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martes, 5 de agosto de 2008

EL GUARDIAN ENTRE EL CENTENO -- DAVID SALINGER JEROME

EL GUARDIAN ENTRE EL CENTENO -- DAVID SALINGER JEROME
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J.D. Salinger

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El guardián entre el centeno





Capítulo 1
Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre. Son buena gente, no digo que no, pero a quisquillosos no hay quien les gane. Además, no crean que voy a contarles mi autobiografía con pelos y señales. Sólo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara tan débil que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco. A D.B. tampoco le he contado más, y eso que es mi hermano. Vive en Hollywood. Como no está muy lejos de este antro, suele venir a verme casi todos los fines de semana. El será quien me lleve a casa cuando salga de aquí, quizá el mes próximo. Acaba de comprarse un «Jaguar», uno de esos cacharros ingleses que se ponen en las doscientas millas por hora como si nada. Cerca de cuatro mil dólares le ha costado. Ahora está forrado el tío. Antes no. Cuando vivía en casa era sólo un escritor corriente y normal. Por si no saben quién es, les diré que ha escrito El pececillo secreto, que es un libro de cuentos fenomenal. El mejor de todos es el que se llama igual que el libro. Trata de un niño que tiene un pez y no se lo deja ver a nadie porque se lo ha comprado con su dinero. Es una historia estupenda. Ahora D.B. está en Hollywood prostituyéndose. Si hay algo que odio en el mundo es el cine. Ni me lo nombren.
Empezaré por el día en que salí de Pencey, que es un colegio que hay en Agerstown, Pennsylvania. Habrán oído hablar de él. En todo caso, seguro que han visto la propaganda. Se anuncia en miles de revistas siempre con un tío de muy buena facha montado en un caballo y saltando una valla. Como si en Pencey no se hiciera otra cosa que jugar todo el santo día al polo. Por mi parte, en todo el tiempo que estuve allí no vi un caballo ni por casualidad. Debajo de la foto del tío montando siempre dice lo mismo: «Desde 1888 moldeamos muchachos transformándolos en hombres espléndidos y de mente clara.» Tontadas. En Pencey se moldea tan poco como en cualquier otro colegio. Y allí no había un solo tío ni espléndido, ni de mente clara. Bueno, sí. Quizá dos. Eso como mucho. Y probablemente ya eran así de nacimiento.
Pero como les iba diciendo, era el sábado del partido de fútbol contra Saxon Hall. A ese partido se le tenía en Pencey por una cosa muy seria. Era el último del año y había que suicidarse o -poco menos si no ganaba el equipo del colegio. Me acuerdo que hacia las tres, de aquella tarde estaba yo en lo más alto de Thomsen Hill junto a un cañón absurdo de esos de la Guerra de la Independencia y todo ese follón. No se veían muy bien los graderíos, pero sí se oían los gritos, fuertes y sonoros los del lado de Pencey, porque estaban allí prácticamente todos los alumnos menos yo, y débiles y como apagados los del lado de Saxon Hall, porque el equipo visitante por lo general nunca se traía muchos partidarios.
A los encuentros no solían ir muchas chicas. Sólo los más mayores podían traer invitadas. Por donde se le mirase era un asco de colegio. A mí los que me gustan son esos sitios donde, al menos de vez en cuando, se ven unas cuantas chavalas aunque sólo estén rascándose un brazo, o sonándose la nariz, o riéndose, o haciendo lo que les dé la gana. Selma Thurner, la hija del director, sí iba con bastante frecuencia, pero, vamos, no era exactamente el tipo de chica como para volverle a uno loco de deseo. Aunque simpática sí era. Una vez fui sentado a su lado en el autobús desde Agerstown al colegio y nos pusimos a hablar un rato. Me cayó muy bien. Tenía una nariz muy larga, las uñas todas comidas y como sanguinolentas, y llevaba en el pecho unos postizos de esos que parece que van a pincharle a uno, pero en el fondo daba un poco de pena. Lo que más me gustaba de ella es que nunca te venía con el rollo de lo fenomenal que era su padre. Probablemente sabía que era un gilipollas.
Si yo estaba en lo alto de Thomsen Hill en vez de en el campo de fútbol, era porque acababa de volver de Nueva York con el equipo de esgrima. Yo era el jefe. Menuda cretinada. Habíamos ido a Nueva York aquella mañana para enfrentarnos con los del colegio McBurney. Sólo que el encuentro no se celebró. Me dejé los floretes, el equipo y todos los demás trastos en el metro. No fue del todo culpa mía. Lo que pasó es que tuve que ir mirando el plano todo el tiempo para saber dónde teníamos que bajarnos. Así que volvimos a Pencey a las dos y media en vez de a la hora de la cena. Los tíos del equipo me hicieron el vacío durante todo el viaje de vuelta. La verdad es que dentro de todo tuvo gracia.
La otra razón por la que no había ido al partido era porque quería despedirme de Spencer, mi profesor de historia. Estaba con gripe y pensé que probablemente no se pondría bien hasta ya entradas las vacaciones de Navidad. Me había escrito una nota para que fuera a verlo antes de irme a casa. Sabía que no volvería a Pencey.
Es que no les he dicho que me habían echado. No me dejaban volver después de las vacaciones porque me habían suspendido en cuatro asignaturas y no estudiaba nada. Me advirtieron varias veces para que me aplicara, sobre todo antes de los exámenes parciales cuando mis padres fueron a hablar con el director, pero yo no hice caso. Así que me expulsaron. En Pencey expulsan a los chicos por menos de nada. Tienen un nivel académico muy alto. De verdad.
Pues, como iba diciendo, era diciembre y hacía un frío que pelaba en lo alto de aquella dichosa montañita. Yo sólo llevaba la gabardina y ni guantes ni nada. La semana anterior alguien se había llevado directamente de mi cuarto mi abrigo de pelo de camello con los guantes forrados de piel metidos en los bolsillos y todo. Pencey era una cueva de ladrones. La mayoría de los chicos eran de familias de mucho dinero, pero aun así era una auténtica cueva de ladrones. Cuanto más caro el colegio más te roban, palabra. Total, que ahí estaba yo junto a ese cañón absurdo mirando el campo de fútbol y pasando un frío de mil demonios. Sólo que no me fijaba mucho en el partido. Si seguía clavado al suelo, era por ver si me entraba una sensación de despedida. Lo que quiero decir es que me he ido de un montón de colegios y de sitios sin darme cuenta siquiera de que me marchaba. Y eso me revienta. No importa que la sensación sea triste o hasta desagradable, pero cuando me voy de un sitio me gusta darme cuenta de que me marcho. Si no luego da más pena todavía.
Tuve suerte. De pronto pensé en una cosa que me ayudó a sentir que me marchaba. Me acordé de un día en octubre o por ahí en que yo, Robert Tichener y Paul Campbell estábamos jugando al fútbol delante del edificio de la administración. Eran unos tíos estupendos, sobre todo Tichener. Faltaban pocos minutos para la cena y había anochecido bastante, pero nosotros seguíamos dale que te pego metiéndole puntapiés a la pelota. Estaba ya tan oscuro que casi no se veía ni el balón, pero ninguno queríamos dejar de hacer lo que estábamos haciendo. Al final no tuvimos más remedio. El profesor de biología, el señor Zambesi, se asomó a la ventana del edificio y nos dijo que volviéramos al dormitorio y nos arregláramos para la cena. Pero, a lo que iba, si consigo recordar una cosa de ese estilo, enseguida me entra la sensación de despedida. Por lo menos la mayoría de las veces. En cuanto la noté me di la vuelta y eché a correr cuesta abajo por la ladera opuesta de la colina en dirección a la casa de Spencer. No vivía dentro del recinto del colegio. Vivía en la Avenida Anthony Wayne.
Corrí hasta la puerta de la verja y allí me detuve a cobrar aliento. La verdad es que en cuanto corro un poco se me corta la respiración. Por una parte, porque fumo como una chimenea, o, mejor dicho, fumaba, porque me obligaron a dejarlo. Y por otra, porque el año pasado crecí seis pulgadas y media. Por eso también estuve a punto de pescar una tuberculosis y tuvieron que mandarme aquí a que me hicieran un montón de análisis y cosas de ésas. A pesar de todo, soy un tío bastante sano, no crean.
Pero, como decía, en cuanto recobré el aliento crucé a todo correr la carretera 204. Estaba completamente helada y no me rompí la crisma de milagro. Ni siquiera sé por qué corría. Supongo que porque me apetecía. De pronto me sentí como si estuviera desapareciendo. Era una de esas tardes extrañas, horriblemente frías y sin sol ni nada, y uno se sentía como si fuera a esfumarse cada vez que cruzaba la carretera.
¡Jo! ¡No me di prisa ni nada a tocar el timbre de la puerta en cuanto llegué a casa de Spencer! Estaba completamente helado. Me dolían las orejas y apenas podía mover los dedos de las manos.
—¡Vamos, vamos! —dije casi en voz alta—. ¡A ver si abren de una vez!
Al fin apareció la señora Spencer. No tenían criada ni nada y siempre salían ellos mismos a abrir la puerta. No debían andar muy bien de pasta.
—¡Holden! —dijo la señora Spencer—. ¡Qué alegría verte! Entra, hijo, entra. Te habrás quedado heladito.
Me parece que se alegró de verme. Le caía simpático. Al menos eso creo.
Se imaginarán la velocidad a que entré en aquella casa.
—¿Cómo está usted, señora Spencer? —le pregunté—. ¿Cómo está el señor Spencer?
—Dame el abrigo —me dijo. No me había oído preguntar por su marido. Estaba un poco sorda.
Colgó mi abrigo en el armario del recibidor y, mientras, me eché el pelo hacia atrás con la mano. Por lo general, lo llevo cortado al cepillo y no tengo que preocuparme mucho de peinármelo.
—¿Cómo está usted, señora Spencer? —volví a decirle, sólo que esta vez más alto para que me oyera.
—Muy bien, Holden —Cerró la puerta del armario-. Y tú, ¿cómo estás?
Por el tono de la pregunta supe inmediatamente que Spencer le había contado lo de mi expulsión.
—Muy bien —le dije—. Y, ¿cómo está el señor Spencer? ¿Se le ha pasado ya la gripe?
—¡Qué va! Holden, se está portando como un perfecto... yo que sé qué... Está en su habitación, hijo. Pasa.
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Capítulo 2
Dormían en habitaciones separadas y todo. Debían tener como setenta años cada uno y hasta puede que más, y, sin embargo, aún seguían disfrutando con sus cosas. Un poco a lo tonto, claro. Pensarán que tengo mala idea, pero de verdad no lo digo con esa intención. Lo que quiero decir es que solía pensar en Spencer a menudo, y que cuando uno pensaba mucho en él, empezaba a preguntarse para qué demonios querría seguir viviendo. Estaba todo encorvado en una postura terrible, y en clase, cuando se le caía una tiza al suelo, siempre tenía que levantarse un tío de la primera fila a recogérsela. A mí eso me parece horrible. Pero si se pensaba en él sólo un poco, no mucho, resultaba que dentro de todo no lo pasaba tan mal. Por ejemplo, un domingo que nos había invitado a mí y a otros cuantos chicos a tomar chocolate, nos enseñó una manta toda raída que él y su mujer le habían comprado a un navajo en el parque de Yellowstone. Se notaba que Spencer lo había pasado de miedo comprándola. A eso me refería. Ahí tienen a un tío como Spencer, más viejo que Matusalén, y resulta que se lo pasa bárbaro comprándose una manta.
Tenía la puerta abierta, pero aun así llamé un poco con los nudillos para no parecer mal educado. Se le veía desde fuera. Estaba sentado en un gran sillón de cuero envuelto en la manta de que acabo de hablarles. Cuando llamé, me miró.
—¿Quién es? —gritó—. ¡Caulfield! ¡Entra, muchacho!
Fuera de clase estaba siempre gritando. A veces le ponía a uno nervioso.
En cuanto entré, me arrepentí de haber ido. Estaba leyendo el Atlantic Monthly, tenía la habitación llena de pastillas y medicinas, y olía a Vicks Vaporub. Todo bastante deprimente. Confieso que no me vuelven loco los enfermos, pero lo que hacía la cosa aún peor era que llevaba puesto un batín tristísimo todo zarrapastroso, que debía tener desde que nació. Nunca me ha gustado ver a viejos ni en pijama, ni en batín ni en nada de eso. Van enseñando el pecho todo lleno de bultos, y las piernas, esas piernas de viejo que se ven en las playas, muy blancas y sin nada de pelo.
—Buenas tardes, señor —le dije—. Me han dado su recado. Muchas gracias.
Me había escrito una nota para decirme que fuera a despedirme de él antes del comienzo de las vacaciones.
—No tenía que haberse molestado. Habría venido a verle de todos modos.
—Siéntate ahí, muchacho dijo Spencer.
Se refería a la cama. Me senté.
-—¿Cómo está de la gripe?
—Si me sintiera un poco mejor, tendría que llamar al médico —dijo Spencer.
Se hizo una gracia horrorosa y empezó a reírse como un loco, medio ahogándose. Al final se enderezó en el asiento y me dijo:
—¿Cómo no estás en el campo de fútbol? Creí que hoy era el día del partido.
—Lo es. Y pensaba ir. Pero es que acabo de volver de Nueva York con el equipo de esgrima —le dije.
¡Vaya cama que tenía el tío! Dura como una piedra. De pronto le dio por ponerse serio. Me lo estaba temiendo.
—Así que nos dejas, ¿eh?
—Sí, señor, eso parece.
Empezó a mover la cabeza como tenía por costumbre. Nunca he visto a nadie mover tanto la cabeza como a Spencer. Y nunca llegué a saber si lo hacía porque estaba pensando mucho, o porque no era más que un vejete que ya no distinguía el culo de las témporas.
—¿Qué te dijo el señor Thurmer, muchacho? He sabido que tuvisteis una conversación.
—Sí. Es verdad. Me pasé en su oficina como dos horas, creo.
—Y, ¿qué te dijo?
—Pues eso de que la vida es como una partida y hay que vivirla de acuerdo con las reglas del juego. Estuvo muy bien. Vamos, que no se puso como una fiera ni nada. Sólo me dijo que la vida era una partida y todo eso... Ya sabe.
—La vida es una partida, muchacho. La vida es una partida y hay que vivirla de acuerdo con las reglas del juego.
—Sí, señor. Ya lo sé. Ya lo sé.
De partida un cuerno. Menuda partida. Si te toca del lado de los que cortan el bacalao, desde luego que es una partida, eso lo reconozco. Pero si te toca del otro lado, no veo dónde está la partida. En ninguna parte. Lo que es de partida, nada.
—¿Ha escrito ya el señor Thurner a tus padres? —me preguntó Spencer.
—Me dijo que iba a escribirles el lunes.
—¿Te has comunicado ya con ellos?
—No señor, aún no me he comunicado con ellos porque, seguramente, les veré el miércoles por la noche cuando vuelva a casa.
—Y, ¿cómo crees que tomarán la noticia?
—Pues... se enfadarán bastante —le dije—. Se enfadarán. He ido ya como a cuatro colegios.
Meneé la cabeza. Meneo mucho la cabeza.
—¡Jo! —dije luego. También digo «¡jo!» muchas veces. En parte porque tengo un vocabulario pobrísimo, y en parte porque a veces hablo y actúo como si fuera más joven de lo que soy. Entonces tenía dieciséis años. Ahora tengo diecisiete y, a veces, parece que tuviera trece, lo cual es bastante irónico porque mido seis pies y dos pulgadas y tengo un montón de canas. De verdad. Todo un lado de la cabeza, el derecho, lo tengo lleno de millones de pelos grises. Desde pequeño. Y aun así hago cosas de crío de doce años. Lo dice todo el mundo, especialmente mi padre, y en parte es verdad, aunque sólo en parte. Pero la gente se cree que las cosas tienen que ser verdad del todo. No es que me importe mucho, pero también es un rollo que le estén diciendo a uno todo el tiempo que a ver si se porta como corresponde a su edad. A veces hago cosas de persona mayor, en serio, pero de eso nadie se da cuenta. La gente nunca se da cuenta de nada.
Spencer empezó a mover otra vez la cabeza. Empezó también a meterse el dedo en la nariz. Hacía como si sólo se la estuviera rascando, pero la verdad es que se metía el dedazo hasta los sesos. Supongo que pensaba que no importaba porque al fin y al cabo estaba solo conmigo en la habitación. Y no es que me molestara mucho, pero tienen que reconocer que da bastante asco ver a un tío hurgándose las napias.
Luego dijo:
—Tuve el placer de conocer a tus padres hace unas semanas, cuando vinieron a ver al señor Thurner. Son encantadores.
—Sí. Son buena gente.
«Encantadores». Esa sí que es una palabra que no aguanto. Suena tan falsa que me dan ganas de vomitar cada vez que la oigo.
De pronto pareció como si Spencer fuera a decir algo muy importante, una frase lapidaria aguda como un estilete. Se arrellanó en el asiento y se removió un poco. Pero fue una falsa alarma. Todo lo que hizo fue coger el Atlantic Monthly que tenía sobre las rodillas y tirarlo encima de la cama. Erró el tiro. Estaba sólo a dos pulgadas de distancia, pero falló. Me levanté, lo recogí del suelo y lo puse sobre la cama. De pronto me entraron unas ganas horrorosas de salir de allí pitando. Sentía que se me venía encima un sermón y no es que la idea en sí me molestara, pero me sentía incapaz de aguantar una filípica, oler a Vicks Vaporub, y ver a Spencer con su pijama y su batín todo al mismo tiempo. De verdad que era superior a mis fuerzas.
Pero, tal como me lo estaba temiendo, empezó.
—¿Qué te pasa, muchacho? —me preguntó. Y para su modo de ser lo dijo con bastante mala leche—. ¿Cuántas asignaturas llevas este semestre?
—Cinco, señor.
—Cinco. Y, ¿en cuántas te han suspendido?
—En cuatro.
Removí un poco el trasero en el asiento. En mi vida había visto cama más dura.
—En Lengua y Literatura me han aprobado —le dije—, porque todo eso de Beowulf y Lord Randal, mi hijo, lo había dado ya en el otro colegio. La verdad es que para esa clase no he tenido que estudiar casi nada. Sólo escribir una composición de vez en cuando.
Ni me escuchaba. Nunca escuchaba cuando uno le hablaba.
—Te he suspendido en historia sencillamente porque no sabes una palabra.
—Lo sé, señor. ¡Jo! ¡Que si lo sé! No ha sido culpa suya.
—Ni una sola palabra —repitió.
Eso sí que me pone negro. Que alguien te diga una cosa dos veces cuando tú ya la has admitido a la primera. Pues aún lo dijo otra vez:
—Ni una sola palabra. Dudo que hayas abierto el libro en todo el semestre. ¿Lo has abierto? Dime la verdad, muchacho.
—Verá, le eché una ojeada un par de veces —le dije.
No quería herirle. Le volvía loco la historia.
—Conque lo ojeaste, ¿eh? —dijo, y con un tono de lo más sarcástico—. Tu examen está ahí, sobre la cómoda. Encima de ese montón. Tráemelo, por favor.
Aquello sí que era una puñalada trapera, pero me levanté a cogerlo y se lo llevé. No tenía otro remedio. Luego volví a sentarme en aquella cama de cemento. ¡Jo! ¡No saben lo arrepentido que estaba de haber ido a despedirme de él!
Manoseaba el examen con verdadero asco, como si fuera una plasta de vaca o algo así.
—Estudiamos los egipcios desde el cuatro de noviembre hasta el dos de diciembre —dijo—. Fue el tema que tú elegiste. ¿Quieres oír lo que dice aquí?
—No, señor. La verdad es que no —le dije.
Pero lo leyó de todos modos. No hay quien pare a un profesor cuando se empeña en una cosa. Lo hacen por encima de todo.
—«Los egipcios fueron una antigua raza caucásica que habitó una de las regiones del norte de África. África, como todos sabemos, es el continente mayor del hemisferio oriental».
Tuve que quedarme allí sentado escuchando todas aquellas idioteces. Me la jugó buena el tío.
—«Los egipcios revisten hoy especial interés para nosotros por diversas razones. La ciencia moderna no ha podido aún descubrir cuál era el ingrediente secreto con que envolvían a sus muertos para que la cara no se les pudriera durante innumerables siglos. Ese interesante misterio continúa acaparando el interés de la ciencia moderna del siglo XX».
Dejó de leer. Yo sentía que empezaba a odiarle vagamente.
—Tu ensayo, por llamarlo de alguna manera, acaba ahí —dijo en un tono de lo más desagradable. Parecía mentira que un vejete así pudiera ponerse tan sarcástico—. Por lo menos, te molestaste en escribir una nota a pie de página.
—Ya lo sé —le dije. Y lo dije muy deprisa para ver si le paraba antes de que se pusiera a leer aquello en voz alta. Pero a ése ya no había quien le frenara. Se había disparado.
—«Estimado señor Spencer» —leyó en voz alta— «Esto es todo lo que sé sobre los egipcios. La verdad es que no he logrado interesarme mucho por ellos aunque sus clases han sido muy interesantes. No le importe suspenderme porque de todos modos van a catearme en todo menos en lengua. Respetuosamente, Holden Caulfield».
Dejó de leer y me miró como si acabara de ganarme en una partida de ping-pong o algo así. Creo que no le perdonaré nunca que me leyera aquellas gilipolleces en voz alta. Yo no se las habría leído si las hubiera escrito él, palabra. Para empezar, sólo le había escrito aquella nota para que no le diera pena suspenderme.
—¿Crees que he sido injusto contigo, muchacho? —dijo.
—No, señor, claro que no —le contesté. ¡A ver si dejaba ya de llamarme «muchacho» todo el tiempo!
Cuando acabó con mi examen quiso tirarlo también sobre la cama. Sólo que, naturalmente, tampoco acertó. Otra vez tuve que levantarme para recogerlo del suelo y ponerlo encima del Atlantic Monthly. Es un aburrimiento tener que hacer lo mismo cada dos minutos.
—¿Qué habrías hecho tú en mi lugar? —me dijo—. Dímelo sinceramente, muchacho.
La verdad es que se le notaba que le daba lástima suspenderme, así que me puse a hablar como un descosido. Le dije que yo era un imbécil, que en su lugar habría hecho lo mismo, y que muy poca gente se daba cuenta de lo difícil que es ser profesor. En fin, el rollo habitual. Las tonterías de siempre.
Lo gracioso es que mientras hablaba estaba pensando en otra cosa. Vivo en Nueva York y de pronto me acordé del lago que hay en Central Park, cerca de Central Park South. Me pregunté si estaría ya helado y, si lo estaba, adonde habrían ido los patos. Me pregunté dónde se meterían los patos cuando venía el frío y se helaba la superficie del agua, si vendría un hombre a recogerlos en un camión para llevarlos al zoológico, o si se irían ellos a algún sitio por su cuenta.
Tuve suerte. Pude estar diciéndole a Spencer un montón de estupideces y al mismo tiempo pensar en los patos del Central Park. Es curioso, pero cuando se habla con un profesor no hace falta concentrarse mucho. Pero de pronto me interrumpió. Siempre le estaba interrumpiendo a uno.
—¿Qué piensas de todo esto, muchacho? Me interesa mucho saberlo. Mucho.
—¿Se refiere a que me hayan expulsado de Pencey? —le dije. Hubiera dado cualquier cosa porque se tapara el pecho. No era un panorama nada agradable.
—Si no me equivoco creo que también tuviste problemas en el Colegio Whooton y en Elkton Hills.
Esto no lo dijo sólo con sarcasmo. Creo que lo dijo también con bastante mala intención.
—En Elkton Hills no tuve ningún problema —le dije—. No me suspendieron ni nada de eso. Me fui porque quise... más o menos.
