CUATRO RELATOS DE GUY DE MAUPASSANT
AHOGADO
I
Todos conocían en Fècamp la historia de la tía Patin. Era una mujer que no había sido feliz, ni mucho menos, con su
marido; porque su marido la apaleaba lo mismo que se apalea el trigo en las granjas.
Era patrón de una lancha de pesca, y se casó con ella, de esto hacía tiempo, porque era bonita, aunque pobre.
Buen marinero, pero hombre violento, el tío Patin era cliente asiduo de la taberna del tío Aubán, en la que se echaba al
cuerpo, los días en que no pasaba nada, cuatro o cinco copas, y los días en que se le había dado bien la pesca, ocho,
diez o más, si se lo pedía el cuerpo, como él decía.
Servía el aguardiente a los parroquianos la hija del tío Aubán, una morena de buen ver, que si atraía a la clientela era
únicamente por su buen palmito, porque jamás había dado que hablar con su conducta.
Cuando Patin entraba en la taberna, le producía satisfacción el verla, y le dirigía piropos corteses, frases moderadas de
mozo formal. Después de la primera copa, ya la llamaba bonita; a la segunda, le guiñaba el ojo; a la tercera, se le
declaraba: «Si usted quisiese, Deseada...», pero nunca acababa la frase; a la cuarta copa, intentaba sujetarla por la
falda para darle un beso, y cuando llegaba a la décima, tenía que encargarse de seguir sirviéndole el mismo tío Aubán.
El tabernero, práctico en todos los recursos del oficio, hacía que Deseada tratase con la clientela, para que ésta
hiciese más gasto; y Deseada, que por algo era hija del tío Aubán, se rozaba con los bebedores y bromeaba con ellos,
siempre con la sonrisa en los labios y una expresión de picardía en los ojos.
A fuerza de beber copas de aguardiente, acabó Patln por hacerse a la cara de Deseada, y pensaba ya en ella hasta en el
mar, cuando tiraba las redes, muy lejos de la costa, lo mismo en las noches de viento que en las de calma, lo mismo si
era noche de luna que si era noche cerrada. Y mientras sus cuatro compañeros dormitaban con la cabeza apoyada en el brazo,Patín, a popa, con el timón en la mano, pensaba en Deseada. La vela sonriéndole siempre, y que le servia el aguardiente
amarillo con un ligero movimiento del hombro, diciéndole antes de retirarse:
—¡Así! ¿Quiere algo más?
De tanto tenerla dentro de sus ojos y dentro de sus recuerdos, le entraron tales ansias de casarse con ella, que ya no
pudo dominarse, y pidió su mano.
El era rico; la embarcación y los aparejos eran de su propiedad, y tenía una casa al pie de la colina, frente al
rompeolas; el tío Aubán, en cambio, no poseía nada. Fue acogida su petición con la mayor solicitud, y la boda tuvo lugar
lo antes posible, porque las dos partes tenían prisa, aunque por diferentes razones.
Pero a los tres días de la boda Patin estaba hecho un lío, y se preguntaba a si mismo cómo había podido metérsele en la
cabeza aquella idea de que Deseada era diferente de las demás mujeres. Si que había hecho el idiota preocupándose por una que no tenía una perra, y que seguramente lo había embrujado con su aguardiente !Eso era, por su aguardiente, en el que
habría mezclado algún asqueroso bebedizo!
Desde que empezaba la pesca no dejaba de blasfemar; rompía la pipa a fuerza de morderla, maltrataba de palabra a su
tripulación, y después de jurar a boca llena contra todo lo habido y por haber, valiéndose de todas las fórmulas
conocidas, descargaba las heces de su rabia contra todos los peces y crustáceos que iba sacando uno a uno de las redes, y
no los echaba a los canastos sin dedicarles un insulto o una frase sucia.
Y como, al volver a su casa, era su mujer, la hija del tío Aubán, quien estaba al alcance de su boca y de su mano, pronto
acabçp tratándola como a la mujer más arrastrada. Ella, que ya estaba acostumbrada a los malos tratos de su padre, le oía
con resignación, y esta tranquilidad exasperaba a su marido, que una noche pasó de las palabras a los golpes. Y desde
entonces la vida en aquella casa fue espantosa.
No se habló de otra cosa durante diez años en el muelle que de las palizas que Patin pegaba a su mujer, y de las
palabrotas y blasfemias que soltaba cuando le dirigía la palabra. Era, en efecto un especialista en hablar mal, poseyendo
una riqueza de vocabulario y una sonoridad de voz superiores a todo lo conocido en Fècamp. En cuanto su barca aparecía a
la entrada del puerto, de regreso de la pesca, ponía todo el mundo atención, esperando oir la primera andanada que
siempre lanzaba desde el puente de su embarcación contra el rompeolas así que divisaba el gorrillo blanco de su compañera.
Hasta en los días de mar gruesa, en pie en la popa, atento a la vela y al rumbo, y a pesar del cuidado que tenía que
tener con aquella boca de entrada, estrecho y difícil, y con las olas de mucho fondo que se precipitaban como montañas
por el estrecho corredor, se esforzaba por descubrir entre las mujeres de los marineros que esperaban a éstos, entre
salpicaduras de espuma de las olas, a la suya, la hija del tío Aubán, la pordiosera.
Y en cuanto la descubría sin importarle el ruido de las olas y del viento, le largaba una rociada de insultos con voz tan
estentórea que hacía reír a todos, aun que todo el mundo compadeciese a la mujer. Luego, cuando atracaba al muelle, tenía
un modo de descargar su lastre de galantería, según frase suya, al mismo tiempo que el pescado, que atraía alrededor de
su puesto de amarre a todos los pilluelos y desocupados del puerto.
Unas veces como cañonazos, secos, estrepitosos; otras veces como truenos que retumbaban durante cinco minutos, descargaba por su boca un huracán tal de palabrotas, que parecía tener en sus pulmones todas las tormentas del Padre Eterno.
Después, ya en tierra, al verse con ella cara a cara, en medio de los curiosos y de las sardineras, revolvía en lo más
hondo de la bodega para sacar a flote todos los insultos que se le habían olvidado, y así por todo el camino hasta casa:
ella delante, él detrás; ella llorando, él gritándole.
Y ya a solas con ella y a puerta cerrada, la golpeaba con el menor pretexto. Cualquier cosa le daba motivo para levantar
la mano, y todo era empezar para no acabar ya, escupiéndole a la cara las verdaderas razones de su odio.
Cada bofetada, cada golpe, iba acompañado de una imprecación ruidosa: «¡Toma, zarrapastrosa! ¡Toma, arrastrada! ¡Toma,
muerta de hambre! ¡Bonito negocio hice el día que me enjuagué la boca con el veneno del canalla de tu padre!»
La pobre mujer vivía siempre asustada, con el alma y el cuerpo en vilo, en una expectativa enloquecedora de injurias y de
palizas.
Y así diez años. Era tan asustadiza que se ponía pálida para hablar con cualquiera, y ya no podía pensar en otra cosa que
en los golpes que la esperaban, acabando por ponerse seca, amarilla y delgada como un pescado ahumado.
II
Una noche, estando su hombre en el mar, la despertó de pronto el gruñido de fiera que el viento deja escapar cuando
llega como perro lanzado contra su presa. Se incorporó en la cama, emocionada; pero como ya no se oía nada volvió a
acostarse; pero casi en seguida entró por la chimenea un bramido, que hizo estremecer toda la casa, y que llenó luego
todo el espacio, como si cruzase por el cielo una manada de animales furiosos, resoplando y mugiendo. Se levantó y se
dirigió hacia el puerto. Otras mujeres llegaban también de todas partes con sus linternas. Los hombres acudían corriendo,
y todos se quedaban mirando en la noche hacia el mar, viendo rebrillar las espumas en la cresta de las olas. Quince horas
duró la tempestad. Once marineros no regresaron, y uno de los once era Patín.
Restos de su barca, la Joven Amelia. fueron encontrados hacia Dieppe. Cerca de Saint-Valéry se recogieron los cadáveres
de los hombres de su tripulación; pero jamás apareció el suyo. La quilla de la embarcación daba lugar a suponer que había
sido partida en dos, y esto hizo que su mujer esperase y temiese durante mucho tiempo su regreso; porque si había habido
un abordaje, era posible que el otro barco lo hubiese recogido a él solo y lo hubiese llevado lejos.
Después, y poco a poco, se fue haciendo a la idea de considerarse viuda, aunque bastase para sobresaltarla el que una
vecina, un pobre o un vendedor ambulante entrasen de pronto en su casa.
Habrían pasado cuatro años desde la desaparición de su marido. Una tarde, caminando por la calle de los Judíos, se detuvo
delante de la casa de un antiguo capitán de barco que había fallecido hacia poco, y cuyos muebles estaban subastándose.
En aquel mismo instante se sacaba a la puja un loro, un loro verde, con la cabeza azul, que miraba a la concurrencia con
disgusto e inquietud.
—¡Tres francos! — gritaba el vendedor—. Un pájaro que habla tan bien como un abogado, ¡tres francos!
Una amiga de la viuda de Patin le dio un golpecito con el codo:
—Usted, que es rica, debería comprarlo—le dijo—. Le serviría de compañía este pájaro, y vale más de treinta francos.
Puede revenderlo cuando quiera en veinte o veinticinco.
—¡Cuatro francos, señoras. Cuatro francos!—repetía el subastador—. Canta vísperas y predica como el padre cura. ¡Es un
fenómeno..., un prodigio!
La señora Patin pujó cincuenta céntimos. y le fue entregado aquel bicho de nariz corva dentro de una pequeña jaula que se
llevó a casa.
Lo instaló en su sitio, pero al abrir la puerta de alambre con intención de darle de beber, recibió un picotazo en el
dedo que le atravesó la piel e hizo brotar sangre.
—¡Vaya si es un mal bicho! —exclamó la mujer.
Sin embargo, después que ella le dio cañamones y maíz, consintió en que le alisase las plumas, aunque miraba con aire
receloso su nueva casa y a su nueva dueña.
Empezaba a despuntar el día siguiente, cuando, de pronto, la la señora Patin oyó con toda claridad una voz fuerte, sonora,
retumbante, la voz mismísima de Patin, que gritaba:
—¿Te vas a levantar o no te vas a levantar, mala pécora
La acometió un terror tan grande, que se tapó la cabeza con la ropa de cama. Conocía bien aquellas palabras, porque eran
precisamente las que todas las mañanas, desde que abría los ojos, le gritaba a la oreja su difunto marido.
Temblorosa, acurrucada, preparando la espalda a la paliza que veía encima, murmuraba entre las sábanas:
—¡Señor, Dios mío, ahí está! ¡Ahí está, Señor! ¡Ha vuelto, santo Dios!
Transcurrían los minutos; ningún ruido turbaba el silencio de la habitación. Sacó la cabeza, toda trémula, segura de que
estaba allí, acechándola, dispuesto a pegarla.
Y no vio nada; tan sólo un rayo de sol que pasaba a través del-cristal de la ventana. Entonces pensó:
—Seguramente que se ha escondido.
Espero largo rato, y acabó por recobrar la tranquilidad, pensando:
—Habré soñado, porque no se le ve por ninguna parte.
Volvía ya a cerrar los ojos, tranquilizada casi, cuando estalló muy próxima la voz furibunda, la voz de trueno del
ahogado, que vociferaba:
—¡Recontra, recrisma, recáspita! ¿Te levantas o no, puerca?
Saltó de la cama movida por el resorte de la obediencia, de su obediencia pasiva de mujer vapuleada, que no ha olvidado
en cuatro años los palos, ni los olvidará nunca, y que se acordará siempre de aquella voz. Y contestó:
—Voy en seguida, Patin. ¿Qué es lo que quieres?
Pero Patin no contestó.
Aterrada, miró a su alrededor, buscó por todas partes: en los armarios, en la chimenea, debajo de la cama, pero no
encontró a nadie, y entonces se dejó caer en una silla, loca de angustia y convencida de que era el espíritu de Patín el
que había vuelto para atormentarla, y que lo tenía allí, junto a ella.
Se acordó súbitamente del granero, que tenía acceso por el exterior por medio de una escalera. De fijo que se había
escondido allí para pillarla de sorpresa. Seguramente que habría ido a parar a alguna costa habitada por salvajes, y no
había podido escapar antes de entre sus manos; pero había vuelto, y con peores intenciones que nunca. No le cabía duda
alguna, después de oír el timbre de aquella voz suya.
Levantó la cabeza hacia el techo y preguntó:
—¿Estás ahí arriba, Patin? Patin no contestó.
Entonces ella salió de casa, y poseída de un miedo espantoso, que aceleraba los latidos de su corazón, subió por la
escalera, se asomó a la lumbrera, miró al interior, sin ver nada; entró, registró, sin encontrar nada.
Se sentó encima de un haz de paja, y rompió a llorar; pero mientras sollozaba, oyó, traspasada de un terror angustioso y
sobrenatural, en su habitación, debajo de donde ella estaba, la voz de Patín, que conversaba en tono menos colérico, más
tranquilo, y que decía:
—¡Puerco de tiempo! ¡Y ese condenado mar! ¡Puerco de tiempo! ¡y yo sin desayunarme aún... carámbanos!
Ella le gritó a través del techo:
—Voy en seguida, Patin: te prepararé la sopa. No te enfades, que en seguida estoy ahí.
Y bajó comiendo.
No había nadie dentro de la toda casa.
Se sintió desfallecer, como si la hubiese tocado la mano de la Muerte, e iba ya a echar a correr para pedir socorro en
la vecindad, cuando estalló junto a su misma oreja la voz:
—¡Que no me he desayunado, ree......contra!
Y el loro la contemplaba desde jaula con sus ojos redondos, en los que había una expresión de astucia y malignidad.
También ella le miró, fuera de sí, murmurando:
—¡Ah! ¿Conque eras tú?
Y entonces él agregó, moviendo la cabeza:
—Espera, espera, espera, que te voy a enseñar a estarte mano sobre mano.
¿Qué ocurrió entonces en el interior de aquella mujer? Tuvo la clara sensación y el convencimiento de que era él en
persona, el muerto, que se le aparecía, que se había escondido bajo las plumas de aquel animal para volver a atormentarla;
que no haría más que blasfemar de la mañana a la noche, como en otro tiempo, y morderla e injuriarla para que viniesen
los vecinos y se riesen a costa suya. Entonces la señora Patin se abalanzó, abrió la jaula, cogió al pájaro, que se
defendía con pico y garras, arrancándole la piel. Pero ella lo sujetaba con toda la fuerza de sus dos manos, y se tiró al
suelo encima de él, y se revolvió una vez y otra vez con frenesí de poseída, lo aplastó, lo dejó convertido en una
piltrafa, en una cosita blanda, verde, que ya no se movía, que ya no hablaba, de miembros flácidos; cogió un trapo de
cocina y lo envolvió en él como en un sudario; salió de su casa en camisa, con pies descalzos, cruzó el muelle en el que
se estrellaban las pequeñas olas del mar, sacudió el trapo y dejó caer aquella cosa muerta que parecía un puñado de
hierba verde; volvió a su casa, se puso de rodillas delante de la jaula vacía, y pidió perdón al Señor, trastornada por
lo que había hecho, sollozando como si acabase de cometer un horrendo crimen.
ADIOS
Los dos amigos acababan de comer. Desde la ventana del café veían el bulevar muy animado. Acariciábanles el rostro esas
ráfagas tibias que circulan por las calles de Paris en las apacibles noches de verano y obligan a los transeúntes a
erguir la cabeza, incitándo1os a salir, a irse lejos, a cualquier parte en donde haya frondosidad, quietud, verdor... y
hacen soñar en riveras inundadas por la luna, en gusanos de luz y en ruiseñores.
Uno de los dos—Enrique Simón—dijo, suspirando profundamente:
—¡Ah! Envejezco. Antes, hace años, en noches como ésta, el mundo me parecía pequeño, era yo capaz de cualquier diablura, y ahora, sólo siento desilusiones y cansancio. ¡Es muy corta la vida!
Estaba ya un poco ventrudo. Tenia una esplendorosa calva y cuarenta y cinco años, aproximadamente.
