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jueves, 17 de julio de 2008

EL TEMPLO DE LA ABOMINACION -- ROBERT E. HOWARD

El templo de la abominación
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Robert E. Howard



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—Todo tranquilo, gruñó Wulfhere Hausakliufr. Veo el brillo de un edificio de piedra entre los árboles... ¡Por la sangre de Thor, Cormac! ¿Estás llevándonos a una trampa?
El alto gaélico sacudió su cabeza, con un gesto fruncido que oscurecía su faz siniestra y llena de cicatrices.
—Nunca he oído que hubiese un castillo en estas tierras, las tribus bretonas de los alrededores no construyen con piedra. Puede que sea una vieja ruina romana.
Wulfhere dudó, echando un vistazo atrás a las compactas filas de guerreros barbudos con yelmos de cuernos.
—Quizá sería mejor enviar un explorador.
Cormac Mac Art lanzó una carcajada. —Alarico condujo a sus godos a través del Foro hace ochenta años, aunque vosotros los bárbaros aún os sobresaltáis al oír el nombre de Roma. No temas; no hay legiones en Bretaña. Creo que es un templo druida. No tenemos nada que temer de ellos, más aún si nos dirigimos contra sus enemigos naturales.
—Y la gente de Cedric aullará como lobos cuando les ataquemos desde el Oeste en lugar de el Sur o el Este —dijo el Rompecráneos con una mueca—. Fue una astuta idea la tuya, Cormac, ocultar nuestro drakkar en la costa Oeste y atravesar Britania para caer sobre los Sajones. Pero también es una locura.
—Hay orden en mi locura, respondió el gaélico. Sé que hay pocos guerreros en los alrededores; la mayoría de los jefes se han ido a reunir con Arturo Pendragón para trazar un plan y aunar esfuerzos. Pendragón ¡Ha! No es más hijo de Uther de lo que eres tú. Uther era un loco de barba oscura, más romano que bretón y más galo que romano. Arturo es tan rubio como Eric, aquí presente. Y es un celta puro; un huérfano de una de las tribus salvajes del Oeste que nunca se doblegaron ante Roma. Fue Lancelot quien le metió en la cabeza esa idea de hacerse rey. De lo contrario no habría sido más que un jefe guerrero que habría vagado a lo largo de la frontera de su territorio.
—¿Se ha vuelto educado y caballeroso como lo eran los romanos?
—¿Arturo? ¡Ha! Uno de tus daneses sería una dama de la corte a su lado. Es un salvaje enloquecido por el ansia de matar que ama la batalla. —Cormac torció el rostro ferozmente y se tocó las cicatrices.— ¡Por la sangre de los dioses, tiene una espada hambrienta! ¡Es poca la ganancia que los piratas de Erin hemos obtenido en sus costas!
—Me gustaría cruzar mi acero con él, murmuró Wulfhere —pasando el pulgar por el filo de su gran hacha—. ¿Qué hay de Lancelot?
—Un renegado galo-romano que ha hecho todo un arte de cortar gargantas. Alterna la lectura de Petronio con la intriga y la conspiración. Gawain es un bretón de pura cepa al igual que Arturo, pero tiene inclinaciones romanizadas. Te reirías al verle imitar a Lancelot; pero lucha como un demonio hambriento de sangre. Sin esos dos, Arturo no habría sido más que un vulgar jefe bandido. No sabe leer ni escribir.
—¿Y qué? —tronó el danés— Yo tampoco... Mira; ahí está el templo. —Habían penetrado en la alta espesura entre cuyas sobras se agazapaba el amplio y achaparrado edificio que parecía observarles obscenamente desde una inquisitiva fila de columnas.
—Este no puede ser un templo bretón —gruñó Wulfhere. Pensaba que eran en su mayoría de esa nueva débil secta llamada Cristianos.
—Los mestizos romano-britanos lo son —dijo Cormac—. Los celtas puros todavía adoran a los viejos dioses, como hacemos en Erin. ¡Por la sangre de los dioses, los gaélicos nunca seremos cristianos mientras un solo druida viva!
—¿Qué hacen esos cristianos? —preguntó Wulfhere con curiosidad.
—Se dice que devoran niños en sus ceremonias.
—Pero también se dice que los druidas queman hombres en jaulas de madera verde.