—Y, ¿puedo saber por qué quisiste?
—¿Por qué? Verá. Es una historia muy larga de contar. Y muy complicada.
No tenía ganas de explicarle lo que me había pasado. De todos modos no lo habría entendido. No encajaba con su mentalidad. Uno de los motivos principales por los que me fui de Elkton Hills fue porque aquel colegio estaba lleno de hipócritas. Eso es todo. Los había a patadas. El director, el señor Haas, era el tío más falso que he conocido en toda mi vida, diez veces peor que Thurmer. Los domingos, por ejemplo, se dedicaba a saludar a todos los padres que venían a visitar a. los chicos. Se derretía con todos menos con los que tenían una pinta un poco rara. Había que ver cómo trataba a los padres de mi compañero de cuarto. Vamos, que si una madre era gorda o cursi, o si un padre llevaba zapatos blancos y negros, o un traje de esos con muchas hombreras, Haas les daba la mano a toda prisa, les echaba una sonrisita de conejo, y se largaba a hablar por lo menos media hora con los padres de otro chico. No aguanto ese tipo de cosas. Me sacan de quicio. Me deprimen tanto que me pongo enfermo. Odiaba Elkton Hills.
Spencer me preguntó algo, pero no le oí porque estaba pensando en Haas.
—¿Qué? —le dije.
—¿No sientes remordimientos por tener que dejar Pencey?
—Claro que sí, claro que siento remordimientos. Pero muchos no. Por lo menos todavía. Creo que aún no lo he asimilado. Tardo mucho en asimilar las cosas. Por ahora sólo pienso en que me voy a casa el miércoles. Soy un tarado.
—¿No te preocupa en absoluto el futuro, muchacho?
—Claro que me preocupa. Naturalmente que me preocupa —medité unos momentos—. Pero no mucho supongo. Creo que mucho, no.
—Te preocupará —dijo Spencer—. Ya lo verás, muchacho. Te preocupará cuando sea demasiado tarde.
No me gustó oírle decir eso. Sonaba como si ya me hubiera muerto. De lo más deprimente.
—Supongo que sí —le dije.
—Me gustaría imbuir un poco de juicio en esa cabeza, muchacho. Estoy tratando de ayudarte. Quiero ayudarte si puedo.
Y era verdad. Se le notaba. Lo que pasaba es que estábamos en campos opuestos. Eso es todo.
—Ya lo sé, señor —le dije—. Muchas gracias. Se lo agradezco mucho. De verdad.
Me levanté de la cama. ¡Jo! ¡No hubiera aguantado allí ni diez minutos más aunque me hubiera ido la vida en ello!
—Lo malo es que tengo que irme. He de ir al gimnasio a recoger mis cosas. De verdad.
Me miró y empezó a mover de nuevo la cabeza con una expresión muy seria. De pronto me dio una pena terrible, pero no podía quedarme más rato por eso de que estábamos en campos opuestos, y porque fallaba cada vez que echaba una cosa sobre la cama, y porque llevaba esa bata tan triste que le dejaba al descubierto todo el pecho, y porque apestaba a Vicks Vaporub en toda la habitación.
—Verá, señor, no se preocupe por mí —le dije—. De verdad. Ya verá como todo se me arregla. Estoy pasando una mala racha. Todos tenemos nuestras malas rachas, ¿no?
—No sé, muchacho. No sé.
Me revienta que me contesten cosas así.
—Ya lo verá —le dije—. De verdad, señor. Por favor, no se preocupe por mí.
Le puse la mano en el hombro. —¿De acuerdo?— le dije.
—¿No quieres tomar una taza de chocolate? La señora Spencer...
—Me gustaría. Me gustaría mucho, pero tengo que irme. Tengo que pasar por el gimnasio. Gracias de todos modos. Muchas gracias.
Nos dimos la mano y todo eso. Sentí que me daba una pena terrible.
—Le escribiré, señor. Y que se mejore de la gripe.
—Adiós, muchacho.
Cuando ya había cerrado la puerta y volvía hacia el salón me gritó algo, pero no le oí muy bien. Creo que dijo «buena suerte». Ojalá me equivoque. Ojalá. Yo nunca le diré a nadie «buena suerte». Si lo piensa uno bien, suena horrible.
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Capítulo 3
Soy el mentiroso más fantástico que puedan imaginarse. Es terrible. Si voy camino del quiosco a comprar una revista y alguien me pregunta que adonde voy, soy capaz de decirle que voy a la ópera. Es una cosa seria. Así que eso que le dije a Spencer de que tenía que ir a recoger mi equipo era pura mentira. Ni siquiera lo dejo en el gimnasio.
En Pencey vivía en el ala Ossenburger de la residencia nueva. Era para los chicos de los dos últimos cursos. Yo era del penúltimo y mi compañero de cuarto del último. Se llamaba así por un tal Ossenburger que había sido alumno de Pencey. Cuando salió del colegio ganó un montón de dinero con el negocio de pompas fúnebres. Abrió por todo el país miles de funerarias donde le entierran a uno a cualquier pariente por sólo cinco dólares. ¡Bueno es el tal Ossenburger! Probablemente los mete en un saco y los tira al río. Pero donó a Pencey un montón de pasta y le pusieron su nombre a esa ala de la residencia. Cuando se celebró el primer partido del año, vino al colegio en un enorme Cadillac y todos tuvimos que ponernos en pie en los graderíos y recibirle con una gran ovación. A la mañana siguiente nos echó un discurso en la capilla que duró unas diez horas. Empezó contando como cincuenta chistes, todos malísimos, sólo para demostrarnos lo campechanote que era. Menudo rollazo. Luego nos dijo que cuando tenía alguna dificultad, nunca se avergonzaba de ponerse de rodillas y rezar. Nos dijo que debíamos rezar siempre, vamos, hablar con Dios y todo eso, estuviéramos donde estuviésemos. Nos dijo que debíamos considerar a Dios como un amigo y que él le hablaba todo el tiempo, hasta cuando iba conduciendo. ¡Qué valor! Me lo imaginaba al muy hipócrita metiendo la primera y pidiendo a Dios que le mandara unos cuantos fiambres más. Pero hacia la mitad del discurso pasó algo muy divertido. Nos estaba contando lo fenomenal y lo importante que era, cuando de pronto un chico que estaba sentado delante de mí, Edgard Marsala, se tiró un pedo tremendo. Fue una grosería horrible, sobre todo porque estábamos en la capilla, pero la verdad es que tuvo muchísima gracia. ¡Qué tío el tal Marsala! No voló el techo de milagro. Casi nadie se atrevió a reírse en voz alta y Ossenburger hizo como si no se hubiera enterado de nada, pero el director, que estaba sentado a su lado, se quedó pálido al oírlo. ¡Jo! ¡No se puso furioso ni nada! En aquel momento se calló, pero en cuanto pudo nos reunió a todos en el paraninfo para una sesión de estudio obligatoria y vino a echarnos un discurso. Nos dijo que el responsable de lo que había ocurrido en la capilla no era digno de asistir a Pencey Tratamos de convencer a Marsala de que se tirara otro mientras Thurmer hablaba, pero se ve que no estaba en vena. Pero, como les decía, vivía en el ala Ossenburger de la residencia nueva.
Encontré mi habitación de lo más acogedora al volver de casa de Spencer porque todo el mundo estaba viendo el partido y porque, por una vez, habían encendido la calefacción. Daba gusto entrar. Me quité la chaqueta y la corbata, me desabroché el cuello de la camisa y me puse una gorra que me había comprado en Nueva York aquella misma mañana. Era una gorra de caza roja, de esas que tienen una visera muy grande. La vi en el escaparate de una tienda de deportes al salir del metro, justo después de perder los floretes, y me la compré. Me costó sólo un dólar. Así que me la puse y le di la vuelta para que la visera quedara por la parte de atrás. Una horterada, lo reconozco, pero me gustaba así. La verdad es que me sentaba la mar de bien. Luego cogí el libro que estaba leyendo y me senté en mi sillón. Había dos en cada habitación. Yo tenía el mío, y mi compañero de cuarto, Ward Stradlater, el suyo. Tenían los brazos hechos una pena porque todo el mundo se sentaba en ellos, pero eran bastante cómodos.
Estaba leyendo un libro que había sacado de la biblioteca por error. Se habían equivocado al dármelo y yo no me di cuenta hasta que estuve de vuelta en mi habitación. Era Fuera de África, de Isak Dinesen. Creí que sería un plomo, pero no. Estaba muy bien. Soy un completo analfabeto, pero leo muchísimo. Mi autor preferido es D.B. y luego Ring Lardner. Mi hermano me regaló un libro de Lardner el día de mi cumpleaños, poco antes de que saliera para Pencey. Tenía unas cuantas obras de teatro muy divertidas, completamente absurdas, y una historia de un guardia de la porra que se enamora de una chica muy mona a la que siempre está poniendo multas por pasarse del límite de velocidad. Sólo que el guardia no puede casarse con ella porque ya está casado. Luego la chica tiene un accidente y se mata. Es una historia estupenda. Lo que más me gusta de un libro es que te haga reír un poco de vez en cuando. Leo un montón de clásicos como La vuelta del indígena y no están mal, y leo también muchos libros de guerra y de misterio, pero no me vuelven loco. Los que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras. No hay muchos libros de esos. Por ejemplo, no me importaría nada llamar a Isak Dinesen, ni tampoco a Ring Lardner, sólo que D.B. me ha dicho que ya ha muerto. Luego hay otro tipo de libros como La condición humana, de Somerset Maugham, por ejemplo. Lo leí el verano pasado. Es muy bueno, pero nunca se me ocurriría llamar a Somerset Maugham por teléfono. No sé, no me apetecería hablar con él. Preferiría llamar a Thomas Hardy. Esa protagonista suya, Eustacia Vye, me encanta.
Pero, volviendo a lo que les iba diciendo, me puse mi gorra nueva y me senté a leer Fuera de África. Ya lo había terminado, pero quería releer algunas partes. No habría leído más de tres páginas cuando oí salir a alguien de la ducha. No tuve necesidad de mirar para saber de quién se trataba. Era Robert Ackley, el tío de la habitación de al lado. En esa residencia había entre cada dos habitaciones una ducha que comunicaba directamente con ellas, y Ackley se colaba en mi cuarto unas ochenta y cinco veces al día. Era probablemente el único de todo el dormitorio, excluido yo, que no había ido al partido. Apenas iba a ningún sitio. Era un tipo muy raro. Estaba en el último curso y había estudiado ya cuatro años enteros en Pencey, pero todo el mundo seguía llamándole Ackley. Ni Herb Gale, su compañero de cuarto, le llamaba nunca Bob o Ack. Si alguna vez llega a casarse, estoy seguro de que su mujer le llamará también Ackley. Era un tío de esos muy altos (medía como seis pies y cuatro pulgadas), con los hombros un poco caídos y una dentadura horrenda. En todo el tiempo que fuimos vecinos de Habitación, no le vi lavarse los dientes ni una sola vez. Los tenía feísimos, como mohosos, y cuando se le veía en el comedor con la boca llena de puré de patata o de guisantes o algo así, daba gana de devolver. Además tenía un montón de granos, no sólo en la frente o en la barbilla como la mayoría de los chicos, sino por toda la cara. Para colmo tenía un carácter horrible. Era un tipo bastante atravesado. Vamos, que no me caía muy bien.
Le sentí en el borde de la ducha, justo detrás de mi sillón. Miraba a ver si estaba Stradlater. Le odiaba a muerte y nunca entraba en el cuarto si él andaba por allí. La verdad es que odiaba a muerte a casi todo el mundo.
Bajó del borde de la ducha y entró en mi habitación.
—Hola —dijo. Siempre lo decía como si estuviera muy aburrido o muy cansado. No quería que uno pensara que venía a hacerle una visita o algo así. Quería que uno creyera que venía por equivocación. Tenía gracia.
—Hola —le dije sin levantar la vista del libro. Con un tío como Ackley uno estaba perdido si levantaba la vista de lo que leía. La verdad es que estaba perdido de todos modos, pero si no se le miraba en seguida, al menos se retrasaba un poco la cosa.
Empezó a pasearse por el cuarto muy despacio como hacía siempre, tocando todo lo que había encima del escritorio y de la cómoda. Siempre te cogía las cosas más personales que tuvieras para fisgonearlas. ¡Jo! A veces le ponía a uno nervioso.
—¿Cómo fue el encuentro de esgrima? —me dijo. Quería obligarme a que dejara de leer y de estar a gusto. Lo de la esgrima le importaba un rábano—. ¿Ganamos o qué?
—No ganó nadie —le dije sin levantar la vista del libro.
—¿Qué? —dijo. Siempre le hacía a uno repetir las cosas.
—Que no ganó nadie.
Le miré de reojo para ver qué había cogido de mi cómoda. Estaba mirando la foto de una chica con la que solía salir yo en Nueva York, Sally Hayes. Debía haber visto ya esa fotografía como cinco mil veces. Y, para colmo, cuando la dejaba, nunca volvía a ponerla en su sitio. Lo hacía a propósito. Se le notaba.
—¿Que no ganó nadie? —dijo—. ¿Y cómo es eso?
—Me olvidé los floretes en el metro —contesté sin mirarle.
—¿En el metro? ¡No me digas! ¿Quieres decir que los perdiste?
—Nos metimos en la línea que no era. Tuve que ir mirando todo el tiempo un plano que había en la pared.
Se acercó y fue a instalarse donde me tapaba toda la luz.
—Oye —le dije—, desde que has entrado he leído la misma frase veinte veces.
Otro cualquiera hubiera pescado al vuelo la indirecta. Pero él no.
—¿Crees que te obligarán a pagarlos? —dijo.
—No lo sé y además no me importa. ¿Por qué no te sientas un poquito, Ackley, tesoro? Me estás tapando la luz.
No le gustaba que le llamara «tesoro». Siempre me estaba diciendo que yo era un crío porque tenía dieciséis y él dieciocho.
Siguió de pie. Era de esos tíos que le oyen a uno como quien oye llover. Al final hacía lo que le decías, pero bastaba que se lo dijeras para que tardara mucho más en hacerlo.
—¿Qué demonios estás leyendo? —dijo.
—Un libro.
Lo echó hacia atrás con la mano para ver el título.
—¿Es bueno? —dijo.
—Esta frase que estoy leyendo es formidable.
Cuando me pongo puedo ser bastante sarcástico, pero él ni se enteró. Empezó a pasearse otra vez por toda la habitación manoseando todas mis cosas y las de Stradlater. Al fin dejé el libro en el suelo. Con un tío como Ackley no había forma de leer. Era imposible.
Me repantigué todo lo que pude en el sillón y le miré pasearse por la habitación como Pedro por su casa. Estaba cansado del viaje a Nueva York y empecé a bostezar. Luego me puse a hacer el ganso. A veces me da por ahí para no aburrirme. Me corrí la visera hacia delante y me la eché sobre los ojos. No veía nada.
—Creo que me estoy quedando ciego —dije con una voz muy ronca—. Mamita, ¿por qué está tan oscuro aquí?
—Estás como una cabra, te lo aseguro —dijo Ackley.
—Mami, dame la mano. ¿Por qué no me das la mano?
—¡Mira que eres pesado! ¿Cuándo vas a crecer de una vez?
Empecé a tantear el aire con las manos como un ciego, pero sin levantarme del sillón y sin dejar de decir:
—Mamita, ¿por qué no me das la mano?
Estaba haciendo el indio, claro. A veces lo paso bárbaro con eso. Además sabía que a Ackley le sacaba de quicio. Tiene la particularidad de despertar en mí todo el sadismo que llevo dentro y con él me ponía sádico muchas veces. Al final me cansé. Me eché otra vez hacia atrás la visera y dejé de hacer el payaso.
—¿De quién es esto? —dijo Ackley. Había cogido la venda de la rodilla de Stradlater para enseñármela. Ese Ackley tenía que sobarlo todo. Por tocar era capaz hasta de coger un slip o cualquier cosa así. Cuando le dije que era de Stradlater la tiró sobre la cama. Como la había cogido del suelo, tuvo que dejarla sobre la cama.
Se acercó y se sentó en el brazo del sillón de Stradlater. Nunca se sentaba en el asiento, siempre en los brazos.
—¿Dónde te has comprado esa gorra?
—En Nueva York.
—¿Cuánto?
—Un dólar.
—Te han timado.
Empezó a limpiarse las uñas con una cerilla. Siempre estaba haciendo lo mismo. En cierto modo tenía gracia. Llevaba los dientes todos mohosos y las orejas más negras que un demonio, pero en cambio se pasaba el día entero limpiándose las uñas. Supongo que con eso se consideraba un tío aseadísimo. Mientras se las limpiaba echó un vistazo a mi gorra.
—Allá en el Norte llevamos gorras de esas para cazar ciervos —dijo—. Esa es una gorra para la caza del ciervo.
—Que te lo has creído —me la quité y la miré con un ojo medio guiñado, como si estuviera afinando la puntería—. Es una gorra para cazar gente —le dije—. Yo me la pongo para matar gente.
—¿Saben ya tus padres que te han echado?
—No.
—Bueno, ¿y dónde demonios está Stradlater?
—En el partido. Ha ido con una chica.
Bostecé. No podía parar de bostezar, creo que porque en aquella habitación hacía un calor horroroso y eso da mucho sueño. En Pencey una de dos, o te helabas o te achicharrabas.
—¡El gran Stradlater! —dijo Ackley—. Oye, déjame tus tijeras un segundo, ¿quieres? ¿Las tienes a mano?
—No. Las he metido ya en la maleta. Están en lo más alto del armario.
—Déjamelas un segundo, ¿quieres? —dijo Ackley—. Quiero cortarme un padrastro.
Le tenía sin cuidado que uno las tuviera en la maleta y en lo más alto del armario. Fui a dárselas y al hacerlo por poco me mato. En el momento en que abrí la puerta del armario se me cayó en plena cabeza la raqueta de tenis de Stradlater con su prensa y todo. Sonó un golpe seco y además me hizo un daño horroroso. Pero a Ackley le hizo una gracia horrorosa y empezó a reírse como un loco, con esa risa de falsete que sacaba a veces. No paró de reírse todo el tiempo que tardé en bajar la maleta y sacar las tijeras. Ese tipo de cosas como que a un tío le pegaran una pedrada en la cabeza, le hacían desternillarse de risa.
—Tienes un sentido del humor finísimo, Ackley, tesoro —le dije—. ¿Lo sabías? —le di las tijeras—. Si me dejaras ser tu agente, te metería de locutor en la radio.
Volví a sentarme en el sillón y él empezó a cortarse esas uñas enormes que tenía, duras como garras.
—¿Y si lo hicieras encima de la mesa? —le dije—. Córtatelas sobre la mesa, ¿quieres? No tengo ganas de clavármelas esta noche cuando ande por ahí descalzo.
Pero él siguió dejándolas caer al suelo. ¡Vaya modales que tenía el tío! Era un caso.
—¿Con quién ha salido Stradlater? —dijo. Aunque le odiaba a muerte siempre estaba llevándole la cuenta de con quién salía y con quién no.
—No lo sé. ¿Por qué?
—Por nada. ¡Jo! No aguanto a ese cabrón. Es que no le trago.
—Pues él en cambio te adora. Me ha dicho que eres un encanto.
Cuando me da por hacer el indio, llamo «encanto» a todo el mundo. Lo hago por no aburrirme.
—Siempre con esos aires de superioridad... —dijo Ackley—. No le soporto. Cualquiera diría...
—¿Te importaría cortarte las uñas encima de la mesa, oye? Te lo he dicho ya como cincuenta...
—Y siempre dándoselas de listo —siguió Ackley—. Yo creo que ni siquiera es inteligente. Pero él se lo tiene creído. Se cree el tío más listo de...
—¡Ackley! ¡Por Dios vivo! ¿Quieres cortarte las uñas encima de la mesa? Te lo he dicho ya como cincuenta veces.
Por fin me hizo caso. La única forma de que hiciera lo que uno le decía era gritarle.
Me quedé mirándole un rato. Luego le dije:
—Estás furioso con Stradlater porque te dijo que deberías lavarte los dientes de vez en cuando. Pero si quieres saber la verdad, no lo hizo por afán de molestarte. Puede que no lo dijera de muy buenos modos, pero no quiso ofenderte. Lo que quiso decir es que estarías mejor y te sentirías mejor si te lavaras los dientes alguna vez.
—Ya me los lavo. No me vengas con esas.
—No es verdad. Te he visto y sé que no es cierto —le dije, pero sin mala intención. En cierto modo me daba lástima. No debe ser nada agradable que le digan a uno que no se lava los dientes—. Stradlater es un tío muy decente. No es mala persona. Lo que pasa es que no le conoces.
—Te digo que es un cabrón. Un cabrón y un creído.
—Creído sí, pero en muchas cosas es muy generoso. De verdad —le dije—. Mira, supongamos que Stradlater lleva una corbata que a ti te gusta. Supón que lleva una corbata que te gusta muchísimo, es sólo un ejemplo. ¿Sabes lo que haría? Pues probablemente se la quitaría y te la regalaría. De verdad. O si no, ¿sabes qué? Te la dejaría encima de tu cama, pero el caso es que te la daría. No hay muchos tíos que...
—¡Qué gracia! —dijo Ackley—. Yo también lo haría si tuviera la pasta que tiene él.
—No, tú no lo harías. Tú no lo harías, Ackley, tesoro. Si tuvieras tanto dinero como él, serías el tío más...
—¡Deja ya de llamarme «tesoro»! ¡Maldita sea! Con la edad que tengo podría ser tu padre.
—No, no es verdad —le dije. ¡Jo! ¡Qué pesado se ponía a veces! No perdía oportunidad de recordarme que él tenía dieciocho años y yo dieciséis—. Para empezar, no te admitiría en mi familia.
—Lo que quiero es que dejes de llamarme...
De pronto se abrió la puerta y entró Stradlater con muchas prisas. Siempre iba corriendo y a todo le daba una importancia tremenda. Se acercó en plan gracioso y me dio un par de cachetes en las mejillas, que es una cosa que puede resultar molestísima.
—Oye —me dijo—, ¿vas a algún sitio especial esta noche?
—No lo sé. Quizá. ¿Qué pasa fuera? ¿Está nevando? —Llevaba el abrigo cubierto de nieve.
—Sí. Oye, si no vas a hacer nada especial, ¿me prestas tu chaqueta de pata de gallo?
—¿Quién ha ganado el partido?
—Aún no ha terminado. Nosotros nos vamos —dijo Stradlater—. Venga, en serio, ¿vas a llevar la chaqueta de pata de gallo, o no? Me he puesto el traje de franela gris perdido de manchas.
—No, pero no quiero que me la des toda de sí con esos hombros que tienes —le dije. Éramos casi de la misma altura, pero él pesaba el doble que yo. Tenía unos hombros anchísimos.
—Te prometo que no te la daré de sí.
Se acercó al armario a todo correr.
—¿Cómo va esa vida? —le dijo a Ackley. Stradlater era un tío bastante simpático. Tenía una simpatía un poco falsa, pero al menos era capaz de saludar a Ackley.
Cuando éste oyó lo de «¿Cómo va esa vida?» soltó un gruñido. No quería contestarle, pero tampoco tenía suficientes agallas como para no darse por enterado. Luego me dijo: —Me voy. Te veré luego.
—Bueno —le contesté. La verdad es que no se le partía a uno el corazón al verle salir por la puerta.
Stradlater empezó a quitarse la chaqueta y la corbata.
—Creo que voy a darme un afeitado rápido —dijo. Tenía una barba muy cerrada, de verdad.
—¿Dónde has dejado a la chica con que salías hoy? —le pregunté.
—Me está esperando en el anejo.
Salió de la habitación con el neceser y la toalla debajo del brazo. No llevaba camisa ni nada. Siempre iba con el pecho al aire porque se creía que tenía un físico estupendo. Y lo tenía. Eso hay que reconocerlo.