Su acompañante—Pedro Carnier—algo más viejo, pero también más ágil y decidido, respondió:
—Para mi, amigo mío, la vejez llegó sin avisarme; no lo noté siquiera. Yo vivía siempre alegre; siempre fui vigoroso,
divertido, emprendedor, y continúo siéndolo. Como nos miramos al espejo todos los días, no advertimos los estragos de la
edad, porque su obra es lenta, incesante, acompasada, y modifica el rostro de una manera tan suave, tan continua, que
resulta para cada cual imperceptible; no hay en su labor transiciones apreciables. Por eso no morimos de pena, como sin
duda moriríamos advirtiendo en un instante los desmoches que sufre nuestra naturaleza en dos o tres años solamente. No
podemos apreciarlos. Para que uno se diese cuenta de lo que pierde, seria necesario que pasara sin mirarse al espejo seis
meses. ¡ Oh! ¡ Qué sorpresa tan desoladora recibiría!
¿Y las mujeres, amigo mío? Son más dignas de compasión que nosotros. Yo compadezco mucho, con toda mi alma, compadezco sinceramente a esas pobres criaturas llamadas mujeres. Toda su dicha, todo su poder, toda su gloria, todo su orgullo,
toda su vida se reducen a su belleza, que dura diez años.
Yo envejecí sin darme cuenta, me creía un adolescente aún, mientras andaba ya rondando la cincuentena. No padeciendo
ningún achaque, ninguna dolencia, ninguna debilidad, vivía como siempre, dichoso y tranquilo.
La revelación de mi vejez ofrecióseme de una manera sencilla y terrible, que me dejó anonadado, aturdido, macilento
durante una temporada. Luego, acabé resignándome, y aquí me tienes otra vez tan fresco.
Como nos acontece a todos, los amores turbaron con frecuencia mi tranquilidad, pero un amor, uno principalmente, llegóme
a lo vivo.. ¡Qué mujer aquella!
La conocí a la orilla del mar, en Etretat, un verano, hará doce años aproximadamente, poco después de terminada la guerra.
Nada tan delicioso como aquella playa, tempranito, a la hora del baño. Es pequeña, redonda como una herradura; la rodean
altas costas blanquecinas horadadas por los rudos embates de las olas, formando esas aberturas extrañas que se llaman las
Puertas: una, enorme, avanzando en el mar su estructura gigantesca; la otra, enfrente, achatada, como si se hubiese
acurrucado.
Numerosas mujeres, formando espléndida muchedumbre, se reúnen y se apiñan sobre la estrecha extensión pedregosa que
cubren de vestidos claros, convirtiéndola en un jardín cercado por altas peñas. El sol cae de lleno sobre las costas,
sobre las sombrillas de brillantes matices, sobre el mar de un azul verdoso; y todo aquello es alegre, vivo, encantador;
todo sonríe a los ojos.
Plácidamente sentados junto al agua, vemos a las bañistas. Bajan envueltas en sus peinadores de franela, que abandonan
con airoso y resuelto ademán, en cuanto llegan a la franja espumosa de las olas tranquilas. Entran en el mar, avanzando
rápidamente, hasta que un estremecimiento frío y delicioso las detiene y las turba un instante, produciéndolas una breve
sofocación.
Pocas bellezas resisten al examen que permite un baño. Alli se las juzga, se las analiza desde los pies hasta el pelo.
Sobre todo, la salida es terrible, porque descubre todas las imperfecciones, aun cuando el agua de mar es un poderoso
remedio para las carnes lacias.
La primera mañana que vi en el baño a la mujer que debía enamorarme como ninguna, dejome ya encantado y seducido. Sus
lineas eran perfectas y sus formas bien pronunciadas y firmes. Además, hay rostros cuyo encanto nos penetra y nos domina
bruscamente, invadiéndonos, conquistándonos de pronto. Imaginamos que aquella mujer es la que debe. hacernos felices, que sólo nacimos para quererla y adorarla. En aquel momento sentí esa extraña sensación, esa violenta sacudida que nos dice:
«Aquí está la única, la deseada.»
Me hice presentar a ella, y bien pronto me hallé apasionado como nunca—ni hasta entonces, ni después—lo estuve. Sus
encantos me abrasaban el corazón.
Es a un tiempo delicioso y terrible verse de tal modo poseído, dominado por una mujer. Es casi un suplicio, y asimismo es
una dicha incomparable. Su mirada, su sonrisa, los cabellos de su nuca oscilando traviesos, los menores detalles de su
rostro, sus gusto más insignificantes me desconcertaban, me arrebataban, mi enardecían. Ella era mí dueño, mi voluntad
era suya y suyo todo mi ser; me atraía, esclavizándome, con sus palabras, con sus ojos, con sus ademanes, hasta con sus
vestidos y con sus adornos; todo lo que la hermoseaba, ejercía sobre mí una influencia diabólica.
Me hacia suspirar su velillo puesto sobre un mueble, me desconcertaban sus guantes abandonados sobre un sillón. La
hechura y la elegancia de sus vestidos me parecían inimitables. Ninguna mujer llevaba sombreros como los suyos.
Era una mujer casada. Su marido iba todos los sábados a verla para volverse los lunes. Aquellas visitas no me apuraron:
vi siempre al marido con la mayor indiferencia. No me daba celos. Ignoro el motivo; pero jamás hombre alguno de los que
traté ,o influyó tan poco, tuvo tan poca importancia en mi vida, ni ocupó menos mi atención.
¡Cuánto la quería! ¡Qué apasionado estaba yo por aquella mujer! Y ¡qué bonita era! ¡Qué graciosa! ¡Qué joven! Era la
juventud, la elegancia, la frescura misma. Nunca pude convencerme, como entonces, de que la mujer es una criatura
deliciosa, fina, elegante, delicada, hecha con todos los encantos y todos los primores. Nunca pude convencerme, como
entonces, de la belleza seductora encerrada en la curva de una mejilla, en el mohín de unos labios, en los repliegues de
una oreja, en la forma del órgano estúpido que se llama nariz.
Aquello duró tres meses, al cabo de los cuales me fui a los Estados Unidos con el corazón traspasado. Su recuerdo no me
abandonaba, persistente y triunfante.
Aquella mujer me poseía de lejos como de cerca me había poseído. Pasaron los años, pero no la olvidé. Su encantadora
imagen se ofrecía constantemente a mis ojos, no se borraba ni un solo instante de mi pensamiento. Aquel amor
inextinguible me dominaba; era un cariño constante y fiel, una ternura tranquila, como la memoria venerada y dulce de lo
más hermoso, de lo más encantador que había conocido yo en mi vida.
¡ Doce años representan muy poco en la existencia de un hombre! Tanto es así, que apenas podemos darnos cuenta de que
pasan. Uno tras otro, los años transcurren a la vez apacible y atropelladamente, lentos y precipitados; parecen
interminables y se acaban en seguida. Se van sumando con tanta rapidez, empújanse y sucédense de tal modo, que no dejan casi un rastro perceptible. Desvanecidos a la sombra de nuestros deseos, de nuestros afanes, pasan de continuo. Y si
queremos volver atrás los ojos para discurrir acerca del tiempo que ha pasado, no podemos darnos clara explicación de
cómo envejecimos. La vejez sorprende al hombre un día, y el hombre se pregunta de dónde sale aquella triste compañera,
que no le abandonó un solo instante.
Al cabó de doce años, me pareció que habían pasado sólo algunos meses desde aquel verano delicioso en la encantadora
playa de Etretat.
De regreso en Paris, un día de la última primavera, fuíme a Malsons-Laffitte, para comer con unos amigos.
En la estación, casi al momento de ponerse en marcha el tren, subió al vagón una señora obesa, escoltada por cuatro niñas.
Apenas me digné mirar a la madre llueca, tan abultada, tan redonda, tan mofletuda, tan poco interesante, que remolcaba
con dificultad su respetable mole y su numerosa descendencia.
Respiró agitada, como si estuviese ahogándose, fatigada por la prisa que se dio para llegar a tiempo.
Las niñas comenzaron a charlar. Yo, desdoblando un periódico, empecé a leer.
Acabábamos de pasar la estación de Asnières, cuando mi compañera de viaje me interrogó de pronto:
—Dispense usted la pregunta, caballero: ¿No es usted el señor Carnier?
—Sí, señora.
Entonces ella soltó la risa; una risa franca de mujer tranquila y modesta. Pero noté en su acento un asomo de triste
desencanto, al preguntarme:
—¿No me conoce usted?
Dudé de contestar. En efecto, creí haber visto en alguna parte aquella cara: sus facciones me recordaban algo, alguien...
Pero ¿quién? ¿Dónde? ¿Cuándo las había visto?
Y respondí:
—Efectivamente... Creo..., si... no... Yo la conozco a usted; no hay duda... Si me diera usted su nombre...
Ella, ruborizándose un poco. pronunció:
—Julia Lefévre.
Nunca he recibido impresión tan violenta. Me pareció que todo acababa para mí en un segundo, como si de pronto se hubiera
desgarrado ante mis ojos un velo tras el cual se me revelarían desventuras amenazadoras y terribles.
¡Era ella! Una señora obesa y vulgar, ¡ella! Y habla lanzado al mundo aquella nidada, ¡ cuatro niñas!, durante mi
ausencia. Las criaturas me asombraban tanto como su madre. Obra suya; eran los retoños de su vida. Crecieron y ocupaban
ya un lugar en el mundo; mientras la deliciosa hermosura, la maravilla de gracia y belleza que yo conocí, se había
desvanecido, ya no inspiraba ningún entusiasmo. ¿Cómo se realiza una transformación tan espantosa en tan breve tiempo? En un día..., porque hubiera jurado que horas antes la vi como era... ¡ y la encontraba de pronto cambiada! ¿Es posible? Un
sufrimiento, una congoja me oprimía el corazón, y también una protesta indignada, rebelándome contra la Naturaleza,
contra esa obra infame de brutal destrucción.
La contemplé angustiado. Luego, al oprimir su mano, acudieron lágrimas a mis ojos. Lloré su juventud perdida; lloré su
muerte. Había muerto la que yo conocí, la señora mofletuda y abultada que se me presentó era otra; ¡yo no la conocía!
También ella, emocionándose, balbució:
—He cambiado mucho, ¿no es verdad? Así es el mundo; ¡todo pasa! Ya lo ve usted; ahora soy una madre solamente, una madre cariñosa, una madre buena. Lo demás, pasó, acabó, no volverá. ¡Oh! Ya supuse que usted no me reconocería si por
casualidad nos encontráramos, como ha sucedido. También usted ha cambiado bastante. Tuve que fijarme bien, que
reflexionar mucho, que discurrir algo, para estar segura de no engañarme. Tiene usted ya el pelo blanco. Naturalmente. ¡
Hace mucho tiempo! Mi niña mayor, tiene diez años. ¡Hace ya doce años!
Miré a la niña y descubrí en ella un encanto semejante al que tuvo su mamá en otro tiempo; las facciones, las formas de
la criatura, recordando las de su madre, aún eran de contornos indecisos, de una expresión vaga, pero anunciaban un
delicioso porvenir.
Y la vida se me apareció rápida, como un viaje en ferrocarril.
Llegamos a Maisons - Laffitte. Besé la mano de mi amiga. En mi conversación con ella, sólo se me habían ocurrido
vulgaridades; no encontré ni una frase feliz. Estaba demasiado aturdido para reflexionar.
Por la noche, y aprovechando un cuarto de hora que mis amigos me dejaron solo, contemplé detenidamente mi rostro en un
espejo. Y acabé recordando mi fisonomía como era en otro tiempo; imaginé mis bigotazos y mis cabellos negros, mis
facciones juveniles, mis ojos penetrantes...
Ya todo había cambiado. Me hallé viejo.
¡Adiós!
EL ALBERGUE
Semejante a todas las hospederías de madera construidas en los altos Alpes, al pie de los glaciares, en esos pasadizos
rocosos y pelados que cortan las cimas blancas de las montañas, el albergue de Schwarenbach sirve de refugio a los
viajeros que siguen el paso de la Gemmi.
Durante seis meses permanece abierto, habitado por la familia de Jean Hauser; después, en cuanto las nieves se amontonan, llenando el valle y haciendo impracticable la bajada a Loéche, las mujeres, el padre y los tres hijos se marchan, y dejan
al cuidado de la casa al viejo guía Gaspard Han con el joven guía Ulrich Kunsi, y Sam, un gran perro de montaña.
Los dos hombres y el animal se quedan hasta la primavera en aquella cárcel de nieve, teniendo ante los ojos solamente la
inmensa y blanca pendiente del Balmhorn, rodeados de cumbres pálidas y brillantes, encerrados, bloqueados, sepultados
bajo la nieve que asciende a su alrededor, envuelve, abraza, aplasta la casita, se acumula en el tejado, llega a las
ventanas y tapia la puerta.
Era el día en que la familia Hauser iba a volver a Loéche, pues el invierno se acercaba y la bajada se volvía peligrosa.
Tres mulos partieron delante, cargados de ropas y enseres y guiados por los tres hijos. Después la madre, Jeanne Hauser,
y su hija Louise subieron a un cuarto mulo, y se pusieron en camino a su vez.
El padre las seguía acompañado por los dos guardas, que debían escoltar a la familia hasta lo alto de la pendiente.
Rodearon primero el pequeño lago, helado ahora en el fondo del gran hueco de rocas que se extiende ante el albergue, y
después siguieron por el valle, blanco como una sábana y dominado por todos los lados por cumbres nevadas.
El sol inundaba aquel desierto blanco resplandeciente y helado, lo iluminaba con llamas cegadoras y frías; ninguna vida
aparecía en aquel océano de montañas; ningún movimiento en aquella desmesurada soledad; ningún ruido turbaba su profundo silencio.
Poco a poco Ulrich Kunsi, el guía joven, un suizo muy alto de largas piernas, dejó atrás al padre Hauser y al viejo
Gaspard Han, para alcanzar el mulo que llevaba a las dos mujeres.
La más joven lo veía llegar, parecía llamarlo con ojos tristes. Era una campesinita rubia, cuyas mejillas lechosas y
cuyos cabellos pálidos parecían descoloridos por las largas estancias entre los hielos.
Cuando hubo alcanzado al animal que la llevaba, posó la mano en la grupa y aflojó el paso. La señora Hauser empezó a
hablarle, enumerando con infinitos detalles todas las recomendaciones para la invernada. Era la primera vez que él se
quedaba allá arriba, mientras que el viejo Han ya había pasado catorce inviernos bajo la nieve en el albergue de
Schwarenbach.
Ulrich Kunsi escuchaba, sin tener pinta de entender, y miraba sin cesar a la joven. De vez en cuando respondía:
«Sí, señora Hauser.» Pero su pensamiento parecía lejos y su rostro tranquilo seguía impasible.
Llegaron al lago de Daube, cuya gran superficie helada se extendía, muy lisa, al fondo del valle. A la derecha, el
Daubehorn mostraba sus peñascos negros cortados a pico cerca de las enormes morrenas del glaciar de Loemmern que dominaba el Wildstrubel.
Cuando se acercaron al puerto de la Gemmi, donde comienza la bajada hacia Loéche, descubrieron de repente el inmenso
horizonte de los Alpes del Valais, de los que los separaba el profundo y ancho valle del Ródano
Había, a lo lejos, cumbres blancas sin cuento, desiguales, achatadas o picudas y brillantes bajo el sol: el Mischabel con
sus dos cuernos, el poderoso macizo del Wissehorn, el pesado Brunnegghor, la alta y temible pirámide del Cervino, asesino
de hombres, y la Dent Blanche, esa monstruosa coqueta.
Después, debajo de ellos, en un agujero inmenso, al fondo de un abismo espantoso, divisaron Loéche, cuyas casas parecían
granos de arena arrojados a esa hendidura enorme que limita y cierra la Gemmi, y que se abre, allá al fondo, sobre el
Ródano.
El mulo se detuvo al borde del sendero que avanza, serpenteando, con incesantes vueltas y revueltas, fantástico y
maravilloso, a lo largo de la montaña recta, hasta la aldehuela casi invisible, a sus pies. Las mujeres desmontaron en la
nieve.
Los dos viejos se habían reunido con ellos.
«Vamos, dijo el viejo Hauser, adiós y ánimo, amigos míos, hasta el año próximo.»
El viejo Han repitió: «Hasta el año próximo.»
Se besaron. Después la señora Hauser, a su vez, les ofreció las mejillas; y la joven hizo otro tanto.
Cuando le llegó el turno a Ulrich Kunsi, murmuró al oído de Louise: «No se olvide de los de aquí arriba.» Ella respondió
un «no» tan bajo que él lo adivinó sin oírlo.
«Vamos, adiós, repitió Jean Hauser, a seguir bien.»
Y, pasando ante las mujeres, empezó a bajar.
Pronto desaparecieron los tres por el primer recodo del camino.
Y los dos hombres regresaron hacia el albergue de Schwarenbach.