—¡Una mentira extendida por César y creída por los bobos! —bufó Cormac impaciente—. No me gustan especialmente los druidas, pero poseen la sabiduría de los elementos y las eras. Estos cristianos enseñan mansedumbre y a doblar la cerviz ante los golpes.
—¿Qué dices? —El gran vikingo estaba realmente sorprendido.— ¿Es realmente su credo el soportar golpes como esclavos?
—Sí. Devolver bien por mal y perdonar a sus ofensores.
El gigante meditó estas palabras durante un momento. —Eso no es credo, sino cobardía —decidió finalmente—. Estos cristianos están todos locos. Cormac, si reconoces a uno de esa clase, señálamelo y pondré a prueba su fé —alzó su hacha significativamente—. Por lo que dices —dijo—, esas son insidiosas y peligrosas enseñanzas que pueden extenderse como el hongo en el trigo y socavar la hombría de los hombres si no son aplastadas como una serpiente bajo la bota.
—Déjame tan sólo ver a uno de esos locos —dijo Cormac torvamente—, y comenzaré a aplastarle. Pero veamos el templo. Espera aquí; soy de la misma religión que estos bretones, si bien de una raza diferente. Estos druidas bendecirán nuestra incursión contra los sajones. Hay mucho de pantomima en ello, pero al menos su amistad es deseable.
El gaélico se adentró entre las columnas y desapareció. Hausakliufr se inclinó sobre su hacha; y le pareció que de dentro salía el eco de un resonar, como el entrechocar de cascos de una cabra contra un suelo de mármol.
—Este es un lugar maldito —susurró Osric Jarlsbane—. He creído ver una extraña cara observándonos desde lo alto de la columna hace un momento.
—Era una parra llena de hongos que había crecido y se había enroscado en ella —le contradijo Hrothar el Negro—. Mira como los hongos se alzan por todo el templo; cómo se enrosca y retuerce como almas atormentadas. Qué humana es su apariencia.
—Los dos estáis locos —terció Hakon hijo de Osric—. Lo que visteis fue una cabra; vi los cuernos que tenía en la cabeza.
—¡Por la sangre de Thor —espetó Wulfhere— callaos y escuchad! En el interior del templo había resonado el eco de un agudo e increíble grito; un repentino y demoníaco resonar, como de unos cascos fantásticos en baldosas de mármol; el silbar de una espada al salir de su vaina y un salvaje golpe. Wulfhere agarró su hacha y dio el primer paso para encabezar una carga hacia el pórtico. Entonces de entre las columnas, en silencio y apresuradamente, salió Cormac Mac Art. Los ojos de Wulfhere se abrieron desmesuradamente y un ligero miedo se cernió sobre él, porque hasta ese momento nunca había visto temblar los nervios de acero del gaélico; el color había desaparecido de la faz de Cormac y sus ojos estaban desencajados como los de un hombre que hubiese mirado dentro de oscuros e insondables abismos. Su hoja estaba inundada de rojo.
—¿En el nombre de Thor, qué...? —gruñó Wulfhere, observando temerosamente el santuario cubierto de sombras.
Cormac se sacudió las gotas de sudor frío y se humedeció los labios.
—¡Por la sangre de los dioses —dijo—, nos hemos topado con una abominación, o si no es que estoy loco! De la oscuridad del interior salió repentinamente desplazándose a saltos y casi me tuvo en sus garras antes de que reuniese los reflejos necesarios para desenvainar y golpear. Saltaba y trotaba como una cabra, pero se puso a dos patas, y bajo la tenue luz no parecía muy diferente de un hombre.
—Te has vuelto loco —dijo Wulfhere secamente—; la mitología de los druidas no incluye a los sátiros.
—Bien —replicó Cormac rápidamente— esa cosa yace sobre las baldosas ahí dentro; sígueme y te demostraré si estoy loco. —Se giro y se dirigió a través de las columnas, y Wulfhere le siguió, con el hacha preparada y tras él, en fila, marchando con reticencia en orden cerrado, sus vikingos. Pasaron a través de las columnas, lisas y sin ornamentación de ninguna clase, y entraron en el templo. Aquí se encontraron en una amplia estancia flanqueada con bajos sillares de piedra negra; y éstos desde luego sí que estaban tallados. Una chata figura acechaba sobre cada uno, como si fuera un pedestal, pero bajo aquella tenue luz era imposible suponer que tipo de seres representaban esas figuras, aunque había un horrendo atisbo de anormalidad en cada forma.