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Capítulo 4
Como no tenía nada que hacer me fui a los lavabos con él y, para matar el tiempo, me puse a darle conversación mientras se afeitaba. Estábamos solos porque todos los demás seguían en el campo de fútbol. El calor era infernal y los cristales de las ventanas estaban cubiertos de vaho. Había como diez lavabos, todos en fila contra la pared. Stradlater se había instalado en el de en medio y yo me senté en el de al lado y me puse a abrir y cerrar el grifo del agua fría, un tic nervioso que tengo. Stradlater se puso a silbar Song of India mientras se afeitaba. Tenía un silbido de esos que le atraviesan a uno el tímpano. Desafinaba muchísimo y, para colmo, siempre elegía canciones como Song of India o Slaughter on Tentb Avenue que ya son difíciles de por sí hasta para los que saben silbar. El tío era capaz de asesinar lo que le echaran.
¿Se acuerdan de que les dije que Ackley era un marrano en eso del aseo personal? Pues Stradlater también lo era, pero de un modo distinto. El era un marrano en secreto. Parecía limpio, pero había que ver, por ejemplo, la maquinilla con que se afeitaba. Estaba toda oxidada y llena de espuma, de pelos y de porquería. Nunca la limpiaba. Cuando acababa de arreglarse daba el pego, pero los que le conocíamos bien sabíamos que ocultamente era un guarro. Si se cuidaba tanto de su aspecto era porque estaba locamente enamorado de sí mismo. Se creía el tío más maravilloso del hemisferio occidental. La verdad es que era guapo, eso tengo que reconocerlo, pero era un guapo de esos que cuando tus padres lo ven en el catálogo del colegio en seguida preguntan: —¿Quién es ese chico?— Vamos, que era el tipo de guapo de calendario. En Pencey había un montón de tíos que a mí me parecían mucho más guapos que él, pero que luego, cuando los veías en fotografía, siempre parecía que tenían orejas de soplillo o una nariz enorme. Eso me ha pasado un montón de veces.
Pero, como decía, me senté en el lavabo y me puse a abrir y cerrar el grifo. Todavía llevaba puesta la gorra de caza roja con la visera echada para atrás y todo. Me chiflaba aquella gorra.
—Oye —dijo Stradlater—, ¿quieres hacerme un gran favor?
—¿Cuál? —le dije sin excesivo entusiasmo. Siempre estaba pidiendo favores a todo el mundo. Todos esos tíos que se creen muy guapos o muy importantes son iguales. Como se consideran el no va más, piensan que todos les admiramos muchísimo y que nos morimos por hacer algo por ellos. En cierto modo tiene gracia.
—¿Sales esta noche? —me dijo.
—Puede. No lo sé. ¿Por qué?
—Tengo que leer unas cien páginas del libro de historia para el lunes —dijo—. ¿Podrías escribirme una composición para la clase de lengua? Si no la presento el lunes, me la cargo. Por eso te lo digo. ¿Me la haces?
La cosa tenía gracia, de verdad.
—Resulta que a quien echan es a mí y encima tengo que escribirte una composición.
—Ya lo sé. Pero es que si no la entrego, me las voy a ver moradas. Échame una mano, anda. Échame una manita, ¿eh?
Tardé un poco en contestarle. A ese tipo de cabrones les conviene un poco de suspense.
—¿Sobre qué? —le dije.
—Lo mismo da con tal de que sea descripción. Sobre una habitación, o una casa, o un pueblo donde hayas vivido. No importa. El caso es que describas como loco.
Mientras lo decía soltó un bostezo tremendo. Eso sí que me saca de quicio. Que encima que te están pidiendo un favor, bostecen.
—Pero no la hagas demasiado bien —dijo—. Ese hijoputa de Hartzell te considera un genio en composición y sabe que somos compañeros de cuarto. Así que ya sabes, no pongas todos los puntos y comas en su sitio.
Otra cosa que me pone negro. Que se te dé bien escribir y que te salga un tío hablando de puntos y comas. Y Stradlater lo hacía siempre. Lo que pasaba es que quería que uno creyera que si escribía unas composiciones horribles era porque no sabía dónde poner las comas. En eso se parecía un poco a Ackley. Una vez fui con él a un partido de baloncesto. Teníamos en el equipo a un tío fenomenal, Howie Coyle, que era capaz de encestar desde el centro del campo y sin que la pelota tocara la madera siquiera. Pues Ackley se pasó todo el tiempo diciendo que Coyle tenía una constitución perfecta para el baloncesto. ¡Jo! ¡Cómo me fastidian esas cosas!
Al rato de estar sentado empecé a aburrirme. Me levanté, me alejé unos pasos y me puse a bailar claquet para pasar el rato. Lo hacía sólo por divertirme un poco. No tengo ni idea de claquet, pero en los lavabos había un suelo de piedra que ni pintado para eso, así que me puse a imitar a uno de esos que salen en las películas musicales. Odio el cine con verdadera pasión, pero me encanta imitar a los artistas. Stradlater me miraba a través del espejo mientras se afeitaba y yo lo único que necesito es público. Soy un exhibicionista nato.
—Soy el hijo del gobernador —le dije mientras zapateaba como un loco por todo el cuarto—. Mi padre no / quiere que me dedique a bailar. Quiere que vaya a Oxford. Pero yo llevo el baile en la sangre.
Stradlater se rió. Tenía un sentido del humor bastante pasable.
—Es la noche del estreno de la Revista Ziegfeld —me estaba quedando casi sin aliento. No podía ni respirar—. El primer bailarín no puede salir a escena. Tiene una curda monumental. ¿A quién llaman para reemplazarle? A mí. Al hijo del gobernador.
—¿De dónde has sacado eso? —dijo Stradlater. Se refería a mi gorra de caza. Hasta entonces no se había dado cuenta de que la llevaba.
Como ya no podía respirar, decidí dejar de hacer el indio. Me quité la gorra y la miré por milésima vez.
—Me la he comprado esta mañana en Nueva York por un dólar. ¿Te gusta?
Stradlater afirmó con la cabeza.
—Está muy bien.
Lo dijo sólo por darme coba porque a renglón seguido me preguntó: —¿Vas a hacerme esa composición o no? Tengo que saberlo.
—Si me sobra tiempo te la haré. Si no, no.
Me acerqué y volví a sentarme en el lavabo.
—¿Con quién sales hoy? ¿Con la Fitzgerald?
—¡No fastidies! Ya te he dicho que he roto con esa cerda.
—¿Ah, sí? Pues pásamela, hombre. En serio. Es mi tipo.
—Puedes quedártela, pero es muy mayor para ti.
De pronto y sin ningún motivo, excepto que tenía ganas de hacer el ganso, se me ocurrió saltar del lavabo y hacerle a Stradlater un medio-nelson, una llave de lucha libre que consiste en agarrar al otro tío por el cuello con un brazo y apretar hasta asfixiarle si te da la gana. Así que lo hice. Me lancé sobre él como una pantera.
—¡No jorobes, Holden! —dijo Stradlater. No tenía ganas de bromas porque estaba afeitándose—. ¿Quieres que me corte la cabeza, o qué?
Pero no le solté. Le tenía bien agarrado.
—¿A que no te libras de mi brazo de hierro? —le dije.
—¡Mira que eres pesado!
Dejó la máquina de afeitar. De pronto levantó los brazos y me obligó a soltarle. Tenía muchísima fuerza y yo soy la mar de débil.
—¡A ver si dejas ya de jorobar! —dijo.
Empezó a afeitarse otra vez. Siempre lo hacía dos veces para estar guapísimo. Y con la misma cuchilla asquerosa.
—Y si no has salido con la Fitzgerald, ¿con quién entonces? —le pregunté. Había vuelto a sentarme en el lavabo—. ¿Con Phyllis Smith?
—No, iba a salir con ella, pero se complicaron las cosas. Ha venido la compañera de cuarto de Bud Thaw. ¡Ah! ¡Se me olvidaba! Te conoce.
—¿Quién? —pregunté.
—Esa chica.
—¿Sí? —le dije—. ¿Cómo se llama?
Aquello me interesaba muchísimo.
—Espera. ¡Ah, sí! Jean Gallaher.
¡Atiza! Cuando lo oí por poco me desmayo.
—¡Jane Gallaher! —le dije. Hasta me levanté del lavabo. No me morí de milagro—. ¡Claro que la conozco! Vivía muy cerca de la casa donde pasamos el verano el año antepasado. Tenía un Dobberman Pinscher. Por eso la conocí. El perro venía todo el tiempo a nuestra...
—Me estás tapando la luz, Holden —dijo Stradlater—. ¿Tienes que ponerte precisamente ahí?
¡Jo! ¡Qué nervioso me había puesto! De verdad.
—¿Dónde está? —le pregunté—. Debería bajar a decirle hola. ¿Está en el anejo?
—Sí.
—¿Cómo es que habéis hablado de mí? ¿Va a B. M. ahora? Me dijo que iba a ir o allí o a Shipley. Creí que al final había decidido ir a Shipley. Pero, ¿cómo es que habéis hablado de mí?
Estaba excitadísimo, de verdad.
—No lo sé. Levántate, ¿quieres? Te has sentado encima de mi toalla —me había sentado en su toalla.
¡Jane Gallaher! ¡No podía creerlo! ¡Quién lo iba a decir! Stradlater se estaba poniendo Vitalis en el pelo. Mi Vitalis.
—Sabe bailar muy bien —le dije—. Baila ballet. Practicaba siempre dos horas al día aunque hiciera un calor horroroso. Tenía mucho miedo de que se le estropearan las piernas con eso, vamos, de que se le pusieran gordas. Jugábamos a las damas todo el tiempo.
—¿A qué?
—A las damas.
—¿A las damas? ¡No fastidies!
—Sí. Ella nunca las movía. Cuando tenía una dama nunca la movía. La dejaba en la fila de atrás. Le gustaba verlas así, todas alineadas. No las movía.
Stradlater no dijo nada. Esas cosas nunca le interesan a casi nadie.
—Su madre era socia del mismo club que nosotros. Yo recogía las pelotas de vez en cuando para ganarme unas perras. Un par de veces me tocó con ella. No le daba a la bola ni por casualidad.
Stradlater ni siquiera me escuchaba. Se estaba peinando sus maravillosos bucles.
—Voy a bajar a decirle hola.
—Anda sí, ve.
—Bajaré dentro de un momento.
Volvió a hacerse la raya. Tardaba en peinarse como media hora.
—Sus padres estaban divorciados y su madre se había casado por segunda vez con un tío que bebía de lo lindo. Un hombre muy flaco con unas piernas todas peludas. Me acuerdo estupendamente. Llevaba shorts todo el tiempo. Jane me dijo que escribía para el teatro o algo así, pero yo siempre le veía bebiendo y escuchando todos los programas de misterio que daban por la radio. Y se paseaba en pelota por toda la casa. Delante de Jane y todo.
—¿Sí? —dijo Stradlater. Aquello sí que le interesó. Lo del borracho que se paseaba desnudo por delante de Jane. Todo lo que tuviera que ver con el sexo, le encantaba al muy hijoputa.
—Ha tenido una infancia terrible. De verdad.
Pero eso a Stradlater ya no le interesaba. Lo que le gustaba era lo otro.
—¡Jane Gallaher! ¡Qué gracia! —no podía dejar de pensar en ella.
—Tengo que bajar a saludarla.
—¿Por qué no vas de una vez en vez de dar tanto la lata? —dijo Stradlater.
Me acerqué a la ventana pero no pude ver nada porque estaba toda empañada.
—En este momento no tengo ganas —le dije. Y era verdad. Hay que estar en vena para esas cosas—. Creí que estudiaba en Shipley. Lo hubiera jurado.
Me paseé un rato por los lavabos. No tenía otra cosa que hacer.
—¿Le ha gustado el partido? —dije.
—Sí. Supongo que sí. No lo sé.
—¿Te ha dicho que jugábamos a las damas todo el tiempo?
—Yo qué sé. ¡Y no jorobes más, por Dios! Sólo acabo de conocerla.
Había terminado de peinarse su hermosa mata de pelo y estaba guardando todas sus marranadas en el neceser.
—Oye, dale recuerdos míos, ¿quieres?
—Bueno —dijo Stradlater, pero me quedé convencido de que no lo haría. Esos tíos nunca dan recuerdos a nadie. Se fue, y yo aún seguí un rato en los lavabos pensando en Jane. Luego volví también a la habitación.
—Oye —le dije—, no le digas que me han echado, ¿eh?
—Bueno.
Eso era lo que me gustaba de Stradlater. Nunca tenía uno que darle cientos de explicaciones como había que hacer con Ackley. Supongo que en el fondo era porque no le importaba un pito. Se puso mi chaqueta de pata de gallo.
—No me la estires por todas partes —le dije. Sólo me la había puesto dos veces.
—No. ¿Dónde habré dejado mis cigarrillos?
—Están en el escritorio— le dije. Nunca se acordaba de dónde ponía nada—. Debajo de la bufanda.
Los cogió y se los metió en el bolsillo de la chaqueta. De mi chaqueta.
Me puse la visera de la gorra hacia delante para variar. De repente me entraron unos nervios horrorosos. Soy un tipo muy nervioso.
—Oye, ¿adonde vais a ir? ¿Lo sabes ya? —le pregunté.
—No. Si nos da tiempo iremos a Nueva York. Pero no creo. No ha pedido permiso más que hasta las nueve y media.
No me gustó el tono en que lo dijo y le contesté:
—Será porque no sabía lo guapo y lo fascinante que eres. Si lo hubiera sabido habría pedido permiso hasta las nueve y media de la mañana.
—Desde luego — dijo Stradlater. No había forma de hacerle enfadar. Se lo tenía demasiado creído.
—Ahora en serio. Escríbeme esa composición —dijo.
Se había puesto el abrigo y estaba a punto de salir.
—No hace falta que te mates. Pero eso sí, ya sabes, que sea de muchísima descripción, ¿eh?
No le contesté. No tenía ganas. Sólo le dije:
—Pregúntale si sigue dejando todas las damas en la línea de atrás.
—Bueno —dijo Stradlater, pero estaba seguro de que no se lo iba a preguntar.
—¡Que te diviertas! —dijo. Y luego salió dando un portazo.
Cuando se fue, me quedé sentado en el sillón como media hora. Quiero decir sólo sentado, sin hacer nada más, excepto pensar en Jane y en que había salido con Stradlater. Me puse tan nervioso que por poco me vuelvo loco. Ya les he dicho lo obsesionado que estaba Stradlater con eso del sexo.
De pronto Ackley se coló en mi habitación a través de la ducha, como hacía siempre. Por una vez me alegré de verle. Así dejaba de pensar en otras cosas. Se quedó allí hasta la hora de cenar hablando de todos los tíos de Pencey a quienes odiaba a muerte y reventándose un grano muy gordo que tenía en la barbilla. Ni siquiera sacó el pañuelo para hacerlo. Yo creo que el muy cabrón ni siquiera tenía pañuelos. Yo nunca le vi ninguno.
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Capítulo 5
Los sábados por la noche siempre cenábamos lo mismo en Pencey. Lo consideraban una gran cosa porque nos daban un filete. Apostaría la cabeza a que lo hacían porque como el domingo era día de visita, Thurmer pensaba que todas las madres preguntarían a sus hijos qué habían cenado la noche anterior y el niño contestaría: «Un filete.» ¡Menudo timo! Había que ver el tal filete. Un pedazo de suela seca y dura que no había por dónde meterle mano. Para acompañarlo, nos daban un puré de patata lleno de grumos y, de postre, un bizcocho negruzco que sólo se comían los de la elemental, que a los pobres lo mismo les daba, y tipos como Ackley que se zampaban lo que les echaran.
Pero cuando salimos del comedor tengo que reconocer que fue muy bonito. Habían caído como tres pulgadas de nieve y seguía nevando a manta. Estaba todo precioso. Empezamos a tirarnos bolas unos a otros y a hacer el indio como locos. Fue un poco cosa de críos, pero nos divertimos muchísimo.
Como no tenía plan con ninguna chica, yo y un amigo mío, un tal Mal Brossard que estaba en el equipo de lucha libre, decidimos irnos en autobús a Agerstown a comer una hamburguesa y ver alguna porquería de película. Ninguno de los dos tenía ninguna gana de pasarse la noche mano sobre mano. Le pregunté a Mal si le importaba que viniera Ackley con nosotros. Se me ocurrió decírselo porque Ackley nunca hacía nada los sábados por la noche. Se quedaba en su habitación a reventarse granos. Mal dijo que no le importaba, pero que tampoco le volvía loco la idea. La verdad es que Ackley no le caía muy bien. Nos fuimos a nuestras respectivas habitaciones a arreglarnos un poco y mientras me ponía los chanclos le grité a Ackley que si quería venirse al cine con nosotros. Me oyó perfectamente a través de las cortinas de la ducha, pero no dijo nada. Era de esos tíos que tardan una hora en contestar. Al final vino y me preguntó con quién iba. Les juro que si un día naufragara y fueran a rescatarle en una barca, antes de dejarse salvar preguntaría quién iba remando. Le dije que iba con Mal Brossard.
—Ese cabrón... Bueno. Espera un segundo.
Cualquiera diría que le estaba haciendo a uno un favor. Tardó en arreglarse como cinco horas. Mientras esperaba me fui a la ventana, la abrí e hice una bola de nieve directamente con las manos, sin guantes ni nada. La nieve estaba perfecta para hacer bolas. Iba a tirarla a un coche que había aparcado al otro lado de la calle, pero al final me arrepentí. Daba pena con lo blanco y limpio que estaba. Luego pensé en tirarla a una boca de agua de esas que usan los bomberos, pero también estaba muy bonita tan nevada. Al final no la tiré. Cerré la ventana y me puse a pasear por la habitación apelmazando la bola entre las manos. Todavía la llevaba cuando subimos al autobús. El conductor abrió la puerta y me obligó a tirarla. Le dije que no pensaba echársela a nadie, pero no me creyó. La gente nunca se cree nada.
Brossard y Ackley habían visto ya la película que ponían aquella noche, así que nos comimos un par de hamburguesas, jugamos un poco a la máquina de las bolitas, y volvimos a Pencey en el autobús. No me importó nada no ir al cine. Ponían una comedia de Cary Grant, de esas que son un rollazo. Además no me gustaba ir al cine con Brossard ni con Ackley. Los dos se reían como hienas de cosas que no tenían ninguna gracia. No había quien lo aguantara.
Cuando volvimos al colegio eran las nueve menos cuarto. Brossard era un maniático del bridge y empezó a buscar a alguien con quien jugar por toda la residencia. Ackley, para variar, aparcó en mi habitación, sólo que esta vez en lugar de sentarse en el sillón de Stradlater se tiró en mi cama y el muy marrano hundió la cara en mi almohada. Luego empezó a hablar con una voz de lo más monótona y a reventarse todos sus granos. Le eché con mil indirectas, pero el tío no se largaba. Siguió, dale que te pego, hablando de esa chica con la que decía que se había acostado durante el verano. Me lo había contado ya cien veces, y cada vez de un modo distinto. Una te decía que se la había tirado en el Buick de su primo, y a la siguiente que en un muelle. Naturalmente todo era puro cuento. Era el tío más virgen que he conocido. Hasta dudo que hubiera metido mano a ninguna. Al final le dije por las buenas que tenía que escribir una composición para Stradlater y que a ver si se iba para que pudiera concentrarme un poco. Por fin se largó, pero al cabo de remolonear horas y horas. Cuando se fue me puse el pijama, la bata y la gorra de caza y me senté a escribir la composición.
Lo malo es que no podía acordarme de ninguna habitación ni de ninguna casa como me había dicho Stradlater. Pero como de todas formas no me gusta escribir sobre cuartos ni edificios ni nada de eso, lo que hice fue describir el guante de béisbol de mi hermano Allie, que era un tema estupendo para una redacción. De verdad. Era un guante para la mano izquierda porque mi hermano era zurdo. Lo bonito es que tenía poemas escritos en tinta verde en los dedos y por todas partes. Allie los escribió para tener algo que leer cuando estaba en el campo esperando. Ahora Allie está muerto. Murió de leucemia el 18 de julio de 1946 mientras pasábamos el verano en Maine. Les hubiera gustado conocerle. Tenía dos años menos que yo y era cincuenta veces más inteligente. Era enormemente inteligente. Sus profesores escribían continuamente a mi madre para decirle que era un placer tener en su clase a un niño como mi hermano. Y no lo decían porque sí. Lo decían de verdad. Pero no era sólo el más listo de la familia. Era también el mejor en muchos otros aspectos. Nunca se enfadaba con nadie. Dicen que los pelirrojos tienen mal genio, pero Allie era una excepción, y eso que tenía el pelo más rojo que nadie. Les contaré un caso para que se hagan una idea. Empecé a jugar al golf cuando tenía sólo diez años. Recuerdo una vez, el verano en que cumplí los doce años, que estaba jugando y de repente tuve el presentimiento de que si me volvía vería a Allie. Me volví y allí estaba mi hermano, montado en su bicicleta, al otro lado de la cerca que rodeaba el campo de golf. Estaba nada menos que a unas ciento cincuenta yardas de distancia, pero le vi claramente. Tan rojo tenía el pelo. ¡Dios, qué buen chico era! A veces en la mesa se ponía a pensar en alguna cosa y se reía tanto que poco le faltaba para caerse de la silla. Cuando murió tenía sólo trece años y pensaron en llevarme a un siquiatra y todo porque hice añicos todas las ventanas del garaje. Comprendo que se asustaran. De verdad. La noche que murió dormí en el garaje y rompí todos los cristales con el puño sólo de la rabia que me dio. Hasta quise romper las ventanillas del coche que teníamos aquel verano, pero me había roto la mano y no pude hacerlo. Pensarán que fue una estupidez pero es que no me daba cuenta de lo que hacía y además ustedes no conocían a Allie. Todavía me duele la mano algunas veces cuando llueve y no puedo cerrar muy bien el puño, pero no me importa mucho porque no pienso dedicarme a cirujano, ni a violinista, ni a ninguna de esas cosas.
Pero, como les decía, escribí la redacción sobre el guante de béisbol de Allie. Daba la casualidad de que lo tenía en la maleta así que copié directamente los poemas que tenía escritos. Sólo que cambié el nombre de Allie para que nadie se diera cuenta de que era mi hermano y pensaran que era el de Stradlater. No me gustó mucho usar el guante para una composición, pero no se me ocurría otra cosa. Además, como tema me gustaba. Tardé como una hora porque tuve que utilizar la máquina de escribir de Stradlater, que se atascaba continuamente. La mía se la había prestado a un tío del mismo pasillo.
Cuando acabé eran como las diez y media. Como no estaba cansado, me puse a mirar por la ventana. Había dejado de nevar, pero de vez en cuando se oía el motor de un coche que no acababa de arrancar. También se oía roncar a Ackley. Los ronquidos pasaban a través de las cortinas de la ducha. Tenía sinusitis y no podía respirar muy bien cuando dormía. Lo que es el tío tenía de todo: sinusitis, granos, una dentadura horrible, halitosis y unas uñas espantosas. El muy cabrón daba hasta un poco de lástima.
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Capítulo 6
Hay cosas que cuesta un poco recordarlas. Estoy pensando en cuando Stradlater volvió aquella noche después de salir con Jane. Quiero decir que no sé qué estaba haciendo yo exactamente cuando oí sus pasos acercarse por el pasillo. Probablemente seguía mirando por la ventana, pero la verdad es que no me acuerdo. Quizá porque estaba muy preocupado, y cuando me preocupo mucho me pongo tan mal que hasta me dan ganas de ir al baño. Sólo que no voy porque no puedo dejar de preocuparme para ir. Si ustedes hubieran conocido a Stradlater les habría pasado lo mismo. He salido con él en plan de parejas un par de veces, y sé perfectamente por qué lo digo. No tenía el menor escrúpulo. De verdad.
