secesión. Cascos de la Primera Guerra Mundial. Casacas rojas y el azul de los continentales de Washington. Gorros de piel y los soldados ingleses que lucharon con Gordon en China, y muchos más: legión romana, hoplita griego, uni­formes vagamente asiáticos, túnicas hasta los pies y escudos de mimbre, lanzas con manzanas doradas en el astil; y aún más, hombres de tez amarilla cubiertos con pieles de animal, negros y pielesrrojas que no llevaban gran cosa aparte de sus pinturas de guerra, hombres de piel azul totalmente desnudos... ¿Piel azul? Britanos cubiertos de hierba cami­nando junto a legionarios, seguidos por hombres y mujeres con monos que llevaban minúsculas ametralladoras de una clase que jamás había visto.
Y todos observaban el lago, incesantemente, manteniéndo­se siempre alerta.
—Aquí arriba no podrán vernos —dije—. ¿Y ahora qué?
—Debemos cruzar el lago —dijo Benito—. Hay un sitio, lejos de aquí, donde sólo llega hasta los tobillos. En todas las demás partes hay zonas capaces de cubrirnos hasta la cabeza. Los condenados se encuentran sumergidos a la profundidad co­rrespondiente a la violencia de sus actos en la Tierra.
—Esas aguas parecen estar calientes. Echan vapor.
—Eso es sangre hirviendo. —Benito dejó escapar una seca carcajada—. ¿Qué esperabas para los violentos?
Un silencio helado pareció estirarse interminablemente entre nosotros dos.
—¡No podemos meternos ahí dentro! —gritó Corbett—. ¡No!
—Jerry...
—Yo ya me he quemado, ¿os acordáis? ¡Nunca lo consegui­remos! ¡Cuando tengamos los tobillos cocidos caeremos de rodillas! ¡Y cuando se nos asen las piernas caeremos de narices dentro de eso!
—Sin embargo, como puedes ver, todos los hombres y mujeres del lago están de pie.
Aquella voz tranquila detuvo el monólogo aterrorizado de Corbett. Miró hacia el lago. Yo ya me había dado cuenta de que Benito estaba en lo cierto. Si podían mantenerse en pie, eso quería decir que sus piernas quemadas debían ser capaces de seguir funcionando. Claro que eso no haría que dejaran de dolerles...
—Los centinelas no nos permitirán vagar libremente por el Infierno —nos advirtió Benito—. Si no tienen instrucciones respecto a cuál es nuestra sentencia, puede que nos arrastren hasta el punto más profundo y nos mantengan allí. Ya habréis notado que sus armas no matan, pero pueden dejar incapaci­tado.
Quedémonos aquí, Carpentier. La música está empezando a gustarme.
—No deben fijarse en nosotros. Tenemos que gritar lo menos posible. —Benito hablaba muy seriamente, sin el más mínimo rastro de humor. Benito llevaba tanto tiempo en el Infierno que el sufrimiento no le parecía nada raro, ni tan siquiera algo que se saliera un poco de lo normal.
—Quizá haya una forma mejor de conseguirlo —dijo Corbett. Señaló hacia adelante—. Allen, ¿qué ves?
—Una isla. —Medio oculta por el vapor, apenas si sobresalía del lago, un par de kilómetros a nuestra derecha. Estaba más llena de gente que las aguas que la rodeaban, esas aguas que Benito había dicho eran sangre hirviendo.
Justicia poética. Infinitamente exagerada, como todo lo de aquí. Sin duda la gente que se cocía allí abajo vivió cometiendo asesinatos, o torturando, o secuestrando. O quizá fueran incen­diarios. Los violentos... Bueno, al menos sabíamos cómo cruzar.
—Benito, ¿podemos llegar a la isla?
Benito estaba mirando hacia allí, con los ojos desorbitados y su gran mandíbula cuadrada muy rígida.
—No tenía ni idea de que hubiera una isla en el Aqueronte. Dante no habló de ella.
—Supongo que sí hablaba de la sangre hirviendo, ¿no?
—Por supuesto. También describía el vado que usé antes. El vado se encuentra muy vigilado y quizá sería mejor usar la isla. —Lo pensó durante unos segundos—. Dante tampoco habló de que en el Aqueronte hubiera ninguna embarcación.
—¿Una embarcación?
—Sí, Allen, un barco de madera hundido al otro lado del Aqueronte. La cubierta está al mismo nivel de la sangre. He estado a bordo. En la cubierta hay grandes parrillas, y debajo de las parrillas hay almas.
—Tratantes de esclavos —especuló Corbett.
—Probablemente —dijo Benito.
Pero, ¿cómo había podido subir a ese barco? ¿Sería de allí de donde había escapado? ¿O de algún lugar situado todavía más abajo? No me atreví a preguntárselo pero, ¿cómo podía­mos confiar en él hasta no saber cuál era su crimen?
¿Y qué otra cosa podíamos hacer, salvo confiar en él?
—No debemos preocuparnos de los traficantes de esclavos —dijo Corbett—. Supongo que lo mejor sería ir siguiendo la orilla hasta quedar enfrente de la isla y tratar de llegar hasta ella.
Nos miramos los unos a los otros y movimos la cabeza en señal de asentimiento.
Dimos la vuelta por dentro del mausoleo, yendo en línea paralela a la orilla, dejando atrás muros de estantes con urnas que contenían cenizas. Saboreé aquel aire frío y húmedo. Lo echaría de menos. El risco se encontraba justo al otro lado de aquella pared.
¿Para qué molestarse, Carpentier? ¿Por qué no quedarse aquí?
No. Tenemos que salir de aquí. Minos acabaría encontrán­donos y entonces, ¿qué? Tenemos que escapar.
Eh, Carpentier, ¿qué te hace pensar que hay una salida?
No quiero pensar en eso. Tiene que haber una salida. Benito dice que existe. Dante habló de ella...
¡Sí, una salida par a él! ¡Un hombre vivo cuyo guía podía llamar a los ángeles!
Hay una salida del Infierno y vamos a encontrarla, porque no podemos morir intentándolo, porque no hay otra cosa que hacer salvo quedarse sentados durante toda la eternidad. La eternidad...
Carpentier, estoy asustado.
Yo también. Hablemos con los otros. Están tan asustados como tú. Hablar ayuda.
—Los guardias... —dije—. Creo que pueden darnos dos clases de problemas.
—A mí me preocupa más el cocerme —dijo Corbett.
—Creo que no me gustaría demasiado que me llenaran de flechas y balas —dije yo—. Pero, aparte de eso, ¿qué infiernos están haciendo ellos aquí?
Corbett se limitó a reír. Montan guardia, me dijeron sus ojos.
—Cometieron actos de violencia creyendo que estaba justi­ficada —dijo Benito—. Lucharon por lo que pensaban era una causa más alta.
—¿Y en el Cielo no hay soldados?
—Estoy seguro de que debe haberlos. Pero estos hombres disfrutaron con su trabajo. —Su voz cobró un matiz de tristeza—. Y siguen disfrutando con él. No intentan escapar.
—Qué extraño... Están sirviendo a los Constructores, o al Gran Jujú, o a Dios, no importa cómo llamemos al amo de este lugar. ¡Si están sirviendo a Dios deberían estar en el Cielo!
Benito se encogió de hombros.
—O en el Purgatorio. Quizá. La teología no es mi especia­lidad. La próxima puerta se encuentra ahí mismo, tened cui­dado.
No dijo nada más pero recordé al personal uniformado de Disneylandia y me pregunté si los guardias harían turnos de trabajo. ¿Tenían hogares a los que ir cuando acababan de trabajar? ¿Volvían a casa y le contaban a sus esposas qué tal les había ido el día?
Esperamos, asomando la cabeza por el umbral para obser­var la orilla. La isla se encontraba justo delante de nosotros, a unos cincuenta metros de la orilla, oscurecida por nubes de vapor y tan difícil de ver como si se hubiera encontrado a dos kilómetros de distancia.
Un grupo de siluetas vestidas con túnicas y que no llevaban armas pasó ante nosotros.
—Sacerdotes de la inquisición —murmuró Benito—. Llama­rían a las autoridades seculares. Los soldados...
Se alejaron. Un grupo de mujeres bárbaras pasó ante noso­tros, con los brazos y los hombros del mismo color que su armadura de bronce. Llevaban arcos y unas pequeñas espadas. Detrás venía otro grupo, también de mujeres, vestidas con uniformes color verde aceituna y armadas con ametralladoras. Acabaron desapareciendo y la orilla quedó despejada.
—Corred —ordenó Benito.
Corrimos. Unos noventa centímetros nos separaban del co­mienzo de la cuesta. Caí de pie y seguí corriendo, en una especie de caída medio controlada. Los guijarros me desgarraban los pies. Cuando llegué ala playa seguí corriendo, porque sabía que jamás sería capaz de entrar caminando en aquel lago hirviente. Las nubes de vapor envolvieron mi cuerpo, ocultándome de los guardianes, y corrí hacia el coro de gritos y alaridos. El olor era terrible, una mezcla del olor a cobre de la sangre fresca y el desagradable olor de la sangre seca.
Corbett se me había adelantado. Entró en el hirviente fluido rojo y gritó. Y se quedó inmóvil, con el líquido hasta las rodillas, gritando de dolor. Benito entró en el lago, abriéndose paso por entre aquella sustancia igual que si fuera un maldito robot, y cogió a Corbett por el brazo para impedirle que se diera la vuelta. Un instante después yo mismo estaba en el lago. Tropecé con un hoyo y el líquido me cubrió hasta la cintura.
Sentí un dolor muy extraño, como si hubiera metido el dedo en un enchufe. Era algo irreal, que te dejaba aturdido. Todos mis sentidos estaban hechos un lío. Conocí el aroma del dolor, cómo olía y cuál era su aspecto, y no había nada que ver ni que oír salvo el dolor. No podía controlar mis miembros. Estaban agitándose y moviéndose espasmódicamente, y casi consiguieron hacerme caer de bruces en aquella sustancia.
Me volví hacia la orilla, moviéndome igual que una mario­neta. Nada podía ser peor que aquel dolor.
Medio pelotón de Boinas Verdes estaba de pie en la orilla, observándonos. Tenían amigos: unos hombrecillos con pija­mas negros.
Me di la vuelta. Había que seguir. Una abertura momentánea de aquel vapor nebuloso me había permitido ver sus ojos: opacos, inexpresivos, concentrados en su tarea; y su tarea era impedir que nadie saliera de la sangre.
—La isla —grité—. ¡A la isla! —Pero no me moví, y tanto Benito como Corbett siguieron inmóviles. Nos quedamos allí donde estábamos, gritando.
—¡La isla! —Corbett rió histéricamente, una risa en la que se mezclaban el dolor y el horror— No podemos usar la isla...
—¿Qué? —grité.
—¡Idiota! ¡Mira!
Tenía razón. Maldije a las nubes de vapor que la habían disimulado. La isla estaba llena de gente, cuerpos pegados los unos a los otros ocupando hasta el último centímetro cuadrado del suelo. Jamás había visto a una multitud de peor aspecto. Iban armados con lo que habían podido encontrar, desde garrotes hasta toscos cuchillos que parecían hechos con frag­mentos de hueso. Mientras les observaba, alguien que inten­taba salir de la sangre fue rechazado por media docena de cuchilladas. Se apartó de ellos, gritando y tambaleándose, dejando tras sí una estela de espuma rojiza.
Benito vino hacia mí. Seguía teniendo cogido a Corbett por el brazo.
—Tenemos que rodear la isla.
No podía moverme. De repente Benito me cogió por el hombro y empezó a abrirse paso por aquel hirviente líquido rojo, remolcándonos igual que si fuéramos niños. Recordaba su fuerza. Luchar con él no habría servido de nada. Y no quería luchar con él. Quería salir de allí, pero mis miembros no pensaban obedecerme. El dolor me tenía paralizado.
El rostro de Benito mostraba claramente la agonía que estaba sufriendo. Sentía tanto dolor como nosotros. Pero si­guió avanzando.
—¡Más abajo hay un sitio donde las almas de los condenados ni tan siquiera tienen permiso para gritar! —aulló—. ¡Al menos, aquí no hay ninguna ley contra el gritar!
—¡Ya! ¡Menos mal, qué alegría! —grité yo.
Nos detuvimos. Había guardias en la orilla. Un hombre con un sombrero puntiagudo estaba mirando por unos binoculares. No osamos movernos.
Hay dos formas de enfrentarse a un dolor continuo y de gran intensidad. En las dos hace falta gritar. Puedes esforzarte por ahogar los gritos, y éstos se abrirán paso por entre tus dientes; o puedes limitarte a dejarlos salir tal y como vienen. Igual que ocurre con los gritos, puedes concentrarte en la fuente del dolor y tratar de reducirlo, como sea: a la izquierda hay una corriente de sangre un poco menos hirviente, ¡adentro! Ponte de puntillas, ganas un centímetro...
O puedes decirte a ti mismo que ya se pasará y concentrarte en alguna otra cosa.
La isla se encontraba bastante revuelta. Los habitantes estaban gritándole algo a uno de los suyos. Un hombre, con los pies separados y las manos levantadas por encima de la cabeza... Las manos sostenían el astil de una lanza: un trozo de madera que podía haber sido un remo roto o una rama de árbol, y una punta metálica en forma de hoja suspendida unos cuantos centímetros por encima de su pie. A punto de herir pero, ¿el qué? Los demás alargaban la mano para sacudirle por los hombros y el hombre gritaba pero con un dolor agónico algo diferente al de los otros gemidos que le rodeaban.
Intenté oír lo que decía. El gemir inarticulado de los miles de cuerpos metidos en el líquido, el mío incluido, se había convertido en un mero ruido de fondo, desvaneciéndose como el repugnante olor de la sangre hirviendo. Logré captar frases sueltas.
—¡Mátales! Mátales antes de que...
—¡Billy, si no piensas hacerlo déjanos pasar!
—Idiota, tienes que hacerlo, dentro de un momento nos habrán rodeado...
—¡No! —aulló el hombre de la lanza.
Y el suelo pareció hacer erupción bajo sus pies.
Empezó a darle patadas a lo que le agarraba por los tobillos, fuera lo que fuese. Logró soltarse y corrió hacia la orilla de la isla. Los demás se apresuraron a dejarle paso libre y un instante después volvieron a unirse para cerrar la abertura. La parte de la isla situada detrás de ellos temblaba igual que si sufriera un terremoto, y tanto garrotes como cuchillos subían y bajaban en un ritmo horrible.
«Billy» se metió en la sangre hirviendo hasta las rodillas y se quedó quieto. Cuando tragaba aire para emitir su primer grito de sorpresa, tres manos le golpearon en la espalda. Cayó de bruces en el líquido rojo. Dos olas cayeron sobre los bañistas que había a su alrededor.
Un instante después ya estaba en pie, con su lanza en ristre y dispuesta a golpear. Yo estaba seguro de que lucharía, intentando regresar a la isla. Pero no lo hizo. Se dio la vuelta y empezó a adentrarse en el líquido, viniendo hacia nosotros. Cuando estaba a unos treinta centímetros de mi nariz me dijo:
—Amigo, quedarse mirando de esa forma es de mala edu­cación.
—Lo siento. ¿Qué ha pasado? ¿Te dejarán volver a la isla?
Se volvió a mirar a los que hasta entonces habían sido sus vecinos.
—Esos bastardos no pudieron conmigo... —Daba la impre­sión de estar conteniendo el aliento..., igual que hacíamos todos, pues todos intentábamos hablar sin dejar escapar ningún grito. Los sonidos que emitíamos resultaban casi divertidos—. Yo..., jamás pensé que dolería tanto —dijo.
—¿Por qué no te quedaste en la isla?
—No podía aguantar todas esas muertes.
—¿Qué?
Benito y Corbett se habían acercado a escuchar. «Billy» me examinó, con su rostro retorcido en una mueca de agonía.
—No sabes nada de la isla, ¿verdad?
Meneé la cabeza. El Afrika Korps se había marchado pero habían sido sustituidos por unos coraceros con mosquetes. Seguíamos sin atrevernos a hacer ningún movimiento.
—Los que vivimos en la isla matamos gente, igual que vosotros, los del agujero. Pero todos teníamos alguna excusa, alguna razón para vernos obligados a matar. Como yo... Está­bamos metidos en una guerra de fronteras. Ni tan siquiera la empezamos.
—Ah, ¿sí? —dije yo.
Pareció tomárselo a mal.
—¿Crees que podríamos haber acabado con la guerra? ¿Que tendríamos que haber aceptado la amnistía?
No sabía de qué estaba hablando y tampoco me importaba demasiado. Sus ojos azules se habían vuelto tan feroces y helados como los de un asesino.
—No te preocupes por mí —le dije—. Yo también estoy en el Infierno.
Eso le calmó, e hizo que todo él cambiara. Era más joven y más bajo que yo, y aquel corte de pelo hecho por un aficionado le daba un agradable aire de adolescente. Aunque el cabello estaba empapado de sangre...
—Después tenemos a Harry Vogel —siguió diciendo—, que estaba atracando una licorería cuando el propietario le quitó la máscara de un tirón. Había visto su cara así que debía morir, ¿entiendes? Y Rich y Bonny Anderson, secuestraron a un chaval, y todo habría ido bien pero el chaval logró escaparse. Logró llegar hasta una calle muy grande llamada autopista y una especie de máquina le golpeó. —Miró hacia abajo y siguió hablando, muy deprisa, como si aquello pudiera hacerle olvi­dar el dolor—. Bonny está aquí, Rich no. A Rich le dio por la religión. ¡Eh, Aaron Burr está en la isla! Y también tenemos a ese tipo que dirigía el campo de prisioneros de Andersonville...
—Ya voy comprendiendo. Si pensaban que tenían que ha­cerlo, salían un poco mejor librados.
—Sí. —Billy se miró la cintura—. Duele. Creo que este dolor es tan malo como el peor que haya sentido nunca, dejando aparte al de morirse. Pero no pienso volver. No. —Pese a todo, miró hacia atrás y no parecía estar demasiado seguro de lo que decía. Lo repitió—: ¡No! ¡Nunca más volveré a matar a nadie!
—Es la segunda vez que...
—Bueno, los habitantes de esa isla no son gente del montón, ¿sabes? La mayor parte son jueces, congresistas, abogados y unos cuantos miembros del jurado, así como sheriffs corrup­tos...
—¡Espera! ¡Espera! —Recordé a la gente de la isla, intentan­do contenerle—. ¿Te refieres a los habitantes de la isla? ¿A personas vivas?
Juro que Billy estaba disfrutando de mi reacción.
—Sí. Tenemos que mantenerles lisiados. Es obra de Minos: les inflige ese castigo por haber dejado que asesinos convictos y confesos andarán sueltos por entre los ciudadanos que les pagaban para obtener su protección. Algunos eran miembros del jurado que aceptaron sobornos, y abogados que manipula­ron un poco las pruebas, y congresistas que hicieron promulgar leyes contra el meter a un hombre en la cárcel si las pruebas no habían sido obtenidas de una cierta forma especial... No sé. Ese tipo de leyes son algo nuevo para mí. Cuando vine aquí la isla era mucho más pequeña.
—¡Y siguen volviendo a la vida! —Estaba tan asombrado que incluso me había olvidado del dolor.
—Puedes estar seguro de que vuelven, amigo. Y tenemos que seguirles convenciendo de que no se muevan, ya sea de una forma o de otra. De lo contrario se marcharían a nado y, ¿en qué situación quedaríamos nosotros?
—¿Metidos hasta la cintura en sangre hirviendo?
Intentó reírse.
—Bueno, supongo que prefiero cocerme. Si pudieran morir no me importaría, pero no pueden morir. Si les dejas en paz el tiempo suficiente intentan levantarse. No puedo aguantarlo más.
Sentí la mano de Benito sobre mi hombro.
—Allen, la orilla está libre de guardias. Creo que podemos.
Corbett ya estaba avanzando por el líquido. Le seguí, tambaleándome sobre mis piernas envaradas. Un impulso repentino hizo que me diera la vuelta.
—¿Por qué no vienes con nosotros? Abajo no puede ser peor que aquí.
Sus ojos se iluminaron con un leve brillo de esperanza.
—Quizá tengas razón.

16

Avanzamos a través de la sangre hirviendo, y el líquido nos llegó hasta el mentón antes de que el suelo volviera a subir de nivel. Después de una eternidad llegamos a la otra orilla y nos dejamos caer en el suelo, cada uno envuelto en una silenciosa envoltura solipsista hecha de su propio dolor. Estábamos tendidos en lo que parecía ser cemento blanco, y resultábamos de lo más visible. Cuatro blancos. Si los guardianes querían pillarnos, podían hacerlo cuando les diera la gana.
Bastante tiempo después Corbett logró encontrar las fuer­zas necesarias para rodar sobre sí mismo.
—Están al otro extremo de la orilla —nos informó—. Obser­vándonos. Nazis, indios...
—Olvídalos —dijo Benito—. No nos harán daño. Nunca molestan a los que intentan ir hacia las profundidades del Infierno.
—Qué alivio —dijo Corbett.
Yo no estaba tan seguro pero decidí seguir callado. Inspeccioné mis pies, mis piernas y mis nalgas. La carne colgaba fláccidamente de mis huesos. Tendría que haber muerto ahí abajo; así habría dejado de sentir dolor. Mala suerte, Carpentier.
Y Billy, quien debía haber sentido un dolor tan grande como el mío, estaba sonriendo.
—¿Qué es lo que te hace tan condenadamente feliz? —gruñí.
—Para empezar, ésta es la primera ocasión de tumbarme que he tenido en cien años. En segundo lugar, ya no tengo que matar a nadie, incluso si me chillan. En tercer lugar, la gente de esa isla no me gustaba demasiado. Puede que vosotros resultéis más agradables.
—Quizá. ¿Quién eras?
—William Bonney. Un simple vaquero al que le hicieron unas cuantas malas pasadas y que logró darle su merecido a unos cuantos de los que se las habían gastado.
—¿Bonney? —Corbett se irguió de repente. Se había curado mucho más deprisa que yo—. ¿Billy el Niño?
—Amigo, en esa isla hay una docena de hombres que afirman ser Billy el Niño.
—¿Y tú qué dices sobre eso?
—Yo soy el auténtico.
Podía ver los engranajes girando dentro de la cabeza de Corbett. ¿Se suponía que debíamos pasarnos toda la eternidad preguntándonos si decía la verdad?
—Como quieras —dijo Corbett—. Yo pilotaba una nave espacial.
—¿Qué? ¿Quieres decir que has estado en la Luna?
—Así es.
Benito dejó escapar un gruñido, se puso en pie y volvió a dejarse caer con otro leve gruñido de dolor. De la cintura para abajo toda la piel de su cuerpo estaba de un rojo brillante, y aún parecía muy tierna. Igual que Corbett, se había curado deprisa pero todavía no estaba en condiciones de andar explo­rando por ahí.
—Benito, ¿en qué clase de sitio vamos a meternos? —le pregunté—. Está claro que no podemos volver atrás, pero...
—Delante nuestro se encuentra el Bosque de los Suicidas. Comparado con esto es un sitio agradable, si podemos evitar a los perros.
—¿Perros?
—El Bosque es el castigo destinado al pecado de los suicidas —explicó Benito—. Cada árbol contiene el alma de alguien que se quitó la vida. No nos harán correr ningún peligro. Pero el Bosque es también el sitio donde sufren los Derrochadores Violentos y los perros se encargan de castigarles. No creo que haya muchas jaurías. Es un pecado que ha ido quedándose anticuado.
Corbett alzó los ojos.
—¿Cómo es posible que un pecado acabe quedando anticuado?
—Las costumbres cambian. En la época de Dante había hombres que celebraban una fiesta en la cual quemaban parte de sus riquezas para mostrar lo ricos que eran.
—¡Un potlach! —grité.
—Gesundheit —dijo Corbett.
—No, maldita sea, escuchad. Había una tribu india de la costa oeste que solía hacer justamente eso de lo que habla Benito. Daban una fiesta y quemaban un montón de objetos valiosos. Era una especie de competencia entre ellos. No sabía que los italianos hicieran lo mismo.
—Lo hacían —dijo Benito—, su castigo es correr a través de esos bosques perseguidos por perros salvajes. Si los perros consiguen atraparles les hacen pedazos.
Billy estaba sentándose.
—¿Y pueden llegar a curarse después de eso?
¡Yo también me estaba curando! Seguía sintiendo dolor en las piernas y las nalgas pero la carne había recobrado su firmeza y podía mover los músculos. Fascinado, observé la nueva piel que iba creciendo ante mis ojos.
—Los perros y las almas a las que persiguen deberían ser muy escasos —dijo Benito—, y los árboles no pueden hacernos daño. Creo que esa etapa del camino no nos resultará muy difícil. —Se puso en pie—. ¿Estamos listos?
Yo seguía teniendo la piel de los pies algo tierna y Billy estaba quejándose también de lo mismo, pero daba la impre­sión de que no tendríamos que salir corriendo hacia ninguna parte. Corbett y Benito ya se habían curado.
Nos pusimos en marcha, adentrándonos todavía más en el Infierno. Aquello había acabado convirtiéndose en una obse­sión. Cualquier cosa era mejor que esperar... y si me pasaba demasiado tiempo recordando la agonía del lago nunca llega­ríamos a ponernos en marcha.
Salimos del cemento para pisar tierra. Llegamos a lo alto de una pequeña loma y el terreno se convirtió en una serie de cañadas creadas por la erosión, arcilla roja y amarilla incrus­tada de gravilla y surcada por los lechos secos de las torrente­ras. Tuvimos que irlas salvando una a una. Algunas tenían el fondo lleno de agua, agua sucia en la que había botellas rotas y tapones, preservativos usados, grasa, algún que otro charco de colorante y sustancias químicas que hacían arder nuestros pies calzados con sandalias. Aquí no crecía ningún tipo de vegetación; sólo había tocones de árboles muertos y lianas resecas, cables marrones que se alzaban del suelo igual que los dedos de una anciana muerta. El aire estaba lleno de olores extraños: incongruentes vaharadas de algo que parecía los gases de un tubo de escape, ácidos, petróleo y goma quemán­dose.
Billy gruñó.
—No veo árboles, Benito. ¿Dónde has puesto los malditos árboles?
—Tendríamos que haber llegado al Bosque ya hace mucho. No lo entiendo. Pero hemos de seguir.
Salimos de la torrentera y miramos hacia abajo. Teníamos una buena vista del Infierno.
Parecía un Infierno sobre la Tierra. Nada vivo crecía allí. Teníamos que gritar para hacernos oír por encima de un continuo estruendo. A lo lejos sombras rectangulares asoma­ban por entre la penumbra y la gruesa capa de niebla y contaminación. ¿Edificios? ¿Fábricas?
—El progreso ha terminado con tus bosques, Benito —le dije.
Oímos un fuerte ruido metálico cercano a nosotros, algo que venía del interior de una nube de humo. Una mujer salió corriendo del humo, con el rostro lleno de terror y el cabello suelto flotando sobre sus hombros. Llevaba un traje de noche medio roto con un broche de diamantes y pendientes, así como zapatos de tacón alto adornados con joyas. Corría sostenién­dose la falda con las manos.
Billy gritó e intentó detenerla. La mujer le esquivó y siguió corriendo. El estruendo metálico se hizo más fuerte y un bulldozer emergió del humo, rugiendo. Un hombre huía de él, con la pala casi rozándole. El bulldozer dejaba escapar un reguero de humo, y estaba acercándose cada vez más al fugitivo. No tenía conductor.
Billy estaba en el fondo de la cañada, hecho un ovillo, con los brazos protegiéndole la cabeza. Cuando el monstruo se hubo alejado fui hacia él. Estaba farfullando algo ininteligible y cuando le toqué todo su cuerpo se estremeció, como galva­nizado. Se levantó de un salto, preparándose para luchar contra lo que fuese.
—Jamás he tenido miedo de ningún hombre —dijo—. Pero esa cosa me asustó. ¿Qué era?
—Un bulldozer. Se usa para remover la tierra.
Billy volvió los ojos hacia la niebla, asombrado.
—Con eso se podrían derribar montañas enteras.
—Ya lo hicimos —dijo Corbett—. Hay muchas formas de convertirse en un derrochador violento.
Billy frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—La contaminación... Éste debe ser el sitio para la gente que destroza el medio ambiente. —El rostro de Corbett mostraba claramente su disgusto—. Ellos le hicieron esto a la Tierra.
—Pero, la gente perseguida por esas cosas..., ¿quiénes son?
—Supongo que deben ser promotores inmobiliarios. Espe­culadores de terrenos. Este sitio no debería darnos demasiados problemas... —Corbett nos miró—. ¿O sí?
Siempre he estado a favor de conservar la naturaleza. Si la justicia poética del Gran Jujú seguía siendo fiel a sí misma, debería encontrarme razonablemente seguro.
¿O no? ¿Había caído por accidente? Desde luego, si trepé al alféizar de esa ventana fue por voluntad propia... Si un bulldozer me enterraba en este sitio, ¿acabaría convirtiéndome en árbol?
—Vámonos —dijo Billy—. Este sitio me da escalofríos.
Y, por consenso tácito, nos pusimos en marcha.
—De todas formas, ¿adonde vamos? —preguntó Billy.
—Cerca de aquí hay un desierto —dijo Benito—. Un desierto llameante, un sitio demasiado caliente para que nada viva en él, con llamas cayendo del cielo. Sólo conozco una forma de cruzarlo, y es la que utilizó Dante. El desierto se encuentra atravesado por un río, el caudal sobrante del lago de sangre. Enfría el desierto a medida que va moviéndose por él.
—Milagrosamente —dije yo. Había tenido intención de mos­trarme despectivo pero no me salió demasiado bien. Ya había visto demasiados milagros, y todos ellos desagradables.
Benito asintió.
—Por supuesto. Debemos encontrar ese río, o no podremos cruzar el desierto. Pasa por el Bosque. Camaradas, debemos encontrar el Bosque. —Giró hacia la izquierda y siguió cami­nando.
—¿Por qué hacia ahí? —Billy se rió—. No tienes ni idea de dónde cae ese Bosque.
—No, pero si caminamos lo suficiente tenemos que acabar llegando a él. Es una mera cuestión de tiempo.
Sí, y teníamos grandes cantidades de tiempo. Y el Infierno era una serie de círculos concéntricos, y sólo Dios sabía lo grandes que eran. Podíamos tardar años. ¿Y qué?
—¿Por qué no vamos en sentido contrario? —insistió Billy.
Benito se encogió de hombros.
—Cuando iba hacia abajo Dante siempre torcía hacia la izquierda. Pero si quieres iremos hacia la derecha.
—No. Tanto da.

