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viernes, 17 de octubre de 2008

2ªparte -- EL PASILLO DE LA MUERTE -- STEPHEN KING


2ªparte -- EL PASILLO DE LA MUERTE -- STEPHEN KING
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STEPHEN
KING
El pasillo de la muerte
2º parte
( Un ratón en el pasillo )
Titulo original : The Green Mile II. The Mouse on the Mile
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1
La residencia donde cruzo mi último ramillete de tes y punteo mis últimas y enrevesadas íes,
se llama Georgia Pines.
Está a unos setenta y cinco kilómetros de Atlanta y a unos doscientos años
luz de la vida tal como la vive la mayoría de la gente; es decir, la gente que aún no ha cumplido los
ochenta. Quienes leáis esto tendréis que tomar precauciones para que no haya un sitio así
esperándoos en el futuro. No es un lugar sórdido, al menos en líneas generales -hay televisión por
cable y la comida es buena, aunque uno ya no pueda masticar gran cosa-, pero, a su manera, es una
antesala de la muerte, igual que el bloque E de Cold Mountain.
Incluso hay un tipo que me recuerda a Percy Wetmore, que consiguió un puesto en el pasillo
de la muerte sólo porque estaba emparentado con el gobernador del estado. Dudo que este tipo
tenga parientes importantes, aunque se comporta como silos tuviera. Se llama Brad Dolan.Siempre
está peinándose, igual que Percy, e invariablemente lleva algo para leer en el bolsillo trasero del
pantalón. Percy leía revistas como Argosy y Men's Adventure; Brad lee libros de bolsillo con títulos
como Chistes verdes o Chistes morbosos. Se pasa todo el tiempo preguntándole a la gente por qué el
francés cruzó la calle, cuántos polacos se necesitan para cambiar una bombilla o cuántos
empleados de pompas fúnebres hay en un funeral en Harlem. Al igual que Percy, Brad es un idiota
incapaz de encontrarle la gracia a algo que no sea mezquino.
El otro día, Brad dijo algo muy cierto, aunque yo no le doy demasiado crédito por ello.
Como dice el proverbio, hasta un reloj parado tiene razón dos veces al día.
-Es una suerte que no tengas el mal de Alzheimer, Paulie -me dijo.
Detesto que me llame Paulie, pero él insiste y ya he dejado de pedirle que no lo haga. Hay un
par de dichos, no exactamente proverbios, que pueden aplicarse a Brad Dolan: uno es «puedes
llevar a un caballo al agua, pero no puedes obligarlo a beber, y otro, «puedes vestirlo de gala, pero
no por ello conseguirás que salga de fiesta». En su terquedad, Brad es igual que Percy.
Cuando hizo ese comentario estaba fregando el suelo de la terraza, donde he estado
corrigiendo las páginas que ya he escrito. Son muchas y creo que habrá muchas más.
-¿Sabes qué es en realidad el mal de Alzheimer?
-No -respondí-, pero estoy seguro de que me lo dirás, Brad.
-Es el sida de los viejos -dijo, y soltó una carcajada, «Ja ja ja», como siempre que cuenta uno
de sus estúpidos chistes.
Yo no reí, porque lo que dijo me tocó en lo más hondo. No es que tenga el mal de
Alzheimer. Aunque en la hermosa Georgia Pines veo muchos casos, sólo sufro de las lagunas de
memoria típicas de los viejos. El problema parece afectar más al cuándo que al qué. Releyendo lo
que he escrito, se me ocurre que recuerdo todo lo que sucedió en 1932; es el orden de los
acontecimientos lo que se confunde en mi cabeza. Sin embargo, con un poco de cuidado creo que
puedo resolver incluso ese problema, al menos hasta cierto punto.
John Coffey llegó al bloque E, el pasillo de la muerte, en octubre de aquel año, condenado
por la muerte de unas gemelas de nueve años de apellido Detterick. Ése es el acontecimiento
fundamental, y si lo mantengo presente, me las apañaré bastante bien. William Wharton, o el
Salvaje Bill, entró después de Coffey, y Delacroix, antes. Y antes aún vino el ratón, a quien Brutus
Howell -Bruto para los amigos- llamaba Willie, el del barco de vapor, y Delacroix bautizó con el
nombre de Cascabel.
Comoquiera que se llamara, lo cierto es que el ratón apareció antes, incluso antes que Del.
Todavía era verano cuando se dejó caer allí, y por entonces teníamos otros dos prisioneros en el
pasillo de la muerte: el Cacique, Arlen Bitterbuck, y el Presi, Arthur Flanders.
El ratón; el maldito ratón. Delacroix lo adoraba, pero Percy Wetmore no. Percy lo odió desde
el principio.
2
El ratón volvió unos tres días después de que Percy lo persiguiera por el pasillo de la muerte
por primera vez. Dean Stanton y Bill Dodge discutían de política... lo que en aquellos días
significaba que hablaban de Roosevelt y Hoover (Herbert, no J. Edgar).
Comían galletas Ritz de
una caja que Dean había comprado a Tuu Tuu una hora antes. Percy los escuchaba desde la puerta
del despacho, mientras hacía prácticas con la porra que tanto le gustaba. La sacaba de aquella
ridícula funda hecha a mano que vaya a saber dónde había conseguido, la arrojaba y la atajaba en
el aire (al menos lo intentaba: de no ser por el lazo que la mantenía sujeta a su mano, la mayor
parte de las veces habría acabado en el suelo) y volvía a enfundarla. Aquella noche yo no estaba de
servicio, pero Dean me lo contó todo al día siguiente.
El ratón apareció en el pasillo de la muerte como había hecho antes: avanzaba dando
pequeños saltitos, se detenía y se volvía como si inspeccionase las celdas vacías. A1 cabo de un
rato, seguía avanzando, incansable, como si supiera que le esperaba un largo recorrido y estuviese
dispuesto a hacerlo.
Esta vez el Presidente estaba despierto, de pie junto a la puerta de su celda. Aquel tipo era
demasiado: se las apañaba para parecer elegante incluso con el uniforme azul de presidiario. Todos
sabíamos que con esa pinta no podía acabar en la Freidora, y teníamos razón, porque menos de una
semana después de que el ratón apareciese por segunda vez, la sentencia se conmutó por cadena
perpetua, y el Presi fue a reunirse con los presos corrientes.
-¡Eh! -llamó-. ¡Aquí hay un ratón! ¿Qué clase de pocilga es ésta?
Aunque reía, Dean dijo que parecía indignado, como si una sentencia de muerte no fuera
suficiente para acallar al miembro del club Kiwani1 que llevaba en su interior. Había sido
coordinador regional de una organización llamada Asociación Inmobiliaria del Sur y se había
creído lo bastante listo para salir impune después de arrojar al viejo chocho de su padre desde un
tercer piso y cobrar una póliza vitalicia en concepto de indemnización. Se había equivocado,
aunque no por mucho.
-Calla, capugante -dijo Percy, aunque calificar así a la gente ya era un acto reflejo en él.
En realidad, estaba pendiente del ratón. Había enfundado la porra y sacado una de sus
revistas, pero arrojó ésta sobre la mesa de entrada, volvió a desenfundar la porra y comenzó a
golpearla contra los nudillos de su mano izquierda.
-Hijo de puta -dijo Bill Dodge-. Nunca había visto un ratón por aquí.
-Es bastante simpático -señaló Dean-. Y no tiene miedo a nadie.
-¿Cómo lo sabes?
-Estuvo aquí la otra noche. Percy también lo vio. Bruto lo llama Willie, el del barco de vapor.
Percy dejó escapar una risita burlona, pero no dijo nada. Golpeaba la porra con más fuerza
contra la palma de la mano.
-Miradlo -añadió Dean-. El otro día llegó hasta el escritorio. Quiero ver si lo hace otra vez.
Lo hizo, apartándose del Presi al pasar, como si no le gustara cómo olía nuestro interno
parricida. Inspeccionó dos de las celdas desocupadas, trepó incluso a dos de los camastros vacíos y
sin colchón para olfatearlos, y volvió al pasillo de la muerte. Y todo el tiempo Percy siguió allí,
dando golpes con la porra, callado para variar, ansioso por hacer que el ratón se arrepintiera de
haber regresado. Impaciente por enseñarle una lección.
-Es una suerte que no tengáis que sentarlo en la Freidora, muchachos -dijo Bill, interesado a
su pesar-. Lo tendríais muy mal para abrocharle el casquete.
Percy permaneció callado, pero cogió la porra entre los dedos muy lentamente, como si se
tratara de un cigarro.
El ratón se detuvo en el mismo sitio que la vez anterior, a menos de un metro de la mesa de
entrada, y alzó la vista hacia Dean como un prisionero ante el juez. Miró a Bill por un instante y
luego volvió a concentrar su atención en Dean. A Percy no pareció hacerle el menor caso.
1. Prestigioso club internacional de profesionales. (N. de la T )
-Hay que reconocer que el cabroncete es valiente -dijo Bill, y alzó un poco la voz-: ¡Eh, tú,
Willie, el del barco de vapor!
El ratón se encogió un poco y movió las orejas, pero no huyó; ni siquiera demostró que
tuviera intención de hacerlo.
-Ahora mirad esto -dijo Dean, recordando que Bruto le había dado un trozo de su bocadillo
de carne-. No sé si volverá a hacerlo, pero...
Partió la galleta y arrojó un trozo al ratón. Por un par de segundos el animalito contempló el
fragmento anaranjado con sus ojos negros e intensos, mientras lo olfateaba a distancia moviendo
sus finísimos bigotes. Luego se acercó, cogió el trozo de galleta entre las patas delanteras, se sentó
y comenzó a comer.
-¡Que me aspen! -exclamó Bill-. Come con los mismos modales que un párroco en la casa
parroquial el sábado por la noche.
-A mí me recuerda más a un negro comiendo sandía -señaló Percy, aunque ninguno de los
dos guardias le prestó atención. En realidad, el Cacique y el Presi tampoco lo hicieron.
El ratón terminó la galleta, pero siguió sentado, aparentemente equilibrado sobre la
ingeniosa espiral de su rabo, mirando a los gigantes vestidos de azul.
-Dejadme probar -dijo Bill. Rompió otro trozo de galleta, se inclinó por encima del escritorio
y lo dejó caer con cuidado. El ratón lo olfateó, pero no lo tocó.
Vaya -dijo Bill-. Debe de estar lleno.
-No -intervino Dean-. Sabe que eres uno de los guardias temporeros, eso es todo.
-Temporero yo? ¡Vaya! ¡Llevo tanto tiempo aquí como Harry Terwilliger! ¡O quizá más!
-Tranquilízate, veterano, tranquilízate -dijo Dean con una sonrisa-. Pero mira y comprobarás
que tengo razón.
Arrojó otro trozo de galleta por el costado y el ratón comenzó a comer otra vez, sin hacer el
menor caso a lo que Bill Dodge le había ofrecido. Sin embargo, antes de que pudiera dar el
segundo bocado, Percy le arrojó la porra como si fuese una lanza.
El ratón era una diana pequeña y, para reconocer el mérito del cabrón de Percy, el tiro había
sido lo suficientemente bueno para arrancarle la cabeza, de no ser porque Willie tenía unos reflejos
perfectos. Esquivó el golpe -sí, como lo habría hecho una persona- y arrojó el trozo de galleta al
suelo. La pesada porra de nogal pasó lo bastante cerca de su cabeza y su lomo para erizarle los
pelos (al menos eso es lo que dijo Dean, y yo lo transmito textualmente, aunque no acabe de
creérmelo). Luego corrió por el suelo de linóleo verde y rebotó contra los barrotes de una celda
vacía. El ratón no esperó a comprobar si se trataba de un error; como si de repente hubiera
recordado un compromiso previo, se volvió y corrió por el pasillo hacia la celda de
seguridad.Percy, consciente de lo cerca que había estado de matarlo, rugió de frustración y lo
persiguió. Bill Dodge lo cogió del brazo, quizá maquinalmente, pero Percy se soltó. Sin embargo,
según dijo Dean, es probable que aquel hecho salvara la vida de Willie, el del barco de vapor.
Percy no quería matar al ratón; quería aplastarlo, de modo que corrió dando grandes y cómicas
zancadas, como si fuera un ciervo, pisando con fuerza con sus pesadas botas negras de trabajo. El
ratón escapó por milagro a los últimos dos saltos con un movimiento zigzagueante. Se metió por
debajo de la puerta agitando su largo rabo rosado y desapareció.
-¡Mierda! -exclamó Percy, dando un puñetazo contra la puerta. Luego comenzó a buscar las
llaves, resuelto a entrar en la celda de seguridad y continuar la persecución.
Dean lo siguió por el pasillo, caminando lentamente para controlar sus emociones. Según me
dijo, una parte de él quería burlarse de Percy, pero otra parte quería cogerlo, obligarlo a volverse,
inmovilizarlo contra la puerta de la celda y romperle la cara. La falta principal de Percy había sido
agitar los ánimos. Nuestro trabajo en el bloque E consistía en limitar al mínimo los follones, y
follón parecía ser el segundo nombre depila de Percy Wetmore. Trabajar con él era como intentar
desactivar una bomba mientras alguien a tu espalda toca los platillos de vez en cuando. En una
palabra, exasperante. Dean dijo que notó esa exasperación en los ojos de Arlen Bitterbuck e
incluso en los del Presidente, aunque aquel caballero solía ser más frío que el hielo.
Pero había algo más. En el fondo de su corazón, Dean comenzaba a aceptar al ratón como...
bueno, si no como un amigo, al menos como parte de la vida del bloque. Eso convertía lo que
Percy había hecho, y lo que intentaba hacer, en algo incorrecto, aunque lo hiciera contra un ratón.
Y el hecho de que Percy fuese incapaz de entender qué tenía de malo, era un ejemplo perfecto de
su incompetencia para el trabajo que desempeñaba.
Cuando Dean llegó al fondo del pasillo, había conseguido recuperar la compostura e intuía
cómo debía manejar la cuestión. Todos sabíamos que si algo no podía soportar Percy, era pasar por
estúpido.
Vaya, te ha engañado otra vez -dijo con una sonrisa burlona.
Percy le dedicó una mirada fulminante y se apartó el cabello de la frente.
-Cuida tus palabras, Cuatro Ojos. Estoy furioso, así que no eches más leña al fuego.
-¿Conque es día de limpieza otra vez? -dijo Dean sin sonreír con la boca, pero sí con los
ojos-. Bueno, si no te importa, después de sacar los trastos fuera, friega el suelo.
Percy miró la puerta y las llaves. Consideró la idea de otra larga, sofocante e infructífera
inspección a la celda de paredes acolchadas mientras todos, incluidos el Cacique y el Presi, lo
miraban, y dijo:
-Yo no le veo la maldita gracia. No necesitamos ratones en el bloque. Ya hay suficientes
gusanos, para tener que vérnoslas también con roedores.
-Lo que tú digas, Percy -respondió Dean levantando las manos. Al día siguiente me confesó
que por un instante temió que Percy quisiera desahogarse con él.
Entonces se acercó Bill Dodge y calmó los ánimos.
-Creo que se te ha caído esto -dijo a Percy pasándole la porra-. Un centímetro más abajo y le
habrías roto el pescuezo a ese cabroncete.