El pasillo tenía piso de linóleum y se oían perfectamente las pisadas acercándose a la habitación. Ni siquiera sé dónde estaba sentado cuando entró, si en la repisa de la ventana, en mi sillón, o en el suyo. Les juro que no me acuerdo.
Entró quejándose del frío que hacía. Luego dijo:
—¿Dónde se ha metido todo el mundo? Esto parece el depósito de cadáveres.
Ni me molesté en contestarle. Si era tan imbécil que no se daba cuenta de que todos estaban durmiendo o pasando el fin de semana en casa, no iba a molestarme yo en explicárselo. Empezó a desnudarse. No dijo nada de Jane. Ni una palabra. Yo sólo le miraba. Todo lo que hizo fue darme las gracias por haberle prestado la chaqueta de pata de gallo. La colgó en una percha y la metió en el armario.
Luego, mientras se quitaba la corbata, me preguntó si había escrito la redacción. Le dije que la tenía encima de la cama. La cogió y se puso a leerla mientras se desabrochaba la camisa. Ahí se quedó, leyéndola, mientras se acariciaba el pecho y el estómago con una expresión de estupidez supina en la cara. Siempre estaba acariciándose el pecho y la cara. Se quería con locura, el tío. De pronto dijo:
—Pero, ¿a quién se le ocurre, Holden? ¡Has escrito sobre un guante de béisbol!
—¿Y qué? —le contesté más frío que un témpano.
—¿Cómo que y qué? Te dije que describieras un cuarto o algo así.
—Dijiste que no importaba con tal que fuera descripción. ¿Qué más da que sea sobre un guante de béisbol?
—¡Maldita sea! —estaba negro el tío. Furiosísimo—. Todo tienes que hacerlo al revés —me miró—. No me extraña que te echen de aquí. Nunca haces nada a derechas. Nada.
—Muy bien. Entonces devuélvemela —le dije. Se la arranqué de la mano y la rompí.
—¿Por qué has hecho eso? —dijo.
Ni siquiera le contesté. Eché los trozos de papel a la papelera, y luego me tumbé en la cama. Los dos guardamos silencio un buen rato. El se desnudó hasta quedarse en calzoncillos y yo encendí un cigarrillo. Estaba prohibido fumar en la residencia, pero a veces lo hacíamos cuando todos estaban dormidos o en sus casas y nadie podía oler el humo. Además lo hice a propósito para molestar a Stradlater. Le sacaba de quicio que alguien hiciera algo contra el reglamento. El jamás fumaba en la habitación. Sólo yo.
Seguía sin decir una palabra sobre Jane, así que al final le pregunté:
—¿Cómo es que vuelves a esta hora si ella sólo había pedido permiso hasta las nueve y media? ¿La hiciste llegar tarde?
Estaba sentado al borde de su cama cortándose las uñas de los pies.
—Sólo un par de minutos —dijo—. ¿A quién se le ocurre pedir permiso hasta esa hora un sábado por la noche?
¡Dios mío! ¡Cómo le odiaba!
—¿Fuisteis a Nueva York? —le dije.
—¿Estás loco? ¿Cómo íbamos a ir a Nueva York si sólo teníamos hasta las nueve y media?
—Mala suerte —me miró.
—Oye, si no tienes más remedio que fumar, ¿te importaría hacerlo en los lavabos? Tú te largas de aquí, pero yo me quedo hasta que me gradúe.
No le hice caso. Seguí fumando como una chimenea. Me di la vuelta, me quedé apoyado sobre un codo y le miré mientras se cortaba las uñas. ¡Menudo colegio! Adonde uno mirase, siempre veía a un tío o cortándose las uñas o reventándose granos.
—¿Le diste recuerdos míos?
—Sí.
El muy cabrón mentía como un cosaco.
—¿Qué dijo? ¿Sigue dejando todas las damas en la fila de atrás?
—No se lo pregunté. No pensarás que nos hemos pasado la noche jugando a las damas, ¿no?
No le contesté. ¡Jo! ¡Cómo le odiaba!
—Si no fuisteis a Nueva York, ¿qué hicisteis?
No podía controlarme. La voz me temblaba de una manera horrorosa. ¡Qué nervioso estaba! Tenía el presentimiento de que había pasado algo.
Estaba acabando de cortarse las uñas de los píes. Se levantó de la cama en calzoncillos, tal como estaba, y empezó a hacer el idiota. Se acercó a mi cama y, de broma, me dio una serie de puñetazos en el hombro.
—¡Deja ya de hacer el indio! —le dije—. ¿Adonde la has llevado?
—A ninguna parte. No bajamos del coche.
Volvió a darme otro puñetazo en el hombro.
—¡Venga, no jorobes! —le dije—. ¿Del coche de quién?
—De Ed Banky.
Ed Banky era el entrenador de baloncesto. Protegía mucho a Stradlater porque era el centro del equipo. Por eso le prestaba su coche cuando quería. Estaba prohibido que los alumnos usaran los coches de los profesores, pero esos cabrones deportistas siempre se protegían unos a otros. En todos los colegios donde he estado pasaba lo mismo.
Stradlater siguió atizándome en el hombro. Llevaba el cepillo de dientes en la mano y se lo metió en la boca.
—¿Qué hiciste? ¿Tirártela en el coche de Ed Banky? —¡cómo me temblaba la voz!
—¡Vaya manera de hablar! ¿Quieres que te lave la boca con jabón?
—Eso es lo que hiciste, ¿no?
—Secreto profesional, amigo.
No me acuerdo muy bien de qué pasó después. Lo único que recuerdo es que salté de la cama como si tuviera que ir al baño o algo así y que quise pegar con todas mis fuerzas en el cepillo de dientes para clavárselo en la garganta. Sólo que fallé. No sabía ni lo que hacía. Le alcancé en la sien. Probablemente le hice daño, pero no tanto como quería. Podría haberle hecho mucho más, pero le pegué con la derecha y con esa mano no puedo cerrar muy bien el puño por lo de aquella fractura de que les hablé.
Pero, como iba diciendo, cuando me quise dar cuenta estaba tumbado en el suelo y tenía encima a Stradlater con la cara roja de furia. Se me había puesto de rodillas sobre el pecho y pesaba como una tonelada. Me sujetaba las muñecas para que no pudiera pegarle. Le habría matado.
—¿Qué te ha dado? —repetía una y otra vez con la cara cada vez más colorada.
—¡Quítame esas cochinas rodillas de encima! —le dije casi gritando—. ¡Quítate de encima, cabrón!
No me hizo caso. Siguió sujetándome las muñecas mientras yo le gritaba hijoputa como cinco mil veces seguidas. No recuerdo exactamente lo que le dije después, pero fue algo así como que creía que podía tirarse a todas las tías que le diera la gana y que no le importaba que una chica dejara todas las damas en la última fila ni nada, porque era un tarado. Le ponía negro que le llamara «tarado». No sé por qué, pero a todos los tarados les revienta que se lo digan.
—¡Cállate, Holden! —me gritó con la cara como la grana—. Te lo aviso. ¡Si no te callas, te parto la cara!
Estaba hecho una fiera.
—¡Quítame esas cochinas rodillas de encima! —le dije.
—Si lo hago, ¿te callarás?
No le contesté.
—Holden, si te dejo en paz, ¿te callarás? —.repitió.
—Sí.
Me dejó y me levanté. Me dolía el pecho horriblemente porque me lo había aplastado con las rodillas.
—¡Eres un cochino, un tarado y un hijoputa! —le dije.
Aquello fue la puntilla. Me plantó la manaza delante de la cara.
—¡Ándate con ojo, Holden! ¡Te lo digo por última vez! Si no te callas te voy a...
—¿Por qué tengo que callarme? —le dije casi a gritos—. Eso es lo malo que tenéis todos vosotros los tarados. Que nunca queréis admitir nada. Por eso se os reconoce en seguida. No podéis hablar normalmente de...
Se lanzó sobre mí y en un abrir y cerrar de ojos me encontré de nuevo en el suelo. No sé si llegó a dejarme K.O. o no. Creo que no. Me parece que eso sólo pasa en las películas. Pero la nariz me sangraba a chorros. Cuando abrí los ojos lo tenía encima de mí. Llevaba su neceser debajo del brazo.
—¿Por qué no has de callarte cuando te lo digo? —me dijo.
Estaba muy nervioso. Creo que tenía miedo de haberme fracturado el cráneo cuando me pegó contra el suelo. ¡Ojalá me lo hubiera roto!
—¡Tú te lo has buscado, qué leches!
¡Jo! ¡No estaba poco preocupado el tío!
—Ve a lavarte la cara, ¿quieres? —me dijo.
Le contesté que por qué no iba a lavársela él, lo cual fue una estupidez, lo reconozco, pero estaba tan furioso que no se me ocurrió nada mejor. Le dije que camino del baño no dejara de cepillarse a la señora Schmidt, que era la mujer del portero y tenía sesenta y cinco años.
Me quedé sentado en el suelo hasta que oí a Stradlater cerrar la puerta y alejarse por el pasillo hacia los lavabos. Luego me levanté. Me puse a buscar mi gorra de caza pero no podía dar con ella. Al fin la encontré. Estaba debajo de la cama. Me la puse con la visera para atrás como a mí me gustaba, y me fui a mirar al espejo. Estaba hecho un Cristo. Tenía sangre por toda la boca, por la barbilla y hasta por el batín y el pijama. En parte me asustó y en parte me fascinó. Me daba un aspecto de duro de película impresionante. Sólo he tenido dos peleas en mi vida y las he perdido las dos. La verdad es que de duro no tengo mucho. Si quieren que les diga la verdad, soy pacifista.
Pensé que Ackley habría oído todo el escándalo y estaría despierto, así que crucé por la ducha y me metí en su habitación para ver qué estaba haciendo. No solía ir mucho a su cuarto. Siempre se respiraba allí un tufillo raro por lo descuidado que era en eso del aseo personal.
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Capítulo 7
Por entre las cortinas de la ducha se filtraba en su cuarto un poco de luz. Estaba en la cama, pero se le notaba que no dormía.
—Ackley —le pregunté—. ¿Estás despierto?
—Sí.
Había tan poca luz que tropecé con un zapato y por poco me rompo la crisma. Ackley se incorporó en la cama y se quedó apoyado sobre un brazo. Se había puesto por toda la cara una pomada blanca para los granos. Daba miedo verle así en medio de aquella oscuridad.
—¿Qué haces?
—¿Cómo que qué hago? Estaba a punto de dormirme cuando os pusisteis a armar ese escándalo. ¿Por qué os peleabais?
—¿Dónde está la llave de la luz? —tanteé la pared con la mano.
—¿Para qué quieres luz? Está ahí, a la derecha.
Al fin la encontré. Ackley se puso la mano a modo de visera para que el resplandor no le hiciera daño a los ojos.
—¡Qué barbaridad! —dijo—. ¿Qué te ha pasado?
Se refería a la sangre.
—Me peleé con Stradlater —le dije. Luego me senté en el suelo. Nunca tenían sillas en esa habitación. No sé qué hacían con ellas—. Oye —le dije—, ¿jugamos un poco a la canasta? —era un adicto a la canasta.
—Estás sangrando. Yo que tú me pondría algo ahí.
—Déjalo, ya parará. Bueno, ¿qué dices? ¿Jugamos a la canasta o no?
—¿A la canasta ahora? ¿Tienes idea de la hora que es?
—No es tarde. Deben ser sólo como las once y media.
—¿Y te parece pronto? —dijo Ackley—. Mañana tengo que levantarme temprano para ir a misa y a vosotros no se os ocurre más que pelearos a media noche. ¿Quieres decirme que os pasaba?
—Es una historia muy larga y no quiero aburrirte. Lo hago por tu bien, Ackley —le dije.
Nunca le contaba mis cosas, sobre todo porque era un estúpido. Stradlater comparado con él era un verdadero genio.
—Oye —le dije—, ¿puedo dormir en la cama de Ely esta noche? No va a volver hasta mañana, ¿no?
Ackley sabía muy bien que su compañero de cuarto pasaba en su casa todos los fines de semana.
—¡Yo qué sé cuándo piensa volver! —contestó. ¡Jo! ¡Qué mal me sentó aquello!
—¿Cómo que no sabes cuándo piensa volver? Nunca vuelve antes del domingo por la noche.
—Pero yo no puedo dar permiso para dormir en su cama a todo el que se presente aquí por las buenas.
Aquello era el colmo. Sin moverme de donde estaba, le di unas palmaditas en el hombro.
—Eres un verdadero encanto, Ackley, tesoro. Lo sabes, ¿verdad?
—No, te lo digo en serio. No puedo decirle a todo el que...
—Un encanto. Y un caballero de los que ya no quedan —le dije. Y era verdad.
—¿Tienes por casualidad un cigarrillo? Dime que no, o me desmayaré del susto.
—Pues la verdad es que no tengo. Oye, ¿por qué os habéis peleado?
No le contesté. Me levanté y me acerqué a la ventana. De pronto sentía una soledad espantosa. Casi me entraron ganas de estar muerto.
—Venga, dime, ¿por qué os peleabais? —me preguntó por centésima vez. ¡Qué rollazo era el tío!
—Por ti —le dije.
—¿Por mí? ¡No fastidies!
—Sí. Salí en defensa de tu honor. Stradlater dijo que tenías un carácter horroroso y yo no podía consentir que dijera eso.
El asunto le interesó muchísimo.
—¿De verdad? ¡No me digas! ¿Ha sido por eso?
Le dije que era una broma y me tumbé en la cama de Ely. ¡Jo! ¡Estaba hecho polvo! En mi vida me había sentido tan solo.
—En esta habitación apesta —le dije—. Hasta aquí llega el olor de tus calcetines. ¿Es que no los mandas nunca a la lavandería?
—Si no te gusta cómo huele, ya sabes lo que tienes que hacer —dijo Ackley. Era la mar de ingenioso—. ¿Y si apagaras la luz?
No le hice caso. Seguía tumbado en la cama de Ely pensando en Jane. Me volvía loco imaginármela con Stradlater en el coche de ese cretino de Ed Banky aparcado en alguna parte. Cada vez que lo pensaba me entraban ganas de tirarme por la ventana. Claro, ustedes no conocen a Stradlater, pero yo sí le conocía. Los chicos de Pencey —Ackley por ejemplo— se pasaban el día hablando de que se habían acostado con tal o cual chica, pero Stradlater era uno de los pocos que lo hacía de verdad. Yo conocía por lo menos a dos que él se había cepillado. En serio.
—Cuéntame la fascinante historia de tu vida, Ackley, tesoro.
—¿Por qué no apagas la luz? Mañana tengo que levantarme temprano para ir a misa.
Me levanté y la apagué para ver si con eso se callaba. Luego volví a tumbarme.
—¿Qué vas a hacer? ¿Dormir en la cama de Ely?
¡Jo! ¡Era el perfecto anfitrión!
—Puede que sí, puede que no. Tú no te preocupes.
—No, si no me preocupo. Sólo que si aparece Ely y se encuentra a un tío acostado en...
—Tranquilo. No tengas miedo que no voy a dormir aquí. No quiero abusar de tu exquisita hospitalidad.
A los dos minutos Ackley roncaba como un energúmeno. Yo seguía acostado en medio de la oscuridad tratando de no pensar en Jane, ni en Stradlater, ni en el puñetero coche de Ed Banky. Pero era casi imposible. Lo malo es que me sabía de memoria la técnica de mi compañero de cuarto, y eso empeoraba mucho la cosa. Una vez salí con él y con dos chicas. Fuimos en coche. Stradlater iba detrás y yo delante. ¡Vaya escuela que tenía! Empezó por largarle a su pareja un rollo larguísimo en una voz muy baja y así como muy sincera, como si además de ser muy guapo fuera muy buena persona, un tío de lo más íntegro. Sólo oírle daban ganas de vomitar. La chica no hacía más que decir: «No, por favor. Por favor, no. Por favor...» Pero Stradlater siguió dale que te pego con esa voz de Abraham Lincoln que sacaba el muy cabrón, y al final se hizo un silencio espantoso. No sabía uno ni adonde mirar. Creo que aquella noche no llegó a tirarse a la chica, pero por poco. Por poquísimo.
Mientras seguía allí tumbado tratando de no pensar, oí a Stradlater que volvía de los lavabos y entraba en nuestra habitación. Le oí guardar los trastos de aseo y abrir la ventana. Tenía una manía horrorosa con eso del aire fresco. Al poco rato apagó la luz. Ni se molestó en averiguar qué había sido de mí.
Hasta la calle estaba deprimente. Ya no se oía pasar ningún coche ni nada. Me sentí tan triste y tan solo que de pronto me entraron ganas de despertar a Ackley.
—Oye, Ackley —le dije en voz muy baja para que Stradlater no me oyera a través de las cortinas de la ducha. Pero Ackley siguió durmiendo.
—¡Oye, Ackley!
Nada. Dormía como un tronco.
—¡Eh! ¡Ackley!
Aquella vez sí me oyó.
—¿Qué te pasa ahora? ¿No ves que estoy durmiendo?
—Oye, ¿qué hay que hacer para entrar en un monasterio? —se me acababa de ocurrir la idea de hacerme monje—. ¿Hay que ser católico y todo eso?
—¡Claro que hay que ser católico! ¡Cabrón! ¿Y me despiertas para preguntarme esa estupidez?
—Vuélvete a dormir. De todas formas acabo de decidir que no quiero ir a ningún monasterio. Con la suerte que tengo iría a dar con los monjes más hijoputas de todo el país. Por lo menos con los más estúpidos...
Cuando me oyó decir eso, Ackley se sentó en la cama de un salto.
—¡Óyeme bien! —me dijo—. No me importa lo que digas de mí ni de nadie. Pero si te metes con mi religión te juro que...
—No te sulfures —le dije—. Nadie se mete con tu religión.
Me levanté de la cama y me dirigí a la puerta. En el camino me paré, le cogí una mano, y le di un fuerte apretón. El la retiró de un golpe.
—¿Qué te ha dado ahora? —me dijo.
—Nada. Sólo quería darte las gracias por ser un tío tan fenomenal. Eres todo corazón. ¿Lo sabes, verdad Ackley, tesoro?
—¡Imbécil! Un día te vas a encontrar con...
No me molesté en esperar a oír el final de la frase. Cerré la puerta y salí al pasillo. Todos estaban durmiendo o en sus casas, y aquel corredor estaba de lo más solitario y deprimente.
Junto a la puerta del cuarto de Leahy y de Hoffman había una caja vacía de pasta dentífrica y fui dándole patadas hasta las escaleras con las zapatillas forradas de piel que llevaba puestas. Iba a bajar para ver qué hacía Mal Brossard, pero de pronto cambié de idea. Decidí irme de Pencey aquella misma noche sin esperar hasta el miércoles. Me iría a un hotel de Nueva York, un hotel barato, y me dedicaría a pasarlo bien un par de días. Luego, el miércoles, me presentaría en casa descansado y de buen humor. Suponía que mis padres no recibirían la carta de Thurmer con la noticia de mi expulsión hasta el martes o el miércoles, y no quería llegar antes de que la hubieran leído y digerido. No quería estar delante cuando la recibieran. Mi madre con esas cosas se pone totalmente histérica. Luego, una vez que se ha hecho a la idea, se le pasa un poco. Además, necesitaba unas vacaciones. Tenía los nervios hechos polvo. De verdad.
Así que decidí hacer eso. Volví a mi cuarto, encendí la luz y empecé a recoger mis cosas. Tenía una maleta casi hecha. Stradlater ni siquiera se despertó. Encendí un cigarrillo, me vestí, bajé las dos maletas que tenía, y me puse a guardar lo que me quedaba por recoger. Acabé en dos minutos. Para todo eso soy la mar de rápido.
Una cosa me deprimió un poco mientras hacía el equipaje. Tuve que guardar unos patines completamente nuevos que me había mandado mi madre hacía unos pocos días. De pronto me dio mucha pena. Me la imaginé yendo a Spauldings y haciéndole al dependiente un millón de preguntas absurdas. Y todo para que me expulsaran otra vez. Me había comprado los patines que no eran; yo le había pedido de carreras y ella me los había mandado de hockey, pero aun así me dio lástima. Casi siempre que me hacen un regalo acaban por dejarme hecho polvo.
Cuando cerré las maletas me puse a contar el dinero que tenía. No me acordaba exactamente de cuánto era, pero debía ser bastante. Mi abuela acababa de mandarme un fajo de billetes. La pobre está ya bastante ida —tiene más años que un camello— y me manda dinero para mi cumpleaños como cuatro veces al año. Aunque la verdad es que tenía bastante, decidí que no me vendrían mal unos cuantos dólares más. Nunca se sabe lo que puede pasar. Así que me fui a ver a Frederick Woodruff, el tío a quien había prestado la máquina de escribir, y le pregunté cuánto me daría por ella. El tal Frederick tenía más dinero que pesaba. Me dijo que no sabía, que la verdad era que no le interesaba mucho la máquina, pero al final me la compró. Había costado noventa dólares y no quiso darme más de veinte. Estaba furioso porque le había despertado.
Cuando me iba, ya con maletas y todo, me paré un momento junto a las escaleras y miré hacia el pasillo. Estaba a punto de llorar. No sabía por qué. Me calé la gorra de caza roja con la visera echada hacia atrás, y grité a pleno pulmón: «¡Que durmáis bien, tarados!» Apuesto a que desperté hasta al último cabrón del piso. Luego me fui. Algún imbécil había ido tirando cáscaras de cacahuetes por todas las escaleras y no me rompí una pierna de milagro.
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Capítulo 8
Como era ya muy tarde para llamar a un taxi, decidí ir andando hasta la estación. No estaba muy lejos, pero hacía un frío de mil demonios y las maletas me iban chocando contra las piernas todo el rato. Aun así daba gusto respirar ese aire tan Limpio. Lo único malo era que con el frío empezó a dolerme la nariz y también el labio de arriba por dentro, justo en el lugar en que Stradlater me había pegado un puñetazo. Me había clavado un diente en la carne y me dolía muchísimo. La gorra que me había comprado tenía orejeras, así que me las bajé sin importarme el aspecto que pudiera darme ni nada. De todos modos las calles estaban desiertas. Todo el mundo dormía a pierna suelta.
Por suerte cuando llegué a la estación sólo tuve que esperar como diez minutos. Mientras llegaba el tren cogí un poco de nieve del suelo y me lavé con ella la cara. Aún tenía bastante sangre.
Por lo general me gusta mucho ir en tren por la noche, cuando va todo encendido por dentro y las ventanillas parecen muy negras, y pasan por el pasillo esos hombres que van vendiendo café, bocadillos y periódicos. Yo suelo comprarme un bocadillo de jamón y algo para leer. No sé por qué, pero en el tren y de noche soy capaz hasta de tragarme sin vomitar una de esas novelas idiotas que publican las revistas. Ya saben, esas que tienen por protagonista un tío muy cursi, de mentón muy masculino, que siempre se llama David, y una tía de la misma calaña que se llama Linda o Marcia y que se pasa el día encendiéndole la pipa al David de marras. Hasta eso puedo tragarme cuando voy en tren por la noche. Pero esa vez no sé qué me pasaba que no tenía ganas de leer, y me quedé allí sentado sin hacer nada. Todo lo que hice fue quitarme la gorra y metérmela en el bolsillo.