17

El ruido, los olores y la desolación siguieron igual que antes. Aquí estaban los condenados, por voluntad de un humor macabro. Cabezas fantasmagóricas emergían de los charcos de petróleo. Algunas eran picoteadas incesantemente por pá­jaros con las plumas manchadas de aceite y suciedad. Un río parecido a una cloaca pasaba junto a ellos, y sus orillas estaban llenas de hombres y mujeres que lloraban. Los gemidos resonaban continuamente en nuestros oídos, acompañados por el rugir de los motores y el estruendo de las máquinas.
Echamos una mirada en alguno de aquellos enormes edifi­cios y no tardamos en salir de ellos. En su interior el ruido resultaba insoportable. Aquí un siseo de electricidad, allí el grito del metal torturando al metal, a lo lejos el rugir de la llama. Dentro de los edificios había más condenados, traba­jando sin parar.
Nuestro camino nos llevó a través de una de esas inmensas factorías. Ni una sola cabeza se irguió para vernos pasar. Una cinta sin fin llena de artefactos incomprensibles pasaba ante aquellos hombres y mujeres y éstos colocaban tuercas, las atornillaban y les iban poniendo asas y fondos, sin parar, una y otra vez. Seguimos la cinta sin fin durante kilómetros hasta llegar a una pared por la que desapareció. Al otro lado había más condenados que desmontaban los artefactos. La maqui­naria zumbaba y más cintas transportadoras se llevaban las piezas rumbo al otro extremo del edificio.
Salimos del edificio para encontrarnos con grandes bom­bas petrolíferas que subían y bajaban como las cabezas de gigantescos pájaros prehistóricos. Atravesamos una zona mi­nera y Benito nos hizo ver que su disposición era muy parecida a la del Infierno: una vasta serie de terrazas circulares que iban bajando de nivel. Pero en el fondo no había nada, sólo agua estancada.
Una gigantesca planta energética llena de frágiles estruc­turas metálicas y con kilómetros de tubos y válvulas alimen­taba un cable tan grueso como mi cintura. Torres de transmi­sión se llevaban el cable colina abajo.
Miré hacia donde se perdía el cable pero estaba demasiado oscuro. ¿Cómo utilizarían la electricidad en el Infierno? Pero enfrente de la planta energética había un hombre de cuerpo atlético encadenado a una bicicleta sin ruedas atornillada al suelo de cemento: delante suyo se veía el tubo de escape del generador. Estaba rodeado por una espesa humareda negra que casi le hacía invisible.
Mientras le mirábamos empezó a pedalear furiosamente. El zumbido de los engranajes se fue haciendo más agudo... y el generador de dentro se calló. Por un instante todo fue silencio. El hombre pedaleaba con gestos rápidos y seguros, cada vez más y más deprisa, tanto que sus pies casi resultaban invisibles, la cabeza inclinada igual que si luchara contra el viento. Fuimos hacia él, preguntándonos cuánto tiempo podría aguantar así.
Empezó a cansarse. Sus pies volvieron a ser visibles. Los motores del interior tosieron, emitiendo una nube de humo negro. El hombre se atragantó, ladeó la cabeza y nos vio.
—No me responda si no quiere —le dije—, pero, ¿qué capricho del destino le ha llevado hasta aquí?
—¡No lo sé! —aulló—. ¡Yo era presidente de la mayor organi­zación para proteger el medio ambiente de todo el país, la más efectiva...! ¡Yo luché contra esto! —Tensó el cuerpo y volvió a pedalear. El zumbido subió de tono y el generador se calló.
Billy no entendía nada. Miró a Benito pero nuestro guía se limitó a encogerse de hombros. Benito lo aceptaba todo. Pero yo no. Esto no podía ser un acto de justicia, ni siquiera de la justicia grotesca y exagerada del Gran Jujú. Esto era mons­truoso.
Corbett debía haber estado pensando en todo aquello por­que, de repente, le preguntó:
—¿Se opuso a las centrales nucleares?
El hombre dejó de pedalear, mirando fijamente a Corbett, como si fuera un fantasma. La dínamo se puso en marcha y le envolvió con una espesa nube de humo azulado.
—Es eso, ¿verdad? —dijo Corbett con amabilidad—. Logró acabar con los generadores nucleares. Los cortes de energía... Entonces yo era un crío. Teníamos que ir a la escuela sin luz porque todo el país trabajaba de día, intentando ahorrar ener­gía.
—¡Pero esos generadores no eran seguros! —El hombre tosió—. ¡No eran seguros!
—¿Cómo lo sabía? —le preguntó Benito.
—Nuestra organización tenía científicos. Lo demostraron.
Le dimos la espalda. Ahora estaba seguro. Podía dejar de buscar justicia en el Infierno. No existía: allí sólo había humor macabro. ¿Qué razón había para que aquel hombre estuviese en los círculos interiores del Infierno? En el peor de los casos, tendría que estar mucho más arriba, con los destructores de puentes del segundo risco. O en el Cielo. Este paisaje desolado no era obra suya.
No podía aguantarlo. Volví hacia él. Benito se encogió de hombros y le hizo una seña a los demás.
El rostro del hombre, perdido en la nube de humo azul, estaba fláccido y agotado.
—No era sólo el problema de dónde enterrar los residuos —me dijo—. El aire se estaba contaminando de gases radioacti­vos. —Hablaba igual que si estuviera continuando una conver­sación normal. Yo debía ser la primera persona que le escu­chaba en años, o décadas.
—Creo que le han tratado injustamente —le dije—. Ojalá pudiera hacer algo.
Sonrió valerosamente.
—Eso no es ninguna novedad, ¿eh? —Y empezó a pedalear.
Alcé los ojos hacia aquel cielo inexistente, odiando al Gran Jujú. Carpentier declara la guerra. Cuando miré de nuevo hacia abajo Benito estaba hurgando en una especie de alforjas que colgaban de la bicicleta sin ruedas.
—¿Qué está haciendo? —gritó el hombre.
Benito sacó unos papeles de las alforjas. El hombre intentó quitárselos, pero Benito se apartó.
—Querido Jon —leyó—, puedo comprender el que te opusie­ras a nosotros el año pasado. Había algunas dudas sobre el proceso y expresaste temores que todos nosotros sentíamos. Pero ahora ya lo sabes todo. No tengo testigos, pero me has dicho que comprendiste la demostración del doctor Pittman. En nombre de Dios, Jon, ¿por qué sigues oponiéndote? Tú también eres científico. Te lo pregunto como hermana tuya, como un ser humano a otro: ¿por qué?
El hombre se puso a pedalear, ignorándonos.
—¿Lo sabía? —le pregunté. Pedaleó más rápido, inclinando la cabeza. Me acerqué a él y pegué mi rostro al suyo—. ¿Lo sabía? —grité.
—Largo.
El Gran Jujú vuelve a ganar. Excesivo, pero adecuado. Cuando nos alejábamos Jon nos gritó:
—¡Si hubiese abandonado el movimiento no habría sido nada! ¡Nada! ¿No lo comprenden? ¡Tenía que seguir siendo presidente!
Seguimos avanzando. En una ocasión nuestros pulmones se llenaron de algo imposible de identificar. Ya estábamos empezando a acostumbrarnos. Esta vez acabamos en el fondo de una cañada, temblando y con espasmos, incapaces de controlar nuestros músculos.
—G-g-gas n-n-nervioso —dijo Corbett.
Nos quedamos tendidos allí durante horas. Quizá fueran días. El viento acabó cambiando de sentido y nuestras piernas pudieron volver a funcionar. Benito y Corbett treparon por la cañada y volvieron a buscarnos. Como de costumbre, Billy y yo fuimos los últimos en curarnos. Los ingenieros biológicos del Gran Jujú no habían hecho un trabajo demasiado bueno con nosotros. Logramos llegar a lo alto de la pendiente.
Y más allá de la cañada vimos árboles.
Eso era cuanto podíamos ver a través de aquella atmósfera oscura y llena de humo que nos hacía toser y lagrimear: un bosque situado a cierta distancia.
Empezamos a correr. Árboles. ¡Seres vivos! O algo bastante parecido; ya que en este sitio terrible no había nada realmente vivo. ¡Pero eran árboles! Corrimos, sonriendo ferozmente, con las fosas nasales distendiéndose como si la atmósfera ya hubiese cambiado, volviéndose suave y agra­dable...
Vistos de más cerca los árboles no resultaban tan invitadores. Troncos retorcidos, hojas negras... Ni la misma Madre Naturaleza habría podido decir que eran bonitos. Unos cuantos pájaros aleteaban torpemente por encima de ellos. El bosque terminaba de repente en una zona de tierra apisonada. No, no era tierra. Me detuve allí donde empezaba, confundido.
Los demás empezaron a correr sobre aquella divisoria negra, sin fijarse en ella.
Era una carretera. Asfalto, y una doble línea blanca en el centro.
—Eh, esperad un... —grité.
Algo pasó rugiendo a toda velocidad, ahogando mi voz. Iba demasiado aprisa para saber qué era pero reconocí el sonido: el seco chasquido del aire, seguido por un chirriar de frenos.
—¡Corred! —grité.
Corbett ya estaba corriendo para salvar la vida. Benito y Billy me miraron; Benito decidió creerme y echó a correr hacia mí. Billy miró hacia donde yo estaba mirando... y para él ya era demasiado tarde.
Parecían Corvettes negros, modelos de 1970, pero eran más bajos de techo y tenían ángulos mucho más afilados. Frenaron, dieron la vuelta y vinieron hacia nosotros, acelerando a toda velocidad, dejando tras ellos nubes de un negro opaco. Billy se decidió finalmente a correr; dio la vuelta y aquellas cosas cayeron sobre él. Billy salió volando por los aires y cuando cayó su cuerpo rodó por el suelo igual que un saco de judías: ya no tenía huesos.
Empecé a maldecir. Los coches se alejaron... Dos de ellos. El tercero giró hacia la derecha, saliéndose de la carretera. Dio una vuelta de campana, aterrizó sobre las cuatro ruedas y se lanzó hacia nosotros, saltando y chirriando, pero cada vez más rápido. Sus faros se encendieron, cegándonos.
Dejé de maldecir y miré a mi alrededor buscando algún sitio donde refugiarme.
—¿Qué son? —gritó Benito.
—Coches. Sin conductor —le dijo Corbett—. Lo he visto. Coches de carreras vacíos. Deben vigilar el bosque.
Yo seguía buscando refugio: algo detrás de lo que escon­derse, aunque sólo fuera un trozo de suelo con demasiadas rocas para que un coche pudiera seguirme. Nada. El demonio negro corría hacia nosotros.
—¡Ahí! —Señalé con la mano, y eché a correr. Era un charco de aceite, de profundidad desconocida, y tendría que servir, dado que no había otra cosa.
Seguí corriendo hasta meterme en el charco. Mi pie cayó sobre algo que se apartó bruscamente y me hizo caer. Cuando logré sacar la cara del aceite otro rostro negro y chorreante me estaba mirando.
—Lo siento —dije.
—No importa. Aquí todos tenemos nuestros problemas —di­jo el desconocido, y volvió a hundirse en el aceite.
Benito ya se había metido en el charco hasta la cintura, y seguía adentrándose en él. Corbett se detuvo ante el charco, puso cara de asco, miró a su espalda..., chilló y se zambulló en el aceite. Me agaché. El haz luminoso de los faros pasó sobre mis párpados cerrados.
Una ola de aceite cayó sobre mí. Alcé la cabeza y ahí estaba: un coche deportivo negro, con el aceite llegándole a la altura de los tapacubos. Su motor rugía igual que un demonio; sus ruedas giraban frenéticamente. Logró encontrar algún punto sobre el que ejercer tracción, no sé dónde: retrocedió, sus ruedas se agarraron aún mejor y salió del charco justo cuando Corbett saltó sobre él, pasando limpiamente por enci­ma de la portezuela.
El coche lanzó un bocinazo de rabia. Retrocedió, girando bruscamente. Creo que intentaba volcar. No llegó a conseguir­lo. El motor se apagó y el coche asesino rodó unos cuantos metros hasta detenerse.
Corbett se irguió en el asiento del conductor, con una sonrisa radiante en los labios. Las llaves del coche colgaban de su mano.
Benito y yo salimos del charco, chorreando aceite.
Corbett había levantado la capota del coche asesino y estaba inspeccionando el motor.
—Hice unas cuantas carreras —dijo—. Probablemente podré conducirlo. ¿Qué os parece, cruzamos el desierto cómoda­mente?
—Ocúpate de eso —le dije. Benito y yo fuimos en busca de Billy.
Yacía en una postura tan retorcida que ningún hombre vivo habría podido adoptarla. Le pusimos bien. Su cuerpo estaba totalmente fláccido. Tenía un lado de la cabeza aplastado y cubierto de sangre. El ojo bueno se abrió y nos miró.
Benito se inclinó sobre Billy y le cogió la mano.
—No sé si puedes oírme —le dijo—. Quiero que sepas que acabarás curándote. Te dolerá mucho, pero te curarás.
Le hice una seña a Benito y nos apartamos de Billy, allí donde no pudiera oírnos.
—¿Crees que debemos llevarle con nosotros? —le pregunté.
—Creo que sí. No podrá ayudarnos mucho hasta que se cure pero, ¿qué importa eso? Dentro de un automóvil debería estar razonablemente a salvo. Puede ir detrás.
Volvimos hacia donde estaba Corbett.
—No conozco este modelo —nos dijo—. Tiene un motor muy potente pero está bastante mal cuidado. Ya visteis la cantidad de humo que soltaba. He estado comprobando los frenos y parecen encontrarse en buen estado...
—El problema es si obedecerá al volante y al resto de los controles —dijo Benito—. Le vimos funcionar sin conductor.
—Sí. —Corbett frunció el ceño, estudiando el coche igual que uno examinaría el rostro de un prisionero de guerra. ¿Nos daría información? ¿Diría la verdad o mentiría?—. Es un descapota­ble. Siempre podríamos saltar —dijo—. Aunque no tiene sentido correr riesgos. ¿Por qué no os ponéis a cubierto mientras me lo llevo a dar una vuelta?
No había ningún sitio donde refugiarse. Fuimos al otro extremo del charco de aceite, preparados para saltar dentro, y Corbett puso el contacto. Estuvo conduciendo el coche durante unos minutos, poniéndolo a prueba tanto en suelo liso como en zonas más abruptas. Acabó volviendo al charco y, pruden­temente, quitó la llave del contacto antes de bajar.
—Parece que va bien. Procuraré ir despacio durante todo el trayecto. Así al menos tendremos tiempo de reaccionar si pasa algo. Si veo que el cambio de marchas empieza a moverse por sí solo, daré un grito.
—Hay otro problema —dije yo—. Somos cuatro y hay dos asientos. Benito, ¿te parece que vayamos en las aletas?
—No se me ocurre nada mejor.
El cambio ocurrió de forma gradual. La atmósfera se fue recalentando. Los charcos de aceite desaparecieron. La roca dejó paso a una arena bastante caliente y Corbett empezó a preocuparse por los neumáticos. Un minuto después ya se había olvidado de los neumáticos; estaba demasiado ocupado intentando quitarse de encima unos gruesos copos de algo que ardía.