—Y bien —dijo Wulfhere con impaciencia—, ¿dónde está tu monstruo?
—Allí cayó —dijo Cormac, señalando con su espada, y... ¡por los Dioses Negros! Sobre las baldosas no había nada.
—Niebla lunar y locura —dijo Wulfhere, moviendo la cabeza—. Supersticiones celtas. ¡Ves fantasmas, Cormac!
—¿Sí? —saltó el gaélico, harto— ¿Y quién fue el que vio un troll en un puesto de vigía en Helgoland e hizo levantarse a todo el campamento con gritos y toques de cuerno? ¿Quién hizo permanecer armado a su grupo durante toda la noche y mantuvo a los hombres alimentando a las hogueras hasta que se caían de sueño, para conjurar a las cosas de la oscuridad? —Wulfhere rezongó incómodo y lanzó una brillante mirada a sus guerreros, como desafiando a alguien a reírse.
—Mira —dijo Cormac, acercándose e inclinándose más de cerca. Sobre el enlosado había un amplio charco de sangre, vertida recientemente. Wulfhere echó un vistazo y se puso de pie rápidamente, escrutando las sombras. Sus hombres se agruparon aún más, mirando hacia fuera, con las barbas erizadas. Reinaba un tenso silencio.
—Seguidme —dijo Cormac en voz baja, y los demás se pegaron a sus talones mientras él se adentraba con cautela en el corredor principal. Aparentemente no se abría ninguna entrada entre los amenazadores pedestales. Ante ellos las sombras palidecían y dieron a salir a una amplia sala circular con el techo abovedado. Alrededor de la cámara había más pedestales, espaciados regularmente, y en la luz que fluía de algún modo a través del techo los guerreros vieron la naturaleza de aquellos pilares y las sombras que los coronaban. Cormac soltó un juramento entre dientes y Wulfhere escupió. Las figuras eran humanas, y ni siquiera el más perverso y degenerado genio de las decadentes Grecia y Roma podría haber concebido tales obscenidades o haber insuflado una vida tan inmunda a la torturada piedra. Cormac frunció el ceño. Aquí y allá en el conjunto el desconocido artista había tendido un cordón de irrealidad; un barrunto de anormalidad más allá de cualquier deformidad humana. Estos detalles hicieron nacer en él un vago desasosiego, un reptante y tembloroso casi miedo que acechaba amenazador en el fondo de su mente... El pensamiento que brevemente le había asaltado, que había visto y matado una alucinación, desapareció. Además de la arcada por la que habían entrado a la habitación, se mostraban otros cuatro portales arqueados, altos y estrechos, aparentemente sin puertas. No había ningún altar a la vista. Cormac se dirigió al centro de la cúpula y miró hacia arriba. Su sombrío vacío se arqueaba sobre él, hosco y amenazador. Su mirada recorrió el suelo sobre el que se hallaba y noto el dibujo, de mosaico en vez de baldosas, y que formaba un diseño cuyas líneas convergían en el centro del suelo. El centro de aquel diseño era una sencilla y amplia losa octogonal, sobre la cual se hallaba...
Entonces, incluso antes de que se diera cuenta de que estaba sobre ella, cedió silenciosamente bajo sus pies y se sintió hundirse en el abismo bajo él.
Sólo la rapidez sobrehumana del gaélico le salvó. Thorfinn Jarlsbane era quien más cerca estaba de él, y mientras el gaélico caía, soltó un largo brazo que se cerró sobre el tahalí del danés. Los dedos se le escurrieron, pero pudo agarrarse a la vaina y, mientras Thorfinn instintivamente afianzaba las piernas, la caída de Cormac se detuvo y quedó colgando suspendido, con la vida pendiente de la fuerza del agarrón de su mano y la resistencia de los correajes de la vaina. En un instante Thorfinn le había tendido su muñeca, y Wulfhere, lanzándose hacia adelante con un rugido de alarma, añadió la presa de su gran mano. Entre ambos sacaron al pesado gaélico de la vacía negrura, mientras Cormac ayudaba con un balanceo y una elevación de su atlética forma que llevó sus piernas por encima del borde del abismo.