Cuando llegamos a Trenton, subió al tren una señora y se sentó a mi lado. El vagón iba prácticamente vacío porque era ya muy tarde, pero ella se sentó al lado mío porque llevaba una bolsa muy grande y yo iba en el primer asiento. No se le ocurrió más que plantar la bolsa en medio del pasillo, donde el revisor y todos los pasajeros pudieran tropezar con ella. Llevaba en el abrigo un prendido de orquídeas como si volviera de una fiesta. Debía tener como cuarenta o cuarenta y cinco años y era muy guapa. Me encantan las mujeres. De verdad. No es que esté obsesionado por el sexo, aunque claro que me gusta todo eso. Lo que quiero decir es que las mujeres me hacen muchísima gracia. Siempre van y plantan sus cosas justo en medio del pasillo.
Pero, como decía, íbamos sentados uno al lado del otro, cuando de pronto me dijo:
—Perdona, pero eso, ¿no es una etiqueta de Pencey? —iba mirando las maletas que había colocado en la red.
—Sí —le dije. Y era verdad. 'En una de las maletas llevaba una etiqueta del colegio. Una gilipollez, lo reconozco.
—¿Eres alumno de Pencey? —me preguntó. Tenía una voz muy bonita, de esas que suenan estupendamente por teléfono. Debería llevar siempre un teléfono a mano.
—Sí —le dije.
—¡Qué casualidad! Entonces tienes que conocer a mi hijo. Se llama Ernest Morrow y estudia en Pencey.
—Sí, claro que le conozco. Está en mi clase.
Su hijo era sin lugar a dudas el hijoputa mayor que había pasado jamás por el colegio. Cuando volvía de los lavabos a su habitación iba siempre pegando a todos en el trasero con la toalla mojada. Eso da la medida de lo hijoputa que era.
—¡Cuánto me alegro! —dijo la señora, pero sin cursilería ni nada. Al contrario, muy simpática—. Le diré a Ernest que nos hemos conocido. ¿Cómo te llamas?
—Rudolph Schmidt —le dije. No tenía ninguna gana de contarle la historia de mi vida. Rudolph Schmidt era el nombre del portero de la residencia.
—¿Te gusta Pencey? —me preguntó.
—¿Pencey? No está mal. No es un paraíso, pero tampoco es peor que la mayoría de los colegios. Algunos de los profesores son muy buenos.
—A Ernest le encanta.
—Ya lo sé —le dije. De pronto me dio por meterle cuentos—. Pero es que Ernest se hace muy bien a todo. De verdad. Tiene una enorme capacidad de adaptación.
—¿Tú crees? —me preguntó. Se le notaba que estaba interesadísima en el asunto.
—¿Ernest? Desde luego —le dije. La miré mientras se quitaba los guantes. ¡Jo! ¡No llevaba pocos pedruscos!
—Acabo de romperme una uña al bajar del taxi —me dijo mientras me miraba sonriendo. Tenía una sonrisa fantástica. De verdad. La mayoría de la gente, o nunca sonríe, o tiene una sonrisa horrible—. A su padre y a mí nos preocupa mucho —dijo—. A veces nos parece que no es muy sociable.
—No la entiendo...
—Verás, es que es un chico muy sensible. Nunca le ha resultado fácil hacer amigos. Quizá porque se toma las cosas demasiado en serio para su edad.
¡Sensible! ¿No te fastidia? El tal Morrow tenía la sensibilidad de una tabla de retrete. La miré con atención. No parecía tonta. A lo mejor hasta sabía qué clase de cabrón tenía por hijo. Pero con eso de las madres nunca se sabe. Están todas un poco locas. Aun así la de Morrow me gustaba. Estaba la mar de bien la señora.
—¿Quiere un cigarrillo? —le pregunté.
Miró a su alrededor.
—Creo que en este vagón no se puede fumar, Rudolph —me dijo.
¡Rudolph! ¡Qué gracia me hizo!
—No importa. Cuando empiecen a chillarnos lo apagaremos —le dije.
Cogió un cigarrillo y le di fuego. Daba gusto verla fumar. Aspiraba el humo, claro, pero no lo tragaba con ansia como suelen hacer las mujeres de su edad. La verdad es que era de lo más agradable y tenía un montón de sex-appeal.
Me miró con una expresión rara.
—Quizá me equivoque, pero creo que te está sangrando la nariz —dijo de pronto.
Asentí y saqué el pañuelo. Le dije:
—Es que me han tirado una bola de nieve. De esas muy apelmazadas.
No me hubiera importado contarle lo que había pasado, pero habría tardado muchísimo. Estaba empezando a arrepentirme de haberle dicho que me llamaba Rudolph Schmidt.
—Con que Ernie, ¿eh? Es uno de los chicos más queridos en Pencey, ¿lo sabía?
—No. No lo sabía.
Afirmé:
—A todos nos llevó bastante tiempo conocerle. Es un tío muy especial. Bastante raro en muchos aspectos, ¿entiende lo que quiero decir? Por ejemplo, cuando le conocí le tomé por un snob. Pero no lo es. Es sólo que tiene un carácter bastante original y cuesta llegar a conocerle bien.
La señora Morrow no dijo nada. Pero, ¡jo! ¡Había que verla! La tenía pegada al asiento. Todas las madres son iguales. Les encanta que les cuenten lo maravilloso que es su hijo.
Entonces fue cuando de verdad me puse a mentir como un loco.
—¿Le ha contado lo de las elecciones? —le pregunté—. ¿Las elecciones que tuvimos en la clase?
Negó con la cabeza. La tenía como hipnotizada.
—Verá, todos queríamos que Ernie saliera presidente de la clase. Le habíamos elegido como candidato unánimemente. La verdad es que era el único tío que podía hacerse cargo de la situación —le dije. ¡Jo! ¡Vaya bolas que le estaba metiendo!—. Pero salió elegido otro chico, Harry Fencer, y por una razón muy sencilla y evidente: que Ernie es tan humilde y tan modesto que no nos permitió que presentáramos su candidatura. Se negó en redondo. ¡Es tan tímido! Deberían ayudarle a superar eso —la miré—. ¿Se lo ha contado?
—No. No me ha dicho nada.
—¡Claro! ¡Típico de Ernie! Eso es lo malo, que es demasiado tímido. Debería ayudarle a salir de su cascarón.
En ese momento llegó el revisor a pedir el billete a la señora Morrow y aproveché la ocasión para callarme. Esos tíos como Morrow que se pasan el día atizándole a uno con la sana intención de romperle el culo, resulta que no se limitan a ser cabrones de niños. Luego lo siguen siendo toda su vida. Pero apuesto la cabeza a que después de todo lo que le dije aquella noche, la señora Morrow verá ya siempre en su hijo a un tío tímido y modesto que no se deja ni proponer como candidato a unas elecciones. Vamos, eso creo. Luego nunca se sabe. Aunque las madres no suelen ser unos linces para esas cosas.
—¿Le gustaría tomar una copa? —le pregunté. Me apetecía tomar algo—. Podemos ir al vagón restaurante.
—¿No eres muy joven todavía para tomar bebidas alcohólicas? —me preguntó, pero sin tono de superioridad. Era demasiado simpática para dárselas de superior.
—Sí, pero se creen que soy mayor porque soy muy alto —le dije—, y porque tengo mucho pelo gris.
Me volví y le enseñé todas las canas que tengo. Eso le fascinó.
—Vamos, la invito. ¿No quiere? —le dije—. La verdad es que me habría gustado mucho que aceptara.
—Creo que no. Muchas gracias de todos modos —me dijo—. Además el restaurante debe estar ya cerrado. Es muy tarde, ¿sabes?
Tenía razón. Se me había olvidado la hora que era. Luego me miró y me dijo lo que desde un principio temía que acabaría preguntándome:
—Ernest me escribió hace unos días para decirme que no os darían las vacaciones hasta el miércoles. Espero que no te hayan llamado urgentemente porque se haya puesto enfermo alguien de tu familia —no lo preguntaba por fisgonear, estoy seguro.
—No, en casa están todos bien —le dije—. Yo soy quien está enfermo. Tienen que operarme.
—¡Cuánto lo siento! —dijo. Y se notaba que era verdad. En cuanto cerré la boca me arrepentí de haberlo dicho, pero ya era demasiado tarde.
—Nada grave. Es sólo un tumor en el cerebro.
—¡Oh, no! —se llevó una mano a la boca y todo.
—No crea que voy a morirme ni nada. Está por la parte de fuera y es muy pequeñito. Me lo quitarán en un dos por tres.
Luego saqué del bolsillo un horario de trenes que llevaba y me puse a leerlo para no seguir mintiendo. Una vez que me disparo puedo seguir horas enteras si me da la gana. De verdad. Horas y horas.
Después de aquello ya no hablamos mucho. Ella empezó a leer un Vogue que llevaba, y yo me puse a mirar por la ventanilla. En Newark se bajó. Me deseó mucha suerte en la operación. Seguía llamándome Rudolph. Luego me dijo que no dejara de ir a visitar a Ernie durante el verano, que tenían una casa en la playa con pista de tenis y todo en Gloucester, Massachusetts, pero yo le di las gracias y le dije que me iba de viaje a Sudamérica con mi abuela. Esa sí que era una trola de las buenas, porque mi abuela no sale ni a la puerta de su casa si no es para ir a una sesión de cine o algo así. Pero ni por todo el oro del mundo hubiera ido a visitar a ese hijo de puta de Morrow. Por muy desesperado que estuviera.
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Capítulo 9
Lo primero que hice al llegar a la Estación de Pennsylvania fue meterme en una cabina telefónica. Tenía ganas de llamar a alguien. Dejé las maletas a la puerta para poder vigilarlas y entré, pero tan pronto como estuve dentro no supe a quién llamar. Mi hermano D.B. estaba en Hollywood y mi hermana pequeña, Phoebe, se acuesta alrededor de las nueve. No le habría importado nada que la despertara, pero lo malo es que no hubiera cogido ella el teléfono. Habrían contestado mis padres, así que tuve que olvidarme del asunto. Luego, se me ocurrió llamar a la madre de Jane Gallaher para preguntarle cuándo llegaba su hija a Nueva York, pero de pronto se me quitaron las ganas. Además, era ya muy tarde para telefonear a una señora. Después pensé en llamar a una chica con la que solía salir bastante a menudo. Sally Hayes. Sabía que ya estaba de vacaciones porque me había escrito una carta muy larga y muy cursi invitándome a decorar el árbol con ella el día de Nochebuena, pero me dio miedo de que se pusiera su madre al teléfono. Era amiga de la mía y una de esas tías que son capaces de romperse una pierna con tal de correr al teléfono para contarle a mi madre que yo estaba en Nueva York. Además no me atraía la idea de hablar con la señora Hayes. Una vez le dijo a Sally que yo estaba loco de remate y que no tenía ningún propósito en la vida. Al final pensé en llamar a un tío que había conocido en Whooton, un tal Carl Luce, pero la verdad es que era un poco imbécil. Así que acabé por no llamar a nadie.
Después de pasarme como veinte minutos en aquella cabina, salí a la calle, cogí mis maletas, me acerqué al túnel donde está la parada de taxis, y cogí uno.
Soy tan distraído que, por la fuerza de la costumbre, le di al taxista mi verdadera dirección. Me olvidé totalmente de que iba a refugiarme un par de días en un hotel y de que no iba a aparecer por casa hasta que empezaran oficialmente las vacaciones. No me di cuenta hasta que habíamos cruzado ya medio parque. Entonces le dije muy deprisa:
—¿Le importaría dar la vuelta cuando pueda? Me equivoqué al darle la dirección. Quiero volver al centro.
El taxista era un listo.
—Aquí no puedo dar la vuelta, amigo. Esta calle es de dirección única. Tendremos que seguir hasta la Diecinueve.
No tenía ganas de discutir:
—Está bien — le dije. De pronto se me ocurrió preguntarle si sabía una cosa—. ¡Oiga! —le dije—. Esos patos del lago que hay cerca de Central Park South... Sabe qué lago le digo, ¿verdad? ¿Sabe usted por casualidad adonde van cuando el agua se hiela? ¿Tiene usted alguna idea de dónde se meten?
Sabía perfectamente que cabía una posibilidad entre un millón. Se volvió y me miró como si yo estuviera completamente loco.
—¿Qué se ha propuesto, amigo? —me dijo—. ¿Tomarme un poco el pelo?
—No. Sólo quería saberlo, de verdad.
No me contestó, así que yo me callé también hasta que salimos de Central Park en la calle Diecinueve. Entonces me dijo:
—Usted dirá, amigo. ¿Adonde vamos?
—Verá, la cosa es que no quiero ir a ningún hotel del Este donde pueda tropezarme con cualquier amigo. Viajo de incógnito —le dije. Me revienta decir horteradas como «viajo de incógnito», pero cuando estoy con alguien que dice ese tipo de cosas procuro hablar igual que él—. ¿Sabe usted quién toca hoy en la Sala de Fiestas del Taft o del New Yorker?
—Ni la menor idea, amigo.
—Entonces lléveme al Edmont —le dije—. ¿Quiere parar en el camino y tomarse una copa conmigo? Le invito. Estoy forrado.
—No puedo. Lo siento —el tío era unas castañuelas. Vaya carácter que tenía.
Llegamos al Edmont y me inscribí en el registro. En el taxi me había puesto la gorra de caza, pero me la quité antes de entrar al hotel. No quería parecer un tipo estrafalario lo cual resultó después bastante gracioso. Pero entonces aún no sabía que ese hotel estaba lleno de tarados y maníacos sexuales. Los había a cientos.
Me dieron una habitación inmunda con una ventana que daba a un patio interior, pero no me importó mucho. Estaba demasiado deprimido para preocuparme por la vista. El botones que me subió el equipaje al cuarto debía tener unos sesenta y cinco años. Resultaba aún más deprimente que la habitación. Era uno de esos viejos que se peinan echándose todo el pelo a un lado para que no se note que están calvos. Yo preferiría que todo el mundo lo supiera antes que tener que hacer eso. Pero, en cualquier caso, ¡vaya carrerón que llevaba el tío! Tenía un trabajo envidiable. Transportar maletas todo el día de un lado para otro y tender la mano para que le dieran una propina. Supongo que no sería ningún Einstein, pero aun así el panorama era bastante horrible.
Cuando se fue me puse a mirar por la ventana sin quitarme el abrigo ni nada. Al fin y al cabo no tenía nada mejor que hacer. No se imaginan ustedes las cosas que pasaban al otro lado de aquel patio. Y ni siquiera se molestaba nadie en bajar las persianas. Por ejemplo, vi a un tío en calzoncillos, que tenía el pelo gris y una facha de lo más elegante, hacer una cosa que cuando se la cuente no van a creérsela siquiera. Primero puso la maleta sobre la cama. Luego la abrió, sacó un montón de ropa de mujer, y se la puso. De verdad que era toda de mujer: medias de seda, zapatos de tacón, un sostén y uno de esos corsés con las ligas colgando y todo. Luego se puso un traje de noche negro, se lo juro, y empezó a pasearse por toda la habitación dando unos pasitos muy cortos, muy femeninos, y fumando un cigarrillo mientras se miraba al espejo. Lo más gracioso es que estaba solo, a menos que hubiera alguien en el baño, que desde donde yo estaba no se veía. Justo en la habitación de encima, había un hombre y una mujer echándose agua el uno al otro a la cara. Quizá se tratara de alguna bebida, pero a esa distancia era imposible distinguir lo que tenían en los vasos. Primero él se llenaba la boca de líquido y se lo echaba a ella a la cara, y luego ella se lo echaba a él. Se lo crean o no, lo hacían por riguroso turno. ¡No se imaginan qué espectáculo! Y, mientras, se reían todo el tiempo como si fuera la cosa más divertida del mundo. En serio. Ese hotel estaba lleno de maníacos sexuales. Yo era probablemente la persona más normal de todo el edificio, lo que les dará una idea aproximada de la jaula de grillos que era aquello. Estuve a punto de mandarle a Stradlater un telegrama diciéndole que cogiera el primer tren a Nueva York. Se lo habría pasado de miedo.
Lo malo de ese tipo de cosas es que, por mucho que uno no quiera, resultan fascinantes. Por ejemplo, la chica que tenía la cara chorreando, era la mar de guapa. Creo que ése es el problema que tengo. Por dentro debo ser el peor pervertido que han visto en su vida. A veces pienso en un montón de cosas raras que no me importaría nada hacer si se me presentara la oportunidad. Hasta puedo entender que, en cierto modo, resulte divertido, si se está lo bastante bebido, echarse agua a la cara con una chica. Pero lo que me pasa es que no me gusta la idea. Si se analiza bien, es bastante absurda. Si la chica no te gusta, entonces no tiene sentido hacer nada con ella, y si te gusta de verdad, te gusta su cara y no quieres llenársela de agua. Es una lástima que ese tipo de cosas resulten a veces tan divertidas. Y la verdad es que las mujeres no le ayudan nada a uno a procurar no estropear algo realmente bueno. Hace un par de años conocí a una chica que era aún peor que yo. ¡Jo! ¡No hacía pocas cosas raras! Pero durante una temporada nos divertíamos muchísimo. Eso del sexo es algo que no acabo de entender del todo. Nunca se sabe exactamente por dónde va uno a tirar. Por ejemplo, yo me paso el día imponiéndome límites que luego cruzo todo el tiempo. El año pasado me propuse no salir con ninguna chica que en el fondo no me gustara de verdad. Pues aquella misma semana salí con una que me daba cien patadas. La misma noche, si quieren saber la verdad. Me pasé horas enteras besando y metiendo mano a una cursi horrorosa que se llamaba Arme Louise Sherman. Eso del sexo no lo entiendo. Se lo juro.
Mientras estaba mirando por la ventana se me ocurrió llamar directamente a Jane. Pensé en ponerle una conferencia a BM, en vez de hablar con su madre, para preguntarle cuándo llegaría a Nueva York. Las alumnas tenían prohibido recibir llamadas telefónicas por la noche, pero me preparé todo el plan. Diría a la persona que contestara que era el tío de Jane, que su tía había muerto en un accidente de coche, y que tenía que hablar con ella inmediatamente. Se lo habrían creído. Pero al final no lo hice porque no estaba en vena y cuando uno no está en vena no hay forma de hacer cosas así.
Al cabo de un rato me senté en un sillón y me fumé un par de cigarrillos. Me sentía bastante cachondo, tengo que confesarlo. De pronto se me ocurrió una idea. Saqué la cartera y busqué una dirección que me había dado el verano anterior un tío de Princeton. Al final la encontré. El papel estaba todo amarillento, pero todavía se leía. No es que la chica fuera una puta ni nada de eso, pero, según me había dicho el tío aquél, no le importaba hacerlo de vez en cuando. El la llevó un día a un baile de la universidad y por poco le echan de Princeton. Había sido bailarina de strip-tease o algo así. Pues, como iba diciendo, me acerqué a donde estaba el teléfono y llamé. La chica se llamaba Faith Cavendish y vivía en el Hotel Stanford Arms, en la esquina de las calles 65 y Broadway. Un tugurio, sin la menor duda.
Sonó el timbre bastante rato. Cuando ya pensaba que no había nadie, descolgaron el teléfono.
—¿Oiga? —dije. Hablaba con un tono muy bajo para que no sospechara la edad que tenía. De todas formas tengo una voz bastante profunda.
—Diga —contestó una mujer. Y no muy amable por cierto.
—¿Es Faith Cavendish?
—¿Quién es? ¿A qué imbécil se le ocurre llamarme a esta hora?
Aquello me acobardó un poco.
—Verás, ya sé que es un poco tarde —dije con una voz como muy adulta—. Tienes que perdonarme, pero es que ardía en deseos de hablar contigo —se lo dije de la manera más fina posible. De verdad.
—Pero, ¿quién es?
—No me conoces. Soy un amigo de Birdsell. Me dijo que si algún día pasaba por Nueva York no dejara de tomar una copa contigo.
—¿Qué dices? ¿Que eres amigo de quién?
¡Jo! ¡Esa mujer era una fiera corrupia! Me hablaba casi a gritos.
—Edmund Birdsell. Eddie Birdsell —le dije. No me acordaba si se llamaba Edmund o Edward. Le había visto sólo una vez en una fiesta aburridísima.
—No conozco a nadie que se llame así. Y si crees que tiene gracia despertarme a media noche para... —Eddie Birdsell... De Princeton —le dije.
Se notaba que le estaba dando vueltas al nombre en la cabeza.
—Birdsell, Birdsell... ¿De Princeton, dices? ¿De la
—¿Estás tú en Princeton?
—Más o menos, universidad?
—Eso —le dije.
—Y, ¿cómo está Eddie? —dijo—. Oye, vaya horitas que tienes tú de llamar, ¿eh? ¡Qué barbaridad!
—Está muy bien. Me dijo que te diera recuerdos.
—Gracias. Dale también recuerdos de mi parte cuando le veas —dijo—. Es un chico encantador. ¿Qué es de su vida?
De repente estaba simpatiquísima.
—Pues nada. Lo de siempre —le dije. ¡Yo qué sabía lo que andaría haciendo ese tío! Apenas le conocía. Ni siquiera sabía si seguiría en Princeton—. Oye, ¿podríamos vernos para tomar una copa juntos?
—¿Tienes ni la más remota idea de la hora que es? —dijo—. ¿Cómo te llamas? ¿Te importaría decirme cómo te llamas? —de pronto sacaba acento británico—. Por teléfono pareces un poco joven.
Me reí.
—Gracias por el cumplido —le dije, así como con mucho mundo—. Me llamo Holden Caulfield.
Debí darle un nombre falso, pero no se me ocurrió.
—Verás, Holden. Nunca salgo a estas horas de la noche. Soy una pobre trabajadora.
—Pero mañana es domingo —le dije.
—No importa. Tengo que dormir mucho. El sueño es un tratamiento de belleza. Ya lo sabes.
—Creí que aún podríamos tomar una copa juntos. No es demasiado tarde.
—Eres muy amable —me dijo—. Por cierto, ¿desde dónde me llamas? ¿Dónde estás?
—¿Yo? En una cabina telefónica.
—¡Ah! —dijo. Hubo una pausa interminable—. Me gustaría muchísimo verte. Debes ser muy atractivo.
Por la voz me parece que tienes que ser muy atractivo. Pero es muy tarde.
—Puedo subir yo.
—En otra ocasión me habría parecido estupendo que subieras a tomar algo, pero mi compañera de cuarto está enferma. No ha pegado ojo la pobre en toda la tarde y acaba de dormirse hace un minuto.
—Vaya, lo siento...
—¿Dónde te alojas? Quizá podamos vernos mañana.
—Mañana no puedo —le dije—. La única posibilidad era esta noche.
¡Soy un cretino! ¡Nunca debí decir aquello!
—Vaya, entonces lo siento muchísimo...
—Le daré recuerdos a Eddie de tu parte.
—No te olvides, por favor. Que lo pases muy bien en Nueva York. Es una ciudad maravillosa.
—Ya lo sé. Gracias. Buenas noches —le dije. Y colgué.
¡Jo! ¡Vaya ocasión que había perdido! Al menos podía haber quedado con ella para el día siguiente.
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Capítulo 10
Era aún bastante temprano. No estoy seguro de qué hora sería, pero desde luego no muy tarde. Me revienta irme a la cama cuando ni siquiera estoy cansado, así que abrí las maletas, saqué una camisa limpia, me fui al baño, me lavé y me cambié. Había decidido bajar a ver qué pasaba en el Salón Malva. Así se llamaba la sala de fiestas del hotel, el Salón Malva.
Mientras me cambiaba de camisa se me ocurrió llamar a mi hermana Phoebe. Tenía muchas ganas de hablar con ella por teléfono. Necesitaba hablar con alguien que tuviera un poco de sentido común. Pero no podía arriesgarme porque, como era muy pequeña, no podía estar levantada a esa hora y, menos aún, cerca del teléfono. Pensé que podía colgar en seguida si contestaban mis padres, pero no hubiera dado resultado. Se habrían dado cuenta de que era yo. A mi madre no se le escapa una. Es de las que te adivina el pensamiento. Una pena, porque me habría gustado charlar un buen rato con mi hermana.
