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lunes, 17 de diciembre de 2007

Seis disparos a la luz de la luna // LOVECRAFT


Seis disparos a la luz de la luna
H. P .Lovecraft

No es corriente descargar los seis tiros de un revólver con toda precipitación, cuando uno sólo habría
sido sin duda suficiente; pero hubo muchas cosas en la vida de Herbert West que no eran corrientes.
No es habitual, por ejemplo, que un médico recién salido de la universidad se vea obligado a ocultar
los motivos que le impulsan a elegir determinada casa y consulta; sin embargo, ese fue el caso de
Herbert West. Cuando obtuvimos él y yo el título de la Facultad de Medicina de la Universidad
Miskatonic, y tratamos de paliar nuestra penuria instalándonos como facultativos de medicina general,
tuvimos mucho cuidado en ocultar que habíamos elegido nuestra casa por su aislamiento y su
proximidad al cementerio.
Un deseo de soledad de esta naturaleza rara vez carece de motivos; y como es natural, nosotros los
teníamos también. Nuestras necesidades se debían a un trabajo claramente impopular. Externamente
éramos médicos tan solo; pero por debajo de esa superficie había objetivos de una importancia
mucho más grande y terrible, ya que lo esencial en la vida de Herbert West era la búsqueda en las
negras y prohibidas regiones de lo desconocido, en las que esperaba descubrir el secreto de la vida, y
de devolver la animación perpetua al barro frío del cementerio. Una búsqueda de ese género requiere
extraños materiales, entre ellos, cadáveres humanos recientes; y para mantenerse abastecido de
tales elementos indispensables, uno debe vivir discretamente, y no muy lejos de un lugar de
enterramientos anónimos.
West y yo nos habíamos conocido en la universidad, y fui el único que simpatizó con sus espantosos
experimentos. Gradualmente me había convertido en su ayudante inesperado, y ahora que
abandonábamos la Universidad teníamos que seguir juntos. No era fácil que dos doctores
encontraran salida juntos; pero finalmente, por influencia de la universidad, se nos proporcionó una
consulta en Bolton, pueblo industrial próximo a Arkham, la sede universitaria. Las fábricas textiles de
Bolton son las más grandes del valle de Miskatonic, y sus operarios políglotas no han sido jamás
pacientes gratos para los médicos de la localidad. Elegimos nuestra casa con el mayor cuidado, y
adoptamos finalmente un edificio ruinoso, próximo al final de Pond Street, a cinco números de nuestro
vecino más cercano. Y separada del cementerio tan sólo por una extensión de pradera cortada por
una estrecha franja de espeso bosque que hay al norte. Dicha distancia era mayor de lo que
hubiéramos deseado; pero no encontramos una casa más cerca, a menos que nos hubiésemos
instalado en el otro lado del prado, lo que quedaba muy retirado del distrito industrial. Pero no
estábamos demasiado descontentos ya que no teníamos vecinos, entre nosotros y nuestra siniestra
fuente de abastecimiento. El camino era algo largo, pero podíamos transportar nuestros mudos
ejemplares sin que nadie nos molestase. Nuestro trabajo fue sorprendentemente abundante desde el
principio mismo... lo bastante abundante como para satisfacer a la mayoría de los jóvenes doctores, y
lo bastante abundante para resultar un aburrimiento y una pesadez para aquellos estudiosos cuyo
verdadero interés resid ía en otra cosa. Los trabajadores de las fábricas eran de inclinación algo
turbulentas; así que además de sus numerosas necesidades de asistencia médica, sus frecuentes
golpes, cuchilladas y pendencias nos daban mucho trabajo. Pero lo que verdaderamente acaparaba
nuestro interés era el laboratorio secreto que habíamos instalado en el sótano: un laboratorio con su
mesa larga bajo las luces eléctricas donde, en las primeras horas de la madrugada, inyectábamos a
menudo las diversas soluciones de West en las venas de los despojos que sacábamos de la fosa
común. West experimentaba, febrilmente, tratando de encontrar algo que pusiese en marcha de
nuevo los movimientos vitales, tras haberlos interrumpido ese fenómeno que llamamos muerte; pero
chocaba con los más horrorosos obstáculos. La solución debía tener una composición especial según
los distintos tipos: la que servía para los conejillos de Indias no valía para los seres humanos, y cada
clase requería sensibles modificaciones. Los cuerpos tenían que ser excepcionalmente frescos, dado
que una ligera descomposición del tejido cerebral hac ía imposible que la reanimación fuese perfecta.
