ANDRÉS DÍAZ SÁNCHEZ
CRUMTUAR Y LA DIOSA
-
La amplia pradera aparecía cubierta de una suave bruma azulada. El amanecer
teñía de púrpura el metal de los guerreros irlandeses: cascos repujados,
espadas, escudos tachonados de bronce, hachas dobles, mazas y cuchillos largos
como medio brazo. El ejército de los Hijos de Dana, al servicio del rey Nuada
Mano de Plata, fijaba sus ochocientos pares de ojos sobre las huestes de los
firbolgs, a unos quinientos metros de distancia. No seria una gran batalla,
como la de Moytura, pero allí, en aquel páramo de hierba rabiosamente verde,
velada por la niebla decadente, muchos hombres morirían y muchos otros ganarían
un pedazo de gloria.
Uno que destacaba entre los danaanos era Crumtuar, un hijo de Erín con
veintitrés primaveras sobre sus robustas hombros. Su mayor alegría residía en
la lucha. Resultaba tan grande su amor por la guerra que, en los tiempos de
paz, abandona las zonas prósperas en busca de nuevos conflictos. Ya cuando era
un niño, el druida de su condado natal le miró directamente a los ojos y
profetizó su futuro:
- Debes dedicarte a la guerra, hijo mío, pues la gran Madre Dana te ha dotado
de fuerza y coraje. Sólo servirás para luchar. En la lucha serás feliz. Morirás
joven, pero tu vida habrá sido mas intensa que la de cincuenta que te
sobrevivan.
Desde entonces, Crumtuar habíase dedicado a manejar la espada y el hacha, con
resultados terribles para sus enemigos. Había probado la dulzura de las mujeres
bellas, vinos y licores selectos, yantares jugosos y la riqueza propia de los
triunfadores. Mas todo esto no era nada en comparación a la sensación exultante
de luchar para matar o morir.
Era alto, de hombros anchos y cintura esbelta, con poderosos músculos que
resaltaban contra los anillos, brazaletes, muñequeras y el torque. Sobre la
piel lucía tatuajes caprichosos. Se cubría con pieles de lobo y oso. Tenía el
cabello de color rojo claro, casi naranja, ligeramente ondulado. Las greñas le
caían sobre los hombros y la frente. Igual de caótica resultaba su barba, que
descendía hasta el pecho como una cascada de serpientes entrelazadas. No gozaba
de rostro agraciado: su nariz era chata y ancha, y bajo ella unos labios
gordezuelos. Aún así, algo en sus ojos de color verde cristalino atraía a las
mujeres con mayor éxito que muchos varones de mayor belleza. Del cinto pendían
varias dagas y cuchillos, algunos de tamaño descomunal. Tenía embrazado un
escudo circular con tachones y su diestra empuñaba un enorme hacha de doble
hoja, con mango largo y metálico, que cuando era manejada a dos manos parecía
la guadaña de un segador sobre el trigal de cuerpos enemigos.
Un compañero le pasó un pellejo y Crumtuar trasegó vino durante varios segundos.
Aquella espera resultaba terrible. Los luchadores de Erín estaban ansiosos por
comenzar.
No había cosa más agradable para un joven celta que una contienda brutal. Y,
aunque en principio los más tímidos sintieran miedo, pronto se hallarían
contagiados inexorablemente por el furor de las masas armadas.
Varios druidas paseaban entre las filas repartiendo bendiciones y armas mágicas,
capaces de rajar las piedras o tornar invisible a su dueño. Algunos incluso
empuñaban espadas y escudos, dispuestos para unirse a los guerreros en la
batalla.
Conel, el jefe de la horda danaana, pasó a caballo entre las primeras filas,
compuestas por los más audaces. Muchos llevaban encima sólo el torque, los
brazaletes y las armas.
Pelearían desnudos para demostrar su valor. Conel sopló el cuerno de batalla.
La orden era de "carga".
Un rugido abrumador, compuesto de ochocientas rabiosas voces masculinas,
explotó sobre la planicie. Desde la lejanía les llegó un murmullo similar. Era
el rugir de los firbolgs.