Al oír ese comentario, Percy se encogió de hombros.
-Sí, no fue un mal tiro -dijo guardando la porra en su ridícula funda-. En el instituto jugaba
de lanzador. En dos partidos no dejé que el equipo contrario hiciera un solo tanto.
-¡Vaya! ¿De veras? -dijo Bill y su tono respetuoso (aunque cuando Percy se volvió, le guiñó
un ojo a Dean) bastó para acabar de zanjar la cuestión.
-Sí -respondió Percy. Uno fue en Knoxville. Esos chicos de ciudad no sabían qué les había
caído encima. Hicimos dos carreras completas. Habría sido un partido perfecto si el árbitro no
hubiera sido un capugante.
Dean podría haber dejado las cosas así, pero era un veterano al lado de Percy y parte del
trabajo de los veteranos consiste en instruir a los más nuevos. En aquel momento, antes de la
llegada de Coffey y de Delacroix, aún creía que Percy era capaz de aprender algo. De modo que
lo cogió por la muñeca y le dijo:
-Deberías pensar un poco en lo que acabas de hacer.
Según me dijo, intentó que su tono fuera serio, pero no reprobador. O al menos no
demasiado reprobador.
Pero con Percy esas tácticas no funcionaban. Él no aprendería nada... pero nosotros sí.
-¿Qué dices, Cuatro Ojos? Sé perfectamente lo que he hecho: perseguir un ratón. ¿O estás
ciego?
-También nos asustaste a Bill, a mí y a ellos -dijo Dean, señalando a Bitterbuck y Flanders.
-¿Y qué? -preguntó Percy haciéndose el gallito-. Por si no lo has notado, no están en el
parvulario. Aunque vosotros los tratáis como si lo estuvieran.
-Bueno, no me gusta que me asusten -rugió Bill-, y por si no lo has notado, trabajo aquí. No
soy- uno de tus capugantes.
Percy entornó los ojos y lo miró con aire dubitativo.
-No tiene sentido asustarlos más de lo necesario, porque están bajo una gran presión -dijo
Dean manteniendo la voz baja-. Y los hombres que están bajo una gran presión pueden estallar,
hacerse daño o hacer daño a otros. Incluso pueden causarnos problemas. -Al oír esa palabra, Percy
hizo una mueca. La idea de que surgieran «problemas» no le gustaba. Crearlos no tenía nada de
malo, pero verse implicado en ellos, sí-. Nuestro trabajo no es gritar sino hablar -continuó
ordenanza: yo. El jefe. No había un ápice de simpatía entre Percy Wetmore y Paul Edgecombe, y
recordad que aún estábamos en verano, mucho antes de que empezara el auténtico circo.
-Sería conveniente que vieras este sitio como la sala de cuidados intensivos de un hospital.
Es mejor guardar silencio...
-Lo veo como un cubo lleno de orina donde se ahogan las ratas -dijo Percy- y eso es todo.
Ahora suéltame.
Se liberó de la mano de Dean, pasó entre él y Bill, y caminó por el pasillo con la cabeza
gacha. Pasó demasiado cerca de la celda del Presidente, tanto que Flanders podría haber sacado los
brazos, cogerlo y darle en la cabeza con su propia porra. Eso si Flandres hubiese sido de los
agresivos, cosa que no era; aunque el Cacique tal vez lo fuese. Si hubiera tenido ocasión, el
Cacique podría haberle dado una paliza para enseñarle la lección. Lo que Dean me dijo la noche
siguiente, mientras rememoraba los hechos, me quedó grabado porque resultó ser una especie de
profecía.
-Wetmore no entiende que no tiene ningún poder sobre ellos -dijo-. Que nada de lo que haga
va a complicarles más las cosas, porque sólo pueden electrocutarlos una vez. Hasta que se meta esa
idea en la cabeza, será un peligro para él mismo y para todos nosotros.
Percy entró en mi despacho y cerró dando un portazo.
-Vaya, vaya -dijo Bill Dodge-. Es un cojón hinchado e infectado.
-Y eso que todavía no lo conoces bien.
Vamos, míralo desde el punto de vista positivo -dijo Bill, que siempre estaba aconsejándole
a la gente que se tomara las cosas con optimismo; tanto que a uno le daban ganas de darle un
puñetazo en la nariz cada vez que lo sugería-. El ratón amaestrado escapó.
-Sí, pero no volveremos a verlo -replicó Dean-. Creo que esta vez el maldito Percy lo ha
ahuyentado para siempre.
3
Aunque la predicción parecía lógica, era equivocada
. El ratón volvió al atardecer del día
siguiente, que por casualidad era también la primera de las dos tardes libres de Percy antes de que
pasara al turno de medianoche.
Willie, el del barco de vapor, llegó a eso de las siete. Dean y yo fuimos testigos de su
reaparición. También estaba Harry Terwilliger, sentado a la mesa de entrada. Técnicamente, yo me
encontraba fuera de servicio, pero me había quedado a pasar un rato extra con el Cacique, cuya
hora se acercaba: Bitterbuck mantenía una actitud aparentemente estoica, siguiendo la tradición de
su tribu, pero yo era capaz de ver el miedo a la muerte creciendo en su interior como una planta
venenosa. De modo que hablamos. Uno podía hablar con ellos durante el día, pero no era lo mismo
con los gritos y charlas (por no mencionar las ocasionales peleas) procedentes del patio de
ejercicios, el traqueteo delas máquinas del taller de grabado, el eventual chillido de un guardia
ordenando que alguien dejara un pico y cogiese un azadón o sencillamente que moviera el culo y
se acercara a él. Después de las cuatro, la cosa se tranquilizaba un poco, y a partir de las seis estaba
aún mejor. De las seis a las ocho era el momento óptimo. Después de esa hora, uno podía ver que
los pensamientos lúgubres volvían a filtrarse en sus mentes -se reflejaban en sus ojos, corno las
sombras de la tarde- y era mejor parar. Todavía oían lo que uno les decía, pero no le encontraban
sentido. A partir de las ocho, se preparaban para la guardia nocturna e imaginaban qué sentirían
cuando les ajustaran el casquete a la cabeza y cómo olería dentro del saco negro que cubriría sus
caras sudorosas.
Pero cogí al Cacique en un buen momento. Me habló de su primera esposa; me contó que se
habían construido una cabaña en Montana. Dijo que aquellos habían sido los mejores años de su
vida. El agua era tan pura y fría que al beber sentía que le cortaba la garganta.
-Eh, señor Edgecombe dijo-, ¿no cree que si un hombre se arrepiente de sus culpas, puede
volver al tiempo en que fue más feliz y vivir allí para siempre? ¿No cree que es probable que el
cielo sea así?
-Eso es exactamente lo que creo -dije; una mentira de la que nunca me he arrepentido.
Yo había aprendido las leyes de la eternidad sobre el cómodo regazo de mi madre, y creía
firmemente en lo que dice la Biblia acerca de los asesinos: que no hay vida eterna para ellos.
Supongo que van directamente al infierno, donde arden angustiosamente hasta que Dios autoriza al
arcángel Gabriel a tocar la trompeta del Juicio Final. Cuando lo hace, desaparecen... sin duda
contentos de hacerlo. Nunca mencioné aquellas creencias a Bitterbuck ni a ningún otro, aunque
creo que en el fondo de su corazón lo sabían. «¿Dónde está tu hermano? Su sangre llora desde el
suelo», le dijo Dios a Caín, y dudo que esas palabras hayan sorprendido a aquel joven descarriado.
Apuesto a que él también oía la voz de Abel gimiendo desde la tierra a cada paso que daba.
Cuando me marché, el Cacique sonreía, quizá pensando en su cabaña de Montana y en su
mujer con los pechos desnudos tendida junto al fuego. Pronto se abrasaría en un fuego más
caliente, no me cabía duda.
Volví al pasillo y Dean me contó el incidente de la noche anterior con Percy. Supuse que me
había esperado para hacerlo, de modo que lo escuché con atención. Siempre escuchaba con
atención todo lo referente a Percy, porque estaba completamente de acuerdo con Dean: sabía que
Percy era la clase de hombre capaz de crear problemas, tanto para los demás como para sí.
Cuando Dean terminaba su relato, apareció el viejo Tuu Tuu con su carrito de tentempiés adornado
con citas manuscritas de la Biblia («Arrepentíos porque Dios juzgará a su pueblo», Deuteronomio,
32, 37; «Yo pediré cuenta de vuestra propia sangre, o sea de vuestra vida», Génesis, 9, 5, y otras
sentencias alegres y alentadoras) y nos vendió unpar de bocadillos y refrescos. Mientras Dean
buscaba algo suelto en el bolsillo, decía que no volvería a ver a Willie, el del barco de vapor,
porque el cabrón de Percy lo había ahuyentado para siempre.
Justo en ese momento, Tuu Tuu dijo:
-¿Qué es eso?
Miramos y allí estaba el mismísimo ratón en persona, saltando en medio de la Milla Verde.
Avanzaba un trecho, se detenía, miraba alrededor con sus ojitos pequeños y brillantes como gotas
de aceite y luego seguía su camino.
-¡Eh, ratón! -gritó el Cacique, y el animalito se detuvo y lo miró moviendo los bigotes. Os
aseguro que fue como si el maldito bicho supiera que lo había llamado-. ¿Eres un guía espiritual?
Bitterbuck le arrojó un trozo de queso de su cena, que aterrizó justo delante del ratón, pero
éste ni siquiera lo miró y continuó su recorrido por el pasillo, mirando las celdas vacías.
-¡Jefe Edgecombe! -llamó el Presidente-. ¿Cree que el pequeño cabrón sabe que Wetmore no
está de guardia? Demonios, yo creo que sí.
Yo tenía la misma impresión, pero no estaba dispuesto a reconocerlo en voz alta.
Harry apareció en el pasillo, levantándose los pantalones como hacía siempre que pasaba
unos minutos en el retrete, y lo miró con los ojos muy abiertos. Tuu Tuu también lo miraba con
una sonrisa que no sentaba nada bien a su barbilla flácida y su boca desdentada.
El ratón se detuvo en lo que empezaba a convertirse en su sitio habitual, enroscó el rabo
alrededor de las patas, y volvió a mirarnos. Otra vez recordé las fotografías que había visto de los
jueces dictando sentencia a los desafortunados reclusos. Sin embargo, ¿habría habido alguna vez
un recluso tan pequeño y valiente como aquél? Claro que no era un recluso, puesto que podía ir y
venir cuando le diera la gana, pero la idea no se apartaba de mi cabeza y nuevamente se me ocurrió
pensar que todos nos sentiríamos así de pequeños al acercarnos al trono de Dios después de la
muerte, aunque pocos demostraríamos tanto valor.
-Que me aspen -dijo el viejo Tuu Tuu-. Miradlo ahí sentado, tan ancho.
-Todavía no has visto nada, Tuu elijo Harry-. Mira esto.
Se llevó la mano al bolsillo de la camisa y sacó una manzana asada con canela envuelta en
papel encerado. Partió un trozo y lo arrojó al suelo. Estaba seco y duro y pensé que iba a caer
demasiado lejos del ratón, pero el animalito levantó una pata, como un hombre que se espanta las
moscas para pasar el rato, y lo aplastó en el suelo. Todos reímos con admiración y sorpresa, y el
estallido de carcajadas debería haber espantado al ratón, pero éste ni se movió. Cogió la manzana
seca entre las patas delanteras, la lamió un par de veces y volvió a dejarla caer, mirándonos como
si dijera: «No está mal, pero ¿qué más tenéis?»
Tuu Tuu abrió la tapadera del carrito, sacó un bocadillo, lo desenvolvió y cortó un trozo de
salchichón.
-No te molestes -dijo Dean.
-¿Por qué? -preguntó Tuu-. Ningún ratón en su sano juicio desaprovecharía la oportunidad
de comer un trozo de salchichón. ¡Estás loco!
Pero yo sabía que Dean tenía razón y la expresión de Harry demostraba que él también lo
sabía. Había guardias temporeros y guardias fijos, y por alguna razón misteriosa el ratón era capaz
de notar la diferencia. Una locura, pero era así.
El viejo Tuu Tuu arrojó el trozo de salchichón al suelo y, tal como esperábamos, el ratón no
hizo el menor caso; lo olfateó una vez y luego retrocedió un paso.
-Maldito hijo de puta -exclamó Tuu Tuu, ofendido.
-Dame otro trozo -dije extendiendo la mano.
-¿Del mismo bocadillo?
-Del mismo. Lo pagaré yo.
Tuu Tuu me pasó el bocadillo. Yo levanté la rebanada superior de pan, corté otro trozo de
salchichón y lo arrojé delante de la mesa de entrada. El ratón se acercó de inmediato, lo cogió entre
las patas y empezó a comer. El salchichón desapareció antes de que nadie pudiera decir esta boca
es mía.
-¡Maldita sea! -exclamó Tuu Tuu-. Demonios, dame eso.
Cogió el bocadillo otra vez, cortó un trozo de salchichón mucho más grande -en realidad, era
prácticamente una loncha- y lo arrojó tan cerca del ratón que casi se lo puso de sombrero. El
animal volvió a retroceder, olfateó (sin duda ningún ratón había tenido tanta suerte en la época de
la Depresión; al menos en nuestro estado) y alzó la vista para mirarnos.
-Vamos, come -dijo Tuu Tuu, más ofendido que antes-. ¿Qué demonios te pasa?
Dean cogió el bocadillo y arrojó otro trozo de embutido. A esas alturas, aquello parecía una
extraña ceremonia de comunión. El ratón cogió el salchichón de inmediato y se lo comió. Luego
dio media vuelta y caminó por el pasillo hasta la celda de seguridad, haciendo varias pausas en el
camino para echar un vistazo rápido a un par de celdas y registrar una tercera. Una vez más, tuve la
impresión de que buscaba a alguien, pero en esta ocasión no me apresuré a desechar la idea.
-No pienso mencionar esto -dijo Harry con un tono entre burlón y serio-. En primer lugar, a
nadie le importa, y en segundo lugar, nadie me creería.
-Sólo ha comido lo que le disteis vosotros, muchachos -dijo Tuu Tuu sacudiendo la cabeza
con incredulidad. Luego se agachó con esfuerzo, recogió lo que el ratón había despreciado y se lo
metió en la boca desdentada, donde comenzó a desmenuzarlo con las encías-. ¿Por qué haría una
cosa así?
-Yo tengo una pregunta mejor -dijo Harry-. ¿Cómo sabía que Percy no estaba de servicio?
-No lo sabía -respondí-. El que apareciera esta noche ha sido simple coincidencia.
Sin embargo, esa teoría se volvió poco creíble a medida que pasaban los días y el ratón
aparecía sólo cuando Percy se encontraba en otra parte de
la prisión o tenía otro turno. Harry, Dean, Bruto y yo llegamos a la conclusión de que
conocía la voz o el olor de Percy.
Evitamos hablar del ratón. Hubo una especie de acuerdo tácito entre todos, como si al hablar
de ello pudiéramos estropear algo especial... y también hermoso, debido a su peculiaridad y
delicadeza. Al fin y al cabo, Willie nos había elegido por alguna razón que ni siquiera alcanzo a
entender ahora. Quizá Harry estaba en lo cierto al decir que no valía la pena contárselo a nadie, no
sólo porque no nos creerían, sino porque no les importaría.