18

Estaba nevando fuego. Grandes copos llameantes caían lentamente de aquel muerto cielo grisáceo posándose sobre nosotros. Empezamos a apagarlos, manoteando frenéticamen­te. Billy yacía tan inmóvil como un cadáver mientras que los copos de fuego caían sobre su piel, pegándose a ella. Si me estiraba a lo largo de la aleta podía llegar hasta su cabeza, y conseguí quitarle un copo tan grande como una taza de la cara. Su ojo bueno me dio las gracias.
Cruzamos una extensión de arena ardiente. Los copos de fuego se desvanecían cuando llegaban al suelo pero no cuando tocaban carne. Otro milagro maligno. El coche empezó a hacer eses. Un instante después el motor pasó a segunda y aceleró.
—¿Eso ha sido cosa tuya? —le grité a Corbett.
—¡Sí! ¿O queréis quedaros aquí para siempre?
—La verdad es que no. —La arena era lo bastante lisa como para ir a una velocidad considerable... siempre que pudiéra­mos controlar el coche.
Billy dejó escapar un suave gruñido de protesta. Podía ima­ginarme perfectamente su miedo. Jamás había visto un coche y nunca había ido más deprisa de lo que podía correr un caballo.
La zona de mi espalda que había dejado al descubierto cuando me estiré para ayudar a Billy estaba cubriéndose de fuego. Lo apagué, manoteando, y deseé estar en un Cadillac.
Los Cadillacs deberían estar en el Infierno. Ese coche tiene algo que acaba pudriendo el cerebro de su conductor. Cada vez que algún maldito idiota ha estado a punto de matarme saltándose una luz roja, cambiando de carril o aparcando allí donde ningún coche debería pararse, ha dado la casualidad de que dicho idiota conducía un Cadillac. Tendría que haber Cadillacs en el Infierno..., ¡y si hubiéramos capturado uno de esos coches ahora podríamos viajar cómodamente, gozando de su aire acondicionado, en vez de estar agarrados a una aleta apagando copos de fuego a manotazos!
Grupos de almas bailaban frenéticamente sobre la arena llameante. Algunas se quedaron quietas, atónitas, viéndonos pasar. Corbett hizo sonar un par de veces la bocina, saludán­dolas. Aquel detalle de cortesía le ganó unas cuantas maldi­ciones, pero no pretendía burlarse de ellos. No podía hacer nada por ayudarles.
—¿Quiénes son? —le pregunté a Benito, inclinándome hacia él.
Benito estaba muy ocupado quitándose copos llameantes del pelo.
—Pecaron contra la Naturaleza —me respondió, gritando.
—¿Qué quiere decir eso?
—Amor contra natura. Hombre y hombre, mujer y mujer...
Hombre y oveja, mujer y vibrador... Pobres desgraciados. Pensé en la pareja de gays que vivían en la casa de al lado. Unos vecinos tranquilos, dos hombres de mediana edad ama­bles y simpáticos, como cualquier pareja casada sin hijos. ¿Estarían aquí?
Volví la cabeza y tensé el cuerpo para que los copos llameantes cayeran sobre mi mejilla en vez de sobre mi frente. No lograba manotear lo bastante aprisa para quitármelos de encima. Al estarnos moviendo más rápido el parabrisas hacía que Billy gozara de cierta protección.
El fuego estaba agujereando mi piel. Se te curará, Carpentier. Se te curará, si es que logramos salir de aquí.
Pero, ¿y ellos? Bailaban, se daban manotazos los unos a los otros; corrían en círculos; gritaban pidiendo que nos detu­viéramos y maldiciéndonos al ver que no lo hacíamos, con una envidia enloquecida que yo comprendía perfectamente. Lle­vaban toda la eternidad aquí.
Y todo esto, ¿sólo por ser algo raros? Claro que ya no me sorprendía nada el que la justicia de Dios no encajara con la mía. Pensé en mis vecinos y me estremecí. Credo in un Dio crudel...
La parte industrial del Infierno se había convertido en un manchón amarillento que teñía el cielo a nuestra espalda. Delante no había nada, sólo más desierto. Debíamos estar a mitad de trayecto, pensé.
Y de repente el coche salió disparado hacia adelante, a toda velocidad.
Corbett se quedó paralizado de pánico. El motor gritó con una furia inhumana a medida que el coche aceleraba. Dentro de un momento estaríamos yendo tan deprisa que no podríamos parar. Me protegí la cabeza con los brazos y solté la aleta.
Comprendan, no estaba abandonando a mis compañeros. El coche iba a estrellarse y que uno de nosotros pudiera moverse iría en beneficio de todos, ¿no? Al menos, eso es lo que pensé.
El motor tosió y se paró cuando yo aún estaba volando por los aires.
Rodé por el suelo. Me puse en pie gritando y bailando. Las almas que habíamos visto no bailaban de alegría, desde luego. El dolor era tan fuerte como el de la sangre hirviendo.
El coche se detuvo y eché a correr hacia él, gritando y maldiciendo los copos de nieve.
Y, de repente, me encontré con que había una chica corrien­do junto a mí. Hubo un tiempo en el que fue bonita. Ahora tenía todo el pelo chamuscado y su cuerpo estaba cubierto de quemaduras.
—¿Podéis sacarme de aquí? —gritó.
—Suerte tendremos con salir nosotros. ¡No hay sitio! —Corrí hasta llegar al coche.
La chica había seguido corriendo junto a mí.
—Por favor, si me sacas de aquí haré cualquier cosa. Cual­quier cosa.
—Estupendo —le dijo Corbett. Y, mirándome, añadió—: Es­tamos metidos en un buen lío. Era como si el acelerador estuviese clavado al suelo. Tuve que apagar el motor.
—¿No habrías podido...?
—¿Podido qué? ¿Arrancar el pedal con los dedos de los pies? Allen, el coche está encantado. Nos odia.
—¿Qué pasa? —preguntó la chica. No obtuvo respuesta.
Pensar resultaba bastante difícil con todos aquellos copos de fuego cayendo sobre mí. Empecé a bailotear alrededor del coche, gritando.
—Será mejor que tengamos alguna buena idea. Dentro de un par de minutos quedaremos enterrados bajo una pirámide de gente. —Los condenados ya venían corriendo hacia nosotros desde todos los puntos cardinales.
—Levanta el capó —ordenó Benito—. Corbett, ocúpate de Billy.
Levanté el capó. Miramos dentro y Benito dijo:
—Mueve el acelerador, Corbett.
Algo se agitó detrás del motor.
—Allen, ¿has visto? Eso es lo que acciona la válvula del combustible. Debes encargarte de controlarlo con los dedos.
La posición resultaba espantosamente incómoda: tenía que estar tumbado sobre el parachoques con la cabeza y las manos metidas bajo el capó. El motor estaba tan caliente como la arena y no tenía más remedio que tocarlo. Pero agarré el mecanismo y grité:
—¡De acuerdo, ya lo tengo! ¡Venga, Corbett! ¡Sal disparado! —La multitud ya estaba muy cerca y que todos se colgaran del coche resultaría imposible. Benito le hizo una seña a la chica y ésta se cogió de la aleta.
El coche rugió y salió disparado hacia adelante, lanzándose contra el círculo de personas que convergía sobre nosotros. Casi todos los condenados se apartaron rápidamente. Uno de ellos cayó bajo las ruedas. Otro, un hombretón atlético con los cabellos hasta media espalda y una barba enmarañada, logró agarrarse a la portezuela derecha y trepó por el maletero. Iba acompañado por un hombrecillo rubio.
—¡Frank! —gritó su compañero—. ¡Frank, no me dejes!
—Lo siento, Gene, pero no puedo hacer nada. Aquí no hay sitio para los dos.
—¡Frank! —El coche aceleró: Corbett había logrado hacerse de nuevo con el control. Sus débiles gritos nos persiguieron durante un trecho—. ¡Frank! Fui al Infierno por ti...
Frank había logrado pasar el brazo alrededor del cuello de Corbett. Empezó a apretar.
—¡De acuerdo, amigo, dale la vuelta a este trasto! ¡Vamos a La Habana!
—Perfecto. Lo que tú digas —respondió Corbett. Frank son­rió y aflojó un poco su presa, pero siguió sin soltarle.
Ahora teníamos a Frank en el maletero; a Billy en el asiento de atrás gimiendo de vez en cuando, todavía incapaz de moverse; a Benito en la aleta delantera izquierda; yo tumbado encima del motor intentando mantenerme lejos de sus partes más calientes, con las piernas colgando hacia la derecha; y a la chica agarrada a la aleta delantera izquierda, con los pies en el parachoques. Corbett tenía ciertos problemas para conducir. Como el capó estaba abierto, si quería ver algo no le quedaba más remedio que estirar el cuello hacia la izquierda.
Billy ya podía gritar.
—¡Por el amor de Dios, Frank, quítale de encima esos copos de fuego! —chilló Corbett.
—Que se joda. Y a Dios, que le jodan. Sigue adelante.
Seguimos adelante. Corbett gritó y yo solté el mecanismo para permitirle pasar a segunda. Con eso ya era bastante. El coche se resistía, el metal caliente tiraba de mis dedos igual que si estuviera vivo, pero al menos podía controlar la veloci­dad. Y, al menos, no había baches.
—¡Yiiiiahhh! —gritó Frank, loco de alegría—. ¡Esto es mejor que mi último viaje! ¡Chicos, voy a nombraros Ángeles del Infierno honorarios! Somos duros, ¿lo sabíais? Somos los tipos más duros del mundo, ¿lo sabíais? Aquel sheriff nos tenía tanto miedo que llamó a la bofia del estado. Nos dimos de narices con ellos. Yo iba delante. Doblé una curva y toda la carretera estaba llena de bofiamóviles. Yo me cargué a dos...
—Tu amigo de allí atrás... —grité.
—¿Gene? Nos lo pasamos bastante bien, tío. Teníamos una cuadra entera de gente como él. Chicos y chicas, pero no me dejaron quedarme con ninguno, sólo con Gene. Puede que le eche de menos. —No miró hacia atrás.
—¿Podrías quitarme ese copo de la pierna? —le pregunté a la chica.
—¡No! Bastantes problemas tengo para seguir agarrada.
—¡Dijiste que harías cualquier cosa! —Apreté los dientes para contener el dolor. Ahora tenía las dos piernas cubiertas de copos llameantes y no podía quitármelos a manotazos. No podía soltar el mecanismo y tenía que usar la otra mano para sujetarme. El coche seguía resistiéndose—. ¡Quítame esos co­pos de encima o te arrojaremos en marcha!
—Vale, vale, no hace falta que te pongas desagradable. —Me dio un par de manotazos y logró apagar casi todo el fuego.
—¿Quién eres? —le preguntó Benito.
—Doreen Lancer —gritó ella para hacerse oír por encima del rugido del motor—. Bailarina de strip-tease. Una noche un bastardo me violó y me estranguló. ¡Al menos, intentó violar­me! —Rió con amargura—. ¡No parecía tener mucha idea de cómo hacerlo!
—Entonces, ¿qué diablos estás haciendo aquí? —le preguntó Frank.
—¡No lo sé! La verdad es que no tenía problemas: me gustaba todo. La mayor parte de los tipos que he conocido aquí son maricas...
—¡Yo no soy ningún maldito marica! —chilló Frank.
—No blasfemes —le dijo Benito. Supongo que era de esperar.
—¡Jódete! ¡Sigue habiéndome de esa forma y le arrancaré el cuello a este bastardo! —Apretó un poco más la garganta de Corbett y el coche empezó a oscilar.
—¡No! —gritó Doreen—. ¡Nos estrellaremos! ¡Este coche es nuestra única esperanza de huir! Déjale en paz... Oye, no le hagas daño y cuando salgamos de este sitio podremos pasár­noslo realmente bien, ¿vale?
Me reí. No pude evitarlo.
—¿Qué es lo que te parece tan gracioso? —me preguntó Doreen.
—¡Esto no es ninguna situación romántica! —grité. Ni tan siquiera estaba muy seguro de que el sexo fuera posible en el Infierno, y no había encontrado ninguna ocasión de probar suerte con ello. Y, la verdad, tampoco había tenido muchas ganas.
Doreen me dio un manotazo en los testículos, consiguiendo que volviera a gritar. Me dolió tanto como cuando estaba vivo. Tiré con todas mis fuerzas del mecanismo, sacándolo de su sitio y dejando que el coche redujera la velocidad.
—¡Lo siento! —gritó ella—. ¡Estaba apagando el fuego, lo juro, no pretendía hacer nada más! Lo siento... Eh, ¿quieres participar en un trío con Frank y conmigo?
Dejé que el coche volviera a cobrar velocidad. Teníamos que salir de aquí. Pero jamás me habían hecho una oferta que me pareciera menos agradable.
—¡Puedo ver algo delante nuestro! —gritó Corbett—. ¡Esta­mos llegando al final del desierto!
—Ya iba siendo hora —dijo Frank. Seguimos avanzando—. Y recuerda, chico guapo, aquí mando yo —añadió, y Corbett dejó escapar un gemido de dolor. Frank debía haberle apretado un poco el cuello para dar más énfasis a sus palabras.
El horizonte estaba más despejado. El motor hacía que apenas si pudiera ver nada. Corbett también lo vio.
—¡Déjale sin combustible! —gritó. Un chirrido de frenos, y Corbett hizo girar bruscamente el volante.
Bajé del motor. Estábamos en el centro del desierto y los copos de nieve caían con gran abundancia. Corrimos, dando saltitos...
Frank seguía teniendo cogido a Corbett por el cuello.
—¿Vamos hacia la salida? ¿Qué clase de truco estáis inten­tando gastarme?
Delante de nosotros había un precipicio. Y ahí abajo estaba muy oscuro. No podía ver el fondo. De todas formas, debía estar a unos cuantos centenares de metros.
—¿Y ahora qué? —le pregunté a Benito.
—La forma más rápida sería saltar. —Hablaba totalmente en serio—. Saltar, esperar hasta que nos hayamos curado y seguir adelante.
La chica dio unos pasos hacia atrás, mirándole fijamente.
—¡Estás loco! ¡Loco! ¡Tendría que habérmelo imaginado, no se puede confiar en tipos como vosotros! Todas las prome­sas que hacéis... —No terminó la frase. Echó a correr hacia el desierto, llorando.
—¡Ya está bien! —gritó Frank—. ¡Podéis estar bien seguros de que llegaréis al fondo, porque voy a tiraros ahí abajo! —Tenía cogido a Corbett por el cuello y empezó a arrastrarle por la fuerza hasta el borde del precipicio—. Primero tú, des­pués tu amigo el bocazas, después el gordo y luego...
Se había olvidado de Billy. Todos nos habíamos olvidado de él. Y, en el caso de Frank, eso resultó ser un grave error. Billy saltó sobre él sin hacer ningún ruido. Aterrizó en la espalda de Frank y agarró su larga cabellera con una mano, tirando de ella y echándole la cabeza hacia atrás. Después le pasó un brazo por el cuello. Su rodilla se hundió en la espalda del Ángel del Infierno, haciéndole arquear el cuerpo.
—Amigo, creo que no me gustas.
—¡Billy! —grité—. ¿Te encuentras bien?
—Sí.
—No te movías...
—Oh, ya hacía un rato que podía moverme. Pero no me pareció buena idea dejar que este chalado se enterase. Jerry podría haberse estrellado si empezábamos a luchar con el coche en marcha.
Pensé en el autocontrol que hacía falta para permanecer totalmente inmóvil bajo una lluvia de fuego.
—¿Qué hago con el monstruo de Gila, Benito?
—¡Suelta! ¡Sólo estaba bromeando! —chilló Frank—. ¡En, tíos, no sé por qué habéis tenido que engañarme dándome falsas esperanzas! Todo ha sido culpa vuestra... —Dejó de hablar: el brazo de Billy se había tensado sobre su garganta.
—No le hagas daño —dijo Benito en voz baja.
—¿No? —Billy le soltó—. Amigo, no eres tan duro como crees. No sabes lo que significa ser duro. Y ahora, lárgate. —Sus ojos azul claro parecían infinitamente profundos y fríos, inclu­so en este sitio lleno de fuego.
—Si quieres puedes venir con nosotros —le dijo Benito a Frank—, aunque no creo que estés preparado. Teniendo en cuenta tu comportamiento, podrías acabar en un sitio todavía peor que éste. Aun así, si quieres venir con nosotros serás bienvenido.
—¡Iros al Infierno! —gritó Frank. Parecía pensar que eso resultaba muy gracioso—. ¡Iros al Infierno! ¡Iros al Infierno! —Echó a correr hacia el desierto, riendo y gritando, intentando que ninguno de sus pies pisara la arena caliente.
Benito nos miró, esperando.
—Si crees que es lo mejor, saltaré —dijo Billy—. Pero no me hace ninguna gracia. Puedo asegurarte que tener todos los huesos rotos no resulta nada divertido.
Tragué saliva.
—Yo también saltaré. —Me pregunté si hablaba en serio.
—Quizá haya una forma mejor —dijo Benito—. Tenemos que encontrar el río. Corbett, ¿puedes conducir?
—Claro.
Giramos hacia la izquierda. Ahora tenía toda la aleta para agarrarme. El coche también parecía más dócil pero no pen­saba confiar en él. Y, la verdad, no me hacía falta..., estaba empezando a pillarle el truco al mecanismo del combustible.
Nos encontramos con una horda de personas vestidas con ropas elegantes de todas las épocas: trajes de terciopelo, pantalones bombachos, zapatos de cocodrilo... «¡Para!», me gritó Corbett. Quitó la llave del encendido antes de que tuviera tiempo de hacer nada y el coche acabó deteniéndose.
Los copos de nieve seguían cayendo sobre nosotros.
—¿Y ahora qué?
Corbett había salido del coche y estaba mirando a un tipo corpulento vestido con una túnica de gasa que llevaba una faja escarlata en la cintura y calzaba unas botas de cuero negro. De su cuello colgaba una cadena de oro con una gran cartera de cuero y el tipo tenía los ojos clavados en su interior, sin fijarse en nada más. Los copos de fuego habían agujereado su túnica y le habían chamuscado el pelo.
Corbett se plantó ante él. Al ver que el hombre corpulento seguía con los ojos clavados en su cartera de cuero, Corbett dio un paso hacia adelante, con lo que pudo echarle un vistazo al interior de la cartera.
—¡Dame mi dinero! —gritó Corbett.
—¡Hijo de perra, eres tú quien me debe dinero!
—Pero, verás, es que he tenido un problema, mi chica está... —empezó a decir Corbett.
—¡No quiero oír más cuentos, quiero mi dinero y eso es todo! ¡Arrgh! —Un gran copo de fuego acababa de posarse en su coronilla. El hombretón intentó quitárselo.
—Ánimo, aguanta —dijo Corbett. Volvió al coche, riéndose—. Ese tipo es Harry el Largo. En una ocasión me prestó dinero. Cinco a cambio de que le devolviera seis..., cada semana.
Asentí. Había muchos más como él, todos con los ojos clavados en sus carteras de cuero, llorando. El diluvio de fuego parecía más fuerte aquí que en otros sitios.
—Vámonos. —Ver a Corbett disfrutando del espectáculo no me hacía ninguna gracia... pero si había alguien que se mere­ciese estar aquí, eran esos tipos. No hay ningún animal más despreciable que el tiburón prestamista.
Seguimos avanzando, pero lo bastante despacio para per­mitirnos hablar.
—A Harry le pasó algo extraño —dijo Corbett—. Tuvo que acabar abandonando el negocio de los préstamos. Uno de sus clientes era amigo de un gángster. Fue a ver a Harry acompa­ñado por ese amigo suyo, Lem, pero Harry no quiso escuchar­le. No paraba de repetir «Dame mi dinero». Así que Lem tuvo una pequeña charla con Harry.
—¿Lem? —preguntó Billy. Parecía perplejo.
—Sí. No sé qué le debió decir a Harry pero a partir de entonces todos los clientes de Harry salieron de apuros. Bastó con que le devolvieran la cantidad que les había prestado.
—Lem —dijo Billy—. ¿Un tipo bajito? ¿Más o menos de mi talla? ¿Con una gran cicatriz encima del ojo izquierdo?
—Sí —dijo Corbett—. ¿Le conoces?
—Más o menos. Solían dejarle entrar en la isla un día al año. El resto del tiempo estaba metido en la sangre. Siempre me pregunté porqué.
—Estamos llegando al río —dijo Benito—. Aquí ya no llueve fuego.