Los Hijos de Dana echaron a correr en busca del enemigo. Crumtuar marchaba en
vanguardia. Descubrió a Iedur, Cochtann y Finntaugh, tres de sus mejores amigos.
Volaban sobre la hierba, chillando insultos a los firbolgs hasta desgañitarse.
Desde atrás un grupo numeroso comenzó a vitorear a Cuchulainn, el guerrero mas
famoso de Erín. Aquello enloqueció aun más a los combatientes.
Crumtuar vio venir la masa de firbolgs. Eran morenos la mayoría, algunos
castaños. Muy altos. Vestían de parecida forma a los danaanos. Sus armas
también resultaban formidables.
Grumtuar rugió una maldición y aumentó la velocidad de su carrera. Su escudo
chocó contra tres enemigos de la vanguardia, derribándolos por los suelos. Alzó
el hacha y lo hundió en la boca del más cercano. El filo apareció por la nuca.
Un guerrero descargó su mazo de piedra, pero Crumtuar lo paró con el escudo. El
choque levantó una vibración tremebunda. Crumtuar se separó y golpeó con el
hacha. La hoja perdió filo, pero la maza saltó en pedazos. Un segundo golpe
abrió en dos el abdomen del firbolg.
Aquéllos eran los primeros combates, en parejas o grupos de tres a lo sumo,
protagonizados por los escapados de cada vanguardia.
Mas las dos mareas, compuestas por el grueso de los ejércitos, se acercaban a
toda velocidad, como dos gigantescas sombras que bullían bajo la luz del Sol
naciente.
Un fragor espantoso se alzó por los aires cuando chocaron. Muchos murieron en
el encontronazo, aplastados por los que llegaban desde atrás. El momento de
compresión dio paso a otro de distensión, cuando los más enérgicos de cada
bando comenzaron a abrirse paso repartiendo fugaces golpes que cercenaban
cabezas, brazos y piernas.
Crumtuar, con los ojos desorbitados y el mirar de una bestia peligrosa,
hacía volar el hacha en todas direcciones, levantando nubecillas de sangre y
pedazos de carne desgarrada.
Pronto, a su alrededor se abrió un hueco. Pisoteo los primeros muertos
y heridos, muchos de éstos escapando a cuatro patas mientras contenían con una
mano las entrañas.
El choque de cientos de metales resultaba ensordecedor. Lograba eclipsar las
voces de los hombres. Todo era locura, muerte y destrucción. El que se
arredraba moría. La única forma de mantener el pellejo sobre el cuerpo era ser
mas audaz y sanguinario que los demás.
Pronto el suelo se llenó de muertos, sobre los que los luchadores se empujaban
y lanzaban tajos y estocadas. La sangre derramada hacía resbalar a muchos, e
instantáneamente el enemigo más cercano aprovechaba la ocasión para desmembrar
o degollar al caído.
El aire hedía a muerte, dulzona y metálica. Estaba cargado de energía
arrasadora, vibrante en cada músculo, en cada mirada, en cada garganta.
Pronto se abrieron claros en el mapa de la batalla. Crumtuar, cuando se quedaba
solo, buscaba un nuevo tumulto sobre el que lanzarse. Mostraba todo el cuerpo
manchado de sangre; el líquido vital tintaba su rostro, su torso, sus brazos
y piernas y apelmazaba sus cabellos, tornándolos pesados y pegajosos.
En un momento determinado, observo que el aire se espesaba y los colores y
formas de la batalla fluctuaban ligeramente, como si la contienda ocurriese
bajo el agua. Algunos dioses gustaban de pasar al plano terrenal durante el
transcurso de la batalla, rasgando el tapiz entre las dimensiones. En este
caso, Crumtuar observó, anonadado, que se abría un jirón en la realidad, cerca
de su posición. A través del agujero surgió un gigantesco lobo gris. La bestia
mordió a varios combatientes de ambos bandos, arrancándoles la yugular. Su
forma fluctuó fantasmalmente, hasta devenir en mujer, más alta que el mayor de
los danaanos o firbolgs. Vestía cota de mallas y pantalones y botas de cuero.