4
Era el momento de la ejecución de Arlen Bitterbuck, que en realidad no era jefe sino primer
consejero de la tribu de la reserva washita y miembro del Consejo de Ancianos Cherokee
. Había
matado a un hombre estando borracho; de hecho, los dos lo estaban. El Cacique había aplastado la
cabeza del desafortunado contra un bloque de cemento. La disputa había comenzado por un par de
botas. De modo que mi consejo de ancianos decidió poner fin a su vida el 17 de julio de aquel
lluvioso verano.
Para la mayoría de los presos de Cold Mountain las horas de visita eran tan inflexibles como
vigas de acero, pero aquello no contaba para los muchachos del bloque E. Así que el día 16
Bitterbuck entró en la larga estancia contigua a la cafetería: la Galería. La sala estaba dividida en el
centro por una tela metálica. Allí, el Cacique se encontraría con su segunda esposa y los hijos que
aún mantenían algún trato con él. Era la hora de la despedida.
Lo acompañaron Bill Dodge y dos temporeros. Los demás teníamos trabajo: una hora para
hacer dos ensayos; tres, si alcanzábamos.
Percy no se quejó de que para la ejecución de Bitterbuck lo asignáramos al cuarto de los
interruptores con Jack van Hay. Todavía estaba demasiado verde para saber si aquél era un buen
puesto o no. Lo que sí sabía era que podría contemplar la escena a través de una ventana
rectangular con rejilla, y aunque quizá no le entusiasmase mirar el respaldo de la silla en lugar de
la parte delantera, estaría lo bastante cerca para ver saltar las chispas.
Al otro lado de aquella ventana había un teléfono negro sin manivela ni disco. El teléfono
sólo podía recibir llamadas y exclusivamente de un lugar: el despacho del gobernador. He visto
muchas películas de prisiones donde el teléfono suena en el momento preciso en que está a punto
de accionar el interruptor para cargarse a un pobre inocente, pero en todos los años que pasé en el
bloque E, el nuestro no sonó una sola vez. En las películas, la salvación resulta barata, y la
inocencia también. Uno paga veinticinco centavos y consigue algo que vale exactamente eso. En la
vida real, todo cuesta más y las respuestas son diferentes.
En la despensa había un maniquí de sastre que utilizábamos en los ensayos; para el resto,
teníamos a Tuu Tuu. Con el tiempo, Tuu se había convertido en una especie de doble de los
condenados, tan tradicional a su manera como el pavo de Navidad que todos comemos nos guste o
no. A la mayoría de los carceleros les caía bien, les divertía su acento -también francés, pero de
Canadá-, suavizado; por sus años de cárcel en el sur. Hasta Bruto se divertía con el viejo Tuu; pero
yo no. A mí me parecía una versión más vieja y suavizada de Percy Wetmore, un hombre
demasiado cobarde para cazar y cocinar su propia presa, pero a quien de todos modos le encantaba
el olor a barbacoa.
Estábamos todos reunidos para el ensayo, como lo estaríamos para el gran acontecimiento.
Brutus Howell se hallaba «fuera», como solíamos decir, lo que significaba que pondría el casquete
al condenado, controlaría el teléfono del gobernador, llamaría al médico en caso de que fuese
necesario y daría la orden de accionar el interruptor en el momento indicado. Si todo iba bien,
nadie obtendría el menor crédito por su trabajo. Pero si algo salía mal, los testigos culparían a
Bruto y el alcaide me culparía a mí. Ninguno de los dos se quejaba de ello; no habría servido de
nada. El mundo gira y así son las cosas. Uno puede resignarse y girar con él o levantarse para
protestar y seguir girando de todos modos.
Dean, Harry Terwilliger y yo nos dirigimos a la celda del Cacique apenas tres minutos
después de que Bill y sus hombres escoltaran a Bitterbuck hasta la Galería. La puerta de la celda
estaba abierta y el viejo Tuu Tuu aguardaba sentado en el camastro del Cacique, con el fino pelo
blanco alborotado.
-Hay manchas de leche por toda la sábana -señaló Tuu Tuu-. Debe de querer ordeñar hasta la
última gota antes de que se la friáis -añadió con una risita.
-Calla, Tuu -dijo Dean-. Hagamos esto en serio.
-De acuerdo -replicó Tuu Tuu, poniendo cara de lúgubre seriedad. Sin embargo, le brillaban
los ojos. El viejo Tuu nunca parecía tan vivo como cuando interpretaba el papel de futuro muerto.
-Arlen Bitterbuck -dije dando un paso al frente-, como funcionario de la corte y del estado de
bla, bla, tengo una orden de bla, bla. La ejecución se llevará a cabo a las doce en bla, bla. ¿Quiere
ponerse de pie?
Tuu Tuu se levantó de la cama.
-Me pongo de pie, me pongo de pie, me pongo de pie -dijo.
Vuélvase -lijo Dean, y cuando Tuu Tuu obedeció, le examinó el casposo cuero cabelludo.
A la noche siguiente, la coronilla del Cacique estaría afeitada, y el registro de Dean tendría la
finalidad de comprobar que no necesitaba un retoque. Los pelos podían obstaculizar la
conductividad de la corriente y complicar las cosas. La práctica de aquel día estaba destinada a
simplificar las cosas.
-De acuerdo, Arlen, vamos -dije a Tuu Tuu, y salimos de la celda.
-Camino por el pasillo, camino por el pasillo, camino por el pasillo -dijo Tuu Tuu. Yo iba a
su izquierda y Dean a su derecha. Harry iba detrás.
Al final del pasillo, torcimos a la derecha, lejos de la vida tal como se vivía en el patio de
ejercicios, en dirección a la muerte que se moría en el almacén. Entramos en mi oficina y Tuu se
arrodilló sin que nadie se lo pidiera. Era evidente que conocía el guión mejor que cualquiera de
nosotros. Dios bien sabía que llevaba más tiempo allí que ninguno.
-Estoy rezando, estoy rezando, estoy rezando -dijo Tuu Tuu, entrelazando las manos
huesudas, en una actitud similar a la de la célebre estampa religiosa. Seguro que sabéis a cuál me
refiero: El señor es mi pastor, etcétera, etcétera.
-¿Quién vendrá a atender a Bitterbuck? -preguntó Harry-. No aparecerá un hechicero
cherokee y lo bendecirá agitando la polla, ¿verdad?
-En realidad...
-Sigo rezando, sigo rezando, reconciliándome con Jesús -prosiguió Tuu Tuu.
-Cierra el pico, zoquete.
-Estoy rezando.
-Pues reza en voz baja.
-¿Por qué tardáis tanto, muchachos? -gritó Bruto desde el almacén, que también había sido
vaciado para el ensayo. Estábamos otra vez en la zona de la muerte y prácticamente olía a cadáver.
-Aguanta un poco -respondió Harry con otro grito-. No seas tan impaciente.
-Estoy rezando -dijo Tuu con su desdentada sonrisa de satisfacción-. Rezando por paciencia,
un poco de maldita paciencia.
-En realidad, Bitterbuck dice que es cristiano -expliqué-, y está conforme con que lo asista el
bautista que vino a ver a Tillman Clark. Se llama Schuster. .A mí también me gusta. Es rápido y no
los pone nerviosos. Levántate, Tuu. Ya has rezado bastante por hoy.
-Camino -dijo Tuu-, camino otra vez, camino otra vez; sí señor, camino por el pasillo de la
muerte.
A pesar de lo bajo que era, tuvo que agacharse un poco para pasar por la puerta del despacho,
y nosotros tuvimos que agacharnos aún más. Aquél era un momento crítico para el auténtico
prisionero. Cuando miré al otro lado de la plataforma donde aguardaba la Freidora y vi a Bruto con
la pistola desenfundada, hice un gesto de satisfacción. Perfecto.
Tuu Tuu bajó los escalones y se detuvo. Las sillas plegables de madera, unas cuarenta en
total, estaban en su sitio. Bitterbuck cruzaría hacia la plataforma en un ángulo que lo mantendría
alejado de los espectadores, aunque habría media docena de guardias apostados para reforzar las
medidas de seguridad. Bill Dodge estaría al mando. Hasta el momento, y a pesar de la precariedad
del escenario, ninguno de los condenados había intentado agredir a un testigo, y yo debía
asegurarme de que las cosas siguieran igual.
-¿Listos, muchachos? -preguntó Tuu cuando volvimos a colocarnos en nuestro sitio, al pie de
la escalera. Asentí con un gesto y nos dirigimos hacia la plataforma. A menudo pensaba que
parecíamos un cuerpo de escolta que había perdido la bandera.
-¿Qué se supone que tengo que hacer? -preguntó Percy al otro lado de la tela metálica que
separaba el almacén del cuarto de los interruptores.
-Mira y aprende -respondí.
-Y no te toques la salchicha -murmuró Harry, aunque Tuu Tuu lo oyó y rió.
Lo escoltamos hasta la plataforma y Tuu se volvió sin necesidad de que le dijésemos nada; el
viejo veterano en acción.
-Me siento -dijo-, me siento, me siento en el regazo de la Freidora.
Flexioné la rodilla derecha junto a la izquierda de él. En ese momento éramos totalmente
vulnerables al ataque físico, en caso de que el condenado enloqueciera, cosa que ocurría de vez en
cuando. Ambos doblamos la rodilla ligeramente hacia adentro para protegernos la entrepierna,
agachamos la cara para protegernos el cuello y, naturalmente, nos apresuramos a amarrar los
tobillos para neutralizar el peligro lo antes posible. En el momento de la ejecución el Cacique
llevaría zapatillas, pero la idea de que «la cosa podría haber sido peor» no es un gran consuelo para
un hombre con la laringe rota. Tampoco lo es revolcarse en el suelo con los huevos hinchados del
tamaño de botes de conserva, mientras unos cuarenta espectadores -la mayoría periodistasobservan
la escena sentados en sillas plegables.
Amarramos los tobillos de Tuu Tuu. La correa del lado de Dean era un poco más grande
porque transmitía la corriente. Cuando Bitterbuck se sentara allí la noche siguiente, tendría la
pantorrilla izquierda afeitada. Los indios no suelen tener vello en el cuerpo, pero no podíamos
correr riesgos.
Mientras amarrábamos los tobillos de Tuu Tuu, Bruto le aseguró la muñeca derecha. Luego
Harry dio un paso al frente y le ató la izquierda. Cuando terminaron, Harry hizo una señal a Bruto,
que gritó a Van Hay:
-Primera descarga.
Escuché que Percy le preguntaba a Jack van Hay qué significaba aquello (era increíble lo
poco que sabía, lo poco que había aprendido durante su estancia en el bloque E) y luego oí a Van
Hay susurrar la respuesta. Aquel día, «primera descarga» no significaba nada, pero cuando Bruto
lo dijera la noche siguiente, Van Hay le daría a la palanca que activaba el generador de la prisión,
situado detrás del bloque B. Los testigos oirían un zumbido persistente y las luces de la prisión se
volverían más brillantes. En las celdas de los demás bloques, los prisioneros verían aquellas luces
y creerían que ya estaba, que la ejecución había terminado, cuando en realidad acababa de
empezar.
Bruto hizo girar un poco la silla para que Tuu pudiera verlo.
-Arlen Bitterbuck, ha sido condenado a morir en la silla eléctrica por un jurado de
conciudadanos y por la sentencia de un juez del estado. Que Dios proteja al pueblo de este estado.
¿Tiene algo que decir antes de que se cumpla la sentencia?
-Sí -respondió Tuu con los ojos brillantes y una sonrisa alegre que fruncía los labios-. Quiero
pollo frito y patatas con salsa para cenar, quiero cagarme en tu cabeza y quiero que Mae West se
siente en mi cara, porque estoy cachondo.
Bruto intentó mantenerse serio, pero no lo consiguió. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una
carcajada. Dean cayó junto a la plataforma como si le hubieran disparado, aullando como un
coyote y cogiéndose la frente con una mano, como si quisiera mantener los sesos en su sitio. Harry
se golpeaba la cabeza contra la pared y repetía «ju ju ju» como si se hubiera atragantado con un
trozo de comida. Incluso Jack van Hay, que no era precisamente foso por su sentido del humor,
reía. Naturalmente, yo también estaba tentado, pero logré contenerme. La noche siguiente aquella
escena sería real y un hombre moriría en la silla donde Tuu
Tuu estaba sentado.
-Cierra el pico, Bruto -dije-. Y vosotros tam%ién, Dean, Harry. Y tú, Tuu, la próxima vez
que hagas un comentario semejante, será el último que salga de tu boca. Haré que Van Hay le dé al
interruptor de verdad.
Tuu sonrió como diciendo «buen chiste, jefe Edgecombe, buen chiste», pero al ver que yo no
respondía me miró con perplejidad.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-No tiene gracia -respondí-, eso es lo que pasa. Y si no eres capaz de entenderlo, será mejor
que mantengas la bocaza cerrada.
Sin embargo, creo que lo que de verdad me enfurecía era que la cosa tenía gracia. Miré
alrededor y advertí que Bruto me observaba fijamente, todavía sonriente.
-Mierda -dije-. Estoy volviéndome demasiado viejo para este trabajo.
-No -dijo Bruto-, estás en la flor de la vida, Paul.
Pero no era cierto. Él tampoco lo estaba, al menos en lo que se refería a aquel maldito trabajo, y
ambos lo sabíamos. Lo importante era que elataque de risa había pasado. Eso me alegraba, porque
lo último que deseaba era que alguien recordase el comentario de Tuu la noche siguiente y volviera
a tentarse. Cualquiera diría que era imposible que pasara algo así, que un guardia se desternillara
de risa mientras escoltaba a un condenado a la silla delante de un montón de testigos, pero cuando
los hombres están bajo tensión, puede pasar cualquier cosa. Y un incidente semejante daría que
hablar durante veinte años.
-¿Te callarás la boca, Tuu? -pregunté.
-Sí -respondió con una expresión que le hacía parecer el niño más viejo y enfurruñado del
mundo.
Hice una señal a Bruto para que siguiera adelante con el ensayo. Cogió un saco del gancho
de bronce situado en el respaldo de la silla y lo colocó sobre la cabeza de Tuu, ajustándolo debajo
de la barbilla, de modo que el agujero en la parte superior se extendió al máximo. Entonces Bruto
se inclinó, cogió el círculo mojado de esponja del cubo, apretó un dedo contra él y se lamió la
punta del dedo. Acto seguido, volvió a introducir la esponja en el cubo. Al día siguiente, no lo
haría así, sino que metería la esponja dentro del casquete colgado en el respaldo de la silla. Sin
embargo, aquel día no había necesidad de mojarle la cabeza al viejo Tuu.
El casquete era de acero, y las tiras que colgaban a los lados hacían que pareciese el casco de
un soldado de infantería. Bruto lo colocó sobre la cabeza del viejo Tuu Tuu, ajustándolo sobre el
agujero de la funda negra.