Marchaban lentamente, uno junto a otro, sin hablar. Se había acabado, se quedarían solos, frente a frente, cuatro o cinco
meses.
Después Gaspard Han empezó a contar su vida durante el invierno pasado. Se había quedado con Michel Canol, demasiado
anciano ahora para volver a hacerlo, pues durante la prolongada soledad puede ocurrir cualquier accidente. No se habían
aburrido, por lo demás; todo estribaba en resignarse desde el primer día; y se acababa por inventar distracciones, juegos,
muchos pasatiempos.
Ulrich Kunsi lo escuchaba, los ojos bajos, siguiendo con el pensamiento a los que bajaban hacia el pueblo por todas las
ondulaciones de la Gemmi.
Pronto divisaron el albergue, apenas visible, tan pequeño, un punto negro al pie de la monstruosa ola de nieve.
Cuando abrieron, Sam, el gran perro rizoso, empezó a brincar en torno a ellos.
«Vamos, hijo, dijo el viejo Gaspard, ya no tenemos mujeres ahora, hay que hacer la cena; monda patatas.»
Y los dos, sentándose en taburetes de madera, empezaron a preparar la sopa.
la mañana del siguiente día le pareció larga a Ulrich Kunsi. El viejo Han fumaba y escupía al lar, mientras que el joven
miraba por la ventana la resplandeciente montaña frontera a la casa.
Salió por la tarde y, repitiendo el trayecto de la víspera, buscaba en el suelo las huellas de los cascos del mulo que
había llevado a las dos mujeres. Después, cuando estuvo en el puerto de la Gemmi, se tumbó sobre el vientre el borde del
abismo y miró hacia Loéche.
El pueblo, en su pozo de rocas, aún no estaba anegado bajo la nieve, aunque ésta llegase muy cerca, detenida en seco por
los bosques de abetos que protegían sus alrededores. Sus casas bajas parecían, desde allá arriba, adoquines en un prado.
La hija de los Hauser estaba allí, ahora, en una de aquellas grises moradas. ¿En cuál? Ulrich Kunsi se hallaba demasiado
lejos para distinguirlas por separado. ¡Cómo le hubiera gustado bajar, mientras aún estaba a tiempo!
Pero el sol había desaparecido tras la gran cima del Wildstrubel, y el joven regresó. El viejo Han fumaba. Al ver entrar
a su compañero, le propuso una partida de cartas; y se sentaron uno frente a otro a ambos lados de la mesa.
Jugaron mucho tiempo, a un juego sencillo que se llama brisca, y después, habiendo cenado, se acostaron.
Los días siguiente fueron parecidos al primero, claros y fríos, sin nuevas nieves. El viejo Gaspard se pasaba las tardes
acechando a las águilas y a los pocos pájaros que se aventuran por aquellas cumbres heladas mientras que Ulrich volvía
regularmente al puerto de la Gemmi para contemplar el pueblo. Después jugaban a las cartas, a los dados, al dominó,
ganaban y perdían pequeños objetos para dar interés a las partidas.
Una mañana, Han, que se había levantado el primero, llamó a su compañero. Una nube movediza, profunda y ligera, de espuma blanca, se abatía sobre ellos, a su alrededor, sin ruido, los sepultaba poco a poco bajo un espeso y sordo colchón de
nieve. Duró cuatro días y cuatro noches. Hubo que despejar la puerta y las ventanas, cavar un pasillo y tallar peldaños
para escalar aquel polvo helado que doce horas de escarcha habían vuelto más duro que el granito de las morrenas.
Entonces vivieron como prisioneros, sin aventurarse ya lejos de su morada. Se habían repartido las tareas, que realizaban
con regularidad. Ulrich Kunsi se encargaba de fregar, de lavar, de todos los cuidados y tareas de limpieza. También era
el que partía la leña, mientras que Gaspard Han cocinaba y mantenía el fuego. Sus quehaceres, regulares y monótonos, eran
interrumpidos por largas partidas de cartas o de dados. Nunca reñían, pues los dos eran tranquilos y plácidos. Tampoco
nunca se mostraban impacientes, de mal humor, ni se decían palabras agrias, pues habían hecho provisión de resignación
para la invernada en las cumbres.
A veces el viejo Gaspard cogía su escopeta y marchaba en busca de gamuzas; mataba alguna de vez en cuando. Entonces era día de fiesta en el albergue de Schwarenbach, con un gran banquete de carne fresca.
Una mañana, salió así. El termómetro de fuera marcaba dieciocho bajo cero. Como el sol aún no había salido, el cazador
esperaba sorprender a los animales en las proximidades del Wildstrubel.
Ulrich, solo, se quedó hasta las dies en cama. Era de natural dormilón; pero no se hubiera atrevido a abandonarse así a
su inclinación en presencia del viejo guía, siempre activo y madrugador.
Almorzó lentamente con Sam, que también se pasaba los días y las noches durmiendo junto al fuego; y después se sintió
triste, casi asustado por la soledad,y asaltado por la necesidad de la cotidiana partida de cartas, como suele ocurrir
con el deseo de un hábito invencible.
Entonces salió para ir al encuentro de su compañero, que debía regresar a las cuatro.
La nieve había nivelado todo el profundo valle, colmando las grietas, borrando los dos lagos, acolchando las rocas;
formaba sólo, entre las inmensas cumbres, una inmensa concavidad blanca regular, cegadora y helada.
Hacía tres semanas que Ulrich no había vuelto al borde del abismo desde donde miraba el pueblo. Quiso regresar allá antes
de subir las pendientes que conducían al Wildstrubel. Loéche estaba ahora plantado en la nieve, y ya no se reconocían
casi las casas, sepultadas bajo aquel manto pálido.
Después, girando a la derecha, llegó al glaciar de Loemmern. Avanzaba con su paso largo de montañés, golpeando con su
bastón herrado la nieve, dura como una piedra. Y buscaba con su aguda vista el puntito negro y móvil, a lo lejos, sobre
aquella alfombra desmesurada.
Cuando estuvo a la orilla del glaciar se detuvo, preguntándose si el viejo habría tomado aquel camino; después se puso a
bordear las morrenas con pasos más rápidos e inquietos.
La luz disminuía; la nieve se volvía rosada; un viento seco y helado corría con bruscas ráfagas sobre su superficie de
cristal. Ulrich lanzó una llamada aguda, vibrante, prolongada. La voz se perdió en el silencio de muerte en el que
dormían las montañas; corrió a lo lejos sobre las olas inmóviles y profundas de espuma glacial, como un grito de pájaro
sobre las olas del mar; después se extinguió sin que nada le respondiese.
Reanudó la marcha. El sol se había hundido, allá abajo, tras las cimas que los reflejos del cielo teñían de púrpura aún;
pero las profundidades del valle se estaban poniendo grises. Y el joven tuvo miedo de repente. Le pareció que el silencio,
el frío, la soledad, la muerte invernal de aquellos montes entraban en él, iban a detener y helar su sangre, a entumecer
sus miembros, a convertirlo en un ser inmóvil y helado. Y echó a correr, huyendo hacia la casa. El viejo, pensaba, habría
regresado durante su ausencia. Había tomado otro camino; estaría sentado al amor de la lumbre, con una gamuza muerta a
sus pies.
Pronto divisó el albergue. No salía ningún humo. Ulrich corrió más de prisa, abrió la puerta. Sam se abalanzó a hacerle
fiestas, pero Gaspard Han no había regresado.
Asustado, Kunsi giró sobre sí mismo, como si hubiera esperado descubrir a su compañero escondido en un rincón. Después
encendió el fuego y preparó la sopa, esperando siempre ver aparecer al anciano.
De vez en cuando, salía para ver si llegaba. Había caído la noche, la macilenta noche de las montañas, la pálida noche,
la lívida noche que iluminaría, al borde del horizonte, una media luna amarilla y fina a punto de ocultarse tras las
cumbres.
Después el joven volvía a entrar, se sentaba, se calentaba los pies y las manos imaginando todos los posibles accidentes.
Gaspard había podido romperse una pierna, caer en un hoyo, dar un paso en falso que le había torcido el tobillo. Y
permanecía tendido en la nieve, presa del frío, entumecido, angustiado, perdido, quizás pidiendo auxilio, llamando con
toda la fuerza de sus pulmones en el silencio de la noche.
Pero ¿dónde? La montaña era tan vasta, tan dura, tan peligrosa en las cercanías, sobre todo en esta estación, que habrían
sido precisos diez o veinte guías y caminar durante ocho días en todas las direcciones para encontrar a un hombre en
aquella inmensidad.
Ulrich Kunsi, sin embargo, se decidió a salir con Sam si Gaspard Han no había vuelto entre la medianoche y la una de la
madrugada.
E hizo sus preparativos.
Metió víveres para dos días en una bolsa, cogió sus garfios de hierro, se arrolló a la cintura una cuerda larga, delgada
y fuerte, comprobó el estado de su bastón herrado y de la hachuela que sirve para tallar escalones en el hielo. Después
esperó. El fuego ardía en la chimenea; el gran perro roncaba bajo la claridad de la llama; el reloj palpitaba como un
corazón con golpes regulares en su caja de madera sonora.
Esperaba, la oreja aguzada a los ruidos lejanos, estremeciéndose cuando el leve viento rozaba el tejado y los muros.
Sonó la medianoche; él se estremeció. Después, como se notaba tembloroso y acobardado, puso agua al fuego, con el fin de
tomar un café muy caliente antes de ponerse en camino.
Cuando el reloj dio la una, se levantó, despertó a Sam, abrió la puerta y echó a andar en dirección al Wildstrubel.
Durante cinco horas trepó, escalando las rocas con ayuda de los garfios, cortando el hielo, avanzando siempre y a veces
izando, con la cuerda, al perro que se había quedado al pie de una escarpadura demasiado abrupta. Eran cerca de las seis
cuando llegó a una de las cumbres donde el viejo Gaspard solía ir en busca de gamuzas.
Y esperó a que amaneciera.
El cielo palidecía sobre su cabeza; y de pronto un extraño resplandor, nacido no se sabe dónde, iluminó bruscamente el
inmenso océano de las pálidas cimas que se extendían en cien leguas a la redonda. Hubiérase dicho que aquella vaga
claridad brotaba de la propia nieve para difundirse por el espacio. Poco a poco las más altas cumbres lejanas se
volvieron todas de un rosa tierno como la carne, y el rojo sol apareció tras los pesados gigantes de los Alpes berneses.
Ulrich Kunsi reanudó su camino. Marchaba como un cazador, inclinado, rastreando huellas, diciéndole al perro: «Busca,
pequeño, busca.»
Bajaba la montaña ahora, registrando con la mirada las simas, y a veces, al llamar, lanzando un grito prolongado, muerto
muy pronto en la inmensidad muda Entonces pegaba la oreja al suelo, para escuchar; creía percibir una voz, echaba a
correr, llamaba de nuevo, no oía ya nada y se sentaba, agotado, desesperado. Hacia mediodía almorzó y le dio la comida a
Sam, tan cansado como él mismo. Después reanudó su búsqueda.
Cuando anocheció, seguía caminando, habiendo recorrido cincuenta kilómetros de montaña. Como se hallaba demasiado lejos de la casa para volver a ella, y demasiado fatigado para arrastrarse más tiempo, cayó un hoyo en la nieve y se agazapó en
él con su perro, bajo una manta que había llevado. Y se acostaron uno junto al otro, aunque helados hasta la médula.
Ulrich apenas durmió, la mente obsesionada por visiones, los miembros sacudidos por escalofríos.
Iba a amanecer cuando se levantó. Tenía las piernas rígidas como barras de hierro, el alma tan débil que casi gritaba de
angustia, el corazón tan palpitante que casi se desplomaba de emoción en cuanto creía oír el menor ruido.
Pensó de pronto que también él se iba a morir de frío en aquella soledad, y el espanto de aquella muerte,fustigando su
energía, despertó su vigor.
Descendía ahora hacia el albergue, cayendo, levantándose, seguido de lejos por Sam, que cojeaba de una pata.
Llegaron a Schwarenbach sólo hacia las cuatro de la tarde. La casa estaba vacía. El joven encendió lumbre, comió y se
durmió, tan embrutecido que ya no pensaba en nada.
Durmió mucho tiempo, mucho tiempo, con un sueño invencible. Pero de pronto una voz, un grito, un nombre «Ulrich», sacudió su profundo letargo y lo hizo erguirse. ¿Había soñado? ¿Era una de esas llamadas extrañas que cruzan por los sueños de
las almas inquietas? No, lo oía aún, aquel grito vibrante, metido en sus tímpanos y que seguía en su carne hasta la punta
de sus nerviosos dedos. Sí, habían gritado; habían llamado: «¡Ulrich!» Alguien estaba allí, cerca de la casa. No cabían
dudas. abrió la puerta y chilló: «¿Eres tú, Gaspard?» con todo el poder de sus pulmones.
Nada respondió; ni el menor sonido, ni el menor murmullo, ni el menor gemido, nada. Era de noche. La nieve estaba
descolorida.
Se había levantado viento, ese viento helado que raja las piedras y no deja nada vivo en aquellas alturas abandonadas.
Pasaba con ráfagas bruscas más agostadoras y mortales que el viento de fuego del desierto. Ulrich gritó de nuevo:
«¡Gaspard! ¡Gaspard! ¡Gaspard!»
Después esperó. ¡Todo seguía mudo en la montaña! Entonces el espanto lo sacudió hasta los huesos. De un salto entró en el
albergue, cerró la puerta y corrió los cerrojos; después cayó tiritando en una silla, seguro de que su camarada acababa
de llamarlo en el momento en que entregaba su espíritu.
De esto estaba seguro, como se está seguro de vivir o de comer pan. El viejo Gaspard Han había agonizado durante dos días y tres noches en alguna parte, en un hoyo, en uno de esos hondos barrancos inmaculados cuya blancura es más siniestra que las tinieblas de los subterráneos. Había agonizado durante dos días y tres noches, y acababa de morir ahora mismo
pensando en su compañero. Y su alma, apenas libre, había volado hacia el albergue donde dormía Ulrich, y lo había llamado
con la virtud misteriosa y terrible que tienen las almas de los muertos para hostigar a los vivos. Había gritado, esa
alma sin voz, dentro del alma abrumada del durmiente; había gritado su postrer adiós, o su reproche, o su maldición al
hombre que no había buscado lo bastante.
Y Ulrich la sentía allí, muy cerca, detrás del muro, detrás de la puerta que acababa de cerrar. Merodeaba, como un ave
nocturna que roza con sus plumas una ventana iluminada; y el joven, enloquecido, estaba a punto de gritar de horror.
Quería huir y no se atrevía a salir; no se atrevía ni se atrevería ya en adelante, pues el fantasma se quedaría allí, día
y noche, alrededor del albergue, mientras el cuerpo del viejo guía no fuera hallado y depositado en la tierra bendita de
un cementerio.
Llegó el día y Kunsi recobró parte de su seguridad con el brillante retorno del sol. Preparó su comida, hizo la del perro,
y después se quedó en una silla, inmóvil, el corazón torturado, pensando en el viejo tendido en la nieve
Después, en cuanto la noche cubrió la montaña, nuevos terrores lo asaltaron. Caminaba ahora por la cocina oscura, apenas
iluminada por la llama de una candela, caminaba de un extremo a otro de la pieza, a grandes pasos, escuchando, escuchando por si el grito espantoso de la otra noche iba a cruzar de nuevo el lóbrego silencio del exterior. Se sentía solo, el
desdichado, ¡solo como ningún hombre había estado jamás! Estaba solo en aquel inmenso desierto de nieve, solo a dos mil
metros sobre la tierra habitada, sobre las casas humanas, sobre la vida que se agita, bulle y palpita, ¡solo en el cielo
helado! Lo atenazaban unas ganas locas de escapar a cualquier sitio, de cualquier manera, de bajar a Loéche arrojándose
al abismo; pero ni siquiera se atrevía a abrir la puerta, seguro de que el otro, el muerto, le cerraría el camino, para
no quedarse también solo allá arriba.
Hacia medianoche, harto de caminar, abrumado de angustia y de miedo, se amodorró por fin en una silla, pues temía la cama
como se teme un lugar frecuentado por aparecidos.
Y de pronto el grito estridente de la otra noche le desgarró los oídos, tan agudo que Ulrich extendió el brazo para
rechazar al aparecido, y cayó de espaldas con su asiento.