En efecto, el mayor problema estaba en conseguir cadáveres suficientemente frescos... West había
tenido experiencias horribles durante sus investigaciones secretas en la universidad, con cadáveres
de dudosa calidad. Las consecuencias de una animación parcial o imperfecta eran mucho más
horrendas que los fracasos totales, y los dos ten íamos recuerdos pavorosos de ese tipo de
resultados. Desde nuestra primera sesión demoniaca en la granja deshabitada de Meadow Hill,
Arkham, no habíamos dejado de sentir una secreta amenaza; y West, aunque en casi todos los
sentidos era un autómata frío, científico, rubio y de ojos azules, confesaba a menudo, con un
estremecimiento, que le parec ía que era víctima de una furtiva persecución. Tenía la impresión de
que le seguían; ilusión psíquica debida a sus nervios trastornados, y aumentada por el hecho
innegablemente perturbador de que al menos uno de nuestros tres ejemplares reanimados aun
seguía vivo: se trataba de un ser espantoso y carnívoro, el cual permanec ía encerrado en una celda
acolchada de Sefton. Había otro, además el primero, cuyo exacto destino nunca llegamos a saber.
Tuvimos bastante suerte con los ejemplares de Bolton; mucha más que con los de Arkham. Aún no
hacía una semana que estábamos instalados, cuando nos apoderamos de una víctima de accidente
la misma noche de su entierro, y conseguimos que abriese los ojos con una expresión
asombrosamente lúcida, antes de que fallara la solución. Había perdido un brazo... De haber tenido el
cuerpo integro, quizá hubiéramos tenido mas suerte. Entre esa fecha y el siguiente mes de enero
efectuamos tres ensayos más: uno fue un fracaso total; en otro, conseguimos un claro movimiento
muscular; en cuanto al tercero, el resultado fue estremecedor: se levantó por sí solo y emitió un
sonido gutural. Luego vino un periodo de mala suerte; descendió el número de entierros, y los que se
efectuaban eran de ejemplares demasiado enfermos o mutilados para poderlos aprovechar nosotros.
Seguíamos la pista a todas las defunciones y circunstancias en que estas ocurrían con un cuidado
sistemático.
Una noche de marzo, sin embargo, conseguimos inesperadamente un ejemplar que no provenía de la
fosa común. El puritanismo imperante en Bolton, tenía prohibida la práctica del boxeo, lo que no
dejaba de tener las lógicas consecuencias. Los combates mal dirigidos entre los obreros eran cosa
corriente, y de vez en cuando traían de fuera algún campeón profesional de escasa categoría. Esa
noche de finales de invierno habían celebrado un combate de este tipo, evidentemente con
desastrosas consecuencias, ya que vinieron a buscarnos dos polacos asustados, suplicándonos en
un lenguaje casi incoherente que atendiésemos un caso muy secreto y desesperado. Les seguimos
hasta un cobertizo abandonado, donde todavía quedaba un grupo de espectadores extranjeros,
observando asustados un cuerpo negro que yacía exánime en el suelo. En el combate se habían
enfrentado Kid O'Brien (un joven torpe y ahora tembloroso, con una nariz ganchuda muy poco
irlandesa) , y Buck Robinson, "EI Betún de Harlem". El negro había sido noqueado; y tras un breve
exámen, nos dimos cuenta de que no se recuperaría. Era un ser repugnante, con pinta de gorila, unos
brazos anormalmente largos que me parecían de manera inevitable patas anteriores, y una cara que
irremediablemente hacía pensar en los secretos insondables del Congo las llamadas de tam-tam bajo
una luna misteriosa. El cuerpo debió de tener peor aspecto en vida, pero el mundo contiene muchas
fealdades. Aquella gente despreciable estaba asustada, ya que no sabía que podía exigirles la ley, si
el caso llegaba a conocerse; y se sintieron agradecidos cuando West, a pesar de mis involuntarios
estremecimientos; se ofreció a librarles del cuerpo en secreto... puesto que conocía muy bien sus
intenciones.
Había una luna resplandeciente sobre el paisaje sin nieve; pero vestimos el cadáver, y lo llevamos a
casa entre los dos por las calles desiertas y el campo, del mismo modo que transportamos un cadáver
parecido una horrible noche en Arkham. Nos dirigimos a casa por el campo de atrás; entramos el
ejemplar por la puerta trasera, lo bajamos al sótano, y lo preparamos para nuestro experimento
habitual. Nuestro miedo a la policía era absurdamente considerable, aunque habíamos calculado
nuestro recorrido de forma que no nos tropezamos con el guardia que hacía ronda por aquel distrito.