No se imaginan ustedes lo guapa y lo lista que es. Les juro que es listísima. Desde que empezó a ir al colegio no ha sacado más que sobresalientes. La verdad es que el único torpe de la familia soy yo. Mi hermano D.B. es escritor, ya saben, y mi hermano Allie, el que les he dicho que murió, era un genio. Yo soy el único tonto. Pero no saben cuánto me gustaría que conocieran a Phoebe. Es pelirroja, un poco como era Allie, y en el verano se corta el pelo muy cortito y se lo remete por detrás de las orejas. Tiene unas orejitas muy monas, muy pequeñitas. En el invierno lo lleva largo. Unas veces mi madre le hace trenzas y otras se lo deja suelto, pero siempre le queda muy bien. Tiene sólo diez años. Es muy delgada, como yo, pero de esas delgadas graciosas, de las que parece que han nacido para patinar. Una vez la vi desde la ventana cruzar la Quinta Avenida para ir al parque y pensé que tenía el tipo exacto de patinadora. Les gustaría mucho conocerla. En el momento en que uno le habla, Phoebe entiende perfectamente lo que se le quiere decir. Y se la puede llevar a cualquier parte. Si se la lleva a ver una película mala, en seguida se da cuenta de que es mala. Si se la lleva a ver una película buena, en seguida se da cuenta de que es buena. D.B. y yo la llevamos una vez a ver una película francesa de Raimu que se llamaba La mujer del panadero. Le gustó muchísimo. Pero su preferida es Los treinta y nueve escalones, de Robert Donat. Se la sabe de memoria porque la ha visto como diez veces. Por ejemplo, cuando Donat llega a Escocia huyendo de la policía y se refugia en una granja y un escocés le pregunta: «¿Va a comerse ese arenque, o no?», Phoebe va y lo dice en voz alta al mismo tiempo. Se sabe todo el diálogo de memoria. Y cuando el profesor, que luego resulta ser un espía alemán, saca un dedo mutilado que tiene para enseñárselo a Donat, Phoebe se le adelanta y me planta un dedo ante las narices en medio de la oscuridad. Es estupenda, de verdad. Les gustaría mucho. Lo único es que a veces se pasa de cariñosa. Para lo pequeña que es, es muy sensible.
Otra cosa que tiene es que siempre está escribiendo libros que luego nunca termina: La protagonista es una niña detective que se llama Hazel Weatherfield, sólo que Phoebe escribe su nombre Hazle. Al principio parece que es huérfana, pero luego aparece su padre todo el tiempo. El padre es «un caballero alto y atractivo de unos veinte años de edad». Es graciosísima la tal Phoebe. Les encantaría. Ha sido muy lista desde pequeñita. Cuando era sólo una cría, Allie y yo solíamos llevarla al parque con nosotros, especialmente los domingos. Allie tenía un barquito de vela con el que le gustaba jugar en el lago y Phoebe se venía con nosotros. Se ponía unos guantes blancos y caminaba entre los dos muy seria, como una auténtica señora. Cada vez que Allie y yo nos poníamos a hablar sobre cualquier cosa, Phoebe nos escuchaba muy atentamente. En ocasiones, como era tan chica, se nos olvidaba que estaba delante, pero ella se encargaba de recordárnoslo porque nos interrumpía todo el tiempo. Por ejemplo, le daba un empujón a Allie y le decía: «Pero, ¿quién dijo eso, Bobby o la señora?» Nosotros le explicábamos quién lo había dicho y ella decía: «¡Ah!», y seguía escuchando. A Allie le traía loco. Quiero decir que la quería muchísimo también. Ahora tiene ya diez años, o sea que no es tan cría, pero sigue haciendo mucha gracia a todo el mundo. A todo el mundo que tiene un poco de sentido, claro.
Como decía, es una de esas personas con las que da gusto hablar por teléfono, pero me dio miedo llamarla, que contestaran mis padres, y que se dieran cuenta de que estaba en Nueva York y me habían echado de Pencey. Así que me puse la camisa, acabé de arreglarme y bajé al vestíbulo en el ascensor para echar un vistazo al panorama.
El vestíbulo estaba casi vacío a excepción de unos cuantos hombres con pinta de chulos y unas cuantas mujeres con pinta de putas. Pero se oía tocar a la orquesta en el Salón Malva y entré a ver cómo estaba el ambiente por allí. No había mucha gente, pero aun así me dieron una mesa de lo peor, detrás de todo. Debí plantarle un dólar delante de las narices al camarero. ¡Jo! ¡Les digo que en Nueva York sólo cuenta el dinero! De verdad.
La orquesta era pútrida. Aquella noche tocaba Buddy Singer. Mucho metal, pero no del bueno sino del tirando a cursi. Por otra parte, había muy poca gente de mi edad. Bueno, la verdad es que no había absolutamente nadie de mi edad. Estaba lleno de unos tipos viejísimos y afectadísimos con sus parejas, menos en la mesa de al lado mío en que había tres chicas de unos treinta años o así. Las tres eran bastante feas y llevaban unos sombreros que anunciaban a gritos que ninguna era de Nueva York. Una de ellas, la rubia, no estaba mal del todo. Tenía cierta gracia, así que empecé a echarle unas cuantas miradas insinuantes; pero en ese momento llegó el camarero a preguntarme qué quería tomar. Le dije que me trajera un whisky con soda sin mezclar y lo dije muy deprisa porque como empieces a titubear en seguida se dan cuenta de que eres menor de edad y no te traen nada que tenga alcohol. Pero aun así se dio cuenta.
—Lo siento mucho —me dijo—, ¿pero tiene algún documento que acredite que es mayor de edad? ¿El permiso de conducir, por ejemplo?
Le lancé una mirada gélida, como si me hubiera ofendido en lo más vivo y le pregunté:
—¿Es que parezco menor de veinte años?
—Lo siento, señor, pero tenemos nuestras...
—Bueno, bueno —le dije. Había decidido no meterme en honduras—. Tráigame una coca-cola.
Ya se iba cuando le llamé:
—¿No puede ponerle al menos un chorrito de ron? —se lo dije de muy buenos modos—. Aquí no hay quien aguante sobrio. Ande, échele un chorrito de algo...
—Lo siento, señor —dijo. Y se largó.
La verdad es que él no tenía la culpa. Si les pillan sirviendo bebidas alcohólicas a un menor, les ponen de patitas en la calle. Y yo, ¡qué puñeta!, era menor de edad.
Volví a mirar a las tres brujas que tenía al lado, mejor dicho, a la rubia. Para mirar a las otras dos había que echarle al asunto mucho valor. La verdad es que lo hice muy bien, como el que no quiere la cosa, muy frío y con mucho mundo, pero en cuanto ellas lo notaron empezaron a reírse las tres como idiotas. Probablemente me consideraban demasiado joven para ligar. ¿No te fastidia? Ni que hubiera querido casarme con ellas. Debía haberlas mandado a freír espárragos, pero no lo hice porque tenía muchas ganas de bailar. Hay veces que no puedo resistir la tentación y ésa era una de ellas. Me incliné hacia las tres chicas y les dije:
—¿Os gustaría bailar?
No lo pregunté de malos modos ni nada, al contrario, estuve finísimo, pero no sé por qué aquello les hizo un efecto increíble. Empezaron a reírse como locas, de verdad. Eran las tres unas cretinas integrales.
—Venga —les dije—, bailaré con las tres una detrás de otra, ¿de acuerdo? ¿Qué os parece? Decid que sí.
Me moría de ganas de bailar. Al final, como se notaba que a quien me dirigía era a ella, la rubia se levantó para bailar conmigo y salimos a la pista. Mientras tanto, los otros dos esperpentos siguieron riéndose como histéricas. Debía estar loco para molestarme siquiera por ellas.
Pero valió la pena. La rubia aquélla bailaba de miedo. He conocido a pocas mujeres que bailaran tan bien. A veces esas estúpidas resultan unas bailarinas estupendas, mientras que las chicas inteligentes, la mitad de las veces, o se empeñan en llevarte, o bailan tan mal que lo mejor que puedes hacer es quedarte sentado en la mesa y emborracharte con ellas.
—Lo haces muy bien —le dije a la rubia aquélla—. Deberías dedicarte a bailarina, de verdad. Una vez bailé con una profesional y no era ni la mitad de buena que tú. ¿Has oído hablar de Marco y Miranda?
—¿Qué?
Ni siquiera me escuchaba. Estaba mirando a las mesas.
—He dicho que si has oído hablar de Marco y Miranda.
—No sé. No. No sé quiénes son.
—Son una pareja de bailarines. Ella no me gusta nada. Se sabe todos los pasos perfectamente, pero no baila nada bien. ¿Quieres que te diga en qué se nota cuándo una mujer es una bailarina estupenda?
—¿Qué?
No me escuchaba. No hacía más que mirar por toda la habitación.
—He dicho que si sabes en qué se nota cuándo una mujer es una bailarina estupenda.
—No...
—Verás, yo pongo la mano en la espalda de mi pareja, ¿no? Pues si me da la sensación de que más abajo de la mano no hay nada, ni trasero, ni piernas, ni pies, ni nada, entonces es que la chica es una bailarina fenomenal.
Nada, ni caso, así que dejé de hablarle un buen rato y me limité a bailar. ¡Jo! ¡Qué bien lo hacía aquella idiota! Buddy Singer y su orquesta tocaban esa canción que se llama Just one of those things, y por muchos esfuerzos que hacían no lograban destrozarla del todo. Es una canción preciosa. No intenté hacer ninguna exhibición ni nada porque me revientan esos tíos que se ponen a hacer fiorituras en la pista, pero me moví todo lo que quise y la rubia me seguía perfectamente. Lo más gracioso es que me creía que ella se lo estaba pasando igual de bien que yo hasta que se descolgó con una estupidez:
—Anoche mis amigas y yo vimos a Peter Lorre en persona. El actor de cine. Estaba comprando el periódico. Es un sol.
—Tuvisteis suerte —le dije—. Mucha suerte, ¿sabes?
Era una estúpida, pero qué bien bailaba. Por mucho que traté de contenerme no pude evitar darle un beso en aquella cabeza de chorlito, justo en la coronilla. Cuando lo hice se enfadó.
—¡Oye! Pero, ¿qué te has creído?
—Nada, no me he creído nada. Es que bailas muy bien —le dije—. Tengo una hermana pequeña que está en el cuarto grado. Tú bailas casi tan bien como ella y eso que mi hermana lo hace como Dios.
—Mucho cuidado con lo que dices.
¡Jo! ¡Vaya tía! Era lo que se dice una malva.
—¿De dónde sois?
—¿Qué? —dijo.
—Que de dónde sois. Pero no me contestes si no quieres. No tienes que hacer tal esfuerzo.
—Seattle, Washington —dijo como si me estuviera haciendo un gran favor.
—Tienes una conversación estupenda —le dije—, ¿sabes?
—¿Qué?
Me di por vencido. De todas formas no hubiera entendido la indirecta.
—¿Quieres que hagamos un poco de jitterbug? Nada de saltar a lo hortera. Tranquilo y suavecito. Cuando tocan algo rápido, se sientan todos menos los viejos y los gordos, o sea que nos quedará la pista entera. ¿Qué te parece?
—Lo mismo me da —contestó—. Oye, y tú ¿cuántos años tienes?
No sé por qué pero aquella pregunta me molestó muchísimo.
—¡Venga, mujer! ¡No jorobes! Tengo doce años, pero ya sé que represento un poco más.
—Oye. Ya te lo he dicho antes. No me gusta esa forma de hablar. Si sigues diciendo palabrotas, voy a sentarme con mis amigas y asunto concluido.
Me disculpé a toda prisa porque la orquesta empezaba a tocar una pieza rápida. Bailamos el jitterbug, pero sin nada de cursiladas. Ella lo hacía estupendamente. No había más que darle un toquecito ligero en la espalda de vez en cuando. Y cuando se daba la vuelta movía el trasero a saltitos de una manera graciosísima. Me encantaba. De verdad. Para cuando volvimos a la mesa ya estaba medio loco por ella. Eso es lo que tienen las chicas. En cuanto hacen algo gracioso, por feas o estúpidas que sean, uno se enamora de ellas y ya no sabe ni por dónde se anda. Las mujeres. ¡Dios mío! Le vuelven a uno loco. De verdad.
No me invitaron siquiera a sentarme con ellas, creo que sólo porque eran unas ignorantes, pero me senté de todos modos. La rubia, la que había bailado conmigo, se llamaba Bernice Crabs o Krebes o algo por el estilo. Las dos feas se llamaban Marty y Láveme. Les dije que me llamaba Jim Steele. Me dio por ahí. Luego traté de mantener con ellas una conversación inteligente, pero era prácticamente imposible. Costaba un esfuerzo ímprobo. No podía decidir cuál era más estúpida de las tres. Miraban constantemente a su alrededor como esperando que de un momento a otro fuera a aparecer por la puerta un ejército de actores de cine. Las muy tontas se creían que cuando los artistas van a Nueva York no tienen nada mejor que hacer que ir al Salón Malva en vez de al Club de la Cigüeña, o al Morocco, o a sitios así. Trabajaban en una compañía de seguros. Les pregunté si les gustaba lo que hacían, pero me fue absolutamente imposible extraer una respuesta inteligente de aquellas tres idiotas. Pensé que las dos feas, Marty y Láveme, eran hermanas, pero cuando se lo pregunté se ofendieron muchísimo. Se veía que ninguna quería parecerse a la otra, lo cual era comprensible pero no dejaba de tener cierta gracia.
Bailé con las tres, una detrás de otra. La más fea, Láveme, no lo hacía mal del todo, pero lo que es la otra, era criminal. Bailar con la tal Marty era como arrastrar la estatua de la Libertad por toda la pista. No tuve más remedio que inventarme algo para pasar el rato, así que le dije que acababa de ver a Gary Cooper.
—¿Dónde? —me preguntó nerviosísima—. ¿Dónde?
—Te lo has perdido. Acaba de salir. ¿Por qué no miraste cuando te lo dije?
Dejó de bailar y se puso a mirar a todas partes a ver si le veía.
—¡Qué rabia! —dijo.
Le había partido el corazón, de verdad. Me dio pena. Hay personas a quienes no se debe tomar el pelo aunque se lo merezcan.
Lo más gracioso fue cuando volvimos a la mesa y Marty les dijo a las otras dos que Gary Cooper acababa de salir. ¡Jo! Láveme y Bernice por poco se suicidan cuando lo oyeron. Se pusieron nerviosísimas y le preguntaron a Marty si ella le había visto. Les contestó que sólo de refilón. Por poco suelto la carcajada.
Ya casi iban a cerrar, así que les invité a un par de copas y pedí para mí otras dos coca-colas. La mesa estaba atestada de vasos. La fea, Láveme, no paraba de tomarme el pelo porque bebía coca-cola. Tenía un sentido del humor realmente exquisito. Ella y Marty tomaban Tom Collins. ¡Jo! ¡Nada menos que en pleno diciembre! ¡Vaya despiste que tenían las tías! La rubia, Bernice, bebía bourbon con agua —tenía buen saque para el alcohol—, y las tres miraban continuamente a su alrededor buscando actores de cine. Apenas hablaban, ni siquiera entre ellas. La tal Marty era un poco más locuaz que las otras dos, pero decía unas cursiladas horrorosas. Llamaba a los servicios «el cuarto de baño de las niñas» y cuando el pobre carcamal de la orquesta de Buddy Singer se levantó y le atizó al clarinete un par de arremetidas que resultaron heladoras, comentó que aquello sí que era el no va más del jazz caliente. Al clarinete lo llamaba «el palulú». No había por dónde cogerla. La otra fea, Laverne, se creía graciosísima. Me repitió como cincuenta veces que llamara a mi papá para ver qué hacía esa noche y me preguntó también otras cincuenta que si mi padre tenía novia o no. Era ingeniosísima. La tal Bernice, la rubia, apenas despegó los labios. Cada vez que le preguntaba una cosa, contestaba: «¿Qué?» Al final le ponía a uno negro.
En cuanto acabaron de beberse sus copas se levantaron y me dijeron que se iban a la cama, que a la mañana siguiente tenían que levantarse temprano para ir a la primera sesión del Music Hall de Radio City. Traté de convencerlas de que se quedaran un rato más, pero no quisieron. Así que nos despedimos con todas . las historias habituales. Les prometí que no dejaría de ir a verlas si alguna vez iba a Seattle, pero dudo mucho que lo haga. Ir a verlas, no ir a Seattle.
Incluidos los cigarrillos, la cuenta ascendía a trece dólares. Creo que por lo menos debían haberse ofrecido a pagar las copas que habían tomado antes de que yo llegara; no les habría dejado hacerlo, naturalmente, pero hubiera sido un detalle. La verdad es que no me importó. Eran tan ignorantes y llevaban unos sombreros tan cursis y tan tristes, que me dieron pena. Eso de que quisieran levantarse temprano para ver la primera sesión de Radio City me deprimió más todavía. Que una pobre chica con un sombrero cursilísimo venga desde Seattle, Washington, hasta Nueva York, para terminar levantándose temprano y asistir a la primera sesión del Music Hall, es como para deprimir a cualquiera. Les habría invitado a cien copas por cabeza a cambio de que no me hubieran dicho nada.
Me fui del Salón Malva poco después de que ellas salieran. De todos modos estaban cerrando y hacía rato que la orquesta había dejado de tocar. La verdad es que era uno de esos sitios donde no hay quien aguante a menos que vaya con una chica que baile muy bien, o que el camarero le deje a uno tomar alcohol en vez de coca-cola. No hay sala de fiestas en el mundo entero que se pueda soportar mucho tiempo a no ser que pueda uno emborracharse o que vaya con una mujer que le vuelva loco de verdad.
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Capítulo 11
De pronto, mientras andaba hacia el vestíbulo, me volvió a la cabeza la imagen de Jane Gallaher. La tenía dentro y no podía sacármela. Me senté en un sillón vomitivo que había en el vestíbulo y me puse a pensar en ella y en Stradlater metidos en ese maldito coche de Ed Banky. Aunque estaba seguro de que Stradlater no se la había cepillado —conozco a Jane como la palma de la mano—, no podía dejar de pensar en ella. Era para mí un libro abierto. De verdad. Además de las damas, le gustaban todos los deportes y aquel verano jugamos al tenis casi todas las mañanas y al golf casi todas las tardes. Llegamos a tener bastante intimidad. No me refiero a nada físico —de eso no hubo nada. Lo que quiero decir es que nos veíamos todo el tiempo. Para conocer a una chica no hace falta acostarse con ella.
Nos hicimos amigos porque tenía un Dobermann Pinscher que venía a hacer todos los días sus necesidades a nuestro jardín y a mi madre le ponía furiosa. Un día llamó a la madre de Jane y le armó un escándalo tremendo. Es de esas mujeres que arman escándalos tremendos por cosas así. A los pocos días vi a Jane en el club, tumbada boca abajo junto a la piscina, y le dije hola. Sabía que vivía en la casa de al lado aunque nunca había hablado con ella. Pero cuando aquel día la saludé, ni me contestó siquiera. Me costó un trabajo terrible convencerla de que me importaba un rábano dónde hiciera su perro sus necesidades. Por mi parte podía hacerlas en medio del salón si le daba la gana. Bueno, pues después de aquella conversación, Jane y yo nos hicimos amigos. Aquella misma tarde jugamos al golf. Recuerdo que perdió ocho bolas. Ocho. Me costó un trabajo horroroso conseguir que no cerrara los ojos cuando le golpeaba a la pelota. Conmigo mejoró muchísimo, de verdad. No es porque yo lo diga, pero juego al golf estupendamente. Si les dijera los puntos que hago ni se lo creerían. Una vez iba a salir en un documental, pero en el último momento me arrepentí. Pensé que si odiaba el cine tanto como creía, era una hipocresía por mi parte dejarles que me sacaran en una película.
Era una chica rara, Jane. No puedo decir que fuera exactamente guapa, pero me volvía loco. Tenía una boca divertidísima, como con vida propia. Quiero decir que cuando estaba hablando y de repente se emocionaba, los labios se le disparaban como en cincuenta direcciones diferentes. Me encantaba. Y nunca la cerraba del todo. Siempre dejaba los labios un poco entreabiertos, especialmente cuando se concentraba en el golf o cuando leía algo que le interesaba. Leía continuamente y siempre libros muy buenos. Le gustaba mucho la poesía. Es a la única persona, aparte de mi familia, a quien he enseñado el guante de Allie con los poemas escritos y todo. No había conocido a Allie porque era el primer verano que pasaban en Maine —antes habían ido a Cape Cod—, pero yo le hablé mucho de él. Le encantaban ese tipo de cosas.
A mi madre no le caía muy bien. No tragaba ni a Jane ni a su madre porque nunca la saludaban. Las veía bastante en el pueblo cuando iban al mercado en un Lasalle descapotable que tenían. No la encontraba guapa siquiera. Yo sí. Vamos, que me gustaba muchísimo, eso es todo.
Recuerdo una tarde perfectamente. Fue la única vez que estuvo a punto de pasar algo más serio. Era sábado y llovía a mares. Yo había ido a verla y estábamos en un porche cubierto que tenían a la entrada. Jugábamos a las damas. Yo la tomaba el pelo porque nunca las movía de la fila de atrás. Pero no me metía mucho con ella porque a Jane no podía tomarle el pelo. Me encanta hacerlo con las chicas, pero es curioso que con las que me gustan de verdad, no puedo. A veces me parece que a ellas les gustaría que les tomara el pelo, de hecho lo sé con seguridad, pero es difícil empezar una vez que se las conoce hace tiempo y hasta entonces no se ha hecho. Pero, como iba diciendo, aquella tarde Jane y yo estuvimos a punto de pasar a algo más serio. Estábamos en el porche porque llovía a cántaros, y, de pronto, esa cuba que tenía por padrastro salió a preguntar a Jane si había algún cigarrillo en la casa. No le conocía mucho, pero siempre me había parecido uno de esos tíos que no te dirigen la palabra a menos que te necesiten para algo. Tenía un carácter horroroso. Pero, como iba diciendo, cuando él preguntó si había cigarrillos en la casa, Jane no le contestó siquiera. El tío repitió la pregunta y ella siguió sin contestarle. Ni siquiera levantó la vista del tablero. Al final el padrastro volvió a meterse en la casa. Cuando desapareció le pregunté a Jane qué pasaba. No quiso contestarme tampoco. Hizo como si se estuviera concentrando en el juego y de pronto cayó sobre el tablero una lágrima. En una de las casillas rojas. ¡Jo! ¡Aún me parece que la estoy viendo! Ella la secó con el dedo. No sé por qué, pero me dio una pena terrible. Me senté en el columpio con ella y la obligué a ponerse a mi lado. Prácticamente me senté en sus rodillas. Entonces fue cuando se echó a llorar de verdad, y cuando quise darme cuenta la estaba besando toda la cara, donde fuera, en los ojos, en la nariz, en la frente, en las cejas, en las orejas... en todas partes menos en la boca. No me dejó. Pero aun así aquella fue la vez que estuvimos más cerca de hacer el amor. Al cabo del rato se levantó, se puso un jersey blanco y rojo que me gustaba muchísimo, y nos fuimos a ver una porquería de película. En el camino le pregunté si el señor Cudahy (así era como se llamaba la esponja) había tratado de aprovecharse de ella. Jane era muy joven, pero tenía un tipo estupendo y yo no hubiera puesto la mano en el fuego por aquel hombre. Pero ella me dijo que no. Nunca llegué a saber a ciencia cierta qué puñetas pasaba en aquella casa. Con algunas chicas no hay modo de enterarse de nada.