Sam, despertado por el ruido, empezó a aullar como aullan los perros asustados, y daba vueltas alrededor de la vivienda
buscando de dónde venía el peligro. Al llegar junto a la puerta, olfateó por debajo, resoplando y husmeando con fuerza,
el pelaje erizado, la cola tiesa, gruñendo.
Kunsi, enloquecido, se había levantado y, sujetando la silla por una pata, gritó: «No entres, no entres o te mato.» Y el
perro, excitado por aquella amenaza, ladraba con furia contra el invisible enemigo que desafiaba la voz de su amo.
Sam, poco a poco, se calmó y volvió a tumbarse cerca de la lumbre, pero seguía inquieto, la cabeza alzada, los ojos
brillantes y gruñendo entre los colmillos.
Ulrich, a su vez, recobró los sentidos, pero como se sentía desfallecer de terror, fue a buscar una botella de
aguardiente a la alacena, y tomó, uno tras otro, varios vasos. Sus ideas se volvían vagas; su valor se afirmaba; una
fiebre de fuego se deslizaba por sus venas.
Casi no comió al día siguiente, limitándose a beber alcohol. Y durante varios días seguidos vivió así, borracho como una
cuba. En cuanto volvía el pensamiento de Gaspard Han, empezaba a beber hasta el instante en que caía al suelo, abatido
por la embriaguez. Y alli se quedaba, de bruces, borracho perdido, con los miembros rotos, roncando, la frente en el
suelo. Pero apenas había digerido el líquido enloquecedor y ardiente, el grito, siempre el mismo de «¡Ulrich!», lo
despertaba como una bala que le perforase el cráneo; y se erguía tambaleándose aún, extendiendo las manos para no caer,
llamando a Sam en su auxilio. Y el perro, que parecía volverse loco como su amo, se precipitaba a la puerta, la arañaba
con las patas, la roía con sus largos dientes blancos, mientras el joven, el cuello hacia atrás, la cabeza alzada, sorbía
a grandes tragos, como si fuera agua fresca tras una carrera, el aguardiente que en seguida adormecería de nuevo su mente,
y su recuerdo, y su pavoroso terror.
En tres semanas se bebió toda su provisión de alcohol. Pero aquella borrachera continua no hacía sino adormecer su
espanto, que se despertó con mayor furia cuando fue imposible calmarlo. Entonces la idea fija, exasperada por un mes de
embriaguez, y creciendo sin cesar en la total soledad, penetraba en él a la manera de una barrena. Caminaba ahora por su
morada como un animal enjaulado, pegando la oreja a la puerta para escuchar si el otro estaba allí, y desafiándolo, a
través de los muros.
Después, cuando se adormilaba, vencido por la fatiga, oía la voz que le hacía ponerse en pie de un salto.
Por fin, una noche, semejante a un cobarde sacado de sus casillas, se precipitó hacia la puerta y la abrió para ver al
que lo llamaba y para obligarlo a callarse.
Recibió en pleno rostro un soplo de aire frío que lo heló hasta los huesos y volvió a cerrar la hoja y corrió los
cerrojos, sin fijarse en que Sam se había lanzado al exterior. Después, temblando, arrojó leña al fuego, y se sentó ante
él para calentarse; pero de pronto se estremeció, alguien arañaba el muro llorando.
Gritó enloquecido: «Vete.» Le respondió una queja, larga y dolorosa.
Entonces todo lo que le quedaba de razón fue arrastrado por el terror. Repetía «Vete» girando sobre sí mismo para
encontrar un rincón donde ocultarse. El otro, sin dejan de llorar, pasaba a lo largo de la casa frotándose contra el muro.
Ulrich se lanzó hacia el aparador de roble lleno de vajilla y provisiones, y, levantándolo con una fuerza sobrehumana,
lo arrastró hasta la puerta, para defenderse con una barricada. Después, amontonando unos sobre otros todo lo que quedaba
de muebles, los colchones, los jergones, las sillas, tapó la ventana como se hace cuando el enemigo nos sitia.
Pero el de fuera lanzaba ahora grandes gemidos lúgubres a los que el joven empezó a responder con gemidos similares.
Y transcurrieron días y noches sin que cesaran de aullar uno y otro. El uno giraba sin cesar en torno a la casa y clavaba
sus uñas en las paredes con tanta fuerza que parecía querer derribarlas; el otro, dentro, seguía todos sus movimientos,
encorvado, la oreja pegada a la piedra, y respondía a todas sus llamadas con espantosos gritos.
Una noche, Ulrich no oyó ya nada; y se sentó tan destrozado por el cansancio que se durmió al punto.
Se despertó sin un recuerdo, sin una idea, como si toda la cabeza se le hubiera vaciado durante aquel sueño agotador.
Tenía hambre, comió.
El invierno había acabado. El paso de la Gemmi volvía a ser practicable; y la familia Hauser se puso en camino para
regresar a su albergue.
En cuanto llegaron a lo alto de la cuesta las mujeres se encaramaron al mulo, y hablaron de los dos hombres a quienes
iban a ver enseguida.
Les extrañaba que uno de ellos no hubiera bajado unos días antes, en cuando el camino se había vuelto transitable, para
dar noticias de la larga invernada.
Por fin divisaron el albergue, todavía cubierto y acolchado de nieve. La puerta y la ventana estaban cerradas; un poco de
humo salía por el tejado, lo cual tranquilizó al viejo Hauser. Pero al acercarse vio, sobre el umbral, un esqueleto de
animal descuartizado por las águilas, un gran esqueleto tendido sobre un costado.
Todos lo examinaron: «Debe ser Sam», dijo la madre. Y llamó: «¡Eh, Gaspard!» Un grito respondió en el interior, un grito
agudo, que se hubiera dicho lanzado por un animal. El viejo Hauser repitió: «¡Eh, Gaspard! »Otro grito semejante al
primero se dejó oír.
Entonces los tres hombres, el padre y los dos hijos, trataron de abrir la puerta. Resistió. Cogieron en el establo vacío
una larga viga para usarla como ariete, y la lanzaron con todo su peso. La madera crujió, cedió, las tablas volaron en
pedazos; después un gran ruido estremeció la casa y vieron, dentro, detrás del aparador derribado, a un hombre de pie,
con el pelo que le caía por los hombros, una barba que le caía sobre el pecho, ojos brillantes y jirones de tela sobre el
cuerpo.
No lo reconocían, pero Louise Hauser exclamó: «¡Es Ulrich, mamá! » Y la madre comprobó que era Ulrich, aun cuando su
cabello era blanco.
Los dejó acercarse; se dejó tocar; pero no respondió a las preguntas que le hicieron; y hubo que llevarlo a Loéche, donde
los médicos comprobaron que estaba loco.
Y nadie supo jamás qué había
sido de su compañero. La joven Hauser estuvo a punto de morir, aquel verano, de una
enfermedad de postración que se atribuyó al frío de la montaña.
ALEXANDRE
Igual que todos los días, a las cuatro de la tarde, Alexandre llevó frente a la puerta de la casita del matrimonio
Marambaile el coche de paralítico, de tres ruedas, en el cual paseaba hasta las seis, por prescripción del médico, a su
anciana y lisiada señora.
Cuando hubo colocado el ligero vehículo junto al escalón, en el lugar exacto donde podía subir fácilmente a la voluminosa
señora, entró en la vivienda; pronto se oyó en el interior una voz furiosa, una voz enronquecida de viejo soldado, que
vociferaba reniegos: era la del amo, el capitán de infantería retirado Joseph Marambaile. Después hubo un ruido de
puertas cerradas con violencia, un ruido de sillas empujadas, un ruido de pasos agitados, después nada mas, y al cabo de
unos instantes Alexandre reapareció en el umbral de la puerta, sosteniendo con todas sus fuerzas a la señora Marambaile,
extenuada por el descenso de las escaleras. Cuando estuvo instalada, no sin trabajo, en la silla de ruedas, Alexandre
pasó detrás, agarró la barra torneada que servía para empujar el vehículo, y lo puso en marcha hacia la orilla del río.
Cruzaban así todos los días la pequeña ciudad en medio de respetuosos saludos que se dirigían tal vez tanto al criado
como a su señora, pues si ella era querida y estimada por todos, él, el veterano de barba blanca, de barba patriarcal,
pasaba por un modelo de servidores.
El sol de julio caía brutalmente sobre la calle, anegando las casas bajas con su luz triste a fuerza de ardiente y cruda.
Algunos perros dormían en las aceras dentro de la línea de sombra de las paredes, y Alexandre, resoplando un poco,
apretaba el paso para llegar cuanto antes a la avenida que lleva al agua.
La señora Maramballe dormitaba ya bajo su blanca sombrilla, cuya contera abandonaba iba a veces a apoyarse en el rostro
impasible del hombre. Cuando llegaron al paseo de los Tilos se despertó del todo bajo la sombra de los árboles, y dijo
con voz benévola:
«Vaya más despacito, mi pobre muchacho, se esta usted matando con este calor.»
No pensaba, la buena señora, en su ingenuo egoísmo, que si deseaba ahora ir menos de prisa era justamente porque acababa de llegar al abrigo de las hojas, junto a aquel camino cubierto por los viejos tilos podados en forma de bóveda, el
Navette corría por un lecho tortuoso entre dos hileras de sauces. Los gluglúes de los remolinos, de los saltos sobre las
rocas, de las bruscas revueltas de la corriente, desgranaban a lo largo de aquel paseo una dulce canción de agua y un
frescor de aire mojado.
Tras haber respirado y saboreado un buen rato el encanto húmedo de aquel lugar, la señora Maramballe murmuró:
« ¡Ea!, esto va mejor. Pero hoy no se levantó de buenas.»
Alexandre respondió:
«Ah, no, señora.»
Desde hacía treinta y cinco años estaba al servicio de la pareja, primero como ordenanza del oficial, después como simple
criado que no ha querido separarse de sus amos; y desde hacía seis años empujaba todas las tardes a su señora por los
estrechos caminos de los alrededores de la ciudad.
De aquel prolongado y abnegado servicio, de estar todos los días a solas, había nacido entre la anciana señora y el viejo
servidor una especie de familiaridad, cariñosa en ella, deferente en él.
Hablaban de los asuntos de la casa como se habla entre iguales. Su principal tema de conversación y de inquietud era, por
lo demás, el mal carácter del capitán, agriado por una larga carrera iniciada brillantemente, proseguida después sin
ascensos y rematada sin gloria.
La señora Maramballe prosiguió:
«Como levantarse de malas, sí que se levantó. Le ocurre con demasiada frecuencia desde que se retiró del servicio. »
Y Alexandre, con un suspiro, completó el pensamiento de su ama.
« Oh! La señora podría decir que le ocurre todos los días y que le ocurría también antes de dejar el ejército.
—Es cierto. Pero tampoco ha tenido suerte, el hombre. Empezó con un acto de bravura que le valió una condecoración a los
veinte años, y después, de los veinte a los cincuenta, no pudo llegar más que a capitán, siendo así que contaba al .
principio con ser al menos coronel cuando se retirase.
—La señora podría decir también que, después de todo, la culpa es suya. Si no hubiera sido siempre tan suave como una
fusta, sus jefes lo habrían querido y protegido más. No sirve de nada ser duro, hay que agradar a la gente para estar
bien visto.
«Si nos trata así a nosotros la culpa es nuestra, porque nos gusta quedarnos con él, pero, con los demás, es diferente».
La señora Maramballe reflexionaba. ¡Oh! Desde hacía años y años, pensaba así cada día en las brutalidades de su marido,
con quien se había casado antaño, hacía mucho tiempo, porque era un guapo oficial, condecorado muy joven, y lleno de
futuro, decían. ¡Cómo se engaña uno en la vida!
Murmuró:
«Parémonos un poco, mi pobre Alexandre, y descanse en su banco.»
Era un pequeño banco de madera semipodrido situado en un recodo de la vereda para los paseantes domingueros. Cada vez que iban por aquella parte, Alexandre tenía la costumbre de respirar unos minutos en aquel asiento.
Se sentó y cogiéndose entre las manos, con un gesto familiar y lleno de orgullo, la hermosa barba blanca abierta en
abanico, la apretó y después la hizo deslizarse entre sus dedos hasta la punta, que retuvo unos instantes sobre el hueco
del estómago como para sujetarla allí y comprobar una vez más la gran largura de aquella vegetación.
La señora Maramballe prosiguió:
«Yo me casé con él; es justo y natural que soporte sus injusticias, pero lo que no entiendo es que usted lo haya
aguantado también, mi buen Alexandre.»
El hizo un vago movimiento de hombros y se limité a decir:
« ¡Oh!, yo... señora.»
Ella agregó:
«Pues sí. Lo he pensado a menudo. Usted era su ordenanza cuando me casé con él y no tenía más remedio que soportarlo.
Pero, después, ¿por qué se quedó con nosotros, que le pagamos tan poco y lo tratamos tan mal, cuando habría podido hacer
como todo el mundo, establecerse, casarse, tener hijos, crear una familia? »
El repitió:
« ¡Oh!, yo, señora, es diferente.» Después calló; pero tiraba de la barba como si hubiera tocado una campana que resonaba
en su interior, como si hubiera tratado de arrancarla, y revolvía unos ojos asustados de hombre puesto en un aprieto.
La señora Maramballe seguía su pensamiento.
«No es usted un campesino. Recibió una educación... »
El la interrumpió con orgullo:
«Había estudiado para perito topógrafo, señora.
—Y entonces, ¿por qué se quedó a nuestro lado, para echar a. perder su existencia? »
El balbució:
« ¡ Así son las cosas! ¡ Así son las cosas! La culpa es de mi manera de ser.
—¿Cómo, de su manera de ser?
—Sí, cuando le cojo cariño a alguien, se lo cojo, y se acabó».
Ella se echó a reír.
«¡Vamos!, no me irá usted a hacer creer que los buenos modos y la dulzura de Maramballe le hicieron cogerle cariño para
toda la vida».
El se agitaba en su banco, perdiendo visiblemente la cabeza, y masculló entre los largos pelos de sus bigotes:
«¡No es a él! ¡Es a usted! »
La anciana señora, que tenía un semblante muy dulce, coronado entre la frente y el sombrero por una línea nevada de
cabellos rizados a diario con el mayor esmero y lustrosos como plumas de cisne, hizo un movimiento en el coche y
contempló a su sirviente con ojos sorprendidos.
« ¿A mí, pobre Alexandre? ¿Y cómo es eso?
El se puso a mirar al aire, después a un lado, después a lo lejos, volviendo la cabeza, como hacen los hombres tímidos
obligados a confesar secretos vergonzosos. Después declaró con un valor de veterano a quien le ordenan que marche hacia
el fuego:
«Así es. La primera vez que le llevé a la señorita una carta del teniente, y que la señorita me dio un franco
dirigiéndome una sonrisa, quedó decidido así.»
Ella insistía, sin entender muy bien.
«Veamos, explíquese».
Entonces él se lanzó, con el espanto de un miserable que confiesa un crimen y se pierde.
«Sentí un sentimiento por la señora. ¡Eso es!»
Ella no respondió, dejó de mirarlo, bajó la cabeza y reflexionó. Era buena, estaba llena de rectitud, de dulzura, de
razón y de sensibilidad. Pensó, en un segundo, en la inmensa abnegación de aquel pobre ser que había renunciado a todo
para vivir a su lado, sin decir nada. Y le dieron ganas de llorar.
Después, adoptando una expresión un poco grave, aunque nada enojada, dijo:
«Regresemos.»
El se levantó, se puso detrás de la silla de medas, y volvió a empujarla.
Cuando se acercaban al pueblo, distinguieron en el centro del camino al capitán Maramballe, que iba hacia ellos.
En cuanto los alcanzó, dijo a su mujer con un visible deseo de enfadarse:
«¿Qué tenemos de cena?
—Un pollito con habichuelas».
Se enfureció.
«¡Pollo, más pollo, siempre pollo, maldita sea! Estoy harto de pollo. ¿Es que no tienes ni una idea en la cabeza? ¡Todos
los días me das de comer lo mismo! ».
Respondió, resignada:
«Pero querido, ya sabes que el médico te lo tiene ordenado. Es lo mejor para tu estómago. Si no estuvieras enfermo del
estómago, te daría de comer muchas cosas que no me atrevo a servirte.»
Entonces él se plantó, exasperado, delante de Alexandre.
«Si estoy enfermo del estómago, la culpa es de este animal. Hace treinta y cinco años que me envenena con sus asquerosos
guisos».
La señora Maramballe, bruscamente, volvió la cabeza casi del todo para mirar al viejo criado. Sus ojos entonces se
encontraron y se dijeron, el uno al otro, con esa sola mirada:
«Gracias.»