En la mano derecha sostenía una espada fantástica de oro y bronce. La cascada
de cabello negros caía sobre su espalda, y verde brillante resultaban sus ojos,
rebosantes de cólera. Poseía un bellísimo rostro, no dulce, sino fiero y
sanguinario. Era Morrigan, la Diosa de la Guerra, que a veces gustaba de
visitar a sus combatientes y mezclarse con ellos.
Crumtuar siempre había poseído el extraño don de descubrir a los elementales
del bosque, las dríadas y nereidas, los duendes y los gnomos, allá donde los
demás sólo veían ramas o piedras. Por ello, ahora distinguía el cuerpo de
Morrigan. Para la gran mayoría, la diosa era invisible.
Ella reía a carcajadas, mientras decapitaba y ensartaba con su espada a cuantos
sin quererlo se le acercaran.
Su risa traía la locura y el furor a la mente de los luchadores, quienes al
oírla, o percibirla, redoblaban sus esfuerzos asesinos. La intrusión en este
mundo había provocado una alteración en las leyes naturales, así que algunos
combatientes, atacados por la demencia guerrera, la locura del berserkr
escandinavo, mataban por doquier, tanto a amigos como a enemigos, sin caer,
a pesar de recibir serias heridas. Tal y como le ocurriera al héroe Cuchulainn,
sus figuras se deformaban fantasmalmente: los brazos se alargaban, los ojos
colgaban del rostro y los cuellos se engrosaban hasta la parodia. Eran
monstruos destructores, los Hijos de la Diosa de la Guerra.
- ¡Morrigan! -aulló Crumtuar.
La diosa le miró. Sus ojos eran llamaradas verdosas. Sin saber por qué, el
guerrero corrió hacia ella alzando el hacha. Morrigan rió. Paró fácilmente el
arma del irlandés, con tal fuerza que del choque entre los metales surgieron
chispas incandescentes. La diosa lo lanzó al suelo. Allá quedó el hombre,
subyugado por el poder de los sus divinos ojos. Morrigan se le acercó y cayó
sobre él hincando las rodillas en el suelo, junto a las costillas del guerrero.
- Me gustan los hombres con valor en el pecho -dijo la diosa. Tenia ronca la
voz, pero muy femenina. Crumtuar experimentó cruda fascinación-. Los demás
huyen de mi y me temen. Pero tú me atacaste. ¡Por eso, hoy serás invencible!
Se inclinó y le besó con pasión. Crumtuar sintió un dolor explosivo que rayaba
en el éxtasis. Morrigan le acercó un dedo al rostro ensangrentado y le tocó la
frente. De pronto, la diosa se alejó, como un jirón de luz y color que volaba
sobre los combatientes, susurrándoles palabras que hacían estallar la locura
en sus mentes.
Crumtuar sintió también una furia brutal, intempestiva, como si por las
arterias le corriera fuego en lugar de sangre.
Se levantó de un salto, con los ojos desorbitados, jadeando roncamente. Corrió
hacia un firbolg y le golpeó con tal fuerza que el hacha atravesó el escudo, el
antebrazo y la cota de mallas. Extrajo el arma de la herida ya sin filo. Aún
así, descargó un nuevo hachazo, en el rostro del moribundo. Después se volvió
en derredor, buscando más adversarios para destruir.
Halló un lugar propicio para sus fines: un tumulto en el cual se habían
enzarzado treinta firbolgs y quince danaanos. Abandonó el escudo y echó a
correr.
Escucharon su grito desgarrador y le vieron llegar, como una bestia sin freno.
Saltó y cinco hombres cayeron al suelo con él. Sobre tales repartió hachazos,
movido por una demoniaca energía. La sangre saltaba y salpicaba su rostro, se
le metía en los ojos y la boca, la inspiraba tras cada jadeo. Su cuerpo sufrió
la mutación propia de los Servidores de Morrigan: la carne del cuello, al igual
que arcilla seca, se le desparramó por el pecho, sus caballos crecieron hasta
la cintura, un brazo se le alargó y proyectó hacia el frente, la espalda se
ensanchó imposiblemente. Surgían bultos de su costado y la mano izquierda
ardía, envuelta en brillantes llamas azuladas.