—¡Por la sangre de Thor! —exclamó Wulfhere, más afectado por la experiencia de lo que estaba Cormac.— Fue ponerte ahí encima y entonces... ¡por Thor, aún conservas tu espada!
—Cuando la deje caer, será por que ya no quede vida en mí —dijo Cormac—. Me la llevaré al infierno conmigo. Pero déjame echar un vistazo a este abismo que se abrió bajo mí tan repentinamente.
—Puede haber más trampas —dijo Wulfhere, desconfiado.
—Veo las paredes del pozo —dijo Cormac inclinándose y atisbando—, pero mi mirada es engullida rápidamente por la oscuridad... ¡Qué repugnante hedor viene desde abajo!
—Vámonos —dijo Wulfhere apresuradamente—. Ese hedor no nace de esta tierra. Este pozo debe conducir a algún Hades romano, o quizás a la caverna donde la Serpiente vierte veneno sobre Loki.
Cormac no le prestó atención. —Ya veo la trampa —dijo él—. Esa losa giró sobre algún tipo de pivote, y aquí está la pieza que lo sostenía. No sé decir como fue activado, pero cuando esta pieza fue soltada la losa cayó, sujeta de una parte por el pivote...
Su voz enmudeció. Entonces dijo de súbito: —¡Sangre... sangre en el borde del pozo!
—La cosa a la que tajaste —dijo Wulfhere con un gruñido—. Se ha arrastrado hasta el pozo.
—No a menos que las cosas muertas se arrastren —bufó Cormac—. Te digo que lo maté. Fue llevado hasta aquí y arrojado dentro. ¡Escucha!
Los guerreros se aproximaron; de algún lugar abajo a lo lejos —una distancia increíble, por lo que parecía— venía un sonido; un sonido desagradable, sordo y reptante, mezclado con unos ruidos indescriptibles e irreconocibles.
Al unísono todos los guerreros se separaron del foso e, intercambiando miradas silenciosas, asieron con fuerza sus armas.
—Esto es inútil —graznó Wulfhere, dando voz a un pensamiento común—. No hay aquí nada de valor y nada humano. Vayámonos.
—¡Espera! —El gaélico de oído agudo alzó su cabeza como un sabueso de caza. Frunció el ceño y se dirigió cerca de una de las arcadas.
—Un quejido humano —susurró—. ¿No lo oísteis?
Wulfhere adelantó su cabeza, llevándose la mano a la oreja. —Sí, más adelante en el corredor.
—Seguidme —ordenó el gaélico—. Permaneced todos juntos. Wulfhere, agarra mi cinto; Hrothgar, el de Wulfhere, y Hakon, el de Hrothgar. Puede que haya más fosas. El resto ceñios los escudos, y que cada hombre toque al de al lado. —En formación cerrada pasaron bajo el esbelto portal y encontraron que el pasillo era mucho más ancho de lo que habían supuesto. Había oscuridad, pero más a lo lejos vieron lo que parecía ser un destello de luz. Se apresuraron hasta llegar a él y se detuvieron. Allí desde luego había más luz, así que las impronunciables obscenidades talladas que abarrotaban las paredes se podían ver claramente. Esta luz venía de arriba, donde el techo había sido perforado con varias aberturas. Y, encadenado a la pared entre las horrendas tallas, colgaba una forma humana. Era un hombre atado a unas cadenas a media altura que le mantenían semierecto. Al principio Cormac pensó que estaba muerto y, al ver las terribles mutilaciones que se le había causado, pensó que era mejor así. Entonces la cabeza se levantó ligeramente, y un débil quejido salió de los destrozados labios.
—¡Por Thor —juró Wulfhere asombrado—, vive!
—Agua, en el nombre de Dios —susurró el hombre de la pared. Cormac, tomando un odre lleno de Hakon hijo de Snorri lo acercó a los labios de la criatura. El hombre bebió a grandes y apresurados sorbos, entonces alzó la cabeza con gran esfuerzo. El gaélico miró dentro de unos ojos profundos que estaban extrañamente calmados.
—Que Dios os bendiga, señores —sonó la voz, débil y titubeante, aunque sugería que una vez había sido fuerte y resonante—. ¿Ha terminado el largo tormento y estoy al fin en el Paraíso?