I
Todos conocían en Fècamp la historia de la tía Patin. Era una mujer que no había sido feliz, ni mucho menos, con su
marido; porque su marido la apaleaba lo mismo que se apalea el trigo en las granjas.
Era patrón de una lancha de pesca, y se casó con ella, de esto hacía tiempo, porque era bonita, aunque pobre.
Buen marinero, pero hombre violento, el tío Patin era cliente asiduo de la taberna del tío Aubán, en la que se echaba al
cuerpo, los días en que no pasaba nada, cuatro o cinco copas, y los días en que se le había dado bien la pesca, ocho,
diez o más, si se lo pedía el cuerpo, como él decía.
Servía el aguardiente a los parroquianos la hija del tío Aubán, una morena de buen ver, que si atraía a la clientela era
únicamente por su buen palmito, porque jamás había dado que hablar con su conducta.
Cuando Patin entraba en la taberna, le producía satisfacción el verla, y le dirigía piropos corteses, frases moderadas de
mozo formal. Después de la primera copa, ya la llamaba bonita; a la segunda, le guiñaba el ojo; a la tercera, se le
declaraba: «Si usted quisiese, Deseada...», pero nunca acababa la frase; a la cuarta copa, intentaba sujetarla por la
falda para darle un beso, y cuando llegaba a la décima, tenía que encargarse de seguir sirviéndole el mismo tío Aubán.
El tabernero, práctico en todos los recursos del oficio, hacía que Deseada tratase con la clientela, para que ésta
hiciese más gasto; y Deseada, que por algo era hija del tío Aubán, se rozaba con los bebedores y bromeaba con ellos,
siempre con la sonrisa en los labios y una expresión de picardía en los ojos.
A fuerza de beber copas de aguardiente, acabó Patln por hacerse a la cara de Deseada, y pensaba ya en ella hasta en el
mar, cuando tiraba las redes, muy lejos de la costa, lo mismo en las noches de viento que en las de calma, lo mismo si
era noche de luna que si era noche cerrada. Y mientras sus cuatro compañeros dormitaban con la cabeza apoyada en el brazo,Patín, a popa, con el timón en la mano, pensaba en Deseada. La vela sonriéndole siempre, y que le servia el aguardiente
amarillo con un ligero movimiento del hombro, diciéndole antes de retirarse:
—¡Así! ¿Quiere algo más?
De tanto tenerla dentro de sus ojos y dentro de sus recuerdos, le entraron tales ansias de casarse con ella, que ya no
pudo dominarse, y pidió su mano.
El era rico; la embarcación y los aparejos eran de su propiedad, y tenía una casa al pie de la colina, frente al
rompeolas; el tío Aubán, en cambio, no poseía nada. Fue acogida su petición con la mayor solicitud, y la boda tuvo lugar
lo antes posible, porque las dos partes tenían prisa, aunque por diferentes razones.
Pero a los tres días de la boda Patin estaba hecho un lío, y se preguntaba a si mismo cómo había podido metérsele en la
cabeza aquella idea de que Deseada era diferente de las demás mujeres. Si que había hecho el idiota preocupándose por una que no tenía una perra, y que seguramente lo había embrujado con su aguardiente !Eso era, por su aguardiente, en el que
habría mezclado algún asqueroso bebedizo!
Desde que empezaba la pesca no dejaba de blasfemar; rompía la pipa a fuerza de morderla, maltrataba de palabra a su
tripulación, y después de jurar a boca llena contra todo lo habido y por haber, valiéndose de todas las fórmulas
conocidas, descargaba las heces de su rabia contra todos los peces y crustáceos que iba sacando uno a uno de las redes, y
no los echaba a los canastos sin dedicarles un insulto o una frase sucia.
Y como, al volver a su casa, era su mujer, la hija del tío Aubán, quien estaba al alcance de su boca y de su mano, pronto
acabçp tratándola como a la mujer más arrastrada. Ella, que ya estaba acostumbrada a los malos tratos de su padre, le oía
con resignación, y esta tranquilidad exasperaba a su marido, que una noche pasó de las palabras a los golpes. Y desde
entonces la vida en aquella casa fue espantosa.
No se habló de otra cosa durante diez años en el muelle que de las palizas que Patin pegaba a su mujer, y de las
palabrotas y blasfemias que soltaba cuando le dirigía la palabra. Era, en efecto un especialista en hablar mal, poseyendo
una riqueza de vocabulario y una sonoridad de voz superiores a todo lo conocido en Fècamp. En cuanto su barca aparecía a
la entrada del puerto, de regreso de la pesca, ponía todo el mundo atención, esperando oir la primera andanada que
siempre lanzaba desde el puente de su embarcación contra el rompeolas así que divisaba el gorrillo blanco de su compañera.
Hasta en los días de mar gruesa, en pie en la popa, atento a la vela y al rumbo, y a pesar del cuidado que tenía que
tener con aquella boca de entrada, estrecho y difícil, y con las olas de mucho fondo que se precipitaban como montañas
por el estrecho corredor, se esforzaba por descubrir entre las mujeres de los marineros que esperaban a éstos, entre
salpicaduras de espuma de las olas, a la suya, la hija del tío Aubán, la pordiosera.
Y en cuanto la descubría sin importarle el ruido de las olas y del viento, le largaba una rociada de insultos con voz tan
estentórea que hacía reír a todos, aun que todo el mundo compadeciese a la mujer. Luego, cuando atracaba al muelle, tenía
un modo de descargar su lastre de galantería, según frase suya, al mismo tiempo que el pescado, que atraía alrededor de
su puesto de amarre a todos los pilluelos y desocupados del puerto.
Unas veces como cañonazos, secos, estrepitosos; otras veces como truenos que retumbaban durante cinco minutos, descargaba por su boca un huracán tal de palabrotas, que parecía tener en sus pulmones todas las tormentas del Padre Eterno.
Después, ya en tierra, al verse con ella cara a cara, en medio de los curiosos y de las sardineras, revolvía en lo más
hondo de la bodega para sacar a flote todos los insultos que se le habían olvidado, y así por todo el camino hasta casa:
ella delante, él detrás; ella llorando, él gritándole.
Y ya a solas con ella y a puerta cerrada, la golpeaba con el menor pretexto. Cualquier cosa le daba motivo para levantar
la mano, y todo era empezar para no acabar ya, escupiéndole a la cara las verdaderas razones de su odio.
Cada bofetada, cada golpe, iba acompañado de una imprecación ruidosa: «¡Toma, zarrapastrosa! ¡Toma, arrastrada! ¡Toma,
muerta de hambre! ¡Bonito negocio hice el día que me enjuagué la boca con el veneno del canalla de tu padre!»
La pobre mujer vivía siempre asustada, con el alma y el cuerpo en vilo, en una expectativa enloquecedora de injurias y de
palizas.
Y así diez años. Era tan asustadiza que se ponía pálida para hablar con cualquiera, y ya no podía pensar en otra cosa que
en los golpes que la esperaban, acabando por ponerse seca, amarilla y delgada como un pescado ahumado.
II
Una noche, estando su hombre en el mar, la despertó de pronto el gruñido de fiera que el viento deja escapar cuando
llega como perro lanzado contra su presa. Se incorporó en la cama, emocionada; pero como ya no se oía nada volvió a
acostarse; pero casi en seguida entró por la chimenea un bramido, que hizo estremecer toda la casa, y que llenó luego
todo el espacio, como si cruzase por el cielo una manada de animales furiosos, resoplando y mugiendo. Se levantó y se
dirigió hacia el puerto. Otras mujeres llegaban también de todas partes con sus linternas. Los hombres acudían corriendo,
y todos se quedaban mirando en la noche hacia el mar, viendo rebrillar las espumas en la cresta de las olas. Quince horas
duró la tempestad. Once marineros no regresaron, y uno de los once era Patín.
Restos de su barca, la Joven Amelia. fueron encontrados hacia Dieppe. Cerca de Saint-Valéry se recogieron los cadáveres
de los hombres de su tripulación; pero jamás apareció el suyo. La quilla de la embarcación daba lugar a suponer que había
sido partida en dos, y esto hizo que su mujer esperase y temiese durante mucho tiempo su regreso; porque si había habido
un abordaje, era posible que el otro barco lo hubiese recogido a él solo y lo hubiese llevado lejos.
Después, y poco a poco, se fue haciendo a la idea de considerarse viuda, aunque bastase para sobresaltarla el que una
vecina, un pobre o un vendedor ambulante entrasen de pronto en su casa.
Habrían pasado cuatro años desde la desaparición de su marido. Una tarde, caminando por la calle de los Judíos, se detuvo
delante de la casa de un antiguo capitán de barco que había fallecido hacia poco, y cuyos muebles estaban subastándose.
En aquel mismo instante se sacaba a la puja un loro, un loro verde, con la cabeza azul, que miraba a la concurrencia con
disgusto e inquietud.
—¡Tres francos! — gritaba el vendedor—. Un pájaro que habla tan bien como un abogado, ¡tres francos!
Una amiga de la viuda de Patin le dio un golpecito con el codo:
—Usted, que es rica, debería comprarlo—le dijo—. Le serviría de compañía este pájaro, y vale más de treinta francos.
Puede revenderlo cuando quiera en veinte o veinticinco.
—¡Cuatro francos, señoras. Cuatro francos!—repetía el subastador—. Canta vísperas y predica como el padre cura. ¡Es un
fenómeno..., un prodigio!
La señora Patin pujó cincuenta céntimos. y le fue entregado aquel bicho de nariz corva dentro de una pequeña jaula que se
llevó a casa.
Lo instaló en su sitio, pero al abrir la puerta de alambre con intención de darle de beber, recibió un picotazo en el
dedo que le atravesó la piel e hizo brotar sangre.
—¡Vaya si es un mal bicho! —exclamó la mujer.
Sin embargo, después que ella le dio cañamones y maíz, consintió en que le alisase las plumas, aunque miraba con aire
receloso su nueva casa y a su nueva dueña.
Empezaba a despuntar el día siguiente, cuando, de pronto, la la señora Patin oyó con toda claridad una voz fuerte, sonora,
retumbante, la voz mismísima de Patin, que gritaba:
—¿Te vas a levantar o no te vas a levantar, mala pécora
La acometió un terror tan grande, que se tapó la cabeza con la ropa de cama. Conocía bien aquellas palabras, porque eran
precisamente las que todas las mañanas, desde que abría los ojos, le gritaba a la oreja su difunto marido.
Temblorosa, acurrucada, preparando la espalda a la paliza que veía encima, murmuraba entre las sábanas:
—¡Señor, Dios mío, ahí está! ¡Ahí está, Señor! ¡Ha vuelto, santo Dios!
Transcurrían los minutos; ningún ruido turbaba el silencio de la habitación. Sacó la cabeza, toda trémula, segura de que
estaba allí, acechándola, dispuesto a pegarla.
Y no vio nada; tan sólo un rayo de sol que pasaba a través del-cristal de la ventana. Entonces pensó:
—Seguramente que se ha escondido.
Espero largo rato, y acabó por recobrar la tranquilidad, pensando:
—Habré soñado, porque no se le ve por ninguna parte.
Volvía ya a cerrar los ojos, tranquilizada casi, cuando estalló muy próxima la voz furibunda, la voz de trueno del
ahogado, que vociferaba:
—¡Recontra, recrisma, recáspita! ¿Te levantas o no, puerca?
Saltó de la cama movida por el resorte de la obediencia, de su obediencia pasiva de mujer vapuleada, que no ha olvidado
en cuatro años los palos, ni los olvidará nunca, y que se acordará siempre de aquella voz. Y contestó:
—Voy en seguida, Patin. ¿Qué es lo que quieres?
Pero Patin no contestó.
Aterrada, miró a su alrededor, buscó por todas partes: en los armarios, en la chimenea, debajo de la cama, pero no
encontró a nadie, y entonces se dejó caer en una silla, loca de angustia y convencida de que era el espíritu de Patín el
que había vuelto para atormentarla, y que lo tenía allí, junto a ella.
Se acordó súbitamente del granero, que tenía acceso por el exterior por medio de una escalera. De fijo que se había
escondido allí para pillarla de sorpresa. Seguramente que habría ido a parar a alguna costa habitada por salvajes, y no
había podido escapar antes de entre sus manos; pero había vuelto, y con peores intenciones que nunca. No le cabía duda
alguna, después de oír el timbre de aquella voz suya.
Levantó la cabeza hacia el techo y preguntó:
—¿Estás ahí arriba, Patin? Patin no contestó.
Entonces ella salió de casa, y poseída de un miedo espantoso, que aceleraba los latidos de su corazón, subió por la
escalera, se asomó a la lumbrera, miró al interior, sin ver nada; entró, registró, sin encontrar nada.
Se sentó encima de un haz de paja, y rompió a llorar; pero mientras sollozaba, oyó, traspasada de un terror angustioso y
sobrenatural, en su habitación, debajo de donde ella estaba, la voz de Patín, que conversaba en tono menos colérico, más
tranquilo, y que decía:
—¡Puerco de tiempo! ¡Y ese condenado mar! ¡Puerco de tiempo! ¡y yo sin desayunarme aún... carámbanos!
Ella le gritó a través del techo:
—Voy en seguida, Patin: te prepararé la sopa. No te enfades, que en seguida estoy ahí.
Y bajó comiendo.
No había nadie dentro de la toda casa.
Se sintió desfallecer, como si la hubiese tocado la mano de la Muerte, e iba ya a echar a correr para pedir socorro en
la vecindad, cuando estalló junto a su misma oreja la voz:
—¡Que no me he desayunado, ree......contra!
Y el loro la contemplaba desde jaula con sus ojos redondos, en los que había una expresión de astucia y malignidad.
También ella le miró, fuera de sí, murmurando:
—¡Ah! ¿Conque eras tú?
Y entonces él agregó, moviendo la cabeza:
—Espera, espera, espera, que te voy a enseñar a estarte mano sobre mano.
¿Qué ocurrió entonces en el interior de aquella mujer? Tuvo la clara sensación y el convencimiento de que era él en
persona, el muerto, que se le aparecía, que se había escondido bajo las plumas de aquel animal para volver a atormentarla;
que no haría más que blasfemar de la mañana a la noche, como en otro tiempo, y morderla e injuriarla para que viniesen
los vecinos y se riesen a costa suya. Entonces la señora Patin se abalanzó, abrió la jaula, cogió al pájaro, que se
defendía con pico y garras, arrancándole la piel. Pero ella lo sujetaba con toda la fuerza de sus dos manos, y se tiró al
suelo encima de él, y se revolvió una vez y otra vez con frenesí de poseída, lo aplastó, lo dejó convertido en una
piltrafa, en una cosita blanda, verde, que ya no se movía, que ya no hablaba, de miembros flácidos; cogió un trapo de
cocina y lo envolvió en él como en un sudario; salió de su casa en camisa, con pies descalzos, cruzó el muelle en el que
se estrellaban las pequeñas olas del mar, sacudió el trapo y dejó caer aquella cosa muerta que parecía un puñado de
hierba verde; volvió a su casa, se puso de rodillas delante de la jaula vacía, y pidió perdón al Señor, trastornada por
lo que había hecho, sollozando como si acabase de cometer un horrendo crimen.
ADIOS
Los dos amigos acababan de comer. Desde la ventana del café veían el bulevar muy animado. Acariciábanles el rostro esas
ráfagas tibias que circulan por las calles de Paris en las apacibles noches de verano y obligan a los transeúntes a
erguir la cabeza, incitándo1os a salir, a irse lejos, a cualquier parte en donde haya frondosidad, quietud, verdor... y
hacen soñar en riveras inundadas por la luna, en gusanos de luz y en ruiseñores.
Uno de los dos—Enrique Simón—dijo, suspirando profundamente:
—¡Ah! Envejezco. Antes, hace años, en noches como ésta, el mundo me parecía pequeño, era yo capaz de cualquier diablura, y ahora, sólo siento desilusiones y cansancio. ¡Es muy corta la vida!
Estaba ya un poco ventrudo. Tenia una esplendorosa calva y cuarenta y cinco años, aproximadamente.