Al poco, había disuelto al grupo enemigo, cuyos integrantes estaban muertos,
escapaban conteniéndose las tripas o se arrastraban penosamente. Ya corría en
busca de más rivales. Amigos y enemigos le huían por igual, ya que su horroroso
aspecto desmenuzaba el valor hasta de los más veteranos.
Un monstruosos firbolg le vio y se le aproximó. También había mutado
increíblemente: sus miembros estaban desparejos, la carne bullía, como si bajo
la piel hubiera mil criaturas anhelantes de libertad, los ojos crecían en el
rostro, como si estuviesen a punto de saltar desde las cuencas. Aulló
brutalmente y todo él creció, agigantándose, duplicando su estatura. Ambos, los
Hijos de Morrigan, pelearon febrilmente mientras goblins y fuegos fatuos
correteaban y chillaban a su alrededor. De las armas saltaban chispas y briznas
de metal. Ellos hacían y sufrían cortes terribles, pero seguían pugnando con
igual vigor. En un lance, Crumtuar le tajó el cuello. Aún sin cabeza, el
firbolg continuaba repartiendo tajos con la espada. Su testa, en el suelo,
mordía y desgarraba un cadáver. Por fin, al decapitado le fallaron las fuerzas
y se desplomó en. el suelo, donde inmóvil quedó.
Crumtuar experimentó un espantoso dolor, porque su cuerpo volvía a la
normalidad. Se desplomó, gritando hasta quebrársele la voz. Al cabo de una
fugaz y rojiza infinitud, el sufrimiento se tornó soportable y la cordura
volvió a su torturada mente. Miró en torno suyo. Había cadáveres hasta donde
alcanzaba su vista, arracimados unos sobre otros o sobre la hierba teñida de
sangre. Los irlandeses supervivientes alzaban gritos de triunfo y daban gracias
a Dana, Lugh y Morrigan. Habían vencido. Crumtuar buscó con la vista a la
diosa, mas no la encontró. El fuego del triunfo le insuflaba un júbilo
arrasador. Estaba vivo. Había vencido a los enemigos. Había vencido a la muerte.
No había palabras capaces de describir la intensidad de aquel éxtasis.
De pronto, la euforia se marchó, tan pronto como vino, y le asaltó la debilidad.
Cayó de rodillas al suelo y se desplomó de bruces sobre un charco de sangre.
La amplia pradera aparecía cubierta de una suave bruma azulada. El amanecer
teñía de púrpura el metal de los guerreros irlandeses: cascos repujados,
espadas, escudos tachonados de bronce, hachas dobles, mazas y cuchillos largos
como medio brazo. El ejército de los Hijos de Dana, al servicio del rey Nuada
Mano de Plata, fijaba sus ochocientos pares de ojos sobre las huestes de los
firbolgs, a unos quinientos metros de distancia. No seria una gran batalla,
como la de Moytura, pero allí, en aquel páramo de hierba rabiosamente verde,
velada por la niebla decadente, muchos hombres morirían y muchos otros ganarían
un pedazo de gloria.
Uno que destacaba entre los danaanos era Crumtuar, un hijo de Erín con
veintitrés primaveras sobre sus robustas hombros. Su mayor alegría residía en
la lucha. Resultaba tan grande su amor por la guerra que, en los tiempos de
paz, abandona las zonas prósperas en busca de nuevos conflictos. Ya cuando era
un niño, el druida de su condado natal le miró directamente a los ojos y
profetizó su futuro:
- Debes dedicarte a la guerra, hijo mío, pues la gran Madre Dana te ha dotado
de fuerza y coraje. Sólo servirás para luchar. En la lucha serás feliz. Morirás
joven, pero tu vida habrá sido mas intensa que la de cincuenta que te
sobrevivan.
Desde entonces, Crumtuar habíase dedicado a manejar la espada y el hacha, con
resultados terribles para sus enemigos. Había probado la dulzura de las mujeres
bellas, vinos y licores selectos, yantares jugosos y la riqueza propia de los
triunfadores. Mas todo esto no era nada en comparación a la sensación exultante
de luchar para matar o morir.