-Me ponen el casco, me ponen el casco, me ponen el casco -dijo Tuu, y ahora su voz sonaba
ahogada además de amortiguada por la tela. Las correas prácticamente lo obligaban a mantener las
mandíbulas apretadas y yo sospechaba que Bruto las había ajustado un poco más de lo
estrictamente necesario para el ensayo. Retrocedió un par de pasos, se volvió hacia las sillas vacías
y dijo:
-Arlen Bitterbuck, se le someterá a una descarga eléctrica hasta que muera, tal como
determina la ley del estado. Que Dios se apiade de su alma. -Se volvió hacia el rectángulo cubierto
de tela metálica-. Descarga dos.
El viejo Tuu, quizá intentando recuperar su . vena cómica, comenzó a sacudirse y agitarse
espasmódicamente en la silla, cosa que nunca había hecho ningún cliente auténtico de la Freidora.
-Me estoy friendo, me estoy friendo -gritó-. ¡Ahhhhh! Soy un pavo asado.
Entonces noté que Harry y Dean no prestaban la menor atención a la escena. Se habían
vuelto de espaldas a la Freidora y miraban hacia la puerta que conducía a mi despacho.
-¡Demonios! -exclamó Harry-. Uno de los testigos ha llegado con un día de antelación.
Sentado en el umbral, con la cola elegantemente enroscada entre las patas, estaba el ratón,
contemplándonos con sus ojos brillantes como gotas de aceite.
5
La ejecución fue bien. Si podía hablarse de una «buena ejecución», cosa que dudo mucho, la
de Arlen Bitterbuck, primer consejero de la reserva cherokee washita, fue una de ellas.
Le
temblaban tanto las manos que no había conseguido hacerse bien las trenzas, de modo que
permitieron que su hija mayor, una mujer de treinta y tantos años, las rehiciera con elegancia.
Quería adornar los extremos con plumas de halcón, el pájaro favorito de Arlen, pero no pude
permitirlo, pues las plumas podrían incendiarse. Naturalmente, no se lo dije a la hija, a quien
sencillamente expliqué que aquello iba en contra de las ordenanzas. La mujer no discutió; se limitó
a inclinar la cabeza y a tocarse las sienes en señal de decepción y desaprobación. Aquella mujer se
comportaba con enorme dignidad, lo que era casi una garantía de que su padre haría otro tanto.
Cuando llegó el momento, el Cacique dejó la celda sin protestas ni vacilaciones. A veces
teníamos que soltar los dedos de los presos de los barrotes -rompí uno o dos en mis años de
carcelero y aún no he podido olvidar aquel chasquido seco-, pero, gracias a Dios, el Cacique no era
de ésos. Caminó con la cabeza alta por el pasillo de la muerte hasta mi despacho y allí cayó de
rodillas para rezar con el hermano Schuster, que había venido desde la Iglesia Bautista de la Luz
Divina en la vieja cafetera que tenía por coche. Schuster leyó varios salmos y el Cacique se echó a
llorar al oír aquel que habla de descansar junto a las aguas tranquilas. Sin embargo, no se puso
histérico ni nada por el estilo. Intuí que el hombre pensaba en un agua tranquila, tan pura y fría que
cortaba la garganta al beberla.
En honor a la verdad, me gustaba verlos llorar un poco. Cuando no lo hacían, me
preocupaba.
Muchos hombres son incapaces de volver a levantarse sin ayuda, pero el Cacique no tuvo
problemas. A1 principio se tambaleó ligeramente, como si estuviera borracho, y Dean le tendió
una mano para ayudarlo, pero Bitterbuck había recuperado el equilibrio solo y siguió adelante.
Casi todas las sillas estaban ocupadas y la gente murmuraba, como suele hacerse mientras se
espera que comience un funeral o una boda. Aquél fue el único momento en que a Bitterbuck le
fallaron las fuerzas. No sé si le preocupaba alguna persona en particular, o todas ellas a la vez, pero
oí nacer un sollozo en su garganta y el brazo que sujetaba mostró una tensión que no estaba allí
antes. Vi con rabillo del ojo que Harry Terwilliger se acomodaba para cortar el paso del Cacique
en caso de que irte decidiera ponerse difícil y retroceder.
Agarré la mano sobre su codo y golpeé el interior de su brazo con un dedo.
Tranquilo, Cacique -dije prácticamente sin mover los labios-. Lo que la gente recordará de ti
es cómo te marchaste, de modo que ofréceles algo bueno; demuéstrales cómo se comporta un
washita.
Me miró e hizo un pequeño gesto de asentimiento. Luego cogió una de las trenzas que le
había hecho su hija y la besó. Miré a Bruto, que estaba de pie detrás de la silla, estupendo en su
mejor uniforme azul con todos los botones de la chaqueta resplandecientes y el sombrero
perfectamente colocado sobre su cabeza grande. Le hice una pequeña señal y de inmediato dio un
paso al frente para ayudar a Bitterbuck a subir a la plataforma en caso de que necesitase ayuda.
Aunque no la necesitó.
Pasó menos de un minuto desde que Bitterbuck se sentó en la silla y el momento en que
Bruto volvió la cabeza y dijo suavemente: «Interruptor dos.» Las luces bajaron otra vez, pero sólo
un poco; nadie lo habría notado de no estar esperándolo. Eso significaba que Van Hay había
accionado el interruptor que algún listo había apodado «el secador de Mabel». Se oyó un leve
zumbido en el casquete y Bitterbuck se echó hacia adelante, contra las amarras y el cinturón de
seguridad que le cruzaba el pecho.
El médico de la prisión contemplaba la escena con expresión imperturbable, apretando los
labios hasta que su boca pareció una costura blanca. No hubo espasmos ni sacudidas, como en el
ensayo con el viejo Tuu Tuu, sólo una fuerte caída hacia adelante, como cuando un hombre se
dobla desde las caderas durante un orgasmo particularmente intenso.
También olía. No era un olor desagradable por sí mismo, pero sí por las asociaciones que
despertaba. Nunca he sido capaz de bajar al sótano de mi bisnieta cuando me llevan allí, aunque
ahí es donde su pequeño tiene montado su tren eléctrico y le encantaría enseñárselo a su bisabuelo.
Como imaginaréis, no me molestan los trenes; es el transformador lo que no puedo soportar. Su
zumbido y su olor cuando se calienta. Incluso después de tantos años, ese olor me recuerda a Cold
Mountain.
Van Hay esperó treinta segundos y luego apagó el interruptor. El médico se adelantó y
auscultó al Cacique con el estetoscopio. Los testigos habían dejado de murmurar. El médico se
incorporó y miró a través de la tela metálica.
-Sigue vivo -dijo, e hizo un movimiento circular con un dedo.
Había oído unos cuantos latidos breves en el pecho de Bitterbuck, probablemente tan poco
significativos como los últimos espasmos de una gallina decapitada, pero era mejor no correr
riesgos. No queríamos que en mitad del túnel se sentara de repente en la camilla gritando que se
sentía como si ardiera por dentro.
Van Hay le dio al interruptor por tercera vez y el Cacique volvió a caer hacia adelante,
moviéndose ligeramente hacia los lados debido a la corriente. El médico volvió a auscultarlo y en
esta ocasión hizo un gesto afirmativo. Una vez más, habíamos triunfado en la destrucción de
aquello que no podíamos crear. Algunos de los testigos comenzaron .a murmurar de nuevo, pero la
mayoría permanecieron sentados con la cabeza gacha, como si estuvieran paralizados. O quizá
avergonzados.
Harry y Dean entraron con la camilla. En realidad, era Percy quien tenía que coger uno de
los extremos, pero él no lo sabía y nadie se molestó en decírselo. Bruto y yo colocamos en la
camilla al Cacique, que aún tenía la capucha puesta, y lo llevamos hacia la puerta que conducía al
túnel lo más rápido posible sin llegar a correr. Desde el orificio superior del saco salía humo
demasiado humo- y el olor era insoportable.
-¡Joder! -exclamó Percy con voz temblorosa-. ¿Qué es ese olor?
-Apártate y no vuelvas a ponerte en mi camino -dijo Bruto mientras se dirigía a la pared
donde había un extintor. Era un modelo antiguo, de esos que hay que bombear para que salga el
producto químico.
Entretanto, Dean le había quitado la capucha. El espectáculo no era tan horrible como nos
temíamos, pero la trenza izquierda de Bitterbuck humeaba como un montón de hojas húmedas.
-Olvida eso -le dije a Bruto. No quería tener que limpiar aquel producto químico de la cara
del muerto antes de ponerlo en la parte trasera de la
furgoneta de los fiambres. Asesté unos cuantos golpes a la cabeza del Cacique (mientras
Percy me miraba todo el tiempo con los ojos muy abiertos) hasta que dejó de salir humo. Luego
bajamos los doce escalones de madera que conducían al túnel. Estaba frío y húmedo como una
mazmorra y se oía el sonido sordo y constante del agua al gotear. Las luces cubiertas con
rudimentarias pantallas de lata (hechas en el taller de la prisión) alumbraban un túnel de ladrillo
que se extendía unos diez metros por debajo de la autopista y tenía un techo abovedado y húmedo.
Cada vez que bajaba allí, me sentía como un personaje de Edgar Allan Poe.
Había una camilla con ruedas esperando. Subimos el cuerpo de Bitterbuck y eché un último
vistazo para asegurarme de que el pelo ya no ardía. La trenza estaba chamuscada y lamenté ver que
el pequeño y elegante lazo de ese mismo lado se había reducido a un simple bulto negro cubierto
de hollín.
Percy abofeteó la cara del muerto y el sonido sordo de su mano nos sobresaltó a todos. Miró
alrededor con una sonrisa burlona y los ojos brillantes.
-Adiós, Cacique -dijo-. Espero que en el infierno haga suficiente calor para ti.
-No hagas eso -dijo Bruto, y su voz resonó grave y solemne en el túnel húmedo-. Ya ha
pagado su deuda y está en paz con el mundo. No vuelvas a tocarlo.
-Vamos, no fastidies -replicó Percy, pero retrocedió con nerviosismo cuando Bruto se acercó
a él y su sombra comenzó a crecer a su espalda, como la sombra del mono en el cuento de la calle
Morgue.
Sin embargo, en lugar de coger a Percy, Bruto cogió el extremo de la camilla y empezó a
empujar a Arlen Bitterbuck despacio hacia el fondo del túnel, donde le aguardaba su último
vehículo, aparcado en la cuesta de la autopista. Las ruedas de goma de la camilla hacían crujir el
suelo de madera y su sombra se agrandaba y achicaba contra los muros de ladrillo. Dean y Harry
cogieron la sábana doblada a los pies y cubrieron la cara del Cacique, que comenzaba a adquirir el
aspecto ceroso e inexpresivo de todas las caras muertas, ya pertenecieran a inocentes o a culpables.
6
Cuando yo tenía dieciocho años, mi tío Paul -a quien debo el honor de mi nombre- murió de
un ataque al corazón.
Mi madre y mi padre me llevaron a Chicago para asistir al funeral y visitar a
unos cuantos parientes paternos a quienes aún no conocía. Estuvimos fuera casi un mes. En cierto
modo, fue un viaje agradable, necesario y entretenido, pero por otra parte fue horrible. Yo estaba
profundamente enamorado de la mujer con quien me casaría dos semanas después de cumplir los
diecinueve. Una noche, cuando mi añoranza por ella era como un fuego descontrolado en mi
corazón y en mi cabeza (de acuerdo, de acuerdo, también en mis cojones) le escribí una carta que
parecía interminable. Volqué todo mi corazón en ella, sin releer los párrafos ya escritos por temor
a que la cobardía me impidiera seguir. Pero no me detuve, y cuando una voz en mi cabeza me dijo
que sería una locura enviar una carta semejante, que estaba poniendo mi indefenso corazón en sus
manos, me negué a oírla con la imprudente indiferencia de un niño por las consecuencias de sus
actos. A menudo me pregunté si Janice habría guardado aquella carta, pero nunca me atreví a
interrogarla al respecto. Lo único que sé es que no la encontré cuando registré sus pertenencias
después del funeral, aunque, naturalmente, eso no significaba nada. Supongo que si nunca se lo
pregunté es porque temía que aquella carta ardiente significara menos para ella que para mí.
Tenía cuatro páginas y creí que nunca escribiría nada tan largo en mi vida; pero ahora, mirad
esto. Con todo lo que llevo escrito, el final aún no está a la vista. Si hubiera sabido que la historia
se prolongaría tanto, no habría empezado. No tenía idea de la cantidad de puertas que puede abrir
el simple acto de escribir, como si la vieja pluma de mi padre no fuera una pluma sino una extraña
variedad de llave maestra. Quizá el mejor testimonio de lo que digo sea el ratón: Willie, el del
barco de vapor, Cascabel, la mascota del pasillo de la muerte. Hasta que empecé a escribir esta
historia, no me di cuenta de lo importante que era él (sí, él). La forma en que parecía buscar a
Delacroix antes de que éste llegara, por ejemplo. Creo que la idea no se me cruzó por la cabeza, al
menos conscientemente, antes de empezar a escribir y recordar.
Lo que quiero decir es que no me di cuenta de lo lejos que debía remontarme para hablar de
John Coffey, o de cuánto tiempo tendría que dejar en su celda a un hombre tan grande que sus pies
no sólo sobresalían de la cama, sino que colgaban hasta llegar al suelo. No quiero que lo olvidéis
¿de acuerdo? Quiero que lo veáis allí, mirando el techo de su celda, llorando en silencio y
cubriéndose la cara con las manos. Quiero que oigáis sus suspiros que temblaban como sollozos,
sus ocasionales gruñidos desgarrados. No eran los sonidos de angustia y arrepentimiento que a
menudo oíamos en el bloque E, gritos agudos con vestigios de remordímiento; al igual que sus
ojos húmedos, parecían ajenos a la clase de dolor con que estábamos acostumbrados a tratar. Soy
consciente de que lo que voy a decir parecerá ridículo, pero no tiene sentido escribir una historia
tan larga si uno no va a atreverse a contar la verdad oculta en lo más profundo del corazón. Bien,
en cierto modo, era como si John Coffey sintiera pena por todo el mundo, como si experimentase
un sentimiento demasiado grande para calmarlo. A veces me sentaba a su lado y le hablaba, como
hacía con todos los demás. Creo que ya he dicho que hablar era nuestra función más importante, de
modo que a menudo conversaba con John Coffey e intentaba consolarlo. Creo que nunca lo
conseguí, y una parte de mí se alegraba de que sufriera, ¿sabéis? Creía que merecía sufrir. Incluso
estuve tentado de llamar al gobernador (o pedirle a Percy que lo hiciera; al fin y al cabo era su
maldito tío, no el mío) y solicitar un aplazamiento en la ejecución. «Todavía no deberíamos freírlo
-me decía-. El crimen aún lo hace sufrir demasiado, le remuerde la conciencia, se remueve en sus
entrañas como un palo filoso. Déle otros noventa días, señor. Permita que se castigue a sí mismo
como nosotros jamás podremos hacerlo.»
Es a ese John Coffey a quien quiero que mantengáis en un rincón de vuestra mente mientras
continúo la historia donde la dejé, a ese John Coffey tendido en el camastro, al hombre que tenía
miedo de la oscuridad, y quizá con razón, porque ¿acaso no le acecharían allí dos figuras con rizos
rubios, ya no niñas pequeñas, sino ángeles vengadores? Ese John Coffey de cuyos ojos siempre
manaban lágrimas, como sangre de una herida que no cicatrizará jamás.