19

El cauce del río era estrecho pero la corriente se movía con bastante rapidez. Su rugido parecía un tanto distinto al del agua y el líquido seguía teniendo un brillante color escarlata. La atmósfera estaba saturada por el olor de la sangre.
Aun así, fuimos hacia él y bañamos nuestros pies medio asados en la corriente. Después nos dedicamos a caminar por el barro frío de la orilla, sin sandalias, hasta haber llegado a la cascada. Una vez allí, vimos cómo incontables toneladas de sangre se perdían en la oscuridad.
—¿Y ahora qué? —pregunté.
Benito frunció el ceño. Parecía indeciso.
—Es arriesgado. El monstruo Gerión llevó a Dante y a Virgilio hasta las profundidades del Infierno. Pero nosotros no tenemos ninguna misión sagrada que cumplir. No somos santos, sino pecadores. Conozco a Gerión. No es de confianza.
—El pase —le recordé.
—«La decisión ha sido tomada en el lugar cuyas decisiones deben cumplirse...» Sí. ¿Lo intentamos?
—Siempre será mejor que saltar. —Billy miró a Benito—. Será mejor, ¿no? ¿Qué puede hacernos? ¿Comérsenos?
—Puede llamar a Minos.
—Intentémoslo —dijo Corbett—. Hemos llegado hasta aquí sin que nadie le llamara.
—Entonces, ¿estamos de acuerdo? Bien. Ahora debemos convocar a Gerión. Necesitamos una señal, algo para atraer su atención. Dante arrojó una cuerda al abismo.
—Una señal —dijo Corbett—. ¿Tiene que ser algo sutil?
—No creo que la sutileza resulte imprescindible.
—Oh, no queremos hacerle pensar a Gerión que somos unos tipos sin educación, ¿verdad? Algún pequeño cambio en el medio ambiente, apenas lo justo para atraer su atención. Dé­jame pensar... —Corbett volvió al coche y puso en marcha el motor. Salió del coche, fue hacia la parte trasera y desenroscó el tapón del depósito de gasolina.
Un copo de fuego pasó junto a su nariz. Corbett lo apartó de un soplido, guiándolo hacia el depósito de gasolina. El depósito se incendió con un fuerte whoosh. Corbett entró corriendo en el coche y puso la primera. Después retrocedimos una buena distancia y lo vimos avanzar hacia el abismo.
—A veces la delicadeza es muy importante —dijo Corbett. El coche cayó y cayó igual que una bengala de las que utilizan en los campos de batalla. Pasó junto a una silueta enorme que ya estaba empezando a moverse por entre la penumbra, iluminándola durante unos instantes.
—Sabía que estábamos aquí. —Corbett se había tumbado en el suelo, con el rostro asomando por el borde del precipicio—. No necesitábamos hacerle ninguna señal.
—Nunca viene sin que se le haga una señal —dijo Benito. El coche era un pilar de llamas en la base del risco. Iluminado desde abajo, Gerión parecía una sombra provista de una delgada cola que no paraba de retorcerse. Subió flotan­do hacia nosotros, y sus rasgos fueron haciéndose cada vez más claros. Quedó suspendido a nuestra altura, nos dirigió una tranquilizadora sonrisa con un rostro sorprendentemente hu­mano y después se instaló en el risco, dejando que su cola colgara en el vacío.
Gerión era tan grande como un bote de remos, y carecía de alas. Tenía los pies palmeados, hechos para nadar. Su cabeza, casi humana, estaba desprovista de vello y poseía una boca ancha, un mentón bien definido y una nariz muy grande y achatada con unas fosas nasales bastante grandes. La cabeza acababa confundiéndose con unos hombros redondeados, sin estar separada de ellos por ningún tipo de cuello.
Sus brazos eran bastante humanos, más o menos del tama­ño de los míos. En Gerión resultaban desproporcionadamente pequeños. La mano tenía algo raro: los dedos eran cortos y gruesos, hechos para herir y desgarrar.
Me dio la impresión de ser un animal acuático que respiraba aire y que había llegado a desarrollar una inteligencia humana. Su nariz me tenía intrigado. Era lo bastante grande como para proporcionarle un buen suministro de aire y por la forma parecía capaz de no dejar entrar el agua. Bastante racional, pero distinto al diseño de los cetáceos.
Su pelaje recordaba a un tapiz medieval: nudos de oro y figuras recortándose sobre un telón de fondo azul grisáceo. Precioso; aunque algo exagerado. Y resultaría un camuflaje muy adecuado si estaba acostumbrado a flotar bajo el agua, allí donde daba el sol.
En conjunto resultaba un alienígena bastante creíble, ex­cluyendo su capacidad de volar. Que Infiernolandia hubiera sido construida por seres humanos ya resultaba bastante malo. ¿Y si había sido construida por unos conquistadores intereste­lares que deseaban divertirse?
La voz de Gerión era potente y ronca, con una extraña especie de zumbido subyacente.
—Hola, Benito. ¿Tres? ¿No te parece un poquito excesivo?
Benito le respondió con brusquedad. Gerión no le caía bien.
—Esto ha sido decidido en el lugar cuyas decisiones deben cumplirse. En cualquier caso, ya debes haberte dado cuenta de que los condenados son tan abundantes como las aguas de un río desbordado...
—Y tanto que me he dado cuenta. Te agobian, ¿verdad? Creo que no debe faltar mucho para el fin del mundo. El Infierno está llenándose —dijo el alienígena—. Bien, los que estamos en el Infierno para servir a la voluntad divina apenas si gozamos de libre albedrío, ¿eh, Benito? Venga, subid a bordo. Espero poder llevaros a todos.
Había hablado con jovialidad, sin amargura y con sólo un leve tono de burla en la voz.
Cuando intenté subir a la espalda de Gerión, que era bastante lisa, mi pie dio con algo duro. Miré hacia abajo. No resultaba fácil de ver pero el vientre de Gerión estaba rodeado por una banda metálica, una especie de artefacto cubierto con un material idéntico al de su abigarrado pelaje.
¿Antigravedad?
Me instalé detrás de la cabeza del monstruo. Los brazos de Billy se cerraron alrededor de mi cintura. Corbett se puso detrás de él y Benito subió el último, exponiéndose al peligro de ser pinchado por los dos aguijones en que se bifurcaba la cola. Gerión me sonrió por encima del hombro y se dejó caer.
Los brazos de Billy me apretaron convulsivamente. Pude ver que tenía los párpados cerrados y las mandíbulas apreta­das.
Mi visión del Infierno estaba hecha de oscuridad y huma­redas llameantes, con los fuegos trazando arcos concéntricos. Gerión inclinó el cuerpo y fue bajando en una lenta espiral. La cascada escarlata golpeaba las rocas convirtiéndose en espuma y vapor. Billy me apretaba de tal forma que estaba dejándome sin aliento, pero no me quejé. Aunque intentó evitarlo, le oí gemir suavemente.
Llegamos al fondo.
—¿Tu primer vuelo, Billy? —le dije.
—Sí.
—Ya hemos bajado. Puedes soltarme.
—Bien. —Se fue soltando, poco a poco, y bajó por la espalda de Gerión. Le temblaban las piernas. Le seguí.
Gerión subió un par de metros y se quedó inmóvil.
—Eh, Benito —dijo. Su voz estaba saturada de una camara­dería artificial más inquietante que cualquier amenaza—. Be­nito, ¿cómo es que los que viajan contigo nunca vuelven? —Y el monstruo se alzó hacia el cielo, riendo suavemente.
—¿Has estado aquí antes? —le preguntó Corbett, como sin darle importancia.
—He rescatado a otros —respondió Benito.
—¿A cuántos?
—Seis. Uno cada vez. No importa cuántos me acompañen, parece que sólo uno puede llegar hasta la salida. Quizá esta vez seremos más afortunados.
—¿Qué le ocurre a los otros? —le pregunté.
—¿Por qué volviste? —le preguntó Corbett.
Habíamos hablado al unísono, y Benito decidió no respon­der a ninguna de nuestras preguntas.
—¿Has visto la salida? —le preguntó Corbett.
—Sí —dijo Benito. En un tono de voz terriblemente seco.
—¿Y has ido más allá?
—No. Pero sigue la ruta de Dante, que lleva al Purgatorio. Volví para buscar a otras personas que necesitaran ser guiadas. ¿Tienes alguna objeción que hacerle a eso, Allen Carpentier? ¿Tendría que haberte dejado dentro de la botella?
—¡Eh, eh, eh! —Billy estaba tan impaciente que había em­pezado a bailotear sobre la punta de los pies—. ¡Si vamos a ir hacia allí, vámonos! ¿A qué viene tanto hablar?
Benito asintió y nos llevó pendiente abajo. Estar en terreno llano hizo que nos sintiéramos bastante expuestos, y Gerión no podía ser la única criatura capaz de volar que hubiera por allí. No había informado de nuestra presencia (¿o sí?) pero no teníamos ninguna garantía de que algún otro ser no acabara haciéndolo. Avanzamos rápidamente por lo que parecía ser roca sólida, siempre cuesta abajo, adentrándonos en la penumbra, hasta llegar a un precipicio.
Delante nuestro había una cañada que tendría unos veinticinco metros de hondo por quizá el doble de ancho. Estaba dividida en el centro por una pequeña pared de piedra. A nuestra izquierda había un orificio que atravesaba la pared. La pared era lo bastante baja para que pudiéramos ver por encima de ella, más baja que la altura de un hombre normal...
...y la cañada estaba repleta de gente. Una inmensa multitud iba y venía, todos en el mismo sentido y todos caminando deprisa pero sin llegar a correr. Los del otro lado iban hacia la izquierda, los que estaban más cerca de nosotros iban hacia la derecha. Y se movían deprisa.
Se movían deprisa porque allí había seres con látigos que les hacían moverse. Necesité unos cuantos segundos para darme cuenta de ello.
De acuerdo, Carpentier, estás en el Infierno y en el Infierno hay demonios. En la muralla al rojo vivo había cosas que podrían haber sido demonios, pero la niebla no te permitió verlas con claridad. Y también tenemos a Gerión que, desde luego, es un monstruo. Por lo tanto, es lógico que el Gran Jujú pueda fabricar demonios.
Pero yo no había querido creerlo. Y ahora estaba viéndolos. Su piel era negra, no del rojo que yo había esperado, y tenían por lo menos tres metros de altura. También tenían cuernos y rabo y eran mucho más feos de lo que jamás habría podido imaginarme. Utilizaban unos látigos que tendrían el doble de su talla. No paraban de gritarle a los rezagados:
—¡Venga, Big Morris, aquí no se viene a descansar el culo!
—Anda, perrito, hale, venga...
El lugar resonaba con el eco de los quejidos y los gritos de dolor y rabia. ¡Snap! ¡Crack! Pedazos de carne salían volando de las espaldas de quienes intentaban ir más despacio.
—¿Quiénes...? —murmuró Corbett. Le falló la voz y tuvo que volver a intentarlo—. ¿Quiénes son? —Estaba asustado y, ¿por qué no estarlo? Yo casi me había vuelto loco de miedo. Los demonios habían alzado la vista, y estaban mirándonos...
...pero un instante después volvieron a su labor, azotando alegremente a la multitud. Reconocí a uno de los que apretaban el paso. Era un famoso director y productor de cine, idolatrado por millones de personas cuando yo era joven. Estaba en el lado más cercano a nosotros pero cuando llegó al orificio de la pared divisoria el demonio que montaba guardia junto a él le azotó hasta hacerle pasar al otro lado para que se uniera a los que se apresuraban en dirección contraria.
Nunca había llegado a conocerle personalmente, pero sabía quién era. Y sabía quiénes debían ser todas aquellas personas.
Benito confirmó mis sospechas.
—Alcahuetes de toda clase a este lado, seductores al otro. Venid, tenemos que encontrar un puente. —Giró hacia la iz­quierda y le seguimos, no muy convencidos.
—Yo..., yo era un seductor —dijo Corbett con voz vacilante.
Recordé la atmósfera de la convención y lo sucedido la noche antes de mi muerte.
—Yo también.
Benito dejó escapar un resoplido.
—¿Habéis tomado alguna vez a una mujer contra su volun­tad?
—No.
—¿Hicisteis que bebiera, o la drogasteis?
—Bueno... —¿Incluiría eso a la marihuana?—. No, no estuve con ninguna que no supiera lo que podía esperarse.
—Nunca me hizo falta —dijo Corbett sin darle importancia.
—¿Usasteis las amenazas o la fuerza?
—No digas tonterías. —Corbett parecía algo irritado—. Ya te dije que no me hacía falta.
—El significado de la palabra italiana no corresponde del todo al que tiene en vuestro idioma, donde apenas si es algo más que una fornicación casual —dijo Benito, muy serio—. Creo que quizá la palabra más adecuada sea «violación».
Ya podíamos ver el puente delante nuestro: un arco de piedra. Parecía muy viejo.
—¡Jerry! —gritó una voz desde abajo—. ¡Jerry! Baja, Jerry. ¡Éste es el sitio donde debes estar!
Corbett se paró en seco y miró hacia abajo.
—¿Julia?
—Baja, Jerry. Compártelo todo conmigo. Tú me enseñaste cómo hacerlo, Jerry...
—¿Cómo es posible que una chica pueda cometer una violación? —pregunté yo. Era, o había sido, bastante bonita, pero ahora su rostro estaba contorsionado por el dolor y el agotamiento. Los demonios contemplaron cómo se quedaba quieta, jadeando y hablando a gritos con Corbett, pero no intentaron obligarla a seguir caminando.
—Engaño. Falsedad —dijo Benito—. Quienes inducen a los demás a hacer aquello que saben no está bien, así como aquellos que le imponen su voluntad a los demás.
Me volví hacia Corbett y un grito de ¡Cállate, Carpentier! Nada de esto es asunto tuyo me hizo cerrar la boca antes de abrirla.
—Jerry, tú me lo enseñaste todo —estaba gritando ella—. Aún podría amarte. Baja aquí, ven conmigo. ¿A qué otro sitio puedes ir ahora?
—¡Fuera! ¡Hasta el centro y fuera de aquí! —le gritó Corbett.
Los demonios se echaron a reír como locos. La chica rió con ellos.
—Oh, Jerry, ¿realmente crees eso? ¿No sabes que cuanto más abajo vayas peor estarás, y que nunca podrás volver, y que no conseguirás salir? Ahí abajo todo es peor, Jerry. Espera hasta ver quién está debajo nuestro! ¡Jerry, aquí puedes estar conmigo. Quédate en el sitio donde debes estar. No hay forma de escapar. ¿No sabes lo que está grabado en las puertas del Infierno, Jerry? ¡Abandonad toda esperanza!
—¡No tengo miedo de lo que hay más abajo! —Corbett estaba empezando a ponerse histérico—. Nunca hice ninguna de las cosas por las que os han castigado a estar ahí abajo...
La joven volvió a reír.
—¡El único hombre perfecto que ha existido! ¿Estás seguro, Jerry? Entonces, ¿por qué dejan que vayas allí? ¿Y qué te hace pensar que conseguirás ser tratado con justicia? Baja aquí conmigo antes de que sea demasiado tarde... ¡HYEEEE!
Los demonios habían decidido que ya era suficiente. ¡Crack! ¡Snap! Los látigos hacían el mismo ruido que las palomitas de maíz recién hechas. Julia echó a correr, gritando junto con los demás. Un escalofrío me recorrió la espalda. Sentí deseos de taparme los oídos.
—Ven. —Benito cogió a Corbett por el brazo—. Ven. No dejes que te vuelva a seducir.
—¿Eh? —Corbett miró a Benito igual que si acabara de conocerle—. Ahora que lo mencionas, fue justamente así como ocurrió... ¿O no? Quizá mi lugar esté ahí abajo.
—Si lo merecieses, estarías ahí. Por el momento, no lo estás. Por lo tanto..., ven.
Seguimos caminando en silencio, cada uno envuelto en sus propios pensamientos. ¿Y si aquella chica tenía razón? ¿Está­bamos adentrándonos más y más en el Infierno, para no salir nunca de él? ¿Qué había bajo nosotros? ¿Habría cometido alguno de los crímenes adecuados?
—Benito, ¿qué hay más allá?
Su seca voz de conferenciante no logró tapar totalmente los alaridos mientras caminábamos junto a la cañada. «¡Basta ya!» «¡No, otra vez no!» «¡Esperad, yo no debería estar aquí!» «Fue sólo un libro, sólo uno. ¡Necesitaba el dinero!» «Sucio hijo de perra, tú...» ¡Crack!
—De los diez bolgias o cañones de este círculo del Infierno no hay ninguno más partido en dos mitades. Cada cañón está atravesado por un puente, pero todos los puentes que pasan por el sexto cañón están en ruinas. Debemos bajar a él. No tendremos ningún problema.
—Benito, en nombre de Dios, ¿cómo puedes ignorar esos gritos? —le preguntó Corbett.
—Están recibiendo lo que se merecen —se limitó a decir Benito. O poseía el mismo sentido de la empatía que una tortuga o... ¿O qué?—. Bien, cuando lleguemos al quinto bolgia tendremos problemas. Es el pozo de los corrompidos y los demonios montan guardia en el borde, no en el fondo.
—Ugh. —Había olvidado casi todo lo referente al libro pero jamás habría podido olvidar aquella imagen: una tropa, un ejército de diablos, sádicos y maleducados, una organización militar saturada del odio más repugnante. Casi habían acabado con Dante, pese a que contaba con su pase—. ¿Qué viene después de este círculo?
Habíamos llegado a un puente de piedra sin desbastar. No tenía barandillas y mediría unos tres metros de ancho: un delgado arco de roca que pasaba por encima de aquel pozo lleno de gente que gritaba y corría. El puente era tan empinado que me puse a cuatro patas para trepar por él.
—¡Jerry! ¡Baja, Jerry! —Era la chica otra vez. Corbett se envaró.
—¿Y qué hay después? —le pregunté a Benito—. ¿Qué encon­traremos después de los diez cañones?
—Poca cosa —respondió Benito—. La gran llanura de hielo donde se castiga a los traidores, aquellos que traicionaron a sus parientes o benefactores.
—Bueno, yo no soy de ésos —dijo Corbett. Parecía estar mejor—. ¿Y después?
—Llegaremos al centro. Hay un agujero. Nos meteremos en él, dejando atrás el centro del mundo, y nos encontraremos volviendo a subir.
—¿Y esperas que me crea todo eso?
—Desde luego. ¿Qué razón tienes para no creértelo? —Be­nito parecía realmente sorprendido.
—Todo eso no es más que un montón de tonterías —dijo Corbett—. Cuando llegáramos a ese punto nos encontraríamos en plena caída libre.
—¡Jerry!
Corbett se estremeció. La voz volvió a llegar hasta nosotros.
—No seas idiota, Jerry. El centro es un sitio espantoso. Y ellos nunca te dejarán marchar de allí.
—Oye, ¿realmente fui yo quien la hizo terminar ahí abajo? —preguntó Corbett—. Puede que haya traicionado a un benefac­tor. Ella fue amable conmigo y...
—Vamos, ninguna mujer merece que uno se vuelva loco por ella —dijo Billy—. Tenemos que seguir juntos. Nunca he aban­donado a un amigo y pienso ir al centro. Sigamos.
El cuerpo de Corbett pareció perder parte de su tensión.
—Cierto, si realmente eres Billy el Niño. Al menos, eso es lo que salía en las películas. —Volvió a ponerse en movimiento, reptando sobre el arco del puente y empezando a bajar por el otro lado—. Benito, esa descripción tuya sigue sin tener sentido. Cuando llegáramos al centro de la Tierra no sólo estaríamos en plena caída libre sino que, para empezar, esto no es la Tierra. ¿Una cavidad de este tamaño, debajo de la Tierra? ¿Puedes imaginarte las tensiones que eso causaría? Y a cada terremoto recibiríamos lecturas sismográficas emanadas de este sitio. No, tenemos que estar en algún otro sitio.
—Claro —dije yo—. Infiernolandia. Alguien la construyó siguiendo el modelo de Dante. Pero de momento la geografía ha sido idéntica a la del Infierno así que, ¿por qué preocupar­nos de si es algo artificial o no?
—Es algo artificial en el sentido de que Dios lo diseñó y lo construyó —dijo Benito.
—De acuerdo —dijo Corbett—. Nunca fui un buen ateo. Y tampoco fui un buen creyente. Aun así, Benito, he visto planos para estructuras mayores que ésta. Mayores que la Tierra, de hecho. Nuestro auténtico problema es, ¿llegó a estar Dante en este sitio? ¿Lo vio? Y, ¿podemos confiar en sus datos?
Ésa era una buena pregunta pero yo tenía preparada otra mejor. ¿Hasta qué punto podíamos confiar en Benito? Nunca nos había dicho nada sobre esos viajes suyos anteriores.
Y, ¿cómo lograba volver cuesta arriba después de aquellos viajes? ¿Cómo se había ganado ese privilegio suyo que le permitía ir y venir libremente por el Infierno? Cuando habló de él y de Benito, Gerión había dicho «nosotros». «Nosotros, los que servimos a la voluntad de Dios en el Infierno.»
Me parecía bastante improbable que Benito fuese un án­gel... y la palabra de Gerión no era muy digna de confianza, me recordé. Pero esto era el reino del Diablo y Benito vagabundeaba libremente por él.
De acuerdo, Carpentier: entonces, ¿cuál es el castigo ade­cuado para un alma que desafía el gran mandamiento de Dios? No importaba que le llamase Dios o Gran Jujú, ya había tenido pruebas más que suficientes de que era vengativo. Me había metido en el Vestíbulo y yo había violado mi sentencia. Minos me había advertido. ¿Será éste el castigo final para Carpentier? ¿Bajar y bajar hasta lo más hondo del Infierno, sin poder volver, hasta acabar encontrando el nivel en que debía estar, recibiendo un castigo peor que aquel al que me habían conde­nado?
O si no... Supongamos que esto es realmente Infiernolandia, un terreno de juegos utilizado por los Constructores. ¿Qué razón tenían unos ingenieros parecidos a Gerión para construir algo que no fuera el Infierno? Estaba claro que les gustaba ver sufrir a los seres humanos. ¿Y el placer humano? ¿También les resultaría excitante? Todos los profesores me habían dicho que el Infierno era, con mucho, el mejor libro de los tres que componían la Divina Comedia.
Benito estaba volviendo a hablar.
—Siempre he supuesto que Dante hizo todo este viaje durante una visión. Cuando despertó había olvidado muchos detalles. Los sustituyó con sus conocimientos de teología, dogma religioso, filosofía e historia natural, así como con sus propias fantasías, prejuicios y odios personales. Pero la sus­tancia básica de la visión era totalmente real. Tened cuidado.
El puente caía casi a pico al otro extremo. La parte interior de la cañada se encontraba a unos seis metros por debajo del borde exterior. Empezamos a bajar de espaldas. A cien metros de distancia había otro pozo del que brotaba toda una cacofonía de sonidos. Nos quedamos quietos durante unos segundos.
—Por ejemplo —dijo Benito—, la obra de Dante da la impre­sión de que encontró a un gran número de italianos...
—Lo cual me parece perfectamente lógico —dijo Corbett. Intentamos reír pero aquél no era un sitio para reírse.
Benito se limitó a seguir hablando igual que si no le hubiese oído.
—Un número de italianos totalmente improbable. Una gran cantidad de personas famosas de la antigüedad. Vio a escrito­res, poetas y políticos, pero no vio hotentotes, esquimales, askaris o indios norteamericanos. Eso parece improbable.
—Entonces, ¿es que después de todo no confías en Dante?
—Jerry, no se trata de eso.
—Benito, nos hemos encontrado con una cantidad bastante grande de norteamericanos..., de hecho, una cantidad tan grande que casi resulta embarazosa —dije yo.
Billy se rió.
—En la isla también hay montones.
Benito pareció sorprenderse.
—Es cierto. Y Hilda Kroft y yo encontramos alemanes. Y...
—La gente tiende a fijarse en sus compatriotas —dijo Billy—. Sigamos.
Torcimos en ángulo hacia un puente que cruzaba la si­guiente cañada. Benito seguía pareciendo preocupado. ¿Por qué? Que él estuviera preocupado me preocupaba.
El olor de aquel segundo abismo nos dejó paralizados. Era igual que caerse dentro de una cloaca. Ni tan siquiera intenta­mos echar una mirada por encima del borde.
—¿Quién está ahí abajo? —preguntó Billy.
—Los aduladores —se limitó a decir Benito, yendo hacia el puente.
Le seguimos.
—No lo entiendo —dijo Corbett.
—En cada sede de poder que ha existido los gobernantes se han encontrado rodeados de aduladores. En muchos sitios la adulación ha sido el camino que llevaba al poder y la riqueza. En otros, es una forma de vivir bien. Sin embargo, los adula­dores siempre tienden a expulsar a los hombres dotados de una auténtica sabiduría. La adulación resulta mucho menos peli­grosa que decir verdades desagradables.
—En Norteamérica no —dijo Corbett.
—Lo dudo —replicó Benito—. Pero supongo que tú debes estar mejor enterado que yo.
—¿Nunca le has dado jabón al jefe? Puedes estar seguro de que yo sí —dijo Billy.
Me sentía incómodo. ¿Qué estaba haciendo cuando morí, sino seguirle la corriente a los aficionados y adularles? Miré a Corbett, quien parecía tan a disgusto como yo. ¿La adulación? Todos habíamos probado suerte con ella. ¿Qué le hacían a los aduladores?
Llegamos al extremo del puente y nos quedamos quietos, mirándolo. El olor era tan fuerte que casi resultaba palpable. Podía sentirlo pegándose a mi cuerpo y me removí.
—¿Cómo vamos a cruzar eso? —preguntó Corbett.
—Deprisa —dije yo—. No respiréis. —Seguí inmóvil. Aún no había logrado reunir el valor suficiente para atravesarlo.
—¡Venga, amigos! —Billy corrió hacia el puente. Cuando la curvatura le ocultó a nuestros ojos le oímos gritar. El otro extremo del puente debía ser bastante empinado. Esperaba que hubiese rodado por él hasta llegar al final, y que no se hubiera caído por el borde. No estaba muy dispuesto a ir en su busca, y no oí que nadie más se presentara voluntario.
—¿Billy? —grité. No hubo respuesta.
—Está bien —dijo Corbett. Su voz sonaba hueca y no muy tranquilizadora—. Seguro que está bien.
Nos miramos los unos a los otros. Tragamos aire. Empe­zamos a trepar por el arco y allí donde era posible echamos a correr.
¿Estaría Billy ahí abajo? Cometí el error de mirar desde lo alto del puente.
Y contemplé un río de mierda con una multitud bastante grande que avanzaba por él, sumergida hasta el pecho.
La repugnancia puede dejarte tan paralizado como el mie­do. Corbett, que iba junto a mí, se detuvo para ver qué estaba mirando. Hizo el mismo ruido que si fuera a vomitar, me cogió del brazo e intentó hacerme seguir avanzando. No podía moverme. Había reconocido a alguien.
—¡George! —grité.
Un alzarse general de cabezas. La sustancia que manchaba sus caras les ocultaba los rasgos pero era George, no me cabía duda. Intenté acordarme de su apellido y no lo conseguí.
Pero él me había reconocido. Se encogió, con sus brazos pegajosos ocultando su pegajosa cabeza.
Benito había retrocedido hasta reunirse con nosotros.
—Billy se encuentra bien. —Habló con la voz ahogada del hombre que está conteniendo el aliento—. ¿Quién era ése?
—Un viejo amigo. Trabajaba en la publicidad y escribía relatos en sus horas libres. No eran muy buenos, pero no era mal tipo. ¿Cómo ha llegado aquí?
—Adulación inmoderada. Es la única manera de llegar a este pozo. Allen, Jerome, quedarse aquí no sirve de nada. No creo que este paisaje os guste demasiado.
¿Adulación inmoderada? Encajaba, en cierta forma. Sí, era el estilo del Gran Jujú. La mayor parte de la publicidad consiste en alabar sin moderación un producto o adular a los usuarios. ¡Pero igual que todo el resto de torturas que había visto en el Infierno, esto era demasiado! Sentí deseos de hablar con George y decirle..., ¿qué? ¿Que le habían tratado mal? ¿Que me ocuparía de que le hicieran justicia, sin importar lo que me costase? ¿Que no podía salvarle, como no podía salvarme a mí mismo y que todo era inútil porque estábamos en manos de un Dios cruel o de unos alienígenas que no tenían corazón? No lo sé. Pero recordé uno de sus anuncios y se lo repetí, gritando. ¡No era para burlarme de él! ¡Sólo quería atraer su atención!
—¡Mereces pertenecer al Club de Campo Xanadú!
La respuesta fue un estallido de voces. Cabezas pegajosas manchadas de mierda se alzaron hacia mí y voces burlonas empezaron a gritar.«¡Se acabaron las cabezas mojadas!» «¿No se alegra de usar Dial? ¿No le gustaría que todo el mundo hiciera igual?» «¡Soy Glenda! ¡Vuela conmigo!» «¡Hazel, se puso azul!» «Siempre lo he hecho..., ¡y siempre lo haré!»
Y nosotros tres, que seguíamos mirando hacia el abismo, vimos de dónde salía la mierda.
Otra broma macabra. Todas aquellas personas habían sido equipadas con un segundo ano, que sólo resultaba visible cuando intentaban hablar.
Corbett se dobló sobre sí mismo, jadeando, un fantasma que intentaba echar la nada del fantasma de su vientre. Traté de ayudarle pero se apartó. No quería que le tocaran. Las convulsiones siguieron y siguieron.
Intenté alejarme del borde pero ya era demasiado tarde. George estaba llamándome, gritando agónicamente.
—¡Allen! ¿Por qué?
—¡Lo siento! —Tendría que haberle dejado en paz. Benito habló con voz de actor, tranquila pero potente y segura de sí misma.
—El Infierno tiene una salida.
Consiguió insultos y carcajadas, pero unos pocos le escucharon.
—Tenéis que trepar por las paredes del pozo. Si no hay más remedio, cooperad los unos con los otros. Será difícil, pero si os esforzáis lo suficiente podréis conseguirlo. Después tenéis que seguir hacia el interior de los círculos. El camino que lleva al Cielo está en el centro del Infierno.
Los rostros manchados de mierda empezaron a apartarse de él. George se quedó allí el tiempo suficiente para respon­derle. Su risa estaba a punto de convertirse en llanto.
—¿Yo en el Cielo? ¿Con la mierda cayéndome por el mentón? Prefiero quedarme aquí.
—Oye, cuando llegues allí habla con Él —gritó otro hombre—. ¡Dile a Dios que cantamos Sus alabanzas día y noche! ¡He escrito un nuevo himno en Su nombre! ¡Díselo!
Benito se apartó del borde, entristecido.
Busqué a Corbett... y le encontré al otro extremo del puente. Estaba llorando, tosiendo e intentando correr.
—¡Corbett! —grité—. ¡Vas en la dirección equivocada!
Se dio la vuelta.
—¡Es inútil! ¡Éste no es mi sitio! ¡Se supone que he de estar en los vientos!
—Nunca conseguirás trepar por el acantilado.
—¡Lo conseguiré! ¡No sé cómo, pero lo conseguiré! He de estar ahí arriba, no aquí abajo con... —Agitó los brazos, no sabiendo cómo expresarlo. Corbett no tenía palabras con que definir a aquellas almas tan espantosamente condenadas con las que no deseaba tener ni la más mínima relación. Se fue alejando de nosotros.
Billy nos esperaba al final del puente.
—¿Dónde está Jerry? —preguntó al vernos venir.
Benito meneó la cabeza.
—El orgullo... Era demasiado orgulloso para quedarse.


TERCERA PARTE

20

El tercer pozo era más angosto y estaba más limpio. Desde arriba parecía vacío, así que me pregunté si no habría algún pecado que nadie era capaz de cometer, o uno en el que nadie había pensado. Pero allí abajo se veían unas lucecitas que no paraban de bailotear...
Desde el arco se las podía ver más claramente. Logré distinguir largas filas de agujeros tallados en la piedra. Los agujeros tenían rebordes de roca. La mayor parte estaban ocupados por un par de pies humanos que asomaban de ellos. Los pies bailaban. Las llamas devoraban las plantas de esos pies.
—Otro pecado que se ha quedado anticuado —dijo Benito—. Vender cargos religiosos. Simonía.
—¿Qué? —preguntó Billy.
Me encargué de traducírselo.
—Esos tipos que aceptan dinero a cambio de convertirte en sacerdote.
Algunos de los agujeros tenían pequeños carteles. «Es­cuela de Teología Wharton. ¡Consiga su doctorado en teo­logía en sólo diez semanas! Escriba al encargado de matrículas.»
Y otro más: «Meditación. El nuevo camino que lleva a la serenidad y la paz interior. Conozca al mayor gurú de todos los tiempos. Matrícula: 350 dólares».
Billy estaba perplejo.
—¿Y Dios les trata así? ¿Por haber hecho eso?
—Robaron lo que pertenece a Dios —dijo Benito—. En esas pilas bautismales hay papas, así como otras muchas personas. El nombre que le des no parece ser demasiado importante. Lo que importa es haber vendido los dones de Dios.
¿Y por qué iba a importarles todo eso a unos alienígenas? ¿Eh, Carpentier?
—Benito, este sitio no me gusta —dijo Billy.
Le di una palmadita en el hombro.
—A mí tampoco. Larguémonos. —Sentía deseos de echar a correr. Al menos no corría peligro de acabar en ese pozo. Todos estábamos a salvo. Nunca habíamos tenido dones ce­lestiales que vender.
El puente que cruzaba el cuarto abismo se encontraba delante nuestro y cuando estaba en el centro mis ojos miraron hacia abajo. Pensaba cruzarlo a toda velocidad pero lo que vi era tan extraño que me hizo detenerme. Los condenados pasaban rápidamente bajo nosotros y todos tenían la cabeza vuelta del revés. La mayor parte eran mujeres.
—Adivinos y gente que predecía el porvenir —dijo Benito antes de que pudiera preguntarle—. Intentaron ver el futuro mediante la magia.
Y ahora ni tan siquiera se les permite ver hacia dónde van. Me estremecí, pensando que un escritor de ciencia ficción bien podía terminar allí. Aunque..., no, yo nunca había usado la magia. Sólo la lógica, y no había sido capaz de impedir que fuese a parar al Infierno.
—¿Cómo es que los científicos y los que hacían pronósticos racionales sobre el futuro no están aquí? —le pregunté—. Ellos intentaron adivinar el futuro.
—La mayor parte de esas personas le pidieron ayuda a Satanás. Se la dio... o rechazó dársela. Lo que les ha condenado es el hecho de que le pidieran ayuda. —Se dio la vuelta, disponiéndose a seguir avanzando.
Entonces reconocí a una de las condenadas.
Una señora ya mayor, muy atildada y correcta. Había sido maestra en la escuela de mi sobrino. Ahora caminaba con la cabeza del revés, y las lágrimas corrían por su columna verte­bral y acababan perdiéndose entre sus nalgas. Grité. Los condenados alzaron los ojos hacia mí.
—¡Señora Herrnstein! ¿Por qué? —grité.
La señora Herrnstein miró a su alrededor. Se detuvo y alzó los ojos hacia mí, con el rostro y la espalda vueltos en nuestra dirección. Siempre había estado delgada y nunca me había parecido particularmente femenina. Desde luego, ahora no resultaba nada femenina.
—Éste es mi sitio, señor Carpentier —dijo—. Váyase, por favor. No quiero que nadie me vea.
—¿Éste es el sitio donde debe estar? —No lograba imaginar­me a la señora Herrnstein con una bola de cristal.
—Sí. Cada vez que uno de mis alumnos tenía dificultades para aprender a leer, utilizaba... No era una buena maestra, señor Carpentier.
—¡Usted era una buena maestra! ¡Le enseñó más en un año a Hal de lo que aprendió después en cinco!
—Era una buena maestra si tenía buenos alumnos. Pero no tenía la paciencia necesaria para ayudar a los que no eran tan listos. Si tenían problemas para aprender a leer, decía que sufrían de dislexia.
—¿Y está aquí por haber hecho diagnósticos equivocados? —¡Esto era monstruoso!
—Decir que alguien tiene dislexia no es diagnosticar, señor Carpentier. Es hacer una predicción. Es afirmar que un niño jamás podrá aprender a leer. Y con esa predicción en su historial... Bueno, quizá parezca extraño, pero lo cierto es que ninguno de esos niños logra aprender a leer. A menos que tropiecen con un profesor que no crea en esa clase de brujerías pedagógicas.
—Pero...
—Era brujería, señor Carpentier. Y ahora, por favor, váyase. —Siguió caminando, llorando incontrolablemente, con el ros­tro vuelto hacia nosotros mientras se alejaba. La observé hasta que se hubo perdido en la lejanía.
—No debería estar en este sitio —insistí.
—Entonces quizá no siga en él durante mucho tiempo —respondió Benito con voz impasible—. Aun así... Te habrás fijado en que ella no parecía estar de acuerdo contigo.
—¡Pues se equivoca!
—Allen, ¿qué te hace sentirte tan capacitado para juzgar a la gente?
—Métete en tu dura cabeza que a quien estoy juzgando es al Gran Jujú...
—Es a Dios a quien estás juzgando —me replicó con voz de trueno.
—De acuerdo, estoy juzgando a Dios. ¡Si Él puede juzgar­me, reclamo el derecho de juzgarle yo a El!
Billy puso cara de horror al oír mis palabras. Lo lamenté. Pero Benito se rió y dijo:
—¿Y cómo piensas hacer cumplir la sentencia que Le im­pongas?
La única respuesta posible quizá no sonara demasiado convincente pero la utilicé.
—Negándome a adorarle. Benito, ¿te das cuenta de que el Dios al que adoras ha creado una cámara de torturas privada?
—No creo que llamarla privada resulte muy adecuado.
—¡Privada o pública, el Dios que Allen Carpentier adore tendrá que cumplir unas reglas morales un poco más elevadas que éstas!
Benito guardó silencio durante unos segundos.
—Esperemos que nadie haya oído nuestros gritos —dijo—. Mira hacia delante.
Desde nuestra posición en lo alto del puente dominábamos el siguiente abismo. Los bordes estaban llenos de negros demonios cornudos que no paraban de moverse. Eran más grandes que un hombre normal y un poco más pequeños que los demonios del primer abismo, pero también tenían cuernos y rabo, y su piel era negra como el ébano, muy distinta a la piel de un negro. Y llevaban...
—¿Tridentes?
—Así es —dijo Benito.
No pude evitar una leve sonrisa. ¡Tridentes! Había olvida­do ese detalle. Me pregunté si los dibujantes de Walt Disney habrían llegado a comprender la razón de que sus diablos llevaran tridentes.
—No deben vernos —dijo Benito—. Todos corremos peligro. Vigilan el abismo de los corrompidos, o de aquellos que robaron aprovechando que tenían puestos de confianza.
Billy se estremeció.
—Supongo que les gustaría echarme mano —dijo—. Creo que en mis tiempos le robé unas cuantas cosas a mis jefes. No muchas, pero sí unas cuantas...
—Pues yo no robé nada. Los escritores no tienen jefes —dije. Y entonces recordé el avance que me había dado la editorial Omniverso, nueve años antes de que muriera. No sé por qué, pero la novela jamás había llegado a ver la luz y venga, Carpentier, no corras riesgos. Esos demonios no sabrían comprender los misterios del mundo editorial.
Al final del puente había unos cuantos peñascos que podían servimos de refugio. Esperamos nuestra oportunidad y corri­mos por el puente cuando no había ningún demonio cerca. Logramos escondernos entre los peñascos antes de que otro grupo de ellos se acercara. Nos quedamos quietos, encogidos entre las rocas.
—Es una pena que los puentes no se encuentren en línea recta —murmuré—. Podríamos haber seguido avanzando. —El puente siguiente quedaba unos treinta o cuarenta metros a la izquierda, con un grupo de unos veinte demonios interponién­dose entre nosotros y su comienzo.
—Éste es el segundo sitio más peligroso del Infierno para nosotros —murmuró Benito—. Tenemos que llegar al otro puen­te sin que nos vean. Cruzadlo tan deprisa como podáis, y no se os ocurra pararos en el siguiente abismo. Meteos en él. De todas formas, no hay puentes y aunque existiera alguno jamás podríamos llegar a él. Los demonios vigilan los dos lados del precipicio.
Billy se removió, inquieto.
—No me gusta correr sin saber de qué huyo.
—Debemos hacerlo —se limitó a responder Benito. Señaló hacia delante. Un demonio pasó junto a nuestro escondite.
Tenía un cuerpo más o menos humano que mediría dos metros setenta de alto, equipado con cuernos, pezuñas y una cola que no paraba de moverse. Un humanoide capriforme...
Oh, Carpentier, qué bonito. ¿Humanoide capriforme? ¡Un demonio! ¿Por qué intentas engañarte a ti mismo?
El demonio llevaba consigo a un ser humano, igual que si fuera una bola de las que se usan para jugar a los bolos, con sus garras profundamente clavadas en la espalda del hombre, que no paraba de retorcerse. El demonio no parecía darse cuenta de ello.
—¿Cuántos neoyorquinos hemos tenido esta semana? —le preguntó a un grupo de tres demonios que estaban cerca de él.
Los cuatro se pararon delante de nuestra roca. Uno de ellos se llevó el rabo a la boca. Dientes parecidos a cuchillos de carnicero empezaron a mordisquear la punta.
—Doce.
—Que sean trece. Y en la Tierra aún es jueves. Si Horrible vuelve a ganar la apuesta le arrancaré la cara.
—Siempre podrías olvidarte de registrar a éste.
—Sí, ¿por qué no? —El primer demonio levantó un poco a su carga humana para estudiarla—. De todas formas, no es demasiado importante. Le robó unos centenares de pavos a un amigo que necesitaba operarse los ojos. No se te ocurrirá delatarnos, ¿verdad? —le dijo al hombre.
—No. Lo juro —respondió éste. Su voz estaba medio ahoga­da por el dolor.
—Y no se te ocurrirá asomar la cabeza por encima del pozo, ¿verdad? Porque como te veamos... —El demonio sopesó su tridente en un gesto muy expresivo—. Te sacaremos de allí, te haremos pedacitos y los dejaremos bien esparcidos. Duele mucho.
—No diré nada —jadeó el hombre.
—Estupendo —dijo el demonio que le tenía sujeto, y le arrojó al abismo. El hombre pasó por encima del borde con un aullido quejumbroso que terminó en un sonido medio chapoteo medio golpe ahogado.
—¿Qué hay ahí abajo? —preguntó Billy.
—Pez hirviendo —respondí yo.
—¿Qué había hecho?
—Robar.
—Me gustaría poder salvarle.
—Yo no le salvaría ni aunque pudiera —dijo Benito.
Los demonios se marcharon. Igual que los guerreros que rodeaban el lago de sangre miraban siempre hacia el pozo, nunca hacia nosotros. Si íbamos con cuidado podíamos mo­vernos de uno en uno, yendo de una roca a otra...
—¡Te pillé! —gritó un demonio y sufrí un ataque cardíaco, allí mismo, entre dos peñascos que no eran lo bastante grandes para esconderme. Les habría bastado con venir a recogerme pero no estaban mirando en esa dirección. Estaban junto al borde del pozo, usando sus tridentes.
Un cuerpo humano emergió del pozo chorreando negras gotitas de pez e intentando liberarse de las púas de dos triden­tes.
—El jefe Tweed, ¿no? —le oí decir a un demonio—. Hemos estado hablando con alguno de esos muertos que se suponía habían votado por ti... ¡No le sueltes, Rojo! —El hombre había logrado liberarse de un tridente pero el otro le tenía bien sujeto. Le sacaron del pozo. Empezaron a jugar con él.
Puse la mano en el hombro de Billy.
—No mires. Podemos recorrer un buen trecho mientras están ocupados.
Nos arrastramos igual que serpientes. Cuando el alma de Tweed dejó de gritar ya estábamos detrás del puente. Miré hacia atrás y tuve que cerrar los ojos. Los demonios le habían abierto en canal y estaban tratándole como si fuera una de esas ranas que se usan en las clases de biología; pero, a diferencia de las ranas, Tweed seguía intentando escapar.
Benito se agazapó como un corredor que se dispone a tomar la salida.
—¿Listo?
—Sí.
—De acuerdo.
Echamos a correr.
Oí un gran rugido de rabia. No miré hacia atrás. Pero cuando pasaba por el puente, en última posición, vi que los demonios del otro lado del abismo corrían hacia nosotros intentando interceptarnos.
Uno de ellos iba a conseguirlo.
Me detuve. Sólo por un instante; después seguí corriendo por el puente en pos de Benito.
Pero Billy había doblado su velocidad.
El demonio llegó al extremo del puente tan deprisa que patinó y casi perdió el equilibrio.
—¡Ven con papá! —rugió, haciendo girar su tridente.
Falló por un nanosegundo. Billy pasó casi rozando las púas y trepó por el demonio hasta llegar a su enorme cabeza.
El demonio gritó e intentó darle la vuelta a cinco metros de tridente de acero. Benito le golpeó la rodilla con el hombro. El demonio dio media vuelta y yo golpeé su otra rodilla. Sus dos piernas gigantescas se doblaron, haciéndole caer.
Media tonelada de demonio se estrelló contra la roca.
Billy rodó sobre sí mismo, apartándose a tiempo. El demo­nio gimió e intentó llevarse las rodillas al pecho.
—¡Corred! —gritó Benito—. ¡Billy!
Un grupo de demonios estaba ya casi encima de nosotros. Corrí hacia el siguiente abismo y me detuve junto al borde. ¿Dónde estaba Billy?
Billy había cogido el tridente del demonio y estaba levan­tándolo para atacar.
—¡Olvídate de eso! —grité pero y a era demasiado tarde. Billy lanzó un grito de triunfo y dejó caer el tridente con todas sus fuerzas. Lo levantó para dar otro golpe y los demonios cayeron sobre él. Salté a través del vacío con Benito junto a mí. Uñas que medían diez centímetros de largo rozaron mi cuello con un seco chasquido.