Wulfhere y Cormac se miraron el uno al otro con curiosidad. —¡El Paraíso! ¡Desde luego era extraño —pensó Cormac—, que unos piratas de manos enrojecidas por la sangre como nosotros hayamos dado con un templo cristiano!
—No, no es el Paraíso —deliró el hombre—, porque aún estoy sujeto por estas pesadas cadenas. —Wulfhere se inclinó y examinó las cadenas que le sujetaban. Entonces con un gruñido alzó su hacha y, sosteniéndola por la mitad cerca de la cabeza de la hoja, descargó un golpe corto y poderoso. Los eslabones se partieron bajo el agudo filo y el hombre se derrumbó en los brazos de Cormac, libre del muro pero con los pesados grilletes aún en sus muñecas y tobillos; éstos, vio Cormac, se hundían profundamente en la carne que el duro y oxidado metal había envenenado.
—Me parece que no os queda mucho de vida, buen señor —dijo Cormac—. Decidnos cómo os llamáis y cuál es vuestra aldea, para que podamos decirle a vuestra gente de vuestro fallecimiento.
—Mi nombre es Fabricus, señor —dijo la víctima hablando con dificultad—. Mi pueblo es cualquiera de los que los sajones tienen en la bahía.
—Por vuestras palabras, sois un cristiano —dijo Cormac, al tiempo que Wulfhere miraba con curiosidad.
—No soy sino un humilde sacerdote de Dios, noble señor —susurró el otro—. Pero no debéis demoraros innecesariamente. Dejadme aquí e iros rápidamente antes de que el mal se halle sobre vosotros.
—¡Por la sangre de Odín —resopló Wulfhere—, no me iré de este lugar hasta que no sepa quién es el que trata tan vilmente a seres vivos!
—Un mal más oscuro que la cara oscura de la Luna —susurró Fabricus—. Ante él, las diferencias entre los hombres se desvanecen de tal modo que tú y yo somos como hermanos de carne y sangre, sajón.
—No soy sajón, amigo —le corrigió el danés.
—No importa. Todos los hombres que tengan forma de tal son hermanos. Tal es la Palabra del Señor, ¡que no comprendí completamente hasta que vine a este lugar de abominaciones!
—¡Thor! —musitó Wulfhere.— ¿No es este un templo druida?
—No —contestó el moribundo—, no es siquiera un templo donde los hombres, aunque sea en errado paganismo, deifican las formas más benignas de la Naturaleza. ¡Ah, Dios, me rodean! Avanzan, espantosos demonios de la Oscuridad Exterior —se arrastran, se arrastran— sombras reptantes de rojo caos y locura aullante, deslizándose, blasfemias acechantes que se ocultan en los barcos de Roma. Seres fantasmales engendrados por el demonio en el limo del Oriente, llevados a tierras más puras, enraizándose en el buen suelo británico; robles más viejos que los druidas, que alimentan cosas monstruosas bajo una luna henchida.
El delirio se debilitó y se desvaneció, y Cormac sacudió ligeramente al sacerdote. El moribundo recobró la consciencia lentamente, como un hombre que despertara de un sueño profundo.
—Iros, os lo suplico —susurró—. Me han hecho mucho mal. Pero a vosotros, os cubrirán hechizos malignos; despedazarán vuestro cuerpo como han roto el mío; os quebrarán el alma como hubieran quebrado la mía de no ser por mi infinita fe en Dios Nuestro Señor. Él vendrá, el monstruo, el alto sacerdote de lo infausto, con sus legiones de malditos; ¡escuchad! La cabeza moribunda se alzó. ¡Ya viene! ¡Qué Dios nos proteja a todos!
Cormac rugió como un lobo y el gigantesco vikingo se giró en redondo, desafiante como un león acorralado. Sí, algo se acercaba por uno de los corredores más pequeños que se abrían a aquél más grande. Resonaba una miríada de pezuñas sobre las baldosas del suelo. —¡Cerrad las filas! —rugió Wulfhere.— ¡Formad la pared de escudos, lobos, y morid con las hachas rojas!
Los vikingos formaron rápidamente una media luna de acero, rodeando al sacerdote moribundo y encarándose hacia fuera, justo en el momento en que una horripilante horda emergió de la oscuridad irrumpiendo en el área iluminada. En forma de derramamiento de negra locura y horror rojo sus asaltantes se abalanzaron sobre ellos.
