Enrique Anderson Imbert
Aleluya del moribundo
El fantasma
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ALELUYA DEL MORIBUNDO
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Isaac Kornblit visitó a Rodrigo Alvarez, que acababa de salir del hospital. Lo encontró demacrado pero muy contento de vivir otra vez en su casa.
-! No me diga! ¿ Así que usted pudo verlo y oírlo hasta el último momento? -le preguntó-. ! Que privilegio, aunque triste, estar junto al insigne Jacobo Stein a la hora de su muerte! ¿Qué decía, qué decía? Porque supongo que Stein conservó su lucidez hasta el último momento.
-Sí, claro -contestó Alvarez-, pero no crea que comnigo fue muy profundo. Eso sí, sabía contar.
-¿ Contar qué? ¿ La historia de Israel?
-No. Un cuento.
-¿ Cómo es eso?
-Y bueno... Ya le dije. Cuando me internaron en el hospital me pusieron en la misma sala en que atendían a Stein. Una mesa de luz separaba nuestras camas. El estaba mucho peor que yo pero yo estaba mucho más deprimido que él. Probablemente él sabía que iba a morir y que yo no sufría de nada grave. Si es así, su conducta fue de veras piadosa porque se sobrepuso a sus propias dolencias y, para animarme, me daba conversación. Yo no tenía ganas de conversar y para que me dejara tranquilo... (perdóneme, sé que para ustedes Jacobo Stein es una gran figura del Sionismo pero para mí no era nadie; yo ni recordaba que Stein había sido profesor de historia en Israel)... le avisé que si quería hablar que hablase pero que yo no iba a contestarle porque me sentía mal y además porque, igualito que Azorín cuando tengo algo que decir lo escribo y no necesito hablar. Ahí no más Stein se pusó a filosofar sobre o oral y lo escrito. Supongo que para un judío la Biblia ha de significar algo ¿no? Bueno, me extranó que Stein, siendo judío, dijera que el Libro daña al hombre. Repetía el argumento del egipcio Ammon en aquel cuentito que Platón, en el Fedro, puso en boca de Sócrates: la escritura, a diferencia de la palabra viva, debilita la memoria de los lectores y los hace mentalmente perezoso. Me limité a contestarle, creo que de mal modo, que a mi los ojos me sirven más que las orejas y que lo que me estaba afligiendo en ese hospital era que yo pudiera cerrar los ojos pero no las orejas. No se dio por aludido y siguió provocándome para obligarme a conversar. Por ahí se me escapó que yo había escrito uno que otro cuento. Stein me preguntó si yo estaba seguro de que esos cuentos escritos por mí no seguían una tradición oral. Porque, agregó, él había localizado la fuente folklórica de muchos cuentos de hoy que pasan por ser de escritura novísima. ! Bah! Ganas de hacerme dudar de la originalidad de mis propios cuentos... Sobre la mesa de luz había un libro. Stein me lo mostró. Estaba escrito en caracteres hebreos. Lo hojeó. Yo sabía !tan ignorante no soy! que el hebreo se lee al revés pero de todos modos se me anojó un poquito ridículo que un hombre tan viejo hiciera pasar las páginas de atrás para adelante como un chico que no sabe leer. "Es", me dijo con un retintín burlón, "una antología de cuentos israelíes. Ya ve: están escritos; así que, según usted, deben ser buenos". Se sonrió con picardía y me miró con ojitos irónicos.
"¿Por qué diablos se sonríe y me mira así"?, pensé. Agregó: "Si quiere le resumo uno". Sin esperar respuesta empezó a resumirme un cuento que desde entonces no puedo olvidar, por la vivacidad con que lo cont6. Cuando al día siguiente me desperté, la cama de Stein estaba vacía. Me explicaron que Stein se había descompuesto a medianoche y ya en la madrugada estaba muerto. De veras lo sentí. Pensé en el cuento que me había contado, el, el moribundo, para aliviarme a mí, que no sufría de nada grave, y eché una mirada sobre la mesa de luz. Sí. Allí había quedado el libro en hebreo. Como nadie lo reclamó me lo traje. Esta ahí. Komblit suspiró:
-! Pobre Stein! Y dígame ¿cómo era ese cuento que tanto lo impresionó?