21

El precipicio tenía paredes de roca que caían casi a pico. Pude verlas mientras bajaba y cuando me di cuenta de que no había ningún asidero supongo que decidí resignarme. Un par de segundos después yacía en el fondo, con los huesos rotos, contemplando aquel cielo inexistente.
El mar de dolor hacía que me resultara imposible saber qué estaba roto y qué solamente magullado. Pero recordé que siempre es mejor no mover a las víctimas de un accidente. Intenté no moverme.
Un leve roce cerca de mí.
—¿Benito?
—Aquí.
—¿Estás herido?
—Sí.
—Yo también.
—Creo que estamos fuera de su camino. Lo único que debemos hacer es aguardar hasta habernos curado.
¿De qué camino estaba hablando? No me atrevía a mover la cabeza pero moví los ojos. Me encontré contemplando los pliegues de la túnica que cubría a una estatua dorada de tamaño natural. Como información, no era gran cosa.
—¿Y Billy? —pregunté.
—Pobre Billy. Sus impulsos violentos le traicionaron.
—No seas tan condenadamente filosófico. ¡Tenemos que salvarle!
—¿Cómo?
—Bueno..., supongo que primero debemos esperar hasta curarnos. ¿Dónde crees que le habrán puesto? ¿En el mismo abismo que a esos politicastros?
—Mira hacia el risco.
Algo que parecía una cuerda interminable estaba cayendo del cielo. Caía muy despacio, casi igual que si no tuviera peso. Cuando estuvo más cerca vi que era más grueso que una cuerda, y que al final tenía una especie de borla peluda... ¿Dónde había visto yo algo parecido?
Cuando estuvo encima de nuestras cabezas pareció vacilar durante unos segundos y después empezó a bajar igual que un gusano ciego. Se ocultó detrás de las rocas y empezó a subir... y el extremo estaba enroscado alrededor de algo que se movía. Billy.
—Minos —dije—. Es su cola.
—Sí.
Antes de que pudiéramos movernos, Billy estaría nueva­mente en la isla del río de sangre... o en el río; había salido de la isla por voluntad propia. Ya no podíamos hacer nada por él. Dejé escapar un suspiro y aparté mis ojos de aquella minúscula figura que no paraba de retorcerse prisionera en la cola infinita de Minos.
Y la estatua se había movido.
Había recorrido un metro. Moví la cabeza, sin preocuparme por las consecuencias. Mi cuello seguía entero. Y bajo la túnica dorada había dos pies humanos. Mientras lo observaba uno de ellos se movió sus buenos quince centímetros.
—Benito. Debajo de esos trajes hay hombres.
—Y mujeres —dijo Benito—. Los hipócritas religiosos.
Se puso en pie con mucha cautela para ver si ya estaba curado. Y, al parecer, lo estaba. Me ayudó a levantarme pero sentí un agudo dolor en las costillas. Me apoyé en la roca y decidí esperar un poco más.
Túnicas doradas se movían a nuestro alrededor tan despa­cio como caracoles. Dentro de aquellos ídolos dorados había hombres y mujeres pero lo único que se podía ver de ellos eran sus pies descalzos y los rostros, medio ocultos por sus enormes capuchones. Uno de ellos se detuvo y se dio la vuelta, con aquella terrible lentitud que parecía típica de todos sus movi­mientos.
—¿Os habéis perdido? —preguntó. Benito dijo que no.
—¿Y tú? —le pregunté.
—Oh, no. Éste es el sitio donde debo estar. —Hablaba con un fuerte acento difícil de identificar—. Llevo aquí el tiempo suficiente para haberme convencido de que Dios también cree que es aquí donde debo estar.
—¿Cuánto hace de eso?
—Me han dicho que en la Tierra han pasado más de mil años.
—Eso me parece un poco difícil de creer —le dije—. Nuestro idioma no es tan antiguo.
—Lo sé —dijo el sacerdote—. Nos enseñamos los unos a los otros. Aprendí este idioma de alguien que llegó recientemente, una tal Amie Semple McPherson. No tenemos nada que hacer, aparte de ir y venir por este camino interminable y, como puedes imaginarte, es más fácil enseñarnos los unos a los otros que no buscar a un compañero que hable tu mismo idioma.
—¿Por qué no paráis y descansáis un rato? —le pregunté. Sus cansados ojos grises me estudiaron desde el interior del capuchón dorado.
—Casi me dan ganas de caer sobre ti... Pero quizá no sepas de qué estás hablando. Si me paro esta túnica empieza a calentarse. Ahora ya está demasiado caliente. Se calienta muy despacio, y el enfriarse es tan lento como el calentarse. Y ahora, adiós. —Empezó a darse la vuelta.
—Podríamos ir contigo —dijo Benito.
—Eso me resultaría muy agradable. —Acabó de dar la vuelta y su pie empezó a moverse en una lenta y vacilante zancada.
Me levanté. El dolor de mis costillas se había convertido en un leve pinchazo.
—¿Cuánto pesa esa túnica? —le pregunté.
—Nunca he llegado a pesarla. Me han dicho que está hecha con plomo dorado. Una tonelada, quizá.
—¿Qué hiciste?
—¿Importa acaso? Era joven, no llevaba muchos años sien­do sacerdote. Pero el final de los primeros mil años posteriores al nacimiento de Cristo se acercaba. La gente empezó a tenerle miedo al fin del mundo. Les insté a que abandonaran todas sus propiedades. Les dije que debían dárselas a la Iglesia. Nos hicimos muy ricos.
—Podríais habérselas devuelto después.
—No se las devolvimos.
—¿Y todos vosotros acabasteis aquí? ¿La orden entera?
—No. Algunos estaban realmente convencidos de que el mundo iba a terminar. Algunos creían que una Iglesia rica podría servir mejor a las almas. Pero yo nunca creí que fuera posible predecir la Segunda Venida y disfruté de las riquezas. Yo... ¿Necesitas saber más? En aquellos tiempos ser miembro de la Iglesia era maravilloso.
Benito me dio una palmadita en el hombro y señaló hacia delante.
—Ahí está nuestra salida. Los escombros del puente.
Había sido un puente, tan grande y curvado como aquellos que habíamos cruzado antes. Ahora no era sino un montón de roca y cascotes. Los miré, lleno de curiosidad, pero no pare­cían distintos a las otras rocas que había visto y pude darme cuenta de que aquí abajo las leyes habituales de la resistencia física no funcionaban. No era ninguna sorpresa.
—¿Qué le pasó? —pregunté—. ¿Un terremoto?
—Me han explicado que a la muerte de Cristo el Infierno tembló —dijo el sacerdote.
—Eso dice Dante —añadió Benito—. Después, Cristo vino al Infierno y derribó la gran puerta de la muralla de Dis.
—Debía estar enfadado por algo. Supongo que el ser cruci­ficado puede ponerte de bastante mal humor.
—Yo no me lo tomaría tan a broma, Allen. Mira a tu alrededor. —Antes de que pudiera responderle, Benito ya había empezado a trepar por las ruinas del puente.
La imagen seguía pareciéndome ridícula. Se suponía que Cristo era amable y bondadoso. Usar un látigo contra los cambistas del templo era una cosa; portarse igual que un héroe de tebeo era otra muy distinta. Intenté imaginarme a esa figura herida, medio desnuda y cubierta de sangre arrancando de sus goznes aquellas tremendas puertas de hierro, mientras que el halo ardía ferozmente alrededor de Su Cabeza...
Decidí olvidarme de ello y empecé a trepar siguiendo a Benito. Puse a prueba cada asidero pero aun así algunas de las rocas eran bastante resbaladizas o estaban sueltas. Al final apenas si había cascotes y tuvimos que agarrarnos a cada hueco con los dedos de las manos y los pies. Allí fue donde tuve que contener un repentino y violento impulso de echarme a reír.
Benito no habría sido capaz de apreciar el chiste. Pero... no me extrañaba que Cristo se hubiera enfadado. Algún oficinista debía haber intentado entregarle el Impreso D-3457839y-4583.
El séptimo abismo era enorme. Me detuve al extremo del puente y me maravillé ante aquel delgado haz de piedra que lo atravesaba. El acero al carbón no habría podido resistir semejante tensión; pero el puente estaba hecho de piedra sin cemento ni mortero, como el puente en ruinas que habíamos dejado atrás. Otro milagro. ¿Y qué?
Empezamos a cruzarlo.
El abismo estaba muy oscuro. Lo poco que pude ver producía una vaga impresión de terrario para reptiles: un constante y lento deslizarse y unas bruscas oleadas de rápidos movimientos.
Benito me tiró del brazo.
—Allen, ¿por qué te paras?
—¿Qué hay ahí abajo?
—Ladrones. El robo es el más provechoso de todos los pecados, y resulta muy popular. Dime, Allen, ¿esperas ver algo que te complazca?
Me había pillado. No, no era eso. Pero...
—Soy escritor. Tengo la curiosidad de diez hombres norma­les. ¿A qué viene tanta prisa? ¿Corremos peligro?
—Te recuerdo que somos fugitivos.
Le miré, asombrado.
—Gerión podría habernos detenido. Minos podría habernos detenido. Y no lo hicieron.
—Los demonios que hemos dejado atrás podrían habernos capturado. Oh, está bien, Allen. El auténtico peligro se encuen­tra en el próximo pozo. Tendremos que cruzarlo rápidamente.
—De acuerdo. —Y volví a mirar hacia abajo. Reptiles, sí. Allí abajo había hombres y mujeres... y lagar­tos cuyo tamaño iba desde el chihuahua hasta el gran danés, y serpientes en una variedad de tallas y tamaños aún mayor. Vi cómo un diminuto lagarto escarlata saltaba de una grieta en la roca para morder a un hombre en el cuello. Cuando volví a mirar el hombre estaba ya medio oculto por una nube de humo. Benito estaba mirándome a mí, no a ellos. Bueno, que esperase.
El suelo estaba cubierto de rocas de todos los tamaños. Una mujer bastante corpulenta de cabellos canosos vino corriendo hacia nosotros, haciendo eses, con los ojos clava­dos en el suelo. No le sirvió de nada. Se metió por entre dos rocas y cayó de bruces, gritando desesperadamente. La pitón que la había estado siguiendo la cogió cuando intentaba seguir corriendo con un solo pie. Subió por su pierna y le mordió en el ombligo.
Tanto la mujer como la serpiente se quedaron inmóviles. Empezaron a cambiar.
—Allen...
Le hice un gesto de que se callara. Estaban cambiando: la mujer se derretía convirtiéndose en un cuerpo liso y despro­visto de miembros, a la serpiente le estaban brotando brazos, piernas y una cabeza con pelo. Un instante después ya no quedaba ni rastro de la mujer.
El hombre delgado que había sido una serpiente se puso en pie, sonriendo.
—Gracias, Gladys —dijo, y se alejó.
—Le ha robado la forma humana —dije yo—. Que me... ¡Le ha robado la forma humana!
—Ya volverá a recuperarla. Es probable que en vida se dedicara a comprar bienes robados... ¿Cómo les llamáis? Una perista.
—Sí. Uf.
—¿Estás listo para seguir?
—Sí. —Me di la vuelta y le seguí. Uf. Le había robado la forma humana. ¿Cómo podría explicar eso un escritor de ciencia ficción? Un holograma dibujado mediante ordenador. Podía ser. Ahí abajo estaba bastante oscuro. Pero no creía que fuera eso.
El puente empezó a descender. Bajamos. Benito giró hacia la izquierda por la cornisa que había entre el séptimo pozo y el octavo. Se le veía claramente nervioso. A mi izquierda, en la oscuridad, estaban pasando cosas bastante interesantes, pero decidí mirar hacia la derecha, buscando el peligro que Benito esperaba.
Parecía un enjambre de luciérnagas, o una autopista vista desde un aeroplano o...

Esta noche, esta noche
Esta noche y todas las noches
Fuego, granizo y luz de velas
Y que Cristo acoja tu alma.

Había encontrado granizo en el Círculo de los Glotones y fuego en el desierto. Y aquí estaban las velas, por fin: las llamas de unas velas enormes moviéndose en la oscuridad.
Cuando llegamos al otro puente todo seguía igual de oscu­ro. Benito seguía dándome prisa.
—Aquí no verás nada. ¿Qué ocurre, tanto te gusta el Infierno que quieres seguir más tiempo en él?
La penumbra negro amarillenta estaba repleta de llamas que se movían... y que se detuvieron, agrupándose bajo noso­tros.
—¿Quiénes son? —le pregunté.
—Dante llama a esto el Bolgia de los Consejeros Malvados.
—Eso no me dice gran cosa. Y sigo sin saber a qué le tienes miedo.
Una voz que llegaba del abismo me respondió..., una voz en la que apenas si había nada de humano. Vibraba igual que la cuerda de un arpa. Venía de la punta de una de esas grandes llamas.
—Teme ser recibido en su hogar.
Miré a Benito. Asintió, sin mirarme.
—¡Baja! —le gritó una de las llamas. Aquella voz temblorosa tenía un extraño poder. La punta de la llama vaciló y se volvió hacia mí—. ¡Si eres norteamericano, hazle caer! ¡Es Mussolini! ¡Benito Mussolini!
Me volví hacia Benito, atónito. Él se encogió de hombros.
¿Mussolini?
Otra voz brotó del pozo.
—Tú eres norteamericano. Reconozco tu acento. ¿Com­prendes? ¡Ése es Mussolini! ¡Arroja a ese bastardo aquí abajo, que es donde debe estar!
—¿Quién eres tú?
—¿Importa acaso? Yo di mi aprobación al bombardeo de Dresde.
Una voz con acento británico habló desde las llamas.
—Y yo dirigí la misión. Puede que éste sea el sitio donde debemos estar, yanqui, pero ese cerdo también debería estar con nosotros.
Benito había empezado a retroceder. Di unos pasos hacia él y Benito giró sobre sí mismo y echó a correr. Logré alcanzarle junto al siguiente pozo y le hice tropezar. Benito cayó pesadamente al suelo y yo me senté sobre él. No podría conmigo.
—¡Mussolini! —grité.
—¡Te saqué de la botella de un genio! —protestó.
—¡Y me llevaste hasta aquí, haciendo que me adentrara en el Infierno! —Mussolini. ¿Qué mejor elección para trabajar como agente del Diablo, para vagar por el Infierno corrom­piendo almas ya medio corrompidas? Probablemente Hitler también andaría suelto. Si nos hubiéramos tropezado con él no me habría costado tanto adivinar la verdad. Recordé todas mis sospechas y todas las cosas inexplicables que habían ocurrido durante nuestro descenso. ¡No era extraño que pudie­ra dar órdenes!
Bueno, ahora sabía quién era y sabía en qué sitio debía estar. Estábamos junto al noveno abismo, pero le cogí por los talones y le llevé a rastras hasta el octavo. Se resistió igual que un pez fuera del agua. Se agarraba a las rocas e incluso logró arrancar un par del suelo, aunque no le sirvió de nada.
El abismo ardía bajo nosotros, iluminado por la muchedum­bre que se había congregado para darle la bienvenida a Benito. Le hice rodar por el borde. Cuando caía dejó escapar un grito ahogado. Antes de que chocara con el fondo su cuerpo se cubrió de llamas. Su fuego era muy brillante, más que el de casi todos los que le rodeaban.
Me di la vuelta y seguí caminando.