7
De modo que el Cacique se frió y el Presidente se marchó... al menos al bloque C, que era el
hogar de la mayoría de los ciento cincuenta condenados a cadena perpetua de Cold Mountain.
En
el caso del Presi, su cadena perpetua sólo duró doce años, pues en 1944 lo ahogaron en la
lavandería de la prisión. Claro que no fue en la lavandería de Cold Mountain, pues nuestra
penitenciaría se cerró en 1933. Supongo que a los internos no les importaba demasiado. Como
dicen ellos, una pared es igual a otra, y la Freidora era tan mortífera en su nuevo cubículo de la
muerte como lo había sido en el almacén de Cold Mountain.
Volviendo al Presi, alguien lo empujó de cabeza en una tina de líquido para limpieza en seco
y lo sostuvo ahí. Cuando los guardias lo rescataron, prácticamente no quedaban rastros de su cara.
Para identificarlo tuvieron que tomarle las huellas digitales. Quizá le hubiese convenido terminar
en la Freidora, aunque entonces no habría tenido esos doce años de gracia, ¿verdad? Sin embargo,
dudo que haya pensado en ellos durante su último minuto de vida, mientras sus pulmones
intentaban aprender a respirar hexitol y lejía.
Nunca cogieron al que lo mató. Para entonces, yo estaba en el correccional de menores, pero
Harry Terwilliger me escribió: «Le conmutaron la pena sobre todo porque era blanco; pero al final
obtuvo su merecido. Yo lo veo como un largo aplazamiento de la ejecución que finalmente
caducó.»
Cuando el Presi se marchó, tuvimos una época tranquila en el bloque E. Harry y Dean fueron
asignados temporalmente a otros puestos y por un breve período en el pasillo de la muerte
quedamos Bruto, Percy y yo; lo que era como si Bruto y yo estuviésemos solos, porque Percy se
mantenía a distancia. Os aseguro que aquel tipo era un genio para eludir cualquier clase de
responsabilidad. De vez en cuando (sólo cuando Percy no estaba por allí), los muchachos venían
en busca de lo que Harry llamaba «una buena charla». Muchas de esas veces, también aparecía el
ratón. Le dábamos de comer y él se sentaba allí, solemne como Salomón, mirándonos con sus
ojitos brillantes como gotas de aceite.
Fueron unas semanas agradables, tranquilas y sin complicaciones a pesar de las frecuentes
quejas de Percy. Pero todo lo bueno se acaba, y un lunes lluvioso de finales de julio -¿he dicho ya
que aquel verano fue húmedo y desapacible?- me senté en elcamastro de una celda a esperar la
llegada de Eduard Delacroix.
Llegó con inesperado estrépito. La puerta que conducía al patio de ejercicios se abrió con
violencia, dejando entrar una ráfaga de luz, se oyó un ruido de cadenas, una voz balbuceando en
una mezcla de inglés y francés cajún (una jerga que los reclusos de Cold Mountain solían llamar
da bayou) y los gritos de Bruto:
-¡Eh, basta! ¡Por todos los demonios, déjalo, Percy!
Yo estaba medio dormido en el camastro que luego pertenecería a Delacroix, pero me
levanté deprisa, con el corazón desbocado. Esa clase de ruidos no solían oírse en el bloque E hasta
la llegada de Percy; él los trajo consigo como un mal olor.
-¡Camina, maldito maricón francés! -gritó Percy sin hacer caso de la advertencia de Bruto,
mientras tiraba de un tipo no mucho más grande que un bolo.
En la otra mano tenía la porra. Mostraba los dientes en una sonrisa truculenta y su cara tenía
un intenso color rojo. Sin embargo, no parecía del todo amargado. Delacroix se esforzaba por
seguirle el paso, pero tenía grilletes en los pies y por mucha prisa que se diera Percy tiraba más
rápido. Salí de la celda justo para sostenerlo cuando cayó al suelo, y así fue como nos conocimos
Del y yo.
Percy se acercó con la porra en alto, pero yo lo atajé con un brazo. Bruto nos alcanzó
jadeando, tan escandalizado y sorprendido como yo por aquella escena.
-No deje que me pegue, m'sieu -gimió Delacroix-. S'il vous plait, s'il vous plait!
-Dejádmelo a mí, dejádmelo a mí -gritó Percy al tiempo que se lanzaba hacia adelante y
comenzaba a golpearlo en los hombros con la porra.
Delacroix levantó las manos, gritando, y la porra chocó con un ruido sordo contra las mangas
del uniforme azul. Aquella noche lo vi sin la camisa, y el pobre estaba hecho un mapa de
hematomas. Al verlo me sentí fatal. Era un asesino, no una dulce criatura, pero en el bloque E no
hacíamos esas cosas. A1 menos hasta que llegó Percy.
-¡Eh! ¡Eh! -exclamé-. ¡Basta! ¿A qué viene todo esto?
Intentaba interponerme entre Delacroix y Percy, pero no lo conseguía. Percy seguía
sacudiendo la porra a un lado de mi cuerpo y luego al otro. Tarde o temprano me daría un porrazo
en lugar de a su presa, y entonces estallaría una buena, fueran quienes fuesen sus malditos
parientes. No sería capaz de contenerme y era muy probable que Bruto se uniera a mí. A veces
pienso que ojalá lo hubiéramos hecho. Eso habría cambiado algunas cosas que pasaron después.
-¡Maldito maricón! Te enseñaré a no tocarme, asqueroso cabrón.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Delacroix gritaba y le sangraba una oreja. Dejé de intentar escudarlo, lo
cogí por un hombro y lo empujé dentro de la celda, donde cayó sobre el camastro. Percy me
esquivó y le dio un último golpe en el culo, algo así como la guinda del pastel. Entonces Bruto lo
cogió de los hombros -me refiero a Percy- y lo arrastró por el pasillo.
Cerré la puerta de la celda y eché el cerrojo. Luego me volví hacia Percy, debatiéndome
entre la incredulidad y la furia. Percy ya llevaba varios meses con nosotros, el tiempo suficiente
para que todos hubiéramos aprendido a detestarlo, pero aquélla fue la primera vez que me di
cuenta de que estaba totalmente fuera de control.
Se quedó mirándome, no sin cierto temor -en el fondo era un cobarde, nunca tuve la menor
duda al respecto-, pero confiado en que sus relaciones lo protegerían. Y en eso tenía razón.
Supongo que habrá gente que no entienda cómo era posible después de todo lo que he dicho de él,
pero esa gente conocerá la Gran Depresión sólo por los libros de historia. Aquello era mucho más
que una frase de libro, y cuando uno tenía un empleo fijo, hermano, era capaz de hacer cualquier
cosa para conservarlo.
Para entonces, Percy había palidecido bastante, pero sus mejillas seguían teñidas de rubor y
el pelo, habitualmente peinado hacia atrás con brillantina, le caía sobre la frente.
-¡Demonios! ¿A qué viene todo esto? -pregunté-. Nunca se ha pegado a un prisionero en mi
bloque.
-El maldito maricón intentó tocarme la polla cuando bajábamos del furgón -dijo Percy-. Se lo
merecía y volvería a hacerlo.
Lo miré, demasiado asombrado para hablar. No podía imaginar ni siquiera al homosexual
más degenerado de este mundo de Dios intentando hacer lo que Percy acababa de decir. El traslado
a una celda del pasillo de la muerte no solía poner cachondos ni a los reclusos más pervertidos.
Volví a mirar a Delacroix, que estaba acurrucado en el camastro y se cubría la cara con las
manos para protegerse. Tenía esposas en las muñecas y una cadena entre las piernas. Luego me
volví hacia Percy.
-Vete de aquí -dije-. Hablaré contigo más tarde.
-¿Piensa escribir un informe sobre esto? -preguntó con voz truculenta-. Porque si lo hace,
puedo redactar mi propio informe, ¿sabe?
No quería escribir ningún informe; sólo quería que desapareciera de mi vista, y se lo dije.
-El asunto está cerrado -concluí. Vi que Bruto me miraba con desaprobación, pero no hice
caso-. Ahora vete de aquí. Ve a la administración y diles que estás allí para leer cartas y ayudar a
clasificar paquetes.
-De acuerdo.
Había recuperado la compostura, o la tercera arrogancia que en su caso hacía las veces de
compostura. Se apartó el cabello de la frente con las manos blandas, blancas y pequeñas (las
manos de una niña) y se acercó a la celda. Delacroix lo vio y se encogió aún más en el camastro,
balbuceando en una mezcla de inglés y francés macarrónico.
-Todavía no he terminado contigo, Pierre -dijo. Entonces una de las enormes manazas de
Bruto cayó sobre su hombro y Percy dio un salto.
-Sí que has terminado -le espetó Bruto-. Ahora vete. Esfúmate.
-No me das miedo, ¿sabes? -dijo Percy-. Niun poco. -Volvió la mirada hacia mí-. Ninguno
de los dos me asusta.
Pero lo hacíamos. Se notaba en sus ojos, tan claro como la luz del día, y eso lo volvía aún
más peligroso. Un hombre como Percy nunca sabe qué va a hacer un minuto después, un segundo
después.
Lo que hizo entonces fue volverse y caminar por el pasillo con pasos largos y arrogantes.
Había demostrado al mundo lo que era capaz de hacer cuando un francés esquelético y medio
calvo se atrevía a tocarle la polla -¡por todos los santos!- y abandonaba victorioso el campo de
batalla.
Recité el discursillo de rigor: que oiríamos la radio -El salón de baile y La chica del
domingo- y que lo trataríamos bien si él hacía otro tanto. Aquella pequeña homilía no fue lo que
podríamos definir como uno de mis éxitos. Delacroix lloró todo el tiempo, acurrucado a los pies
del camastro, tan lejos de mí como era posible sin estamparse en el rincón. Cada vez que yo me
movía, él se encogía, y no creo que escuchase más que una palabra de cada seis. Aunque quizá
fuese mejor así. De todos modos, no creo que mi peculiar sermón tuviera mucho sentido.
Quince minutos más tarde volví a la mesa de entrada, donde Brutus Howell, con expresión
afligida, chupaba la punta del lápiz que guardábamos con el libro de visitas.
-¡Por el amor de Dios! -exclamé-. ¿Quieres parar antes de que te envenenes?
-Dios santísimo jesucristo -repuso él dejando el lápiz en la mesa-. No quiero volver a
presenciar jamás un recibimiento como éste a un preso del bloque.
-Mi padre solía decir que los problemas vienen en series de tres -dije.
-Entonces espero que tu padre no supiera una mierda de ese tema -respondió Bruto, pero no
fue así. Hubo una riña cuando llegó John Coffey y una auténtica tormenta cuando ingresó el
Salvaje Bill. Tiene gracia, pero es cierto que los problemas vienen en series de tres.
Es justo advertiros que pronto llegaré a la parte de cómo conocimos al Salvaje Bill y de
cómo intentó cometer un asesinato en cuanto entró en el pasillo de la muerte.
-¿Qué hay de cierto en eso de que Delacroix le tocó la polla? -pregunté.
-Tenía los tobillos encadenados y el bestia de Percy tiraba demasiado rápido de él -gruñó
Bruto-. Cuando bajó del furgón tropezó y estuvo a punto de caer al suelo. El pobre desgraciado
extendió las manos para contener el golpe y rozó la bragueta de los pantalones de Percy. Fue un
accidente.
-¿Crees que Percy se dio cuenta? -pregunté-. ¿Que lo usó como excusa sencillamente porque
le apetecía pegarle a Delacroix y demostrarle quién manda aquí?
Bruto asintió lentamente.
-Sí, creo que fue así.
-Entonces tendremos que vigilarlo -dije mientras me alisaba el pelo. Como si aquel trabajo
no fuera lo bastante difícil por sí solo-. Demonios, odio todo esto. Y odio a ese tipo.
-Yo también. ¿Y sabes otra cosa, Paul? No lo entiendo. Tiene contactos, eso sí que lo
entiendo, pero ¿por qué usarlos para conseguir un trabajo en el maldito pasillo de la muerte o en
cualquier prisión estatal? ¿Por qué no se buscó un puesto de ujier en el senado o de secretario del
ayudante del gobernador? Seguro que su familia le habría conseguido un empleo mejor si lo
hubiera pedido, así que ¿por qué ha acabado aquí?
Sacudí la cabeza. No lo sabía. En aquel entonces ignoraba muchas cosas. Supongo que era
ingenuo.
8
Después de aquel incidente, las cosas volvieron a la normalidad, al menos por un tiempo. En
los tribunales del condado, el estado se preparaba para llevar a juicio a John Coffey y el sheriff de
Trapingus, Homer Cribus, restaba importancia a la posibilidad de que una multitud vengadora se
tomara la justicia por sus manos y linchase al acusado.
No es que aquello nos importara; en el
bloque E, nadie prestaba demasiada atención a las noticias. En cierto modo, vivir en el pasillo de la
muerte era como hacerlo en una habitación insonorizada. De vez en cuando se oían rumores de que
en el mundo exterior se producían estallidos, pero eso era todo. No se darían prisa con el caso de
John Coffey; querrían asegurarse de juzgarlo como merecía.
Percy provocó a Delacroix un par de veces, y la segunda lo separé y le ordené que fuera a mi
despacho. No era la primera vez que discutía con Percy de su conducta, y tampoco sería la última,
pero creo que en el transcurso de la entrevista entendí claramente con qué clase de persona estaba
tratando. Tenía el corazón de un niño cruel que si va al zoológico no es para contemplar a los
animales sino para arrojar piedras a las jaulas.
-Apártate de él, ¿me oyes? -dije-. A menos que yo te indique lo contrario, mantente alejado
de él.
Percy se echó el pelo hacia atrás y luego lo alisó con sus pequeñas y suaves manos. A aquel
muchacho le encantaba tocarse el pelo.
-No le he hecho nada -dijo-. Sólo le preguntaba qué se siente al saber que uno ha quemado
vivos a unos cuantos niños. -Me miró con los ojos muy abiertos y una expresión inocente en el
rostro.
-Déjalo en paz o tendré que presentar un informe -lo amenacé. Percy rió.
-Escriba todos los informes que quiera. Después yo redactaré el mío, como ya le dije cuando
entró ese tipo. Veremos quién gana.
Me incliné, con las manos entrelazadas sobre el escritorio, e intenté hablar como un amigo
que hace una confidencia a otro.
-A Brutus Howell no le caes muy bien -dije-. Y cuando a Brutus no le gusta alguien, suele
presentar su propio informe. No es muy bueno con la pluma, y es incapaz de abandonar el hábito
de chupar la punta del lápiz, así que es probable que decida hacer el informe con los puños.
Supongo que entiendes qué quiero decir.
A Percy se le borró la sonrisa de la cara.
¿Qué pretende decir?
-No pretendo decir nada. Lo he dicho. Y si mencionas esta conversación a alguno de tus ...
amigos... diré que te lo has inventado todo. –Lo miré fijamente y con seriedad-. Además, intento
ser tu amigo, Percy. Dicen que a buen entendedor, pocas palabras. ¿Por qué quieres enemistarte
con Delacroix? No vale la pena.