Era alto, de hombros anchos y cintura esbelta, con poderosos músculos que
resaltaban contra los anillos, brazaletes, muñequeras y el torque. Sobre la
piel lucía tatuajes caprichosos. Se cubría con pieles de lobo y oso. Tenía el
cabello de color rojo claro, casi naranja, ligeramente ondulado. Las greñas le
caían sobre los hombros y la frente. Igual de caótica resultaba su barba, que
descendía hasta el pecho como una cascada de serpientes entrelazadas. No gozaba
de rostro agraciado: su nariz era chata y ancha, y bajo ella unos labios
gordezuelos. Aún así, algo en sus ojos de color verde cristalino atraía a las
mujeres con mayor éxito que muchos varones de mayor belleza. Del cinto pendían
varias dagas y cuchillos, algunos de tamaño descomunal. Tenía embrazado un
escudo circular con tachones y su diestra empuñaba un enorme hacha de doble
hoja, con mango largo y metálico, que cuando era manejada a dos manos parecía
la guadaña de un segador sobre el trigal de cuerpos enemigos.
Un compañero le pasó un pellejo y Crumtuar trasegó vino durante varios segundos.
Aquella espera resultaba terrible. Los luchadores de Erín estaban ansiosos por
comenzar.
No había cosa más agradable para un joven celta que una contienda brutal. Y,
aunque en principio los más tímidos sintieran miedo, pronto se hallarían
contagiados inexorablemente por el furor de las masas armadas.
Varios druidas paseaban entre las filas repartiendo bendiciones y armas mágicas,
capaces de rajar las piedras o tornar invisible a su dueño. Algunos incluso
empuñaban espadas y escudos, dispuestos para unirse a los guerreros en la
batalla.
Conel, el jefe de la horda danaana, pasó a caballo entre las primeras filas,
compuestas por los más audaces. Muchos llevaban encima sólo el torque, los
brazaletes y las armas.
Pelearían desnudos para demostrar su valor. Conel sopló el cuerno de batalla.
La orden era de "carga".
Un rugido abrumador, compuesto de ochocientas rabiosas voces masculinas,
explotó sobre la planicie. Desde la lejanía les llegó un murmullo similar. Era
el rugir de los firbolgs.
Los Hijos de Dana echaron a correr en busca del enemigo. Crumtuar marchaba en
vanguardia. Descubrió a Iedur, Cochtann y Finntaugh, tres de sus mejores amigos.
Volaban sobre la hierba, chillando insultos a los firbolgs hasta desgañitarse.
Desde atrás un grupo numeroso comenzó a vitorear a Cuchulainn, el guerrero mas
famoso de Erín. Aquello enloqueció aun más a los combatientes.
Crumtuar vio venir la masa de firbolgs. Eran morenos la mayoría, algunos
castaños. Muy altos. Vestían de parecida forma a los danaanos. Sus armas
también resultaban formidables.
Grumtuar rugió una maldición y aumentó la velocidad de su carrera. Su escudo
chocó contra tres enemigos de la vanguardia, derribándolos por los suelos. Alzó
el hacha y lo hundió en la boca del más cercano. El filo apareció por la nuca.
Un guerrero descargó su mazo de piedra, pero Crumtuar lo paró con el escudo. El
choque levantó una vibración tremebunda. Crumtuar se separó y golpeó con el
hacha. La hoja perdió filo, pero la maza saltó en pedazos. Un segundo golpe
abrió en dos el abdomen del firbolg.
Aquéllos eran los primeros combates, en parejas o grupos de tres a lo sumo,
protagonizados por los escapados de cada vanguardia.
Mas las dos mareas, compuestas por el grueso de los ejércitos, se acercaban a
toda velocidad, como dos gigantescas sombras que bullían bajo la luz del Sol
naciente.
Un fragor espantoso se alzó por los aires cuando chocaron. Muchos murieron en
el encontronazo, aplastados por los que llegaban desde atrás. El momento de
compresión dio paso a otro de distensión, cuando los más enérgicos de cada
bando comenzaron a abrirse paso repartiendo fugaces golpes que cercenaban
cabezas, brazos y piernas.