-Era un cuento sobre dos soldados en la guerra de 1967 entre Israel y Egipto.
-A ver, cuéntemelo.
-En una sala del hospital militar hay dos camas: una al lado de la ventana y la otra en un rincón. Cuando traen al soldado David ya la cama de la ventana está ocupada por el soldado Samuel. Este, a pesar de la gravedad de sus heridas, es un optimista. Saluda a su nuevo compañero en desgracia y, viéndolo decafdo, procura aniamarlo y aun divertirlo. Como desde su cama puede mirar por la ventana, Samuel le describe a David todo lo que ve: un capitán que resbala en una cáscara de banana y se cae, un perro que no quiere devolverle la pelota a un niño, enfermeras bonitas que atraviesan el jardín con las faldas levantadas por el viento... David oye la relación del interminable desfite de escenas. Pasan días. La salud de David mejora. Por lo contrario, Samuel empeora y muere. Esa noche trasladan a David a la cama que ocupaba Samuel y en cambio la de David es ocupada por un nuevo herido.
David espera con impaciencia toda la noche para que, a la mañana siguiente, corran la persiana y pueda asomarse por la ventana, ver las cosas interesantes que ocurren en el jardín y animar al nuevo soldado como Samuel lo animó a él. La enfermera abre la ventana. David, ansioso, mira y ve que no hay tal jardín: a dos metros de la ventana un gran muro oblitera toda la vista. ¿ Y cómo va a animar ahora al nuevo herido si él, David, no tiene la imaginación de Samuel?
Hubo un largo silencio del que salió Komblit con un zumbido:
-!Humm! !Qué casualidad! Los dos soldados del cuento, heridos en un hospital... Stein y usted, también en el hospital, enfermos... Bastante simétrico ¿no te parece? Discúlpeme que sea tan suspicaz pero ¿me deja ver el libro del que Skin sacó ese cuento?
-Sí. Allí Lo tiene, sobre la cómoda. Komblit se levantó, fue a buscarlo, lo examinó y soltó una carcajada.
-¿De qué se rie?
-Este libro, querido Alvarez, no es una antología de cuenteos, es un tratado arqueológico titulado El Tercer Muro de Jerusalén.
-¿ Quiere decir que ese cuento que Stein me contó no estaba ahí?
-Sospecho que ni ahí ni en ninguna parte. Posiblemente Stein quería entretenerlo a usted. Y sabiendo que usted respeta más el libro que la conversación fingió que el cuento que le contaba estaba escrito. ¿Se ha fijado en la curiosa coincidencia? Samuel, el soldado que dice mirar por una ventana tapada y alivia con mentiras a David, su camerada, es el "doble" del Jacobo Stein que lo divirtió a usted mintiéndole que narraba un cuento de un mamotreto arqueológico. Improvisó el cuento de los dos soldados especialmente para que coincidiera con la situación de ustedes dos, tendidos en una sala de hospital.
!Vaya a saberse con qué propósito!
Alvarez murmuró:
-Es posible...
Y en seguida, en voz alta -no fuera que Komblit lo creyese molesto porque lo habían engañado- afirmó:
-Como quiera que sea, el cuento me gustó. Sigo gozando del jardín tal como Samuel se lo describió a David. Puedo ver a las lindas enfermeras con las piernas al viento como si me las estuvieran mostrando en este mismo instante. Lástima que ese cuento oral no exista literalmente.
-¿Por qué lamentarse de que no exista? Si usted lo gozó, aunque sea una sola vez, ya es suficiente ¿no? No existe como literatura... Bueno ¿y qué? Razón de más para que usted lo haga existir. Escríbalo. En el juego de paralelas que Stein estableció, él era Samuel y usted David. Escriba el cuento que le contó siquiera para probar que usted no se ha quedado inhibido como David, tan poco imaginativo que fue incapaz de consolar al prójimo como Samuel lo había consolado a él. El cuento podría comenzar así: "Isaac Kormblit visitó a Rodrigo Alvarez, que acababa de salir del hospital. Lo encontró demacrado pero muy contento de vivir otra vez en su casa".