22

Caminé hasta que me vi obligado a parar, hasta que el suelo se hundió delante de mí. Y allí me quedé, igual que una máquina cuyo programa se ha terminado. Después de todo, ¿adonde podía ir?
Ahora me hallaba totalmente solo, sin nadie que me expli­cara cuál era la geografía del Infierno, o que me advirtiera de sus peligros...
...o que me hiciera seguir adentrándome en él, viendo un horror detrás de otro cuando lo único que yo deseaba era quedarme quieto. Mussolini. Benito Mussolini, Il Duce de Italia. Ni tan siquiera había intentado negarlo.
Qué idiota había sido. ¿Por qué no le había reconocido, con esa enorme mandíbula cuadrada y la frente en forma de cúpula? Recordaba haber leído cosas sobre él en los libros de historia. Benito Mussolini había escapado del castillo donde estaba prisionero en un planeador pilotado por Skorzeny, un comando de Hitler, una de las figuras más románticas de toda aquella guerra. ¡No era extraño que Benito supiese cómo pilotar un planeador!
Mussolini el fascista. ¡Inventó el fascismo! Asesino y jefe de asesinos, matón, aliado de Adolf Hitler..., vuelve a la llama anónima, Mussolini, genio maligno escondido tras el rey de Italia. Vamos, Benito, abajo contigo, el que me sacó de la botella.
Me quedé allí, inmóvil durante mucho tiempo antes de comprender lo que estaba viendo.
En el noveno pozo los condenados se tambaleaban y tro­pezaban, resbalando sobre el fango ensangrentado, dejando tras ellos más sangre para hacer que el sendero le resultara aún más resbaladizo a quienes les siguieran. Parecían supervivien­tes aturdidos de alguna batalla perdida.
Uno de ellos no mostraba ninguna herida aparente, si se exceptuaba lo erguido de su postura y el doloroso envaramien­to de su paso. Contemplé su rostro y vi que le habían gastado una broma macabra. La piel estaba pálida y los rasgos se hallaban en calma; nadie habría adivinado que sufría un agudo dolor, pero los ojos ardían con una llama de odio. El bigote estaba recortado siguiendo un estilo que no me resultaba familiar, en línea recta pero siendo dos veces más largo que la boca. Y los afilados caninos blancos que asomaban por encima de su labio inferior habrían hecho que cualquier persona con más de seis años de edad gritara «¡Vampiro!».
Precediéndole había un hombre bastante gordo con barba y una herida en la garganta de la que brotaba la sangre. El rostro me era familiar. Le observé, intentando recordar dónde había visto esa cara.
Me devolvió la mirada. Y después empezó a rugir, domi­nado por una furia que se expresaba con acentos shakesperianos.
—¡Bribón! ¿Quién eres tú para mirar de forma tan arrogante a Inglaterra?
—¿Qué? —Logré salir de mi aturdimiento—. Carp..., Carpentier.
—¡Ven aquí, destripaterrones, y haré que te cierren los párpados con clavos!
Me di cuenta de que había estado mirando de forma más bien grosera a personas que ya tenían bastantes problemas y que no necesitaban para nada mis malos modales. Más vícti­mas del Gran Jujú.
—Lo siento... ¿Serviría de algo que le dijera que las heridas acabarán sanando?
Pude ver cómo los efectos de aquella noticia iban viajando a lo largo de toda la fila y de repente todos empezaron a gritar maldiciones y agitar los puños. Un hombre me amenazaba con su brazo amputado, sosteniéndolo igual que si fuera un garrote.
—¡Asno! ¡Canalla, que te burlas de nosotros!
—¿Qué he dicho?
—¡Nadie puede ser tan imbécil! —gritó «Inglaterra»—. ¡Ya casi estamos curados! Llegamos al punto del círculo donde... —Se detuvo, mirando hacia delante, olvidándose por completo de mi presencia—. Ahora le veo —dijo con una voz totalmente desprovista de animación o esperanza.
Seguí la dirección de su mirada. El puente estaba justo delante de ellos y bajo el puente había una versión a tamaño gigante de todos los otros demonios que habíamos visto: tenía seis metros de alto y llevaba en la mano una gran espada. Sonreía, mostrando dientes que casi tenían treinta centímetros de largo.
Bueno, de todas formas tenía que cruzar el puente. Fui hacia el demonio.
Estaba matándoles. Iban hacia él, quedándose rezagados cuanto podían hasta que los demás les empujaban, haciéndoles avanzar, y el demonio les mataba. Cogía a un hombre y lo abría en canal desde la ingle hasta el cuello, lo volvía a poner en el suelo y dejaba que se marchase. Sentí cómo una oleada de dolor empalico recorría mi cuerpo y parte de un chiste que había oído hacía mucho tiempo pasó por mi cabeza. Era un chiste sobre un vaquero que había caído encima de un alambre de espino. Había mostrado el típico valor lejano; volvió a montar en su caballo y siguió cabalgando. Naturalmente, tuvo que aflojar un poco los estribos...
El hombre gordo estaba asustado y ponía la misma cara que si estuviese a punto de vomitar. De pronto supe dónde había visto su cara: un cuadro, y muy famoso. Enrique VIII.
Seguí caminando.
Estaba cruzando el puente cuando Enrique llegó a la altura del demonio. Me di cuenta de que la espada no era una espada. Era una uña superdesarrollada que brotaba de un dedo medio igualmente superdesarrollado, tan grueso como el muslo de un hombre corpulento. La uña se movió con la velocidad de un sable y cercenó la cabeza de Enrique, y el demonio se la entregó, y Enrique siguió caminando. La aguda punta córnea de la espada se alzó repentinamente ante mi rostro.
Me paré.
—¿Quién eres tú, oh privilegiado, que vagas tan libremente por el Infierno?
Logré poner en marcha mi garganta.
—Allen Carpenter.
—¿Adonde vas, Carpenter?
—No lo sé. Hacia el centro. —De todos los sentimientos y emociones que habían ardido dentro de mí ahora sólo quedaba uno. Curiosidad. ¿Qué planes tenía Benito para mí? Sólo había una forma de averiguar la respuesta: seguir hacia abajo, hacia el centro del Infierno.
Los muertos se habían parado para esperar, con una com­prensible paciencia, a que el demonio terminara su conversa­ción. Les señalé con la mano.
—¿Quiénes son?
El demonio no parecía tener ninguna prisa.
—Sembradores de discordia. Gente que propagó el odio, inició guerras, se negó a ponerles fin... Ya sabes, lo contrario de los pacifistas. Un grupo muy especial... Cismáticos religio­sos. Normalmente fundaban sus propias iglesias para satisfa­cer sus propósitos particulares. Si quieres políticos, o aboga­dos que convencían a la gente para que pusieran pleitos innecesarios o que se divorciaran cuando en realidad no lo deseaban, tendrás que ir a otra parte del pozo.
—Oh.
El demonio contempló con ternura a «Inglaterra», que se alejaba de nosotros.
—Enrique deseaba obtener el divorcio. La Iglesia se negaba a concedérselo, así que Enrique se fabricó una Iglesia que estuviera dispuesta a dárselo. Muy listo, ¿no?
—Bueno, viendo su situación actual, yo diría que no tanto.
El demonio se agachó para coger al hombre de los dientes de vampiro y el bigote a lo Fu Manchú.
—Drácula no fundó iglesias. Lo que...
—¡Drácula! Creía que era... Maldita sea, no era más que una leyenda.
—Hay leyendas sobre él. En su tierra natal, Transilvania, las madres siguen asustando a sus hijos con su nombre. Drácula no era más que un título. Significa dragón. Su auténtico nombre era Vlad; le llamaban Vlad Tepes, Vlad el Empalador. Se pasó toda la vida torturando y matando turcos en nombre de Jesucristo. Si no fuera por eso estaría más arriba, hundido hasta las pestañas en sangre hirviendo. Por cierto, aproxima­damente la mitad de las personas que mató eran súbditos suyos.
Que Vlad el Empalador caminara de aquella forma tan envarada no tenía nada de raro. De su ano asomaban unos sesenta centímetros de estaca de madera. El demonio no necesitó usar su espada. Se limitó a empujar la estaca hasta dejarla totalmente oculta, puso al hombre en el suelo y le dejó alejarse. Caminando de una forma aún más envarada que antes...
El demonio cogió a otro hombre.
—Johann es el único hombre a quien Dios quiso revelarle la fecha exacta del Apocalipsis. Podía salvar a un pequeño grupo de Escogidos..., escogidos por él, claro está. Lo único que debías hacer era entregarle todos tus bienes. —Los gigantescos labios del demonio se estiraron en una inmensa sonrisa—. ¿Y tú, Carpenter? ¿Llegaste a crear tu propia iglesia?
—Yo...
—Oh, chico.
La punta ensangrentada de la espada cruzó el aire y vino hacia mí con la rapidez del rayo. Me agaché y corrí. Caí de bruces sobre el puente y la espada volvió a pasar sobre mi cabeza. El ángulo hacía que el demonio no pudiera llegar hasta mí. Pero allí, en el extremo, el arco del puente se inclinaba bruscamente hacia abajo.
Me puse en pie, encogí el cuerpo como si fuera un corredor y salí disparado. La espada rozó la base del arco y vino hacia mi rodilla. Salté por encima de ella y seguí corriendo, sin parar, lanzándome al pozo siguiente.
La pared del pozo era bastante escarpada. Choqué con ella, reboté y me estrellé en el fondo con una fuerza más que considerable.
En el Infierno la inconsciencia no existía. Sólo había dolor y la terrible tensión de esforzarse por tragar aire. Y muy por debajo del dolor una vocecilla minúscula estaba diciendo: Alto necesitas respirar, Carpentier. Estás muerto. Pero yo quería respirar, necesitaba respirar, y no podía tragar ni una pequeña bocanada de aire.
El aire acabó llegando, primero a pequeños sorbos y des­pués a borbotones. Traté de erguirme. Sentí como si me estuviera rompiendo la espalda. Quizá tenía la espalda rota. Pero la espada habría sido peor.
¿Podía sentir mis pies? Sí.
De acuerdo. Tu columna vertebral está intacta. Basta con que sigas tumbado durante un rato. Ya curarás.
Claro, siem­pre nos curábamos.
Eh, Carpentier. ¿Cómo es que Benito siempre se curaba antes que tú?
¿Y por qué no iba a curarse antes que yo? Formaba parte del personal.
Entonces, ¿qué razón había para que se hiciese daño?
—¿Qué tienes? —me preguntó una voz femenina.
—¿Eh? —Por el momento, ése era el límite de mi coherencia.
—¿Qué tienes? —repitió ella pacientemente. Volví la cabeza, muy despacio. Todo estaba oscuro. Mis oídos captaron los horribles ruidos que formaban la cacofonía del Infierno: ge­midos, gritos de rabia y dolor, el gruñir de los perros...
Estaba sentada con el cuerpo apoyado en la pared rocosa, desnuda, con la piel llena de pústulas y cicatrices dejadas por llagas más antiguas que ya habían curado. Parecía tan incapaz de moverse como yo.
Pero el dolor de mi espalda ya estaba cediendo.
—Lo más probable es que me haya roto la espalda —dije—. Y tú, ¿qué tienes?
—De todo. Sífilis. Gonorrea. Frambesia. Mal aliento. Lo que se te ocurra.
—Ah. Ya sé qué has estado haciendo.
—¡Pero es que no hice nada de eso! ¡Por eso es tan injusto!
Mis ojos estaban acostumbrándose a la penumbra que reinaba en el pozo. Había otros cuerpos tendidos en el suelo o recostados contra las paredes. La mayor parte de ellos parecían estar a punto de morirse.
Delante mío había un hombre que no paraba de hurgar entre miles de píldoras. Allí debía haber todos los medicamentos jamás inventados o imaginados: tabletas, cápsulas de muchos colores, frascos, pildoritas y píldoras que habrían hecho atra­gantarse a un caballo. Cogió una píldora, la miró con los ojos medio cerrados y dejó escapar un gemido de dolor. Finalmen­te, se decidió: arrojó la píldora a la bañera llena de remedios que había junto a él.
Irguió el cuerpo y empezó a gemir, apretándose el estóma­go con las manos.
—¡Me está royendo vivo! —gritó. Buscó ciegamente otra píldora. Esta vez la tragó sin ni tan siquiera mirarla. No pareció ayudarle mucho, porque gritó aún más fuerte y se puso a hurgar nuevamente entre los remedios.
Me volví hacia la chica, interrogándola con la mirada. Se encogió de hombros.
—Vendía curas para el cáncer. Sólo funcionaban si no ibas a ver a ningún médico. Quizá entre todo ese montón de píldoras haya una que le cure.
—¿Y el resto?
—Algunas no tienen ningún efecto. Otras hacen que el dolor empeore.
Me estremecí y un instante después me quedé paralizado de terror cuando algo que aullaba pasó corriendo ante mí, a cuatro patas, con las mandíbulas goteando espuma. Pensé que era un animal, pero no lo era. Era un hombre.
—Falsificadores. Los falsificadores siempre acaban rabio­sos —dijo la chica—. Si te muerden tardas mucho en curar.
¡Y yo no podía moverme! No podía hacer nada salvo quedarme quieto y mirar.
Hombres y mujeres con la piel cubierta de costras, sintien­do tal escozor que les obligaba a rascarse sin cesar. Un hombre sin oídos, incapaz de moverse y pidiendo agua a gritos.
—¡Escuchad! —gritaba—. ¡Decídselo a Satanás! ¡A cualquiera! Decidle a Satanás que hay una conspiración para arreba­tarle el poder. ¡Revelaré los nombres de los conspiradores a cambio de agua! ¡Decídselo!
Todos estaban agonizando, mortalmente enfermos, y todos sufrían un terrible dolor..., salvo uno, que ofrecía un contraste sorprendente con los demás. Estaba sentado, con la espalda apoyada en la pared, a unos pocos metros de la chica y de cara a mí. Era un tipo de mediana edad con aire de querubín, regordete, con unos ojos azules que centelleaban sobre una sonrisa de loco feliz.
Desde luego, estaba loco. ¿Sería una enfermedad mental, o tendría el cerebro afectado por alguna bacteria?
Tenía que salir de aquí. Me encontraba rodeado por las peores enfermedades contagiosas de toda la historia de la humanidad. Intenté moverme y no tardé ni un segundo en quedarme quieto. Mis piernas se negaban a obedecerme y sentía lo mismo que si mi columna vertebral estuviera prisio­nera de unas tenazas. ¿Habría pillado ya alguna enfermedad? ¿Meningitis espinal, quizá?
Los ojos azules del loco acabaron posándose en mí.
—Yo era psiquiatra —dijo.
—No se lo he preguntado. —De hecho, mis conocimientos sobre el Infierno ya eran muy superiores a lo que realmente habría querido saber. Lo único que deseaba era salir de allí. ¡No me cuenten nada mas! Cerré los ojos.
—Confiaban en mí —dijo el loco con voz alegre—. Pensaban que sabíamos lo que estábamos haciendo. Por cincuenta pavos a la hora les escuchaba contar la historia de sus vidas. ¿No haría usted lo mismo?
Se calló.
—Está loco —dijo la chica.
—Gracias. No estaba muy seguro —le respondí sin abrir los ojos.
—Oiga, usted se cayó por el borde. ¿Ha estado arriba? ¿Ha visto lo que sucede allí?
—Sí, he visto muchas cosas.
—¿Qué le hacen a las..., bueno, a las mujeres de vida alegre?
Abrí los ojos. Se había puesto muy tensa, aguardando mis palabras.
—No me he fijado en que tuvieran nada especial para las putas. ¿Por qué?
—Yo... Yo... Oiga, algunas chicas no llegan a meterse en cama con los clientes. Llevan a un caballero a un motel, cobran su dinero por adelantado y luego desaparecen. A veces hasta se puede hacer mejor. Estás empezando a meterte en faena cuando tu novio entra por la puerta. ¿Comprende?
—Claro. —Cuando estaba en Inglaterra me robaron un par de veces usando ese mismo sistema.
—Bueno —dijo ella—, yo creo que eso no es tan malo como ser una auténtica... prostituta. —Y me miró.
No sé por qué pero ya casi no me acordaba de aquel lejano momento vivido en la Tierra, cuando una chica de Londres me propuso que fuera con ella y desapareció en un cuarto de baño que tenía una segunda puerta, dejándome lleno de rabia y lujuria frustrada. Si hubiera llegado a cogerla la habría matado. Pero eso fue hace mucho tiempo, y comparada con mi situa­ción actual cualquier otra me parecía buena.
Así que mentí.
—Supongo que estarán más abajo. Aún no he estado allí.
Satisfecha, volvió a apoyarse en la pared y me olvidó, absorta en el examen de su maltrecho cuerpo.
El psiquiatra loco volvió a fijarse en mí.
—Estábamos jugando, nada más —dijo con la voz de quien está soñando—. Trasteábamos con algo que no comprendía­mos. Yo lo sabía. Oh, lo sabía. Deje que se lo cuente...
—No me cuente nada. —¡Todos ellos parecían empeñados en seguir haciéndome daño!
—Era catatónico. Como un muñeco de goma. Podías poner­le en cualquier postura y así se quedaba, durante horas. En aquellos tiempos probábamos suerte con toda clase de cosas. Terapia de shock, shock de insulina, lobotomía... Castigar al paciente por no ser consciente del mundo exterior.
—O por no fijarse en su presencia.
Lo había dicho para herirle pero él asintió, muy contento.
—Así que le metimos en una sauna y empezamos a subir la temperatura. Le estábamos observando por la ventanilla. Pri­mero se limitó a sudar. Después empezó a moverse de un lado para otro. Cuando pasamos de los cuarenta y cinco grados pronunció sus primeras palabras en dieciséis años. «¡Dejadme salir de aquí, joder!»
Sus ojos de loco se clavaron en mí y su rostro pareció derrumbarse hacia dentro. La sonrisa de querubín se desvane­ció.
—¡Déjeme salir de aquí, joder! —gritó.
—No puedo. Bastante suerte tendré si logro salir yo. —Traté de moverme. Me dolía, pero no lo suficiente para retenerme en aquel sitio. Me puse en pie, con mucha cautela, y empecé a subir por la pendiente.
—¡No puede hacer eso! —gritó la chica—. ¡Vuelva aquí! ¡Vuelva!
Seguí subiendo. Había rocas a las que sujetarme, grietas que usar como asideros. Apenas si había trepado un par de metros cuando otro caso de hidrofobia pasó por donde había estado antes, mordiendo y atacando a todo aquel con el que se encontraba. Una roca se desprendió bajo mi pie. Hice un gesto brusco para no caer y sentí una aguda punzada de dolor en la columna vertebral.
El enfermo de rabia estaba gritándole al psiquiatra pero la sonrisa de querubín había vuelto a su cara y ahora tenía los ojos clavados en la pared de enfrente, sonriendo apaciblemen­te. Cuando llegué a lo alto recordé quiénes estaban en el último pozo del Octavo Círculo. Los falsarios. Los timadores. Los que habían jurado en falso.

23

Ése era el último de los bolgias. Ahora mi camino me llevaba a través de un rocoso paisaje desértico. Me di la vuelta y contemplé los diez cañones que se alzaban a mi espalda: de algunos brotaba luz, otros estaban indicados por nubes de humo o por las ondulaciones del aire recalentado. No había sido un viaje agradable.
A lo lejos, por entre una penumbra crepuscular de las que hacen que los conductores enciendan sus faros, vi lo que parecía ser un grupo de grandes torres. No había nada más que ver, nada en absoluto.
Los malignos consejos de Benito me habían llevado hasta aquí. Ahora ya era demasiado tarde. Podía retroceder un trecho, probablemente hasta el quinto pozo, posiblemente hasta llegar al risco. Pero jamás podría convencer a Gerión de que me llevara hasta lo alto de ese acantilado... y Allen Carpentier había pasado por demasiados sitios que podían resultar adecuados para él.
Quizá pudiera hablar con el monstruo y persuadirle de que llamara a Minos. Eso me llevaría hasta el Vestíbulo. Sí, y de vuelta a la botella. Si tenía suerte. No había olvidado que internarse tanto en el Infierno quizá ya fuera un crimen. Minos me había dicho que podía acabar escogiendo un destino mucho peor que la «justicia». Quizá ya había hecho esa elección.
O... podía quedarme sentado allí mismo. Esta frontera vacía era el sitio adecuado para pasar una buena parte de la eternidad antes de que algún ángel se fijara en mí.
Me senté.
Aquel sitio resultaba muy apacible.
De hecho, era el único lugar totalmente vacío que había visto en todo el Infierno. ¿Por qué? Quizá estaba reservado para algún pecado que aún no había sido inventado... Por ejemplo, algún resultado de la genética o la investigación sobre el cerebro. Quizá en algún momento del futuro me viera obligado a marcharme de allí a toda velocidad.
Mientras tanto, era mejor que la botella. Podía verme el ombligo.
El tiempo pasó sin dejar ninguna huella de pisadas. Días, creo. Los malos olores del Infierno seguían saturando mis fosas nasales. Aquel ruido de fondo omnipresente podría haber resultado casi relajante de no ser porque sabía qué era: millo­nes de gritos y gemidos que la distancia confundía en un solo sonido. Pero allí no había nada ni nadie que me hiciera daño. No tenía que ver a gente cortada en rebanadas, o quemada, o torturada por las enfermedades, o aplastada por coches demo­níacos, o con sus cuerpos alterados de maneras obscenas y grotescas.
Seguí sentado y me dediqué a pensar en el pasado. Pensé distraídamente en qué podían ser aquellas torres visibles en la oscura lejanía. Me pregunté cuáles serían los propósitos de Benito y por qué había querido traerme hasta aquí. Pero nada de todo aquello parecía importar. Pensé que ahora ya no me quedaba nada, ni tan siquiera la curiosidad.
Eso habría resultado muy agradable. Me habría gustado desconectar mi mente durante mucho tiempo. Pero mi mente no quería dejarse desconectar. Fuera cual fuese la paz que había encontrado aquí, el Infierno seguía estando a mi alrededor y la necesidad de saber el porqué de su existencia me torturaba.
Dios había creado las almas humanas; ¿no habría podido borrar de la existencia a las que no le habían salido bien? Dios había creado el sueño; ¿no podía hacerles dormir para siem­pre? No encontré ninguna buena excusa que justificara la existencia del Infierno. Pero pensé en unas cuantas malas excusas que resultaban bastante inquietantes:
El universo se desprendería de su eje si las agonías del Infierno no sirvieran de contrapeso a la felicidad del Cielo.
O: Parte de la felicidad del Cielo era saber que montones de personas malvadas sufrían de forma terrible.
O la vieja respuesta de siempre: Estábamos en manos de un poder infinito e infinitamente sádico.
Empecé a ponerme nervioso. Mis ojos volvían una y otra vez hacia las torres: unas borrosas sombras grisáceas en el horizonte. ¿Rascacielos? ¿Una ciudad en el Infierno? ¿Los alojamientos para las cuadrillas de reparaciones de Infiernolandia? ¿O eran la auténtica entrada, la entrada para turistas?
Pero ahora me limitaba a juguetear con esas ideas. Ya no creía en Infiernolandia. Esto era el Infierno, y yo lo sabía. Finalmente, comprendí qué era lo que me ponía nervioso.
A efectos prácticos, volvía a estar dentro de la botella.
Me puse en pie. Fui hacia las torres. Echarles un vistazo no me haría ningún daño.
No eran torres.
Eran gigantes, humanoides colosales enterrados en el suelo del ombligo para abajo. Me detuve cuando aún me faltaba una distancia prudencial para llegar a ellos y los observé. Sus inmensos ojos me descubrieron, clavándome al paisaje igual que si fuera una mariposa en un cartón, y acabaron apartándose de mí. No era digno de su atención.
Me alegré. Aunque resultara totalmente irracional, tenía la sensación de que aquellos ojos tan tremendamente profundos podían ver cuanto había que saber sobre mí.
Uno de ellos estaba loco. Me miró con ojos llenos de esperanza y dijo, «¿Ildurb fistenant imb?». Y, al ver que no le respondía, pareció entristecerse. Un lenguaje incomprensi­ble, un ser extraño. ¿Qué hacían estas criaturas en un Infierno humano?
Desde luego, no estaban aquí para servir al Gran Jujú. No, eso estaba claro. Kilómetros y kilómetros de cadenas mante­nían sus brazos pegados a los flancos.
En la Biblia había gigantes y en la mitología titanes. Pero ningún arqueólogo había encontrado jamás huesos humanos de tal tamaño. ¿Y cómo podían sobrevivir en la gravedad de la Tierra? La ley del cuadrado inverso tendría que haberles convertido en montañas de hamburguesa.
Quizá no pertenecían a este universo. ¿Un ejército invasor de otro universo obra de otro creador? El escritor de ciencia ficción que había dentro de mí, el difunto Allen Carpentier, sentía grandes deseos de verles las piernas y los pies. Para sostener semejante peso debían ser desproporcionadamente grandes y robustos..., a menos que se hubieran desarrollado en un campo gravitatorio menos potente.
Mientras tanto Carpentier, el alma condenada prisionera, estaba examinando las cadenas que mantenían prisionero a otro gigante.
Pues los gigantes se encontraban enterrados ante una mu­ralla que llegaba a la altura del mentón: el suyo, no el mío. La muralla parecía demasiado lisa para trepar por ella. Fui hacia el gigante encadenado, dispuesto a salir corriendo, pero no fue necesario. La cadena parecía tan resistente como el cable de un ancla. Quien le hubiera envuelto con ella tenía buen ojo para los detalles. Con suerte quizá pudiera enarcar las cejas, pero no mucho más.
Bien, ¿qué habría hecho Benito? Trepar por el gigante, claro está.
La idea de trepar por semejante monstruo me hizo vacilar, pero estaba seguro de que podía hacerlo. Iría por la cadena, poniendo los pies en los eslabones, hasta llegar a su hombro; cuidado con los dientes, no vayan a cerrarse de golpe, pillán­dote. Después bajaría hasta la pared y saltaría.
Si Benito había dicho la verdad..., si lo que recordaba de Dante era cierto..., entonces estaría en el último Circulo del Infierno, el Círculo de los Traidores. Traidores a la nación, a su señor, a su benefactor, a sus padres y parientes. Una gran llanura de hielo, con los traidores incrustados en ella. Lo único que podía impedirme cruzarla era el frío, y sabía que ahora no podía morirme de frío.
Parecía tan sencillo... ¿Qué se habría olvidado de contar­me?
Recordaba bastante bien la gran llanura de hielo. El estu­diante se había llevado una sorpresa considerable al descubrir que una parte del Infierno ya estaba helada. Benito no había dicho nada que entrara en contradicción con mis recuerdos de cuando leía a Dante.
Pero tenía que haber algún truco escondido. Benito gozaba de cierto poder en el Infierno. Le había dado órdenes a varios esbirros del Infierno. Y en el gran pantano, cuando se enfrentó con aquel hombre que parecía un tanque, había demostrado poseer una fortaleza demoníaca.
Carpentier, ¿por qué no te trató igual?
Quizá fue porque se sentía culpable. Se había retorcido y había arañado el suelo pero no había llegado a pegarme..., ni una sola vez. Había arrancado rocas mientras intentaba suje­tarse a ellas pero no había intentado golpearme con ellas. Y pese a todo ese supuesto salvoconducto suyo, ahora volvía a estar allí donde Minos le había mandado, con los Consejeros Malvados.
Quizá Satanás o Dios o el Gran Jujú habían emitido alguna especie de juicio sobre Benito. Usándome como agente suyo.
Pero, ¿por qué no había luchado conmigo?
El gigante intentó liberarse. Las cadenas apenas llegaron a tintinear.
Por ese lado, no había peligro.
Te retuerces y te esfuerzas, pero no hay forma de escapar. A mí me pasa igual, gigante. Lo mirase como lo mirase siempre obtenía la misma respuesta. Allen Carpentier podría entrar en el Círculo de los Traidores con una facilidad casi inverosímil..., el sitio de castigo para aquellos que habían traicionado a sus benefactores.
Estuve pensando en ello durante mucho tiempo. Después di la vuelta y regresé por donde había venido.