Crumtuar, con los ojos desorbitados y el mirar de una bestia peligrosa,
hacía volar el hacha en todas direcciones, levantando nubecillas de sangre y
pedazos de carne desgarrada.
Pronto, a su alrededor se abrió un hueco. Pisoteo los primeros muertos
y heridos, muchos de éstos escapando a cuatro patas mientras contenían con una
mano las entrañas.
El choque de cientos de metales resultaba ensordecedor. Lograba eclipsar las
voces de los hombres. Todo era locura, muerte y destrucción. El que se
arredraba moría. La única forma de mantener el pellejo sobre el cuerpo era ser
mas audaz y sanguinario que los demás.
Pronto el suelo se llenó de muertos, sobre los que los luchadores se empujaban
y lanzaban tajos y estocadas. La sangre derramada hacía resbalar a muchos, e
instantáneamente el enemigo más cercano aprovechaba la ocasión para desmembrar
o degollar al caído.
El aire hedía a muerte, dulzona y metálica. Estaba cargado de energía
arrasadora, vibrante en cada músculo, en cada mirada, en cada garganta.
Pronto se abrieron claros en el mapa de la batalla. Crumtuar, cuando se quedaba
solo, buscaba un nuevo tumulto sobre el que lanzarse. Mostraba todo el cuerpo
manchado de sangre; el líquido vital tintaba su rostro, su torso, sus brazos
y piernas y apelmazaba sus cabellos, tornándolos pesados y pegajosos.
En un momento determinado, observo que el aire se espesaba y los colores y
formas de la batalla fluctuaban ligeramente, como si la contienda ocurriese
bajo el agua. Algunos dioses gustaban de pasar al plano terrenal durante el
transcurso de la batalla, rasgando el tapiz entre las dimensiones. En este
caso, Crumtuar observó, anonadado, que se abría un jirón en la realidad, cerca
de su posición. A través del agujero surgió un gigantesco lobo gris. La bestia
mordió a varios combatientes de ambos bandos, arrancándoles la yugular. Su
forma fluctuó fantasmalmente, hasta devenir en mujer, más alta que el mayor de
los danaanos o firbolgs. Vestía cota de mallas y pantalones y botas de cuero.
En la mano derecha sostenía una espada fantástica de oro y bronce. La cascada
de cabello negros caía sobre su espalda, y verde brillante resultaban sus ojos,
rebosantes de cólera. Poseía un bellísimo rostro, no dulce, sino fiero y
sanguinario. Era Morrigan, la Diosa de la Guerra, que a veces gustaba de
visitar a sus combatientes y mezclarse con ellos.
Crumtuar siempre había poseído el extraño don de descubrir a los elementales
del bosque, las dríadas y nereidas, los duendes y los gnomos, allá donde los
demás sólo veían ramas o piedras. Por ello, ahora distinguía el cuerpo de
Morrigan. Para la gran mayoría, la diosa era invisible.
Ella reía a carcajadas, mientras decapitaba y ensartaba con su espada a cuantos
sin quererlo se le acercaran.
Su risa traía la locura y el furor a la mente de los luchadores, quienes al
oírla, o percibirla, redoblaban sus esfuerzos asesinos. La intrusión en este
mundo había provocado una alteración en las leyes naturales, así que algunos
combatientes, atacados por la demencia guerrera, la locura del berserkr
escandinavo, mataban por doquier, tanto a amigos como a enemigos, sin caer,
a pesar de recibir serias heridas. Tal y como le ocurriera al héroe Cuchulainn,
sus figuras se deformaban fantasmalmente: los brazos se alargaban, los ojos
colgaban del rostro y los cuellos se engrosaban hasta la parodia. Eran
monstruos destructores, los Hijos de la Diosa de la Guerra.
- ¡Morrigan! -aulló Crumtuar.
La diosa le miró. Sus ojos eran llamaradas verdosas. Sin saber por qué, el
guerrero corrió hacia ella alzando el hacha. Morrigan rió. Paró fácilmente el
arma del irlandés, con tal fuerza que del choque entre los metales surgieron
chispas incandescentes. La diosa lo lanzó al suelo. Allá quedó el hombre,
subyugado por el poder de los sus divinos ojos. Morrigan se le acercó y cayó
sobre él hincando las rodillas en el suelo, junto a las costillas del guerrero.