Su acompañante—Pedro Carnier—algo más viejo, pero también más ágil y decidido, respondió:
—Para mi, amigo mío, la vejez llegó sin avisarme; no lo noté siquiera. Yo vivía siempre alegre; siempre fui vigoroso,
divertido, emprendedor, y continúo siéndolo. Como nos miramos al espejo todos los días, no advertimos los estragos de la
edad, porque su obra es lenta, incesante, acompasada, y modifica el rostro de una manera tan suave, tan continua, que
resulta para cada cual imperceptible; no hay en su labor transiciones apreciables. Por eso no morimos de pena, como sin
duda moriríamos advirtiendo en un instante los desmoches que sufre nuestra naturaleza en dos o tres años solamente. No
podemos apreciarlos. Para que uno se diese cuenta de lo que pierde, seria necesario que pasara sin mirarse al espejo seis
meses. ¡ Oh! ¡ Qué sorpresa tan desoladora recibiría!
¿Y las mujeres, amigo mío? Son más dignas de compasión que nosotros. Yo compadezco mucho, con toda mi alma, compadezco sinceramente a esas pobres criaturas llamadas mujeres. Toda su dicha, todo su poder, toda su gloria, todo su orgullo,
toda su vida se reducen a su belleza, que dura diez años.
Yo envejecí sin darme cuenta, me creía un adolescente aún, mientras andaba ya rondando la cincuentena. No padeciendo
ningún achaque, ninguna dolencia, ninguna debilidad, vivía como siempre, dichoso y tranquilo.
La revelación de mi vejez ofrecióseme de una manera sencilla y terrible, que me dejó anonadado, aturdido, macilento
durante una temporada. Luego, acabé resignándome, y aquí me tienes otra vez tan fresco.
Como nos acontece a todos, los amores turbaron con frecuencia mi tranquilidad, pero un amor, uno principalmente, llegóme
a lo vivo.. ¡Qué mujer aquella!
La conocí a la orilla del mar, en Etretat, un verano, hará doce años aproximadamente, poco después de terminada la guerra.
Nada tan delicioso como aquella playa, tempranito, a la hora del baño. Es pequeña, redonda como una herradura; la rodean
altas costas blanquecinas horadadas por los rudos embates de las olas, formando esas aberturas extrañas que se llaman las
Puertas: una, enorme, avanzando en el mar su estructura gigantesca; la otra, enfrente, achatada, como si se hubiese
acurrucado.
Numerosas mujeres, formando espléndida muchedumbre, se reúnen y se apiñan sobre la estrecha extensión pedregosa que
cubren de vestidos claros, convirtiéndola en un jardín cercado por altas peñas. El sol cae de lleno sobre las costas,
sobre las sombrillas de brillantes matices, sobre el mar de un azul verdoso; y todo aquello es alegre, vivo, encantador;
todo sonríe a los ojos.
Plácidamente sentados junto al agua, vemos a las bañistas. Bajan envueltas en sus peinadores de franela, que abandonan
con airoso y resuelto ademán, en cuanto llegan a la franja espumosa de las olas tranquilas. Entran en el mar, avanzando
rápidamente, hasta que un estremecimiento frío y delicioso las detiene y las turba un instante, produciéndolas una breve
sofocación.
Pocas bellezas resisten al examen que permite un baño. Alli se las juzga, se las analiza desde los pies hasta el pelo.
Sobre todo, la salida es terrible, porque descubre todas las imperfecciones, aun cuando el agua de mar es un poderoso
remedio para las carnes lacias.
La primera mañana que vi en el baño a la mujer que debía enamorarme como ninguna, dejome ya encantado y seducido. Sus
lineas eran perfectas y sus formas bien pronunciadas y firmes. Además, hay rostros cuyo encanto nos penetra y nos domina
bruscamente, invadiéndonos, conquistándonos de pronto. Imaginamos que aquella mujer es la que debe. hacernos felices, que sólo nacimos para quererla y adorarla. En aquel momento sentí esa extraña sensación, esa violenta sacudida que nos dice:
«Aquí está la única, la deseada.»
Me hice presentar a ella, y bien pronto me hallé apasionado como nunca—ni hasta entonces, ni después—lo estuve. Sus
encantos me abrasaban el corazón.
Es a un tiempo delicioso y terrible verse de tal modo poseído, dominado por una mujer. Es casi un suplicio, y asimismo es
una dicha incomparable. Su mirada, su sonrisa, los cabellos de su nuca oscilando traviesos, los menores detalles de su
rostro, sus gusto más insignificantes me desconcertaban, me arrebataban, mi enardecían. Ella era mí dueño, mi voluntad
era suya y suyo todo mi ser; me atraía, esclavizándome, con sus palabras, con sus ojos, con sus ademanes, hasta con sus
vestidos y con sus adornos; todo lo que la hermoseaba, ejercía sobre mí una influencia diabólica.
Me hacia suspirar su velillo puesto sobre un mueble, me desconcertaban sus guantes abandonados sobre un sillón. La
hechura y la elegancia de sus vestidos me parecían inimitables. Ninguna mujer llevaba sombreros como los suyos.
Era una mujer casada. Su marido iba todos los sábados a verla para volverse los lunes. Aquellas visitas no me apuraron:
vi siempre al marido con la mayor indiferencia. No me daba celos. Ignoro el motivo; pero jamás hombre alguno de los que
traté ,o influyó tan poco, tuvo tan poca importancia en mi vida, ni ocupó menos mi atención.
¡Cuánto la quería! ¡Qué apasionado estaba yo por aquella mujer! Y ¡qué bonita era! ¡Qué graciosa! ¡Qué joven! Era la
juventud, la elegancia, la frescura misma. Nunca pude convencerme, como entonces, de que la mujer es una criatura
deliciosa, fina, elegante, delicada, hecha con todos los encantos y todos los primores. Nunca pude convencerme, como
entonces, de la belleza seductora encerrada en la curva de una mejilla, en el mohín de unos labios, en los repliegues de
una oreja, en la forma del órgano estúpido que se llama nariz.
Aquello duró tres meses, al cabo de los cuales me fui a los Estados Unidos con el corazón traspasado. Su recuerdo no me
abandonaba, persistente y triunfante.
Aquella mujer me poseía de lejos como de cerca me había poseído. Pasaron los años, pero no la olvidé. Su encantadora
imagen se ofrecía constantemente a mis ojos, no se borraba ni un solo instante de mi pensamiento. Aquel amor
inextinguible me dominaba; era un cariño constante y fiel, una ternura tranquila, como la memoria venerada y dulce de lo
más hermoso, de lo más encantador que había conocido yo en mi vida.
¡ Doce años representan muy poco en la existencia de un hombre! Tanto es así, que apenas podemos darnos cuenta de que
pasan. Uno tras otro, los años transcurren a la vez apacible y atropelladamente, lentos y precipitados; parecen
interminables y se acaban en seguida. Se van sumando con tanta rapidez, empújanse y sucédense de tal modo, que no dejan casi un rastro perceptible. Desvanecidos a la sombra de nuestros deseos, de nuestros afanes, pasan de continuo. Y si
queremos volver atrás los ojos para discurrir acerca del tiempo que ha pasado, no podemos darnos clara explicación de
cómo envejecimos. La vejez sorprende al hombre un día, y el hombre se pregunta de dónde sale aquella triste compañera,
que no le abandonó un solo instante.
Al cabó de doce años, me pareció que habían pasado sólo algunos meses desde aquel verano delicioso en la encantadora
playa de Etretat.
De regreso en Paris, un día de la última primavera, fuíme a Malsons-Laffitte, para comer con unos amigos.
En la estación, casi al momento de ponerse en marcha el tren, subió al vagón una señora obesa, escoltada por cuatro niñas.
Apenas me digné mirar a la madre llueca, tan abultada, tan redonda, tan mofletuda, tan poco interesante, que remolcaba
con dificultad su respetable mole y su numerosa descendencia.
Respiró agitada, como si estuviese ahogándose, fatigada por la prisa que se dio para llegar a tiempo.
Las niñas comenzaron a charlar. Yo, desdoblando un periódico, empecé a leer.
Acabábamos de pasar la estación de Asnières, cuando mi compañera de viaje me interrogó de pronto:
—Dispense usted la pregunta, caballero: ¿No es usted el señor Carnier?
—Sí, señora.
Entonces ella soltó la risa; una risa franca de mujer tranquila y modesta. Pero noté en su acento un asomo de triste
desencanto, al preguntarme:
—¿No me conoce usted?
Dudé de contestar. En efecto, creí haber visto en alguna parte aquella cara: sus facciones me recordaban algo, alguien...
Pero ¿quién? ¿Dónde? ¿Cuándo las había visto?
Y respondí:
—Efectivamente... Creo..., si... no... Yo la conozco a usted; no hay duda... Si me diera usted su nombre...
Ella, ruborizándose un poco. pronunció:
—Julia Lefévre.
Nunca he recibido impresión tan violenta. Me pareció que todo acababa para mí en un segundo, como si de pronto se hubiera
desgarrado ante mis ojos un velo tras el cual se me revelarían desventuras amenazadoras y terribles.
¡Era ella! Una señora obesa y vulgar, ¡ella! Y habla lanzado al mundo aquella nidada, ¡ cuatro niñas!, durante mi
ausencia. Las criaturas me asombraban tanto como su madre. Obra suya; eran los retoños de su vida. Crecieron y ocupaban
ya un lugar en el mundo; mientras la deliciosa hermosura, la maravilla de gracia y belleza que yo conocí, se había
desvanecido, ya no inspiraba ningún entusiasmo. ¿Cómo se realiza una transformación tan espantosa en tan breve tiempo? En un día..., porque hubiera jurado que horas antes la vi como era... ¡ y la encontraba de pronto cambiada! ¿Es posible? Un
sufrimiento, una congoja me oprimía el corazón, y también una protesta indignada, rebelándome contra la Naturaleza,
contra esa obra infame de brutal destrucción.
La contemplé angustiado. Luego, al oprimir su mano, acudieron lágrimas a mis ojos. Lloré su juventud perdida; lloré su
muerte. Había muerto la que yo conocí, la señora mofletuda y abultada que se me presentó era otra; ¡yo no la conocía!
También ella, emocionándose, balbució:
—He cambiado mucho, ¿no es verdad? Así es el mundo; ¡todo pasa! Ya lo ve usted; ahora soy una madre solamente, una madre cariñosa, una madre buena. Lo demás, pasó, acabó, no volverá. ¡Oh! Ya supuse que usted no me reconocería si por
casualidad nos encontráramos, como ha sucedido. También usted ha cambiado bastante. Tuve que fijarme bien, que
reflexionar mucho, que discurrir algo, para estar segura de no engañarme. Tiene usted ya el pelo blanco. Naturalmente. ¡
Hace mucho tiempo! Mi niña mayor, tiene diez años. ¡Hace ya doce años!
Miré a la niña y descubrí en ella un encanto semejante al que tuvo su mamá en otro tiempo; las facciones, las formas de
la criatura, recordando las de su madre, aún eran de contornos indecisos, de una expresión vaga, pero anunciaban un
delicioso porvenir.
Y la vida se me apareció rápida, como un viaje en ferrocarril.
Llegamos a Maisons - Laffitte. Besé la mano de mi amiga. En mi conversación con ella, sólo se me habían ocurrido
vulgaridades; no encontré ni una frase feliz. Estaba demasiado aturdido para reflexionar.
Por la noche, y aprovechando un cuarto de hora que mis amigos me dejaron solo, contemplé detenidamente mi rostro en un
espejo. Y acabé recordando mi fisonomía como era en otro tiempo; imaginé mis bigotazos y mis cabellos negros, mis
facciones juveniles, mis ojos penetrantes...
Ya todo había cambiado. Me hallé viejo.
¡Adiós!
EL ALBERGUE
Semejante a todas las hospederías de madera construidas en los altos Alpes, al pie de los glaciares, en esos pasadizos
rocosos y pelados que cortan las cimas blancas de las montañas, el albergue de Schwarenbach sirve de refugio a los
viajeros que siguen el paso de la Gemmi.
Durante seis meses permanece abierto, habitado por la familia de Jean Hauser; después, en cuanto las nieves se amontonan, llenando el valle y haciendo impracticable la bajada a Loéche, las mujeres, el padre y los tres hijos se marchan, y dejan
al cuidado de la casa al viejo guía Gaspard Han con el joven guía Ulrich Kunsi, y Sam, un gran perro de montaña.
Los dos hombres y el animal se quedan hasta la primavera en aquella cárcel de nieve, teniendo ante los ojos solamente la
inmensa y blanca pendiente del Balmhorn, rodeados de cumbres pálidas y brillantes, encerrados, bloqueados, sepultados
bajo la nieve que asciende a su alrededor, envuelve, abraza, aplasta la casita, se acumula en el tejado, llega a las
ventanas y tapia la puerta.
Era el día en que la familia Hauser iba a volver a Loéche, pues el invierno se acercaba y la bajada se volvía peligrosa.
Tres mulos partieron delante, cargados de ropas y enseres y guiados por los tres hijos. Después la madre, Jeanne Hauser,
y su hija Louise subieron a un cuarto mulo, y se pusieron en camino a su vez.
El padre las seguía acompañado por los dos guardas, que debían escoltar a la familia hasta lo alto de la pendiente.
Rodearon primero el pequeño lago, helado ahora en el fondo del gran hueco de rocas que se extiende ante el albergue, y
después siguieron por el valle, blanco como una sábana y dominado por todos los lados por cumbres nevadas.
El sol inundaba aquel desierto blanco resplandeciente y helado, lo iluminaba con llamas cegadoras y frías; ninguna vida
aparecía en aquel océano de montañas; ningún movimiento en aquella desmesurada soledad; ningún ruido turbaba su profundo silencio.
Poco a poco Ulrich Kunsi, el guía joven, un suizo muy alto de largas piernas, dejó atrás al padre Hauser y al viejo
Gaspard Han, para alcanzar el mulo que llevaba a las dos mujeres.
La más joven lo veía llegar, parecía llamarlo con ojos tristes. Era una campesinita rubia, cuyas mejillas lechosas y
cuyos cabellos pálidos parecían descoloridos por las largas estancias entre los hielos.
Cuando hubo alcanzado al animal que la llevaba, posó la mano en la grupa y aflojó el paso. La señora Hauser empezó a
hablarle, enumerando con infinitos detalles todas las recomendaciones para la invernada. Era la primera vez que él se
quedaba allá arriba, mientras que el viejo Han ya había pasado catorce inviernos bajo la nieve en el albergue de
Schwarenbach.
Ulrich Kunsi escuchaba, sin tener pinta de entender, y miraba sin cesar a la joven. De vez en cuando respondía:
«Sí, señora Hauser.» Pero su pensamiento parecía lejos y su rostro tranquilo seguía impasible.
Llegaron al lago de Daube, cuya gran superficie helada se extendía, muy lisa, al fondo del valle. A la derecha, el
Daubehorn mostraba sus peñascos negros cortados a pico cerca de las enormes morrenas del glaciar de Loemmern que dominaba el Wildstrubel.
Cuando se acercaron al puerto de la Gemmi, donde comienza la bajada hacia Loéche, descubrieron de repente el inmenso
horizonte de los Alpes del Valais, de los que los separaba el profundo y ancho valle del Ródano
Había, a lo lejos, cumbres blancas sin cuento, desiguales, achatadas o picudas y brillantes bajo el sol: el Mischabel con
sus dos cuernos, el poderoso macizo del Wissehorn, el pesado Brunnegghor, la alta y temible pirámide del Cervino, asesino
de hombres, y la Dent Blanche, esa monstruosa coqueta.
Después, debajo de ellos, en un agujero inmenso, al fondo de un abismo espantoso, divisaron Loéche, cuyas casas parecían
granos de arena arrojados a esa hendidura enorme que limita y cierra la Gemmi, y que se abre, allá al fondo, sobre el
Ródano.
El mulo se detuvo al borde del sendero que avanza, serpenteando, con incesantes vueltas y revueltas, fantástico y
maravilloso, a lo largo de la montaña recta, hasta la aldehuela casi invisible, a sus pies. Las mujeres desmontaron en la
nieve.
Los dos viejos se habían reunido con ellos.
«Vamos, dijo el viejo Hauser, adiós y ánimo, amigos míos, hasta el año próximo.»
El viejo Han repitió: «Hasta el año próximo.»
Se besaron. Después la señora Hauser, a su vez, les ofreció las mejillas; y la joven hizo otro tanto.
Cuando le llegó el turno a Ulrich Kunsi, murmuró al oído de Louise: «No se olvide de los de aquí arriba.» Ella respondió
un «no» tan bajo que él lo adivinó sin oírlo.
«Vamos, adiós, repitió Jean Hauser, a seguir bien.»
Y, pasando ante las mujeres, empezó a bajar.
Pronto desaparecieron los tres por el primer recodo del camino.
Y los dos hombres regresaron hacia el albergue de Schwarenbach.