Pero no quiero que se hagan ustedes la idea de que Jane era una especie de témpano o algo así sólo porque nunca nos besábamos ni nada. Por ejemplo hacíamos manitas todo el tiempo. Comprendo que no parece gran cosa, pero para eso de hacer manitas era estupenda. La mayoría de las chicas, o dejan la mano completamente muerta, o se creen que tienen que moverla todo el rato porque si no vas a aburrirte como una ostra. Con Jane era distinto. En cuanto entrábamos en el cine, empezábamos a hacer manitas y no parábamos hasta que se terminaba la película. Y todo el rato sin cambiar de posición ni darle una importancia tremenda. Con Jane no tenías que preocuparte de si te sudaba la mano o no. Sólo te dabas cuenta de que estabas muy a gusto. De verdad.
De pronto recordé una cosa. Un día, en el cine, Jane hizo algo que me encantó. Estaban poniendo un noticiario o algo así. Sentí una mano en la nuca y era ella. Me hizo muchísima gracia porque era muy joven. La mayoría de las mujeres que hacen eso tienen como veinticinco o treinta años, y generalmente se lo hacen a su marido o a sus hijos. Por ejemplo, yo le acaricio la nuca a mi hermana Phoebe de vez en cuando. Pero cuando lo hace una chica de la edad de Jane, resulta tan gracioso que le deja a uno sin respiración.
En todo eso pensaba mientras seguía sentado en aquel sillón vomitivo del vestíbulo. ¡Jane! Cada vez que me la imaginaba con Stradlater en el coche de Ed Banky me ponía negro. Sabría que no le habría dejado que la tocara, pero, aun así, sólo de pensarlo me volvía loco. No quiero ni hablar del asunto.
El vestíbulo estaba ya casi vacío. Hasta las rubias con pinta de putas habían desaparecido y, de pronto, me entraron unas ganas terribles de largarme de allí a toda prisa. Aquello estaba de lo más deprimente. Como, por otra parte, no estaba cansado, subí a la habitación y me puse el abrigo. Me asomé a la ventana para ver si seguían en acción los pervertidos de antes, pero estaban todas las luces apagadas. Así que volví a bajar en el ascensor, cogí un taxi, y le dije al taxista que me llevara a Ernie. Es una sala de fiestas adonde solía ir mi hermano D.B. antes de ir a Hollywood a prostituirse. A veces me llevaba con él. Ernie es un negro enorme que toca el piano. Es un snob horroroso y no te dirige la palabra a menos que seas un tipo famoso, o muy importante, o algo así, pero la verdad es que toca el piano como quiere. Es tan bueno que casi no hay quien le aguante. No sé si me entienden lo que quiero decir, pero es la verdad. Me gusta muchísimo oírle, pero a veces le entran a uno ganas de romperle el piano en la cabeza. Debe ser porque sólo por la forma de tocar se le nota que es de esos tíos que no te dirige la palabra a menos que seas un pez gordo.
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Capítulo 12
Era un taxi viejísimo que olía como si acabara de vomitar alguien dentro. Siempre me toca uno de ésos cuando voy a algún sitio de noche. Pero más deprimente aún era que las calles estuvieran tan tristes y solitarias a pesar de ser sábado. Apenas se veía a nadie. De vez en cuando cruzaban un hombre y una mujer cogidos por la cintura, o una pandilla de tíos riéndose como hienas de algo que apuesto la cabeza a que no tenía la menor gracia. Nueva York es terrible cuando alguien se ríe de noche. La carcajada se oye a millas y millas de distancia y le hace sentirse a uno aún más triste y deprimido. En el fondo, lo que me hubiera gustado habría sido ir a casa un rato y charlar con Phoebe. Pero, en fin, como les iba diciendo, al poco de subir al taxi, el taxista empezó a darme un poco de conversación. Se llamaba Howitz y era mucho más simpático que el anterior. Por eso se me ocurrió que a lo mejor él sabía lo de los patos.
—Oiga, Howitz —le dije—. ¿Pasa usted mucho junto al lago de Central Park?
—¿Qué?
—El lago, ya sabe. Ese lago pequeño que hay cerca de Central South Park. Donde están los patos. Ya sabe.
—Sí. ¿Qué pasa con ese lago?
—¿Se acuerda de esos patos que hay siempre nadando allí? Sobre todo en la primavera. ¿Sabe usted por casualidad adonde van en invierno?
—Adonde va, ¿quién?
—Los patos. ¿Lo sabe usted por casualidad? ¿Viene alguien a llevárselos a alguna parte en un camión, o se van ellos por su cuenta al sur, o qué hacen?
El tal Howitz volvió la cabeza en redondo para mirarme. Tenía muy poca paciencia, pero no era mala persona.
—¿Cómo quiere que lo sepa? —me dijo—. ¿Cómo quiere que sepa yo una estupidez semejante?
—Bueno, no se enfade usted por eso —le dije.
—¿Quién se enfada? Nadie se enfada.
Decidí que si iba a tomarse las cosas tan a pecho, mejor era no hablar. Pero fue él quien sacó de nuevo la conversación. Volvió otra vez la cabeza en redondo y me dijo:
—Los peces son los que no se van a ninguna parte. Los peces se quedan en el lago. Esos sí que no se mueven.
—Pero los peces son diferentes. Lo de los peces es distinto. Yo hablaba de los patos —le dije.
—¿Cómo que es distinto? No veo por qué tiene que ser distinto —dijo Howitz. Hablaba siempre como si estuviera muy enfadado por algo— No irá usted a decirme que el invierno es mejor para los peces que para los patos, ¿no? A ver si pensamos un poco...
Me callé durante un buen rato. Luego le dije:
—Bueno, ¿y qué hacen los peces cuando el lago se hiela y la gente se pone a patinar encima y todo?
Se volvió otra vez a mirarme:
—¿Cómo que qué hacen? Se quedan donde están. ¿No te fastidia?
—No pueden seguir como si nada. Es imposible.
—¿Quién sigue como si nada? Nadie sigue como si nada —dijo Howitz. El tío estaba tan enfadado que me dio miedo de que estrellara el taxi contra una farola—. Viven dentro del hielo, ¿no te fastidia? Es por la naturaleza que tienen ellos. Se quedan helados en la postura que sea para todo el invierno.
—Sí, ¿eh? Y, ¿cómo comen entonces? Si el lago está helado no pueden andar buscando comida ni nada.
—¿Que cómo comen? Pues por el cuerpo. Pero, vamos, parece mentira... Se alimentan a través del cuerpo, de algas y todas esas mierdas que hay en el hielo. Tienen los poros esos abiertos todo el tiempo. Es la naturaleza que tienen ellos. ¿No entiende? —se volvió ciento ochenta grados para mirarme.
—Ya —le dije. Estaba seguro de que íbamos a pegarnos el trastazo. Además se lo tomaba de un modo que así no había forma de discutir con él—. ¿Quiere usted parar en alguna parte y tomar una copa conmigo? —le dije.
No me contestó. Supongo que seguía pensando en los peces, así que le repetí la pregunta. Era un tío bastante decente. La verdad es que era la mar de divertido hablar con él.
—No tengo tiempo para copitas, amigo —me dijo—. Además, ¿cuántos años tiene usted? ¿No debería estar ya en la cama?
—No estoy cansado.
Cuando me dejó a la puerta de Ernie y le pagué, aún insistió en lo de los peces. Se notaba que se le había quedado grabado:
—Oiga —me dijo—, si fuéramos peces, la madre naturaleza cuidaría de nosotros. No creerá usted que se mueren todos en cuanto llega el invierno, ¿no?
—No, pero...
—¡Pues entonces! —dijo Howitz, y se largó como un murciélago huyendo del infierno. Era el tío más susceptible que he conocido en mi vida. A lo más mínimo se ponía hecho un energúmeno.
A pesar de ser tan tarde, Ernie estaba de bote en bote. Casi todos los que había allí eran chicos de los últimos cursos de secundaria y primeros de universidad. Todos los colegios del mundo dan las vacaciones antes que los colegios adonde voy yo. Estaba tan lleno que apenas pude dejar el abrigo en el guardarropa, pero nadie hablaba porque estaba tocando Ernie. Cuando el tío ponía las manos encima del teclado se callaba todo el mundo como si estuvieran en misa. Tampoco era para tanto. Había tres parejas esperando a que les dieran mesa y los seis se mataban por ponerse de puntillas y estirar el cuello para poder ver a Ernie. Habían colocado un enorme espejo delante del piano y un gran foco dirigido a él para que todo el mundo pudiera verle la cara mientras tocaba. Los dedos no se le veían, pero la cara, eso sí. ¿A quién le importaría la cara? No estoy seguro de qué canción era la que tocaba cuando entré, pero fuera la que fuese la estaba destrozando. En cuanto llegaba a una nota alta empezaba a hacer unos arpegios y unas florituras que daban asco. No se imaginan cómo le aplaudieron cuando acabó. Entraban ganas de vomitar. Se volvían locos. Eran el mismo tipo de cretinos que en el cine se ríen como condenados por cosas que no tienen la menor gracia. Les aseguro que si fuera pianista o actor de cine o algo así, me reventaría que esos imbéciles me consideraran maravilloso. Hasta me molestaría que me aplaudiesen. La gente siempre aplaude cuando no debe. Si yo fuera pianista, creo que tocaría dentro de un armario. Pero, como iba diciendo, cuando acabó de tocar y todos se pusieron a aplaudirle como locos, Ernie se volvió y, sin levantarse del taburete, hizo una reverencia falsísima, como muy humilde. Como si además de tocar el piano como nadie fuera un tío sensacional. Tratándose como se trataba de un snob de primera categoría, la cosa resultaba bastante hipócrita. Pero, en cierto modo, hasta me dio lástima porque creo que él ya no sabe siquiera cuándo toca bien y cuándo no. Y me parece que no es culpa suya del todo. En parte es culpa de esos cretinos que le aplauden como energúmenos. Esa gente es capaz de confundir a cualquiera. Pero, como les iba diciendo, aquello me deprimió tanto que estuve a punto de recoger mi abrigo y volverme al hotel, pero era pronto y no tenía ganas de estar solo.
Al final me dieron una mesa infame pegada a la pared y justo detrás de un poste tremendo que no dejaba ver nada. Era una de esas mesitas tan arrinconadas que si la gente de la mesa de al lado no se levanta para dejarte pasar —y nunca lo hacen— tienes que trepar prácticamente a la silla. Pedí un whisky con soda, que es mi bebida favorita además de los daiquiris bien helados. En Ernie está siempre tan oscuro que serían capaces de servir un whisky a un niño de seis años. Además, allí a nadie le importa un comino la edad que tengas. Puedes inyectarte heroína si te da la gana sin que nadie te diga una palabra.
Estaba rodeado de cretinos. En serio. En la mesa de la izquierda, casi encima de mis rodillas, había una pareja con una pinta un poco rara. Eran de mi edad o quizá un poco mayores. Tenía gracia. Se les notaba en seguida que bebían muy despacio la consumición mínima para no tener que pedir otra cosa. Como no tenía nada que hacer, escuché un rato lo que decían. El le hablaba a la chica de un partido de fútbol que había visto aquella misma tarde. Se lo contó con pelos y señales, hasta la última jugada, de verdad. Era el tío más plomo que he oído en mi vida. A su pareja se le notaba que le importaba un rábano el partido, pero como la pobre era tan fea no le quedaba más remedio que tragárselo quieras que no. Las chicas feas de verdad las pasan moradas, las pobres. Me dan mucha pena. A veces no puedo ni mirarlas, sobre todo cuando están con un cretino que les está encajando el rollo de un partido de fútbol. A mi derecha, la conversación era peor todavía. Había un tío al que se le notaba en seguida que era de Yale, vestido con un traje de franela gris y un chaleco de esos amariconados con muchos cuadritos. Todos los cabrones esos de las universidades buenas del Este se parecen unos a otros como gotas de agua. Mi padre quiere que vaya a Yale o a Princeton, pero les juro que prefiero morirme antes que ir a un antro de ésos. Lo que me faltaba. Pero, como les decía, el tipo de Yale iba con una chica guapísima. ¡Jo! ¡Qué guapa era la tía! Pero no se imaginan la conversación que se traían. Para empezar, estaban los dos un poco curdas. El la metía mano por debajo de la mesa al mismo tiempo que le hablaba de un chico de su residencia que se había tomado un frasco entero de aspirinas y casi se había suicidado. La chica repetía: «¡Qué horror! ¡Qué terrible! No, aquí no, cariño. Aquí no, por favor... ¡Qué horror!» ¿Se imaginan a alguien metiendo mano a una chica y contándole un suicidio al mismo tiempo? Era para morirse de risa. De pronto empecé a sentirme como un imbécil sentado allí solo en medio de todo el mundo. No había otra cosa que hacer que fumar y beber. Luego llamé al camarero para que le dijera a Ernie que si quería tomar una copa conmigo, que no se olvidara de decirle que era hermano de D.B. No creo que le dijera nada. Los camareros nunca dan ningún recado a nadie.
De repente se me acercó una chica y me dijo: —¡Holden Caulfield!—. Se llamaba Lillian Simmons y mi hermano D.B. había salido con ella una temporada. Tenía unas tetas de aquí a Lima.
—Hola —le dije. Naturalmente traté de ponerme en pie, pero en aquella mesa no había forma de levantarse. Iba con un oficial de marina que parecía que se había tragado el sable.
—¡Qué maravilloso verte! —dijo Lillian. ¡Qué tía más falsa!— ¿Cómo está tu hermano? —eso era lo que en realidad quería saber.
—Muy bien. Está en Hollywood.
—¿En Hollywood? ¡Qué maravilla! ¿Y qué hace?
—No sé. Escribir —le dije. No tenía ganas de hablarle de eso. Se le notaba que le parecía el no va más eso de que D.B. estuviera en Hollywood. A todo el mundo se lo parece. Sobre todo a la gente que no ha leído sus cuentos. A mí en cambio me pone negro.
—¡Qué maravilla! —dijo Lillian. Luego me presentó al oficial de marina. Se llamaba Comandante Blop o algo así, y era uno de esos tíos que consideran una mariconada no partirle a uno hasta el último dedo cuando le dan la mano. ¡Dios mío, cómo me revientan esas cosas!
—¿Estás solo, cariño? —me preguntó la tal Lillian. Había cortado el paso por ese pasillo, pero se le notaba que era de las que les gusta bloquear el tráfico. Había un camarero esperando a que se apartara, pero ella no se dio ni cuenta. Se notaba que al camarero le caía gorda, que al oficial de marina le caía gorda, que a mí me caía gorda, a todos. En el fondo daba un poco de lástima.
—¿Estás solo? —volvió a preguntarme. Yo seguía de pie y ni siquiera se molestó en decirme que me sentara. Era de las que les gusta tenerle a uno de pie horas enteras—. ¿Verdad que es guapísimo? —le dijo al oficial de marina—. Holden, cada día estás más guapo.
El oficial de marina le dijo que a ver si acababa de una vez, que estaba bloqueando el tráfico.
—Vente con nosotros, Holden —dijo Lillian—. Tráete tu vaso.
—Me iba en este momento —le dije—. He quedado con un amigo.
Se le notaba que quería quedar bien conmigo para que luego yo se lo contara a D.B.
—Está bien, desagradecido. Como tú quieras. Cuando veas a tu hermano, dile que le odio.
Al final se fue. El oficial de marina y yo nos dijimos que estábamos encantados de habernos conocido, que es una cosa que me fastidia muchísimo. Me paso el día entero diciendo que estoy encantado de haberlas conocido a personas que me importan un comino. Pero supongo que si uno quiere seguir viviendo, tiene que decir tonterías de esas.
Después de repetirle a Lillian que tenía que ver a un amigo, no me quedaba más remedio que largarme. No podía quedarme a ver si, por alguna casualidad, Ernie tocaba algo pasablemente. Pero cualquier cosa antes que quedarme allí en la mesa de la tal Lillian y el comandante de marina a aburrirme como una ostra. Así que me fui. Mientras me ponía el abrigo sentí una rabia terrible. La gente siempre le fastidia a uno las cosas.
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Capítulo 13
Volví al hotel andando. Cuarenta manzanas como cuarenta soles. No lo hice porque me apeteciera caminar, sino porque no quería pasarme la noche entera entrando y saliendo de taxis. A veces se cansa uno de ir en taxi tanto como de ir en ascensor. De pronto te entra una necesidad enorme de utilizar las piernas, sea cual sea la distancia o el número de escalones. Cuando era pequeño, subía andando a nuestro apartamento muy a menudo. Y son doce pisos.
No se notaba nada que había nevado. Apenas quedaba nieve en las aceras, pero en cambio hacía un frío de espanto, así que saqué del bolsillo la gorra de caza roja y me la puse. No me importaba tener un aspecto rarísimo. Hasta bajé las orejeras. No saben cómo me acordé en aquel momento del tío que me había birlado los guantes en Pencey, porque las manos se me helaban de frío. Aunque estoy seguro de que si hubiera sabido quién era el ladrón no le habría hecho nada tampoco. Soy un tipo bastante cobarde. Trato de que no se me note, pero la verdad es que lo soy. Por ejemplo, si hubiera sabido quién me había robado los guantes, probablemente habría ido a la habitación del ladrón y le habría dicho: «¡Venga! ¿Me das mis guantes, o qué?»., El otro me hubiera preguntado con una voz muy inocente: «¿Qué guantes?». Yo habría ido entonces al armario y habría encontrado los guantes escondidos en alguna parte, dentro de unas botas de lluvia por ejemplo. Los hubiera sacado, se los habría enseñado, y le habría dicho: «Supongo que éstos son tuyos, ¿no?» El ladrón me habría mirado otra vez con una expresión muy inocente y me habría dicho: «No los he visto en mi vida. Si son tuyos puedes llevártelos. Yo no los quiero para nada.» Probablemente me habría quedado allí como cinco minutos con los guantes en la mano sabiendo que lo que tenía que hacer era romperle al tío la cara. Hasta el último hueso, vamos. Sólo que no habría tenido agallas para hacerlo. Me habría quedado de pie, mirándole con cara de duro de película y luego le habría dicho algo muy ingenioso, muy agudo. Lo malo es que , si le hubiera dicho algo así, el ladrón seguramente se habría levantado y me habría dicho: «Oye, Caulfield, ¿me estás llamando ladrón?», y yo, en lugar de responderle: «Naturalmente», probablemente le habría dicho: «Todo lo que sé es que tenías mis guantes dentro de tus botas de lluvia.» El chico habría pensado que no iba a atizarle y se me habría encarado: «Oye, pongamos las cosas en claro. ¿Me estás llamando ladrón?», y yo probablemente le habría contestado: «Nadie te llama nada. Todo lo que sé es que mis guantes estaban dentro de tus botas de lluvia», y así podría haber repetido lo mismo durante horas. Al final habría salido de la habitación sin pegarle un puñetazo siquiera. Habría bajado a los lavabos, habría encendido un cigarrillo y luego me habría mirado al espejo poniendo cara de duro. Esto es lo que iba pensando camino del hotel. De verdad que no tiene ninguna gracia ser cobarde. Aunque quizá yo no sea tan cobarde. No lo sé. Creo que además de ser un poco cobarde, en el fondo lo que me pasa es que me importa un pimiento que me roben los guantes.
Una de las cosas malas que tengo es que nunca me ha importado perder nada. Cuando era niño, mi madre se enfadaba mucho conmigo. Hay tíos que se pasan días enteros buscando todo lo que pierden. A mí nada me importa lo bastante como para pasarme una hora buscándolo. Quizá por eso sea un poco cobarde. Aunque no es excusa, de verdad. No se debe ser cobarde en absoluto, ni poco ni mucho. Si llega el momento de romperle a uno la cara, hay que hacerlo. Lo que me pasa es que yo no sirvo para esas cosas. Prefiero tirar a un tío por la ventana o cortarle la cabeza a hachazos, que pegarle un puñetazo en la mandíbula. Me revientan los puñetazos. No me importa que me aticen de vez en cuando —aunque, naturalmente, tampoco me vuelve loco—, pero si se trata de una pelea a puñetazos lo que más me asusta es ver la cara del otro tío. Eso es lo malo. No me importaría pelear si tuviera los ojos vendados. Sé que es un tipo de cobardía bastante raro, la verdad, pero aun así es cobardía. No crean que me engaño.
Cuanto más pensaba en los guantes y en lo cobarde que era, más deprimido me sentía, así que decidí parar a beber algo en cualquier parte. En Ernie sólo había tomado tres copas, y la última ni la había terminado. Para eso del alcohol tengo un aguante bárbaro. Puedo beber toda la noche si me da la gana sin que se me note absolutamente nada. Una vez, cuando estaba en el Colegio Whooton, un chico que se llamaba Raymond Goldfarb y yo nos compramos una pinta de whisky un sábado por la noche y nos la bebimos en la capilla para que no nos vieran. El acabó como una cuba, pero a mí ni se me notaba. Sólo estaba así como muy despegado de todo, muy frío. Antes de irme a la cama vomité, pero no porque tuviera que hacerlo. Me forcé un poco.
Pero, como iba diciendo, antes de volver al hotel pensé entrar en un bar que encontré en el camino y que era bastante cochambroso, pero en el momento en que abría la puerta salieron un par de tíos completamente curdas y me preguntaron si sabía dónde estaba el metro. Uno de ellos que tenía pinta de cubano, me echó un alientazo apestoso en la cara mientras les daba las indicaciones. Decidí no entrar en aquel tugurio y me volví al hotel.
El vestíbulo estaba completamente vacío y olía como a cincuenta millones de colillas. En serio. No tenía sueño pero me sentía muy mal. De lo más deprimido. Casi deseaba estar muerto. Y, de pronto, sin comerlo ni beberlo, me metí en un lío horroroso.
No hago más que entrar en el ascensor, y el ascensorista va y me pregunta:
—¿Le interesa pasar un buen rato, jefe? ¿O es demasiado tarde para usted?
—¿A qué se refiere? —le dije. No sabía adonde iba a ir a parar.
—¿Le interesa, o no?
—¿A quién? ¿A mí? —reconozco que fue una respuesta bastante estúpida, pero es que da vergüenza que un tío le pregunte a uno a bocajarro una cosa así.
—¿Cuántos años tiene, jefe? —dijo el ascensorista.
—¿Por qué? —le dije—. Veintidós.
—Entonces, ¿qué dice? ¿Le interesa? Cinco dólares por un polvo y quince por toda la noche —dijo mirando su reloj de pulsera—. Hasta el mediodía. Cinco dólares por un polvo, quince toda la noche.
—Bueno —le dije. Iba en contra de mis principios, pero me sentía tan deprimido que no lo pensé. Eso es lo malo de estar tan deprimido. Que no puede uno ni pensar.
—Bueno, ¿qué? ¿Un polvo o hasta el mediodía? Tiene que decidirlo ahora.
—Un polvo.
—De acuerdo. ¿Cuál es el número de su habitación?
Miré la placa roja que colgaba de la llave.
—Mil doscientos veintidós —le dije. Empezaba a arrepentirme de haberle dicho que sí, pero ya era tarde para volverse atrás.
—Bien. Le mandaré a una chica dentro de un cuarto de hora.
Abrió las puertas del ascensor y salí.
—Oiga, ¿es guapa? —le pregunté—. No quiero ningún vejestorio.
—No es ningún vejestorio. Por eso no se preocupe, jefe.
—¿A quién le pago?
—A ella —dijo—. Hasta la vista, jefe.
Y me cerró la puerta en las narices.