El resultado fue enojosamente decepcionante. Con su aspecto horrendo, nuestra presa fue totalmente
insensible a todas las soluciones que inyectamos en su negro brazo. De modo que, como se
acercaba peligrosamente la hora del amanecer, hicimos lo mismo que con los demás: lo llevamos a
rastras por el prado hasta la franja de bosque próxima al cementerio de enterramientos anónimos, y lo
enterramos allí en la mejor sepultura que la helada tierra nos permitió. La fosa no era demasiado
honda, pero era tan buena como la del ejemplar anterior, aquel que se había levantado y había
proferido un grito. A la luz de nuestras linternas oscuras, lo cubrimos cuidadosamente con hojas y
ramas secas, seguros de que la polic ía no lo descubriría jamás en un bosque tan oscuro y espeso. Al día siguiente, me sentí alarmado, ya que un paciente me trajo la noticia de que se sospechaba que
habían celebrado un combate, y que había muerto alguien. West ten ía otro motivo de preocupación:
por la tarde le habían llamado para que atendiese un caso que acabó de forma amenazadora. Una
italiana se había puesto histérica porque se le había extraviado el hijo, un chiquillo de cinco años, que
había desaparecido por la mañana y no había vuelto para comer, y presentaba síntomas sumamente
alarmantes dado que padecía del corazón. Era un histerismo estúpido, ya que el chico se había
escapado más de una vez; pero los campesinos italianos son extraordinariamente supersticiosos, y
esta mujer parecía tan angustiada por los presagios como por los hechos. Hacia las siete de la tarde
la mujer falleció, y su frenético marido armó un escándalo espantoso, empeñado en matar a West, a
quien culpaba furiosamente de no haberle salvado la vida. Los amigos le sujetaron cuando le vieron
sacar un cuchillo; pero West se marchó en medio de inhumanos alaridos, maldiciones y juramentos
de venganza. En su último dolor, el hombre parecía haberse olvidado de su hijo, que aún no había
regresado, entrada ya la noche. Se habló de buscarle en el bosque; pero la mayoría de los amigos de
la familia se ocuparon de la difunta y del vociferante marido. Total, la tensión nerviosa a que se vio
sometido West fue sin duda tremenda. El pensar en la policía y en el italiano loco le agobiaba
tremendamente.
Nos retiramos a descansar alrededor de las once, pero yo no dormí bien. Bolton contaba con un
cuerpo de policías sorprendentemente eficaz pese a ser un pueblo pequeño; y yo no paraba de
pensar en el escándalo que se provocaría si llegaba a descubrir lo ocurrido la noche anterior. Podía
significar el fin de nuestro trabajo en la localidad... y quizá la cárcel para los dos. Me inquietaban los
rumores que corrían acerca del combate de boxeo. Pasadas las tres, el resplandor de la luna me dió
en los ojos; pero me volví sin levantarme a cerrar su persiana. Luego sonaron unos golpes enérgicos
en la puerta de atrás. Permanecí inmóvil, algo aturdido; poco después oí a West llamar a mi puerta.
Estaba en bata y zapatillas, y tenía en las manos un revólver y una linterna eléctrica. Al ver el
revólver, comprendí que pensaba más en el enajenado italiano que en la policía. Será mejor que
bajemos los dos susurró. No estaría bien no contestar; quizá sea un paciente... sería muy propio de
uno de esos idiotas llamar por la puerta de atrás. Así que bajamos los dos sigilosamente, con un
temor en parte justificado, y en parte debido sólo al misterio de las primeras horas le la madrugada.
Volvieron a llamar, un poco más fuerte. Al llegar a la puerta, corrí el cerrojo cautelosamente y abrí de
par en par; y al revelarnos la luz de la luna la figura que teníamos delante. West hizo algo muy
extraño. A pesar del evidente peligro de atraer sobre nuestras cabezas la temida investigación policial
(cosa que felizmente evitamos por el relativo aislamiento de nuestra casa), mi amigo, súbita, excitada
e innecesariamente, vació las seis recámaras de su revólver sobre nuestro nocturno visitante. Porque
no se trataba del italiano ni del policía. Recortándose horrendamente contra la luna espectral, había
un ser gigantesco y deforme, inconcebible salvo en las pesadillas; una aparición de ojos vidriosos,
negra, y casi a cuatro patas, cubierta de hojas y ramas y barro; sucia de sangre coagulada, la cual
mostraba entre sus dientes relucientes una cosa cil índrica, terrible, blanca como la nieve, que
terminaba en una mano diminuta.

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