- Me gustan los hombres con valor en el pecho -dijo la diosa. Tenia ronca la
voz, pero muy femenina. Crumtuar experimentó cruda fascinación-. Los demás
huyen de mi y me temen. Pero tú me atacaste. ¡Por eso, hoy serás invencible!
Se inclinó y le besó con pasión. Crumtuar sintió un dolor explosivo que rayaba
en el éxtasis. Morrigan le acercó un dedo al rostro ensangrentado y le tocó la
frente. De pronto, la diosa se alejó, como un jirón de luz y color que volaba
sobre los combatientes, susurrándoles palabras que hacían estallar la locura
en sus mentes.
Crumtuar sintió también una furia brutal, intempestiva, como si por las
arterias le corriera fuego en lugar de sangre.
Se levantó de un salto, con los ojos desorbitados, jadeando roncamente. Corrió
hacia un firbolg y le golpeó con tal fuerza que el hacha atravesó el escudo, el
antebrazo y la cota de mallas. Extrajo el arma de la herida ya sin filo. Aún
así, descargó un nuevo hachazo, en el rostro del moribundo. Después se volvió
en derredor, buscando más adversarios para destruir.
Halló un lugar propicio para sus fines: un tumulto en el cual se habían
enzarzado treinta firbolgs y quince danaanos. Abandonó el escudo y echó a
correr.
Escucharon su grito desgarrador y le vieron llegar, como una bestia sin freno.
Saltó y cinco hombres cayeron al suelo con él. Sobre tales repartió hachazos,
movido por una demoniaca energía. La sangre saltaba y salpicaba su rostro, se
le metía en los ojos y la boca, la inspiraba tras cada jadeo. Su cuerpo sufrió
la mutación propia de los Servidores de Morrigan: la carne del cuello, al igual
que arcilla seca, se le desparramó por el pecho, sus caballos crecieron hasta
la cintura, un brazo se le alargó y proyectó hacia el frente, la espalda se
ensanchó imposiblemente. Surgían bultos de su costado y la mano izquierda
ardía, envuelta en brillantes llamas azuladas.
Al poco, había disuelto al grupo enemigo, cuyos integrantes estaban muertos,
escapaban conteniéndose las tripas o se arrastraban penosamente. Ya corría en
busca de más rivales. Amigos y enemigos le huían por igual, ya que su horroroso
aspecto desmenuzaba el valor hasta de los más veteranos.
Un monstruosos firbolg le vio y se le aproximó. También había mutado
increíblemente: sus miembros estaban desparejos, la carne bullía, como si bajo
la piel hubiera mil criaturas anhelantes de libertad, los ojos crecían en el
rostro, como si estuviesen a punto de saltar desde las cuencas. Aulló
brutalmente y todo él creció, agigantándose, duplicando su estatura. Ambos, los
Hijos de Morrigan, pelearon febrilmente mientras goblins y fuegos fatuos
correteaban y chillaban a su alrededor. De las armas saltaban chispas y briznas
de metal. Ellos hacían y sufrían cortes terribles, pero seguían pugnando con
igual vigor. En un lance, Crumtuar le tajó el cuello. Aún sin cabeza, el
firbolg continuaba repartiendo tajos con la espada. Su testa, en el suelo,
mordía y desgarraba un cadáver. Por fin, al decapitado le fallaron las fuerzas
y se desplomó en. el suelo, donde inmóvil quedó.
Crumtuar experimentó un espantoso dolor, porque su cuerpo volvía a la
normalidad. Se desplomó, gritando hasta quebrársele la voz. Al cabo de una
fugaz y rojiza infinitud, el sufrimiento se tornó soportable y la cordura
volvió a su torturada mente. Miró en torno suyo. Había cadáveres hasta donde
alcanzaba su vista, arracimados unos sobre otros o sobre la hierba teñida de
sangre. Los irlandeses supervivientes alzaban gritos de triunfo y daban gracias
a Dana, Lugh y Morrigan. Habían vencido. Crumtuar buscó con la vista a la
diosa, mas no la encontró. El fuego del triunfo le insuflaba un júbilo
arrasador. Estaba vivo. Había vencido a los enemigos. Había vencido a la muerte.