La táctica funcionó durante un tiempo, y tuvimos paz. En un par de ocasiones, incluso envié
a Percy a acompañar a Delacroix a las duchas junto con Dean y Harry. Por las noches poníamos la
radio y Delacroix comenzó a relajarse un poco, adaptándose a la rutina del bloque E. Y tuvimos
paz.
Una noche, lo oí reír. Harry Terwilliger estaba en la mesa de entrada y pronto se echó a reír él
también. Me levanté y fui a la celda del francés a ver qué pasaba.
-Mire, jefe -dijo al verme-. ¡He domesticado un ratón!
Era Willie, el del barco de vapor, y estaba en la celda de Delacroix. Es más, estaba sentado
en un hombro del francés y nos miraba tranquilamente a través de los barrotes con sus ojos
pequeños como gotas de aceite. Tenía la cola enroscada entre las patas y parecía muy a gusto. En
cuanto a Delacroix, bueno, nadie hubiera dicho que era el mismo hombre que una semana antes
estaba acurrucado llorando a los pies de la cama. Tenía la misma expresión que mi hija la mañana
de Navidad, cuando bajaba al salón y veía sus regalos.
¡Mire esto! -exclamó Delacroix.
El ratón estaba sentado en su hombro derecho. El francés extendió el brazo izquierdo y el
roedor corrió por encima de su cabeza, usando su pelo (que al menos en al parte trasera era
bastante espeso) para trepar. Luego descendió por el otro lado y Delacroix rió al sentir en el cuello
el cosquilleo de su cola. El ratón recorrió todo el brazo hasta llegar a la muñeca, luego dio media
vuelta y regresó al hombro izquierdo, donde volvió a sentarse con la cola enroscada entre las patas.
-¡Que me aspen! -exclamó Harry.
-Le he enseñado a hacerlo -dijo Delacroix con orgullo. Yo pensé «y una mierda», pero
mantuve la boca cerrada-. Se llama Cascabel.
-No -replicó Harry con cordialidad-. Es Willie, el del barco de vapor, como el de los dibujos
animados. El jefe Howell lo bautizó.
-Es Cascabel -insistió Delacroix. En cualquier otro tema, habría admitido que blanco era
negro si uno lo hubiera querido, pero en lo referente al ratón era inflexible-. Me lo ha dicho al
oído. Jefe, ¿podría darme una caja para él? ¿Podría darme una caja para que el ratón duerma aquí
conmigo? -Su voz se volvió suplicante, con el mismo tono lloroso que había oído tantas veces
antes-. Lo pondré debajo de la cama y no causará ningún problema.
-Tu inglés mejora mucho cuando quieres algo -dije, intentando ganar tiempo.
-Ah, ah -murmuró Harry dándome un codazo-. Ahora tendremos problemas.
Pero aquella noche, Percy no parecía dispuesto a causar problemas. No se alisaba el pelo
con las manos ni jugaba con su porra, y hasta llevaba el primer botón de la camisa del uniforme
desabrochado. Era la primera vez que lo veía así, y resultaba increíble que un pequeño detalle
como aquél pudiera cambiarlo tanto. Sin embargo, lo que más me impresionó fue la expresión de
su cara. Sin llegar a ser serena -no creo que Percy Wetmore tuviera un ápice de serenidad en todo
el cuerpo-, era la expresión de alguien que ha descubierto que es capaz de esperar un tiempo por
aquello que desea. No tenía nada que ver con el joven a quien unos días antes yo había amenazado
con los puños de Bruto.
Pero Delacroix no notó el cambio y se acurrucó junto a la pared de la celda, flexionando las
rodillas contra el pecho. Sus ojos parecieron crecer hasta ocupar la mitad de su cara. El ratón corrió
a la coronilla calva y se sentó allí. No sé si recordaría que él también tenía motivos para desconfiar
de Percy, pero al menos eso parecía. Aunque quizá su reacción obedeciera a que había olido el
miedo del francés.
-Vaya, vaya -dijo Percy-. Parece que has encontrado un amigo, Eddie.
Delacroix quiso responder algo, adivino que una vana amenaza sobre lo que haría si Percy
hacía daño a su nuevo compañero, pero no consiguió pronunciar una sola palabra. Su labio inferior
tembló ligeramente y eso fue todo. Sin embargo, Cascabel no temblaba encima de su cabeza.
Estaba sentado perfectamente inmóvil con las patas traseras entre el pelo de Delacroix y las
delanteras extendidas sobre la calva, mirando a Percy con aire desafiante, como quien mira a un
antiguo enemigo.
-¿No es el mismo ratón que perseguí el otro día? -preguntó Percy-. ¿El que vive en la celda
de seguridad?
Asentí con un gesto. Tenía la impresión de que Percy no había vuelto a ver al recién
bautizado Cascabel desde aquella persecución y ahora no parecía tener ganas de cazarlo.
-Sí, es el mismo -dije-. Aunque Delacroix dice que no se llama Willie sino Cascabel.
Asegura que el ratón se lo ha dicho al oído.
-¿De veras? -dijo Percy-. Los milagros no se acaban nunca, ¿no es cierto?
Yo esperaba que desenfundara la porra y comenzase a golpear con ella los barrotes de la
celda, para recordarle a Delacroix quién mandaba allí, pero se limitó a mirarlo con las manos en las
caderas.
Entonces, sin ninguna razón aparente, añadí:
-Delacroix acababa de pedirnos una caja, Percy. Cree que el ratón dormirá en ella y que
podrá tenerlo consigo como si fuera una mascota. -Mi voz estaba cargada de escepticismo y más
que ver, sentí la mirada sorprendida de Harry-. ¿Tú qué opinas?
-Opino que una noche, mientras esté dormido, le cagará en la nariz y saldrá corriendo
-respondió Percy con tranquilidad-. Aunque supongo que eso es asunto del francés. La otra noche
vi una bonita caja de cigarros en el carro de Tuu Tuu. No sé si la habrá regalado. Tal vez pida
cinco centavos por ella, o incluso veinticinco.
Esta vez miré a Harry y vi que estaba boquiabierto. No era exactamente como el cambio que
había experimentado Ebenezer Scrooge la mañana de Navidad, después de que los fantasmas se
ocuparan de él, pero se parecía bastante.
Percy se acercó a la celda de Delacroix y metió la cabeza entre los barrotes. El francés se
encogió aún más. Juro que de haber podido se habría fundido con la pared.
-¿Tienes cinco centavos, o quizá veinticinco para comprar una caja de cigarros, capugante?
-preguntó.-Tengo cuatro centavos -respondió Delacroix-, y los pagaré por una caja si está en
buenas condiciones, s'il est bon.
-Haremos un trato -dijo Percy-. Si ese viejo chulo desdentado está dispuesto a venderte la
caja de Corona por cuatro centavos, robaré un poco de algodón de la enfermería para forrarla.
Haremos un auténtico Hilton para ratones. -Se volvió hacia mí-. Tengo que escribir un informe
sobre Bitterbucle, Paul -dijo-. ¿Hay plumas en su despacho?
-Sí, desde luego -respondí-. Y formularios también. En el primer cajón de la izquierda.
-Estupendo -dijo, y se marchó contoneándose.
Harry y yo nos miramos.
-¿Crees que está enfermo? -preguntó Harry-. Quizá ha ido al médico y ha descubierto que le
quedan tres meses de vida.
Contesté que no tenía la menor idea de qué le pasaba. En ese momento era cierto, y lo fue
durante un tiempo, pero al final lo descubrí. Unos añosmás tarde tuve una interesante conversación
de sobremesa con Hal Moores. Para entonces, él estaba retirado y yo en el correccional de
menores, de modo que podíamos hablar con libertad. Fue una de esas comidas en que uno bebe
demasiado y come poco, así que la lengua se suelta. Hal me contó que Percy había ido a quejarse
de mí y de la situación general en el pasillo de la muerte. Había sido poco después de que
Delacroix ingresara en el bloque y Bruto y yo evitáramos que lo matase a golpes. Al parecer, lo
que más había molestado a Percy fue que le dijera que desapareciese de mi vista. Creía que un
hombre emparentado con el gobernador no debía ser tratado con semejantes modales.
En fin, Moores me contó que intentó contener a Percy todo lo que pudo, pero que cuando
comprobó que el tipo estaba dispuesto a utilizar sus contactos para que me amonestaran y
trasladaran a otra parte de la prisión, lo llamó a su despacho y le dijo que si dejaba las cosas como
estaban, él mismo se ocuparía de que tuviese un papel protagónico en la ejecución de Delacroix.
Lo pondría junto a la silla. Yo estaría a cargo, como de costumbre, pero los testigos no se
enterarían. Para ellos, Percy Wetmore sería el maestro de ceremonias. Moores se había limitado a
prometerle lo que ya habíamos acordado antes, pero Percy no lo sabía. Aceptó cejar en sus
empeños para que me trasladaran y la atmósfera del bloque E mejoró. Aceptó incluso que
Delacroix conservase a su viejo enemigo como mascota. Es sorprendente la forma en que algunos
hombres cambian con el incentivo apropiado. En el caso de Percy, el alcaide Moores sólo tuvo que
prometerle que podría matar a un pequeño francés calvo.
9
A Tuu Tuu cuatro centavos le parecieron muy poco por una bonita caja de cigarros Corona, y
quizá tuviera razón. Las cajas de cigarros eran muy apreciadas en la prisión.
En ellas podían
guardarse miles de objetos pequeños, tenían un olor agradable y recordaban a los presos lo que era
la vida en libertad. Supongo que porque en la prisión se permitía fumar cigarrillos, pero no
cigarros.
Dean Stanton, que para entonces había regresado al bloque, contribuyó con un centavo y yo
con otro. A1 ver que Tuu Tuu todavía se mostraba reacio a vender, Bruto intentó convencerlo.
Primero le dijo que debería avergonzarse de ser tan mezquino, y luego le prometió que él, Brutus
Howell en persona, le devolvería la caja de cigarros una vez que Delacroix fuese ejecutado.
-Tal vez seis centavos no sean suficientes como precio de venta de una caja de cigarros.
Podríamos discutirlo largo y tendido -dijo Bruto-, pero tienes que reconocer que es un buen precio
por un alquiler. El francés recorrerá el pasillo de la muerte en un mes; seis semanas, como
máximo. Esa caja volverá a tu carrito antes de que te des cuenta de que no está allí.
-¿Y si le toca un juez de corazón blando y sigue aquí cuando nos entierren a todos? -dijo
Tuu, pero tanto él como Bruto sabían que no sería así. El viejo Tuu Tuu llevaba empujando aquel
maldito carro lleno de citas de la Biblia desde los días de las diligencias y tenía información de
buena fuente... Yo estaba seguro de que en eso nos superaba. Sabía que Delacroix no podía esperar
nada de un juez de corazón blando. Su única esperanza era el gobernador, que no solía ser
clemente con tipos capaces de asar vivos a media docena de sus votantes.
-Aunque no consiga un aplazamiento, ese ratón estará cagando en la caja hasta octubre,
quizá incluso hasta el día de Acción de Gracias -protestó Tuu, pero Bruto notó que se estaba
ablandando-. ¿Quién va a comprar una caja que ha servido de retrete a un ratón?
-Caramba, Tuu --dijo Bruto-. Ésa es la estupidez más grande que te he oído decir desde que
te conozco, de verdad. En primer lugar, Delacroix mantendrá la caja tan limpia como para comer
en ella. Quiere tanto a ese ratón que es capaz de limpiarla a lengüetazos si es necesario.
-No si es mierda -dijo Tuu arrugando la nariz.
-Y en segundo lugar -continuó Bruto-, la caca de ratón no es un problema. Sólo son unas
bolitas, como los perdigones que se usan para cazar pájaros. Sacudes la caja y no queda nada.
El viejo Tuu sabía que no tenía sentido seguir protestando. Llevaba el tiempo suficiente en
aquel sitio para reconocer cuándo podía enfrentarse con la brisa y cuándo le convenía rendirse a la
fuerza del huracán. Aquello no era exactamente un huracan, pero a los muchachos de uniforme
azul les caía bien el ratón y les gustaba la idea de que Delacroix se lo quedase, de modo que era,
como mínimo, una fuerte ventolera. Así que Delacroix consiguió su caja y Percy cumplió con su
palabra: dos días después, el recipiente estaba forrado con finas capas de algodón robado de la
enfermería. Percy se lo entregó personalmente y yo vi el miedo en los ojos del francés cuando sacó
la mano a través de los barrotes. Temía que Percy le cogiera la mano y le rompiera los dedos. Debo
confesar que yo también tenía un poco de miedo, pero no ocurrió nada semejante. Nunca estuve
tan cerca de apreciar a Percy como aquel día, aunque incluso entonces era imposible pasar por alto
la expresión divertida de sus ojos. Delacroix tenía una mascota y Percy otra. El francés la cuidaría
y la amaría tanto tiempo como pudiera; Percy esperaría con paciencia (tanta paciencia como podía
tener alguien como él) y luego la achicharraría viva.
-El Hilton para ratones abre sus puertas -dijo Harry-. La gran incógnita es si ese cabroncete
usará la caja.
La pregunta tuvo respuesta tan pronto como Delacroix cogió al ratón y lo colocó suavemente
en la caja. El animal se acomodó en el algodón blanco como si estuviera en el paraíso y aquél fue
su hogar hasta... Bueno, llegaré al final de la historia de Cascabel a su debido tiempo.
Pronto se demostró que la preocupación del viejo Tuu Tuu de que la caja de cigarros acabara
llena de mierda de ratón no tenía ningún fundamento. Jamás vi una sola cagarruta allí, y Delacroix
afirmaba que él tampoco. Ni allí, ni en ninguna otra parte de la celda. Mucho más adelante, en la
época en que Bruto me enseñó el agujero en la viga y encontramos las astillas de colores, saqué
una silla de un rincón de la celda de seguridad y me encontré con un montoncito de cagarrutas de
ratón. Por lo visto, siempre cagaba en el mismo sitio, lo más lejos posible de nosotros. Y hay algo
más: nunca lo vi mear, y eso que los ratones son incapaces de mantener el grifo cerrado más de dos
minutos seguidos, sobre todo cuando comen. Como ya he dicho, aquel maldito roedor era uno de
los misterios del buen Dios.
Una semana después de que Cascabel se instalara en la caja de cigarros, Delacroix nos
llamó a mí y a Bruto para enseñarnos algo. Lo hacía con tanta frecuencia que resultaba pesado
(para el pequeño francés, el solo hecho de que Cascabel diese una voltereta sobre la espalda con
las patas en alto era una maravilla de la naturaleza), pero esta vez lo que tenía que mostrarnos era
realmente divertido.
Después del juicio, el mundo entero parecía haber olvidado a Delacroix, pero el francés tenía
una parienta -una vieja tía soltera, según creo- que le escribía una vez por semana. La anciana
también le había enviado una bolsa enorme de caramelos de á menta, de esos que en la actualidad
se comercializan con el nombre de Canada Mints. Parecían grandes píldoras rosadas.