24

Volver era más difícil. El final del décimo puente era más empinado que el principio, y ahora tenía que trepar por él. Crucé el pozo sin mirar hacia abajo y fui bajando por el otro lado del puente.
Vi cerca el otro puente y corrí hacia él.
La punta de una espada bailó ante mis ojos. Me detuve. Estaba seguro de que ése no era su puente. Me había desviado con intención de evitarle. Pero detrás de la espada había una cabeza medio humana y medio bestial moviéndose en una lenta negativa.
—No puedes regresar, Carpentier.
—Tengo que hacerlo.
La espada colgaba ante mí, tan firme e inmóvil como una roca. Podría haberme afeitado con ella. Di medio paso hacia adelante y la espada se movió demasiado aprisa para seguirla con los ojos. Ahora estaba pegada a la punta de mi nariz.
Me encogí de hombros y di la vuelta.
No corrí riesgos. Volví a cruzar el pozo y di un rodeo por el paisaje desértico que había más allá. Volví a cruzar a dos puentes de distancia..., arrastrándome sobre el puente. Me deslicé por el puente y seguí arrastrándome por el risco que dominaba el noveno pozo. No podía estar bajo todos los puentes.
¿No podía? Igual que el oficinista. Cuando intenté ponerme en pie me estaba esperando. Y ahora, en la parte baja del pozo, tenía ventaja sobre mí.
—No puedes ir cuesta arriba —dijo—. Realmente, no sé cómo explicártelo con más claridad...
—Vengo del Vestíbulo —le dije—. Éste no es el sitio que me corresponde.
—¿Nunca creaste tu propia Iglesia, Carpentier?
¡Oh, maldición!
—¡Escucha, no pretendía competir con Dios ni con la iglesia de nadie! Lo único que hice fue inventar unas cuantas religio­nes para alienígenas. ¡Si bastara con eso, tendrías aquí a todos los escritores de ciencia ficción de la historia!
—Bueno, a él sí le tenemos —dijo el demonio, señalando hacia abajo con la espada.
Olvidé por completo la espada y me incliné sobre el abismo para ver mejor.
—Si se me perdona el chiste... ¿Qué infiernos es eso?
En cierto sentido, era la última palabra en centauros. Por un extremo era lo que me pareció un trilobite. La cabeza del trilobite era un pez primitivo. Su cabeza era el torso de un pez con espina... y así iba siguiendo, cada vez más hacia arriba, pez pulmonado, proto-rata, una rata mayor, un animal bastante grande de piel sin vello que no reconocí, algo parecido a un gorila, una cosa parecida a un hombre y, por fin, un auténtico ser humano. Ninguno de esos animales tenía unos cuartos traseros dignos de ese nombre salvo el trilobite; ninguno tenía cabeza excepto el hombre. La criatura reptaba sobre un con­junto de patas, manos y troncos de pescado, un tremendo ciempiés donde no había dos pies iguales. Por la expresión del rostro humano, su propietario estaba totalmente loco.
—Fundó una religión que usa el disfraz de una psiquiatría para profanos. Sus miembros intentan recordar vidas anteriores de sus teóricos antepasados animales. También recuerdan sus propias vidas pasadas... y eso añade un interesante aspecto de chantaje a todo el asunto, pues quienes oyen la confesión suelen ser más bien profesionales del movimiento que no gente honrada. Discúlpame.
La hilera de víctimas había ido engrosándose mientras hablábamos. El demonio se dio la vuelta y empezó a cortarlas en canal rápidamente, acompañado por todo un concierto de gritos y maldiciones. Al super centauro lo fue separando en sus diversos componentes, y el resultado final se alejó con­vertido en todo un desfile, con brazos, patas y aletas agitándose locamente. La espada apareció nuevamente ante mí justo cuando ya había decidido probar suerte.
Una gota de sangre brotó en la punta de mi nariz.
—No soy como él —me apresuré a decir—. Él se lo tomaba demasiado en serio. Conmigo era sólo un juego. —Retrocedí hasta que el vacío del décimo bolgia me rozó los talones. Ahora el demonio no podía llegar hasta mí—. Piensa en los Silpies. Eran humanoides telépatas. Estaban convencidos de que poseían un alma colectiva, ¡y podían demostrarlo! Y los Sloots eran babo­sas: tenían una lengua que podía emitir tentáculos capaces de utilizar herramientas. Para ellos Dios era un Sloot sin lengua. No necesitaba lengua; no comía y podía crear a voluntad me­diante el poder de Su mente. —Vi cómo asentía con la cabeza y me fui animando—. No hacía más que jugar con las ideas.
El demonio seguía asintiendo.
—Jugar con el concepto de la religión. Una cantidad sufi­ciente de tales juegos y todas las religiones parecerían igual­mente ridículas.
—¡No puedes hacer esto! —grité—. Oye, en el Octavo Bolgia hay un amigo mío y si está allí es por mi culpa. ¡Tengo que sacarle!
—¿Acaso te prometieron que iba a resultar sencillo? ¿O, incluso, que era posible?
—No importa, haré lo que sea —dije, y creo que hablaba en serio.
—Ven.
Fui hacia el borde. Carpentier hace una demostración de buena fe.
La espada relampagueó: una vez, dos. Oí y sentí la punta rechinando contra mis costillas. Dejó dos heridas verticales a lo largo de mi pecho y mi vientre. Retrocedí tambaleándome, con los brazos apretándome el estómago para que no se me cayeran las tripas.
El demonio me estaba observando. ¿Qué estaría esperando?
Lo sabía. Di un paso hacia adelante y bajé los brazos. Carpentier muestra que es capaz de aprender.
La espada relampagueó dos veces más, dejando en mi cuerpo dos heridas horizontales de gran profundidad, quizá mortalmente profundas. Un hombre vivo se habría desmayado a causa del shock. Yo no podía.
—Juegos —dijo aquel gigantesco humanoide maligno—. Ahora te toca a ti.
Examiné las heridas y la sangre que fluía de ellas. El shock parecía estar disminuyendo la velocidad de mis procesos mentales, pero acabé comprendiendo a qué se refería.
—¿Qué puedo usar como lápiz?
—Ya se te ocurrirá algo.
Me miré las uñas. Y acabé teniendo una idea.
Dibujé una tosca X en el cuadrado superior izquierdo del dibujo. La espada creó una O en el cuadrado adyacente.
Trepé por el comienzo del puente usando los dedos de las manos y los pies. Allí donde podía caminar me apretaba el cuerpo con los brazos, intentando no perder ningún órgano. El orgullo que me inspiraba aquella victoria parecía algo excesi­vo: después de todo, no había sido más que un estúpido juego de tres en raya...
—¿Carpenter? —le oí decir cuando estaba a punto de salir del puente.
Volví la cabeza.
—¿Jugamos una tanda de tres?
El shock había terminado momentáneamente con mi capa­cidad imaginativa. El único taco que me vino a la mente fue uno que jamás volveré a utilizar, no después de haber visto el sitio donde acaban los aduladores. Me limité a seguir cami­nando junto al borde del pozo.
El octavo abismo era un gran cañón lleno de llamas.
—¡Benito! —Mi voz despertó un sinfín de ecos por entre las paredes del cañón—. ¡Benito!
Algunas de las llamas parecieron vacilar. Voces que pare­cían zumbidos brotaron del fondo, con el retraso necesario para que la voz fuera transferida a la punta de la llama.
—Deja que los condenados sufran en soledad.
—¿Benito qué?
—¡Lárgate!
El cañón iba estirándose interminablemente en ambas di­recciones, curvándose poco a poco. Si acababa formando un círculo completo, podría contener a millones de almas. ¿Cómo iba a encontrar a Benito?
—¡Benito! —Había pánico en mi voz. El esfuerzo hizo que sintiera un agudo dolor en las heridas del pecho—. ¡Benito!
—¿Benito Mussolini? Acaba de pasar junto a mí, iba hacia allí...
—No, iba en dirección contraria.
—Los dos estáis equivocados. Mussolini se encuentra en el lago hirviente.
Allí no iba a conseguir mucha ayuda. Y si le encontraba, ¿qué haría entonces? ¿Cómo iba a sacarle?
Para empezar, ¿cómo logró escapar de allí? Quizá ya había vuelto a marcharse. Una idea bastante molesta, porque no había nada que pudiera hacer al respecto, y porque eso signi­ficaría que había jugado mi partida de tres en raya con el demonio para nada. Esperaba que Benito ya hubiera logrado salir de allí, pero debía actuar dando por sentado que seguía dentro.
El cañón no era tan profundo. Lo que necesitaba era una soga de montañismo. ¡Sí, idiota, una soga de amianto! ¡Benito estaba hecho de fuego! Y, ahora que pensaba en eso, no había visto ni una sola soga en todo el Infierno.
Pensé por un segundo en la cadena del gigante. Eso signi­ficaría tener que pasar dos veces por donde estaba el demo­nio...
No. Incluso si lograba soltar la cadena, pesaba demasiado para moverla y, probablemente, el gigante liberado me aplas­taría para agradecerme las molestias que me había tomado. Cuando comprendí que no necesitaba tomar la decisión de volver a enfrentarme a la espada del demonio, me alegré bastante. No estaba muy seguro de qué habría hecho.
¿Y bien? ¡Piensa, Carpentier!. En el Infierno hay herra­mientas. Claro, los botes siempre tienen cuerdas. Ahora sigue estamos llegando a alguna parte. Una cuerda bien gruesa, y si la mantengo mojada mientras que Benito sube por ella... Espera un momento. ¿Cómo vamos a trepar por el risco si no hay ninguna cuerda disponible? Desde que Gerión nos bajó no ha pasado ningún otro bote. ¿Vérselas nuevamente con Gerión?
Y, si no funciona, ¿volver a la botella mientras que Benito se quema?
Benito era más listo que yo. Quizá tuviera alguna idea.
—¡Benito!
Voces burlonas que parecían cuerdas de arpa me respon­dieron.
Pensé en cuatro metros y medio de espada unida a un demonio de seis metros de alto. Desarmar al demonio (¿con qué?), dejarle sin espada (¿cómo?), pasársela a Benito. Pero, ¿podría trepar por algo tan afilado? ¿O perdería los dedos en un segundo? Me pregunté si las uñas podían arder.
¡Espera un momento! ¡Más arriba había demonios de menor tamaño, demonios que llevaban tridentes de hierro!
Fui hacia el puente. Apenas había dado unos cuantos pasos ya estaba corriendo. Si dejaba de correr querría pararme, porque lo que planeaba hacer me tenía aterrorizado.
Iba demasiado deprisa. Estaba trotando hacia la base de aquel tremendo puente que cruzaba el abismo de los ladrones cuando algo escarlata se movió rápidamente detrás de una roca. Me volví, frunciendo el ceño...
...y sentí un dolor terrible que nació en mi cuello y acabó sumergiendo todo mi ser. Noté cómo mis huesos se ablanda­ban, doblándose.
El dolor se alejó igual que una ola después de romper en la playa pero dejó atrás una mente ennegrecida. Estaba muy confuso; no podía pensar. Un hombre barbudo de rostro agra­dable se inclinó sobre mí, hablando con voz apremiante, diciendo palabras que no tenían sentido.
—¿Dónde está la salida? —Me di cuenta de que era enorme. Un gigante. Di un paso hacia él... y descubrí que ahora tenía un cuerpo minúsculo provisto de cuatro patas; mi vientre rozaba el suelo. Un lagarto. Me había convertido en un lagarto.
El hombre barbudo repitió lo que había dicho, pronuncian­do cuidadosamente cada palabra.
—¿Dónde está la salida? ¿Cómo puedo escapar del Infierno?
Venganza. Fui hacia él. ¡Morder a ese hijo de puta! Retro­cedió, sin parar de hablar, pero yo no podía entenderle.
Se quedó quieto y pareció hacer acopio de valor.
Salté. Hundí mis dientes en su vientre. Aulló y caí al suelo, retorciéndome en una nueva agonía de dolor.
Cuando mi mente se despejó vi que volvía a ser un hombre. Rodé sobre mí mismo, apartándome a toda velocidad del lagarto rojo y no paré hasta interponer una roca entre nosotros dos. El lagarto se quedó donde estaba, observándome.
Iba hacia el otro puente cuando recordé sus palabras. Mi estúpido cerebro de reptil las había captado como simples sonidos carentes de significado.
—¡No puedes hablar! —había gemido, y después añadió—: ¡Dímelo! ¡Dejaré que me muerdas, pero dime dónde está la salida!
Su cuerpo era una mancha escarlata sobre la roca gris. Y seguía observándome.
Señalé hacia abajo, donde estaba el lago de hielo.
—¡Allí! ¡Hay que ir hacia el centro, si es que no me han engañado!
Después de haber cruzado el otro puente miré hacia atrás. El lagarto estaba en el borde, mirando hacia abajo. Y, mientras le miraba, se decidió. Saltó al abismo.
¿A qué venía todo eso?
Olvídalo, Carpentier, tienes otras cosas de qué preocuparte...

25

Debajo, a una gran distancia, los monjes dorados perma­necían inmóviles como otras tantas estatuas. Cada dos o tres segundos uno de ellos se inclinaba hacia adelante, igual que si reposara sobre una base inestable. El puente roto hacía pensar en una cascada de rocas.
Me detuve a recuperar el aliento, (¡La costumbre, Carpentier! Podrías irte olvidando de eso), y después bajé por la pendiente con mucho cuidado. En aquel sitio era fácil romperse un tobillo.
Llegué al suelo del cañón antes de darme cuenta de que uno de los monjes se había dado la vuelta y me estaba mirando. Sus ojos gris pizarra eran los más cansados y tristes que había visto en toda mi vida. Le reconocí.
—Tú pasaste por aquí hace una semana, ¿verdad?
—Creo que fue hace unos pocos días. ¿Y sólo has recorrido esta distancia?
—Vamos tan deprisa como podemos. —Los ojos grises me observaron. Estaban tan llenos de cansancio que me hacían sentir deseos de tumbarme en el suelo y reposar—. ¿Puedo preguntarte a qué estás jugando? ¿Eres un mensajero, o alguna otra cosa igualmente improbable?
—No. Yo... —¿Por qué no decir la verdad? No era probable que saliera corriendo para contárselo a nadie—. Tengo que robarle un tridente a uno de los demonios de tres metros de altura que hay en el pozo siguiente.
—Busca una capa como la mía y póntela —me dijo—. Vere­mos qué efectos tiene eso sobre tu sentido del humor.
Me dejé resbalar hasta el suelo, apoyando la espalda en el risco. Aquellos ojos cansados...
—Me pondré tu capa —dije—. Saca a Benito del Pozo de los Consejeros Malvados. ¿De acuerdo?
—Perdona, ¿qué has dicho?
—Hice que un buen amigo mío cayera en el Pozo de los Consejeros Malvados. Si no consigo...
—Pero, ¿qué razón tenías para hacer algo semejante?
Dejé escapar un aullido que me sorprendió más a mí que a él. Había estado a punto de decir otra cosa totalmente distinta. Pero las palabras no acudieron a mis labios, así que eché la cabeza hacia atrás y aullé. Las lágrimas corrieron por mi rostro.
El monje dijo algo en un idioma desconocido. Vino hacia mí y se detuvo a unos metros de distancia. No sabía qué hacer.
—Vamos, vamos... —dijo—. Todo se arreglará. No llores. —Y, con una leve amargura, añadió—: Todo el mundo va a darse cuenta de que estás llorando.
En mi interior había un aullido tan grande como el mundo, y quería salir. Era más fuerte que yo. Aullé.
El sacerdote murmuró algo ininteligible. Y, en voz alta, dijo:
—Por favor... Por favor, no hagas eso. Si dejas de llorar, te ayudaré a conseguir tu tridente.
Meneé la cabeza.
—¿Cómo? —logré gemir.
Suspiró.
—Ni tan siquiera puedo quitarme esta túnica... No sé cómo podría ayudarte. Quizá pueda servirte de cebo... —Alzó la cabeza, rechinando los dientes por el esfuerzo, y sus ojos fueron hacia la cascada de rocas.
Me puse en pie. Di unas palmaditas en su espalda cubierta de plomo: clunk, clunk, clunk.
—Ya tienes demasiados problemas. —Hice acopio de valor y empecé a subir por la pendiente.
Los guijarros rodaban bajo mis pies. Estaba en la parte más alta del abismo. Tardé bastante en llegar arriba. Sólo tenía una ventaja: parte del puente seguía asomando del borde. Seguí trepando, oculto en su sombra y me detuve debajo de él. Esperé.
Después de todo, ¿qué podía hacerme un demonio? ¿Des­pedazarme? Acabaría curándome.
¿Meterme en el abismo de pez y dejarme allí para toda la eternidad?
¿Arrojarme al Pozo de los Ladrones?
Uno de los demonios negros pasó junto a mí, con la cabeza ladeada para observar el abismo que había al otro lado del risco. En su mano llevaba seis metros de tridente de hierro. Cuanto tenía que hacer era saltar sobre él y quitárselo.
Le dejé marchar. Cuando estuvo lejos empecé a temblar. Aquel monstruo tenía diez garras de seis centímetros cada una. Y también tenía dos colmillos de casi veinticinco centímetros. Y Carpentier era un cobarde.
Oí un ruido metálico y unos resoplidos a mi espalda. Me di la vuelta y contemplé un espectáculo sorprendente. El sacerdote estaba subiendo por la cuesta.
Le miré. No podía creerlo, pero era cierto: estaba movién­dose. Por los ruidos que hacía daba la impresión de estar volviendo a morir, pero sus manos y sus pies se movían con regularidad y cada gesto lograba hacerle subir tres centímetros más. Cuando logré creer lo que estaba pasando bajé por la cuesta, me puse detrás de él y empecé a empujarle por el rígido extremo de su túnica. Dudo de que eso le ayudara mucho. Era como si estuviese intentando levantar el mundo.
Llegamos a un área algo más lisa que se encontraba bajo los restos del puente. Una vez allí descansamos. De su gargan­ta brotaba un estertor agónico. Tenía los ojos cerrados. Su rostro relucía.
—Mil años —dijo—. Llevo mil años... caminando... dentro de este ataúd de plomo. Mis piernas parecen árboles. Yo era sacerdote —siguió diciendo—. Un sacerdote... Se suponía que... debía impedir que la gente fuese al Infierno.
—Sigo sin saber cómo vamos a hacerlo. —Ese vamos era un puro gesto de cortesía y, desde luego, se lo merecía. Pero, ¿qué podíamos hacer?
—Levántame —dijo.
Pasé los brazos por debajo de su túnica. Estaba caliente. No sé cómo pero entre los dos logramos ponerle en pie. Después alcé los ojos... y me encontré contemplando las pezuñas de un demonio.
El demonio nos miró, sonriendo.
—¿Sabes una cosa? —nos dijo con voz amable—. Eres el primero que ha logrado alejarse tanto de la brea.
—Cometes un error —le dije—. No soy ningún... —Y me lancé sobre él. El tridente hizo saltar chispas de la roca sobre la que había estado descansando pero yo ya estaba cruzando los aires, cayendo.
Aterricé sobre un peñasco de contornos irregulares. Rodé sobre mí mismo, disponiéndome a esquivar un nuevo golpe.
¡El sacerdote tenía agarrada la punta del tridente!
El demonio gritaba y tiraba de él. Durante un breve segundo logró levantar al sacerdote del suelo, con túnica incluida. Des­pués el sacerdote volvió a bajar, sin haber soltado el tridente.
Intenté trepar por la pendiente para ayudarle.
El sacerdote dio dos pasos hacia atrás y quedó suspendido en el vacío.
El demonio gritó pidiendo ayuda. Estaba intentando soste­ner media tonelada de túnica emplomada y no iba a conseguir­lo. Ya casi había llegado a ellos cuando el demonio lanzó un grito y le soltó. El sacerdote cayó por el abismo.
Me arrastré hacia él.
La túnica se había abollado igual que si fuera hojalata y toda la parte delantera estaba agrietada. Los bordes de la tela relucían con un brillo amarillento. Le habían informado mal; la túnica era de oro sólido. Cuando la toqué me quemó los dedos.
El cuerpo destrozado del sacerdote seguía prisionero de ella. Tenía todo el aspecto de quien ha muerto violentamente, salvo por sus ojos, que seguían mis movimientos. Si no le sacaba de allí dentro se freiría. Pero a la víctima de un accidente hay que dejarla inmóvil...
Se curará, Carpentier. Todos nos curaremos, y así podrán volver a hacernos daño. Tiré de sus pies. La túnica no estaba hecha para dejarle pasar, pero no importaba. Salió de ella igual que si fuera una medusa. No debía tener ni un solo hueso entero en el cuerpo.
Hablé, dirigiéndome no a esa cabeza que parecía demasia­do blanda, sino a los ojos de color gris.
—Te curarás. Cuando estés bien, hay un camino para salir del Infierno. Eso dice Benito. Ve hacia abajo. Hacia abajo.
Los ojos pestañearon.
—Tengo que rescatar a Benito —le dije. Le puse junto a la pared para que nadie le pisara. Cogí el tridente y me marché.
—¡Benito!
Fui por el risco que había entre los pozos, gritando igual que un alma perdida. Todas las voces que me contestaban parecían ser la misma y anónima voz, una vibración inhumana. «¡Estoy aquí, amigo!» «¿Benito qué?» «¿Quién osa turbar el silencio del Infierno?»
—¡Benito!
—¿Allen?
¡Tenía que ser él! Pero una docena de voces empezaron a repetir mi nombre. «¡Allen!» «¡Allen, estoy aquí! ¿Por qué has tardado tanto?»
—¡Benito! ¡He venido a sacarte de aquí!
Intenté percibir su acento italiano... y logré localizarle.
—Olvídalo. Éste es el sitio donde debo estar. No tendría que haber intentado huir de aquí.
Todas las llamas parecían iguales pero creí haberle encon­trado. Metí el tridente en el abismo.
—¡A la mierda con eso! ¡Cógete a la punta! Las otras llamas ya estaban alejándose.
—De todas formas, no es lo bastante largo —dijo Benito. No lo era. Miré hacia abajo. Había un punto por donde podría trepar hasta la mitad de la pendiente. Benito intentó detenerme.
—Deja de hacer estupideces. ¡Si caes arderás igual que el resto de nosotros!
—¿Puedes alcanzar la punta?
—Vete, Allen. Merezco estar aquí.
Me encontraba a unos tres metros por debajo del borde y casi se me habían acabado los asideros. El tridente pesaba mucho y resultaba bastante incómodo de llevar. Intenté bajar un poco más, colocando los pies con mucho cuidado.
—Está bien —dijo Benito de repente.
La gran llama avanzó hacia las puntas del tridente y se las tragó. Sentí un levísimo tirón del mango y la llama empezó a emerger del pozo.
—¿Puedes sostener mi peso? —gritó Benito. Dejé escapar una carcajada de alivio.
—¡No pesas ni medio kilo! ¡Podría levantar a un millar como tú! —Después de todo lo que había tenido que aguantar, aquello iba a ser fácil.
La llama siguió trepando por el mango... y empecé a notar que el metal se calentaba.
Esperé hasta tener la seguridad de que el pánico no afecta­ría a mi voz. Pero, aun así, es posible que parte de él se notara.
—¿Benito? Date prisa.
—¿Qué pasa? ¿Algo va mal?
—No, nada. Date prisa, eso es todo. —Temía que decidiera soltarse.
El metal estaba desagradablemente caliente.
Y siguió calentándose.
Allí abajo una gran llama se movía con la lentitud de una babosa, y el metal estaba empezando a ponerse rojo. Benito no se daría cuenta; la brillantez de su llama impediría que lo viese. El metal estaba tan caliente que resultaba casi imposible sostenerlo pero aguanté, apretando las mandíbulas para no gritar.
El grito fue creciendo en mi garganta. Dejé de respirar para contenerlo. Si Benito decidía soltarse para acabar con mi dolor, jamás volvería a encontrar el coraje suficiente para intentarlo de nuevo.
El metal que tocaba la llama se había vuelto rojo cereza. Mis manos empezaron a sisear. No respiraba, pero el olor de la carne quemada logró llegar hasta mi nariz. No tenía ni la más mínima idea de por qué mis manos seguían sujetando el mango. Había invertido hasta mi último gramo de voluntad en el esfuerzo de hacer que siguieran sujetándolo, pero los músculos y los nervios debían estar casi asados.
Calcinados... Reconocí ese olor: la cena se ha echado a perder. Tenía la cabeza echada hacia atrás, con los ojos cerra­dos. No sentía nada, sólo el fuego.
—Puedes soltarlo —dijo Benito. Estaba junto a mí, agarrán­dose al risco, y su cuerpo ya no quedaba oculto por la llama.
Intenté soltar el tridente.
Tenía las manos pegadas al mango. Las sacudí, intentando librarme del tridente. Y lo conseguí, desde luego, y el tridente cayó al octavo bolgia, rebotando ruidosamente en las paredes, con mis manos calcinadas en su mango.
Benito tuvo que llevarme a cuestas por la pendiente.