La mayoría de ellos eran criaturas semejantes a cabras, erguidas sobre dos patas y que tenían manos humanas y horrendos rostros mezcla de cabra y humano. Pero entre sus filas aún había formas más temibles. Y tras todos ellos, resplandeciendo con una luz demoníaca en la oscuridad del corredor del que emergía la turba, Cormac vio una aparición sacrílega, humana, aunque más y menos que humana a la vez. Entonces, la espantosa horda se estrelló contra aquel muro de hierro sólido.
Las criaturas no iban armadas, pero tenían cuernos, garras y zarpas. Luchaban como las bestias lo hacen, pero con menos inteligencia y habilidad que éstas. Y los vikingos, con los ojos brillando y las barbas erizadas por el ansia de batalla, mecían sus hachas asestando poderosos golpes mortales. El puntiagudo cuerno, la afilada garra y la poderosa zarpa encontraban carne y vertían sangre en ríos, pero protegidos por sus yelmos, mallas y los escudos superpuestos, los daneses sufrieron comparativamente pocas bajas mientras que sus sibilantes hachas y sus afiladas lanzas se cobraron un fantasmal tributo entre sus desprotegidos asaltantes.
—¡Thor y la sangre de Thor! —maldijo Wulfhere mientras cercenaba el cuerpo de una cosa-cabra con un golpe de su hacha enrojecida— ¡Quizá encuentres que es más fácil acabar con hombres armados que torturar a un sacerdote desnudo, engendro de Helheim! —Ante aquella lluvia de acero cortante la horda infernal se desbandaba, pero tras ellos, el semi-hombre de entre las sombras les hacía volver al ataque con extraños ensalmos, ininteligibles para los humanos que luchaban contra sus vasallos. Sus criaturas se lanzaron desordenadamente una y otra vez con furia desesperada, hasta que las cosas muertas se amontonaron hasta cubrir los pies de sus matadores, y los pocos supervivientes se desbandaron y escaparon corriendo pasillo abajo. Los vikingos habrían roto filas para perseguirles, pero las órdenes de Wulfhere los detuvieron. Pero en cuanto la multitud se desbandó, Cormac saltó sobre los cadáveres esparcidos y salió corriendo por la galería en persecución de uno que huía por delante de él. Su presa torció por otra galería y finalmente volvieron a salir a la acupulada cámara principal, donde se giró, al verse acorralado, un hombre alto con ojos inhumanos y un extraño y oscuro rostro, desnudo excepto por algunos ornamentos fantásticos.
Con su extraña espada corta y curvada intentó detener el ataque frontal del gaélico; pero en su roja furia Cormac hizo caer a su enemigo ante él como la paja ante el viento. Fuera lo que fuese ese alto sacerdote, era mortal, porque resoplaba y maldecía en una extraña lengua mientras la larga y mortal hoja de Cormac rompía su guardia una y otra vez y extraía sangre de la cabeza, el pecho y los brazos. Cormac le hizo retroceder, inexorablemente, hasta que titubeó al borde del pozo, y allí, al tiempo que la punta del gaélico se hundía en su pecho, trastabilló hacia atrás y cayó con un grito salvaje.
Durante un largo momento aquel grito fue haciéndose más débil a medida que se hundía en las desconocidas profundidades, y cesó abruptamente. Y de muy lejos abajo se elevaron los sonidos de un aterrador festín. Cormac sonrió fieramente. Durante un momento, ni siquiera los inhumanos sonidos que venían del foso pudieron alterar su torva furia; era el Vengador, y había enviado al torturador de uno de los suyos a las fauces de un devorador dios de la Justicia...
Se giró y dejó atrás la cámara para poder volver con Wulfhere y sus hombres. Unas pocas cosa-cabra pasaron ante él por los sombríos corredores, pero escaparon balando ante su hosco avance. Cormac no les prestó atención, y al poco se hallaba de nuevo junto a Wulfhere y el sacerdote moribundo.