Naturalmente, no se le permitió quedarse con toda la bolsa de una vez, í pues pesaba más de dos
kilos y si se la hubiera comido de una sentada habría acabado en la enfermería. Como casi todos
los asesinos que tuvimos en el pasillo de la muerte, el francés no tenía idea de la mesura, de modo
que le entregábamos los caramelos por docenas y sólo si los pedía.
Cuando llegamos a la celda, Cascabel estaba sentado en el camastro junto a Delacroix.
Sostenía uno de aquellos caramelos rosados entre las patas y lo mordía con aire satisfecho.
Delacroix estaba rebosante de alegría, como un pianista que contempla a su hijo de cinco años
tocar sus primeras piezas clásicas. Pero lo cierto es que la cosa tenía auténtica gracia. El caramelo
era casi tan grande como Cascabel y el vientre peludo de éste ya estaba hinchado de tanto comer.
-¡Quítaselo, Eddie! -dijo Bruto entre divertido y horrorizado-. Por todos los santos, si sigue
comiendo va a reventar. Puedo oler a menta desde aquí. ¿Cuántos le has dado?
-Éste es el segundo -respondió Delacroix mirando la barriga del ratón con cierto
nerviosismo-. ¿De verdad cree que...? Bueno, ¿podrían estallarle las tripas?
-Es posible -contestó Bruto.
Eso fue suficiente para Delacroix, que cogió el
caramelo a medio comer. Yo esperaba que el ratón le diera un mordisco, pero lo cierto es que
entregó el caramelo -o lo que quedaba de él- con absoluta docilidad. Miré a Bruto y él sacudió la
cabeza como diciendo que no, que él tampoco lo entendía. Entonces Cascabel saltó a su caja y se
tumbó con aire cansado, haciéndonos reír a los tres. Después de aquel día, nos acostumbramos a
ver a Cascabel sentado junto a Delacroix, comiendo un caramelo con los modales exquisitos de
una señora en una merienda elegante, ambos rodeados del olor que más tarde aspiraría en el
agujero de la viga: el olor entre picante y dulce de la menta.
Antes de hablar de la llegada de William Wharton, el auténtico ciclón que azotó el bloque E,
quiero contaros algo más sobre Cascabel. Aproximadamente una semana después del incidente del
primer caramelo de menta, cuando habíamos llegado a la conclusión de que Delacroix no
permitiría que al ratón le estallaran las tripas, el francés me llamó a su celda. En aquel momento
Bruto había ido a buscar algo al economato y yo estaba solo, lo que significaba que, según las
ordenanzas, no debía acercarme a ningún prisionero. Sin embargo, quizá porque sabía que con un
simple puñetazo podía arrojar a Delacroix a veinte metros de distancia, decidí romper las reglas e
ir a ver qué quería.
-Mire esto, jefe Edgecombe -dijo-. ¡Ahora verá lo que es capaz de hacer Cascabel! -Metió la
mano detrás de la caja de cigarros y sacó un pequeño carrete de madera.
-¿De dónde has sacado eso? -pregunté, aunque creía saberlo. Sólo podía habérselo dado una
persona.
-Me lo dio el viejo Tuu Tuu -respondió-. Mire.
Yo ya miraba y veía a Cascabel dentro de la caja, con las pequeñas patas delanteras
levantadas y apoyadas sobre uno de los lados y los ojos negros fijos en el carrete que Delacroix
sostenía entre el índice y el pulgar de la mano derecha. Un escalofrío me recorrió la espalda.
Nunca había visto a un simple ratón mirar algo con tanta atención, con tanta inteligencia. Jamás
creí que Cascabel fuera un ser sobrenatural, y si he dado esa impresión, lo lamento; pero tampoco
tengo ninguna duda de que dentro de su especie era un genio.
Delacroix se inclinó e hizo rodar el carrete por el suelo de la celda. Se deslizó suavemente,
como un par de ruedas conectadas mediante un eje. En un instante, el ratón saltó de la caja y corrió
detrás del carrete, igual que un perro que persigue un palo. Dejé escapar una exclamación de
sorpresa y Delacroix sonrió.
El carrete chocó contra la pared y volvió atrás. Cascabel lo rodeó y lo empujó hacia la cama,
corriendo de un extremo a otro cada vez que parecía que iba a desviarse de su rumbo. Empujó el
carrete hasta que éste topó con los pies de Delacroix. Luego alzó la vista, como para asegurarse de
que el francés no tenía otra tarea para él (quizá unos cuantos problemas aritméticos para resolver o
una frase en latín para analizar). Aparentemente satisfecho de su trabajo, Cascabel volvió a
acomodarse dentro de la caja de cigarros.
-Se lo has enseñado tú -dije.
-Sí, jefe Edgecombe -respondió Delacroix, incapaz de reprimir una sonrisa de satisfacción-.
Lo ha cogido todas las veces que se lo arrojé. Es más listo que el demonio, ¿verdad?
-¿Y el carrete? -pregunté-. ¿Cómo sabías que debías buscarle uno, Eddie?
-Me lo dijo al oído -respondió Delacroix con tranquilidad-. Igual que cuando me murmuró su
nombre.
Delacroix enseñó su truco a todos los muchachos; a todos, excepto a Percy. No parecía
importarle que Percy hubiera tenido la idea de la caja de cigarros ni que le hubiera dado algodón
para forrarla. El francés era como algunos perros; si se los patea una vez, no vuelven a confiar en
uno por agradable que se muestre en adelante.
Aún me parecía oír a Delacroix gritar:
-¡Muchachos! ¡Vengan a ver lo que es capaz de hacer Cascabel!
Y a continuación se formaba un tumulto de uniformes azules: Bruto, Harry, Dean, incluso
Bill Dodge. Todos se habían quedado atónitos con el truco, igual que yo.
Tres o cuatro días después de que Cascabel comenzara a hacer el truco del carrete, Harry
Terwilliger encontró unos lápices de cera entre los materiales de artesanía que guardábamos en la
celda de seguridad y se los llevó a Delacroix con una sonrisa tímida.
-He pensado que quizá te gustaría pintar el carrete de varios colores -dijo-. Entonces tu
amiguito sería como un ratón de circo, o algo por el estilo.
-¡Un ratón de circo! -exclamó Delacroix, rebosante de alegría. Creo que se sentía
auténticamente feliz, quizá por primera vez en su miserable vida-. ¡Eso es lo que es! Un ratón de
circo. Cuando salga de aquí, me haré rico con él. Ya lo verán.
Sin duda, Percy Wetmore habría recordado a Delacroix que cuando saliese de allí lo haría en
una ambulancia que no tendría necesidad de hacer sonar su sirena, pero Harry calló. Le dijo al
francés que pintara el carrete lo mejor posible en el mínimo de tiempo, pues tendría que devolver
los lápices de cera a su sitio después de cenar.
Del pintó el carrete, desde luego. Cuando terminó, un extremo era amarillo, el otro verde y
el centro rojo intenso. Nos acostumbramos a oír a Delacroix anunciar a voz en cuello:
-Maintenant, m'sieurs et mesdames! Le cirque présentement le mous' amusant et amazeant!
No era exactamente así, pero eso os dará una idea de su francés macarrónico. Luego emitía
un sonido gutural, que según creo pretendía imitar un tambor, y arrojaba el carrete. Cascabel lo
perseguía de inmediato y lo empujaba con el hocico o con las patas. En el segundo caso, el truco
parecía realmente digno de un circo. Delacroix, su ratón y el colorido carrete eran nuestro principal
entretenimiento en el momento en que pusieron a John Coffey bajo nuestra custodia, y continuaron
siéndolo durante un tiempo. Luego recrudeció mi infección urinaria, que había permanecido
tranquila durante un tiempo, y llegó William Wharton. Fue como si alguien abriera las puertas del
infierno.
10
Casi todas las fechas se han borrado de mi mente. Supongo que podría pedirle a mi nieta,
Danielle, que las buscara en los periódicos viejos, pero ¿para qué?
De todos modos, las más
importantes -como el día que entramos en la celda de Delacroix y encontramos al ratón sentado
sobre su hombro o el día que William Wharton llegó al bloque y estuvo a punto de matar a Dean
Stanton- no aparecerán en la prensa. Tal vez sea mejor que siga como hasta ahora. Al fin y al cabo,
supongo que las fechas no tienen mayor importancia si uno es capaz de recordar qué vio y en qué
orden lo hizo.
Sé que los hechos se precipitaron. Cuando me enviaron los papeles para la ejecución de
Delacroix desde el despacho de Curtis Anderson, me sorprendió ver que la fecha se había
adelantado, algo que rara vez sucedía, ni siquiera en aquellos días en que no era necesario remover
cielo y tierra para cargarse legalmente a un hombre. Según creo, sólo eran dos días, del 27 al 25 de
octubre. No me toméis la palabra, pero era algo así, pues recuerdo que pensé que Tuu iba a
recuperar su caja de cigarros incluso antes de lo previsto.
Wharton, por el contrario, llegó después de lo esperado. Para empezar, su juicio duró más de lo
que suponían los informadores habitualmente fiables de Anderson (en lo referente a Will Wharton,
uno no podía fiarse de nada, ni siquiera de nuestros métodos para controlar a los prisioneros que
hasta entonces parecían probados e infalibles). Luego, una vez que lo encontraron culpable -al
menos en ese punto siguieron el guión- lo llevaron al Hospital General de Indianápolis para hacerle
unas pruebas. Al parecer, durante el juicio había sufrido varios ataques lo bastante graves para que
se desplomara y agitara espasmódicamente, pataleando contra el suelo de madera. El abogado de
oficio alegó que Wharton padecía «ataques epilépticos» y que había cometido sus crímenes en
momentos de «enajenación mental», en tanto que el fiscal sostenía que las supuestas crisis no eran
más que la representación de un cobarde desesperado por salvar su vida. Después de observar de
cerca los aparentes ataques epilépticos, el jurado decidió que eran falsos. El juez estuvo de
acuerdo, pero de todos modos ordenó una serie de análisis antes de dictar sentencia. Sólo Dios
sabe por qué; quizá por simple curiosidad.
Fue un milagro que Wharton no escapara del hospital (tampoco nos pasó inadvertida la
ironía de que Melinda, la esposa de Moores, estuviera en el mismo hospital al mismo tiempo),
pero no lo hizo.
Supongo que lo tendrían rodeado de guardias y que el muchacho aún conservaría alguna
esperanza de que lo declararan incompetente a causa de la epilepsia, si padecía algo así.
Sin embargo, no fue así. Los médicos no encontraron nada anormal en su mente, al menos
desde el punto de vista físico, y William Billy El Niño Wharton fue enviado a Cold Mountain.
Debe de haber sido alrededor del 18, pues recuerdo que llegó dos semanas antes que John
Coffey y una semana después de que Delacroix recorriera el pasillo de la muerte.
El día de la llegada de nuestro nuevo psicópata fue especialmente memorable para mí.
Desperté a las cuatro de la madrugada con un latido en el vientre y el pene hinchado y ardiente.
Antes de poner los pies en el suelo, supe que mi infección urinaria no se había terminado de curar,
como yo había deseado. Había experimentado una breve mejoría, pero eso era todo.
Salí al retrete para descargar la vejiga -aquello sucedió al menos tres años antes de que
instaláramos el primer cuarto de baño dentro de la casa-, pero cuando llegué a la pila de leña
amontonada en un costado de la casa, comprendí que no podía aguantar más. Me bajé los
pantalones del pijama justo cuando comenzaba a salir la orina, y aquella meada estuvo
acompañada del dolor más intenso que he experimentado en toda mi vida. En 1956 tuve una piedra
en la vesícula, y sé que la gente dice que es peor, pero comparado con aquel ataque ese cálculo fue
como una leve indigestión.
Se me aflojaron las rodillas y caí pesadamente sobre ellas, rasgando el trasero de mi pijama
al abrir las piernas para mantener el equilibrio y evitar caer de cara en un charco de orina. Si no me
hubiera cogido de uno de los leños con la mano izquierda, allí habría acabado.
Sin embargo, todo aquello podría haber sucedido en Australia o en algún otro planeta. Lo
único que me preocupaba era el dolor; la parte inferior del vientre ardía como si se estuviera
incendiando y mi pene -un órgano que solía olvidar, excepto cuando me procuraba el mayor placer
que puede experimentar un hombre- parecía a punto de derretirse. Miré hacia abajo, esperando ver
salir sangre de la punta, pero en su lugar observé un chorro de orina aparentemente normal.
Me cogí del leño con una mano y me cubrí la boca con la otra, intentando mantener la boca
cerrada. No quería despertar a mi esposa con un grito. Tuve la impresión de que nunca terminaría
de mear, pero por fin el chorro cesó. Por un instante, quizá un minuto entero, fui incapaz de
levantarme. Luego el dolor comenzó a ceder y me incorporé con esfuerzo. Miré el charco de orina,
que ya se filtraba en la tierra, y me pregunté si Dios estaría cuerdo al crear un mundo donde un
poco de humedad como aquella podía producir un dolor tan terrible.
Decidí pedir la baja por enfermedad e ir a ver al doctor Sadler. No soportaba el olor de las
píldoras de sulfamida ni las náuseas que me provocaban, pero cualquier cosa sería mejor que estar
de rodillas junto a un montón de leña, intentando contener los gritos mientras parecía que alguien
me había rociado la polla con gasolina y había arrojado una cerilla.
Luego, mientras me tomaba una aspirina y oía los suaves ronquidos de Janice procedentes de
la habitación, recordé que aquél era el día de la llegada de Will Wharton al bloque E y que Bruto
no estaría allí. Según el orden del día, debía ir al otro lado de la prisión a ayudar a trasladar la
biblioteca y el resto del equipo de enfermería al nuevo edificio. A pesar del dolor, no me parecía
bien dejar a Dean y a Harry solos con Wharton. Eran funcionarios competentes, pero el informe de
Curtis Anderson había sugerido que William Wharton era excepcionalmente peligroso. «A ese
hombre no le importa nada», había escrito, subrayando la frase para darle énfasis.
Para entonces el dolor se había calmado un poco y yo ya podía pensar con claridad. Supuse
que lo mejor era salir pronto para la prisión. Podía llegar a las seis, la hora en que solía hacerlo el
alcaide Moores. Él enviaría a Brutus Howell de nuevo al bloque E con tiempo suficiente para
recibir a Wharton y yo cumpliría con mi postergada visita al médico. De hecho, Cold Mountain me
quedaba de camino.
Durante los treinta kilómetros de viaje a la penitenciaría, en dos ocasiones volví a sentir esa
necesidad urgente de orinar. Las dos veces pude detenerme y solucionar el problema sin ponerme
en evidencia (gracias al cielo, el tránsito a aquellas horas en las carreteras comarcales era casi
inexistente). Ninguna de las dos meadas fue tan dolorosa como la que me había arrojado al suelo
del camino al retrete, pero en ambas ocasiones tuve que sostenerme de la manija de la puerta del
acompañante de mi pequeño cupé Ford y sentí correr el sudor por mi cara ardiente. Estaba
enfermo, no cabía duda; muy enfermo.