Komblit y Alvarez rompieron a reí como chicos.
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El fantasma
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Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación.
¿Con que eso era la muerte?
¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo... Y sobre todo ¡qué inmutables, qué indiferentes a su muerte lo objetos que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la percha...Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver, cara al cielo raso.
Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada! - Si yo pudiera alzarle los párpados quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo - pensó.
Porque así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y los dos dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su aborrecida condición de mamífero.
-Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi humilde morada.
Y con buen humor se aproximó a su cadáver - jaula vacía - y fue a entrar para animarlo otra vez.
¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo instante se abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de silla y cuerpo caídos.
- ¡No entres! - gritó él, pero sin voz.
Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró.
- ¡Cállate! ¡lo has echado todo a perder! - gritaba él, pero sin voz.
¡Qué mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante la experiencia. Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto, definitivamente muerto. ¡Qué mala suerte!
Acechó a su mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su propio cadáver, con la nariz como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñas irrumpieron a la carrera como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe, poco a poco se acercaron y al rato todas lloraban, unas sobre otras. También él lloraba viéndose allí en el suelo, porque comprendió que estar muerto es como estar vivo, pero solo, muy solo.
Salió de la habitación, triste.
¿Adónde iría?
Ya no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio.
Y empezó a descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre. Se paró en el rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido creyendo que se movía como si tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como perspectiva la altura donde antes llevaba sus ojos físicos! Puro hábito. Quiso probar entonces las nuevas ventajas y se echó a volar por las curvas del aire. Lo único que no pudo hacer fue traspasar los cuerpos sólidos, tan opacos, las insobornables como siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera; simplemente no podía atravesarlos. Puertas, ventanas, pasadizos, todos los canales que abre el hombre a su actividad, seguían imponiendo direcciones a sus revoloteos. Pudo colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas. Él, muerto, no era una especie de virus filtrable para el que siempre hay pasos; sólo podía penetrar por las hendijas que los hombres descubren a simple vista. ¿Tendría ahora el tamaño de una pupila de ojo? Sin embargo, se sentía como cuando vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más, y bajó a retomar sobre el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de su cuerpo ausente, de las posturas que antes había adoptado en cada caso, de las distancias precisas donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así a su alrededor su propia figura; y se insertó donde antes había tenido las pupilas.
Esa noche veló al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus amigos y oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando los terrones del camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron.
Él había sido toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, de casa a su oficina. Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones de viajar al estómago de la ballena o de recorrer el gran hormiguero. Prefirió hacer como que se sentaba en el viejo sillón y gozar de la paz de los suyos.
Pronto se resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le bastaba con que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la pared.
A veces se lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera para cambiar impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas partes e iba al cine con las niñas.
En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó que se muriera. Tenía la esperanza de que, al morir, el alma de ella vendría a hacerle compañía. Y se murió su mujer, pero su alma fue tan invisible para él como para las huérfanas.
Quedó otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se consoló con el presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado, contemplando también a las hijas comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él estaba allí? Si... ¡claro!... qué duda había. ¡Era tan natural !
Hasta que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación de más allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y si toda la casa estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos olvidados, de fisgones, que divertían su eternidad espiando las huérfanas?
Se estremeció de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de gusanos. ¡Almas, almas, centenares de almas extrañas deslizándose unas encimas de otras, ciegas entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que respiraban sus hijas!
Nunca pudo recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió despreocuparse: ¡qué iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí se sintió otra vez en su hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras otra, a sus tres hijas. Se apagó así, para siempre, ese fuego de la carne que en otras familias más abundantes va extendiéndose como un incendio en el campo.
Pero él sabía que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que todos, por el gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a su cuñada como náufragos al último leño.
También murió su cuñada.
Se acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como un espejo al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el mundo de los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no había posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no había esperanzas.
Allí, entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su mujer y de sus hijas. Les dijo "¡Adiós!" sabiendo que no podían oírlo, salió al patio y voló noche arriba.
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