Marchaban lentamente, uno junto a otro, sin hablar. Se había acabado, se quedarían solos, frente a frente, cuatro o cinco
meses.
Después Gaspard Han empezó a contar su vida durante el invierno pasado. Se había quedado con Michel Canol, demasiado
anciano ahora para volver a hacerlo, pues durante la prolongada soledad puede ocurrir cualquier accidente. No se habían
aburrido, por lo demás; todo estribaba en resignarse desde el primer día; y se acababa por inventar distracciones, juegos,
muchos pasatiempos.
Ulrich Kunsi lo escuchaba, los ojos bajos, siguiendo con el pensamiento a los que bajaban hacia el pueblo por todas las
ondulaciones de la Gemmi.
Pronto divisaron el albergue, apenas visible, tan pequeño, un punto negro al pie de la monstruosa ola de nieve.
Cuando abrieron, Sam, el gran perro rizoso, empezó a brincar en torno a ellos.
«Vamos, hijo, dijo el viejo Gaspard, ya no tenemos mujeres ahora, hay que hacer la cena; monda patatas.»
Y los dos, sentándose en taburetes de madera, empezaron a preparar la sopa.
la mañana del siguiente día le pareció larga a Ulrich Kunsi. El viejo Han fumaba y escupía al lar, mientras que el joven
miraba por la ventana la resplandeciente montaña frontera a la casa.
Salió por la tarde y, repitiendo el trayecto de la víspera, buscaba en el suelo las huellas de los cascos del mulo que
había llevado a las dos mujeres. Después, cuando estuvo en el puerto de la Gemmi, se tumbó sobre el vientre el borde del
abismo y miró hacia Loéche.
El pueblo, en su pozo de rocas, aún no estaba anegado bajo la nieve, aunque ésta llegase muy cerca, detenida en seco por
los bosques de abetos que protegían sus alrededores. Sus casas bajas parecían, desde allá arriba, adoquines en un prado.
La hija de los Hauser estaba allí, ahora, en una de aquellas grises moradas. ¿En cuál? Ulrich Kunsi se hallaba demasiado
lejos para distinguirlas por separado. ¡Cómo le hubiera gustado bajar, mientras aún estaba a tiempo!
Pero el sol había desaparecido tras la gran cima del Wildstrubel, y el joven regresó. El viejo Han fumaba. Al ver entrar
a su compañero, le propuso una partida de cartas; y se sentaron uno frente a otro a ambos lados de la mesa.
Jugaron mucho tiempo, a un juego sencillo que se llama brisca, y después, habiendo cenado, se acostaron.
Los días siguiente fueron parecidos al primero, claros y fríos, sin nuevas nieves. El viejo Gaspard se pasaba las tardes
acechando a las águilas y a los pocos pájaros que se aventuran por aquellas cumbres heladas mientras que Ulrich volvía
regularmente al puerto de la Gemmi para contemplar el pueblo. Después jugaban a las cartas, a los dados, al dominó,
ganaban y perdían pequeños objetos para dar interés a las partidas.
Una mañana, Han, que se había levantado el primero, llamó a su compañero. Una nube movediza, profunda y ligera, de espuma blanca, se abatía sobre ellos, a su alrededor, sin ruido, los sepultaba poco a poco bajo un espeso y sordo colchón de
nieve. Duró cuatro días y cuatro noches. Hubo que despejar la puerta y las ventanas, cavar un pasillo y tallar peldaños
para escalar aquel polvo helado que doce horas de escarcha habían vuelto más duro que el granito de las morrenas.
Entonces vivieron como prisioneros, sin aventurarse ya lejos de su morada. Se habían repartido las tareas, que realizaban
con regularidad. Ulrich Kunsi se encargaba de fregar, de lavar, de todos los cuidados y tareas de limpieza. También era
el que partía la leña, mientras que Gaspard Han cocinaba y mantenía el fuego. Sus quehaceres, regulares y monótonos, eran
interrumpidos por largas partidas de cartas o de dados. Nunca reñían, pues los dos eran tranquilos y plácidos. Tampoco
nunca se mostraban impacientes, de mal humor, ni se decían palabras agrias, pues habían hecho provisión de resignación
para la invernada en las cumbres.
A veces el viejo Gaspard cogía su escopeta y marchaba en busca de gamuzas; mataba alguna de vez en cuando. Entonces era día de fiesta en el albergue de Schwarenbach, con un gran banquete de carne fresca.
Una mañana, salió así. El termómetro de fuera marcaba dieciocho bajo cero. Como el sol aún no había salido, el cazador
esperaba sorprender a los animales en las proximidades del Wildstrubel.
Ulrich, solo, se quedó hasta las dies en cama. Era de natural dormilón; pero no se hubiera atrevido a abandonarse así a
su inclinación en presencia del viejo guía, siempre activo y madrugador.
Almorzó lentamente con Sam, que también se pasaba los días y las noches durmiendo junto al fuego; y después se sintió
triste, casi asustado por la soledad,y asaltado por la necesidad de la cotidiana partida de cartas, como suele ocurrir
con el deseo de un hábito invencible.
Entonces salió para ir al encuentro de su compañero, que debía regresar a las cuatro.
La nieve había nivelado todo el profundo valle, colmando las grietas, borrando los dos lagos, acolchando las rocas;
formaba sólo, entre las inmensas cumbres, una inmensa concavidad blanca regular, cegadora y helada.
Hacía tres semanas que Ulrich no había vuelto al borde del abismo desde donde miraba el pueblo. Quiso regresar allá antes
de subir las pendientes que conducían al Wildstrubel. Loéche estaba ahora plantado en la nieve, y ya no se reconocían
casi las casas, sepultadas bajo aquel manto pálido.
Después, girando a la derecha, llegó al glaciar de Loemmern. Avanzaba con su paso largo de montañés, golpeando con su
bastón herrado la nieve, dura como una piedra. Y buscaba con su aguda vista el puntito negro y móvil, a lo lejos, sobre
aquella alfombra desmesurada.
Cuando estuvo a la orilla del glaciar se detuvo, preguntándose si el viejo habría tomado aquel camino; después se puso a
bordear las morrenas con pasos más rápidos e inquietos.
La luz disminuía; la nieve se volvía rosada; un viento seco y helado corría con bruscas ráfagas sobre su superficie de
cristal. Ulrich lanzó una llamada aguda, vibrante, prolongada. La voz se perdió en el silencio de muerte en el que
dormían las montañas; corrió a lo lejos sobre las olas inmóviles y profundas de espuma glacial, como un grito de pájaro
sobre las olas del mar; después se extinguió sin que nada le respondiese.
Reanudó la marcha. El sol se había hundido, allá abajo, tras las cimas que los reflejos del cielo teñían de púrpura aún;
pero las profundidades del valle se estaban poniendo grises. Y el joven tuvo miedo de repente. Le pareció que el silencio,
el frío, la soledad, la muerte invernal de aquellos montes entraban en él, iban a detener y helar su sangre, a entumecer
sus miembros, a convertirlo en un ser inmóvil y helado. Y echó a correr, huyendo hacia la casa. El viejo, pensaba, habría
regresado durante su ausencia. Había tomado otro camino; estaría sentado al amor de la lumbre, con una gamuza muerta a
sus pies.
Pronto divisó el albergue. No salía ningún humo. Ulrich corrió más de prisa, abrió la puerta. Sam se abalanzó a hacerle
fiestas, pero Gaspard Han no había regresado.
Asustado, Kunsi giró sobre sí mismo, como si hubiera esperado descubrir a su compañero escondido en un rincón. Después
encendió el fuego y preparó la sopa, esperando siempre ver aparecer al anciano.
De vez en cuando, salía para ver si llegaba. Había caído la noche, la macilenta noche de las montañas, la pálida noche,
la lívida noche que iluminaría, al borde del horizonte, una media luna amarilla y fina a punto de ocultarse tras las
cumbres.
Después el joven volvía a entrar, se sentaba, se calentaba los pies y las manos imaginando todos los posibles accidentes.
Gaspard había podido romperse una pierna, caer en un hoyo, dar un paso en falso que le había torcido el tobillo. Y
permanecía tendido en la nieve, presa del frío, entumecido, angustiado, perdido, quizás pidiendo auxilio, llamando con
toda la fuerza de sus pulmones en el silencio de la noche.
Pero ¿dónde? La montaña era tan vasta, tan dura, tan peligrosa en las cercanías, sobre todo en esta estación, que habrían
sido precisos diez o veinte guías y caminar durante ocho días en todas las direcciones para encontrar a un hombre en
aquella inmensidad.
Ulrich Kunsi, sin embargo, se decidió a salir con Sam si Gaspard Han no había vuelto entre la medianoche y la una de la
madrugada.
E hizo sus preparativos.
Metió víveres para dos días en una bolsa, cogió sus garfios de hierro, se arrolló a la cintura una cuerda larga, delgada
y fuerte, comprobó el estado de su bastón herrado y de la hachuela que sirve para tallar escalones en el hielo. Después
esperó. El fuego ardía en la chimenea; el gran perro roncaba bajo la claridad de la llama; el reloj palpitaba como un
corazón con golpes regulares en su caja de madera sonora.
Esperaba, la oreja aguzada a los ruidos lejanos, estremeciéndose cuando el leve viento rozaba el tejado y los muros.
Sonó la medianoche; él se estremeció. Después, como se notaba tembloroso y acobardado, puso agua al fuego, con el fin de
tomar un café muy caliente antes de ponerse en camino.
Cuando el reloj dio la una, se levantó, despertó a Sam, abrió la puerta y echó a andar en dirección al Wildstrubel.
Durante cinco horas trepó, escalando las rocas con ayuda de los garfios, cortando el hielo, avanzando siempre y a veces
izando, con la cuerda, al perro que se había quedado al pie de una escarpadura demasiado abrupta. Eran cerca de las seis
cuando llegó a una de las cumbres donde el viejo Gaspard solía ir en busca de gamuzas.
Y esperó a que amaneciera.
El cielo palidecía sobre su cabeza; y de pronto un extraño resplandor, nacido no se sabe dónde, iluminó bruscamente el
inmenso océano de las pálidas cimas que se extendían en cien leguas a la redonda. Hubiérase dicho que aquella vaga
claridad brotaba de la propia nieve para difundirse por el espacio. Poco a poco las más altas cumbres lejanas se
volvieron todas de un rosa tierno como la carne, y el rojo sol apareció tras los pesados gigantes de los Alpes berneses.
Ulrich Kunsi reanudó su camino. Marchaba como un cazador, inclinado, rastreando huellas, diciéndole al perro: «Busca,
pequeño, busca.»
Bajaba la montaña ahora, registrando con la mirada las simas, y a veces, al llamar, lanzando un grito prolongado, muerto
muy pronto en la inmensidad muda Entonces pegaba la oreja al suelo, para escuchar; creía percibir una voz, echaba a
correr, llamaba de nuevo, no oía ya nada y se sentaba, agotado, desesperado. Hacia mediodía almorzó y le dio la comida a
Sam, tan cansado como él mismo. Después reanudó su búsqueda.
Cuando anocheció, seguía caminando, habiendo recorrido cincuenta kilómetros de montaña. Como se hallaba demasiado lejos de la casa para volver a ella, y demasiado fatigado para arrastrarse más tiempo, cayó un hoyo en la nieve y se agazapó en
él con su perro, bajo una manta que había llevado. Y se acostaron uno junto al otro, aunque helados hasta la médula.
Ulrich apenas durmió, la mente obsesionada por visiones, los miembros sacudidos por escalofríos.
Iba a amanecer cuando se levantó. Tenía las piernas rígidas como barras de hierro, el alma tan débil que casi gritaba de
angustia, el corazón tan palpitante que casi se desplomaba de emoción en cuanto creía oír el menor ruido.
Pensó de pronto que también él se iba a morir de frío en aquella soledad, y el espanto de aquella muerte,fustigando su
energía, despertó su vigor.
Descendía ahora hacia el albergue, cayendo, levantándose, seguido de lejos por Sam, que cojeaba de una pata.
Llegaron a Schwarenbach sólo hacia las cuatro de la tarde. La casa estaba vacía. El joven encendió lumbre, comió y se
durmió, tan embrutecido que ya no pensaba en nada.
Durmió mucho tiempo, mucho tiempo, con un sueño invencible. Pero de pronto una voz, un grito, un nombre «Ulrich», sacudió su profundo letargo y lo hizo erguirse. ¿Había soñado? ¿Era una de esas llamadas extrañas que cruzan por los sueños de
las almas inquietas? No, lo oía aún, aquel grito vibrante, metido en sus tímpanos y que seguía en su carne hasta la punta
de sus nerviosos dedos. Sí, habían gritado; habían llamado: «¡Ulrich!» Alguien estaba allí, cerca de la casa. No cabían
dudas. abrió la puerta y chilló: «¿Eres tú, Gaspard?» con todo el poder de sus pulmones.
Nada respondió; ni el menor sonido, ni el menor murmullo, ni el menor gemido, nada. Era de noche. La nieve estaba
descolorida.
Se había levantado viento, ese viento helado que raja las piedras y no deja nada vivo en aquellas alturas abandonadas.
Pasaba con ráfagas bruscas más agostadoras y mortales que el viento de fuego del desierto. Ulrich gritó de nuevo:
«¡Gaspard! ¡Gaspard! ¡Gaspard!»
Después esperó. ¡Todo seguía mudo en la montaña! Entonces el espanto lo sacudió hasta los huesos. De un salto entró en el
albergue, cerró la puerta y corrió los cerrojos; después cayó tiritando en una silla, seguro de que su camarada acababa
de llamarlo en el momento en que entregaba su espíritu.
De esto estaba seguro, como se está seguro de vivir o de comer pan. El viejo Gaspard Han había agonizado durante dos días y tres noches en alguna parte, en un hoyo, en uno de esos hondos barrancos inmaculados cuya blancura es más siniestra que las tinieblas de los subterráneos. Había agonizado durante dos días y tres noches, y acababa de morir ahora mismo
pensando en su compañero. Y su alma, apenas libre, había volado hacia el albergue donde dormía Ulrich, y lo había llamado
con la virtud misteriosa y terrible que tienen las almas de los muertos para hostigar a los vivos. Había gritado, esa
alma sin voz, dentro del alma abrumada del durmiente; había gritado su postrer adiós, o su reproche, o su maldición al
hombre que no había buscado lo bastante.
Y Ulrich la sentía allí, muy cerca, detrás del muro, detrás de la puerta que acababa de cerrar. Merodeaba, como un ave
nocturna que roza con sus plumas una ventana iluminada; y el joven, enloquecido, estaba a punto de gritar de horror.
Quería huir y no se atrevía a salir; no se atrevía ni se atrevería ya en adelante, pues el fantasma se quedaría allí, día
y noche, alrededor del albergue, mientras el cuerpo del viejo guía no fuera hallado y depositado en la tierra bendita de
un cementerio.
Llegó el día y Kunsi recobró parte de su seguridad con el brillante retorno del sol. Preparó su comida, hizo la del perro,
y después se quedó en una silla, inmóvil, el corazón torturado, pensando en el viejo tendido en la nieve
Después, en cuanto la noche cubrió la montaña, nuevos terrores lo asaltaron. Caminaba ahora por la cocina oscura, apenas
iluminada por la llama de una candela, caminaba de un extremo a otro de la pieza, a grandes pasos, escuchando, escuchando por si el grito espantoso de la otra noche iba a cruzar de nuevo el lóbrego silencio del exterior. Se sentía solo, el
desdichado, ¡solo como ningún hombre había estado jamás! Estaba solo en aquel inmenso desierto de nieve, solo a dos mil
metros sobre la tierra habitada, sobre las casas humanas, sobre la vida que se agita, bulle y palpita, ¡solo en el cielo
helado! Lo atenazaban unas ganas locas de escapar a cualquier sitio, de cualquier manera, de bajar a Loéche arrojándose
al abismo; pero ni siquiera se atrevía a abrir la puerta, seguro de que el otro, el muerto, le cerraría el camino, para
no quedarse también solo allá arriba.
Hacia medianoche, harto de caminar, abrumado de angustia y de miedo, se amodorró por fin en una silla, pues temía la cama
como se teme un lugar frecuentado por aparecidos.
Y de pronto el grito estridente de la otra noche le desgarró los oídos, tan agudo que Ulrich extendió el brazo para
rechazar al aparecido, y cayó de espaldas con su asiento.
Sam, despertado por el ruido, empezó a aullar como aullan los perros asustados, y daba vueltas alrededor de la vivienda
buscando de dónde venía el peligro. Al llegar junto a la puerta, olfateó por debajo, resoplando y husmeando con fuerza,
el pelaje erizado, la cola tiesa, gruñendo.