26

Continuamos bajando. Yo seguía a Benito, intentando re­sistir el dolor de mis muñecas calcinadas. Cuando llegamos a los últimos riscos tuvo que subirme por ellos tirando de mi túnica. El dolor nunca paraba. Los nervios no parecían haber sido cauterizados por el hierro al rojo vivo. El hueso quemado acabó desprendiéndose; la carne negra se fue agrietando para revelar carne roja.
Curará, Carpentier.
Oh, cállate, Y llámame Carpenter. Carpentier el Famoso Autor ha muerto.
Acabamos llegando a la frontera desierta que había entre el décimo abismo y los gigantes y nos sentamos en el suelo.
—Gracias —dijo Benito.
—De nada. Siento haberte echado al pozo.
Benito no dijo nada.
—Creí que debía hacerlo —añadí—. Pensé que era lo justo.
Benito seguía callado.
—Mira —le dije—, me educaron para que creyera que Benito Mussolini era tan monstruoso como Adolf Hitler.
Benito suspiró.
—Quizá hubo momentos en que fuimos iguales, hacia el final. Al principio yo no era así. Tenía buenas intenciones. —Dejó escapar una carcaj ada llena de amargura—. Tenía buenas intenciones... Ya sabes qué sitio está lleno de ellas, ¿verdad?
—Cuéntamelo.
Empezó a hablar en voz baja, sin mirarme, una expresión pensativa en el rostro.
—Después de la guerra vi a mi país humillado. Nadie creía en nada. Había corrupción por todas partes, la clase trabajado­ra luchaba contra los ricos, la clase media luchaba con el gobierno... Todo el mundo luchaba contra todo el mundo y todos intentaban destrozarse los unos a los otros. Si hubieran sido capaces de trabajar juntos... Hubo un tiempo en el que fuimos Roma. Gobernamos el mundo. Podíamos volver a ser grandes, en vez de un país ridículo que Clemenceau y Lloyd George podían apartar de un manotazo.
—Entonces, ¿hiciste que empezaran a trabajar juntos?
—Le di esperanza a Italia. Durante años incluso impedí que Hitler se apoderase de Austria. Allen, si durante la segunda guerra mundial hubiera escogido luchar en el bando de los aliados, ¿crees que mi lugar en la historia sería ahora tan grande como el de Stalin?
No supe qué decirle.
—Y, sin embargo, él mató a diez millones de campesinos. Adolf nunca logró igualar ese récord. En cuanto a mí, en los primeros tiempos usábamos aceite de castor, no porras. —Suspiró—. Pero en cuanto empiezas a saber qué le conviene a la gente mejor que ellos mismos ya no puedes parar. La oposición acabará con todos tus logros y tú sabes que destruirán el país. ¿Qué haces? Destruir a la oposición. Y ahora sí que tienen auténticos motivos de queja. La oposición crece y necesitas más policía para acabar con ella. Pero yo tenía buenas intenciones. Amé a mi pueblo hasta el día en que me mataron.
—El propósito del poder es conservar el poder.
—¿Qué? —Benito parecía muy sorprendido.
—Olvídalo. Es de una novela, 1984. Y después intentaste crear un gobierno aquí abajo, ¿no?
—Sí, lo hice. —Benito se echó a reír y su carcajada era como mis aullidos en el sexto bolgia: su cuerpo estaba lleno de una risa enloquecida que logró abrirse paso a zarpazos por su cuello—. ¡Oh, Allen! ¡Y tú crees haber visto el Infierno! Un gobierno entre los Consejeros Malvados... Cuando intenté escapar me lo impidieron; me necesitaban como figura deco­rativa. No importa, al final logré salir de allí. Tenía que conseguirlo.
—Pero tú siempre te has portado bien conmigo. Y con todas las otras personas que has encontrado aquí abajo.
—¿Qué tal andan tus manos?
Las miramos. Dos minúsculos puños de bebé estaban for­mándose al extremo de los huesos de mis muñecas.
—Debemos esperar hasta que se curen. ¡Con esas manos nunca conseguirías trepar! —Se rió.
Seguimos sentados y hablamos. Las horas fueron pasando.
—Creo que el peor momento fue cuando fusilaron a mi gabinete. Italianos fusilando a hombres cuyo único crimen era amar a Italia y confiar en mí... —Se estremeció—. Tienes unas cicatrices muy extrañas en el pecho.
—Tuve que jugar una partida con el demonio del décimo bolgia. Es raro, cuando volvimos no estaba allí...
—¿Jugar una partida?
Se lo expliqué, de mala gana. Podría haber resultado incó­modo, pero no lo fue. No volvió a darme las gracias. En vez de ello sonrió y dijo:
—¿Sigues creyendo que el Infierno es un parque de diver­siones?
—No. Entonces ya no lo creía. Creo que Gerión me conven­ció.
—¿Gerión?
—Sí. Quizá no te dieras cuenta pero Gerión es el único no humano del Infierno que realmente parece un extraterrestre, alguien venido de otro mundo. Encaja, es lógico... No es como esos demonios hechos de piezas sueltas, con sus rasgos de animal unidos a una estructura humana. Y cuando trepé por su espalda mis pies encontraron una especie de artefacto oculto en su cintura.
—¿Y?
No tuve más remedio que reírme.
—¡Oh, Benito, vamos! ¿Un cinturón antigravitatorio? ¿Cuando ya han demostrado que pueden eliminar el peso y la masa de cualquier objeto siempre que les dé la gana? Gerión estaba mintiendo. Mintiendo sin necesidad de abrir la boca...
—¿Y fue Gerión quien te convenció? ¿Hasta entonces no habías visto nada que te pareciera realmente milagroso?
—Vi un milagro, sí.
Le expliqué de dónde había sacado el tridente.
—Ese sacerdote trepó por las ruinas del puente llevando encima media tonelada de oro. Se agarró al tridente del demo­nio hasta que el demonio acabó teniendo que soltarlo, y él sabía lo que le iba a ocurrir.
Benito sonrió.
—Sí, eso fue un milagro.
—Desde luego. Sé reconocer un milagro en cuanto lo veo.
—Entonces eres más afortunado que la mayoría de nosotros. —Puso cara pensativa—. Cada vez que he visto a Gerión su aspecto había cambiado un poco.
—Eso también me tenía algo preocupado. ¿Cuántas veces has hecho este mismo viaje?
—Seis veces. Y cada vez me ha resultado más fácil, aunque no ha sido así para quien me acompañó hasta la salida. Como ya te dije, el número de gente que empieza el viaje carece de importancia. Sólo uno consigue salir.
—Y la salida existe, es real... Hubo un momento en el que pensé que me estabas llevando hacia algo aún más horrible. Sigo estando asustado, pero ya no le tengo miedo a eso.
—Ahora sólo nos queda el lago de hielo. No tienes nada que temer.
—No me atrevo a relajarme. Más de una vez he pensado que habíamos dejado atrás lo peor, y luego...
Sus ojos se clavaron en mí, viendo hasta lo más profundo de mi alma.
—Cuando el hierro empezó a calentarse entre tus dedos...
—Háblame de eso.
—Creo que es mejor que no te diga nada. Pero ahora sólo nos queda el hielo. Allí hace un frío superior a cuanto puedas imaginar, pero podemos soportarlo. ¡Ahora nada puede dete­nernos! Pronto llegaremos al centro y entonces... —Se puso en pie.
—¿Y entonces?
—Ya lo verás. —Me miró—. Creo que tienes suficiente valor.
—Estoy empezando a perderlo. Venga, Benito, suéltalo.
—Veremos a Lucifer y pasaremos junto a él. No hagas caso de lo que diga, sea lo que sea. Cuando le hayamos dejado atrás, hay que ir cuesta arriba hacia el Purgatorio. —Hizo una pausa—. Pero tendrás que ir solo.
—Pero tú ya has hecho este trayecto, ¿no? ¿Sabes adonde lleva?
—No y sí. No lo he recorrido pero sé adonde lleva.
—¿Cómo?
—Por la fe y gracias a la descripción de Dante.
—Dante cometió un par de errores. Admítelo, Benito: no sabes qué le ocurrió a los seis que rescataste.
—Lo sé. Pero no lo he visto con mis ojos.
—¿Quieres salir del Infierno? ¿O temes lo que hay allí?
—¿Qué tal van tus manos?
Ahora eran las manos de un niño, y seguían siendo dema­siado pequeñas para sostener mi peso.
—No has respondido a mi pregunta.
—Si pudiera me marcharía del Infierno. Pero mientras haya almas perdidas a las que rescatar, debo seguir aquí.
—Hiciste que seis hombres y mujeres fueran hacia lo des­conocido, pero ir allí te da miedo.
No me respondió. Lo único que hizo fue mirarme.
Me puse en pie.
—Vamos. Mis manos curarán antes de que las necesitemos.
Se curaron.
Trepamos por el torso de un gigante encadenado. Era más fácil que trepar por una montaña y, al mismo tiempo, más difícil: las montañas no tiemblan, las montañas no intentan pillarte con dientes tan grandes como escudos medievales. Llegamos al hombro del gigante y saltamos a lo alto del muro. Encaramado en él, vi cómo Benito se dejaba resbalar sobre el fondillo de los pantalones... o eso habría hecho, si llevase pantalones. Era una pena que en sus seis viajes anteriores no hubiese logrado dar con un método mejor.
Me dejé resbalar detrás de él.
Imagínense uno de los Grandes Lagos helado, visto una noche sin luna. Quizá tendría ese aspecto. Nunca he estado en los Grandes Lagos. Me hizo pensar en una pista de hielo para una sociedad donde la gente fuera capaz de teletransportarse: era lo bastante grande como para acoger a una población de cinco mil millones de personas. La pared que había a mi espalda parecía seguir una línea tan recta como una flecha; la oscura extensión de hielo no tenía límites.
Una leve brisa susurró a nuestro alrededor y nos robó todo el calor de nuestras almas carentes de masa. El efecto fue tan brusco que tensé el cuerpo. Un instante después me agazapé, intentando protegerme con los brazos. Benito seguía en pie.
—Eso no te servirá de nada. No hay forma de evitarlo —me dijo con paciencia—. Tienes que soportar el frío.
Si él podía hacerlo... Me puse en pie y cerré los ojos para no sentir en ellos el suave soplo de aquella brisa tan imposi­blemente fría. Debíamos estar a cero grados; no, a mucho menos de cero grados... ¿A cuánto estábamos? Aunque hiciera el frío suficiente para matar a un hombre en minutos o segun­dos, jamás llegaría a saberlo. No podía morir.
—¿Benito? Anda, hazle un favor a tu buen amigo y vuelve a convertirte en llama.
—Lo haría si pudiese. Lo siento, Allen. —Benito me cogió del brazo. Empezamos a caminar.
Bueno, al menos lo había intentado...
¿Estaríamos caminando sobre agua helada? Por lo que sabía, quizá fuese hielo seco, o nitrógeno congelado, o algo todavía más frío que eso.
Mi pie golpeó algo que me maldijo con voz desapasionada. Intenté abrir los ojos. Las lágrimas causadas por el viento ha­bían helado mis párpados. Tuve que usar los dedos, y me dolió.
—Déjalos abiertos —dijo Benito, implacable—. Se te conge­larán, pero al menos seguirán abiertos.
Cuando sentí el impulso de parpadear luché contra él. Y poco después dejé de sentir esa necesidad, pues ya no podía cerrar los párpados. Miré hacia atrás y vi lo que había golpeado con el pie.
—Lo siento —dije.
El rostro era muy apuesto, fotogénico, con toda la dignidad de la edad madura y toda la falta de dignidad que le daban sus muecas y el estar casi pegado al hielo para protegerse del frío. ¿Dónde había visto yo esa cara? ¿En la televisión? Quizá. El hombre estaba enterrado en el hielo hasta el mentón. Cuando oyó el sonido de mi voz gritó:
—¡Espera! ¿Eres norteamericano?
—¿No lo somos todos? Parece que no consigo encontrar a nadie que sea de otro país.
La cabeza se volvió hacia otra cabeza que asomaba del hielo igual que si fuera un repollo.
—¡George! Quizá ahora podamos resolver el dilema. —Se volvió nuevamente hacia mí—. Supongo que vienes de una época moderna, ¿no? ¿Sabes algo de la controversia sobre los MAB?
—Claro. Misiles antibalísticos para derribar a los proyecti­les del enemigo en un posible ataque. La controversia era sobre dónde construir el sistema MAB.
—¡Maravilloso! De acuerdo, señor... George era demócrata y yo era republicano. Los demócratas estaban en contra del sistema. Los republicanos estaban a favor de él. Pero, ¿cuál de nosotros tenía razón?
—No tengo ni la más mínima idea —repliqué—. Oiga, ¿real­mente no tienen ningún otro tema de conversación, aparte de ése?
—¡No! —dijo secamente el hombre al que le había dado una patada—. ¡No tenemos ningún otro tema de conversación! ¡Uno de nosotros tenía que estar en lo cierto! Por lo tanto, ¿qué razón hay para que los dos estemos aquí?
No era que el frío estuviese empezando a afectarme; ya me había afectado. Lo único que deseaba era salir de allí, no charlar.
—Otros crímenes, quizá —dije.
—Uno de los dos se equivocaba —dijo George—. El senador Gates pensaba que construir el sistema era tirar el dinero, pero siguió las consignas de su partido. Y...
—¡Era algo peor que tirar el dinero! ¡Podríamos haber invertido todas esas sumas en un sistema láser! Señor, yo sé lo preciso que puede llegar a ser un sistema de defensa láser a la hora de acabar con los proyectiles enemigos. Pero la política me obligó a darle mi apoyo al sistema MAB. Y eso hice.
—No sé nada de esos malditos láseres —dijo George—, salvo que todavía estaban en la fase experimental. Y las armas experimentales no ayudaron mucho a los nazis, ¿verdad? —Dejó escapar un bufido despectivo y estornudó—. Estaba convencido de que el sistema MAB era necesario para defender nuestro país contra un ataque atómico. Pero la plataforma de nuestro partido defendía los recortes en el presupuesto militar. Y, oficialmente, yo también estaba a favor de eso.
—¿Y bien, señor? —me dijo el senador Gates—. Uno de los dos tenía que estar en lo cierto, ¿no?
—Creo que estoy empezando a comprenderlo. Los dos pensaban que se equivocaban.
—...sí.
—Y un error borraría del mapa a los Estados Unidos de América.
Ninguno de los dos respondió.
—Bueno, si le sirve de consuelo el Infierno sigue recibiendo norteamericanos —les dije—. Corbett murió mucho después que ustedes.
—Gracias —dijo el ex-senador Gates y los dos volvieron nuevamente la cabeza hacia el hielo.
—Pero, en el fondo, los dos estaban cometiendo un acto de traición a sus ideas.
—Gracias por su ayuda —dijo el ex-senador George. Era una despedida.
Seguimos caminando con cuidado para no darle patadas a más cabezas. Desde luego, había gran cantidad de ellas. Pero a medida que avanzábamos la situación empeoró: les habían enterrado en posición supina, y si no nos fijábamos podíamos pisarles la cara.
Di un paso en falso y mi pie cayó sobre un rostro humano. El hielo que cubría sus ojos se agrietó y me apresuré a retroceder de un salto.
—¡Lo siento!
—Gracias —oí decir.
—He tropezado.
—Gracias, oh, gracias —dijo la voz, llorando—. Hace años que no lloraba. Tenía los ojos cubiertos de ese maldito hielo y no podía llorar. Gracias.
Me encontraba muy mal. Este sitio era horrible.
—No hay de qué —le dije. Me incliné y quité los cristales de hielo de sus ojos. Era una mujer—. ¿Qué hiciste?
—No quiero decirlo.
—Está bien, no importa.
Arranqué las gafas de hielo de unas veinte cabezas más. El hielo volvía a formarse casi de inmediato. Sólo uno de ellos me dio las gracias. Finalmente, decidí dejarlo. Había demasia­das cabezas.
Y la siguiente cabeza junto a la que pasé gritó:
—¡El hielo! ¡Estúpido! ¡Quítame el hielo! ¡A los otros se lo has quitado!
Me paré.
—¿Quién eres!
—¡Eso no es asunto tuyo!
Me di la vuelta, disponiéndome a seguir.
—¡El hielo! ¡Espera! ¡Al Capone, soy Al Capone! ¿Quieres nombres? ¡Ése de ahí que intenta esconder la cara es Vito Genovese! ¡Espera, te diré dónde está Lepke! ¡Espera! —Esta­ba gritando para hacerse oír por encima de un coro de voces que intentaban ahogar sus chillidos. Seguí caminando.
Cuando el ruido hubo quedado a nuestra espalda Benito me dijo:
—Yo conocí a Vito Genovese.
—¿Valía la pena hablar con él?
—No. ¿Estabas pensando en volver? Hace mucho frío, Allen.
Estábamos rodeados de suspiros y murmullos. En parte era la brisa, que se había ido haciendo más fuerte. Y, en parte, era el castañeteo de los dientes. Había logrado dominar ese reflejo; no lograba darme ni pizca de calor.
Pero en toda aquella extensión de hielo sólo había un punto que se moviera. Lo capté con el rabillo del ojo, perdido en la distancia, a un lado. Dudé de mis sentidos. Seguí mirando. Volví a verlo.
—¿Benito? —le dije, señalando hacia allí.
Lo encontró.
—No tenía ni idea... Creía ser el único.
—Quizá lo seas. Parece un hombre. Y un perro.
Nos habían visto y empezaron a moverse en ángulo hacia nosotros. Cuando estuvieron más cerca comprendí que me había equivocado. El perro era un lagarto a quien el frío había hecho perder su color escarlata. Y el hombre era el ladrón de negra barba que me había robado la forma humana en el séptimo abismo.
Nos miramos el uno al otro. Ninguno de los saludos habi­tuales parecía adecuado aquí.
—Benito Mussolini —dije yo por fin, moviendo la mano—. Y yo soy Allen Carpenter.
—Jesse James. Este lagarto es Bob Ford.
—¿Qué pasó en el puente?
—Logramos ponernos de acuerdo y formamos un grupo —dijo Jesse—. Pensamos que si cooperábamos quizá consiguié­ramos sacar de allí a uno de nosotros. Descubrimos que un hombre solo no podía arrojar a un lagarto lo bastante lejos. Pero si formábamos una pirámide humana, apoyándonos en una pared, el que estuviera en la punta podría arrojar un lagarto al puente. Yo era ese lagarto.
—Es raro que nadie pensara antes en ello.
Suspiró.
—El problema es conseguir que todos esos animales trabajen juntos... Mientras intentábamos construir la pirámide los que tenían forma de lagarto no paraban de morder a los que tenían forma humana. No logramos avanzar hasta que no convenci­mos a una docena de lagartos grandes para que montaran guar­dia a nuestro alrededor mientras construíamos la pirámide.
—Claro. ¿Y por qué volviste al abismo?
—Tenía que decirles dónde estaba la salida.
—Pero no sabías si podrías volver a escapar. Puede que ni tan siquiera te hubieran dejado recobrar la forma humana.
Asintió.
Me acordé de algo. La estrofa de una canción. «Fue Robert Ford, aquel sucio y pequeño cobarde, me pregunto qué siente, pues comió el pan de Jesse y durmió en la cama de Jesse, y fue quien le mandó a la tumba...»
—Bob Ford. Te mató, ¿no? Te pegó un tiro cuando te estabas bañando...
—Cuando colgaba un cuadro. Sí, me pegó un tiro, cierto. Estaba siguiendo tus consejos... por lo que te doy las gracias, desconocido. —Se rió—. Y allí estaba la cabeza de Bob Ford, asomando del hielo. Lo estuve pensando durante un rato. Di vueltas y vueltas alrededor de él, preguntándome qué podía hacerle, y preguntándome si todavía le odiaba. —El lagarto se estaba rozando cariñosamente contra su pierna—. Acabé mordiéndole en la nariz.
El efecto de sus palabras fue parecido al de un buen trago de whisky.
—¡Puedes sacar a la gente del hielo!
—Claro, amigo. Lo único que hice fue meter la mano en ese agujero que tenía forma de hombre y cogí al lagarto. Bien, ¿por dónde vamos?
—Hacia abajo —dijo Benito—. Sigamos avanzando. Aquí hace mucho frío.
No hacía falta que nos lo recordara. Seguimos avanzando y el viento fue haciéndose más y más fuerte. Nos daba direc­tamente en la cara. No tardó en convertirse en una auténtica galerna, tan mala como el círculo de los vientos. Me pregunté si Corbett habría logrado llegar hasta allí...
El viento se apoderó de Jesse, levantándole por los aires. El lagarto chilló y saltó hacia él, y el viento le cogió. Hombre y lagarto empezaron a rodar sobre el hielo y el viento acabó llevándoles hacia arriba. Vi cómo iban empequeñeciéndose.
—Tan cerca... —dije—. ¡Estaban tan cerca de conseguirlo!
—No estaban preparados —dijo Benito—. Quizá deben ver cuál es el castigo de los demás. Puede que cometieran más pecados, aparte del robo y la traición. Hasta es posible que acaben siendo arrastrados al Vestíbulo y tengan que recorrer nuevamente todo el trayecto. Vamos.
—Pero...
—Ya conocen el camino, Allen. ¡Vamos!
—De acuerdo. —Inclinamos nuestras cabezas contra el vien­to y seguimos avanzando, tambaleándonos. El viento se había mostrado demasiado selectivo. No podía ser una casualidad. Se había llevado a Jesse y a Ford sin que ni Benito ni yo cayéramos al suelo. Pensé que eso era un buen presagio... para nosotros.

27

De repente se acabaron las cabezas. Sólo quedaba el hielo, y el viento que se había llevado a nuestros dos compañeros. Seguimos moviéndonos, luchando contra él.
—¿Qué pasa, el Infierno se ha quedado sin pecados? —pre­gunté.
—Mira hacia abajo.
El Infierno no había agotado su provisión de pecadores. Estaban enterrados bajo el hielo, en posturas extrañas. Miré hacia abajo una sola vez, y aparté la vista.
Caminamos agazapados, rodeándonos el cuerpo con los brazos, aunque no servía de nada. El viento nos había quitado hasta el último ergio de energía.
Vi algo que se movía delante de nosotros, arriba.
A medida que nos fuimos acercando vi una masa sombría alrededor de la que parecía haber movimiento. ¿Pterodáctilos junto a una montaña? Un movimiento continuo, rítmico, como las alas de un pájaro enorme. Y, poco a poco, se fue haciendo más claro.
Era una forma humanoide, un torso peludo que mediría un kilómetro y medio de alto. Estábamos en el fondo de una hondonada, junto a su cintura, y cuando alzamos los ojos pudimos ver tres rostros inmensos cuyos rasgos casi se perdían en la lejanía. Cada rostro estaba flanqueado por unas alas de murciélago, y las ráfagas de viento llegaban ahora desde arriba, cayendo sobre nuestras cabezas.
La imagen no se parecía en nada a la del elegante caballero que se ofrece a comprarte el alma, o a la del héroe épico de Millón, orgulloso y dispuesto a no arrepentirse. No había forma de imaginarse a uno mismo jugando a los acertijos o al ajedrez con esta montaña horrenda, desgraciada y prisionera. La examiné, casi sin miedo.
Los tres pares de mandíbulas se movían con el mismo ritmo que las alas. Algo se agitaba junto a los labios...
—Benito, ¿qué está masticando?
—¿Estás seguro de querer saberlo?
—Olvídalo. ¿Por dónde está la salida? Eh... —Alargué la mano para detenerle pero ya era demasiado tarde. Benito iba en línea recta hacia Lucifer.
Se detuvo en el límite del hielo.
El hielo terminaba cerca de Lucifer. Aquella enorme cin­tura estaba rodeada por un precipicio circular que tendría noventa centímetros de ancho.
Y no tenía ombligo. Estaba tan cerca que no había forma de que se me pasara por alto. Habría sido lo bastante grande para esconder un navío de guerra.
—Tienes que bajar —dijo Benito.
Miré hacia el abismo.
—Después de ti.
Benito meneó la cabeza.
—No puedo marcharme. Hay otros a los que rescatar.
—No me iré sin ti.
—Antes siempre has sabido vencer tu miedo.
—No es sólo miedo. Has rescatado a siete de nosotros. Ha llegado el momento de rescatarte a ti mismo. Te lo has ganado. Si esto no lleva adonde crees, podemos ayudarnos el uno al otro para volver.
—¿Y qué harías si me marcho dejándote aquí?
Pensé en ello.
—No lo sé. Es la verdad... Pero creo que se trata de un problema moral. Tú eres mejor que yo...
Sonrió sardónicamente.
—¿Yo? ¿El dictador asesino que arrojaste al octavo abismo?
—Desde que llegaste al Infierno has cambiado mucho. No me has dado ningún consejo maligno. Supongo que eso es lo importante. Si tu estancia en el Infierno no te ha hecho cam­biar, si no te has ganado el derecho a marcharte... Bueno, si no me lo he ganado no pienso marcharme. Si tú no puedes salir de aquí, yo tampoco puedo.
—Creo que puedo marcharme. Pero he decidido no hacerlo.
—Si puedes salir del Infierno, tendrás que demostrármelo.
Observó mi rostro... y me sonrió, una sonrisa radiante, llena de alegría. Se dio la vuelta, cruzó el abismo de una sola zancada y agarró dos mechones de áspero vello. Y una ola de sonido golpeó nuestras cabezas, un vendaval que contenía una voz casi subsónica.
—Carpentier.
Miré hacia arriba. El rostro central de Lucifer estaba vuelto hacia la curva de su pecho. Dos piernas humanas que no paraban de moverse asomaban igual que un horrendo cigarri­llo de la esquina de su boca. Lucifer habló, y aquella profunda voz de bajo cayó sobre mí igual que una tempestad.
—¿Qué Le dirás a Dios cuando Le veas?
No respondí.
—¿Le dirás que podría aprender moral de Vlad el Empalador?
Benito estaba ya bastante abajo, agarrándose a los mecho­nes de vello igual que un piojo, esperándome. Di un paso hacia adelante y empecé a bajar. A medida que bajaba mi peso parecía ir aumentando, algo que iba en contra de todas las leyes físicas. Me asusté. Volvía a estar en Infiernolandia, bajando hacia el agujero negro cuántico que el Gran Jujú usaba para obtener gravedad artificial...
Benito me miró con cierta curiosidad.
—¿Qué te ha dicho?
Meneé la cabeza.
Bajamos, haciéndonos cada vez más pesados. Hubo un punto del trayecto en el que debí pesar toneladas y todo ese peso se concentraba en mi ombligo, tirando de él hacia dentro. Ningún agujero negro cuántico se abrió ante mí para aplastar­me y tragarme. La verdad es que no había esperado encontrar ninguno. Benito fue dando la vuelta hasta que pude verle los pies y siguió moviéndose. Seguí su ejemplo.
Ahora estábamos trepando hacia arriba. Logré encontrar el aliento necesario para reírme de la imagen que debíamos ofrecer: dos hombres trepando por lo que, como mínimo, debía ser un kilómetro de pierna peluda, igual que piojos perdidos en la cabellera del Diablo. Casi esperaba pasar junto a un badajo tan grande como el edificio del Empire State, con unos testículos como dos cúpulas del Astrodomo. Pero no había nada, sólo vello.
La ascensión parecía interminable pero acabó, y no en el hielo, sino en una gruta de roca grisácea, llena de ecos y sumida en la penumbra. Las pezuñas del Diablo seguían siendo visi­bles por encima de nosotros, lo bastante grandes como para aplastar toda una ciudad.
Nos tumbamos de espaldas sobre la roca, jadeando. Un arroyo corría a lo lejos con un alegre gorgoteo. La tenue claridad que iluminaba la gruta venía de un solo sitio, un agujero delgado como un alfiler situado sobre nuestras cabezas. La roca del techo iba curvándose hacia adentro, pero no llegaba a cerrarse del todo. Acababa formando lo que parecía el cuello de un embudo puesto del revés, cuello que subía en línea recta durante una distancia imposible de adivinar.
Me puse en pie, busqué el arroyo y bebí de él. El agua era limpia y estaba muy buena. No hay paz como la del sueño profundo y hubo un tiempo en el que pensé que también la muerte estaría llena de paz. Volví a beber y me quedé tumbado, con los dedos metidos en el agua. La paz de la muerte: al fin había logrado encontrarla.
Pero Benito ya se había levantado.
—¡Vamos! —me dijo, y empezó a trepar. Había bastantes sitios a los que agarrarse y Benito se movía con la facilidad de un mono araña, o como un hombre gordo que ya no se ve obligado a soportar ni un solo gramo de peso.
Miró hacia abajo, suspendido de la pendiente gris que formaba el techo de la gruta, pendiente que iba inclinándose hacia dentro.
—¡Una ascensión de casi seis mil kilómetros, si es que Dante estaba en lo cierto! —me gritó jovialmente—. ¿Vienes?
—Me temo que no.
—¿Qué has dicho?
—¡No!
Cuando le vi bajar hacia mí dejé escapar un suspiro de irritación, pero ya me lo esperaba. Cruzó los dos últimos metros dejándose caer y me pareció que se movía con una lentitud excesiva, igual que un globo.
—¿Qué te dijo Satanás?
—Me preguntó si hablaría con Dios.
—¿Y bien?
—Si quiero hablar con Dios, necesito averiguar algo.
Benito esperó en silencio.
—Tengo que saber cuál es el propósito del Infierno.
—¡Ven y pregúntaselo a Él mismo!
—No lo entiendes. Las torturas del Infierno llegan dema­siado tarde. ¿Un castigo? Sí, pero se trata de un castigo infinito para cosas que, en comparación, resultan muy pequeñas. Drácula hizo que mucha gente muriera entre grandes dolores pero todo eso tuvo un final. ¡George se limitaba a mentirle a la gente para que comprara cosas! ¿Y qué hay de la dama gorda del Vestíbulo?
»¿Qué objeto tiene todo eso? ¿Enseñarnos una lección?
Pero si estamos muertos...
¿Venganza, castigo? Resultan totalmente desproporcionados. ¿Restaurar el equilibrio? ¿Acaso el universo necesita la misma cantidad de dolor que de placer? En tal caso, creo que no podría aguantar el Cielo.
—Hay una razón, y es una razón muy sólida. Lo sé.
—¿De veras? Pues yo no. Sólo hay una excusa posible para el Infierno y cuando oí los balbuceos delirantes de un psiquia­tra enloquecido casi la pasé por alto. Tiene que ser una especie de campo de entrenamiento definitivo. Si no hay nada capaz de hacer que un alma llegue al Cielo cuando estaba viva, aún queda el Infierno, el último esfuerzo de Dios, que intenta llamar su atención. Igual que un catatónico en una sauna, igual que yo en esa botella... Si el Infierno no es capaz de conseguir que un hombre grite pidiendo ayuda, entonces es que ese hombre no merece ser salvado.
Benito estaba asintiendo.
—Puede que tengas razón. Quizá hayas descubierto cuál es el propósito del Infierno.
—Sí. Sí, pero, ¿no comprendes en qué situación me deja eso? Cualquier persona que esté en el Infierno debe ser capaz de marcharse de allí en cuanto haya logrado aprender lo suficiente sobre sí misma. Todos, incluso los árboles del Bosque de los Suicidas, incluso los pobres diablos metidos en pez hirviendo y los tipos anclados debajo del lago... Incluso los que creen estar satisfechos, como los del Primer Círculo. Y no puedo marcharme del Infierno hasta no tener la seguridad de que pueden hacerlo.
Benito asintió.
—Volvamos.
—¡No, no, idiota! —Estaba furioso—. ¿Cómo puedo decirle a nadie que puede salir de aquí si no estoy seguro de que tú has podido conseguirlo? ¡Tienes que subir! ¡Y pienso quedarme aquí, viendo cómo lo haces!
—¡Carpenter, aún te falta aprender algo de humildad! —me dijo Benito con voz de trueno.
—De acuerdo. ¿Y a ti?
—Pero ellos me necesitan. Ellos..., ah. Te tienen a ti.
—Me tienen a mí. —Le ofrecí la mano—. Adiós, Benito. Buena suerte. Espero que encuentres...
Benito hizo caso omiso de mi mano y me abrazó con tal fuerza que me dejó sin aire. Dije algo así como «¡Ufff!» y le devolví el abrazo. Nos quedamos inmóviles durante un instan­te que pareció muy largo. Después Benito me soltó, giró rápidamente sobre sí mismo —no pude ver su cara—, y empezó a trepar.
Me tumbé sobre la roca y miré hacia arriba. Aquella luz como una cabeza de alfiler que brillaba al final del tubo vertical se había desvanecido, haciendo que Benito resultara casi invisible. Muchas horas después la luz volvió a brillar y supe que estaba viendo el sol. Benito era un puntito oscuro que se movía si le observaba durante el tiempo suficiente.
Antes de que la luz fuera disminuyendo de intensidad y acabara apagándose, ya había avanzado mucho.
Los ruidos del arroyo despertaban ecos burbujeantes en las paredes rocosas. Me quedé inmóvil, con los brazos detrás de la cabeza, disfrutando de aquel no hacer nada. La atmósfera de paz de este sitio resultaba casi tangible. Aquí la preocupa­ción parecía algo inadecuado, una falta de educación que iba contra los buenos modales.
¿Qué le hicieron a Billy? ¿Y qué tal le habrá ido al sacerdote? ¿Cómo es posible que un ser inteligente, sea el que sea, le hiciera algo semejante a la señora Herrnstein? Tengo que volver...
Pero no tenía prisa alguna. Los condenados tenían toda la eternidad, y yo también. El Infierno era la sala para pacientes violentos de un hospital destinado a quienes sufrían de locura teológica. Algunos podían ser curados.
Tendría que volver al Infierno. Y eso me daba miedo; no temía el dolor o el que los demonios acabaran atrapándome, pues el dolor pasaría y sufrir dolor por una causa justa es algo de lo que puedes enorgullecerte. En cuanto a los demonios, ya no podrían retenerme. Ahora no. Conocía la verdad.
No. Lo que temía era volver a dudar. Las dudas volverían y yo tendría que vivir con ellas, y combatirlas con mi recuerdo de estos escasos momentos de paz. Aquí no había dudas. Ni una sola.
La luz había vuelto y mientras la observaba vi una motita negra que se movía. Ahora tenía unos ojos mejores que los de cualquier ser humano; de lo contrario, jamás habría podido distinguirle.
La luz estaba empezando a debilitarse con la llegada del crepúsculo cuando la mota se apartó de ella, saliendo del túnel.


FIN

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