Me fui a mi habitación y me mojé un poco el pelo, pero no hay forma de peinarlo cuando lo lleva uno cortado al cepillo. Luego miré a ver si me olía mal la boca por todos los cigarrillos que había fumado aquel día y por las copas que me había tomado en «Ernie». No hay más que ponerse la mano debajo de la barbilla y echarse el aliento hacia la nariz. No me olía muy mal, pero de todas formas me lavé los dientes. Luego me puse una camisa limpia. Ya sé que no hace falta ponerse de punta en blanco para acostarse con una prostituta, pero así tenía algo que hacer para entretenerme. Estaba un poco nervioso. Empezaba también a excitarme, pero sobre todo tenía los nervios de punta. Si he de serles sincero les diré que soy virgen. De verdad. He tenido unas cuantas ocasiones de perder la virginidad, pero nunca he llegado a conseguirlo. Siempre en el último momento, ocurría alguna cosa. Por ejemplo, los padres de la chica volvían a casa, o me entraba miedo de que lo hicieran. Si iba en el asiento posterior de un coche, siempre tenía que ir en el delantero alguien que no hacía más que volverse a ver qué pasaba. En fin, que siempre ocurría alguna cosa. Un par de veces estuve a punto de conseguirlo. Recuerdo una vez en particular, pero pasó algo también, no me acuerdo qué. Casi siempre, cuando ya estás a punto, la chica, que no es prostituta ni nada, te dice que no. Y yo soy tan tonto que la hago caso. La mayoría de los chicos hacen como si no oyeran, pero yo no puedo evitar hacerles caso. Nunca se sabe si es verdad que quieren que pares, o si es que tienen miedo, o si te lo dicen para que si lo haces la culpa luego sea tuya y no de ellas. No sé, pero el caso es que yo me paro. Lo que pasa es que me dan pena. La mayoría son tan tontas, las pobres... En cuanto se pasa un rato con ellas, empiezan a perder pie. Y cuando una chica se excita de verdad pierde completamente la cabeza. No sé, pero a mí me dicen que pare, y paro. Después, cuando las llevo a su casa, me arrepiento de haberlo hecho, pero a la próxima vez hago lo mismo.
Pero, como les iba diciendo, mientras me abrochaba la camisa pensé que aquella vez era mi oportunidad. Se me ocurrió que estaba muy bien eso de practicar con una prostituta por si luego me casaba y todo ese rollo. A veces me preocupan mucho esas cosas. En el Colegio Whooton leí una vez un libro sobre un tío muy elegante y muy sexy. Se llamaba Monsieur Blanchard. Todavía me acuerdo. El libro era horrible, pero el tal Monsieur Blanchard me caía muy bien. Tenía un castillo en la Riviera y en sus ratos libres se dedicaba a sacudirse a las mujeres de encima con una porra. Era lo que se dice un libertino, pero todas se volvían locas por él. En un capítulo del libro decía que el cuerpo de la mujer es como un violín y que hay que ser muy buen músico para arrancarle las mejores notas. Era un libro cursilísimo, pero tengo que confesar que lo del violín se me quedó grabado. Por eso quería tener un poco de práctica por si luego me casaba. ¡Caulfield y su violín mágico! ¡Jo! ¡Es una chorrada, lo admito, pero no tanto como parece! No me importaría nada ser muy bueno para esas cosas. La verdad es que la mitad de las veces cuando estoy con una chica no se imaginan lo que tardo en encontrar lo que busco. No sé si me entienden. Por ejemplo, esa chica de que acabo de hablarles, ésa que por poco me acuesto con ella. Tardé como una hora en quitarle el sostén. Cuando al fin lo conseguí, ella estaba a punto de escupirme en un ojo.
Pero, como les iba diciendo, me puse a pasear por toda la habitación esperando a que apareciera la tal prostituta. Ojalá fuera guapa. Aunque la verdad es que en el fondo me daba igual. Lo importante era pasar el trago cuanto antes. Por fin llamaron a la puerta y cuando iba a abrir tropecé con la maleta que tenía en medio del cuarto y por poco me rompo la crisma. Siempre elijo el momento más oportuno para tropezar con las maletas.
Cuando abrí la puerta vi a la prostituta de pie en el pasillo. Llevaba un chaquetón muy largo y no se había puesto sombrero. Tenía el pelo medio rubio, pero se le notaba que era teñido. Era muy joven.
—¿Cómo está usted? —le dije con un tono muy fino. ¡Jo!
—¿Eres tú el tipo de que me ha hablado Maurice? —me preguntó. No parecía muy simpática.
—¿El ascensorista?
—Sí —dijo.
—Sí, soy yo. Pase, ¿quiere? —le dije. Conforme pasaba el tiempo me iba tranquilizando un poco.
Entró, se quitó el chaquetón y lo tiró sobre la cama. Llevaba un vestido verde. Luego se sentó en una silla que había delante del escritorio y empezó a balancear el pie en el aire. Cruzó las piernas y siguió moviendo el pie. Para ser prostituta estaba la mar de nerviosa. De verdad. Creo que porque era jovencísima. Tenía más o menos mi edad. Me senté en un sillón a su lado y le ofrecí un cigarrillo.
—No fumo —me dijo. Tenía un hilito de voz. Apenas se le oía. Nunca daba las gracias cuando uno le ofrecía alguna cosa. La pobre no sabía. Era una ignorante.
—Permítame que me presente. Me llamo Jim Steele —le dije.
—¿Llevas reloj? —me contestó. Naturalmente le importaba un cuerno cómo me llamara—. Oye, ¿cuántos años tienes?
—¿Yo? Veintidós.
—¡Menuda trola!
Me hizo gracia. Hablaba como una cría. Yo esperaba que una prostituta diría algo así como «¡Menos guasas!» o «¡Déjate de leches!», pero eso de «¡Menuda trola!»...
—Y tú, ¿cuántos años tienes? —le pregunté.
—Los suficientes para no chuparme el dedo —me dijo. Era ingeniosísima la tía—. ¿Llevas reloj? —me preguntó de nuevo. Luego se puso de pie y empezó a sacarse el vestido por la cabeza.
De pronto empecé a notar una sensación rara. Iba todo demasiado rápido. Supongo que cuando una mujer se pone de pie y empieza a desnudarse, uno tiene que sentirse de golpe de lo más cachondo. Pues yo no. Lo que sentí fue una depresión horrible.
—¿Llevas reloj?
—No, no llevo —le dije. ¡Jo! ¡No me sentía poco raro!
—¿Cómo te llamas? —le pregunté. No llevaba más que una combinación de color rosa. Aquello era de lo más desairado. De verdad.
—Sunny —me dijo—. Venga, a ver si acabamos.
—¿No te apetece hablar un rato? —le pregunté. Comprendo que fue una tontería, pero es que me sentía rarísimo—. ¿Tienes mucha prisa?
Me miró como si estuviera loco de remate.
—¿De qué demonios quieres que hablemos? —me dijo.
—De nada. De nada en especial. Sólo que pensé que a lo mejor te apetecía charlar un ratito.
Volvió a sentarse en la silla que había junto al escritorio. Se le notaba que estaba ¡furiosa. Volvió también a balancear el pie en el aire. ¡Jo! ¡No era poco nerviosa la tía!
—¿Te apetece un cigarrillo ahora? —le dije. Me había olvidado de que no fumaba.
—No fumo. Oye, si quieres hablar, date prisa. Tengo mucho que hacer.
De pronto no se me ocurrió nada que decirle. Lo que me apetecía saber era por qué se había metido a prostituta y todas esas cosas, pero me dio miedo preguntárselo. Probablemente no me lo hubiera dicho.
—No eres de Nueva York, ¿verdad? —le pregunté finalmente. No se me ocurrió nada mejor.
—Soy de Hollywood —me dijo. Luego se acercó adonde había dejado el vestido—. ¿Tienes una percha? No quiero que se me arrugue. Acabo de recogerlo del tinte.
—Claro —le dije. Estaba encantado de poder hacer algo. Llevé el vestido al armario y se lo colgué. Tuvo gracia porque cuando lo hice me entró una pena tremenda. Me la imaginé yendo a la tienda y comprándose el vestido sin que nadie supiera que era prostituta ni nada. El dependiente probablemente pensaría que era una chica como las demás. Me dio una tristeza horrible, no sé por qué.
Volví a sentarme y traté de animar un poco la conversación. La verdad es que aquella mujer era una tumba:
—¿Trabajas todas las noches? —le dije. Sonaba horrible, pero no me di cuenta hasta que se lo pregunté.
—Sí.
Había empezado a pasearse por la habitación. Cogió el menú del escritorio y lo leyó.
—¿Qué haces durante el día?
Se encogió de hombros. Estaba muy delgada:
—Duermo. O voy al cine —dejó el menú y me miró—. Bueno, ¿qué? No tengo toda la...
—Verás —le dije—. No me encuentro bien. He pasado muy mala noche. De verdad. Te pagaré pero no te importará si no lo hacemos, ¿no? ¿Te molesta?
La verdad es que no tenía ninguna gana de acostarme con ella. Estaba mucho más triste que excitado. Era todo deprimentísimo, sobre todo ese vestido verde colgando de su percha. Además no creo que pueda acostarme nunca con una chica que se pasa el día entero en el cine. No creo que pueda jamás.
Se me acercó con una expresión muy rara en la cara, como si no me creyera.
—¿Qué te pasa? —me dijo.
—No me pasa nada. —¡Jo! ¡No me estaba poniendo poco nervioso!—. Es sólo que me han operado hace poco.
—Sí, ¿eh? ¿De qué?
—Del... ¿cómo se llama? Del clavicordio.
—¿Sí? ¿Y qué es eso?
—¿El clavicordio? —le dije—. Verás, es como si fuera la espina dorsal. Está al final de la columna vertebral.
—¡Vaya! —me dijo—. ¡Qué mala suerte!
Luego se me sentó en las rodillas:
—Eres muy guapo —me dijo.
Me puse tan nervioso que seguí mintiendo como loco.
—Todavía no me he recuperado de la operación —le dije.
—Te pareces a un actor de cine. ¿Sabes cuál digo? ¿Cómo se llama?
—No lo sé —le dije. No había forma humana de que se levantara.
—Claro que lo sabes. Salía en una película de Melvin Douglas. El que hacía de hermano pequeño. El que se cae de la barca. Seguro que sabes cuál es.
—No. Voy al cine lo menos posible.
De pronto se puso a hacer unas cosas muy raras, unas groserías horrorosas.
—¿Te importaría dejarme en paz? —le dije—. No tengo ganas. Acabo de decírtelo. Me han operado hace poco.
No se levantó, pero me echó una mirada asesina.
—Oye —me dijo—. Estaba durmiendo cuando ese cretino de Maurice me despertó para que viniera. Si crees que voy a...
—Te he dicho que te pagaré y voy a hacerlo. Tengo mucho dinero. Pero es que me estoy recuperando de una operación y...
—Entonces, ¿para qué le dijiste a Maurice que te mandara una chica a tu habitación si te acababan de operar del...? ¿Cómo se llama eso?
—Creí que estaba mejor de lo que estoy. Me equivoqué en mis cálculos. Me he precipitado, de verdad. Lo siento. Si te levantas un momento, iré a buscar mi cartera.
Estaba furiosísima, pero se levantó para dejarme ir a coger el dinero. Saqué de la cartera un billete de cinco dólares y se lo di.
—Gracias —le dije—. Un millón de gracias.
—Me has dado cinco y son diez.
Iba a ponerse pesada. La veía venir. Me lo estaba temiendo hacía rato, de verdad.
—Maurice dijo cinco —le contesté—. Dijo que quince hasta el mediodía y cinco por un polvo.
—Diez por un polvo.
—Dijo cinco. Lo siento muchísimo, pero no pienso soltar un céntimo más.
Se encogió de hombros como había hecho antes y luego dijo muy fríamente:
—¿Te importaría darme mi vestido, o es demasiada molestia?
Daba miedo la tía. A pesar de la vocecita que tenía. Si hubiera sido una prostituta vieja con dos dedos de maquillaje en la cara, no habría dado tanto miedo.
Me levanté y le di el vestido. Se lo puso y luego recogió el chaquetón que había dejado sobre la cama.
—Adiós, pelagatos —dijo.
—Adiós —le contesté. No le di las gracias ni nada. Y luego me alegré de no habérselas dado.
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Capítulo 14
Cuando Sunny se fue me quedé sentado un rato en el sillón mientras me fumaba un par de cigarrillos. Empezaba a amanecer. ¡Jo! ¡Qué triste me sentía! No se imaginan lo deprimido que estaba. De pronto empecé a hablar con Allie en voz alta. Es una cosa que suelo hacer cuando me encuentro muy deprimido. Le digo que vaya a casa a recoger su bicicleta y que me espere delante del jardín de Bobby Fallón. Bobby era un chico que vivía muy cerca de nuestro chalet en Maine, pero de eso hace ya muchos años. Una vez, Bobby y yo íbamos a ir al Lago Sedebego en bicicleta. Pensábamos llevarnos la comida y una escopeta de aire comprimido. Éramos unos críos y pensábamos que con eso podríamos cazar algo. Allie nos oyó y quiso venir con nosotros, pero yo le dije que era muy pequeño. Así que ahora, cuando me siento muy deprimido, le digo: «Bueno, anda. Ve a recoger la bici y espérame delante de la casa de Bobby. Date prisa.» No crean que no le dejaba venir nunca conmigo. Casi siempre nos acompañaba. Pero aquel día no le dejé. El no se enfadó —nunca se enfadaba por nada—, pero siempre me viene ese recuerdo a la memoria cuando me da la depresión.
Al final me desnudé y me metí en la cama. Tenía ganas de rezar o algo así, pero no pude hacerlo. Nunca puedo rezar cuando quiero. En primer lugar porque soy un poco ateo. Jesucristo me cae bien, pero con el resto de la Biblia no puedo. Esos discípulos, por ejemplo. Si quieren que les diga la verdad no les tengo ninguna simpatía. Cuando Jesucristo murió no se portaron tan mal, pero lo que es mientras estuvo vivo, le ayudaron como un tiro en la cabeza. Siempre le dejaban más solo que la una. Creo que son los que menos trago de toda la Biblia. Si quieren que les diga la verdad, el tío que me cae mejor de todo el Evangelio, además de Jesucristo, es ese lunático que vivía entre las tumbas y se hacía heridas con las piedras. Me cae mil veces mejor que los discípulos. Cuando estaba en el Colegio Whooton solía hablar mucho de todo esto con un chico que tenía su habitación en el mismo pasillo que yo y que se llamaba Arthur Childs. Era cuáquero y leía constantemente la Biblia, Aunque era muy buena persona nunca estábamos de acuerdo sobre esas cosas, especialmente sobre los discípulos. Me decía que si no me gustaban es que tampoco me gustaba Jesucristo. Decía que como El los había elegido, tenían que caerte bien por fuerza. Yo le contestaba que claro que El los había elegido, pero que los había elegido al aliguí, que Cristo no tenía tiempo de ir por ahí analizando a la gente. Le decía que no era culpa de Jesucristo, que no era culpa suya si no tenía tiempo para nada. Recuerdo que una vez le pregunté a Childs si creía que Judas, el traidor, había ido al infierno. Childs me dijo que naturalmente que lo creía. Ese era exactamente el tipo de cosas sobre el que nunca coincidía con él. Le dije que apostaría mil dólares a que Cristo no había mandado a Judas al infierno, y hoy los seguiría apostando si los tuviera. Estoy seguro de que cualquiera de los discípulos hubiera mandado a Judas al infierno —y a todo correr—, pero Cristo no. Childs me dijo que lo que me pasaba es que nunca iba a la iglesia ni nada. Y en eso tenía razón. Nunca voy. En primer lugar porque mis padres son de religiones diferentes y todos sus hijos somos ateos. Si quieren que les diga la verdad, no aguanto a los curas. Todos los capellanes de los colegios donde he estudiado sacaban unas vocecitas de lo más hipócrita cuando nos echaban un sermón. No veo por qué no pueden predicar con una voz corriente y normal. Suena de lo más falso.
Pero, como les iba diciendo, cuando me metí en la cama se me ocurrió rezar, pero no pude. Cada vez que empezaba se me venía a la cabeza la cara de Sunny llamándome pelagatos. Al final me senté en la cama y me fumé otro cigarrillo. Sabía a demonios. Desde que había salido de Pencey debía haberme liquidado como dos cajetillas.
De pronto, mientras estaba allí fumando, llamaron a la puerta. Pensé que a lo mejor se habían equivocado, peroren el fondo estaba seguro de que no. No sé por qué, pero lo sabía. Y además sabía quién era. Soy adivino.
—¿Quién es? —pregunté. Tenía bastante miedo. Para esas cosas soy muy cobarde.
Volvieron a llamar. Más fuerte.
Al final me levanté de la cama y tal como estaba, sólo con el pijama, entreabrí la puerta. No tuve que dar la luz porque ya era de día. En el pasillo esperaban Sunny y Maurice, el chulo del ascensor.
—¿Qué pasa? ¿Qué quieren? —dije. ¡Jo! ¡Cómo me temblaba la voz!
—Nada de importancia —dijo Maurice—. Sólo cinco dólares.
El hablaba por los dos. La tal Sunny se limitaba a estar allí, a su lado, con la boca entreabierta.
—Ya le he pagado. Le he dado cinco dólares. Pregúnteselo a ella —le dije. ¡Jo! ¡Cómo me temblaba la voz!
—Son diez dólares, jefe. Ya se lo dije. Diez por un polvo, quince hasta el mediodía. Se lo dije bien clarito.
—No es verdad. Cinco por un polvo. Dijo que quince hasta el mediodía, pero...
—Abra, jefe.
—¿Para qué? —le dije. ¡Dios mío! Me latía el corazón como si fuera a escapárseme del pecho. Al menos me habría gustado estar vestido. Es horrible estar en pijama en medio de una cosa así.
—¡Vamos, jefe! —dijo Maurice. Luego me dio un empujón con toda la manaza. Tenía tanta fuerza el muy hijoputa que por poco me caigo sentado. Cuando quise darme cuenta, él y la tal Sunny se habían colado en mi habitación. Andaban por allí como Pedro por su casa. Sunny se sentó en el alféizar de la ventana. Maurice se hundió en un sillón y se desabrochó el botón del cuello —aún llevaba el uniforme de ascensorista—. ¡Jo, yo estaba con los nervios desatados!
—¡Venga, jefe! Suelte ya la tela que tengo que volver al trabajo.
—Ya se lo he dicho diez veces. No le debo nada. Le pagué los cinco dólares...
—¡Déjese de historias! ¡Vamos, largue la pasta!
—¿Por qué tengo que darles otros cinco dólares? —le dije. Apenas podía hablar—. Lo que quieren es timarme.
El tal Maurice se desabrochó la librea. Debajo no llevaba más que un cuello postizo. Tenía un estómago enorme y muy peludo.
—Nadie está tratando de timarle —dijo—. Vamos, la pasta, jefe.
—No.
Cuando lo dije se levantó del sillón y se acercó a mí. Parecía como muy cansado o muy aburrido. ¡Jo! ¡No me llegaba la camisa al cuerpo! Recuerdo que tenía los brazos cruzados. Si no me hubieran pillado en pijama, no me habría sentido tan mal.
—La tela, jefe.
Se acercó aún más. Parecía un disco rayado, el tío.
—La tela, jefe —era un tarado.
—No.
—Va a obligarme a forzar las cosas, jefe. No quería, pero me parece que no va a quedarme otro remedio —me dijo—. Nos debe cinco dólares.
—No les debo nada —le dije—. Y si me atiza gritaré como un demonio. Despertaré a todo el hotel. Incluida la policía —¡cómo me temblaba la voz!
—Adelante. Por mí puede gritar hasta desgañitarse. Haga lo que usted quiera —dijo Maurice—. Pero, ¿quiere que se enteren sus padres de que ha pasado la noche con una puta? ¿Un niño bien como usted? —el tío no era tonto. Cabrón, sí, pero lo que es de tonto no tenía un pelo.
—Déjeme en paz. Si me hubiera dicho diez desde el principio, se los daría, pero usted dijo claramente...
—¿Nos lo da o no? —Me tenía acorralado contra la puerta y estaba prácticamente echado encima de mí, con estómago peludo y todo.
—Déjenme en paz y lárguense de mi habitación —les dije. Seguía como un imbécil con los brazos cruzados.
De pronto Sunny habló por primera vez:
—Oye, Maurice. ¿Quieres que le coja la cartera? —le preguntó—. La tiene encima del mueble ése.
—Sí, cógela.
—¡No toque esa cartera!
—Ya la tengo —dijo Sunny. Me paseó cinco dólares por delante de las narices—. ¿Lo ves? No he sacado más que los cinco que me debes. No soy una ladrona.
De repente me eché a llorar. Hubiera dado cualquier cosa por no hacerlo, pero lo hice.
—No, no son ladrones. Sólo roban cinco dólares.
—¡Cállate! —dijo Maurice y me dio un empujón.
—¡Déjale en paz! —dijo Sunny—. ¡Vámonos! Ya tenemos lo que me debía. Venga, vámonos.
—Ya voy —dijo Maurice, pero el caso es que no se iba.
—Vamos, Maurice, déjale ya.
—¿Quién le está haciendo nada? —dijo con una voz tan inocente como un niño. Lo que hizo después fue pegarme bien fuerte en el pijama. No les diré dónde me dio, pero me dolió muchísimo. Le dije que era un cerdo y un tarado.
—¿Cómo has dicho? —dijo. Luego se puso una mano detrás de la oreja como si estuviera sordo—. ¿Cómo has dicho? ¿Qué has dicho que soy?
Yo seguía medio llorando de furia y de lo nervioso que estaba.
—Que es un cerdo y un tarado —le grité—. Un cretino, un timador y un tarado, y en un par de años será uno de esos pordioseros que se le acercan a uno en la calle para pedirle para un café. Llevará un abrigo raído y estará más...
Entonces fue cuando me atizó de verdad. No traté siquiera de esquivarle, ni de agacharme, ni de nada. Sólo sentí un tremendo puñetazo en el estómago.
Sé que no perdí el sentido porque recuerdo que levanté la vista, y les vi salir a los dos de la habitación y cerrar la puerta tras ellos. Luego me quedé un rato en el suelo, más o menos como había hecho cuando lo de Stradlater. Sólo que esta vez de verdad creí que me moría. En serio. Era como si fuera a ahogarme. No podía ni respirar. Cuando al fin me levanté, tuve que ir al baño doblado por la cintura y sujetándome el estómago.
Pero les juro que estoy completamente loco. A medio camino, empecé a hacer como si me hubieran encajado un disparo en el vientre. Mauricio me había pegado un tiro. Y yo iba al baño a atizarme un lingotazo de whisky para calmarme los nervios y entrar en acción. Me imaginé saliendo de la habitación con paso vacilante, completamente vestido y con el revólver en el bolsillo. Bajaría por las escaleras en vez de tomar el ascensor. Iría bien aferrado al pasamanos, con un hilillo de sangre chorreando de la comisura de los labios. Bajaría unos cuantos pisos —abrazado a mi estómago y dejando un horrible rastro de sangre—, y luego llamaría al ascensor. Cuando Maurice abriera las puertas me encontraría esperándole, con el revólver en la mano. Comenzaría a suplicarme con voz temblorosa, de cobarde, para que le perdonara. Pero yo dispararía sin piedad. Seis tiros directos al estómago gordo y peludo. Luego arrojaría el arma al hueco del ascensor —una vez limpias las huellas— y volvería arrastrándome hasta mi habitación. Llamaría a Jane para que viniera a vendarme las heridas. Me la imaginé perfectamente, sosteniendo entre los dedos un cigarrillo para que yo fumara mientras sangraba como un valiente.
¡Maldito cine! Puede amargarle a uno la vida. De verdad.
Me di un baño como de una hora, y luego volví a la cama. Me costó mucho dormirme porque ni siquiera estaba cansado, pero al fin lo conseguí. Lo único que de verdad tenía ganas de hacer era suicidarme. Me hubiera gustado tirarme por la ventana, y creo que lo habría hecho de haber estado seguro de que iban a cubrir mi cadáver en seguida. Me habría reventado que un montón de imbéciles se pararan allí a mirarme mientras yo estaba hecho un Cristo.

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