—Has matado al Druida Oscuro —murmuró Fabricus—. Sí, su sangre llena tu hoja; la veo brillar incluso a través de tu peto aunque otros no puedan, y así sé que al final soy libre para hablar. Antes que los Romanos, antes que los mismísimos Druidas Celtas, antes de los Gaélicos y los Pictos incluso, estaba el Druida Oscuro, el Maestro del Hombre. Así se llamaba a sí mismo, porque era el último de los Hombres-Serpiente, el último de la raza que precedió a la humanidad en el dominio del mundo. Suya fue la mano que dio a Eva la manzana y quien incitó a Adán a internarse por la senda maldita del deseo. El Rey Kull de Atlantis acabó con sus últimos adeptos con el filo de su espada en desesperada lucha, pero él sobrevivió e imitó la forma del hombre y tomó el papel de Señor Satánico de tiempos pasados. Ahora veo muchas cosas: ¡cosas que la vida oculta pero que se revelan al abrirse las puertas de la Muerte! Antes que el Hombre estaban los Hombres-Serpiente, y antes que ellos estaban los Antiguos de Cabeza en forma de Estrella, quienes crearon a la Humanidad, y posteriormente, el abominable Demonio en Forma de Cabra cuando vieron que el Hombre no se plegaría a sus designios. Este templo es el último baluarte de su civilización maldita que permanece sobre el exterior, y, bajo él araña el último Shoggoth que permanece cerca de la superficie de este mundo. El Demonio-Cabra sólo hoya las colinas de noche, pues ahora es territorio del hombre, y los Antiguos y los Shoggoths se esconden profundamente bajo la tierra hasta el día en que Dios quizá los llame para contender en el Apocalipsis...
El anciano tosió y tragó saliva, y la piel de Cormac se erizó extrañamente. Demasiadas de las cosas que Fabricus había dicho parecían evocar extraños recuerdos en la memoria racial del gaélico.
—Descansa en paz, anciano —dijo—. Este templo, este baluarte, como tú lo llamas, no seguirá en pie.
—Sí —gruñó Wulfhere, extrañamente conmovido—. ¡Todas y cada una de las piedras de este lugar serán arrojadas al pozo que ahí yace!
Cormac también sintió una tristeza desacostumbrada, si bien no sabía por qué, puesto que ya había visto la muerte antes.
—Cristiano o no, la tuya es un alma valiente, anciano. Serás vengado...
—¡No! —Fabricus alzó una pálida y temblorosa mano; su rostro parecía brillar con una intensidad mística.— Me muero, y la venganza nada significa para esta alma mía que parte. Vine a este lugar de maldad enarbolando la Cruz y predicando la sagrada palabra de Nuestro Señor, deseando morir si sólo así se purificase al Oscuro que tan ruinmente ha esclavizado a tantos y que planeaba la Segunda Caída [El Apocalipsis] para nosotros los hombres. Y Dios ha respondido a mis plegarias, porque Él os envió aquí y matasteis a la Serpiente; ahora sus cabras-servidores no pueden hacer sino huir a las colinas boscosas, y el Shoggoth retornar a las oscuras bóvedas del Infierno de las cuales vino. —Fabricus agarró la mano derecha del gaélico con su izquierda, la de Wulfhere con su derecha; entonces dijo:— Gaélico, nórdico; humanos sois, aunque de diferentes razas, con diferentes creencias... ¡Mirad! —Su expresión parecía brillar con una extraña luminosidad mientras torpemente se alzaba sobre su codo.— Es tal y como me dijo Nuestro Señor: todas las diferencias entre nosotros se desvanecen ante la amenaza de los Poderes Oscuros; sí: seamos todos hermanos... —Entonces los misteriosos y clarividentes ojos de Fabricus se pusieron en blanco y se cerraron, muertos. Cormac permaneció en un hosco silencio, asiendo su espada desnuda, entonces tomó aire profundamente y se relajó.
—¿Qué quería decir el hombre? —masculló al fin. Wulfhere sacudió su desordenada cabellera.— No lo sé. Estaba loco, y la locura le condujo a su final. Aunque tenía coraje, porque ¿acaso no marchó sin temor, como hace el berserker en la batalla, sin importarle la muerte? Fue un hombre valiente. Pero este templo es un lugar malvado del que mejor haríamos marchando...
—¡Sí, y cuanto antes mejor! —Cormac envainó su espada con un resonar de metal; otra vez respiró profundamente.
—Hacia Wessex, gruñó. Lavaremos nuestro acero con sangre sajona.


FIN

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