Sin embargo, lo conseguí. Entré por la puerta sur, aparqué en el sitio habitual y fui
directamente a ver al alcaide. Eran cerca de las seis, la oficina de Miss Hannah estaba vacía (no
llegaría hasta las siete, una hora más civilizada) pero vi luz en el despacho de Moores a través del
cristal de la puerta. Llamé y abrí. Moores alzó la vista, sobresaltado al ver a alguien por allí a horas
tan intempestivas, y yo habría dado cualquier cosa por no haberlo sorprendido en aquel estado, con
expresión afligida e indefensa. Cuando entré, se tiraba con las dos manos del pelo blanco, por lo
general cuidadosamente peinado, que ahora estaba enmarañado y en punta. Tenía los ojos
enrojecidos y rodeados de bolsas. Pero lo peor era su palidez; tenía el aspecto de un hombre que
acaba de regresar de una larga caminata en una noche helada.
-Lo siento, Hal. Volveré... -empecé.
-No -dijo-. Pasa, Paul, por favor. Cierra la puerta y entra. Nunca en toda mi vida había
necesitado tanto ver a alguien. Cierra la puerta y entra.
Obedecí y olvidé mi propio dolor por primera vez desde que me había despertado aquella
mañana.
-Es un tumor en el cerebro -dijo Moores-. Sale en las radiografías. De hecho, los médicos
parecían muy satisfechos con ellas. Uno incluso ha dicho que eran las mejores que habían tomado
hasta el momento y que las publicarán en una célebre revista médica de Nueva Inglaterra. Dicen
que es del tamaño de un limón y que está muy adentro, donde no pueden operar. Suponen que
morirá antes de Navidad. No se lo he dicho, porque no sé cómo hacerlo. ¡Dios, no se me ocurre la
manera de decírselo!
Entonces se echó a llorar con unos sollozos largos y asmáticos que me llenaron de pena y
horror al mismo tiempo. Cuando un hombre tan discreto como Hal Moores pierde el control,
asusta verlo. Permanecí inmóvil por unos instantes, luego me acerqué y le rodeé los hombros con
un brazo. Se cogió a mí con las dos manos, como un hombre a punto de ahogarse, y comenzó a
sollozar contra mi estómago, olvidando la compostura. Más tarde, cuando consiguió controlarse,
me pidió perdón. Lo hizo sin mirarme a los ojos, como alguien que siente que se ha humillado
tanto que quizá nunca logre superarlo. Un hombre puede acabar odiando a otro que lo ha visto en
ese estado, y aunque supuse que el alcaide Moores no era de esos, no me atreví a mencionar el
verdadero motivo de mi visita. De modo que cuando salí del despacho de Moores, me dirigí al
bloque E en lugar de a mi coche. Para entonces, la aspirina comenzaba a hacer efecto y el dolor de
vientre se había convertido en una punzada sorda. Supuseque me las apañaría para pasar el día;
recibiría a Wharton, volvería a visitar a Hal Moores por la tarde y cogería la baja de enfermedad
para el día siguiente. Creía que ya había pasado lo peor, pero lo cierto es que lo peor de aquel día
ni siquiera había comenzado.
11
-Creímos que seguía sedado por las pruebas -dijo Dean a última hora de la tarde. Su voz era
grave, áspera, casi un ladrido, y tenía moratones negros en el cuello.
Noté que le costaba trabajo
hablar y pensé en decirle que no se esforzara, pero a veces duele más callar. Supuse que ésa era
una de aquellas veces y mantuve la boca cerrada-. Todos creímos que estaba sedado, ¿verdad?
Harry Terwilliger hizo un gesto de asentimiento. Incluso Percy, sentado a una distancia
prudencial de los demás, asintió en silencio.
Bruto me miró y por un instante nuestros ojos se cruzaron. Era obvio que pensábamos lo
mismo: que las cosas siempre sucedían de ese modo. Todo parecía ir bien y uno actuaba conforme
a las reglas de juego, pero entonces cometía un error y... ¡pum!, el cielo se desmoronaba. Habían
pensado que estaba dopado, lo cual era una suposición bastante razonable, pero a nadie se le
ocurrió preguntar si de verdad lo estaba. Me pareció ver algo más en los ojos de Bruto: Harry y
Dean aprenderían de su error, sobre todo Dean, que podía haber vuelto a casa en un ataúd. Percy
no aprendería nada; no quería, o quizá no podía. Lo único que podía hacer Percy era sentarse en un
rincón y refunfuñar porque volvía a estar metido hasta el cuello en la mierda.
En total, siete guardias se habían trasladado a Indianola para hacerse cargo de Salvaje Bill:
Harry, Dean, Percy, dos guardias atrás (no recuerdo sus nombres, aunque estoy seguro de que
entonces los sabía) y dos delante. Llevaron lo que entonces llamábamos la «diligencia»: una
furgoneta Ford supuestamente equipada con cristales antibalas, cuya carrocería acababa de ser
reforzada con planchas de acero. Parecía un híbrido entre el furgón del lechero y un coche
blindado.
Harry Terwilliger estaba oficialmente a cargo de la expedición. Le entregó los papeles al
sheriff del condado (no Homer Cribus, supongo, sino otro patán como él votado por el pueblo),
quien a su vez le entregó al señor William Wharton, un follonero extraordinaire, como habría
dicho Delacroix. Aunque habían enviado un uniforme con antelación, el sheriff y sus ayudantes no
se habían molestado en ponérselo. Dejaron 1a tarea para nuestros muchachos, que cuando vieron a
Wharton por primera vez en la segunda planta del Hospital General, lo encontraron vestido con
una bata y zapatillas baratas de felpa. Era un hombre delgado con cara pequeña y llena de granos y
una maraña de pelo largo y rubio. El culo, también pequeño y repleto de granos, quedaba al
descubierto por detrás de la bata. De hecho, fue lo primero de él que vieron Harry y los demás,
pues cuando entraron, Wharton miraba por la ventana hacia el aparcamiento. No se volvió. Se
limitó a permanecer inmóvil, sosteniendo las cortinas con una mano, mudo como un muñeco,
mientras Harry se quejaba al sheriff del condado de que no le hubieran puesto el uniforme y el
sheriff, a su vez, le daba una clase -como solían hacer todos los funcionarios del interior- sobre
cuáles eran sus obligaciones y cuáles no.
Cuando Harry se cansó (dudo que haya tardado mucho), ordenó a Wharton que se volviera, y
el muchacho obedeció. Según dijo Dean con su voz rasposa, tenía el mismo aspecto que cualquiera
de los miles de palurdos revoltosos que habían pasado por Cold Mountain en el transcurso de los
años. Les quitabas esa mirada feroz y lo único que quedaba era un estúpido con una vena
mezquina. A veces uno también les descubría una vena cobarde, sobre todo cuando se volvían de
espaldas a la pared, pero por lo general no había otra cosa en ellos que maldad y ganas de bronca,
más maldad y más ganas de bronca. Hay gente que ve algo noble en personajes como William
Wharton, pero yo no soy uno de ellos. Una rata también pelea si la arrinconan. Según dijo Dean, la
cara de aquel hombre parecía tener tanta personalidad como su culo lleno de acné. La mandíbula
caída, los ojos distantes, los hombros encorvados y las manos laxas. Daba la impresión de que le
habían inyectado una buena dosis de morfina y estaba tan aturdido como una persona drogada.
Al llegar a este punto, Percy hizo otro gesto de asentimiento.
-Ponte esto -dijo Harry señalando el uniforme que estaba a los pies de la cama. Lo habían
quitado del envoltorio marrón, pero aparte de eso nadie lo había tocado. Seguía doblado como
cuando estaba en la lavandería de la prisión: unos calzoncillos blancos asomaban por una manga, y
un par de calcetines del mismo color por la otra.
Wharton parecía dispuesto a obedecer, aunque era incapaz de hacerlo sin ayuda. Consiguió
ponerse los calzoncillos, pero cuando llegó a los pantalones, intentó poner las dos piernas en el
mismo agujero. Por fin, Dean decidió ayudarlo: le pasó los pies por el sitio indicado, subió los
pantalones y abrochó la bragueta. Wharton permaneció inmóvil, sin intentar cooperar. Miraba al
otro lado de la habitación con expresión ausente y las manos laxas, y a ninguno de los presentes se
le ocurrió que podía estar fingiendo. No es que tuviese la esperanza de escapar (al menos eso creo
yo), pero sí de organizar la mayor cantidad de problemas posibles en cuanto se presentara la
ocasión.
Se firmaron los papeles y William Wharton, que en el momento de su detención se había
convertido en propiedad del condado, pasó a ser propiedad del estado. Lo condujeron por la
escalera trasera, a través de la cocina del hospital, rodeado de uniformes azules. Wharton
caminaba con la cabeza gacha y las manos de largos dedos colgando a ambos lados del cuerpo. La
primera vez que se le cayó la gorra, Dean se la puso. La segunda vez, él mismo se la metió en el
bolsillo trasero del pantalón.
Tuvo otra oportunidad de crear problemas cuando lo metieron en la diligencia y lo
encadenaron, pero no lo hizo. Si esa idea se le cruzó por la cabeza (todavía hoy no estoy seguro de
que lo hiciera), debe de haber supuesto que el espacio era demasiado pequeño y el número de
contendientes demasiado alto para salir victorioso. De modo que le pusieron las cadenas, una entre
los tobillos y otra -demasiado larga, según se descubriría más tardeentre las muñecas.
El viaje hasta Cold Mountain duró una hora. En todo ese tiempo, Wharton permaneció
inmóvil en el asiento de la izquierda del furgón, con la cabeza gacha y las manos esposadas
colgando entre las rodillas. Harry dijo que de vez en cuando murmuraba algo y Percy salió un
instante de su enfurruñamiento para añadir que le caía la baba por encima del labio inferior, gota a
gota, hasta formar un charco a sus pies. Como un perro con la lengua fuera en un caluroso día de
verano.
Entraron en la penitenciaría por la puerta sur y se dirigieron al aparcamiento, supongo que
pasando junto a mi coche. El guardia de servicio abrió la enorme puerta que separaba el
aparcamiento del patio de ejercicios y la diligencia entró en el recinto. No había muchos presos en
el patio y la mayoría trabajaba en el jardín. Debía de ser época de plantar calabazas. Condujeron
directamente hacia el bloque E y se detuvieron. El conductor abrió la puerta, dijo a los guardias
que había sido un placer trabajar con ellos y comentó que llevaría el furgón al taller para cambiarle
el aceite. Los guardias de refuerzo siguieron en el vehículo y los dos que iban sentados atrás, ahora
con las puertas abiertas, se alejaron comiendo manzanas.
Así pues, Dean, Harry y Percy se quedaron solos con el prisionero encadenado. Debería
haber sido suficiente, de hecho lo habría sido si no se hubieran dejado engañar por el esquelético
muchacho con cadenas en las muñecas y los tobillos. Lo escoltaron durante la docena de pasos que
los separaban de la puerta del bloque E, en la misma formación que usábamos para conducir a los
prisioneros por el pasillo de la muerte. Harry iba a la izquierda, Dean a la derecha y Percy detrás
con la porra en la mano. Nadie me lo dijo, pero sé perfectamente que tenía la porra en la mano;
aquel imbécil adoraba su porra de madera.
Entretanto, yo esperaba sentado en el sitio que sería el hogar de Wharton hasta que llegase su
turno de freírle el culo en la silla: primera celda a la derecha del pasillo en dirección a la celda de
seguridad. Tenía la carpeta de registro en la mano y esperaba impaciente el momento de
pronunciar mi pequeño discurso y esfumarme de allí. El dolor recrudecía en mi vientre y quería
encerrarme en el despacho hasta que pasara.
Dean dio un paso al frente para abrir la .puerta. Escogió la llave indicada del llavero que
llevaba colgado a la cintura y la metió en la cerradura. Cuando Dean hacía girar la llave y tiraba de
la manija de la puerta, Wharton pareció cobrar vida. Soltó un aullido desgarrado, incoherente,
similar al grito de guerra de un rebelde, que paralizó temporalmente a Harry y dejó a Percy fuera
de combate. Yo oí el grito a través de la puerta entreabierta y al principio no lo asocié con un
sonido humano. Pensé que un perro se habría colado en el patio y lo habrían herido o que quizá
algún preso malhumorado le había dado con un pico.
Wharton levantó los brazos, pasó la cadena que unía sus muñecas por encima de la cabeza de
Dean, y comenzó a estrangularlo. Dean soltó un grito ahogado y se inclinó hacia adelante, bajo la
fresca luz eléctrica de nuestro pequeño mundo. Wharton se alegró de caer con él, hasta le dio un
empujón sin dejar de gritar, murmurar incoherencias e incluso reír. Tenía los brazos flexionados y
los puños pegados a las orejas de Dean, tensando al máximo la cadena y moviéndola de delante
atrás.
Harry se lanzó sobre la espalda de Wharton, le cogió el grasoso pelo rubio con una mano y le
asestó un puñetazo en la cara con la otra. Tenía una pistola y una porra, pero en la confusión del
momento no usó ninguna de las dos armas. Habíamos tenido problemas con algún prisionero antes,
pero hasta el momento ninguno nos había pillado por sorpresa como Wharton. La astucia de aquel
hombre superaba nuestra experiencia. Nunca había visto nada igual, y nunca lo vería.
Además, era fuerte. La aparente flojedad había desaparecido de sus miembros y, como luego
diría Harry, fue como saltar en un nido de alambres de espino que misteriosamente habían cobrado
vida. Wharton, que ya estaba dentro y cerca de la mesa de entrada, se volvió hacia la izquierda y se
deshizo de Harry, que chocó contra la mesa y cayó al suelo.
-¡Ehhh, muchachos! -gritaba Wharton-. ¿Qué me decís de esta fiesta?
Sin dejar de reír y gritar, Wharton volvió a sus intentos de estrangular a Dean con la cadena.
¿Por qué no? Wharton sabía lo que todos sabíamos: sólo podían freírlo una vez.
-¡Pégale Percy, pégale! -gritó Harry mientras se incorporaba. Pero Percy estaba paralizado,
con la porra en la mano y los ojos grandes como platos.
Cualquiera hubiera dicho que aquélla era la oportunidad que esperaba, la ocasión ideal para
hacer buen uso de su porra, pero estaba demasiado asustado y confuso para eso. No se encontraba
ante un pequeño francés aterrorizado ni ante un gigante negro que parecía ausente de su propio
cuerpo, sino ante el mismísimo demonio.
Arrojé la carpeta de registro al suelo, desenfundé mi 38 y salí de la celda de Wharton,
olvidando por completo la infección que ardía en mi vientre por segunda vez en el día. No es que
dude de la descripción de Wharton que hicieron los muchachos, lo de la expresión ida y los ojos
ausentes, pero ése no fue el tipo que yo vi. Yo vi la cara de un animal, no un animal inteligente,
sino uno lleno de astucia, maldad y... sí, alegría. Hacía lo que le correspondía hacer. El sitio y las
circunstancias no importaban. Otra cosa que vi fue la cara hinchada y enrojecida de Dean. A1
reparar en la pistola, Wharton hizo girar a Dean hacia ella, de modo que por fuerza tendría que
darle a uno para derribar al otro. Por encima del hombro de Dean, un ojo ardiente y azul me
desafiaba a disparar.
CONTINUARÁ...

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