No había palabras capaces de describir la intensidad de aquel éxtasis.
De pronto, la euforia se marchó, tan pronto como vino, y le asaltó la debilidad.
Cayó de rodillas al suelo y se desplomó de bruces sobre un charco de sangre.
Le despertaron arrojándole agua helada sobre el rostro. Se hallaba entre los
heridos. Tenía medio cuerpo cubierto por vendas. Iedur, su amigo, tiró el cubo
y le sonrió de oreja a oreja.
- ¡Ya despierta, el cerdo dormilón!
- ¡Vencimos, Crumtuar! -rugió Cochtann, otro de sus más broncos compañeros. Se
sujetaba una larga tira de piel sobre el rostro, pues le faltaba la piel de la
mejilla derecha y parte del mentón. Donde estuviera la oreja había ahora una
masa de vendas y cabello sucio y apelmazado. Por lo demás, parecía indemne como
el resto.
- Sí, lo sé -gruñó Crumtuar. Miró fijamente a sus colegas-. ¿La visteis?
¿Visteis a la diosa Morrigan?
- No -contestó Iedur-. Te vimos a ti transformado, como Cuchulainn cuando
peleó contra Ferdia. Repartías tajos como un auténtico loco. ¡Qué batalla,
amigo mío! ¡Realmente, eres un tipo peligroso!
Crumtuar sonrió. Las tripas le gruñían escandalosamente.
- ¿Dónde están la comida y el vino? -bramó.
- ¡Toma, maldito, y cállate ya de una vez! -era Conel, el líder de las
hordas danaanas. Le tiró un enorme muslo de carnero y un pellejo lleno de
cerveza agria. El veterano, al mirarle, no pudo disimular la sonrisa y el
respeto que brillaban en sus ojos- El cachorro está convirtiéndose en hombre,
¿eh?
Por toda respuesta, Crumtuar mordió un trozo de carnero tan grande que hubo de
empujarlo con la palma de la mano para que entrara en la boca. Y aún así, logró
regar la vianda con un chorro de cerveza. Sonrió, mientras masticaba con fuerza.
heridos. Tenía medio cuerpo cubierto por vendas. Iedur, su amigo, tiró el cubo
y le sonrió de oreja a oreja.
- ¡Ya despierta, el cerdo dormilón!
- ¡Vencimos, Crumtuar! -rugió Cochtann, otro de sus más broncos compañeros. Se
sujetaba una larga tira de piel sobre el rostro, pues le faltaba la piel de la
mejilla derecha y parte del mentón. Donde estuviera la oreja había ahora una
masa de vendas y cabello sucio y apelmazado. Por lo demás, parecía indemne como
el resto.
- Sí, lo sé -gruñó Crumtuar. Miró fijamente a sus colegas-. ¿La visteis?
¿Visteis a la diosa Morrigan?
- No -contestó Iedur-. Te vimos a ti transformado, como Cuchulainn cuando
peleó contra Ferdia. Repartías tajos como un auténtico loco. ¡Qué batalla,
amigo mío! ¡Realmente, eres un tipo peligroso!
Crumtuar sonrió. Las tripas le gruñían escandalosamente.
- ¿Dónde están la comida y el vino? -bramó.
- ¡Toma, maldito, y cállate ya de una vez! -era Conel, el líder de las
hordas danaanas. Le tiró un enorme muslo de carnero y un pellejo lleno de
cerveza agria. El veterano, al mirarle, no pudo disimular la sonrisa y el
respeto que brillaban en sus ojos- El cachorro está convirtiéndose en hombre,
¿eh?
Por toda respuesta, Crumtuar mordió un trozo de carnero tan grande que hubo de
empujarlo con la palma de la mano para que entrara en la boca. Y aún así, logró
regar la vianda con un chorro de cerveza. Sonrió, mientras masticaba con fuerza.
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