Kunsi, enloquecido, se había levantado y, sujetando la silla por una pata, gritó: «No entres, no entres o te mato.» Y el
perro, excitado por aquella amenaza, ladraba con furia contra el invisible enemigo que desafiaba la voz de su amo.
Sam, poco a poco, se calmó y volvió a tumbarse cerca de la lumbre, pero seguía inquieto, la cabeza alzada, los ojos
brillantes y gruñendo entre los colmillos.
Ulrich, a su vez, recobró los sentidos, pero como se sentía desfallecer de terror, fue a buscar una botella de
aguardiente a la alacena, y tomó, uno tras otro, varios vasos. Sus ideas se volvían vagas; su valor se afirmaba; una
fiebre de fuego se deslizaba por sus venas.
Casi no comió al día siguiente, limitándose a beber alcohol. Y durante varios días seguidos vivió así, borracho como una
cuba. En cuanto volvía el pensamiento de Gaspard Han, empezaba a beber hasta el instante en que caía al suelo, abatido
por la embriaguez. Y alli se quedaba, de bruces, borracho perdido, con los miembros rotos, roncando, la frente en el
suelo. Pero apenas había digerido el líquido enloquecedor y ardiente, el grito, siempre el mismo de «¡Ulrich!», lo
despertaba como una bala que le perforase el cráneo; y se erguía tambaleándose aún, extendiendo las manos para no caer,
llamando a Sam en su auxilio. Y el perro, que parecía volverse loco como su amo, se precipitaba a la puerta, la arañaba
con las patas, la roía con sus largos dientes blancos, mientras el joven, el cuello hacia atrás, la cabeza alzada, sorbía
a grandes tragos, como si fuera agua fresca tras una carrera, el aguardiente que en seguida adormecería de nuevo su mente,
y su recuerdo, y su pavoroso terror.
En tres semanas se bebió toda su provisión de alcohol. Pero aquella borrachera continua no hacía sino adormecer su
espanto, que se despertó con mayor furia cuando fue imposible calmarlo. Entonces la idea fija, exasperada por un mes de
embriaguez, y creciendo sin cesar en la total soledad, penetraba en él a la manera de una barrena. Caminaba ahora por su
morada como un animal enjaulado, pegando la oreja a la puerta para escuchar si el otro estaba allí, y desafiándolo, a
través de los muros.
Después, cuando se adormilaba, vencido por la fatiga, oía la voz que le hacía ponerse en pie de un salto.
Por fin, una noche, semejante a un cobarde sacado de sus casillas, se precipitó hacia la puerta y la abrió para ver al
que lo llamaba y para obligarlo a callarse.
Recibió en pleno rostro un soplo de aire frío que lo heló hasta los huesos y volvió a cerrar la hoja y corrió los
cerrojos, sin fijarse en que Sam se había lanzado al exterior. Después, temblando, arrojó leña al fuego, y se sentó ante
él para calentarse; pero de pronto se estremeció, alguien arañaba el muro llorando.
Gritó enloquecido: «Vete.» Le respondió una queja, larga y dolorosa.
Entonces todo lo que le quedaba de razón fue arrastrado por el terror. Repetía «Vete» girando sobre sí mismo para
encontrar un rincón donde ocultarse. El otro, sin dejan de llorar, pasaba a lo largo de la casa frotándose contra el muro.
Ulrich se lanzó hacia el aparador de roble lleno de vajilla y provisiones, y, levantándolo con una fuerza sobrehumana,
lo arrastró hasta la puerta, para defenderse con una barricada. Después, amontonando unos sobre otros todo lo que quedaba
de muebles, los colchones, los jergones, las sillas, tapó la ventana como se hace cuando el enemigo nos sitia.
Pero el de fuera lanzaba ahora grandes gemidos lúgubres a los que el joven empezó a responder con gemidos similares.
Y transcurrieron días y noches sin que cesaran de aullar uno y otro. El uno giraba sin cesar en torno a la casa y clavaba
sus uñas en las paredes con tanta fuerza que parecía querer derribarlas; el otro, dentro, seguía todos sus movimientos,
encorvado, la oreja pegada a la piedra, y respondía a todas sus llamadas con espantosos gritos.
Una noche, Ulrich no oyó ya nada; y se sentó tan destrozado por el cansancio que se durmió al punto.
Se despertó sin un recuerdo, sin una idea, como si toda la cabeza se le hubiera vaciado durante aquel sueño agotador.
Tenía hambre, comió.
El invierno había acabado. El paso de la Gemmi volvía a ser practicable; y la familia Hauser se puso en camino para
regresar a su albergue.
En cuanto llegaron a lo alto de la cuesta las mujeres se encaramaron al mulo, y hablaron de los dos hombres a quienes
iban a ver enseguida.
Les extrañaba que uno de ellos no hubiera bajado unos días antes, en cuando el camino se había vuelto transitable, para
dar noticias de la larga invernada.
Por fin divisaron el albergue, todavía cubierto y acolchado de nieve. La puerta y la ventana estaban cerradas; un poco de
humo salía por el tejado, lo cual tranquilizó al viejo Hauser. Pero al acercarse vio, sobre el umbral, un esqueleto de
animal descuartizado por las águilas, un gran esqueleto tendido sobre un costado.
Todos lo examinaron: «Debe ser Sam», dijo la madre. Y llamó: «¡Eh, Gaspard!» Un grito respondió en el interior, un grito
agudo, que se hubiera dicho lanzado por un animal. El viejo Hauser repitió: «¡Eh, Gaspard! »Otro grito semejante al
primero se dejó oír.
Entonces los tres hombres, el padre y los dos hijos, trataron de abrir la puerta. Resistió. Cogieron en el establo vacío
una larga viga para usarla como ariete, y la lanzaron con todo su peso. La madera crujió, cedió, las tablas volaron en
pedazos; después un gran ruido estremeció la casa y vieron, dentro, detrás del aparador derribado, a un hombre de pie,
con el pelo que le caía por los hombros, una barba que le caía sobre el pecho, ojos brillantes y jirones de tela sobre el
cuerpo.
No lo reconocían, pero Louise Hauser exclamó: «¡Es Ulrich, mamá! » Y la madre comprobó que era Ulrich, aun cuando su
cabello era blanco.
Los dejó acercarse; se dejó tocar; pero no respondió a las preguntas que le hicieron; y hubo que llevarlo a Loéche, donde
los médicos comprobaron que estaba loco.
Y nadie supo jamás qué había
sido de su compañero. La joven Hauser estuvo a punto de morir, aquel verano, de una
enfermedad de postración que se atribuyó al frío de la montaña.
ALEXANDRE
Igual que todos los días, a las cuatro de la tarde, Alexandre llevó frente a la puerta de la casita del matrimonio
Marambaile el coche de paralítico, de tres ruedas, en el cual paseaba hasta las seis, por prescripción del médico, a su
anciana y lisiada señora.
Cuando hubo colocado el ligero vehículo junto al escalón, en el lugar exacto donde podía subir fácilmente a la voluminosa
señora, entró en la vivienda; pronto se oyó en el interior una voz furiosa, una voz enronquecida de viejo soldado, que
vociferaba reniegos: era la del amo, el capitán de infantería retirado Joseph Marambaile. Después hubo un ruido de
puertas cerradas con violencia, un ruido de sillas empujadas, un ruido de pasos agitados, después nada mas, y al cabo de
unos instantes Alexandre reapareció en el umbral de la puerta, sosteniendo con todas sus fuerzas a la señora Marambaile,
extenuada por el descenso de las escaleras. Cuando estuvo instalada, no sin trabajo, en la silla de ruedas, Alexandre
pasó detrás, agarró la barra torneada que servía para empujar el vehículo, y lo puso en marcha hacia la orilla del río.
Cruzaban así todos los días la pequeña ciudad en medio de respetuosos saludos que se dirigían tal vez tanto al criado
como a su señora, pues si ella era querida y estimada por todos, él, el veterano de barba blanca, de barba patriarcal,
pasaba por un modelo de servidores.
El sol de julio caía brutalmente sobre la calle, anegando las casas bajas con su luz triste a fuerza de ardiente y cruda.
Algunos perros dormían en las aceras dentro de la línea de sombra de las paredes, y Alexandre, resoplando un poco,
apretaba el paso para llegar cuanto antes a la avenida que lleva al agua.
La señora Maramballe dormitaba ya bajo su blanca sombrilla, cuya contera abandonaba iba a veces a apoyarse en el rostro
impasible del hombre. Cuando llegaron al paseo de los Tilos se despertó del todo bajo la sombra de los árboles, y dijo
con voz benévola:
«Vaya más despacito, mi pobre muchacho, se esta usted matando con este calor.»
No pensaba, la buena señora, en su ingenuo egoísmo, que si deseaba ahora ir menos de prisa era justamente porque acababa de llegar al abrigo de las hojas, junto a aquel camino cubierto por los viejos tilos podados en forma de bóveda, el
Navette corría por un lecho tortuoso entre dos hileras de sauces. Los gluglúes de los remolinos, de los saltos sobre las
rocas, de las bruscas revueltas de la corriente, desgranaban a lo largo de aquel paseo una dulce canción de agua y un
frescor de aire mojado.
Tras haber respirado y saboreado un buen rato el encanto húmedo de aquel lugar, la señora Maramballe murmuró:
« ¡Ea!, esto va mejor. Pero hoy no se levantó de buenas.»
Alexandre respondió:
«Ah, no, señora.»
Desde hacía treinta y cinco años estaba al servicio de la pareja, primero como ordenanza del oficial, después como simple
criado que no ha querido separarse de sus amos; y desde hacía seis años empujaba todas las tardes a su señora por los
estrechos caminos de los alrededores de la ciudad.
De aquel prolongado y abnegado servicio, de estar todos los días a solas, había nacido entre la anciana señora y el viejo
servidor una especie de familiaridad, cariñosa en ella, deferente en él.
Hablaban de los asuntos de la casa como se habla entre iguales. Su principal tema de conversación y de inquietud era, por
lo demás, el mal carácter del capitán, agriado por una larga carrera iniciada brillantemente, proseguida después sin
ascensos y rematada sin gloria.
La señora Maramballe prosiguió:
«Como levantarse de malas, sí que se levantó. Le ocurre con demasiada frecuencia desde que se retiró del servicio. »
Y Alexandre, con un suspiro, completó el pensamiento de su ama.
« Oh! La señora podría decir que le ocurre todos los días y que le ocurría también antes de dejar el ejército.
—Es cierto. Pero tampoco ha tenido suerte, el hombre. Empezó con un acto de bravura que le valió una condecoración a los
veinte años, y después, de los veinte a los cincuenta, no pudo llegar más que a capitán, siendo así que contaba al .
principio con ser al menos coronel cuando se retirase.
—La señora podría decir también que, después de todo, la culpa es suya. Si no hubiera sido siempre tan suave como una
fusta, sus jefes lo habrían querido y protegido más. No sirve de nada ser duro, hay que agradar a la gente para estar
bien visto.
«Si nos trata así a nosotros la culpa es nuestra, porque nos gusta quedarnos con él, pero, con los demás, es diferente».
La señora Maramballe reflexionaba. ¡Oh! Desde hacía años y años, pensaba así cada día en las brutalidades de su marido,
con quien se había casado antaño, hacía mucho tiempo, porque era un guapo oficial, condecorado muy joven, y lleno de
futuro, decían. ¡Cómo se engaña uno en la vida!
Murmuró:
«Parémonos un poco, mi pobre Alexandre, y descanse en su banco.»
Era un pequeño banco de madera semipodrido situado en un recodo de la vereda para los paseantes domingueros. Cada vez que iban por aquella parte, Alexandre tenía la costumbre de respirar unos minutos en aquel asiento.
Se sentó y cogiéndose entre las manos, con un gesto familiar y lleno de orgullo, la hermosa barba blanca abierta en
abanico, la apretó y después la hizo deslizarse entre sus dedos hasta la punta, que retuvo unos instantes sobre el hueco
del estómago como para sujetarla allí y comprobar una vez más la gran largura de aquella vegetación.
La señora Maramballe prosiguió:
«Yo me casé con él; es justo y natural que soporte sus injusticias, pero lo que no entiendo es que usted lo haya
aguantado también, mi buen Alexandre.»
El hizo un vago movimiento de hombros y se limité a decir:
« ¡Oh!, yo... señora.»
Ella agregó:
«Pues sí. Lo he pensado a menudo. Usted era su ordenanza cuando me casé con él y no tenía más remedio que soportarlo.
Pero, después, ¿por qué se quedó con nosotros, que le pagamos tan poco y lo tratamos tan mal, cuando habría podido hacer
como todo el mundo, establecerse, casarse, tener hijos, crear una familia? »
El repitió:
« ¡Oh!, yo, señora, es diferente.» Después calló; pero tiraba de la barba como si hubiera tocado una campana que resonaba
en su interior, como si hubiera tratado de arrancarla, y revolvía unos ojos asustados de hombre puesto en un aprieto.
La señora Maramballe seguía su pensamiento.
«No es usted un campesino. Recibió una educación... »
El la interrumpió con orgullo:
«Había estudiado para perito topógrafo, señora.
—Y entonces, ¿por qué se quedó a nuestro lado, para echar a. perder su existencia? »
El balbució:
« ¡ Así son las cosas! ¡ Así son las cosas! La culpa es de mi manera de ser.
—¿Cómo, de su manera de ser?
—Sí, cuando le cojo cariño a alguien, se lo cojo, y se acabó».
Ella se echó a reír.
«¡Vamos!, no me irá usted a hacer creer que los buenos modos y la dulzura de Maramballe le hicieron cogerle cariño para
toda la vida».
El se agitaba en su banco, perdiendo visiblemente la cabeza, y masculló entre los largos pelos de sus bigotes:
«¡No es a él! ¡Es a usted! »
La anciana señora, que tenía un semblante muy dulce, coronado entre la frente y el sombrero por una línea nevada de
cabellos rizados a diario con el mayor esmero y lustrosos como plumas de cisne, hizo un movimiento en el coche y
contempló a su sirviente con ojos sorprendidos.
« ¿A mí, pobre Alexandre? ¿Y cómo es eso?
El se puso a mirar al aire, después a un lado, después a lo lejos, volviendo la cabeza, como hacen los hombres tímidos
obligados a confesar secretos vergonzosos. Después declaró con un valor de veterano a quien le ordenan que marche hacia
el fuego:
«Así es. La primera vez que le llevé a la señorita una carta del teniente, y que la señorita me dio un franco
dirigiéndome una sonrisa, quedó decidido así.»
Ella insistía, sin entender muy bien.
«Veamos, explíquese».
Entonces él se lanzó, con el espanto de un miserable que confiesa un crimen y se pierde.
«Sentí un sentimiento por la señora. ¡Eso es!»
Ella no respondió, dejó de mirarlo, bajó la cabeza y reflexionó. Era buena, estaba llena de rectitud, de dulzura, de
razón y de sensibilidad. Pensó, en un segundo, en la inmensa abnegación de aquel pobre ser que había renunciado a todo
para vivir a su lado, sin decir nada. Y le dieron ganas de llorar.
Después, adoptando una expresión un poco grave, aunque nada enojada, dijo:
«Regresemos.»
El se levantó, se puso detrás de la silla de medas, y volvió a empujarla.
Cuando se acercaban al pueblo, distinguieron en el centro del camino al capitán Maramballe, que iba hacia ellos.
En cuanto los alcanzó, dijo a su mujer con un visible deseo de enfadarse:
«¿Qué tenemos de cena?
—Un pollito con habichuelas».
Se enfureció.
«¡Pollo, más pollo, siempre pollo, maldita sea! Estoy harto de pollo. ¿Es que no tienes ni una idea en la cabeza? ¡Todos
los días me das de comer lo mismo! ».
Respondió, resignada:
«Pero querido, ya sabes que el médico te lo tiene ordenado. Es lo mejor para tu estómago. Si no estuvieras enfermo del
estómago, te daría de comer muchas cosas que no me atrevo a servirte.»
Entonces él se plantó, exasperado, delante de Alexandre.
«Si estoy enfermo del estómago, la culpa es de este animal. Hace treinta y cinco años que me envenena con sus asquerosos
guisos».
La señora Maramballe, bruscamente, volvió la cabeza casi del todo para mirar al viejo criado. Sus ojos entonces se
encontraron y se dijeron, el uno al otro, con esa sola mirada:
«Gracias.»
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